CAPÍTULO III

Chitty Courts había sido una hermosa mujer, pero ahora parecía una sombra de sí misma. Últimamente, Dickins sintió compasión de ella, pero era preciso mostrar un semblante impasible.

—¿Dónde está Rawson? —preguntó.

—No lo sé —contestó ella, sentada en una silla, con las manos sobre el regazo.

—Seamos francos, señora, Rawson era su amante. Usted asesinó a su esposo, para heredar la póliza de cien mil dólares de su seguro. Sabemos que percibió el dinero, pero también lo gastó en menos de dos años. Rawson ha escapado, apenas supo que podía hallarse implicado en el crimen. ¿No puede decirme a dónde ha ido?

Chitty meneó la cabeza.

—No sé… No tengo noticias suyas…

—Señora Courts, ¿se da cuenta de que, en este estado, se ha restablecido la pena de muerte y que puede ser condenada a la horca?

Ella fue presa de un terrible escalofrío.

—Pero, se lo juro… No sé dónde está Rawson…

Dickins se puso en pie. Sentía un verdadero disgusto por tener que tratar a Chitty con dureza, pero no podía, por menos de pensar que, aún no hacía dos años, ella había enviado al otro barrio a su esposo, con plena deliberación, fríamente, y sin sentir el menor remordimiento; a un esposo que estorbaba.

Chitty parecía desmoralizada. Aún lo estaría más. Entonces, hablaría, porque era preciso detener al cómplice que, no sólo había suministrado el veneno, sino que había encubierto el asesinato, bajo el certificado de una muerte por causas naturales.

Cuando salió, vio a Paye aguardándole en la explanada situada frente al edificio.

—Sola —sonrió la chica—. ¿Cómo va su prisionera?

—Abatida, es todo lo que puedo decirle.

—¿De veras? —Paye se pegó al joven—. Vamos, sea explícito con una pobre periodista que quiere labrarse un nombre. Oiga, hace una mañana deliciosa. ¿Por qué no nos vamos a dar un paseo hasta el río?

—Tengo trabajo, Faye —se excusó él.

—Me parece que he dado con un «hueso» —suspiró la muchacha—. Y es tan simpático, tan atractivo…

—No me adule —sonrió Dickins.

—Pero si estoy diciendo la pura verdad. Oiga, ¿no puede perder siquiera el tiempo suficiente para tomar una taza, de café conmigo? Quiero que me dé detalles de la apasionante vida de Henry Q. Ormeson.

Dickins se rindió.

—Quince minutos, Faye —dijo—. En serio, tengo trabajo.

—No rebasaré un solo segundo del tiempo concedido —afirmó ella.

Momentos más tarde, estaban sentados en un bar. Dickins habló durante unos minutos. Luego, ella le hizo algunas preguntas:

—¿Se cree a Ormeson implicado en alguna muerte sospechosa?

—Así decían, pero fue antes de que yo ocupase este cargo.

—¿No investigó?

—Nadie me lo pidió. Por otra parte, no ya las pruebas, sino las sospechas, eran muy débiles.

—Lo cual significa que Ormeson supo borrar bien sus huellas.

—Parece que sí, Faye.

Ella seguía tomando notas.

—Un hombre como Ormeson suele tener un empleado de confianza —dijo—. ¿Quién era?

—Para Ormeson, el único hombre de confianza era él mismo, Faye.

—Pero habría alguien de cierto relieve en su organización…

—Le daré unos cuantos nombres, pero no conseguirá nada, se lo aseguro. Y, un aviso: ya sólo queda un minuto del tiempo asignado.

—Está bien, no voy a abusar de la concesión que me ha hecho. Y, como premio, le diré algo muy interesante, que yo he averiguado por mi parte. Hará cosa de tres meses, Ormeson firmó un cheque, y lo cobró él mismo, por valor de trescientos mil dólares, en el Cattleman & Land Bank, de Kansas City. ¿Qué le parece?

—Ormeson, a veces, hacía negocios en los que era imprescindible el contante, Faye.

—Sí, pero también pudiera ocurrir que esos trescientos, mil formaran parte del tesoro de tres millones que se supone escondió en alguna parte.

—Pudiera ser. —De pronto, Dickins alzó la mano—: ¡Nang! Acaba de sonar el gong, Faye.

Ella se echó a reír.

—Nos veremos luego, a la noche —se despidió.

Dickins la contempló alejarse a lo largo de la anchurosa avenida. Faye se movía con seguridad, con pasos largos y elásticos, en modo alguno hombrunos. Una chica resuelta, pero también netamente femenina.

Se puso un cigarrillo en los labios. Luego entró en el coche y arrancó en dirección a su oficina.

Wayne le aguardaba pacientemente.

—Se me ha ocurrido una idea, jefe —manifestó al verle.

—¿Sí, Matt?

—Usted ya sabe lo que se comenta acerca de Ormeson y sus tres millones, escondidos Dios sabe dónde.

—Sí, pero no creo que sean más que rumores sin fundamento…

—Jefe, a veces los rumores acaban convirtiéndose en realidad.

—No es extraño, en efecto. ¿Y bien, Matt?

—El túmulo.

—¿Cómo?

—Usted y yo estuvimos en el entierro de Ormeson. ¿Recuerda cómo es el panteón por dentro?

—Sí, perfectamente.

—Bien, la «pasta» está allí, debajo del ataúd.

—Matt, aun suponiendo que sea cierto, ¿qué alegaríamos ante el juez para solicitar una autorización de registro?

Wayne se encogió de hombros.

—Usted es abogado —contestó—. Entiende de leyes.

Dickins reflexionó unos momentos. De pronto, pensó en el informe de Faye Lytton.

—Matt, si un día llegamos a saber que, realmente,' Ormeson escondió tres millones en el panteón, lo haremos registrar a fondo —decidió finalmente—. Entretanto, ¿cómo van las investigaciones sobre Rawson?

Wayne suspiró.

—Ni rastro, señor —contestó.

* * *

Dull Pine había decidido que podía intentar quedarse con el dinero para él solo. Una noche fue al cementerio y tomó un molde de la cerradura. Un conocido suyo le hizo una llave. Pine realizó unas cuantas pruebas durante varias noches seguidas.

Al fin, consiguió que la llave abriese la cerradura. Sin hacer el menor ruido, penetró en el panteón.

Era una buena idea, se dijo, haber retrasado la búsqueda del dinero hasta que se hubiese calmado la atmósfera después de la muerte de Rawson. Mientras él aprovecharía el tiempo…

Dominando sus aprensiones, examinó a fondo el ataúd y el túmulo de granito, con la ayuda de una pequeña linterna.

¿No habría algún resorte secreto?, se preguntó, mientras contemplaba las garras de hierro que servían de soporte al féretro.

De pronto, oyó un leve chirrido.

Alzó los ojos. La tapa del ataúd giraba lentamente a un lado.

Pine retrocedió, sintiendo en su pecho el loco bataneo de su corazón. No, no era posible…

Una figura humana se sentó en el ataúd. Unos ojos, que fosforescían extrañamente, se clavaron en su redondo rostro, húmedo de sudor como si estuviese untado con manteca.

La voz que le hizo una pregunta era de ultratumba:

—¿Buscas el dinero, Dull?

De repente, Pine se sintió acometido por un terror insuperable. Dio media vuelta y echó a correr enloquecidamente.

Instantes después, saltaba a su coche y lo hacía arrancar a toda velocidad. Un par de kilómetros más adelante salieron a su encuentro los focos de un enorme camión.

Pine se dio cuenta de que iba a chocar y golpeó el volante hacia su derecha. El automóvil saltó al abismo.

Segundos después, se producía una enorme llamarada. Pine conservaba todavía el conocimiento y pensó que aquel fuego era el del infierno.

* * *

—Sigo averiguando datos interesantes —dijo Paye.

Dickins tenía ante sí unos documentos y los estudiaba con gran atención.

—¿De veras? —murmuró, distraído.

—De verdad. Ormeson sacó doscientos mil dólares del Banco de… ¡Pero no me hace caso! —protestó la chica, poco menos que a voz en cuello.

—Dispense, estaba muy ocupado…

—Entonces, ¿por qué me ha recibido?

—Me gusta ser cortés. —Dickins bajó la voz—. Y ver una cara bonita de vez en cuando.

—Usted sí que tiene la cara dura. ¿No ha oído lo de los doscientos mil?

—¿Ha oído hablar alguna vez del secreto bancario, Faye?

Ella hizo un gesto displicente.

—¿Qué me dice del secreto sobre las fuentes de información?

—Empatados a uno —rió él—. Trescientos y doscientos, hacen quinientos. Todavía quedan dos millones y medio.

—Los encontraré, descuide. Ahora, dígame usted, ¿qué hay en esos papeles tan interesantes, que ni siquiera mira la cara bonita que tiene delante? —inquirió Faye jovialmente.

—Su abuelita la educó a usted muy mal —dijo Dickins—. La verdad, son unos informes sobre varias personas que tuvieron una notable relación con Ormeson.

—Usted manifestó que Ormeson no confiaba en nadie.

—No confiar en nadie no significa ausencia de relación, Faye.

—¿Hay mujeres en la lista?

—Dos. Una, muy guapa, de treinta años o así. La otra ha pasado ya de los cuarenta.

—La primera sucedió a la segunda en los… afectos de Henry Ormeson, supongo.

—No fueron las únicas, Faye.

—¿Quiénes más?

—Sería incorrecto decir nombres, aunque puedo mencionar el de Chitty Courts.

—Vaya, la mujer que envenenó a su esposo, con la ayuda de un médico, de cuyo paradero no se tiene la menor noticia.

De pronto, llamaron a la puerta.

—¡Adelante! —dijo Dickins.

Una joven uniformada entró, portadora de un sobre.

—Para usted, jefe —indicó.

—Gracias, Nellie. Con permiso, Faye.

Dickins estudió el sobre. De pronto, lanzó una exclamación:

—¡Es la misma letra y la misma tinta!

—¿Qué pasa, Allie? —preguntó Faye, llena de curiosidad.

—Hace un instante he dicho tinta. No es una palabra correcta. Lo exacto es decir sangre —contestó él.

Faye contuvo el aliento.

—¿Esa carta… está escrita con… con sangre?

—Sí.

Dickins había rasgado ya el sobre. Apenas leyó su contenido, levantó el teléfono.

—Sargento Wayne, prepárelo todo para una excursión al Wild Goose Lake —ordenó—. Avise también a los hermanos Mallison. Díganles que acudan al lago con todo su equipo.

A Wayne, aunque no era frecuente, una orden semejante no le pillaba por sorpresa.

—¿Algún fiambre en el fondo del lago? —dijo, innecesariamente.

—Sí… corroboró Dickins.

* * *

Las aguas del lago permanecían extrañamente quietas, salvo en las inmediaciones del lugar donde dos lanchas a motor se balanceaban suavemente. De vez en cuando, surgían algunas burbujas a la superficie.

De pronto, una cabeza, cubierta por negra goma, se hizo visible justo en el espacio situado entre las dos lanchas.

—Está allá abajo, jefe, a treinta metros —dijo Ted Mallison—. Mi hermano se ha quedado amarrándole un cable a la cintura.

—¿Es él? —preguntó Dickins.

—Tiene el rostro muy desfigurado. Los peces ya han tenido su ración…

De pie en la lancha, Faye se tapó la boca con una mano, para contener las náuseas que le producían aquellas declaraciones. Era fácil pensar el estado en que se hallaría un cuerpo humano, después de dos semanas de inmersión en el fondo del lago.

—¿Qué más habéis observado, Ted? —preguntó Dickins.

—Tiene un cable de acero amarrado a la cintura y un peso en el extremo opuesto, una buena piedra. Pero no murió ahogado.

—¿Cómo?

—Hemos visto un agujero en el lado izquierdo de la cabeza, sobre la oreja. Apostaría algo a que es una bala.

Dickins asintió pensativamente.

—Ted, ¿te has fijado si hay agujero de salida?

—No, no lo hay —respondió el buceador.

Entonces, Dickins se volvió hacia el doctor Landis, forense de la policía.

—Extráigale la bala en cuanto pueda, doctor —solicitó.

—De acuerdo, jefe.

Aquella misma tarde, Dickins fue a hacer una visita a la cárcel del condado.

—Avisaré a la señora Courts —dijo la jefa de guardianas.

—Muy bien.

—Ahora le ha dado por los ejercicios físicos —manifestó la funcionaria—. Debe de acordarse de los, tiempos en que era campeona gimnástica en la secundaria.

—Tal vez —convino Dickins con una sonrisa.

Chitty Courts llegó minutos después, envuelta en una bata de tejido esponjoso, una toalla en tomo al cuello. Su rostro estaba sudoroso y encamado.

—Le gusta la gimnasia, parece —comentó Dickins.

—También practicaba antes de entrar aquí, aunque, claro, con menor intensidad. Hacía más vida social, jefe.

—Sí, me lo imagino. Ya sabemos dónde está Rawson, señora Courts.

—En cambio, a mí ya no me importa nada, aunque sí me imagino que resultará interesante para la policía. ¿Dónde está?

—En el depósito de cadáveres, con una bala en el cráneo.

Dickins se llevó, en parte, un chasco, porque Chitty Courts mantuvo una notable impasibilidad en su rostro. Aquella mujer, pensó, se había recobrado notablemente en las dos semanas escasas que llevaba encerrada en la cárcel.

—No pretenderá acusarme a mí de su muerte, ¿verdad, jefe? —dijo ella al fin.

—No. Solamente vine a decirle que, si confiaba en la ayuda del doctor Rawson, ya se puede despedir de ella.

—¡Sádico! —le apostrofó Chitty, burlonamente. Dickins se puso en pie, con grave expresión.

—La pena de muerte se ha puesto en vigor nuevamente en el estado —recordó, despidiéndose.