CAPÍTULO VII

Por los periódicos se enteró al día siguiente de la muerte de Richard Vinthrop y su esposa. Se estremeció.

Los seis balazos que presentaban cada uno de los dos cadáveres delataban tan claramente a los hermanos Torrance, como si hubiesen dejado en el lugar del suceso sus huellas dactilares. Pero, inmediatamente, una oleada de furia sustituyó al primer y natural sentimiento de aprensión.

Vinthrop había sido un buen amigo suyo. Por lo menos, en el sentido de advertirle de la presencia de los Torrance en Clearwater. Y éstos no habían tardado mucho en eliminarle. El ex marinero le había llevado al «Carries» precisamente porque confiaba en no ser vistos allí. Y, sin embargo, lo habían sido.

Esto quería decir que Saldino tenía ojos por todas partes. Valía decir lo mismo que su brazo era muy largo. Alguien, sin duda un confidente de poca monta, de los que se gratifican con diez o veinte dólares, les había avistado al entrar en la taberna. E inmediatamente se había ido con el soplo al gángster. La hora de la muerte de los esposos Vinthrop así lo demostraba. Habían sido asesinados no más de dos horas después de haberse separado ambos.

Bien. Pero él guardaba aún en las mangas algunos naipes para jugarlos contra el pandillero. Uno de ellos podía arrojarlo sobre la mesa en el acto. O no conocía a las mujeres o si algún enemigo peligroso podía tener un hombre, era una mujer celosa.

Sonrió para sí, en tanto se ponía en pie. No llevaba pistola, pues los secuestradores se la habían arrebatado. De todas formas, ello no importaba mucho. Sus puños tenían dinamita y esto le bastaba, por el momento.

* * *

Dolores Hartig dormía plácidamente cuando una pesada mano le golpeó con fuerte chasquido en el final de la espalda. Volviéndose sobresaltada, se sentó en la cama, en tanto lanzaba un grito de susto.

Al instante se cubrió el seno con la ropa de la cama. A dos pasos de la misma, Quentin Kirkland la miraba con expresión sonriente.

—¡Usted! —exclamó enojada—. ¿Cómo ha hecho para entrar aquí?

Quentin se colocó un pitillo en la comisura de los labios.

—Buena chica —dijo, especulativamente—. Se ve que Saldino se muestra generoso.

—Salga de aquí, capitán —dijo ella, indignada—. No me obligue a…

—Lástima —suspiró el joven. Acercó la llamita del fósforo al cigarrillo—. Digo que es una lástima, porque preveo que muy pronto se va a concluir la generosidad de Saldino.

—No le entiendo ni una sola palabra, capitán. ¿A qué se refiere?

—Vamos, vamos, preciosa; no se haga la desentendida. Demasiado lo sabe, conque… Vístase; la espero en la pieza inmediata. Usted y yo tenemos que hablar un ratito, ¿eh?

Los verdosos ojos de Dolores chispearon.

—Está bien, capitán. Supongo me dará cuenta cumplida de sus palabras, ¿no es así?

Quentin echó a andar hacia la puerta del dormitorio.

—No se moleste en arreglarse demasiado; está bonita de todas formas, Dolores.

Ella acudió cinco minutos después, envuelta en una bata de flotantes tules. El cabello, largo y abundante, le caía en negra catarata por los redondos hombros.

En el living había un pequeño bar. Quentin ya había preparado dos vasos y le entregó uno a la muchacha.

—Vamos, capitán, desembuche de una vez —dijo ella, mirándole fijamente.

—Será mejor que echemos las cartas sobre la mesa, Dolores —respondió Quentin.

—Conforme.

—Sé el papel que desempeña usted en la vida de Saldino. Lo hubiera pasado muy mal si llega a enterarse de que le traicionaba con Redding.

—No es preciso que lo sepa —contestó ella, impávida.

—¿Cómo supo él que Redding y yo habíamos estado hablando?

—Se lo dije yo. Por teléfono y disfrazando la voz, naturalmente.

—No le importó delatar al hombre que amaba, ¿verdad? —dijo él, asqueado de tanto cinismo.

—Era un cobarde —contestó Dolores, impasible—. Pero, sigamos. Usted habló antes algo acerca de la generosidad de Saldino.

—Todo llegará, hermana. Usted fue a contratarme como capitán del «Flyng Saucer». Se lo ordenó Saldino para tenerme alejado de Clearwater una larga temporada.

—Quizá. ¿Qué más?

—En vista de que el anzuelo que me tiró con usted como cebo, no me hizo picar, recurrió a otro método, que no es preciso explicar aquí, pero que tenía la misma finalidad. También falló.

Dolores sonrió suavemente.

—Voy viendo que Tino empieza a ablandarse. La buena vida, claro. Siga, capitán; esto se pone terriblemente interesante.

—No quiero revelarle los medios que he empleado para enterarme, pero sí puedo asegurarle que la fuente de oro que representa para usted el tal Saldino, se va a agotar muy pronto. Mucho antes de lo que usted piensa. Exactamente… dentro de diez días.

—¡Caramba, capitán! —dijo Dolores, fingiendo susto—. ¡Me está atemorizando!

Quentin observó pensativo el licor que aún quedaba en su vaso. Lo despachó de un golpe.

—Si piensa que miento, vaya a verle y pregúnteselo. Aparte de que le encontrará con el pómulo rajado, los labios partidos y un ojo negro —de todo lo cual humildemente me confieso autor—, pregúntele si es cierto que dentro de diez días va a anunciar su compromiso matrimonial con la hermosa y acaudalada Axelia Torgren, la hija del opulento negociante Harold Torgren, dueño de las Empresas que llevan su nombre. Luego estudie detenidamente el efecto que sus preguntas causan en su adorado Tino. Me gustaría verlo por un agujerito, palabra.

A medida que Quentin iba hablando, el rostro de Dolores se transfiguraba. Se borró su sonrisa, siendo substituida por una expresión de inmensa furia.

—¡Mentira! —chilló, perdiendo la ecuanimidad—. ¡Eso que me ha contado es una sucia e inmunda mentira!

—Cuidado, guapa. No acostumbro a mentir en ciertas ocasiones y ésta es una de ellas. Vaya a ver a Saldino y que él se lo confirme.

—Quiere indisponerme con él, capitán. Pero no lo conseguirá —barbotó la hermosa morena, lívida de ira.

Quentin frunció el ceño.

—Le he dicho la verdad. Vaya a verle y contemple cómo le dejé el rostro. Pregúntele también por las cartas de la Torgren. A ver cómo se las apaña Saldino para salir de este atolladero, a poco hábil que sea su interrogatorio.

—Si supiera que es verdad…

El joven se encogió de hombros.

—Por mi gusto no hubiera venido a verla, Dolores. Las mujeres como usted me dan asco. Por fuera muy hermosas; por dentro están tan podridas como una manzana del Mar Muerto. Pero hay algo que quiero hacer por encima de todo, y es castigar al asesino de mi hermano, aunque sea… —La miró con infinito desprecio— utilizando ciertos medios que me repugnan.

Por unos instantes los dos jóvenes se miraron fijamente. Después ella se llevó las manos a la nuca, como si fuera a ahuecarse el cabello, haciendo resaltar la firme turgencia de su busto.

Respiró con fuerza.

—¿De veras que le inspiro repugnancia, capitán? —dijo, sonriendo perversamente.

Quentin no contestó. La boca se le había secado de pronto.

Dolores avanzó un par de pasos hacia él.

—Muchos hombres han dicho de mí todo lo contrario, Quentin —susurró. Le echó los brazos al cuello y le acercó sus labios, rojos, cálidos, palpitantes y llenos de vida—. ¿De verdad que no le gusto?

Por unos momentos, Quentin cedió. Pero luego se separó bruscamente, recordando que la mujer a quien acababa de besar había sido la causante deliberada de la muerte de un hombre.

La empujó a un lado, asqueado súbitamente.

—Anda, vete a ver a Tino. Pregúntale si es verdad todo lo que te he dicho. Y si no se explica bien claro, dile que hablarás con la Torgren.

—Si es mentira, te sacaré los ojos, Quentin Kirkland —chilló la morena.

Quentin se encogió de hombros, encaminándose hacia la puerta.

—Haz lo que te de la gana. Ya te he dicho bastante.

Estaba a punto de salir cuando sonó la voz de Dolores.

—¡Espera!

Se volvió.

—¿Qué quieres?

—¿Cómo supiste que…, que la mujer que estaba en casa de Redding y yo éramos la misma? ¿No podía, acaso, haberse tratado de otra?

—Por el perfume que usas. ¡Apesta! —Y con tan concluyente palabra, Quentin abrió la puerta y salió.

Un segundo más tarde, un jarrón se estrellaba contra la puerta. Pero él ya estaba a salvo al otro lado.

No era una hora muy propicia para la clientela, por lo que la taberna estaba casi vacía. El dueño acudió al oír el sonido en la puerta.

Palideció al ver a Quentin. Éste fingió no haberse dado cuenta del detalle.

—Ho… la, capitán Kirkland. ¿Cómo está?

—Quizá no tan bien como usted, Burke —contestó el joven—. Mire a ver si encuentra una jarra limpia y llénemela de cerveza.

—Sí, capitán.

El joven probó la bebida.

—No está mal. Para lo que es esta taberna… ¿Ya se ha enterado de la muerte de Vinthrop?

—Sí, capitán. Fue… una verdadera lástima.

Quentin miró al fondo de los ojos del tabernero. Lo vio acobardado.

—Vinthrop vino aquí porque confió en usted, Burke.

No digo que sea usted mismo el que le haya traicionado, pero en cuanto nos fuimos al reservado, alguien avisó a Saldino de que Vin estaba conmigo. ¿Quién fue?

Burke se encogió de hombros.

—¿Quién sabe, capitán? Saldino tiene muchos informadores. Están en todas partes y…

—Pero usted conoce a muchos de ellos. Concretamente, al chivato bastardo que hace dos noches se fue con el soplo. Dígame, su nombre y dirección.

—Conmigo se equivoca, capitán. Yo no…

Quentin decidió que no merecía la pena perder tiempo con un interrogatorio especulativo que obligara a rendirse a su interlocutor. «Lo mejor es —se dijo—, pasar a la acción». Y así lo hizo.

Alargó el brazo izquierdo, asiendo por la camisa al atribulado tabernero. Burke intentó desasirse, pero su fuerza física no podía compararse con la del joven.

—Vamos, dime cómo se llama ese piojoso. Pronto, no me hagas perder la paciencia, Burke; no dispongo de mucho tiempo.

—Le digo…

Burke exhaló un aullido de dolor. Quentin había tirado hacia sí, golpeándole el mentón contra la dura madera del mostrador.

—No vuelvo a repetírtelo más, Burke. La próxima vez que te lo diga y no me contestes, te trituraré el maxilar.

El tabernero acabó por ceder. Los ojos del joven brillaban con una dureza que no permitía el menor asomo de duda.

—Su… suélteme —jadeó, lívido, cubierto de sudor—. Se lo diré.

—Habla primero y te soltaré después.

—Sí… sí, claro. Es… «Ratón» Cowley. Vi… vive en Marquand, cuarenta y seis.

—De acuerdo. Gracias por tus informes, Burke. Pero —observó—, veo que sudas como un cerdo. Eso es debido a tus remordimientos. Si cuando viste que «Ratón» Cowley se iba de aquí para dar el soplo a Saldino, hubieses hablado, posiblemente Vin estaría aún vivo. Te voy a refrescar un poco; lo estás necesitando.

Y le echó el contenido de la jarra por el cogote. Después se la rompió en la cabeza.

Burke lanzó un aullido y se llevó ambas maños a la parte afectada.

Riendo mientras oía los chillidos del tabernero, Quentin abandonó el local.

* * *

«Ratón» Cowley tenía un físico que correspondía plenamente al apodo de que disfrutaba. Apenas vio a Quentin entrando en la puerta de su casa, le acometió un temblor convulsivo que sacudió todo su cuerpo de arriba abajo.

—Ya sabes a lo que vengo, ¿verdad? —sonrió duramente el joven—. Si yo fuese uno de vosotros, te estrangularía ahora mismo. Tu suerte es que soy demasiado decente.

—No…, no sé de qué me está hablando, capitán Kirkland —tartajeó el hombrecillo, lívido de espanto.

—No te hagas el ignorante, bacteria. Nos viste a Vinthrop y a mí encerramos en uno de los reservados del «Carries» e inmediatamente te fuiste con el soplo a Saldino.

—Capitán, por favor, yo no…

Quentin le soltó una bofetada, que le hizo volar hasta el lado opuesto de la habitación. El maleante cayó sobre la vieja cama que había en aquel rincón, haciéndala crujir por todos sus muelles.

Quiso huir, corriendo hacia la puerta. Pero Quentin le echó, la zancadilla, derribándole al suelo con gran aparato.

Lo levantó en vilo con la mano izquierda y con la derecha le batió el rostro de palma y revés, hasta amoratárselo por completo.

Terminó con una seca advertencia:

—Y ahora, ve y dile a Saldino que puede enviarme cuando quiera a los Torrance —después de lo cual, conectó su puño con la mandíbula del maleante, enviándolo en el acto al país de los sueños.

Cerró la puerta y saltó. En un bar próximo se tomó una cerveza, diciéndose que, efectivamente, podía haberse movido mucho en los últimos días, pero que sus progresos no habían sido todo lo eficientes que él hubiera deseado.

Furioso consigo mismo y despechado en buena parte, emprendió el camino de regreso a su apartamiento. Entre todo cuanto había hecho aquel día, este casi se le había pasado por completo y ya empezaba a anochecer.

Cuando llegó el conserje salió a recibirle. Tenía un sobre en la mano.

—Para usted, capitán. Lo trajo un mensajero.

El sobre exhalaba una suave fragancia.

En los primeros momentos, Quentin pensó fuese una nota escrita por la Hartig, más pronto hubo de convencerse de que el perfume era distinto. Menos explosivo, más delicado, en suma.

Abrió la carta. Era de Axelia.

«Le he estado llamando por teléfono todo el día y no he podido obtener contestación. Si no sigue enfadado conmigo, me gustaría viniese a cenar, en mi compañía esta noche. En caso de que no acepte, le ruego me lo comunique por teléfono».

«A. T.».

Se abanicó pensativamente con la carta. Parecía sincera y su contenido le daba clara sensación de que la muchacha empezaba a arrepentirse.

«¡Qué demonios! —pensó—. Una invitación no compromete a nada y, quizá, así pueda sacar algo en limpio».

Subió a su apartamiento y se duchó, cambiándose luego de ropa. El ambiente seguía pesado, sofocante.

Se puso un traje oscuro y, a falta de arma mejor, se echó al bolsillo una navaja con resorte. Bien manejada, podía constituir un elemento de defensa insuperable.

Cuando terminó, pasaban ya de las siete. Salió de casa y buscó un taxi que le llevó a la mansión de los Torgren.

Era una casa situada sobre una colina, cubierta de verdor. Especialmente en la parte más baja, los árboles constituían un verdadero bosque.

El coche le dejó ante el gran pórtico de la entrada. La casa era de un estilo colonial, muy elegante y modernizado, que denotaba el buen gusto tanto de su propietario como del constructor.

Un imponente mayordomo acudió a recibirle.

—Soy el capitán Kirkland —se anunció, tras pagar el taxi.

—Le estábamos esperando, señor —dijo el mayordomo—. ¿Quiere seguirme?

Y le condujo por una serie de salones de dimensiones enormes, amueblados a tono con el tamaño del edificio. Abrió finalmente una puerta y, con voz campanuda, anunció:

—El capitán Kirkland.

El joven trató de admirar la colosal biblioteca, pero no tuvo mucho tiempo para hacerlo. Axelia salía ya a recibirle, con una encantadora sonrisa pintada en sus hermosos labios.

Estaba verdaderamente bella, con un traje de noche azul eléctrico, muy ceñido al cuerpo, que dejaba los redondos hombros al descubierto. Quentin sintió una onda cálida recorrerle sus venas al notar el contacto de la mano de la muchacha en la suya.

—Me alegro de verle, capitán —dijo Axelia—. Y mi padre, supongo, lo mismo. ¿Lo conoce usted?

Había un hombre en pie al lado de la chimenea, en la que un fulgor rojo simulaba las llamas. Era casi tan alto como él, y un magnífico ejemplar del sexo masculino, pese a haber doblado ya el cabo de medio siglo. «Un auténtico vikingo», pensó Quentin.

—Celebro infinito conocerle, capitán —dijo Harold Torgren, adelantándose. Su mano estrechó la de Quentin con fuerza—. Axelia me ha hablado mucho y bien de usted.

—Su hija es muy considerada conmigo. En lo que a mí concierne, me siento honrado en conocerle, señor.

Torgren le llevó hasta un rincón formado por dos divanes y una mesita en donde había servicio de licores. Axelia se sentó frente a ellos.

—Tomaremos una copa de jerez mientras nos avisan que la cena está lista, capitán.

Bebieron, charlando de cosas insubstanciales. El mayordomo vino diez minutos más tarde y los tres pasaron al comedor, tan lujoso y opulento como el resto de la casa.

Al terminar la cena, regresaron a la biblioteca, donde el estirado mayordomo les sirvió el café, retirándose acto seguido.

Cuando al fin se hubieron quedado solos, Torgren dijo:

—Bien, capitán. Imagino que ha llegado ya el momento de hablar, ¿no le parece?

Quentin miró al financiero sin pestañear.

—He venido aquí precisamente para eso, señor.

—Celebro que usted lo piense así, capitán. Una de las cosas que quiero decirle se refiere a mi compañía naviera. Usted la conoce, ¿no es cierto?

—Sí, señor; aunque no he tenido el placer de navegar en ninguno de sus barcos.

—Yo le ofrezco el mando de uno de ellos. Precisamente el que lleva mi nombre, el «Harold Torgren».