CAPITULO XIII
Una vez en la calle, caminó con paso rápido hacia la oficina del sheriff. El representante de la ley debía estar enterado de la clase de sujetos que Gundloe tenía empleados. Pero apenas había caminado un centenar de pasos, oyó gritos a sus espaldas.
Se volvió. Tres hombres, pistola en mano, corrían hacia él, con intenciones fácilmente adivinables.
Keener sacó su revólver y buscó con la vista un lugar dónde guarecerse. Saltó hacia delante y se agachó detrás de unos fardos situados ante la entrada de un almacén.
Sonaron los primeros disparos. La gente corrió y se esparció, dando chillidos de espanto. Keener percibió el impacto de las primeras balas en la blanda materia de los fardos. Sacó el revólver por encima del parapeto, apuntó con todo cuidado y disparó.
Klamath, el mestizo, se llevó ambas manos al pecho, tras soltar su pistola, y luego de un par de pasos vacilantes, rodó por tierra. Los otros dos se separaron, con objeto de cogerle entre dos fuegos.
El flanco izquierdo de Keener quedó al descubierto. Keener se tendió en el suelo, una fracción de segundo antes de que dos balas silbasen furiosamente sobre sus hombros. En la misma posición en que se hallaba, apretó el gatillo dos veces.
Jordán tiró el arma convulsivamente y se agarró el vientre con ambas manos. Con el rostro lleno de una mortal agonía, retrocedió varios metros antes de girar sobre sí mismo y desplomarse de cara al polvo del arroyo.
El silencio se hizo momentáneamente. Keener se arriesgó a cambiar de postura.
Una voz sonó en aquel momento:
—¡Alto, alto! —gritó el sheriff.
Keener fue a asomarse al parapeto, pero una bala que venía de la acera de enfrente le dejó sin sombrero. Instantáneamente, se echó a un lado y asomó la cabeza a ras de suelo.
El pistolero estaba a treinta pasos de distancia, desconcertado momentáneamente. Sus compinches habían muerto, acudía el sheriff y no podía ver bien a la víctima que él había estimado como fácil. Keener le intimó a rendirse:
—¡Ross, tira tu pistola y entrégate! —gritó.
La respuesta del pistolero fue un disparo que se hundió en la acera, a escasos centímetros del rostro de su adversario. Keener disparó una fracción de segundo más tarde.
Ross se tambaleó, con el rostro cubierto de una mortal palidez. Desesperadamente, intentó hacer fuego de nuevo, pero otro disparo, éste del sheriff, que ya se había puesto a tiro, lo derribó fulminado.
Keener se incorporó. Había tres cuerpos tendidos en distintos puntos de la calle, que ya empezaba a poblarse de curiosos que, abandonaban sus escondites, una vez concluido el tiroteo. El sheriff se acercó a Keener, contemplándole con curiosidad.
—He oido un nombre —dijo.
—Sí, Ross. Mató al ayudante del sheriff de Wallatin, para escapar de la cárcel. Era la tercera vez que hada una cosa semejante.
—¿Y los otros?
—Jordán y Klamath. En Grandvale Pass asesinaron a mi socio, Rick Muldoon. También quisieron asesinarme a mí. Puede comprobarlo por telégrafo fácilmente. Emplee mi nombre verdadero, Keener.
—¡Keener! —exclamó el sheriff con sorpresa.
—Así me llamo—confirmó el joven.
Wodaski llegó en aquel momento.
—Quiero hacer una declaración —manifestó—. Cualquier cosa que hayan podido hacer esos tres hombres, se debe a su propia iniciativa. Mi jefe no les ha dado orden de matar a nadie
—Conmueve la virtud del señor Gundloe —dijo Keener sarcásticamente—. ¿Puedo marcharme, sheriff? —consultó.
—Sí, pero vaya más tarde a mi oficina; tenemos que hablar.
—Conforme.
Keener se alejó en dirección al hotel. La excitación nerviosa que le había poseído durante unos terribles minutos ya se alejaba gradualmente. Había pasado por unos momentos de enorme angustia, pese a que no lo hubiese manifestado públicamente, pero ahora se sentía muy aliviado. La amenaza que los tres pistoleros habían representado para él había desaparecido de modo definitivo.
Volvió al hotel y subió al primer piso. Una puerta se abrió casi al fondo y una blanca mano asomó, haciéndole señas.
—Venga, Hartie — Llamó Olivia.
* * *
Keener penetró en la estancia. Olivia le entregó una copa.
—Ahora tengo whisky en mi habitación —sonrió—. Beba, creo que lo está necesitando.
—Sí —admitió él sobriamente.
—Lo he visto todo desde la ventana de mi cuarto. He pasado un miedo horrible, Hartie.
—Figúrese el mío, Olivia.
—Usted es un hombre que no conoce el miedo...
—Que no lo demuestra, lo cual es muy diferente —rectificó Keener.
—Aún es más meritorio —sonrió ella—. Hartie, yo iba a llamarle precisamente cuando se produjo el tiroteo. Eran los hombres de Gundloe, supongo.
—Sí, pero Wodaski, su capataz, ha aparecido presurosamente a declarar que Gundloe negaba tener toda relación con el asunto.
—¡Wodaski! —exclamó ella, vivamente sorprendida.
—¿Qué le sucede? ¿Conoce a ese hombre?
—Personalmente, no, pero hoy mismo me lo citaron dos personas, Hartie.
—¿Quiénes son, Olivia?
—Snirrat y Burnam. Han admitido que oyeron a Mac Daynn haber hecho testamento en mi favor, pero dicen que no lo declararán ante un juzgado.
—Sobornados, ¿eh?
—En todo caso, por mí, para conocer el nombre de la persona que los na amedrentado, Wodaski, naturalmente.
—Wodaski —repitió Keener, con gesto pensativo—. Eso lo explica todo.
—¿Cómo? —exclamó ella, muy intrigada.
—Ya le daré más detalles otro rato. Ahora quiero saber una cosa, Olivia. Por favor, contésteme.
—Sí, Hartie —dijo la joven, repentinamente seria.
—¿Qué indujo a Mac Daynn a hacer testamento en su favor?
Obvia se puso encarnada.
—Ya sé que muchos piensan que fui su amante, pero eso no es cierto —contestó—. Naturalmente, no tengo forma de probarlo, ni siquiera le pediré que me crea. Yo sé que digo la verdad y para mí es suficiente.
—Siga —indicó Keener, que observaba atentamente la agitación que se había apoderado de la joven.
—Hace bastantes años, mi padre prestó a Mac Daynn un par de miles de dólares. Eran muy amigos y Mac Daynn prometió devolverle el préstamo con un rédito que demostrase sobradamente su agradecimiento. Mi padre murió antes de que Charles pudiera cumplir su palabra. Años después, yo aparecí en Marston Woods como Scarlett Kitty. Me di a conocer a Charles y él dijo que, puesto que no tenía ninguna familia, a su muerte yo sería su heredera. Sostenía la teoría de que se había hecho rico gracias al préstamo de mi padre, ¿comprende?
—Sí, continúe.
—Iba a verle con mucha frecuencia. Nos habíamos hecho buenos amigos, en el mejor sentido de la palabra. Jamás se me insinuó ni me dijo nada ofensivo. Es más, incluso quería que yo abandonase mi trabajo en el saloon, no le gustaba que la hija de su mejor amigo actuase como yo lo hago. Pero yo tenía un contrato que debía respetar y seguí algunas semanas más. Luego., lo asesinaron y...
—Está bien, Obvia, gracias por sus respuestas.
Keener apuró su copa y recobró el sombrero, que había dejado sobre una silla al entrar.
Obvia adivinó que se marchaba.
—Me cree, ¿verdad? — preguntó ansiosamente.
Keener emitió una suave sonrisa.
—Y si miente, es la embustera más bonita que he conocido en los días de mi vida, y a una mujer así se le pueden perdonar algunas mentirillas sin importancia —contestó.
—Pero es que le he dicho la verdad, Hartie —protestó ella.
—Ya lo sé. Olivia —respondió Keener escuetamente.
Y se dirigió hacia la puerta.
Olivia corrió tras él.
—¿Adónde se marcha ahora? —preguntó.
—El sheriff quiere hablar conmigo. Y, por otra parte, yo tengo que hacer algunas compras. Usted siga actuando con plena normalidad y no se preocupe de más. ¿Entendido?
Había humedad en los bellos ojos de Olivia.
—Sí, Hartie —contestó.
* * *
Antes de empezar a actuar, Keener miró a derecha e izquierda. Todo estaba a oscuras y en silencio. Eran cerca de las cuatro de la madrugada y a tales horas, hasta los últimos trasnochadores habían desaparecido de las calles de Marston Woods.
Rápidamente empezó a trabajar. La cerradura de la puerta lateral saltó sin ruido a los pocos minutos.
Luego, con gran cuidado, asió la bolsa que había llevado consigo y penetró en el edificio. Cerró a su espalda y, pisando sin hacer ruido, cruzó la sala de espera.
Momentos más tarde, se hallaba arrodillado ante la caja de caudales que había visto la víspera. Sacó uno de los frascos que había llevado consigo y, tras quitar el tapón, lo sustituyo por otro previamente preparado con mecha y fulminante.
El frasco quedó sujeto a la caja fuerte por un par de tiras de ancha cinta adhesiva. Dos frascos más fueron situados sucesivamente, en línea vertical con el primero, cada uno sobre los goznes de la puerta.
A continuación, Keener fue hacia una de las ventanas y corrió cuidadosamente las cortinas. Levantó el bastidor que daba a la calleja lateral, regresó junto a la caja fuerte y encendió un fósforo.
Con pulso firme encendió la mecha. Cuando vio que ya no se apagaría, corrió hacia la ventana y saltó a la calle, agachándose al pie de la pared.
Un minuto después, sonaron tres enormes explosiones, tan seguidas, que parecieron una sola. El edificio retembló como si fuera a hundirse.
Keener saltó nuevamente al interior. La habitación había quedado devastada por la deflagración de la nitroglicerina. Tapándose la cara con un pañuelo, para evitar respirar los gases producidos por las explosiones, corrió hacia la caja fuerte.
Un fósforo encendido le reveló con satisfacción que la puerta había saltado. Terminó de abrirla, mientras contenía la respiración, y luego empezó a tirar papeles al suelo.
Un sobre apareció de pronto ante su vista. El rótulo que había escrito en el anverso resultaba altamente revelador.
Keener ya no esperó más. A lo lejos se dan gritos de alarma. Corrió hacia la ventana y, saltando nuevamente a la calle, desapareció del lugar, antes de que los primeros curiosos tuvieran tiempo de llegar y ver al autor de las explosiones que habían sacudido violentamente a la ciudad.