CAPÍTULO XI
Cuando llegó a su alojamiento, oyó voces en las inmediaciones. Apenas si tuvo tiempo de desnudarse y meterse en la cama.
Wooley dijo:
—Rebecca, asegúrate de que F. X. está dormido.
—Está bien. Félix —contestó la pelirroja.
Rasselar adoptó una postura natural, casi boca arriba, con la boca abierta y respirando fuertemente. Rebecca abrió con todo cuidado, escuchó unos momentos y luego volvió a cerrar.
—No hay cuidado —informó.
—Bien, vamos a llevar el coche de Hustler.
Rasselar oyó aquellas palabras y sintió que la sangre se le helaba en las venas.
Había llegado a pensar que tendrían tiempo de salvar a Hustler, pero, por lo visto, el crimen se había consumado ya. Sin poder contenerse, se levantó de la cama, corrió hacia la puerta y miró a través de una rendija que quedaba al entreabrirla.
Wooley subió a un coche. Rebecca y Jenny lo empujaban por detrás. Rasselar comprendió que, de este modo, el motor no hacía ruido y no despertaba a otras personas que podían sentirse intrigadas por el movimiento de un vehículo a deshoras. Los faros sí habían sido encendidos para alumbrar el camino. La batería, supuso, aguantaría todavía el tiempo suficiente para llegar al lugar donde debían hacer desaparecer el automóvil.
Las dos mujeres continuaban empujando. Rasselar sonrió mientras se vestía.
«Tiene alma de sultán, aunque su harén sea sólo de dos mujeres». Entonces se acordó de Nita. ¿Dónde estaba la morena?
Era un detalle sin importancia. Terminó de vestirse y salió del cobertizo. Las luces del coche se veían a lo lejos y lo siguió con toda discreción, en la oscuridad.
El suelo hacía una ligera pendiente, lo que facilitaba la marcha del automóvil. A quinientos metros de la casa. Rasselar oyó el suave ronroneo del motor. Wooley lo había puesto en marcha, sin necesidad de usar el arranque eléctrico, simplemente, aprovechando un poco la velocidad y metiendo una marcha con la palanca de cambios.
El camino, a pesar de todo, no era demasiado liso y Wooley tenía que rodar muy lentamente. Al fin, llegó al embarcadero.
Las dos mujeres se apearon entonces, ya que habían subido al coche. Wooley lo condujo hasta el pontón, paró el motor y aplicó el freno. Jenny se inclinó y soltó la amarra.
Luego, los tres empuñaron sendas pértigas y el pontón empezó a moverse lentamente.
El cielo estaba despejado y la luna, aunque menguante, derramaba la suficiente claridad para ver con detalle las acciones del trío.
Minutos más tarde, el pontón llegaba al centro del lago. Wooley y una de las mujeres se situaron a la zaga de la embarcación. Rasselar les vio hacer algo, inclinados muy cerca de la poca. Creyó ver que se levantaba el suelo del pontón y, segundos más tarde, el coche se deslizó lentamente y entró en el lago sin apenas ruido.
A los pocos minutos, la superficie de las aguas había recobrado su aspecto normal. Las pértigas propulsaron la embarcación de nuevo hacia el malecón.
Rasselar se agazapó tras unos arbustos. Wooley y las dos mujeres pasaron por su lado.
—Hoy se acabo todo —dijo él.
—¿Cuándo? —preguntó Rebecca.
—A la medianoche. Tengo que acabar de preparar el sistema de ignición. Lo tendré listo al atardecer.
—¿Y ellos?
—Les daremos un narcótico en la cena. No se enterarán de nada.
El trío desapareció en la oscuridad. Rasselar permaneció todavía unos momentos en el mismo sitio.
Al cabo de un rato, se acercó al pontón. Agachándose, examinó los tablones paralelos, en cada uno de los cuales vio un gato de levantamiento, de los usados para el cambio de ruedas en los coches. De este modo, adivinó, los tablones formaban un plano inclinado, suficiente para que el coche, desfrenado y con el cambio en punto neutral, pudiera deslizarse y caer en el interior del lago.
¿Y los cadáveres?, se preguntó.
¿Hablan ido a parar también al fondo de las aguas?
Un escalofrío recorrió su espalda. El destino final de las víctimas, en realidad, importaba ahora muy poco.
Importaba más salvar la vida suya y de Gwen. Según había oído. Wooley y aquellas mujeres tan hermosas pensaban asesinarles a la medianoche.
Nita. Jenny, Rebecca… con rostros de ángel, de demoníaca hermosura…
—Si son ángeles, tienen las alas negras —murmuró.
* * *
A mediodía, tuvo ocasión de cambiar unas palabras con Gwen.
—¿Ha almorzado ya? —preguntó.
—No —contestó ella—. Iba a hacerlo ahora…
—Pida que le sirvan en su habitación. Procure quedarse sola. Tire toda la comida por el sumidero. Luego échese en la cama y simule estar dormida.
—¿Por qué?
—Puede que el narcótico llegue con la cena, pero no podemos correr riesgos. Haga lo que le digo; se lo explicaré después, cuando se haga de noche. No beba nada que no sea agua del grifo, ¿entendido?
Gwen le dirigió una mirada inquisitiva, dándose cuenta de que el joven sabía más de lo que daba a entender. Pero temiendo ser vigilada, no quiso seguir a su lado y regresó a la casa.
Pasadas las seis de la tarde, cuando ya oscurecía, llegó al cobertizo y tocó en la puerta con los nudillos.
Rasselar abrió de inmediato. Agarró el brazo de la muchacha y tiró de ella hacia adentro.
—No he comido nada —confesó Gwen—. Tampoco cenaré…
—¿Tiene hambre? —sonrió él.
—La verdad, no. Lo que está pasando me ha quitado el apetito. Rasselar le entregó un bocadillo de jamón.
—Lo he preparado yo. Tome algún alimento: no puede ir por ahí con el estómago vado.
—Francis, ¿qué está sucediendo aquí? Presiento que pasan cosas horribles.
—Creo que Hustler ha sido asesinado. Ella bajó la cabeza.
—¿Cuándo acabará esto, Francis? —murmuró, afligida.
—Hoy, no le quepa la menor duda. Vamos, coma; quedarse en ayunas no ayudará a solucionar la situación.
Gwen hizo un esfuerzo. Rasselar le dio luego una taza de té. Cuando terminó, Gwen dijo que se sentía un poco mejor.
—¿Y ahora? —preguntó.
—Quiero enseñarle algo. Deseo que lo sepa, para saber si usted estaba al corriente, aunque me imagino que no. Después…
Rasselar agarró el brazo de la joven y la miró fijamente.
—Tendremos que marcharnos de aquí —añadió—. Nuestras vidas corren peligro. Wooley dijo que hoy, a la medianoche, se acababa todo. Imagino que querrán reunir el botín y marcharse muy lejos, tal vez al extranjero. Han pasado un año aquí y han matado a varias personas, todas ellas con maletines llenos de buenos billetes de Banco. La Policía tendrá que encargarse del resto.
—Muy bien, haré lo que usted me diga. Francis. En cuanto a su empleo… Rasselar sonrió.
—¡Bah, no se preocupe!
—Le compensaré por lo que pueda perder. Todavía tengo algún dinero en el Banco.
—Ya hablaremos de esto en mejor ocasión. ¡Vamos!
Con grandes precauciones, salieron del cobertizo y dieron la vuelta inmediatamente. Luego, Rasselar guió a la muchacha a través de la espesura, en dirección a la pequeña colina que había encontrado dos días antes.
Se había preparado para la expedición y llevaba una potente linterna eléctrica. Un cuarto de hora más tarde, avistó la oscura silueta de la eminencia, aunque se dio cuenta de un detalle que le desconcertó durante unos segundos.
Pero lo advirtió cuando ya estaban casi en la cima.
—¡Vaya, creo que he equivocado el camino! —exclamó.
—¿No es por aquí? —preguntó ella.
Rasselar miró a todas partes. De pronto, señaló un punto determinado con la mano.
—Por ahí. Gwen.
Ella se dispuso a seguirle, pero, apenas había dado unos pasos, se detuvo bruscamente.
—Francis, huelo algo…
El joven se paró también. Aspiró el aire con fuerza y luego arrugó la nariz.
—Sí, huele y no precisamente a rosas. Pero no se preocupe; quizá hay por aquí una madriguera de zorras o algo por el estilo, y quedarán rastros de sus presas. Eso es lo que causa el hedor.
—Creo que tiene razón —convino ella.
Rasselar cogió su mano y continuaron avanzando. Pero apenas habían dado cuatro pasos, Gwen tropezó con algo y lanzó un grito. Por fortuna, Rasselar la tenía aún sujeta por la mano y evitó que cayera al suelo.
—Dispénseme. Francis; no vi el hoy…
Rasselar enfocó la linterna en aquel lugar.
—Debe de ser bastante hondo —opinó ella—. He metido la pierna hasta la rodilla. No sé cómo no me la he roto.
—Bueno, ya no tiene importancia. Como dije antes, una madriguera de zorros.
—¿Vertical, hacia abajo? —se asombró ella.
—La entrada, probablemente, si. Luego tomará dirección horizontal… Gwen volvió a aspirar el aire.
—Es un olor insufrible —exclamó.
—Lo siento, pero pienso que debe ver algo importante —insistió él.
—No se preocupe por mí, Francis.
Momentos después descendían por el otro lado. Rasselar la guió a través de la espesura hasta el punto donde la loma tenía la ladera casi cortada a pico. Enfocó la linterna y alumbró así la puerta de madera.
—¿Qué es esto? —preguntó Gwen, vivamente sorprendida.
—¿Lo conocía usted?
—No cenia la menor idea, Francis.
—Aguarde un momento. Aún tiene que ver algo más asombroso.
Rasselar hizo girar la puerta de madera. Gwen lanzó un grito de asombro al ver el brillante metal de la otra puerta.
—Dios mío, nunca pude imaginarme… Francis, ¿qué hay ahí adentro?
—A mí también me gustaría saberlo —contestó el joven—. Sin embargo, supongo que esa puerta blindada sirve para guardar el botín que han conseguido Wooley y sus ángeles de las alas negras durante todos estos meses.
—Supone mal, amigo mío —sonó de pronto una voz irónica—. Al otro lado de la puerta de metal no hay un solo penique. Pero, de todos modos, muy pronto podrán satisfacer su curiosidad los dos y sabrán qué es lo que guarda la puerta blindada.
* * *
Gwen lanzó un gemido de horror al reconocer la voz de Wooley. El joven quiso volverse, pero un chorro de luz, mucho más potente que el de su propia linterna, le dio de lleno en el rostro, cegándolo por completo.
—No se mueva, F. X. —ordenó Wooley—. Tengo una pistola en la mano y, si intenta atacarme, le llenaré el cuerpo de plomo.
—Está bien —contestó Rasselar—. No haré nada. Pero, dígame, ¿qué intenciones tienen…?
—Quiero que se enteren de lo que hay en esa cueva. Entrarán en ella, pero no saldrán jamás. He tenido suerte al enterarme de sus movimientos. F. X., la curiosidad, a veces, puede resultar fatal.
Gwen dio un paso hacia adelante.
—Félix, ya no le temo a usted. Sé que me hizo objeto de una encerrona. Yo no maté a Benny Porter. Está vivo, en la cárcel, para muchos años…
Wooley levantó las cejas.
—¿Se lo ha dicho él?
Conocía a Benny —declaró el joven—. Tengo un amigo policía y me contó algunas de sus andanzas. Usted necesitaba la casa de Gwen para sus operaciones y por ello ideó la trampa, con la ayuda de Benny, para tenerla a ella sujeta. Naturalmente, no podía asesinarla, porque ello hubiera alterado sus planes. La necesitaba viva, a fin de que los viajeros que acudían al parador a realizar unos negocios nada honestos, no sospecharan nada.
—Sí, es cierto —admitió Wooley sin inmutarse—. Eran todos tipos sin escrúpulos; se dedicaban a oscuros negocios… ¿Por qué no iba yo a obtener un beneficio de sus trapicheos?
—Asesinó a todos los viajeros —exclamó la joven, horrorizada.
—Eran tipos designados a morir de mala manera algún día. Entonces, ¿por qué no aprovecharme de las ocasiones que ellos mismos me brindaban?
—Los coches, en el fondo del lago. ¿Y los cadáveres?
—Muy pronto lo sabrán —sonrió Wooley.
Rasselar sintió un escalofrío. Ahora comprendía la utilidad de la puerta blindada.
—Sí —continuó el criminal—, aprovecharé también esta ocasión, aunque debo admitir que no fui yo el que construyó este escondite. Lo hizo cierta pandilla de contrabandistas, uno de los cuales era conocido mío y me contó la verdad, después de retirarse del negocio. Aquí escondían la mercancía entrada ilegalmente en el país… pero ¿por qué continuar? Lo mejor será acabar cuanto antes.
—Félix, mi abogado tiene orden de permitir que se ejecute la hipoteca que pesa sobre la casa —dijo Gwen—. Ya no podrán continuar con sus crímenes, se lo aseguro.
—No importa. De todos modos, pensamos marcharnos hoy mismo. Pero… yo intercepté la carta… Bueno, lo hizo Nora Quegg…
—Envié otra y Nora no pudo interceptarla esta vez —declaró la joven.
—He tenido una buena idea al dar por terminado el negocio hoy mismo —dijo Wooley—. Cuando nos marchemos de aquí, no quedará rastro de la casa… ni de ustedes dos. ¡Jenny, abre la puerta!
—Sí, Félix.
La rubia avanzó unos pasos. Rasselar pudo captar la silueta de Rebecca, al otro lado del foco que apenas si le permetía ver.
Wooley emitió una sonrisa infernal.
—Entrarán ahí… y si tienen hambre, no se preocupen; lo que sobra es carne —dijo sádicamente.
La puerta se abrió y un espantoso hedor brotó del hueco. Rasselar supo ahora, con absoluta certeza, el destino que Wooley había dado a la cueva de los contrabandistas.
—Entren —ordenó Wooley.
Rasselar agarró el brazo de la muchacha. Wooley añadió:
—Les permito quedarse la linterna. Cuando las pilas se agoten… Bueno, imagínenselo —dijo riendo como un poseso.
El joven tiró de Gwen. Pasó por delante de la rubia y la miró un instante. Jenny se encogió de hombros.
—Mi pellejo está en juego —dijo ella.
Rasselar y la muchacha cruzaron el umbral. Un segundo después, la puerta blindada se cerró con sordo estruendo.