Notas
[1] Béroalde de Verville, Moyens (sic) de parvenir. <<
[2] Mencionaré, sólo a título informativo, la tentativa, hecha hace poco tiempo, de aplicar el hachís a la curación de la locura. El loco que toma hachís contrae una locura que elimina la otra ¡y cuando la embriaguez ha pasado, la verdadera locura, que es el estado normal del loco, recupera su imperio, como la razón y la salud en nosotros! Alguien se ha tomado el trabajo de escribir un libro al respecto. El médico que inventó ese donoso sistema no es de modo alguno un filósofo. <<
[3] Teatro de sombras chinescas y de títeres, situado en la Galería de Valois, en el Palais-Royal, y luego en el Bazar Europeo del bulevar Montmartre. <<
[4] Tal vez la dama de las diez guineas. <<
[5] Diga lo que diga De Quincey sobre su impotencia espiritual, ese libro, o algo análogo referente a Ricardo, se publicó posteriormente. Véase el catálogo de sus obras completas. <<
[6] Mientras escribíamos estas líneas llegó a París la noticia de la muerte de Thomas De Quincey. Por consiguiente, formulamos votos por la continuación de ese destino glorioso cuando se había interrumpido bruscamente. El digno émulo y amigo de Wordsworth, de Coleridge, de Southey, de Charles Lamb, de Hazlitt y de Wilson deja numerosas obras, las principales de las cuales son: Confessions of an english opium-eater, Suspiria de profundis, The Caesars, Literary reminiscences, Essays on the poets, Autobiographic sketches, Memorials, The Note Book, Theological Essays, Letters to a young man, Classic records reviewed or deciphered, Speculations, literay and philosophic, with german tales and other narrative papers; Klosterheim, or the masque; Logic of political economy (1844), Essays sceptical and antisceptical on problems neglected or misconceived, etc. Deja no sólo la reputación de uno de los ingenios más originales, más verdaderamente humorísticos de la vieja Inglaterra, sino también de uno de los caracteres más amables y caritativos que hayan honrado la historia de la letras, tal, en fin, como él mismo lo ha descrito ingenuamente en los Suspiria profundis, obra de la que vamos a emprender el análisis y cuyo título adquiere, de esta circunstancia dolorosa, un tono doblemente melancólico. El señor De Quincey ha muerto en Edimburgo a los setenta y cinco años de edad.
Tengo a la vista un artículo necrológico fechado el 17 de diciembre de 1859 y que puede dar tema para algunas tristes reflexiones. Desde un extremo al otro del mundo la gran locura de la moral usurpa en todas las discusiones literarias el lugar de la pura literatura. Los Pontmartin y otros sermoneadores de salón llenan los periódicos americanos e ingleses tanto como los nuestros. A propósito de las extrañas oraciones fúnebres que siguieron a la muerte de Edgar Poe tuve ocasión ya de observar que al cementerio de la literatura se le respeta menos que al cementerio común, donde un reglamento policial protege las tumbas contra los ultrajes inocentes de los animales.
Quiero que juzgue el lector imparcial. ¿Qué nos importa que el opiómano no haya prestado nunca a la humanidad servicios positivos? Si su libro es bello, debemos estarle agradecidos. Buffon, que no es sospechoso en un asunto como éste, ¿no pensaba que un giro de frase oportuno, una nueva manera de decir bien las cosas, tenían para el hombre verdaderamente espiritual una utilidad mayor que los descubrimientos de la ciencia; en otras palabras, que la Belleza es más noble que la Verdad?
¿Qué autor que conozca el ardor de la pasión literaria tendría derecho a sorprenderse de que De Quincey se haya mostrado a veces señaladamente severo con sus amigos? Se maltrataba cruelmente a sí mismo y, además, como dijo en alguna parte y como dijo antes que él Coleridge, la malicia no proviene siempre del corazón; hay una malicia de la inteligencia y la imaginación.
Pero he aquí la obra maestra de la crítica. De Quincey había donado en su juventud a Coleridge una parte importante de su patrimonio: «Sin duda esto es noble y loable aunque imprudente —dice el biógrafo inglés— pero se debe recordar que llegó un tiempo en que, víctima de su opio, con la salud quebrantada y sus asuntos muy desordenados, no tuvo inconveniente en aceptar la caridad de sus amigos». Si traducimos bien, esto quiere decir que no hay por qué agradecerle su generosidad, pues más tarde utilizó la de los otros. Al genio no se le ocurren esas cosas. Para llegar a ellas es necesario estar dotado con el espíritu envidioso y caprichoso del crítico moral. <<