—Acompáñame, busquemos un lugar más adecuado para hablar de ello.
—Es mejor aquí, no estoy solo.
Los cuerpos de un pequeño grupo de Oscuros se dibujaron a través del cristal que rodeaba la gran puerta.
—Han venido aquí a brindarte la información que tienen, pero no desean volver a poner un pie en este lugar.
—No los culpo.
—¿Puedo decirles entonces que su actitud no es considerada una falta de respeto para ti?
—Yo se los digo.
Orias reaccionó sin pensar, lo detuvo sujetándolo por el brazo.
—Aguarda Lucius...
Retiró su mano al ser consciente de su reacción y su rostro inexpresivo se transformó en un nuevo rostro, un rostro gobernado por la sumisión. El “lo siento” a punto de abandonar su boca fue interrumpido por Lucius.
—¿Qué sucede Orias?
Y fue interrumpido de la peor manera. Fue interrumpido por una indebida igualdad de condiciones por parte del Príncipe.
Las palabras se esfumaron por completo de la boca de Orias, la perplejidad fue su acompañante repentino. ¿Éste era su amo tan temido? ¿Éste era su Señor Oscuro?
Todas aquellas sensaciones negativas, todas aquellas dudas que Thamuz le había trasladado y que él las había considerado infundadas, ahora eran todo lo contrario. La oscuridad conocía su principio y su final sólo porque Lucius le imponía esos límites. Sin él, sin esos límites, quedaba lugar para el caos, para el reinado de la Oscuridad.
Algo estaba cambiando, Lucius estaba cambiando. La estructura interna del hombre Oscuro se tambaleó en silencio frente a su amo y señor, perdió su seguridad por primera vez en siglos.
—Dime Orias... ¿Qué sucede? ¿Qué necesitas? —La más extraña de las calmas acompañaba las palabras del Príncipe.
Orias contuvo la convulsión interna de su temor y siguió el camino de calma aparente que Lucius le brindaba.
—Unas palabras contigo primero, lejos de ellos.
—Te escucho.
—La fuga de los Oscuros de nivel siete se sigue expandiendo como un virus letal, y ya no podemos contenerlo, no más, no con lo reciente.
—No dilates el asunto, Orias —La calma se desvaneció, el Príncipe finalmente se hizo presente.
—Muchos han desaparecido... sin causa aparente, han desaparecido, no hay rastro de ellos por ningún lado. Creo que alguien los está reuniendo.
—Dame nombres.
—Súbditos de Valafar para empezar, seguido del clan de Naburus.
—¿Naburus?
Lucius reparó en a la realidad de la situación. Naburus respondía a otro Oscuro superior y ese oscuro superior era Cerberus, una de las Almas Oscuras de reciente fuga.
—Eso no es todo...—continúo Orias mientras le marcaba el camino hacia el exterior—. Hay un nombre más.
La puerta se abrió ante ellos: del otro lado de la mansión, distribuidos por el jardín principal, se encontraba un grupo de quince Almas Oscuras que rendían vasallaje a Melchom y a Thamuz, eso revestía de certeza la información traída por ellos.
Ante la presencia del Príncipe Oscuro, los inferiores agacharon la cabeza como señal de sumisión y respeto. El protocolo se hizo presente de forma obligada, Lucius era consciente de sus cambios, de sus nuevas debilidades, Orias era merecedor de confianza y por eso se había dado la libertad de manifestarse ante él tal cual se sentía, de momento ajeno a él mismo. Ahora, la imagen debía cambiar, Lucius debía cumplir su rol, su condenado y maldito rol.
Orias habló por él.
—Javo, acércate por favor. Dile lo mismo que me dijiste a mí.
Lucius asintió con su cabeza. A modo de orden el joven Oscuro liberó sus palabras.
—Frecuento el club de Valafar y he escuchado rumores... un rumor en particular ha llamado mi atención, un nombre llegó a mis oídos, un nombre que me enseñaron a temer.
Hizo una pausa, el simple pensamiento había alborotado el interior del joven, Lucius pudo sentirlo, de la misma manera que sentía el temor custodiando el borde de sus labios. Decidió presionarlo.
—Te escucho. —Su tono fue solemne.
—Ra...—titubeó, dudó—. Raum.
—Yo también he oído ese nombre —interrumpió con ansiedad otro.
Orias cargó sobre él.
—¡No se te ha concedido la palabra, Wilem! Modera tu conducta.
—Déjalo, Orias —Los Oscuros frente a él destilaban puro recelo, era su deber apaciguarlos—. Déjalo que hable... Habla conmigo, Wilem.
El pequeño hombre se acercó, casi en un murmullo continuó.
—Trabajo en una de las fábricas en las afueras de la ciudad, muchos de mis compañeros han desaparecido, oí que alguien les ofrecía otras —buscó las palabras más adecuadas, menos provocadoras—. Otras condiciones de trabajo.
—¿Y a qué condiciones te refieres?
—Reclutamiento. Reclutamiento para servir a Raum.
Un virus letal. Orias tenía razón.
Raum, Cerberus, y Baal eran los tres Oscuros de nivel siete que habían sido liberados. Las coincidencias no existían en el mundo de la Oscuridad, no existían los rumores. Algo se estaba gestando, y se venía gestando desde mucho antes de la liberación de los tres Oscuros. Cerberus y Baal arrastraban clanes, sumaban Oscuros, pero Raum... Raum era el comandante, el jefe de los Ejércitos Oscuros. Su dominio y poder sobre su propia Oscuridad, y sobre todo de la Oscuridad ajena, lo convertían en un arma mortal. Raum podía convertir en soldado al más insulso de los esbirros. Alguien quería un ejército, y Raum iba a conseguírselo.
—Es un completo absurdo lo que dices —Orias atacó con la mentira disfrazada de verdad—. Los reclutamientos fueron prohibidos décadas atrás, y Raum... Raum yace cientos de metros bajo nuestros pies.
—Yo no lo creo tan así.
El pequeño Wilem desafío a Orias y este embistió enfurecido contra él, el cuerpo de Lucius se interpuso entre ambos.
—Continua.
—Muchos de nosotros no lo creemos así, por eso estamos aquí —miró al resto de sus compañeros. Un murmullo comenzó a gestarse en el grupo—. Hemos venido a servirle, mi Señor; si se están realizando reclutamientos... nosotros elegimos estar de su lado.
Lo inminente era el único calificativo posible ahora. La división entre los Oscuros se estaba llevando a cabo, la línea que los separaría siempre había sido y sería la misma. Vivir su vida en la Tierra bajo los dominios de la Luz, o vivirla bajo los dominios de la oscuridad. El equilibrio mantenido por milenios finalmente iba a ser roto, ya no había más motivos para ocultamientos.
—El rumor que oyeron es verdad... Raum está libre, de la misma manera que lo están Cerberus y Baal, pero su libertad tiene los días contados y eso no es un rumor, es mi palabra —avanzó hasta ubicarse en el medio del grupo. Contempló uno a uno sus rostros—. No hay reclutamientos, por lo menos no aquí... no son necesarios y aquel que reclute Oscuros con el propósito de un levantamiento va a sucumbir a mi furia, va a perecer bajo el filo de mi espada. Trasladen las siguientes palabras a todo aquel que se cruce en sus caminos: quien se rebele ante mí conocerá la peor eternidad, conocerá la eternidad oscura vivida a mi lado.
Las palabras del Príncipe de la oscuridad calmaron de forma momentánea la ineludible tormenta. Orias despidió al grupo, volvió a reunirse con Lucius que lo estaba esperando en el interior de la mansión.
—Orias, ponte en contacto con Melchom, dile que se reúna con Osahar a la mayor brevedad, es de suma importancia hacer un control de los registros. Quiero saber con exactitud el número total de desaparecidos hasta ahora.
—Considéralo hecho Lucius. ¿Algo más que esté a mi alcance? —Orias se sintió optimista, el hombre que estaba frente a él ahora era su Señor Oscuro, y este Señor Oscuro siempre ganaba sus batallas.
—Sí, necesito que lleves un mensaje también.
—Lo que sea necesario, estoy a tu disposición.
—Debería pedirle esto a Thamuz, pero su debilidad y su temor hoy le juegan en su contra por eso te lo encargo a ti, si es que lo aceptas.
Estas últimas palabras pusieron en sobre alerta a Orias, su optimismo se escurrió entre sus manos cuando se ponían en juego las jerarquías ante determinado asunto era señal de que tal asunto era importante, era peligroso. Pensó en Thamuz, lo que había dicho Lucius de él era por demás acertado. Era débil, su roce desesperado con la humanidad lo había quebrado, aun así era su hermano, no de sangre, pero su hermano en la Oscuridad, en la vida, en la supervivencia junto a luz.
Aceptó el encargo, pensarlo más sólo conseguiría retrasar el proceso inevitable.
—Busca a Naburus, te va a ser fácil localizarlo, él va a llevarte junto a Cerberus y Raum. Trasmíteles el siguiente mensaje: sus vacaciones terminaron, tienen una semana exacta para volver a mí... de lo contrario, voy por ellos.
Cada palabra era una sentencia sobre su cabeza, ambos lo sabían.
Se despidieron y antes de cruzar la puerta Orias se detuvo.
—Ellos creen que pueden ganar, ¿no?
—Sí, siempre lo creen.
—¿Están equivocados?
—Sí, siempre lo están.
Orias disfrutó de estas últimas palabras.
—Adiós, Lucius.
—Adiós... Orias.
Y atravesó la puerta por última vez.
El sabor amargo de la despedida malhumoró a Lucius. Los sucesos más inesperados comenzaban a darse lugar una tras otro de forma continua. Una figura femenina se dibujó en su mente y erizó cada pelo de su piel. Su fuego interno se alborotó ante su simple recuerdo, la preocupación lo acechó. Debía alejar esa preocupación, debía hacerlo ya.
Giró sobre su cuerpo y se topó con Asbeel.
—El auto ya está listo... partimos cuando gustes.
—Tu eficiencia me deslumbra, Asbeel, cualquiera diría que puedes leer mis pensamientos.
Fue una broma sin el tono de broma. El humor de Lucius rasgaba el suelo bajo sus pies.
—Puedo... pero lamentablemente sólo aquellos que me permites.
La continuación de la broma pasó desapercibida para el Príncipe, de momento todos sus pensamientos, todos sus intereses estaban depositados en alguien en especial.
Se subieron al automóvil, y dejaron que el camino los llevara a su próximo destino.
α Ω α Ω α
Lucía regresó a la cocina con el plato a medio comer.
—Hoy no es tu día, Darío. Vamos por el tercer plato ya.
—¿Y cuáles son las quejas en mi contra ahora?
—Frío por fuera y caliente por dentro
Darío le arrancó el plato de la mano, tocó el Strudel con la yema de sus dedos, sintió la tibieza en la superficie.
—¿Frío por fuera, caliente por dentro? ¿Seguro que no se estaba refiriendo a ti en vez de al plato?
Lucía fingió una estrepitosa risa,
—Por lo visto la comedia te sienta mejor que la cocina. Si quieres ve a contarles chistes a los clientes mientras yo me encargo de su almuerzo.
Reproduciendo con exactitud la risa emitida por Lucía, puso el strudel dentro de uno de los hornos.
—Dile que en diez minutos su plato está de vuelta —refunfuñó entre dientes—. Caliente por fuera, caliente por dentro.
—Ves, ahí si te refieres a mí. —extendió la broma.
—No lo sé... me encantaría comprobarlo.
El acoso cotidiano de Darío le daba cierto entretenimiento a su jornada laboral, ya era casi un juego pre—establecido por ambos, un juego que tenía los límites bien claros.
—Sólo en tus sueños —finalizó Lucía y se dio paso al salón con una sonrisa dibujada en su rostro, sonrisa que desapareció ante la extraña sorpresa frente a ella.
En el extremo opuesto del salón estaba él, magnánimo, esplendoroso, bello. Vestido de negro de la cabeza a los pies. La oscuridad de sus ojos viajó entre la gente y llegó a ella. Su corazón golpeó dentro, fuerte... muy fuerte. El piso bajo sus pies se tambaleó, se sintió débil... muy débil.
Frío por fuera, caliente por dentro.
Caliente por fuera, caliente por dentro.
Ninguna de las dos apreciaciones era correcta. Ardía... ardía con la fuerza de mil llamas. Ardía por él.
Lucius se ubicó en la primera mesa junto a la ventana. Lucía se acercó a sus últimos clientes y los puso al tanto de la solución de su reclamo; mientras lo hacía, interceptó a Julia con la mirada para obligarle a acercarse a ella. Con pocas palabras le explicó la pequeña relación que tenía con el atractivo hombre de negro, y sin manifestar queja alguna ésta le cedió la atención de la mesa en la que él estaba.
Fue hacia él, en cada paso el fuego crecía, el corazón golpeaba, gritaba, y su mente enloquecía.
Unas palabras se escaparon de sus recuerdos, resonaron en su cabeza.
“Nosotros... aquí... hogar” “Tú... aquí... hogar”
Se detuvo en seco para poner en orden su mente. Encontró la justificación perfecta para la salida a la luz de esas palabras. El único hombre que no la creía loca era el que estaba frente a ella. Sus sueños eran su peor enemigo, eran la incógnita de su vida y durante mucho tiempo ella había creído que la respuesta a esa incógnita estaba en ellos. Nadie había apoyado su teoría, su teoría había sido cubierta con el paño de la locura por años, hasta ahora, hasta él.
Su cuerpo continuó su camino, llegó a él. Mantuvieron la distancia, el fuego presente en cada uno los obligaba a hacerlo, un centímetro más, un centímetro más y todo el alrededor ardería junto a ellos.
La mudez tomó prisionera a Lucía, y la torpeza manipuló al bello hombre de negro. Reaccionando ante la presencia de la mujer de su sueño, se levantó de repente y desequilibró la mesa. Los cubiertos bailaron, se golpearon entre sí provocando una distracción momentánea a las sensaciones de ambos.
Lucía intentó aprovechar la oportunidad, aprovechar el quiebre de lo incómodo, buscó palabras pero lo único que se gestó en su cabeza fue: ¿Qué hace aquí? ¿Cómo me encontró?
—Asbeel —respondió Lucius al silencio mismo—. Asbeel sabía cómo encontrarte, tú le dijiste que trabajabas aquí.
Casi como un dialogo interno Lucía continuó: «Por dios ¿Acaso este hombre lee mis pens... ».
—Supuse que te lo preguntarías —Él mismo dudó de sus palabras y se enredó en ellas—. Por eso lo mencioné, no es que lea mentes —Se metió en su propio laberinto—.Y menos la tuya... sobre todo la tuya —Llegó a su centro interno y encontró el camino de salida—. Necesitaba unas palabras contigo, por eso estoy aquí.
Rodeó su cuerpo hasta llegar a la silla frente a él, la corrió, y la invitó a sentarse.
—No, gracias... me encantaría pero no puedo.
Él no pareció entender el porqué de la negativa.
—Estoy en horario de trabajo. No queda bien visto sentarse junto a los clientes. Por favor, toma asiento tú.
La incomodidad se dibujó en el rostro de Lucius, esta vez el protocolo jugó en su contra y se arrepintió de su decisión. Regresó junto a su silla e hizo el mayor intento posible, no pudo. La descortesía en otros espacios, en otros momentos no le desagradaba, al fin y al cabo era “El Príncipe Oscuro”, pero frente a ella, para con ella, la descortesía era inaceptable.
—Siéntate, por favor. —Lucía Insistió—. Ya empiezas a llamar la atención de nuestro alrededor.
No quería la atención de nadie más, sólo quería la atención de ella. Sólo la quería a ella.
Corrigió sus pensamientos. Quería hablar con ella.
Se sentó en contra de su voluntad e imitó la postura del hombre que se encontraba a metros de él.
—¿Y ahora? ¿Cuál es el siguiente paso a dar? —dijo, ocultando la incomodidad en su voz.
Lucía no pudo evitar sonreír. Además de hermoso y encantador, el hombre frente a ella era tiernamente infantil, por lo menos en la reciente actitud. ¿O ésta era su primera vez en un restaurante, o estaba jugando con ella? Dio por hecho que la opción correcta era la segunda, y decidió continuarla.
—Ordenar algo... ese sería el paso siguiente.
—¿Ordenarte algo a ti? ¿Por qué habría de ordenarte algo a ti?
El concepto de orden que Lucius tenía era muy diferente al que manifestaba Lucía. Estaba claro ya, no había juego.
—Me refería a “ordenar algo del menú” —Y lo trató como a un niño—. Estamos en un restaurante, la mayoría de la gente que entra aquí desea algo de comer o de beber.
—No quiero comer nada.
—¿Algo para beber entonces?
Lucius cedió ante su propio fastidio, debía controlarse: cuando el malhumor lo invadía podía ser detestable. No quería ser detestable, arrogante, no quería comportarse así con ella.
—Algo para beber, por favor.
—¿Qué? —sintió pena por el bello hombre de piel tostada y ojos negros, sabía que la simpleza de la pregunta lo agobiaría.
Eso podría hacerlo, pensó Lucius, era simple, debía evidenciar su gusto.
—No alcohol... Nada que posea gas, ni colorantes artificiales.
La lista que quedaba era pequeña, muy pequeña, aun así Lucía estaba a punto de sugerírsela. No sucedió, él la interrumpió primero.
—Y nada de jugo de frutas naturales.
Una opción. No hubo lugar a nada más.
—¿Agua?
—Agua... Sí, un poco de agua sería de mi agrado.
—Voy por tu agua entonces.
Se alejó de él unos pasos simplemente para volver por sobre ellos con otra posibilidad. Era evidente que su presencia ahí no era para disfrutar de los manjares o atención del lugar, había venido por ella. “Necesitaba unas palabras contigo”. No tenía sentido demorar sus motivos.
—Si quieres, termino con un asunto y me tomo mis minutos de descanso. Tal vez afuera podamos hablar más tranquilos, más cómodos.
—Me agrada esa idea, me parece una idea correcta y adecuada.
Lucía le sonrió y esperó una sonrisa de su parte a modo de contra respuesta, pero esa sonrisa nunca apareció. Se sintió decepcionada, decepcionada con ella misma al esperar algo más que una simple “necesidad”.
—En quince o veinte minutos estoy afuera. —Llevó el asunto a su límite.
—Asbeel estacionó el coche en la esquina, te espero ahí, te espero el tiempo que sea necesario.
Se alejó de él, finalizó la atención de la mesa cuyo almuerzo había quedado pendiente, cerró el pago de su otra mesa, y pidió su cuarto de hora de descanso.
Salió a la calle con rumbo directo a la esquina. Ahí estaba el gran automóvil gris, tal cual lo indicado, esperando por ella. Los dos hombres salieron a recibirla, y en ese momento se sintió la mujer más afortunada y digna de envidia de la tierra. De pronto “el momento” se convirtió en un momento de ensueño. Asbeel parecía un príncipe sacado de los cuentos de hadas. Lucius, a pesar de su elegancia y vestimenta, parecía un guerrero, un poderoso y feroz guerrero sacado de las historias de los pueblos antiguos. Se detuvo, los disfrutó por unos instantes.
¿Príncipe o Guerrero? ¿Guerrero o Príncipe? Guerrero. Sin lugar a dudas, guerrero.
Ella no lo sabía, pero Lucius era los dos. Era el Príncipe Guerrero más temido de la historia.
La cortesía fue agobiadora, los dos hombres situados junto a las puertas traseras del vehículo le ofrecían el ingreso. Asbeel estaba del lado de la calle y Lucius la aguardaba del lado de la vereda peatonal. Entre ellos intercambiaron miradas de sorpresa y desacuerdo. Lucía se dejó llevar por sus propios deseos, se dejó guiar por su cuerpo que pedía a gritos la cercanía del hombre de profundos ojos negros.
—Perdón por hacerlos esperar.
Ésas fueron las únicas palabras que salieron de su boca antes de que el perfume de su piel llegara a ella, y la aislara por completo de la realidad.
—El tiempo que sea necesario dije —La frialdad fingida de Lucius también la alcanzó, provocando con ella la distancia.
Eran dos volcanes en erupción a punto de colapsar el uno por el otro. Batallaron en silencio y combatieron las sensaciones desbordantes que los hacían olvidar quienes eran. Era la segunda vez que estaban frente a frente, uno cerca del otro, en cada encuentro las extrañas y nuevas sensaciones se magnificaban, se potenciaban. Y lo seguirían haciendo. Eran parte de una misma molécula, eran silencio y palabra, eran lo finito y lo infinito. Él era la oscuridad y ella... ella era su luz.
Lucía subió al automóvil, se acomodó lo más cerca que pudo de la puerta opuesta. La necesidad de la distancia también se hizo presente en ella, él la respetó. Se ubicó a su lado utilizando la mayor cantidad de centímetros posibles de separación. El silencio se hizo aturdidor, tan profundo que podía sentirse hasta el galopar de sus corazones. Lucía esperó que el hombre de cabellos dorados se subiera y quebrase la incómoda situación: no lo hizo, se quedó afuera brindándoles una molesta intimidad.
Emociones contradictorias se revelaron ante ella. Por un lado estaba el deseo incomprendido de estar al lado de Lucius, por el otro la necesidad imperiosa de apartarse de él. No había punto intermedio. Por lo menos, no de momento. Se enfrentó a esas emociones de la única manera posible, atacándolas. Y en este caso la única forma de ataque que encontró fue romper el silencio.
—Dijiste que necesitabas hablar conmigo... Aquí estoy.
Lucius volvió a él. Recordó lo importante.
—La última vez que nos vimos...
Increíble pero cierto, al Príncipe Oscuro le costaba unir palabras cuando estaba frente a ella.
—Que hablamos —recuperó el dominio que intentaba escaparse una vez más de él. Continuó—. Te mencioné el hecho de que podías contactarnos ante cualquier cosa que necesitaras. No lo hiciste —sonó a reprimenda, pero no lo fue en realidad.
—No lo necesité —Lucía lo interpretó como tal, se molestó—. Estoy acostumbrada a cuidar de mí.
—Lo sé —comprendió la defensiva de la joven—. Lucía —El solo hecho de pronunciar su nombre lo sacudió por dentro. Luchar contra su propio demonio no tenía sentido, no cuando tenía a su lado a la mujer de su sueño. Alejó la frialdad fingida para que sus verdaderas sensaciones hablaran por él—, sé que puede parecerte dudoso y precipitado lo que voy a decirte pero... me preocupo por ti. Puedo entenderte más de lo que te imaginas, quiero que sepas eso, y también quiero que sepas que todo aquello que sientas que no puedes hablar con otros, puedes hacerlo conmigo.
Sus palabras, la dulzura de su voz hicieron desaparecer la molestia en Lucía. El mensaje de sus palabras traía consigo una verdad, ella necesitaba alguien con quien hablar, alguien en quien confiar. Tomás era su confesor, su cable a tierra, pero se limitaba con él, temía que la revelación de sus sueños lo hicieran creer que ella estaba regresando al camino de la locura. No lo estaba haciendo, así lo sentía ella. Su único soporte, por un tiempo, había sido Specovich, pero ya no estaba. No tenía a quién acudir, y recién ahora se daba cuenta de ello.
Recordó las coincidencias, las situaciones.
“Antesala” —Ella —Ellos.
“Osahar Alfombra” —Ella —Ellos.
Si ella estaba loca, ellos estaban más locos que ella.
Noches atrás había confiado en él, le había confesado una parte de su actual vida a él. Seguir haciéndolo parecía ser la opción más correcta.
“Todo aquello que sientas que no puedes hablar con otros puedes hacerlo conmigo”. Se repitió estas palabras en silencio, se entregó a él.
—He tenido un sueño, el mismo sueño noche tras noche desde que nos vimos.
—¿Sueño?
Lucía entendió la pequeña pregunta dudosa. Recuerdos bloqueados/ sueños. Sueños/ recuerdos bloqueados. Hoy por hoy la mayor dicotomía de su vida.
—Sí... estoy segura que es un sueño.
—Descríbemelo, si no te molesta.
—No hay mucho que describir. —indagó más en sus sensaciones que en las imágenes—. Oscuridad, profunda y fría oscuridad que me envuelve, me golpea. Una escalera... llamas, una gran cortina de llamas y un hombre, un hombre esperándome al final del camino.
El deseo puro, el instinto desenfrenado, los obligó a mirarse. Las llamas se reflejaron en los ojos del Príncipe, Lucía pudo verlas, pudo sentirlas.
Una vez más lo inevitable. Dos volcanes en erupción a punto de colapsar el uno por el otro.
Los cuerpos decidieron por ellos, actuaron, acortaron la distancia. La mano de Lucius rozó la de Lucía, y la necesidad de acariciarla lo desbordó. Se ordenó, se imploró por dentro detenerse pero no se escuchó, su deseo era más poderoso, era más fuerte que él mismo. Con delicadeza, puso su mano sobre la de ella, el fuego de sus cuerpos fundió sus manos en una sola.
Una sorpresiva brisa llegó a ellos e hizo descender la temperatura de sus cuerpos. Sus manos se separaron casi de forma reaccionaria. La orden interna de Lucius lo había sobrepasado a él pero había podido alcanzar a Asbeel. Su presencia trajo de vuelta el formalismo, el motivo de la visita, y las sensaciones confusas y provocadoras fueron dejadas de lado.
—Un gusto volver a verte, pequeña y traviesa polilla —Asbeel sabía desempeñar muy bien su papel—. ¿Con qué fuego has estado jugando últimamente? —dijo con tono irónico mientras hacía contacto visual con Lucius.
Lucía se relajó, la presencia de Asbeel parecía haber apaciguado todas sus sísmicas sensaciones. Los dos hombres, a pesar de ser dos completos extraños, le inspiraban la más profunda de las confianzas; Asbeel, sobre todo, la tranquilizaba. Lucius... Lucius era otro tema, parecía ser el dueño del interruptor de sus emociones. Le bastaba mover un dedo, sólo un dedo, para desestabilizarla de los pies a la cabeza.
Optó por seguir la línea de conversación de Asbeel y mantener distancia del hombre de negro.
—Ninguno... Créeme, he intentado jugar con el fuego pero no he podido, y menos después de lo que ha sucedido.
La alarma de preocupación de Lucius se activó.
—¿Qué te ha sucedido?
—A mí nada, a mi terapeuta.
Los dos hombres manifestaron sorpresa en sus rostros.
—Mi terapeuta —refrescó sus memorias—. El hombre que me ayudaba a descifrar mis sueños —Se corrigió—. El hombre que traía a la luz mis recuerdos oscurecidos.
—¿Qué le pasó? —Asbeel continúo la cadena de preguntas al notar la expresión de Lucius. Su jefe nadaba en sus pensamientos.
—Murió de forma repentina.
—¿Y qué forma es esa?
—Según me han dicho... lo sorprendió un infarto al final del día. ¿Extraño, ¿no? Por lo menos para mí.
La situación de ese día volvía a su cabeza. El sueño que le había contado a Lucius segundos atrás había sido el eje de análisis ese día. Todo había quedado en la nada. Su conversación interna atravesó sus labios.
—Ese mismo día había estado con él y aparentaba estar de maravillas... Lástima por él, lástima por mí, creo que mi escaso progreso murió con él. Las sombras seguirán siendo sombras.
—No necesariamente —Asbeel sembró una posibilidad—. Nosotros podemos ayudarte.
Lucius retomó la conversación. Su viaje al interior de su mente resultó provechoso.
—¿Además de lo ocurrido, algo más a tu alrededor te ha parecido extraño? —inquirió el Príncipe.
—¿A qué te refieres con eso?
—Creo que sabes muy bien a que me refiero.
Tenía razón. Sabía cómo detectar “lo extraño”, al fin y al cabo “lo extraño” era lo que la había enloquecido.
—Para serles sincera, algo sí ha llamado mi atención. Un hombre —señaló la esquina perpendicular al automóvil que ahora se encontraba vacía—. En esa esquina, día tras día.
—¿Te han estado siguiendo? —Lucius seguía reforzando sus ideas y su preocupación para con ella.
—No lo sé, puede que sí, puede que no —Su duda fue real.
—Polilla... decídete —Asbeel retomó su participación.
—De verdad, no lo sé, la paranoia ha sido mi compañera años atrás —La angustia del recuerdo de su pasado vino a ella—. Y cuando situaciones como éstas me suceden trato de apartarlas, no quiero de regreso a mis viejas amistades. No las quiero.
Lucius no tuvo en cuenta el concepto de locura elucubrado por ella y barajó todas las posibilidades ante los recientes sucesos.
Si ella, en forma indirecta, estaba vinculada a la libertad o al levantamiento de los Oscuros, corría riesgo. Su vida estaba en riesgo. Sus orígenes aún continuaban inciertos y las pocas respuestas que ella hubiese podido obtener ahora volvían a ser incógnitas eternas sin el trabajo de su terapeuta. Tal vez era para mejor, vivir ajena a la realidad circundante era mejor que formar parte de ella.
—¿Sabes lo que dicen de los paranoicos? —quebrar los momentos incómodos, eso era lo que mejor le salía a Asbeel.
—No —Lucía dibujó una pequeña sonrisa en su rostro—. ¿Qué dicen?
—Que junto a los obsesivos compulsivos gobernarán el mundo en el fin de los tiempos, porque sólo ellos sobrevivirán a las peores catástrofes. Así que... si es por mí, yo te sigo, tu paranoia podría salvarme la vida.
El buen clima generado por el hombre de cabellos dorados fue interrumpido, derrocado por lo importante.
—¿El hombre... el hombre de la esquina, ¿recuerdas su apariencia? —Lucius necesitaba toda la información posible.
—Sí.—Lucía hurgó en su cabeza. La noche anterior lo había visto con detalle—. Joven, unos veintitantos de años... cabello castaño, tez muy blanca casi pálida, ropa informal —Los miró a ambos y no pudo evitar evocar la apreciación—. Atractivo... pero lo más llamativo era su actitud —seleccionó con cuidado sus palabras—. Pacífica, como ajena al mundo.
No hizo falta más descripción, los dos hombres asociaron al perfil dado una posibilidad. A esa posibilidad no le concedieron un rostro, no le adjudicaron un nombre... le otorgaron un origen y eso fue más que suficiente. Ahora todas las alarmas deberían ser encendidas.
—Lucía... escúchame, presta mucha atención a lo que voy a decirte.
La mirada del hombre de ojos oscuros volvió a encontrarse con ella. No había fuego, había quietud y esa quietud le resultó peligrosa.
Lucius marcó las reglas del juego que estaba por venir. Salvaguardar la vida de Lucía era lo importante, mantenerla alejada de los Oscuros era la primera medida.
—Hay muchas cosas en este mundo, cosas que posiblemente muchos no entenderían. Tú lo haces, no lo sabes pero lo haces. La expresión que utilizaste lo indica: “Pacífica, como ajena al mundo”. Esa expresión es por completo acertada. Dime ahora, al verlo, ¿qué te hizo sentir ese muchacho?
Las palabras confusas de Lucius la desencajaron por un momento. Pensó en el muchacho, pensó en la situación extraña de su presencia y su actitud para con ella. Era verdad... era una polilla que no temía a la luz.
—¿Qué me hizo sentir? —Le costó reconocer su propia sensación—. Calma... sentí eso, aunque sé que debería haber sentido lo opuesto.
—Olvídate de lo que deberías, Lucía. Resguárdate en aquél que te inspire esa sensación y huye del que sientes que tienes que huir, por más que las apariencias te obliguen a lo contrario. Confía en ti, confía en aquello que tú llamas locura, y cuando la situación te desborde... llámame, grítame, piénsame, y yo estaré ahí para ti.
Las últimas palabras de Lucius se perdieron en el camino, la mente de Lucía se estancó en “Resguárdate”, “Huye” y “Confía en ti”. Analizó sus absurdos comportamientos: relacionarse con completos extraños con total confianza desde el minuto uno, perseguir a su perseguidor, aceptar como normalidad una posible situación de acoso.
Ahora la palabra “locura” no le sentaba tan mal. ¿Qué estaba haciendo? ¿Adónde la llevaría todo esto? No lo sabía y acababa de decidir que no quería averiguarlo.
Debía ponerle fin a todo, debía acabar con esta situación en su vida, y el único que podía ayudarla era Ruggeri, nadie más que Ruggeri. Se ordenó a sí misma. Adiós sueños, adiós recuerdos bloqueados... o lo que sea. Adiós.
Para dar su primer paso en el camino de la despedida definitiva, mintió. Miró sin verdadera intención su reloj para utilizar el paso del tiempo a su favor.
—Debo regresar, mi descanso ya terminó.
Se precipito a abrir la puerta del vehículo pero no pudo, la traba interna estaba accionada. Asbeel se encargó de liberarla, abandonó su lugar a ritmo vertiginoso para ubicarse a su lado y abrirle la puerta. Extendió la mano a ella.
Lucius reaccionó de la misma manera, en cuestión de segundos se encontró fuera del vehículo, extendiéndole la mano para acompañar su salida.
La decisión correcta era Asbeel, la cercanía marcaba esa decisión. Su cuerpo optó por lo contrario. Dicen que el corazón tiene razones que la razón misma no entiende, en el caso de Lucía la expresión debía reformularse: su cuerpo tenía razones que ni su corazón, ni su razón entendían.
Le entregó su mano a él y volvieron a colisionar. Dos fuegos convirtiéndose en uno. Una electricidad feroz recorriendo sus cuerpos, agitándolos, enloqueciéndolos, acercándolos de una forma no física. Sólo dos posibilidades: unión o separación.
La decisión fue mutua. Separación. Sus manos se repelieron, sus cuerpos se obligaron a rechazarse.
No hubo palabras, simplemente hubo una furtiva mirada de despedida.
Se alejó de ellos, éste era su adiós, un adiós lleno de silencio.
Asbeel y sus palabras la alcanzaron antes de que desapareciera a la vuelta de la esquina.
—¡Ey, polilla! Llámanos, si nos necesitas... llámanos.
Y su figura de mujer desapareció de sus vistas. Asbeel continúo su soliloquio con su característica ironía.
—Llámanos... o grítanos... o piénsanos. ¿Piénsanos?
—Asbeel —Su nombre se utilizó como llamada de atención. El bello hombre de cabellos dorados lo pasó por alto.
—Permiso para hacer una pregunta, mi “Señor”. —resaltó la última palabra.
—Permiso denegado. Al volante... ya, Asbeel.
Lucius retomó su lugar en la parte trasera y Asbeel volvió a tomar posesión del volante.
El fuego de la despedida había disminuido los niveles de tolerancia en el hombre de ojos negros y piel tostada. La susceptibilidad estaba a flor de piel y el contraataque de Asbeel fue explosivo.
—Sin permisos esta vez... ”Piénsame”. ¿En serio? ¿Puedes decirme que es lo que está pasando aquí?
Lucius también atacó.
—Ocúpate de lo importante, ¿quiénes?... y lo demás déjamelo a mí.
La mirada penetrante de Asbeel se reflejó en el pequeño espejo retrovisor, llegó a Lucius. La furia bailaba en sus ojos.
—¿Lo importante? Dime lo importante.
Puso en marcha el automóvil y se perdieron en las calles contiguas. El silencio reinó por unos instantes, el tiempo suficiente para que Lucius moldeara y modificara su actitud. Asbeel era su mano derecha, su asistente, pero además de eso era su compañero, su hermano por propia elección. No debía olvidarlo jamás.
—Lo siento. —La armonía, la cortesía volvió a la voz del Príncipe—. Por favor, necesito que te comuniques con Gabriel y le digas que necesito darle un mensaje de forma urgente.
Asbeel lo imitó, la furia de sus ojos se apagó.
—Como gustes... pero déjame opinar que si es “urgente” tal vez deberías plantearte el hecho de saltarte algunos escalones e ir a destino directo.
—Las jerarquías existen por un motivo, Asbeel, deben ser respetadas, saltarse la cadena de mando implica un quiebre, de ese tipo de quiebre devienen levantamientos y rebeliones. He mantenido el orden por mucho... mucho tiempo porque he seguido las reglas, y así lo seguiré haciendo.
En esas últimas palabras, Asbeel, recordó el motivo de su elección. Era su mano derecha, su compañero... su hermano por elección. Desde el primer día, hasta el final de los tiempos. Estaría a su lado hasta el final de los tiempos.
α Ω α Ω α
Lucía no buscó más justificaciones, ya había decidido poner el punto final. Dejaría todo en este nuevo pasado, dejaría sueños, recuerdos, sensaciones. Dejaría al hombre de profundos ojos negros atrás, lejos de ella.
Regresó agotada a casa. Se dio una larga y caliente ducha, se preparó algo liviano para comer, guió su cuerpo al calor de la cama y se permitió distenderse en fantasías ajenas frente a la tv. El cansancio cerró sus ojos, se perdió en el mundo de los sueños.
Primero era la humedad, siempre la humedad... bajo sus pies, bajo su cuerpo. Luego el frío... el camino... la escalera... y el fuego, la gran cortina de llamas ondulantes.
Esta vez, el fin la acompañó, el deseo del punto final marcó su camino. Avanzó hacia las llamas sin temor. El calor que desprendían se confundió con el suyo, extendió su brazo, las atravesó. No hubo dolor, hubo una profunda sensación de pertenencia.
La verdad y el fin la esperaban detrás del fuego. Un paso, dos pasos... el fuego la envolvió. Un paso... dos pasos... el fuego la empujó al otro lado. Un paso... dos pasos... y ahí estaba él. El hombre de profundos ojos negros. El hombre de piel tostada. Él. Lucius.
Su corazón acelerado la devolvió a la vigilia. Ahí, en sus sueños estaba la verdad pero no la quiso ver, la ocultó, la engañó. Se burló de ella. Quería que todo se convirtiese en pasado. Quería su final e iba a obtenerlo.
Encontrar el origen de su confusión le fue fácil. Maldito inconsciente. Maldito consciente. ¡Maldito... Lucius!
Ese nombre, su nombre se escapó de su mente, flotó en el aire, y atravesó el vidrio de su habitación. Viajó por la noche, recorrió metros, kilómetros, se confundió en brisa, una brisa que encontró su lugar... encontró su dueño. ...Lucius...
Y el Príncipe Oscuro abrió sus ojos.
Capítulo 13
El golpe en la puerta fue suave y lejano, aun así lo oyó. Ese día, la extrema informalidad vestía a Tomás Ruggeri. Short, camiseta, medias, y cabello despeinado. No se tomó la molestia de mejorar su apariencia, fue hasta la puerta, y la abrió: del otro lado estaba el único rostro que se imaginó encontrar. Cabellos largos castaños, pequeños ojos cafés, bella palidez, y una sonrisa que siempre se enfrentaba a la difícil decisión de aparecer o no aparecer. Esta vez decidió aparecer, Lucía sonrió.
—¿En serio, Lucía? —Fue una falsa reprimenda. Miró su reloj—. Son las nueve de la mañana de un día festivo...
—Ya lo sé, y como ninguno de los dos trabajamos decidí hacerte una visita.
Alzó frente a la vista de Tomás la bolsa que contenía dulces exquisiteces para acompañar al café. Ése era siempre su boleto de ingreso. Tomás abrió la puerta en su totalidad, cediéndole el paso hacia el interior del departamento. Ésa era siempre su forma de darle el pase libre a cualquier momento de su vida. En silencio atravesó el living, y se refugió en la cocina.
Lucía siguió sus pasos y le hizo compañía sin que él lo notara. La cafetera eléctrica llevaba un buen rato de encendida, el café ya estaba listo al igual que las dos tazas que se encontraban sobre la mesada listas para ser servidas. La esperaba... él siempre la esperaba.
—Si veo un croissant más te juró que los arrojo a ellos y a ti por la ventana —dijo, elevando su tono para que su reciente invitada lo oyese desde lejos.
—Brownies y muffins para variar... ¿Qué te parece? —Su voz le reveló el lugar.
Ruggeri se enfrentó a ella, le sonrió con dulzura.
—Me parece bien, porque lo que decía, lo decía muy enserio.
Tomó la bolsa con los brownies, muffins y los colocó en una bandeja junto a las tazas con el café, el azúcar, y todo lo necesario para un desayuno.
—Vamos, ve llevando esto que yo termino con lo demás… —Le entregó la bandeja.
Lucía cargó con la orden, y retomó el camino hacia el living comedor. Apoyó la bandeja en la pequeña mesa para dos que se encontraba junto al ventanal, se quitó el su abrigo, lo colocó en el respaldo; al hacerlo contempló la única fotografía del lugar. Emilia. Ahí, en la repisa de la gran biblioteca, siempre estaba ahí. Su hija, su culpa. Lo más hermoso y lo más triste de su vida.
Lo que Ruggeri había podido evitar en muchos otros, inclusive en Lucía misma, no lo había conseguido evitar con su hija. La vida de Emilia se escabulló de entre sus manos por propia elección, abandonó este mundo por su propia decisión a la edad de diecisiete años, dejando en su padre una huella perpetua de dolor y una fotografía, la última fotografía de su vida.
El parecido físico entre ambas era notorio. Lucía se había preguntado mil veces a sí misma si la causa y el motivo de su relación con Tomás era por ese parecido. Mil veces no había tenido una respuesta concreta de su parte, ya no la necesitaba. Había una verdad oculta en cada uno de ellos, los dos lo sabían. Para Lucía, Tomás era el padre que nunca había tenido, para Tomás Lucía era la hija que había perdido. Tan simple como eso. Tan conflictivo como eso. La barrera de lo profesional la habían traspasado los dos, años atrás. No eran pacientes y terapeutas, eran algo más. Tampoco eran amigos, eran aún más que eso. Eran el relleno del vacío del otro, eran lo único que tenían.
La música de banda militar proveniente de la calle alejó a Emilia de sus pensamientos. Se levantó, fue hasta el ventanal, observó el exterior.
—¿Qué es todo ese alboroto? —dijo, consciente de la presencia de Tomás en la habitación.
—Día festivo... fiesta patria. Disfrutas de este tipo de eventos cuando vives en la parte más céntrica de la ciudad.
Ruggeri se ubicó en la mesa dejando sobre ella el plato con las exquisiteces que Lucía había traído.
—Increíble, vivo tan solo a veinte calles de aquí, y por ahí, en este preciso momento, es la muerte misma.
—Bueno, deberías mudarte más cerca de aquí y problema solucionado. El bullicio cotidiano de la zona va a despertarte cada mañana.
Tomás endulzó su café, con total libertad hizo lo mismo con el de Lucía. Conocía la cantidad exacta de azúcar en sus bebidas. Conocía eso y mucho más.
—Siéntate de una vez.
Lucía hizo lo que se le pidió. Se sentó frente a él, y bebió un sorbo del café. Lo saboreó, lo disfrutó. Las palabras anteriores de Ruggeri se balancearon en su mente.
—¿Mudarme más cerca? —bromeó—. ¿De verdad me quieres más cerca?
—Tienes razón —hizo extensiva la broma—. Si a un kilómetro de distancia te tengo seguido aquí, no me quiero imaginar si estuvieses a pasos. No... No te mudes cerca, de hecho, múdate lejos, bien lejos.
Tomás bebió del café, dio un mordisco a uno de los muffins, y le sonrió.
—¿Mejor que el croissant?
—Diferente, y eso lo hace por demás sabroso —continuó dando grandes bocados al tiempo que la observaba. Parecía agotada y sus agotamientos físicos tenían siempre como origen causas internas. Indagó en ello—. O estás más pálida de lo normal o tus ojeras decidieron salir a saludar
—Sin lugar a dudas, lo último.
Lucía se detuvo en esas palabras mientras se dedicaba de lleno al café que acompañó con un brownie. Tomás siguió cada uno de sus movimientos esperando que en la finalización de ellos viniese una justificación a lo comentado. La justificación no vino, y él fue en su búsqueda.
—¿Motivo? —Su interrogación fue simple.
—¿Motivo de qué? —El cansancio la había perdido en el silencio de su pensamiento.
—De eso —La referencia fue clara y ella la interpretó correctamente.
Lucía se reclinó en su asiento para descansar la espalda. Recordar su cansancio hizo que el mismo regresara a ella.
—Dormí mal anoche —mejoró su explicación—. No dormí casi nada, como mucho cuatro horas entrecortadas.
Ruggeri reaccionó de inmediato, apartó la taza de café de su mano.
—Deberías habérmelo dicho antes, mejor voy a prepararte un té.
—No es necesario.
—Sí, lo es. Tú no puedes dormir cuatro horas. Necesitas de un buen descanso, y un café no va a ayudarte a eso.
Se levantó con dirección a la cocina, desapareció en su interior. Su voz se magnificó para continuar la charla desde ahí.
—¿Pesadillas? —continuó, ocultando la preocupación en su voz. Cualquier variación de lo aparente y normal lo inquietaba.
—Sí —Se corrigió y modificó su respuesta—. No, en realidad pesadillas no. Un sueño, un único sueño que se repitió una y otra vez.
—¿El mismo sueño? ¿Segura?
La repetición lineal de sueños no era normal, correspondía a patologías puntuales. Lucía pertenecía a una de ellas. La alerta de preocupación se disparó de forma definitiva en él.
—Sí... el mismo sueño, el mismo hombre.
Tomás se asomó por la puerta de la cocina con la intranquilidad estampada en el rostro.
—¿Hombre? Detén ahí esa idea que ya estoy contigo.
Su rostro preocupado volvió a desaparecer por unos segundos sólo para reaparecer en su totalidad y regresar a su lado con una taza de té humeante. La puso frente a ella.
—Aquí tienes.
Lucía olfateó la bebida.
—¿Tilo?
—Tilo, un toque de Cedrón, más un agregado de naranja.
—Si quieres echarme con decírmelo es más que suficiente.
—¡Bébelo, ¿quieres?!, y te aviso desde ahora que no te vas de aquí hasta que hayas descansado un poco.
Se sentó una vez más frente a ella, retomó su café tibio. Lucía luchó con la molesta sensación de náusea matutina que le causaba la combinación de sabores de su reciente bebida. Las infusiones de Tomás siempre le provocaban lo mismo al principio, pero luego siempre le eran eficaces. Estaba cansada, eso era innegable. La falta de sueño le daba cachetadas minuto a minuto. Los sueños reiterativos con Lucius habían entrecortado su noche, y la infructuosa búsqueda de apartarlo de su cabeza le había regalado como consecuencia de ello un hermoso insomnio. Inspiró profundo a modo de infundirse valor, sostuvo la taza entre sus manos, y bebió de ella. Contra todos los pronósticos le resultó sabrosa, su rostro manifestó esa sensación. Ruggeri se enorgulleció de su trabajo.
—El toque de naranja lo cambia por completo, ¿viste? Además lo endulcé con miel, eso le suma puntos.
—Es... es aceptable. De todas maneras, si tengo que elegir me quedo con el café.
—Tú siempre eliges los malos hábitos...
—¡Ésos son los mejores! —resaltó Lucía.
—Repítete ese pensamiento todas las veces que quieras, cuando te lo creas, cuando de verdad lo creas, volvemos a hablar.
Lucía masticó un trozo de su brownie con actitud exagerada, como forma de mostrarle su disconformidad ante su pensamiento. Ruggeri le quitó de las manos el cuadrado dulce para continuar con lo que consideraba importante.
—Volvamos a anoche... tu sueño, sueños... ¿Hombre?
—Ah, de momento paso, es muy difícil y largo de explicar.
Mentía, si revelaba parte de su sueño debía revelar también parte de la historia detrás de ese sueño, parte de una loca e inconsciente historia que había mantenido oculta para Tomás.
—Nada es difícil de explicar y menos viniendo de ti. En cuanto a lo otro, es día festivo, tengo todo el tiempo del mundo... y tú, ya lo sabes, no te vas de aquí...
—Ufff... ¿Cuándo va a ser el día que dejes de ser tan pesado? —interrumpió Lucía.
—El día que tú dejes de ser tan reiterativa y obvia —Al instante supo que le estaba ocultando algo—. Vamos, cuéntame ¿en qué lio te has metido?
Resopló fastidiada por el propio reconocimiento de sus últimas actitudes y comportamientos. Había decidido poner un punto final a todo el delirio que la perseguía, y la mejor forma de hacerlo era exorcizando todos los demonios de su mente fabuladora frente a Tomás. Él era el único que sabía cómo apartar sus fantasmas. Un hervidero de pensamientos descontrolados e imágenes sin sentido anidaba en su cabeza. Descontrolados, eso era lo que debía resaltar para sí misma, sabía que era cuestión de tiempo, pronto el descontrol saldría de su cabeza para invadirla por completo. Si no hablaba con él no hablaría con nadie, y si no hablaba con nadie lo lógico sucedería, estallaría. Estaba ahí por un motivo, y ese motivo era lo opuesto a “callar”. No calló más. Habló como pudo, utilizó las palabras que pudo.
—Técnicamente hablando, yo no me he metido en ningún lío, pero mi cabeza sí, en miles.
—¿Quieres empezar con el hombre de tus sueños?
—No, a ése dejémoslo para el final.
Bebió el resto de su té y volvió a acomodarse en el respaldo de la silla. El simple hecho de saber que hablaría del tema ya la relajaba. Ruggeri la tranquilizaba, su sola presencia y cercanía lo hacía.
—¿Recuerdas ese sueño que te conté que trabaje con Alfredo?¿El primero?
—¿El extraño club? ¿El lugar que nunca llegamos a establecer si habías estado ahí antes o no?
—Ése mismo. Bueno, hay un par de detalles que obvié en el momento.
El color rojo comenzó a recorrer, a decorar la cara de Ruggeri. Los hechos que Lucía “obviaba” lo ponían de la cabeza. Sus comportamientos infantiles, sin mesura, lo ponían de la cabeza. Estaba claro que éste era uno de ellos.
—Al grano, Lucía.
—Dame un segundo —Se defendió a modo de protesta—. Estoy tratando de ordenar mi cabeza.
Tomás imitó la postura de su invitada y se reclinó sobre su asiento, se cruzó de brazos a la espera de información sin decir palabra alguna. Contuvo su creciente enojo, demostrarlo lograría más ocultamientos de su parte.
—Cuando estuve ahí, en ese lugar, “Antesala”, todo... todo el entorno parecía conocerme.
—Eso ya me lo habías dicho —interrumpió con ansiedad Ruggeri.
—Sí, pero lo que no te dije es que uno en particular parecía conocerme demasiado bien.
Lucía hizo una pausa momentánea mientras que la expresión de “uno en particular” se apoderaba de la atención total de Tomás. Su mirada interesada e inquieta la obligó a seguir.
—No te enojes —En vano trató de sembrar un terreno libre de reproches.
—¿Por qué no debería de hacerlo?
La pausa volvió a hacerse presente, el enojo contenido de Ruggeri se desplegó por toda la habitación.
—Lucía, ¿a qué te refieres con ese “uno en particular”?
—Ese hombre, yo hui de él, salí del club nocturno por él. Ni bien lo vi, todo mi cuerpo me decía a gritos que me alejara de él y lo hice... lo hice sin dudarlo, pero él me siguió.
El rostro de Tomás parecía una roja manzana. Mantuvo el silencio, de lo contrario el choque sería mortal.
—Salí por la puerta trasera del lugar para ponerme a resguardo, y resultó todo lo contrario, me metí en la boca del lobo... lo peor de todo fue que el lobo estaba esperándome, era él —Una extraña sensación de liberación se gestó en su interior. Las palabras salían. Los demonios se iban. De a uno, de a uno se iban—. Me habló como si me conociera, como si yo fuese importante para él... importante para alguien. Me golpeó, él y sus compañeros me golpearon...
Ruggeri se retorció en su asiento. La violencia manifestada en las palabras de Lucía quería cobrar vida en su propio cuerpo. Quería golpear a alguien. Quería golpear a un hombre, a “uno en particular”.
Lucía continúo con su relato sumida en una armoniosa tranquilidad. Esa armonía chocaba con Tomás y aplacaba, en pequeñas dosis, su violencia interna a punto de ebullición.
—Trataron de meterme a la fuerza dentro de su camioneta, por un momento no vi la salida de eso... no la vi, hasta que aparecieron ellos. Dos hombres, dos... no sé, ¿ángeles de la guarda?—La apreciación fue un tanto burlona y aunque no le pareció correcta fue lo único que vino a su cabeza—. Salieron a mi rescate, me liberaron de los hombres.
El hombre frente a ella, de 49 años de edad, y de sobra más de 20 años de respetada profesión, estalló enfurecido.
—¡Lucía, eres una maldita inconsciente...
—Espera, espera —Lo interrumpió y con eso hizo aumentar el nivel de su enojo —Si vas a gritarme o insultarme, hazlo cuándo y cómo corresponda, todavía no terminé.
—¿Hay más de esto? ¿Acaso no tienes límites?
—No, no los tengo. O mejor dicho no los tenía, ahora sí. Ahora ya saqué el pie del acelerador, puse el freno de mano.
Nada de eso fue suficiente, ninguna palabra. Tomás se levantó de forma abrupta de su silla para trasladarse al extremo opuesto de la habitación. No quería mirarla a la cara, mirarla y observar la serenidad de su rostro al contar los hechos lo alteraba aún más. Quería encerrarla, encerrarla por su bien, y tirar la llave. Bueno, no precisamente tirar la llave, guardarla, guardarla por lo menos por un tiempo, el tiempo suficiente para que ella sola regresara a sus cabales. Así actuaba Lucía, él la conocía, conocía esa fortaleza interior que lograba regresarla al camino correcto, al camino sin oscuridad, sin fantasmas. Pero de momento, en ese instante, Tomás quería más argumentos, quería encontrar el origen de la perdida de dirección de Lucía, y esa información podía dársela ella. No debía arrinconarla, debía dejarla vagar libre, dejar a sus palabras y sus pensamientos desestructurados salir a la superficie. Ocultó la furia, la apaciguó bajo el manto de la falsa comprensión.
—Continúa por favor, Señorita freno de mano. Continúa antes de que ponga mis manos en tu cuello y lo apriete bien fuerte — A pesar de esforzarse por regular su enojo, las palabras cortaron el aire.
Lo que venía a continuación era su condena. Lucía podía imaginarse, podía sentir las manos de Tomás alrededor de su cuello. Respiró profundo y exhaló, se abrazó a la tranquilidad que la acompañaba y continuó.
—En mi cabeza quedó clavado un único pensamiento ¿Quién era ese hombre? ¿Qué quería de mí? No era un sueño, era una realidad, y si era una realidad quería saber qué relación tenía con la mía.
Hablarle a una silla vacía le incomodaba. Esto no era una sesión de terapia. Necesitaba un rostro delante de ella. Se levantó, buscó ese rostro. Tomás esquivó su mirada, pero a Lucía no le importó. Fue hasta él.
—Días después, la posibilidad de una respuesta apareció frente a mí, una camioneta similar a la del hombre, se estacionó a pasos de la puerta del restaurante. No pude resistirme, tienes razón, soy una maldita inconsciente porque no lo dudé ni por un segundo. Almacené en mi mente la información que no había podido obtener esa noche, y sin medir consecuencias fui hasta el lugar...
Lucía intentó una vez más llegar a él, a su mirada, esta vez lo consiguió. Leyó en sus ojos las palabras retenidas en su boca.
—Dilo —Lo instó a hablar.
La furia y la calma se encontraron. Se fundieron, se apaciguaron mutuamente, y los deseos asesinos de Ruggeri dieron paso a sus comunes deseos de contención.
—¡Estás loca! —dijo sumido en una completa resignación.
—Eso es algo que ambos sabemos.
—¿Qué sucedió? —decidió volver a participar. El monólogo Lucinesco sólo conseguía alterarlo.
—Nada. Me quedé a metros del lugar pensando qué hacer, y mientras invertía mi tiempo en eso, los dos hombres volvieron a aparecer...
Ruggeri retrocedió unos segundos atrás, recapituló lo contado. “Los dos hombres”.
—¿Tus angelitos guardianes? —La ironía recubrió sus palabras—. ¿Esos dos hombres?
—Sí... esos dos.
La ironía se extendió.
—¿Qué son, Batman y Robín al rescate de una dama en apuros?
—No sé qué son, pero sí sé que son “Algo”.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Son raros... de confianza, pero raros.
—La palabra “raro” y “confianza” no encajan, Lucía —Los niveles de fastidio subían y bajaban en él—. ¿Quiénes son?
El hombre tenía razón. Lucía se valía de sensaciones en lo que se refería a Asbeel y Lucius. Quiénes eran seguía siendo una profunda incógnita.
—¿Los hombres necesarios en el momento justo? —La pregunta fue para ella misma.
—¿Y no te parece demasiada coincidencia eso? —hacerla entrar en razón era una tarea difícil, pero tarde o temprano Ruggeri lo conseguía.
—Hoy sí, ayer no. Ayer estaba nadando en el mar de mi locura, y en ese mar, ellos eran mis olas perfectas.
—Con eso quieres decirme que “esos dos hombres” están más locos que tú.
—Es la única alternativa posible, nadie en su sano juicio contribuiría a agitar mis pensamientos delirantes. Nadie en equilibrio mental trataría de convencerme de que mis sueños y los espacios vacíos de esos sueños son “recuerdos borrados”.
—¿Recuerdos borrados?¿Tienes idea de lo absurdo que suena eso?
Ahora que escuchaba esas palabras de la boca de Tomás, el único calificativo aplicable a eso era ése, “absurdo”. De la boca de Lucius nada sonaba así. De su boca...
Sin darse cuenta se encontró recordando al hombre de profundos ojos negros y piel tostada. Recordó el roce de su mano, el fuego de su piel contra la de ella, el sueño. El sueño repetitivo, adictivo, sofocante. El sueño que la enloqueció por dentro al punto de arrebatarle la noche por completo. Quería poner el punto final a todo, a todo... menos a él.
—¿Quién te dijo eso?
Lucía seguía perdida en el recuerdo del hombre de negro. Perdida en sus ojos, en su boca, en su fuego.
—¿Lucía? ¡Lucía!
Y Lucía volvió a la realidad.
—¿Qué?
—Que, no... ¿Quién? ¿Quién te dijo lo de los recuerdos borrados?
—Lucius.
—¿Lucius? ¡Vaya nombre!
—Ni que me lo digas, es un hombre grande, llamativo...
—¡Nombre!... no “hombre”, dije, nombre —La interrumpió—. No sé dónde te quedaste perdida en tu cabecita, pero regresa completa, por favor.
Se apartó de la mirada que minutos atrás había ido a buscar. El simple recuerdo de Lucius la desestabilizó, quería ocultar eso ante Tomás. Retomó su lugar en la mesa, y le dio la espalda.
—¿Y este Lucius de dónde salió? —El nombre, la situación que lo rodeaba le desagradaba más segundo a segundo a Tomás.
—Ya te dije, apareció de la nada esa noche en “Antesala”.
—“Antesala”. ¿Segura que eso es un club nocturno y no una guardia psiquiátrica?
—No, no estoy segura.
Caminó hacia ella, cuando pasó a su lado le acarició con delicadeza la cabellera castaña. Se sentó en su lugar abandonado, trató de contener el enojo que aún alojaba en su interior.
—Lucius —El tono de voz de Lucía se redujo a un susurro—. Lucius es el hombre de mis sueños, de mis sueños de anoche.
—Cuéntame de ese sueño entonces.
Trasmitió sus últimos pensamientos con respecto a ese sueño. De momento ésa era su verdad.
—Un lugar irreal... un pasillo que no es un pasillo. Oscuridad, completa oscuridad... frío.
Tomás escuchaba atento. En esas palabras estaba la Lucía de años atrás. El reflejo de su interior.
—Al final de ese extraño pasillo hay una escalera, de momentos pequeña, de momentos eterna... y al final, una luz, que no es luz, es fuego, llamas... entre esas llamas los brazos de un hombre... y en esos brazos está mi refugio, mi final de camino.
—¿El hombre, tu refugio, es Lucius?
—No —Y en su respuesta hubo una certeza obligada, pre—establecida por ella—. Lo fue anoche. El hombre de mis sueños no tiene rostro, nunca tuvo rostro.
Los dos viajaron al pasado, a los años de tratamiento juntos. Años atrás un sueño similar la había atormentado. Oscuridad, frío, y fuego. Ésas habían sido siempre las mismas características. Esta vez, el sueño más actual traía de agregado a un hombre. Una variación más, sólo un pequeña e insignificante variación más. Sólo eso.
Las miradas se reencontraron. Terapeuta, paciente. Padre, hija. La combinación de todo.
—Lucía, tu camino no es esa oscuridad y lo sabes muy bien. Tu camino está aquí, a tu alrededor, frente a ti, en cada paso frente a ti. No permitas que nadie ni nada te arrastre a las sombras.
—Eso es lo que estoy tratando de hacer...
—No lo parece. Juegas a estar al filo del abismo... ese abismo es tu locura, y lamentablemente en tu caso, la cordura que se manifiesta como piso firme es quebradiza. Duerme, sueña, olvida, y vive el resto de tu día. Eso tienes que hacer.
—Decirlo es más sencillo que llevarlo a cabo.
Tomás se levantó, arrastró la silla a su lado, la envolvió con su brazo, y ella descansó sobre su hombro.
—Sé que hay un montón de información que no me estas contando, y la verdad no la necesito, no la necesito para decirte que te alejes de aquellos que te acercan al límite de tu abismo. Aléjate de lo que te hace olvidar de lo importante... vivir tu vida. No se necesita mucho para vivir, créeme, sólo una cama tibia, una comida caliente, y la certeza de saber que no estamos solos, que hay alguien que se preocupa por nosotros —La apretujó con fuerza, la atrajo más a él—. Luego queda sonreír y avanzar... avanzar sin mirar atrás.
—Eso intento hacer... avanzar. Por eso decidí dejar todo atrás, la oscuridad, la incertidumbre, y sobre todo las personas que me recuerden eso. Tú eres mi exorcista, siempre lo has sido. Tú me ayudas a alejar todo aquello que yo no puedo.
—Tú puedes todo, mírame.
Buscó su rostro, lo tomó entre sus manos.
—Por mi vida, por mi carrera, muchos han pasado, y la mayoría de ellos están en el muro de mis logros, pero tú... tú no estás ahí, tú estás arriba de ellos, eres mi orgullo, y el reflejo puro de que la esperanza existe. No importa cuántas veces te enfrentes a la oscuridad, tu luz, esa maravillosa luz interna que tienes, siempre... siempre te traerá de regreso.
Lucía sonrío y Tomás acompañó su sonrisa con otra.
—Eres el mejor terapeuta del mundo, ¿lo sabes?
—No... No lo soy. Si lo fuese, controlarías tus locuras antes de hacerlas. Prométeme algo, prométeme que hasta aquí llegaste. Prométeme que vas a poner de verdad el freno de mano a todo esto.
—No es necesario que te lo prometa, es una decisión, una decisión que ya tomé.
Confiaba en Lucía y esa confianza era la base de soporte de su relación; aun así, esta vez sus palabras no lo convencieron y la expresión de su rostro se lo demostró. Lucía cedió para complacerlo.
—Está bien, prometido. Nada de locuras.
Tomás profundizó su expresión a la espera de más. Lucía le dio ese más.
—Y nada de hombres atractivos y locos.
—¿Atractivos? Así que por ahí venía el asunto —bromeó Ruggeri.
—Dije “atractivos” —fingió error—. Quise decir “introspectivos” y locos. Perdón, debe ser la falta de sueño.
—Sí, sí... falta de sueño. Para tu suerte eso tiene solución. Ve a acostarte de una vez.
—No voy a acostarme a dormir aquí.
—Ya los has hecho miles de veces, y además ya te lo dije, no te vas a marchar sin un descanso. A la cama, ahora.
Como una niña obediente se levantó y marchó rumbo a la habitación. Antes de desaparecer tras la puerta, regresó a la mesa y capturó entre sus manos otro brownie.
—Para el camino...
Tomás regresó a la cocina, rellenó su taza con más café caliente, su cabeza parecía una máquina de pinball; un pensamiento, uno, golpeaba en cada esquina, en cada espacio disponible, y volvía a su origen. Sueños, absurdos recuerdos borrados, y hombres extraños. Todo eso combinado en un sólo pensamiento. Pensó en Alfredo, recordó su triste final. Sintió pena por el hombre, pero más que nada sintió pena por la pérdida de información que él le hubiese podido dar. Una ráfaga de claridad lo encontró, guió su mente. El asunto de confidencialidad paciente/terapeuta era fácil de pasar por alto, Lucía era su paciente, a pesar que los últimos años los llevaba libre de tratamiento, aún era su paciente en términos profesionales. Vio una ventana, una ventana para poder obtener esa información. El inconsciente de Lucía había cobrado vida en las sesiones de hipnoterapia, y ahora, él necesitaba ese inconsciente más que nunca para ayudarla. Era necesario apartarla de una vez por todas de la locura cotidiana.
Cinco profundas horas de sueño. Un almuerzo ligero entre dos, y una despedida.
—Date una vuelta por el grupo, te va a hacer bien —La preocupación perduraría por siempre en Ruggeri.
—¿No estoy un poco grande para ese grupo? ¿No son adolescentes?
—La mayoría sí... pero no discriminan —bromeó—. Pueden hacerte un lugar si quieres, sólo tienes que compartir tu historia, compartir lo que quieras.
—Lo voy a pensar...
No, no lo iba a pensar. Todo lo relacionado a los grupos de ayuda y soporte psicológico le erizaba la piel, nunca le había manifestado esto a Ruggeri para no hacerle sentir mal. Abrazó al hombre con toda la fuerza de su cuerpo y se marchó.
El bullicio del exterior se materializó frente a ella. Los ánimos de fiesta nacional hacían bailar a cualquier transeúnte. Optó por caminar, eran apenas unas veinte calles. El descanso le había sentado muy bien, su batería se había recargado por completo.
Llegó a la plaza principal, el desfile conmemorativo se estaba llevando a cabo y al caminar hacia el lado opuesto del mismo tuvo que luchar contra la corriente humana que lo seguía. Miles de rostros se hacían presentes, unos detrás de otros. Rostros pintados con los colores nacionales, rostros sonrientes, descontrolados por la emoción del momento. Entre la multitud frenética, uno en particular resaltó a la distancia. Un hombre alto, de contextura enorme, cabellos blancos canosos largos, y una mirada... una mirada oscura e inquietante.
Lucía esquivó su mirada, miró con disimulo para atrás. El motivo, encontrar el destinatario de esa mirada. No lo encontró... no lo encontró porque el destinatario era ella. El hombre inquietante, vestido en su mayoría de negro, se dirigía hacia ella, clavaba su mirada en ella.
“Huye del que sientes que tienes que huir”
Todo, cada parte de su cuerpo, cada parte de su interior, todo le gritaba... ¡Corre!
¡Maldita paranoia! Maldijo para sus adentros.
Cambio su recorrido, siguió a la multitud. Se perdería en ella, y en cuanto tuviera la oportunidad, desaparecería en una esquina para tomar otro camino.
Avanzar a favor de la corriente no resultó tan sencillo como esperaba, los cuerpos de la gente se convertían en barreras que demoraban su paso. Tuvo que utilizar la fuerza de su propio cuerpo para apartarlos. Lo consiguió con muchos, con muchos, salvo con uno.
Un cuerpo detuvo su paso, sus ropas oscuras denotaban similitud con el hombre de cabellos canosos y mirada inquietante. Lucía tomó coraje, elevó su vista a él. Su mirada era, por demás, perturbadora. La desesperación la capturó, y cuando trato de dar un paso hacia atrás el hombre envolvió su brazo con su fuerte mano. Gritó, y su grito se mezcló con la música de banda, con el bullicio general. Nadie volteó, nadie alteró su conducta, sólo el hombre lo hizo, el hombre oscuro que la sostenía y que luego de sonreírle de forma macabra, la liberó. Corrió, no sólo en su pensamiento, corrió con todo su cuerpo. Volvió a enfrentarse a la corriente humana que se abalanzaba sobre ella. Miró hacia atrás por un instante, su desesperación chocó con el límite del cielo. Los dos hombres iban por ella, seguían sus pasos a su mismo ritmo. Como pudo, metió su mano en el interior de su bolso, buscó su móvil, trastabilló al tiempo que lo encontró, y cayó al piso.
Unos zapatos marrones relucientes reflejaron su rostro. La mirada angustiada de Lucía encontró refugio en los ojos de color azul grisáceo más hermosos del mundo. Prisionera fue, prisionera de su mirar. Su cuerpo se paralizó, y cuando él puso la mano sobre su hombro se estremeció por completo. Su cuerpo se esforzó por una cosa, la cercanía total.
—¿Te encuentras bien? —La dulzura de sus ojos se trasladó a sus palabras—. Ven, déjame ayudarte.
Sostuvo su mano entre las suyas con delicadeza, la ayudó a incorporarse. Lucía acomodó su ropa y él, con el más tierno de los descaros, acarició y reacomodó sus cabellos desordenados. Los nervios, su desesperación apaciguada, le arrebataron cualquier palabra posible. El hombre de ojos color azul oscuro, cabello castaño, y de rostro perfecto esculpido por los dioses mismos, le arrebató todo lo demás.
—Insisto. ¿Te encuentras bien?
El piloto automático de Lucía se activó, miró hacia atrás en busca de sus perseguidores.
—¿Buscas a alguien? —Su dulce voz la hipnotizaba, recorría todo su cuerpo, la dominaba. Quería huir, alejarse de ahí, pero no podía, su cuerpo demandaba la cercanía.
Su voz se liberó, se escapó al no encontrar entre la multitud a los dos hombres de negro.
—Había dos hombres —balbuceó con timidez—. Dos hombres detrás de mí.
Una oleada de viento frío atravesó el lugar, llegó a los dos. Su piel se erizó, y una sensación conocida comenzó a nacer en su interior. Contempló al atractivo hombre frente a ella. Su exquisita elegancia acompañaba su belleza. Llevaba un traje blanco tiza y sus zapatos marrones hacían juego con una fina corbata del mismo color. De pronto, su imagen le resultó familiar.
Se acercó a ella, la tomó entre sus brazos. Ella no pudo resistirse, se lo permitió. Se quedó ahí, en sus brazos, en silencio.
—No temas... ”cariño”. Yo ya estoy contigo.
Una milésima de segundo. Eso fue suficiente. Fue su voz. Fueron sus palabras. Fueron sus caricias. Fue todo él.
Reaccionó. Se apartó. Retrocedió.
—Vamos, “cariño”... No huyas de mí —Le sonrió. En su sonrisa había fuego, había hielo—. Aún no lo sabes, aún no lo aprendes, ¿no? Eres mía...
Un paso atrás. Dos pasos atrás. Él era un imán, ella luchaba por alejarse pero su cuerpo regresaba a él.
—No importa cuánto corras, no importa cuánto te escondas, me perteneces a mí... hoy, mañana y siempre.
Eliminó la distancia que los separaba, y volvió a capturarla entre sus brazos. Ella respondió como una autómata, se abrazó a él con temidas, pero a la vez, deseadas ganas.
—Ven, déjame disfrutarte, déjame ver tu rostro bajo la luz del sol.
—¿Qué quieres de mí? —El pequeño ser luchador alojado en el interior de Lucía, golpeó, salió en un suave hilo de voz.
Él dedicó su total atención a ella. Acarició su rostro, disfrutó del perfume de su piel.
—¿Qué quiero de ti? Todo —Le sonrió por última vez—. Pero no hoy... Hoy… —Jugó con su propio pensamiento—. Hoy quiero... bailar.
La música de fondo no era la adecuada. Cambió, se transformó en una dulce y armoniosa melodía.
El gentío, el entorno podía causar molestias. Pero no lo hizo. Todo, absolutamente todo, desapareció.
La tomó de su cintura y la guio con sus pasos. Danzaron. Giraron. Caminaron entre dos realidades. La verdadera... fiesta, multitud. Y la alternativa... sólo él y ella.
—Nos vemos pronto, “cariño”, pero ahora...
Manipulada por él, dieron un gran giro de desplazamiento. Y luego otro, y otro.
—Ahora... ¡Aléjate de mí por última vez! —murmuró en su oído.
Un último giro final. Soltó su cuerpo, Lucía se convirtió en un trompo sin control y volvió a caer al piso.
El mareo envolvió su cabeza, se quedó inmóvil por unos instantes para restablecer su equilibrio. Los hombres de negro reaparecieron ante sus ojos como figuras intermitentes mientras el entorno real volvía a rodearla.
Se aferró a su bolso, se mezcló con la multitud, disimuló su andar; con su temor a cuestas, consiguió alejarse.
α Ω α Ω α
Gabriel elevó su rostro al cielo, el sol de la tarde lo reconfortaba. El gran jardín detrás del palacio de LuzBel había deslumbrado su visión, prefirió ese lugar para el encuentro, y no el frío eterno, opaco de la mansión.
Lucius lo observó desde la distancia, su imagen blanca y esplendorosa bañada de luz parecía una reproducción de una pintura del renacimiento. Su rostro, su cuerpo, su actitud... Todo Gabriel era la demostración más pura de inocencia. El más joven de todos. En ese instante, temió por él. Temió por la perpetuidad de la luz. Aguardó en silencio unos minutos, debía apartar esos pensamientos de él, de lo contrario se los trasladaría al joven Arcángel. Cerró sus ojos, en busca de tranquilidad recorrió su propia oscuridad, en ella apareció lo esperado. Lucía. Desestimó el verdadero origen de su reciente presencia en él, se lo adjudicó a los hechos actuales. Al fin y al cabo, ella era el motivo por el cual se había hecho presente Gabriel.
Sin más demoras, fue hasta él.
α Ω α Ω α
Puso la llave en la puerta principal del edificio, la abrió, ingresó y se sintió a salvo. Lucía contempló su rostro en el espejo del hall principal, el terror era su maquillaje momentáneo. Los misteriosos hombres habían desaparecido luego del desfile, aun así, la extraña sensación de lo sucedido la perseguía.
Su rodilla le dolía, cómo había llegado al piso en medio de la multitud, no lo sabía, y para colmo de males, su cabeza se partía en mil pedazos. Debería haberse quedado en la casa de Tomás, se dijo a sí misma.
Fue hasta el ascensor, accionó el botón de llamada, no funcionó. El cartel en su lateral fue la sentencia, “En reparación”.
Debería haberse quedado en la casa de Tomás, se repitió.
El edificio tenía más de 60 años, así que las escaleras eran amplias, largas, y en su ascenso rodeaban al ascensor. Subió a paso lento, el golpe reciente le causaba molestias. Diez pisos totales, su departamento se ubicaba en la planta sexta. Un baño, un tibio y eterno baño era lo único que le daba el empuje para continuar. Las luces titilaron a la altura del segundo piso. Cuando llegó al tercero se apagaron. Se acercó al interruptor automático, lo accionó de forma manual. Dos escalones, tan solo dos escalones más, y volvieron a apagarse. Avanzó a oscuras. Un par de escalones más y llegaría a la planta cuatro, ahí la luz natural del exterior se filtraba por una pequeña ventana lateral. De ese piso en adelante había luz del día en cada nivel. Revolvió su bolso en busca de sus llaves. Piso quinto. Las encontró. Veinte escalones más. Luego diez. Un suspiro antes de la gran llegada, cinco escalones. Y finalmente piso sexto.
La cerradura opuso resistencia como siempre. Hizo la presión necesaria en el picaporte, empujó la parte inferior de la puerta con su pierna adolorida, y se abrió. Las persianas estaban altas, la luz de la tarde iluminaba todo, dejó las llaves en la mesita contigua a la puerta, y fue hasta la habitación. Una corriente de aire proveniente del interior, le llamó la atención. Ella nunca dejaba las ventanas abiertas, nunca.
Al sutil viento se le sumó un pequeño crujido de suelo. El piso de madera de su habitación solía ser molesto cuando se caminaba sobre él.
Otro crujido.
¿Molesto cuando se caminaba sobre él? Pero... pero ella no estaba ahí. Estaba a metros de distancia.
Una sombra se dibujó en la puerta. Una sombra que se hizo carne y hueso en segundos.
¡Uno de los hombres de negro! ¡El hombre de sonrisa macabra que había tomado su brazo a la fuerza estaba ahí! ¿Cómo era posible? ¡¿Cómo?!
Su corazón latía tan fuerte que parecía querer salírsele del pecho.
—¿Y dónde quedo el: ”Querido, ya estoy en casa”? —Oscuro, macabro e irónico.
Lucía retrocedió con lentitud, ni bien el hombre comenzó a acercarse a ella, giró sobre sus talones, y salió a la velocidad de la luz del lugar. Cuando abrió la puerta se chocó con otro hombre, un completo desconocido de apariencia similar a los anteriores. No había posibilidad de escape. Los dos hombres se acercaban a ella, uno por delante, y otro por detrás. Cuando pensamos que el temor es la única opción, nuestro soldado interior sale a la defensa con todas sus armas para darnos una opción más. Luchar. Luchar hasta el último aliento.
Enroscó el bolso en su brazo, y con el valor que comenzaba a nacer en su interior, embistió contra el hombre que estaba delante de ella, lo golpeó. Fue en vano. Fue un golpe a una pared, lo peor de todo fue que esa pared le devolvió el golpe. Su cara se estrelló contra el suelo, y ahí quedó.
α Ω α Ω α
Gabriel se percató de la presencia de LuzBel, pero continuó con los ojos cerrados al cielo. La volatilidad interior de Lucius eliminó toda posible cortesía de ambas partes.
—Necesito que le traslades un mensaje a Miguel.
—Eso me han dicho —Abrió sus ojos evitando todo posible contacto visual—. Y eso es lo que hago.
—Dile que la muchacha necesita más protección, y la necesita ya.
—¿Qué muchacha?
La incertidumbre era la sensación que acompañaba a Gabriel en los eventos más recientes. Sabía que las huestes del Cielo se estaban agitando. Notaba el cambio en sus hermanos, el porqué de ello se encontraba aún oculto para él. “Sé el mensajero, he implora a nuestro Padre que la sombra de una posible batalla sea eso... sólo una sombra”
—¿A qué muchacha te refieres? —insistió.
Los ojos color cielo y los ojos negros oscuros se encontraron. Necesitaba respuestas. El Arcángel más joven, servicial y silencioso del mundo celestial, necesitaba respuestas.
—No lo sé, es lo que a mí también me gustaría saber —Lucius ardía, quemaba con sus palabras—. Y considerando que le han encargado su custodia a un Guardián, intuyó que saben muy bien quién es.
A diferencia de “los Acompañantes”, que convivían a diario con los humanos, “los Guardianes” bajaban a la tierra en ocasiones especiales. Eran soldados en entrenamiento, cuando eran enviados cumplían una misión específica: salvaguardar la vida de alguien.
—¿Estás seguro? —La inocencia del Arcángel alteraba al Príncipe Oscuro.
—Más que seguro... y créeme que un Guardián no basta.
—¿Por qué lo dices? —Gabriel dejó de lado sus sensaciones para recibir las de su hermano. Sintió su remolino interno, su temor disfrazado, encubierto.
—Hay muchas cosas que tú no sabes Gabriel. Es mejor que sigas así. Sólo dile a Miguel lo que te acabo de decir, o mejor aún, dile que necesito hablar con él de forma directa. Sin demoras.
Gabriel apeló a los lazos que los unía.
—Puedes hablar conmigo LuzBel, si lo necesitas...
—No, no puedo.
El fuego interior de Lucius se enfrentó a una oleada de frío intenso. Una batalla interna se gestó en su interior. Desesperación, angustia. Un rostro, un rostro se dibujó en su mente. Un rostro de cabellos largos castaños y ojos cafés. La mujer de su sueño. Lucía.
El arcángel sintió el tornado creciente en el interior de su hermano Oscuro.
—¿LuzBel... qué sucede?
El Príncipe estaba en otro lugar. Un lugar a kilómetros de ahí.
—¿LuzBel? —La amarga sensación lo obligó a insistir—. ¿Lucius?... ¡Lucius!
—Demasiado tarde.
El fuego inundó sus ojos. Su rostro cedió toda posible expresión a una sola, la furia. El piso bajo sus pies tembló. Y por primera vez, la luz más pura y la más densa oscuridad se encontraron frente a frente.
—Demasiado tarde —repitió. Sus palabras quemaron al aire mismo, silenciaron a Gabriel.
Se quitó la chaqueta del traje, lo arrojó al suelo. Al paso de su furia, cruzó el extenso jardín, atravesó la gran arboleda que era su límite y desapareció.
Asbeel se hizo presente a los segundos. Milenios a su lado, milenios. Conocía su furia.
—¿Qué ha sucedido? —En su voz había preocupación.
Gabriel no respondió, el cielo lo hizo.
El azul y calmo cielo se quebró en un rayo invertido, una ráfaga de luz salió de la tierra y se perdió en la altura, en las nubes.
—Va a revelarse, va a revelarse ante ella.
Asbeel se unió al silencio del Arcángel, compartieron sus pensamientos. Ambos sabían que éste era el principio... pero, ¿el principio de... qué? “Sé el mensajero, he implora a nuestro Padre que la sombra de una posible batalla sea eso... sólo una sombra”.
Caído y Arcángel. Hermanos en el ayer, y aún hermanos en el presente. Miraron al cielo e imploraron.
α Ω α Ω α
Lucía miró a su alrededor tratando de encontrar una vía de escape. No la había. Los dos hombres estaban a pasos de ella. Se percató que su bolso aún seguía amarrado a su brazo, con disimulados movimientos metió su mano en él y apresó su perfume en spray.
—¡Vamos, cariño!... Hay alguien que te espera.
Permaneció inmóvil en el piso, y cuando uno de ellos intentó levantarla por el cuello, le roció el rostro. El hombre la soltó de forma instantánea.
Una pequeña distracción. Unos poco segundos, eso tenía de ventaja, la aprovechó. Esquivó al gran hombre, visualizó la salida, corrió hacia ella. Pero no fue rápida, no fue lo suficientemente rápida para ellos. Su cabello fue capturado en el aire, su cuerpo perdió el equilibrio. Cayó de rodillas, y fue arrastrada por el suelo. El hombre de la habitación se acercó a ella. Disfrutó de la expresión aterrorizada de su rostro, le sonrió.
—Nos dijeron que tuviésemos cuidado contigo, que podrías darnos problemas. No les creí, y menos después de ver tu hermoso e inocente rostro en el desfile —miró a su compañero—. Supongo que las apariencias engañan.
—¿Qué es lo que quieren de mí? —increíble. Una extraña sensación de seguridad nacida de la nada misma tomó dominio de ella, y le permitió hablar.
El hombre que la tenía sujeta del cabello habló.
—Nosotros nada... nosotros cumplimos órdenes. Lo demás vas a averiguarlo muy pronto. ¡Vamos!
Su cuerpo se adhirió al suelo como última forma de lucha.
—¡No! —gritó—. ¡No!
Una sombra opacó la luz del día. Una forma se dibujó en el cristal, y el cristal estalló. Un cuerpo lo atravesó. Un hombre. Lo reconoció al instante. Joven, cabello castaño, tez muy blanca. Era el hombre de la esquina, era la sombra de su paranoia.
—Ya escucharon a la señorita. No... es no.
El joven Guardián extrajo una llamativa daga del cinturón de su pantalón, y la exhibió ante ellos.
Los dos hombres Oscuros maldijeron. El enfrentamiento era inevitable, el hombre que la tenía sujeta, la liberó.
—Corre... ¡Ahora! —Los ojos claros del joven de tez pálida le indicaron la salida.
Y así lo hizo. Corrió. Corrió pisos abajo hasta perder por completo la respiración, y cuando llegó a la puerta principal, se detuvo.
¡Éste debe ser un mal sueño! ¡Una pesadilla sin fin!, se dijo para sus adentros.
Dos hombres más rompieron el cristal de la puerta, avanzaron hacia ella.
Su lugar cotidiano, seguro, se había convertido en un maldito laberinto.
Corre, se repitió. ¿Adónde?
Cometió el peor de los errores. Volvió sobre sus pasos.
Uno a uno los escalones se fueron sucediendo. En el camino fue golpeando puertas, nadie respondió. Se sintió en un universo paralelo, un universo donde sólo estaban los hombres de negro, ella, y el joven de ojos claros. Pensó en él como su solución.
Piso tercero. Piso cuarto. Regresaría a él, ésa era su única posibilidad.
Piso quinto. Piso sexto. Cerró los ojos por temor a lo que iba a encontrarse. Rogó, imploró por el hombre de tez blanca. Se chocó con un cuerpo y cuando abrió sus ojos, se quedó paralizada ante lo que vio. Era el hombre de la cicatriz en la cara. El hombre de “Antesala”, su más viejo captor. La tomó por los hombros, la sacudió para que volviese en sí.
—¿Qué parte de “corre” no entendiste?
Su actitud la desconcertó, pero la trajo de vuelta a la situación.
—Dos hombres —Se enredó en sus propias palabras por los nervios—. Salieron también de la nada... dos hombres, vienen subiendo.
Se distanció de ella por unos segundos para comprobar el movimiento pisos abajo.
—¿Hay alguna salida de emergencia? —preguntó.
—No... Creo que no —Sus nervios la dominaban.
—Piensa, piensa bien.
Buscó absurdas posibilidades y encontró una.
—No hay salida de emergencia, sólo queda la terraza.
Los edificios de la misma calle eran bajos al igual que el de ella. La terraza se comunicaba con la del edificio de al lado, y ésta, a su vez, con la terraza de una casa.
Un grito los distrajo a ambos, luego, una brillante luz proveniente del interior de su departamento los encegueció.
Ni bien se restableció su vista, el hombre de la cicatriz, desenfundó un arma y se puso en posición de defensa. Sabía muy bien a qué se enfrentaba.
—¡Vete ya!... y no se te ocurra volver atrás.
Los hombres Oscuros se hicieron presentes, y el primer disparo fue la campana de largada de Lucía.
Utilizando como medio de apoyo las paredes, subió, se alejó, llegó al décimo piso. La puerta estaba sin llave, siempre lo estaba en el transcurso del día. Quitó la pequeña traba, la abrió, y sintiéndose segura del otro lado, la cerró y accionó el seguro externo. Le quedaba una cosa, una posibilidad, atravesar la medianera y llegar al otro lado. Giró sobre su cuerpo, y su seguridad se desvaneció.
Uno... dos, tres... cinco hombres a su espera.
Consciente de su final, no pudo demorar más lo inevitable. Lloró. Se arrojó al piso, y lloró vencida.
¡Si esto es un sueño... despierta!, se ordenó. ¡Despierta de una maldita vez!
Un relámpago atravesó el cielo y cayó a metros de ella. Los cimientos del edificio mismo vibraron, al igual que lo hizo todo su interior. Una nube de polvareda le nubló la vista, aun así se forzó a mirar. Pudo distinguir una figura entre la nube gris, un cuerpo... y unas... ¿unas grandes alas oscuras?
Frotó sus ojos. Lo que veía no podía ser realidad. Se levantó, una nueva sensación de fortaleza la reconfortaba. La nube se disipó. Y no vio sólo un cuerpo... vio mucho más.
Su corazón se agitó, se retorció, latió más fuerte que nunca al encontrarse con aquellos profundos ojos oscuros.
¡Por dios santo... Lucius!
Capítulo 14
¡Por dios santo... era Lucius! Eso era Lucius.
Un hombre con alas que había caído desde el cielo. Eso era imposible. Éste era el peor de los sueños, o en su defecto, la pesadilla mejor elaborada en la historia de todas sus pesadillas.
“Aún estoy en casa de Tomás. Ese bendito tilo hizo un excelente efecto en mí. Aún estoy ahí”.
Pero sabía que se engañaba. Su cuerpo le demostraba segundo a segundo que estaba despierta, su cuerpo se sentía más vivo que nunca. Estaba en el momento límite de su vida, el momento donde su locura se mezclaba finalmente con la realidad y se convertían en una sola posibilidad. Y en esa posibilidad estaba él.
Él, magnánimo, esplendoroso, hermoso y perfecto. Él, eterno, puro fuego.
Cada pensamiento fugaz que la invadía, la arrinconaba más y más, contra la pared de sus emociones. La desesperación, la angustia, yacían olvidadas, escondidas, dando lugar a emociones desconcertantes. En medio del más completo caos, su corazón latía para él. Latía por él.
Su mar de fuego descontrolado se contuvo por Lucía. Su mirada, lejana y confusa, lo congeló en el tiempo. Inmóvil. Entregado a los instintos menos imaginados, se permitió escuchar sus pensamientos. No estaba ahí porque quería respuestas. No estaba ahí sólo porque quería protegerla. Estaba ahí porque necesitaba una excusa para atraerla a su lado. Estaba ahí porque su cuerpo la llamaba a gritos, y porque la deseaba con una fuerza arrolladora que se escapaba de su dominio.
El mundo se transformó en un mundo para dos. Sus corazones se comunicaron, cada latido hacía eco en el corazón del otro, entretejiendo entre ellos una especie de código secreto. El entorno se convirtió en una simple y única escenografía concebida para el encuentro, el encuentro de un alma fragmentada que finalmente hallaba la parte que le faltaba.
Los actores secundarios decidieron formar parte del guion, y se hicieron presentes en la escena. La atmosfera de sensaciones penetrantes fue quebrada por una voz profunda, aletargada, y bañada de oscuro sarcasmo.
—Si hubiese sabido que la reunión iba a ser tan formal, me hubiese presentado mejor vestido.
La voz pertenecía al hombre canoso de cabello largo, aquel hombre que Lucía había visto en el desfile.
La pregunta interior fue inevitable. ¿Cómo había llegado ahí? ¿Cómo habían llegado todos esos hombres hasta ahí? Luego miró a Lucius y a sus alas grises extrañas y descomunales. Cualquier tipo de pregunta y su consecuente respuesta era por demás absurda. Todo era un gran absurdo.
—No te preocupes Cerberus, no importa lo que traigas puesto —El protocolo quedó quebrado por la situación. No hablaba Lucius, hablaba su furia—. Al fin y al cabo, cuando tenga tu cabeza en mi mano, nada va a lucirse en ti.
Cerberus emitió una falsa risa, al tiempo que tres de sus compañeros oscuros se ubicaban a su lado, convirtiéndose en una pequeña barrera.
—Dicen por ahí... que ya no eres el mismo de antes.
—¿Y tú crees todo lo que dicen por ahí? —Le refutó con el fuego en sus palabras.
—Yo no... pero él, sí.
La barrera creada por sus cuerpos se abrió y dio paso a otro hombre. Vestía las mismas tonalidades de negro pero se diferenciaba de ellos por su actitud. Relajada, sonriente...
—¿Samael? —La sorpresa fue grande, y Lucius debió esforzarse para ocultarla.
—Hermano —La voz sonó relajada y fue interrumpida al instante.
—No me llames así... perdiste ese privilegio tiempo atrás.
Samael, a causa de su lujuriosa conducta, fue uno de los primeros desterrados del Reino de los Cielos por Dios Padre. La creación de la Tierra tenía más de un porqué, sus primeros hijos terrenales, concebidos a imagen y semejanza fue uno de esos motivos, pero los fundamentales eran otros. Ser el patio de castigo para los alborotadores del cielo, darles un lugar a aquéllos que no se hallaban cómodos junto a la luz celestial, y sobre todo, albergar a las fallas del cielo. A los errores del cielo…
Incontables milenios atrás, los arcángeles mayores, entre ellos LuzBel, descendieron a la Tierra, joven y desprotegida para la creación del tan anhelado “Edén”. El “Edén”, lugar donde las almas con escasa luz celestial vivirían en armonía con sus pares. El “Edén”, el segundo error del Padre de los cielos.
Los arcángeles no descendieron solos, junto a ellos, también lo hicieron un grupo de ángeles de menor jerarquía, cuya única función era ayudar a sus superiores. Pero los primeros hijos terrenales fueron creados y los débiles seres celestiales sucumbieron. Sucumbieron al placer de la carne, sucumbieron ante la idea real de libertad, una idea nunca antes imaginada, una libertad que lejos del Reino de los Cielos tenía sentido y justificación. Las órdenes y la confianza fueron quebradas, y el inicio de una eterna batalla se gestó. Todos los desobedientes y subversivos, que se sumaron al reclamo de esa libertad, fueron desterrados. A ellos le siguieron los desperfectos, los pequeños hijos oscuros sin salvación, pero antes de que la Tierra se viese sumida en la lujuria, en la degradación de la carne, Dios Padre encontró una solución. El rumor nació, creció y viajó a todos los extremos posibles del cielo y de la Tierra. El levantamiento de los ángeles había sido orquestado y manipulado por alguien, y ese alguien, sería conocido como el más grande de los traidores de la historia del cielo. LuzBel.
LuzBel, el más bello y poderoso de los arcángeles, se había rebelado en secreto contra su Padre, contra su hogar y había utilizado a sus hermanos débiles para propiciar esa rebelión. Con él, el destierro no fue suficiente. No, con él debía marcarse un precedente. El peor castigo de todos, la expulsión del cielo sin retorno. Despojado de la gracia de Dios y de sus alas, cayó a la Tierra y se convirtió en el Primer Caído.
Sin su gracia, la oscuridad lo consumió, se apoderó de él, lo fortaleció y se convirtió en su elemento de castigo. Uno a uno, los ángeles desterrados, que aún poseían parte de su gracia y sus alas, se convirtieron en el elemento de su expiación.
El ego y la vanidad del arcángel caído, bañaron la Tierra. “A mí imagen y a mí semejanza”
Los desterrados perdieron las alas bajo su espada, bajo sus manos, transformándose así en los siguientes ángeles caídos. La oscuridad se extendió, se contagió. Se elaboró una nueva jerarquía, se crearon nuevas reglas, y LuzBel se consagró como “El Príncipe de la Oscuridad”.
Se dio lugar al inicio de una “Era Oscura” y la tierra fue corrompida. Los antiguos seres celestiales desterrados, conscientes de aquella pequeña luz que aún albergaban, se unieron con los humanos para obtener descendencia. El único motivo de ello, futuros ejércitos en contra del cielo.
Las “fallas del cielo”, descubrieron su poder oculto interno y se convirtieron, después de LuzBel, en los seres oscuros más poderosos. Y junto a ellos, la oscuridad avanzó dejando detrás un claro mensaje.
Corrupción y destrucción total. Nada más que eso. El equilibrio era la única herramienta de salvación para la Tierra. La única salvación antes de que la furia de Dios Padre, decidiera ponerle un fin. LuzBel, Lucius, el Príncipe Oscuro, amado, odiado, temido, blandió su espada, capturó en su interior a cada alma oscura, y les dio libertad en la más fría y profunda de las oscuridades. Prisión eterna bajo sus dominios.
Los que no lucharon, los que no lo enfrentaron, se entregaron a él y le rindieron vasallaje.
La “Era Oscura” llegó a su fin y con ella se instaló una falsa ilusión de armonía. Con el tiempo, otro rumor nació y creció. El Príncipe Oscuro había hecho un pacto con el cielo mismo, y en ese pacto el beneficiado había sido sólo él.
El intento de levantamiento, organizado por los caídos de mayor jerarquía, entre ellos Osahar y Samael, no tuvo efecto alguno. El equilibrio ya existía. El equilibrio funcionaba.
La ilusión de falsa armonía venció a toda posible revuelta. La mayoría de los seres oscuros libres se reorganizaron, creando así, un nuevo estilo de vida y supervivencia junto a los seres terrenales. Los caídos sin ansías de rebelión, se mezclaron, formaron una familia al lado de los otros hijos de Dios, y le enseñaron el camino de la luz a su descendencia.
Milenios y milenios después, con la liberación de los oscuros más poderosos y con la presencia de Samael, sólo quedaba un pensamiento posible. La ilusión de falsa armonía había llegado a su fin.
—Tiempo atrás —Samael repitió las palabras con aires de nostalgia—. ¿Y cuándo fue eso con exactitud? ¿Antes o después de que nos traicionaras con nuestro “Querido Padre”?
—La “traición” envuelve tus palabras Samael, no las mías.
Samael estalló en una irónica carcajada. Los oscuros que estaban a pasos de él, se le sumaron.
—Decidiste tu destino al quebrar una y otra vez las reglas —continúo Lucius.
—Reglas arriba —Samael señalo el cielo—. Reglas abajo —dijo haciendo referencia a los dominios de Lucius—. ¿Y reglas aquí también? —giró sobre sí mismo, marcando con su mirada los alrededores terrenales—. No lo veo correcto.
—Lo que tú consideres correcto o no, me importa poco. Hay dos tipos de reglas aquí... unas, no me corresponde recordártelas, las otras me pertenecen... y voy a hacértelas cumplir.
Lucía observaba el duelo de palabras. La situación frente a ella, el gran absurdo que se estaba llevando a cabo a su alrededor, comenzaba a dejar de serlo. El más extraño de los “Deja Vú”. Quería correr, escapar, pero a la misma vez se sentía atraída a Lucius y a lo que sucedía. Gracias al hermoso hombre de ojos oscuros y piel tostada, había dejado de ser la protagonista de la historia para convertirse en una espectadora. Se mantuvo firme junto a la puerta que la había llevado ahí, sabía que huir ya no era una opción. Su única opción era él.
—¿Crees que tus palabras me amedrentan? —Samael lo desafío—. Ahora frente a ti, me doy cuenta que todo los rumores que te involucran alojan en ellos una verdad. Ya no eres quien eras, y tu simple presencia aquí, junto a tu... ”princesa” —La palabra atravesó su boca con aires de desprecio—, me lo confirma.
La sola referencia de Lucía activó el volcán interno del Príncipe Oscuro.
—Déjala fuera de esto...
Sus propias palabras agitaron aún más su interior.
—Imposible. ”Esto” la involucra de forma directa... y ya que la mencionamos— Se acercó a sus compañeros de negro—. Muchachos, a por ella.
Tres de los oscuros rompieron filas y se encaminaron hacia Lucía. Cerberus se mantuvo firme junto a Samael.
—Para llegar a ella, van a tener que pasar por mí primero.
Eran conscientes de que les era imposible cargar con el triunfo de la muerte del Primer Oscuro. Su presencia era por demás imprevista, aun así debían seguir sus órdenes, aunque en ellas dejaran su vida.
—Estaba esperando con ansías eso —Cerberus regresó a la conversación—. Con gusto lo haremos.
El enfrentamiento era inminente. Lucius avanzó provocando que la ubicación original de Lucía fuese desplazada detrás de él.
—Voy por tu cabeza, Cerberus —Y ése fue su grito de guerra,
Arrancó de su cuerpo los restos de camisa desgarrada por la liberación de sus alas, y su musculoso y bronceado torso quedó al descubierto.
Lucía se congeló en el momento. No por el escultural cuerpo de Lucius, sino por lo que vio en él. Sus brazos, ambos brazos estaban tatuados. Reconoció esos tatuajes. Eran los tatuajes del hombre de sus sueños. Eran los brazos tatuados que atravesaban el fuego para llegar a ella.
El rostro de Lucius, que se había hecho presente anoche en su sueño, no había sido una jugarreta de su consciente, no, había sido todo lo contrario. Por primera vez, después de mucho tiempo, su inconsciente bajaba sus barreras y se presentaba ante ella.
Su corazón volvió a golpear con desesperación en su interior. ¿Quién era Lucius? ¿Qué era?, y lo más importante de todo: ¿por qué había aparecido en sus sueños, por qué había aparecido en su vida? De pronto, todo posible pensamiento se detuvo ante el nuevo suceso que se desarrollaba frente a ella. Los tatuajes cobraban vida, de la misma forma que lo había soñado... ¡Cobraban vida!
La daga, el tatuaje en la cara interna de su brazo derecho, se desprendió de su cuerpo como una imagen en 3d y creció, creció hasta convertirse en una gran espada de acero cuya empuñadura calzó a la perfección en su mano. El otro tatuaje, el que recorría todo su antebrazo derecho, aquel que Lucía concibió como una peligrosa serpiente, danzó en su brazo hasta desprenderse también y convertirse en un látigo largo y poderoso.
El látigo fue agitado y golpeó el suelo con fiereza, haciéndolo estremecerse. Una sensación imprevisible de temor apartó la reciente fortaleza que desbordaba a Lucía. Necesitaba un refugio, un refugio lejos de esas imágenes. Volvió sobre sus pasos, destrabó la puerta y se resguardó del otro lado.
La ausencia de Lucía propicio el primer ataque en el Príncipe.
El látigo volvió a serpentear, pero esta segunda no surcó tan sólo el aire, se enroscó en el cuello de unos de los oscuros que avanzaban. Con la fuerza de diez hombres, Lucius, tiró y lo elevó en el aire, simplemente para soltarlo y verlo caer a sus pies. Caminó sobre él y se dirigió a los dos restantes, mientras su látigo se enroscaba en su brazo.
El más fortachón de los oscuros, decidió optar por la acometida. Utilizando su gran masa corporal, tomó carrera y decidió chocar contra el cuerpo de Lucius. El Príncipe Oscuro blandió su espada al aire, al tiempo que giraba sobre su propio cuerpo, hundiendo su acero en la espalda del atacante que lo embestía, el oscuro colapsó y decoró el piso con su sangre. Conservando el empuje de su giro anterior, dobló las rodillas, se deslizó sobre el suelo, y recibió al último de los oscuros atravesándolo con la totalidad de su espada. Levantó la cabeza del inanimado hombre, extrajo su hoja y limpió su sangre sobre su ropa oscura.
Ante la mirada atenta de Cerberus, volvió a liberar su látigo, y capturó por segunda vez al oscuro que yacía con vida del otro lado. Cuando llegó a su poder, enredó su dedos en su espesa cabellera y sosteniéndolo con desidia, hizo un movimiento rápido con su espada y cortó su cabeza.
—La tuya sigue, Cerberus...
Y eso fue una invitación.
Cerberus era fuerte, fuerte para cualquier simple rival, pero no para éste. Enfrentarse a su acero… era un suicido. Dio un paso hacia atrás y su cuerpo se encontró con el de Samael.
El caído murmuro éstas palabras al oído de su compañero oscuro, y a modo de motivación, abrió su oscura y larga gabardina, y evidenció otra arma. Era la espada que Samael había utilizado tiempo atrás, bajo el estandarte del ejército de los cielos. Sólo los aceros forjados en el cielo podían dañar mortalmente a los seres de luz y a los inmortales del Reino celestial.
Cerberus vio su posibilidad. Nunca antes había tenido en su poder una espada celestial. La brecha que marcaba la diferencia entre él y el Príncipe Oscuro, ahora se achicaba. Tomó la espada y sonrió.
—He estado esperando este momento más tiempo del que te puedas imaginar —Su sonrisa y sus palabras fueron en una sola dirección. Lucius.
—Me gustaría poder decirte, que yo también, pero sería una mentira, darte esa importancia no tiene sentido.
La ansiedad guío al oscuro. Cerberus se aferró a la espada y la sostuvo con las dos manos. La movió para un lado, luego para el otro. Se sentía poderoso. Lucius le permitió el juego por unos instantes, clavó la punta de su hoja en el suelo y lo contempló.
—No deberías darle el arma de un hombre a un niño —El Príncipe Oscuro se cansó del infantil escenario—. Es una pérdida de tiempo.
Casi con un movimiento imperceptible, empuño su espada y la lanzó al aire de forma horizontal. Samael descifró el movimiento y se agachó en el momento justo. Segundos después, la cabeza de Cerberus rodó por el piso.
—Tú y yo Samael... solo tú y yo. Habla. Ahora.
Samael se acercó al cuerpo decapitado y recuperó el arma.
—¿Hablar?... No puedo y sobre todo no quiero.
—No necesito tu consentimiento...
—Es verdad.
Limpio la sangre de Cerberus en su ropa, y se forzó a buscar una postura de combate que no podía hallar. El fastidio se hizo presente en él.
—Realmente no tenía ganas de esto —refunfuñó.
—Habla y le ponemos fin.
—¿A cambio de qué?
—Tu vida.
Samael emitió su última falsa risa.
—Una vida no es vida sin libertad...
—¿Por eso estas del lado equivocado? ¿Por la libertad?
—¡Libertad y dominio!... y créeme, esta vez estoy del lado correcto.
La ida y venida entre palabras le propiciaba información y Lucius siguió en ese camino.
—Sigues siendo el mismo ingenuo de siempre, Samael: la libertad... es una fantasiosa idea para nosotros. Inmortalidad y libertad no conjugan.
—Eso es lo que nos han enseñado... ¡Y es una completa mentira! ¡Eso es lo que nuestro Padre quería que nosotros pensáramos, porque necesitaba el control! Sin nosotros... él no es nada. Sin él... nosotros somos... ¡TODO! —Una sensación de melancolía inundó al caído—. Sabes... casi lo conseguimos, casi lo hicimos, pero luego tú... ¡Tú! —utilizó su espada como acusador—. Trajiste nuevas reglas, y convertiste esto en una maldita extensión de ellos —señalo con la punta de su acero el cielo—. Estamos frente a una nueva era, Luzbel, una era donde sus reglas y las tuyas no tienen sentido. Una nueva era... sin reglas.
La convicción en Samael alarmó a Lucius. Debía averiguar de una vez por todas las razones que fomentaban esa certeza en él.
—Sean los que sean, no son suficientes. Su ejército es superior a cualquier otro —Lucius volvió a indagar utilizando sus palabras como estrategia de captura de información.
—Pero lo seremos... esta vez lo seremos.
Lucía se sentía en la más completa oscuridad. Quería regresar junto a Lucius, pero la supuesta idea mental sobre lo que podría encontrarse detrás de esa puerta, aumentaba a pasos agigantados su temor. Y ese temor anuló lo vivido minutos atrás. Cometiendo el peor de los errores, descendió por la escalera en dirección a su departamento olvidado.
A mitad de camino, la vieja realidad la encontró. Dos de los hombres de negro, que la habían seguido con antelación y ahora se encontraban a la espera de nuevas órdenes, la descubrieron. La reacción fue instantánea, ir tras ella.
Un laberinto eterno... ¡Un maldito laberinto eterno! Su única salida. Lucius.
El cansancio extenuante de la situación, los nervios, los temores inciertos, todos se unieron y la hicieron colapsar. Una mala pisada, una caída, y escalones después se encontraba a los pies de los hombres equivocados.
La tomaron de sus brazos, uno de cada lado, y la levantaron a la fuerza. La arrastraron, dejaron que sus rodillas golpearan uno a uno los escalones, y la guiaron en un nuevo ascenso hacia el lugar del cual había huido.
Su cuerpo era prisionero, pero su mente aún luchaba por la libertad. Dentro, las emociones y sensaciones se enfrentaban, se mezclaban y se suplantaban unas a otras. Pero todos ellas jugaron a favor, construyeron las paredes de una fortaleza que empezaba a nacer en lo más profundo de su fuego interno oculto. La llama había sido finalmente encendida, y nunca más se apagaría.
Sus rodillas dejaron de chocar con los escalones y se irguieron firmes para detener su paso obligado. El peso de su cuerpo opuso resistencia, mientras que en su interior el fuego crecía.
Los hombres tiraron de sus brazos y se enfrentaron su extraña resistencia.
—¡No es tiempo de juegos, preciosa!
Volvieron a jalar su cuerpo, pero éste parecía estacado al piso. El fuego llegó se manifestó hacia su exterior. El calor la recorría. Una fiebre desbordante comenzó a consumirla.
—No... Esto no es un juego —ardía y el fuego le dolía. Le dolía en los huesos, le dolía en la piel—. Esto no es un juego —Le dolía en sus palabras—. ¡Y yo no soy un juguete!
Y el fuego dejó de doler. El fuego, fue poder. El fuego, fue libertad.
—¡Ya no más! —Se resistió, y una fuerza desconocida brotó de ella—. ¡Ya no más!
Gritó y el fuego brotó por cada poro de su piel como un aura invisible. Invisible pero ardiente.
Los hombres intentaron soltarla, pero esta vez, ella se aferró a ellos. Los roles se cambiaron, y fueron sus prisioneros. Su fuego se trasladó al cuerpo de ellos, los capturó, los consumió. Los sintió débiles, y la satisfacción que esa sensación le causó, hizo crecer la llama originadora de ese fuego. Ardió, ardió sin límites.
Los hombres de negro cayeron a sus pies en un aparente estado de sofocación. Gritos secos atravesaban sus gargantas. Los soltó y se arrastraron frente a ella. Sus bocas jadearon por última vez, y en ese jadeo eliminaron la que parecía ser un humo oscuro. Una pequeña nube oscura se formó ante sus ojos, una nube formada por la última exhalación de los hombres. Flotó, vagó por el aire hasta que regresó con la fuerza de un relámpago a ella, atravesó su boca, y se permitió el ingreso en su interior.
El sorpresivo impacto le hizo perder el equilibrio y una extrema debilidad suplantó al fuego anterior. Utilizó la pared como sostén mientras avanzaba escalones arriba.
La sensación de sofoco que había causado la descompensación de los dos hombres, parecía atacarla a ella ahora. Su cuerpo seguía ardiendo por fuera, pero por dentro parecía estar helándose. Convulsionó. Trastabilló. Se levantó y avanzó, luchando en cada escalón con la sensación de muerte inminente. Llegó al lugar de su partida, abrió la puerta y, con la última gota de fuerza que le quedaba, empujó, cayendo rendida en el umbral de la terraza.
Su cuerpo volvió a convulsionar, y ante la mirada desconcertada de Lucius y la mirada fascinada de Samael, la nube oscura se liberó de su cuerpo y se reveló ante ellos. Recorrió el aire con una clara dirección, el Príncipe Oscuro, y cuando llegó a su destino fue absorbida por él.
—¡Y a eso le llamo yo... entrada magistral! —Samael disfrutó cada segundo—. Tu princesa se ha lucido.
El desconcierto en el rostro de Lucius se extendió a todo su cuerpo y lo paralizó. Samael descifró su reacción, se otorgó el privilegio de la burla.
—¿No sabes quién es, ¿verdad? —La expresión de Lucius le dio la respuesta—. No, no lo sabes.
—¿Quién es?
El caído se arriesgó a hablar.
—Nuestra mejor arma... eso es.
Enfundó su espada en el interior de su gabardina. Le sonrío y, realizando una burlesca reverencia, se despidió.
—Me marcho con las manos vacías pero me llevó conmigo la mejor de las sorpresas. Adiós Lucius, nos vemos en la próxima batalla.
Saltó a la terraza contigua y extendió su despedida.
—Ah, me olvidaba... disfruta de tu princesa. Pronto volveremos por ella.
El aire fresco del exterior penetró en los pulmones de Lucía y la trajo de vuelta en sí. Abrió los ojos y lo único que pudo distinguir fue la figura del cuerpo de Lucius, yendo hacia ella. Con delicadeza la ayudó a reincorporarse, y al tomarla entre sus brazos vio que la espada y el látigo habían vuelto a ser simples y extravagantes tatuajes. Quiso hablar, pero él la interrumpió.
—No hables... descansa.
La cargó en sus brazos y ella se abrazó a su cuerpo.
—¿Dónde me llevas? —Las palabras fueron agujas que le atravesaron el cuerpo.
—Al único lugar donde vas a estar a salvo... lejos de aquí y a mi lado.
Después de tanta violencia, se permitió unos instantes para contemplarla, apartó el cabello despeinado de su rostro y lo acarició con dulzura.
“Lejos de aquí y a su lado”. “A su lado”.
Lo sentía. Ahora lo sabía. Ella pertenecía a su lado. Pobre de aquél que intentara arrebatársela.
Apoyó sus labios cerca de su oído y murmuro con suavidad.
—Abrázate fuerte a mí y no te sueltes.
¿Soltarse?... Jamás.
Bastó el perfume de su piel, el calor de su cuerpo, y la dulzura de sus palabras. Bastó sólo eso para la confirmación de ese “jamás”. Por él atravesaría ese fuego... atravesaría el fuego de sus sueños y muchos más.
α Ω α Ω α
Le dolía el cuerpo, cada parte de su cuerpo, y ese dolor fue el que la obligó a abrir sus ojos. ¿Dónde estaba?
Miró a su alrededor y no reconoció nada en absoluto. Estaba en una cama, eso era seguro. Estaba en una habitación, en una gran habitación, también eso era seguro. Pero la decoración del ambiente la desconcertada. La amplia cama con dosel, las pesadas y largas cortinas que cubrían las ventanas. Los muebles, el elegante empapelado ocre de las paredes... todo parecía sacado de un catálogo de la época victoriana.
¿Dónde estaba?... No, esa no era la pregunta. La pregunta era... ¿Qué estaba haciendo? Y su respuesta era simple. Soñando, estaba soñando.
Se levantó de la cama con lentitud y recorrió el lugar. Espió a través de las cortinas. Noche, oscuridad, la profunda espesura de un bosque oscuro y lejano.
Sintió frío, el ambiente era totalmente frío. Se abrazó a sí misma y decidió salir en busca de calor, en busca del desenlace final de su sueño.
Atravesó un lujoso pasillo rodeado por habitaciones, a las cuales se obligó a no entrar. No quería sorpresas. De todos sus últimos sueños, éste era por demás agradable. Llegó hasta el inicio de la esplendorosa gran escalera descendiente y bajó con lentitud.
Observó cada detalle que aparecía frente a sus ojos. Una gran mansión. Una fría, blanca, lujosa y gran mansión.
El final de la escalera la enfrentó a una decisión. La puerta de salida frente a ella o un llamativo pasillo que nacía detrás. Había otras opciones, dos magníficos ambientes se abrían paso en los laterales, pero ninguno de ellos llamaba su atención.
La lógica de los sueños es así. Se convenció que seguía estando en un sueño. La puerta de salida la llevaría a la oscuridad de la noche. Conocía la oscuridad. El pasillo podría llevarla... podría llevarla a lo opuesto. O algo peor. No le importó. Su corazón latió y la guió hacia él.
El pasillo la llevó ante una extraña pared. Una pared que desencajaba con el resto del lugar. Grande, rústica, trabajada en piedra, o algo parecido. Una sensación de calor se desprendía de ella. El frío de su cuerpo la incentivó a tocarla, a acariciarla. Absurdamente pensó que era una fuente de calefacción. Apoyó su mano sobre ella y la piedra vibró, se fragmentó en dos y se abrió.
No era una pared. Era una puerta. Y detrás de ella había una habitación por demás llamativa.
Lo común en sus sueños comenzaba a hacerse presente. La habitación era cálida, oscura y sólo se encontraba iluminada por el fuego del hogar que se encontraba del lado opuesto. En el centro de la habitación había un majestuoso escritorio tallado en la más hermosa de las maderas, un sillón señorial que lo coronaba y dos sillas igual de finas, que lo acompañaban en su complemento.
Fue hasta el hogar. Necesitaba calor. Ansiaba el calor. Se resguardo a pasos de él. Sobre lo alto del mismo vio una extensión similar a la de la puerta de entrada. Una extensión de piedra. ¿Otra pared? La diferencia era que en esta había extrañas inscripciones. Las inscripciones se confundieron ante sus ojos, se reacomodaron. Parecían ser piezas de un rompecabezas que se reordenaba a sí mismo. Lo que un principio fue inentendible para ella, cobró un significado real. Las extrañas inscripciones se convirtieron en palabras, palabras que ella entendía.
Murmuró las palabras sin siquiera darse cuenta.
“Para que exista la luz, primero debe existir la oscuridad”
La llama del hogar creció y una absurda tentación la tomó prisionera. Podía atravesar el fuego, no la dañaría. Estaba segura. Podía atravesar fuego. La puerta parecía ser una puerta similar a la anterior y para averiguarlo debía atravesar el fuego.
Extendió con lentitud su mano, y la apoyó sobre la tibia piedra. El fuego no la tocó, no la quemó. Otra vez la vibración.
Una voz familiar la distrajo de su pequeña ceremonia.
—¿Qué haces aquí?
Giró sobre si exaltada: Lucius, estaba observándola boquiabierto desde el otro extremo del salón.
Su acción anterior tuvo el mismo efecto. La rústica pared se fragmentó y se abrió ante ella. Las llamas crecieron de forma instantánea hasta convertirse en una cortina de fuego, y un viento frío, proveniente del reciente lugar golpeó su rostro... trayendo consigo mucho más que un escalofrío. Trayendo voces... viejas y ensoñadoras palabras.
“Nosotros... aquí... hogar”. “Tú... aquí… hogar”
—¿Cómo has hecho eso?
Sólo esas palabras salieron de Lucius.
—¿Cómo he hecho qué...
Fuego y frío. Frío y fuego. Su nueva realidad la sacudió por dentro y se desmayó a los pies del Príncipe Oscuro.
Capítulo 15
Mantuvo sus ojos cerrados aunque estaba despierta. Su cuerpo tenía buena memoria, reconocía el lecho sobre el cual estaba recostada. No había sido un sueño, sabía muy bien donde estaba, pero no abriría sus ojos. No, no lo haría. Se quedaría así, como una vulgar imitación de la Bella Durmiente, suspendida en el tiempo.
Elegía eso. Elegía el mundo de los sueños. Aquel mundo, que la había trastornado con millones de inexplicables imágenes, era preferible a éste. Del mundo de los sueños tarde o temprano se vuelve, se despierta. De éste, del maldito mundo real, no.
El límite que separaba los sueños de la realidad se había roto en su vida. Sueños oscuros, hombres de pesadilla, fuego... alas. ¿Si la realidad parecía sueño, tal vez el sueño, ahora fuese una tranquila realidad?
Era simple, mantendría los ojos cerrados. En algún momento, el sueño regresaría a ella, la llevaría a la oscuridad. Ahí se perdería, ahí se quedaría...
Pensó en su madre, su imagen irrumpió en su mente. Ella había encontrado el camino de la salvación tiempo atrás. Su estado de inconsciencia era su refugio. ¿Qué realidad de pesadilla te ha perseguido madre? Todo este tiempo, todos estos años... ¿De qué escapabas? ¿De lo mismo que yo debo escapar ahora?
Era simple, mantendría los ojos cerrados. Suspendida en el tiempo, como una vulgar imitación de la Bella Durmiente.
No pudo, su interior se quebró. Una lágrima se escapó de sus ojos, recorrió su mejilla, y ésa, ésa fue la señal de acción para las dos voces susurrantes que la acompañaban.
—Creo que deberíamos despertarla.
Le fue sencillo adjudicarle un rostro a la voz. La palabra “polilla” venía implícita en la oración.
—Y yo creo que debería descansar.
Su cuerpo reconoció la melodía en esas palabras, reconoció esa voz, y su corazón, escapándose de su propio control, le respondió. Latió fuerte. Golpeó con la esperanza de ser escuchado, latió tan fuerte que Lucía abrió los ojos para obligarle a callar.
La luz artificial de la habitación se reflejó en los cabellos dorados de Asbeel, utilizó su mano para cubrirse de ella, requería de un tiempo suficiente para adaptarse a la situación.
—Buen día, polilla.
El peso del cuerpo de Asbeel puso presión sobre la cama al sentarse a su lado.
—Aunque en realidad debería decirte “Buenas noches”... aún no ha amanecido.
El corazón de Lucía seguía latiendo desbocado. Buscó palabras para disimularlo.
—¿Y si aún no ha amanecido, porque estoy despierta? —Fueron palabras estúpidas, fueron las que le salieron.
—Primero, porque te desmayaste hace un rato y tu inconsciencia me estaba preocupando. Segundo, porque aparte de eso, ya llevas más de un día durmiendo.
No fue necesario más disimulo.
—¡¿Qué?! —Su corazón seguía latiendo desbocado pero a éste, ahora, se le adjudicaba otro motivo: furiosa incomprensión—. ¿Cómo es posible? —habló para ella misma—. No puede ser que estas cosas se sigan repitiendo.
Se levantó al ritmo de su nueva sensación, y se enfrentó a la esplendorosa imagen de Lucius, que se encontraba oculta detrás del cuerpo de Asbeel.
El hermoso hombre de profundos ojos negros y piel tostada. El hombre de sus sueños. Su hombre...
“¿Su hombre?”. Por Dios, mujer... ¿En qué estás pensando?
Su pensamiento, la reprimenda a sí mismo, hicieron que el equilibrio físico la abandonara, por unos instantes danzó en su propio eje. Asbeel la atajó en sus brazos antes de que su movimiento se ampliara hasta llegar al piso. La sentó a la fuerza en la cama.
—Ey... polilla. ¡Deja que tu cuerpo se despierte!
—No tengo tiempo, tengo muchas cosas de las cuales encargarme.
—No, no tienes nada de que encargarte, nosotros ya lo hemos hecho por ti.
Asbeel parecía ser el vocero oficial de la situación, Lucius se obligaba a mantenerse al margen. No quería apabullarla, lo que seguiría de ese momento en adelante era demasiado para un simple ser terrenal.
Ser terrenal. Tal vez ya era tiempo de dejar de concebirla de esa manera, pensó el introspectivo Príncipe Oscuro.
—¿Qué... qué han hecho por mí? —Lucía estaba cansada, confundida, a la defensiva. Se notaba en sus palabras, en la dureza postural de su cuerpo. El tono de su voz fue en ascenso —tengo una vida... ¿saben?... Una vida que va más allá de ustedes, de esta gran casa sacada de la Inglaterra Victoriana, y sobre todo... tengo una vida lejos —cuando estuvo al límite del grito, se detuvo. Respiro profundo para finalizar con falsa calma—. Lejos de esta locura.
Aprovechando su despliegue de desahogos, intentó levantarse y retomar su acción anterior. Asbeel volvió a impedírselo.
—¿Locura... esto? —Asbeel abandonó su común amabilidad dejando que la seriedad se imprimiera en su rostro—. Estas muy equivocada, mi dulce Lucía... locura es lo que vas a encontrar cuando atravieses la puerta de esta casa. Entiéndelo de una vez por todas, estamos aquí para ayudarte... y en cierta forma, también tú, estas aquí para ayudarnos a nosotros.
¿Adónde iba a ir? La última vez que había puesto el pie en su lugar seguro, no había resultado para nada bien. Y además de eso... ¿A quién engañaba? Todavía recordaba el tibio calor del pecho de Lucius, todavía recordaba el perfume de su piel cuando estuvo abrazada a él. Repetiría ese momento mil veces. Aceptaría los golpes, la desesperación... todo, sólo para estar mil veces más abrazada a él.
Una vulgar Bella Durmiente, suspendida en el tiempo... pero en sus brazos. Eso quería. Su corazón volvió a latir con la fuerza de diez caballos desbocados. Latió, vibró, recorrió cada espacio de la habitación, hasta encontrarse con su respuesta. Un corazón que reclamaba la compañía de esos latidos.
Lucía se cubrió el rostro con las manos. Fue una excusa para contener su mirada que estaba empecinada en encontrarse con otra, una mirada de profundos ojos negros.
—Lucía —Lucius habló, forzando su rudeza a hacerse presente—. Creo que ha llegado el momento de que te hablemos con la verdad. Dinos... ¿Qué es lo último que recuerdas?
Sus palabras fueron peor que su mirar. Sus palabras fueron el detonante de un corazón que no pudo contenerse y estalló, habló desde su más puro interior.
—A ti... te recuerdo a ti. Y eso es lo único que quiero recordar.
Cada respiración, cada latido se detuvo, desapareció. Quedó el silencio y una confesión inesperada. Sólo eso.
Lucía liberó a su rostro, se permitió perderse en el hombre de sus sueños. Fue fácil encontrar el fuego de sus ojos. Fue fácil, porque el fuego de sus ojos la buscaba a ella.
El mundo volvió a transformarse en un mundo para dos. Él y ella. Nadie más, nada más. Y la certeza de esa sensación, el reconocimiento de esa simple, pura y extraña verdad los atormentó, los condenó a los dos.
Agobiada por su reciente confesión, retrocedió en sus pensamientos tratando de buscar una salida que justificara su confidencia.
—Eres lo único que quiero recordar —enriqueció su inventado argumento—. Prefiero apartar de la imagen de mi mente a los hombres irrumpiendo en mi departamento... en mi edificio, en todos lados. Prefiero olvidar los golpes, las sacudidas, los... más golpes. Te prefiero a ti... a ti y a tus...
Lo observó de los pies a la cabeza. La personificación de la elegancia misma. Tonos grises oscuros del cuello hasta la punta de los zapatos. Portada de revista... cuerpo de foto de calendario. Un deleite para la mirada, pero nada, nada de grandes alas.
Uno, dos segundos sumergida en los recuerdos que intentaban ser dejados de lado. Encontró el momento. El momento en que sus ojos se deslumbraron ante lo irreal.
Esas alas eran reales, la sensación de haber recorrido el cielo abrazada a su cuerpo, también lo era. Como una autómata idiota y sin control, abandonó su obligado estado de reposo para ir hasta él. Rodeó su cuerpo, lo escudriñó con su mirada, acarició su espalda en busca de una pequeña manifestación de evidencia de lo que había visto. Nada encontró.
Los dos hombres comprendieron su comportamiento, pero sólo uno de ellos disfrutó de la situación.
—¿Qué buscas? —Asbeel apretó sus labios para ocultar con ello su burlona sonrisa.
—Creo que saben muy bien qué busco —El fastidio se hizo presente en Lucía. Estaba cansada de situaciones inentendibles en su vida. El tono de su voz reinició el camino de subida—. O tal vez... tal vez, deberíamos atravesar las puertas de esta casa en busca de “locura”... ¡esa “locura”!... ¡Esa “locura” en la cual tú tienes unas grandes alas grises!
Su cuerpo le siguió la corriente a sus palabras, se encaminó hacia la puerta de la habitación. Lucius la retuvo con un fuerte apretón en el brazo.
—Lucía... repito mis palabras, y esta vez escúchalas —rudo, frío, distante. Así habló el Príncipe—. Ha llegado el momento de que te hablemos con la verdad, para ello, sólo tienes que sentarte y oírla.
La guío hasta la cama, la sentó a la fuerza en ella.
—Asbeel, déjanos a solas por favor. —La orden llegó antes a Lucía que al propio hombre de cabellos dorados.
—¡No!—Y eso fue casi un grito de súplica. Con la intención de dejar en claro su reclamo, tomó del brazo a Asbeel evitando así su partida.
—Prefiero que se quede —.bajó los niveles de su voz para no atribuir en ella preferencias que no existían.
En realidad, Asbeel, era una excusa. Lo necesitaba ahí para focalizarse en él. Temía por su cordura si se quedaba a solas con Lucius.
Su cuerpo se había encendido ante la simple presión de su mano contra su cuerpo, la cercanía la había alterado, el bromista y relajado hombre de cabellos dorados tendía a ser una buena distracción.
Lucius despertaba su cuerpo en todos los sentidos. Necesitaba un interruptor que lo apagara, que lo volviese a dormir, Asbeel era el interruptor perfecto.
—Si así lo prefieres —La disconformidad de Lucius fue evidente.
—Así lo prefiero —Lucía enfrentó esa disconformidad y clavó su mirada en él.
—Así será entonces —Disconformidad y rudeza. Él la atravesó con su mirada como respuesta al choque de sus ojos.
Chispas. El inicio del fuego. El inicio del juego.
—Bueno... me alegro —Lo supo. Lucía lo supo al instante. Había elegido las palabras equivocadas.
—¿Te alegras? ¿De qué te alegras? —disconformidad, rudeza y distancia. Distancia verbal.
No lo pensó. Continuó lo que empezó.
—Que se tenga en consideración lo que deseo.
—¿Y qué deseas?
¿Qué deseaba? ¿Qué deseaba? Se ruborizó ante el simple hecho de pensarlo.
Dos niños. Eso parecía. Dos niños. Provocándose. Encontrándose.
Las chispas crecieron. En él. En ella.
Llamarada. El calor recorrió toda la habitación buscando tregua en sus paredes, buscando un límite donde mejor fuera.
Asbeel ingresó al juego cumpliendo su función. Interruptor.
—De seguro lo que estamos a punto de darle... La verdad. ¿Eso deseas, no?
Se levantó interponiéndose entre ambos propiciando con esto el corte de sus miradas. Puro fuego. Puro fuego contenido.
—Sí —La respuesta de Lucía fue un susurro en proceso de extinción.
—Vamos por ella entonces —Asbeel regresó a lo importante—. Lo recuerdas a él, y a sus...
Lo absurdo ya no tenía lugar, no se contuvo más.
—Alas —respiró profundo y exhaló liberándose. Manteniendo su cuerpo reaccionario a raya, miró a Lucius—. Caíste del cielo con tus grandes alas grises.
Asbeel había retrocedido lo suficiente como para estar a la par de Lucius, y ahora, los dos hombres estaban frente a ella sin el menor rastro de sorpresa en sus rostros.
—¿Quiénes eran esos hombres?¿Qué querían de mí? —Su circunstancia real alejó de momento toda posible sensación invasiva. Ordenó a su cuerpo a controlarse en busca de respuestas—. ¿Quién eres... o qué eres tú?
Se rindió a sí misma. Se sintió pequeña en la inmensidad del lugar, se sintió frágil ante ellos. Lucius ocupó su lugar y retomó la palabra dejando fuera su rudeza.
—¿Qué religión profesas?
Lucía se mofó de su pregunta. Religión. Fe. Todo eso había desaparecido de su vida tiempo atrás. La enfermedad de su madre, su propia enfermedad, habían enterrado muy profundo esas dos posibilidades.
—¿Te parece que una persona como yo profesa alguna religión?
—Lucía, por favor, no me contestes con otra pregunta.
La dulzura regresó a la voz del Príncipe Oscuro, y junto a ella también lo hizo la extraña familiaridad con la cual se relacionaban. Esa familiaridad reconfortó a Lucía.
—Lo siento —disculparse fue su primera intención. La segunda, no dilatar más la situación—. Católica. Tiempo atrás el catolicismo reinó en nuestro hogar. Después desapareció y reinó nuestra loca realidad.
—¿Qué es lo que recuerdas de ella?
—¿A qué te refieres con eso?
—Conceptos de la religión... ¿Qué recuerdas de esos conceptos?
No dilatar más la situación. Lucía se molestó. No necesitaba clases de teología cuando la única lógica posibilidad se había materializado frente a sus ojos. Hombre y alas. Cuánta explicación necesitaba eso.
—Dios Padre todopoderoso... cielo, infierno... no importa. Hay dos posibilidades aquí, o eres un hombre con alas de pájaro o eres un —pensarlo era más fácil que decirlo, que manifestarlo—. O eres un... an... ángel.
Sin lugar a dudas, era más fácil pensarlo.
—Tus apreciaciones son lógicas pero no son correctas en este caso.
—¿No eres un ángel? —Su locura se estaba redefiniendo.
—No, soy todo lo opuesto a ello.
Un pensamiento fugaz, seguido de una risa nerviosa. Ésa fue la respuesta de Lucía.