Las señales provenían aproximadamente de Alfa Centauro, y eran tan poderosas que al principio se las tomó como interferencia de los circuitos comerciales comunes. Eso resultó muy incómodo para todos los radioastrónomos, quienes llevaban muchas décadas buscando en el espacio mensajes inteligentes, sobre todo porque habían descartado hacía tiempo el triple sistema de Alfa, Beta y Próxima Centauro como indigno de seria atención.
Inmediatamente, todos los radiotelescopios que podían observar el hemisferio sur se enfocaron hacia Centauro. En cuestión de horas se efectuó un descubrimiento aún más sensacional: la señal no provenía del sistema del Centauro, sino de un punto situado a medio grado de distancia. Y ese punto estaba en movimiento.
Fue la primera pista hacia la verdad. Cuando ésta quedó confirmada, todas las tareas normales de la humanidad se interrumpieron.
La potencia de la señal ya no era sorprendente: su origen estaba dentro del sistema solar y avanzaba en dirección al sol a seiscientos kilómetros por segundo. Los visitantes del espacio, por tanto tiempo temidos y aguardados, acababan de llegar…
Sin embargo, el intruso pasó treinta días sin hacer nada.
Mientras, pasaba junto a los planetas exteriores trasmitiendo una invariable serie de pulsaciones, como si se limitara a anunciar: «¡Aquí estoy!». No trató de responder a las señales que se le irradiaban, ni reajustó su natural órbita de cometa. A menos que su velocidad anterior hubiera sido muy superior y estuviera aminorándola, su viaje desde el Centauro debía haber durado dos mil años. Algunos consideraron que esto era tranquilizador, pues sugería que el visitante era una sonda espacial robótica; otros se sintieron desilusionados por el contraste que presentaba, ante el entusiasmo anterior, la falta de seres extraterrestres vivos y auténticos.
Todos los medios de comunicación y los parlamentos humanos discutieron hasta el hastío el panorama completo de las posibilidades. Desenterraron y analizaron solemnemente cuanto argumento había empleado la ciencia ficción, desde la llegada de dioses benévolos hasta una invasión de vampiros chupasangre. La empresa Lloyds, de Londres, cobró primas sustanciales a quienes deseaban asegurarse contra cualquier futuro posible, incluyendo casos en los que habría sido muy difícil cobrar un centavo de indemnización.
Al fin, cuando el objeto extraño pasó la órbita de Júpiter, los instrumentos humanos empezaron a averiguar algo sobre él. El primer descubrimiento generó un breve pánico: el objeto medía quinientos kilómetros de diámetro, el tamaño de una luna pequeña. Después de todo, tal vez fuera un mundo móvil que llevara un ejército invasor…
Ese temor se desvaneció cuando observaciones más exactas demostraron que el cuerpo sólido del intruso era sólo de unos cuantos metros. El halo de quinientos kilómetros que lo envolvía era algo muy familiar: un etéreo reflector parabólico que giraba lentamente, tal como los radiotelescopios orbitales de los astrónomos. Al parecer, ésa era la antena por la cual el visitante se mantenía en contacto con su lejana base. Y a través de la cual, sin duda, en ese mismo instante irradiaba sus descubrimientos, en tanto revisaba el sistema solar y escuchaba todas las transmisiones de radio, televisión e informaciones.
Pero aun quedaba otra sorpresa. Esa antena, del tamaño de un asteroide, no estaba apuntada en dirección a Alfa Centauro sino a un punto muy diferente. Empezaba a parecer que la constelación del Centauro era sólo el último puerto del vehículo, y no su origen.
Mientras los astrónomos cavilaban al respecto tuvieron un sorprendente golpe de suerte. Una sonda meteorológica solar, que efectuaba el recorrido de rutina más allá de Marte, quedó súbitamente muda, pero recobró su voz radial un minuto después. Al examinar las grabaciones se descubrió que los instrumentos habían quedado momentáneamente paralizados por una intensa radiación. La sonda había atravesado precisamente el rayo del visitante. Entonces fue muy sencillo calcular con exactitud hacia dónde estaba apuntado.
En esa dirección no había nada a lo largo de cincuenta y dos años luz, con excepción de una estrella enana roja y muy débil presumiblemente muy antigua; uno de esos sobrios soles pequeños que seguirán brillando pacíficamente por miles de millones de años, cuando ya los espléndidos gigantes de la galaxia se hayan extinguido. Ningún radiotelescopio la había examinado nunca con atención; ahora, todos los que podían abandonar la observación del cercano visitante se dirigieron a ese insospechado origen.
Allí estaba, irradiando una aguda señal en la banda de un centímetro. Sus hacedores seguían en contacto con el vehículo que habían lanzado miles de años antes, pero los mensajes que él recibía en ese instante provenían de sólo medio siglo en el pasado.
Al fin, al acercarse a la órbita de Marte, el visitante dio sus primeras muestras de haber detectado la humanidad, en la forma más dramática e inconfundible que uno pueda imaginar. Comenzó a transmitir las películas comunes de televisión, intercaladas con textos de video en inglés y lengua mandarina, todo muy fluido, aunque con un ligero acento. La primera conversación cósmica acababa de comenzar, y no con el retraso de varias décadas, como siempre se había imaginado, sino solamente de minutos.
–Nadie puede comprender Sri Kanda si no ve el amanecer desde su cumbre. Y Buddy… quiero decir, el Maha Thero, no recibe a los visitantes sino a esa hora. Dice que es una forma espléndida de alejar a los simples curiosos.
Por eso Morgan había accedido, tan graciosamente como le fue posible.
Para empeorar las cosas, el conductor taprobano insistía en mantener una ágil conversación, aunque sólo hablara él, al parecer con el objetivo de trazar un cuadro completo sobre la personalidad de su pasajero. Su simpatía era tan ingenua que no resultaba posible ofenderse, pero Morgan hubiera preferido el silencio. También hubiera querido -a veces con devoción- que el conductor prestara más atención a las incontables curvas cerradas, las que iban tomando en una oscuridad casi absoluta. Tal vez era preferible no ver los precipicios y las simas que sorteaban al subir el coche entre las colinas. La ruta era un triunfo de la ingeniería militar del siglo XIX, obra de la última potencia colonial, construida en la campaña final contra el orgulloso pueblo montañés del interior. Pero nunca se había instalado el sistema de manejo automático, y Morgan se preguntaba a veces si llegaría al final de ese viaje.
Súbitamente olvidó sus temores, y su fastidio por la falta de sueño.
–¡Allí está! – dijo orgulloso el conductor, cuando el vehículo salía por detrás de una colina.
Sri Kanda, en sí, era aún totalmente invisible, sumida en una oscuridad que en nada anunciaba el alba cercana. Pero su presencia quedaba revelada por una fina cinta de luz, que zigzagueaba hacia adelante y hacia atrás bajo las estrellas, como si pendiera mágicamente del cielo. Morgan sabía que se trataba, simplemente, de las lámparas instaladas doscientos años antes para guiar a los peregrinos en su ascenso por la más larga escalera del mundo, pero aquel desafío a la lógica y a la gravedad le pareció una visión anticipada de su propio sueño. Siglos antes de su nacimiento, inspirados por filósofos que él apenas podía imaginar, los hombres habían iniciado la obra que él pensaba concluir. Casi literalmente, habían construido los primeros peldaños de la ruta hacia las estrellas.
Morgan ya no se sentía aturdido; vio que la banda de luz se acercaba a ellos y se resolvía en un collar de innumerables cuentas titilantes. La montaña se estaba tornando visible, con la forma de un triángulo negro que eclipsaba la mitad del cielo. Había algo siniestro en su silenciosa presencia; Morgan casi imaginó que era, realmente, el presagio de dioses enterados de su misión, que reunían sus fuerzas para oponérsele.
Olvidó por completo sus ominosos pensamientos al llegar a la terminal de cablecarril, pues allí descubrió, para su sorpresa, que ya había al menos cien personas esperando en la pequeña sala; eran apenas las cinco de la mañana. Pidió un café caliente para sí y otro para su gárrulo conductor; el hombre, para su alivio, no demostró interés en subir.
–Lo he hecho por lo menos veinte veces -dijo, quizás exagerando su aburrimiento-. Voy a dormir en el coche hasta que usted baje.
Morgan pagó la cuenta, hizo un rápido cálculo y estimó que entraría en la tercera o cuarta carga de pasajeros. Por suerte había seguido el consejo de Sarath y tenía un termocapote en el bolsillo. Allí, a sólo dos kilómetros de altura, hacía ya bastante frío; en la cima la temperatura debía ser muy baja, pues estaba tres kilómetros más arriba.
Mientras arrastraba lentamente los pies, siguiendo la cola de sumisos y adormilados visitantes, notó que solamente a él le faltaba una cámara fotográfica y se preguntó si aquéllos serían verdaderos peregrinos. Y entonces recordó que los auténticos peregrinos no estaban allí. No había ninguna ruta fácil hacia los cielos, el Nirvana o cualquiera que fuese la meta de los fieles. El mérito se adquiría sólo por el propio esfuerzo, no con la ayuda de máquinas. Interesante doctrina, que contenía gran parte de verdad; pero había momentos en los que sólo las máquinas podían ejecutar el trabajo.
Al fin consiguió asiento en el vehículo y se pusieron en marcha, con gran crujir de cables. Una vez más, Morgan sintió ese misterioso sentimiento de expectación: el ascensor que estaba planeando cargaría más de diez mil veces la carga de este sistema primitivo, que quizá databa del siglo XX. Sin embargo, bien miradas las cosas, los principios básicos eran prácticamente los mismos.
Fuera del bamboleante coche la oscuridad era total, salvo en algún tramo de la escalera iluminada. Estaba completamente desierta, como si los incontables millones que treparan laboriosamente la montaña en los últimos tres mil años no hubieran dejado sucesores. Pero pronto comprendió Morgan que los peregrinos debían estar mucho más arriba para llegar a tiempo a la cita con la aurora; los primeros tramos de la subida habrían quedado atrás, para ellos, varias horas antes.
A una altura de cuatro kilómetros, los pasajeros tuvieron que cambiar de vehículo y caminar un breve trayecto hasta otra estación de cablecarril, pero el transbordo representó un mínimo retraso. Morgan, ya verdaderamente contento por haber llevado el termocapote, ciñó al cuerpo la tela metalizada. Había escarcha bajo los pies y era necesario aspirar con fuerza el aire enrarecido. No le sorprendió ver, en la pequeña terminal, una provisión de tubos de oxígeno con instrucciones para el uso bien a la vista.
Finalmente, al iniciar el ascenso último, les llegó la primera señal del nuevo día. Las estrellas del este aún lucían con impoluta gloria, Venus, más que ninguna; pero unas pocas nubes finas y elevadas empezaban a mostrar el leve brillo de la cercana aurora. Morgan echó una mirada ansiosa a su reloj, preguntándose si llegaría a tiempo; le alivió comprobar que aún faltaban treinta minutos para la salida del Sol.
Uno de los pasajeros señaló de pronto la inmensa escalera. Algunas de sus secciones quedaban a la vista de vez en cuando, según el cablecarril zigzagueaba por las cuestas de la montaña, cada vez más pronunciadas. La escalera ya no estaba desierta; decenas de hombres y mujeres subían con la lentitud del sueño, escalando penosamente los interminables peldaños. A cada minuto eran más y más los que surgían a la vista, y Morgan se preguntó cuántas horas llevaban subiendo. Toda la noche, sin duda; algunos, mucho más, pues había peregrinos bastante ancianos, que difícilmente hubieran podido realizar la ascensión en un solo día. Era sorprendente que hubiera todavía tantos fieles.
Un momento después vio al primero de los monjes: una silueta alta, vestida con una túnica de color azafrán, que avanzaba con un paso de cronométrica regularidad, sin mirar a los lados ni prestar la menor atención al vehículo que pendía sobre su cabeza afeitada. También parecía capaz de ignorar los elementos, pues llevaba el hombro y el brazo derecho desnudos ante el viento helado.
El cablecarril aminoró la marcha al aproximarse a la terminal; finalmente se detuvo para descargar a sus aturdidos pasajeros y reinició el largo descenso. Morgan se unió a los doscientos o trescientos pasajeros que se apretaban en un pequeño anfiteatro, abierto en la faz occidental de la montaña. Todo el mundo miraba fijamente la oscuridad, aunque nada era visible, salvo la banda de luz que bajaba hacia los abismos. Algunos escaladores retrasados, en el último tramo de la escalera, hacían un último esfuerzo mientras la fe luchaba contra la fatiga.
Morgan volvió a mirar su reloj: faltaban diez minutos. Nunca, hasta entonces, se había encontrado entre tantas personas silenciosas; turistas de cámara al cuello y devotos peregrinos se habían unido en la misma esperanza. El tiempo era perfecto; pronto sabrían si el viaje había sido en vano.
Un delicado tintinear de campanas les llegó desde el templo, aun invisible en la oscuridad, cien metros más arriba; en el mismo instante se apagaron todas las luces a lo largo de la increíble escalera. Entonces pudieron ver, al dar la espalda al amanecer oculto, que el primer resplandor del día tocaba las nubes más distantes, allá abajo; pero la inmensa mole de la montaña esperaba aún la aurora próxima.
Segundo a segundo, la luz iba en aumento a cada lado de Sri Kanda, mientras el sol franqueaba las últimas fortalezas de la noche. Entonces se oyó un leve murmullo de recogimiento entre la multitud que aguardaba, paciente.
Un instante antes no existía nada. Al siguiente, de pronto, estaba allí, extendido sobre media Taprobane: un triángulo perfectamente simétrico, de ángulos agudos, del azul más intenso. La montaña no había olvidado a sus adoradores; allí estaba su famosa sombra, atravesando un mar de nubes, símbolo que cada peregrino interpretaría según su deseo.
Parecía casi sólida en su rectilínea perfección, como si fuera una pirámide invertida y no un mero fantasma de luz y sombra. En tanto la claridad iba en aumento a su alrededor, al pasar los primeros rayos directos del Sol junto a los flancos de la montaña, pareció, por contraste, aun más oscura y densa; sin embargo, a través del fino velo de nubes, responsable de su breve existencia, Morgan pudo distinguir vagamente las colinas, los lagos y los bosques de la Tierra que despertaba.
El vértice de ese triángulo neblinoso debía correr hacia él a enorme velocidad, mientras el sol se elevaba verticalmente tras la montaña, pero Morgan no percibía movimiento alguno. El tiempo parecía suspendido; era uno de los momentos, raros en su vida, en los que no prestaba atención al correr de los minutos. La sombra de la eternidad se extendía sobre su alma, como la sombra de la montaña entre las nubes.
Ahora empezaba a desaparecer rápidamente; la oscuridad se escurría del cielo como una mancha disuelta en el agua. El fantasmal y centelleante paisaje, allá abajo, se endurecía y cobraba realidad; a mitad de camino hacia el horizonte hubo una explosión de luz: los rayos del sol tocaban las ventanas de algún edificio. Y más allá, a menos que los ojos le engañaran, Morgan distinguió la franja leve y oscura del mar que los rodeaba.
Un nuevo día comenzaba en Taprobane.
Los visitantes se dispersaron poco a poco. Algunos regresaron a la terminal del cablecarril, otros, más vigorosos, se encaminaron hacia las escaleras, en la equivocada creencia de que el descenso sería más fácil que la subida. La mayoría sintió un gran alivio al poder tomar el cablecarril en la estación del medio; realmente muy pocos podrían llegar al último peldaño.
Sólo Morgan continuaba hacia arriba, seguido por las miradas de muchos curiosos, por el corto tramo de escaleras que llevaba al monasterio, a la cumbre misma de la montaña. Cuando hubo alcanzado el muro exterior, cubierto de yeso emparejado -suavemente centelleante bajo los primeros rayos directos del sol-, estaba ya sofocado, y tuvo que recostarse por un momento contra las pesadas puertas de madera.
Seguramente alguien lo estaba observando; antes de que pudiera descubrir una campanilla o anunciar su presencia en forma alguna, la puerta se abrió silenciosamente; un monje de túnica amarilla lo saludó con las manos entrelazadas.
–Ayu bowan, doctor Morgan. El Mahanayake Thero tendrá mucho gusto en recibirle.
ESTELAR
Sabemos ahora que la sonda espacial interestelar, a la que habitualmente nos referimos con el nombre de Velero Estelar, es totalmente autónoma y opera según las instrucciones generales que se programaron para ella hace sesenta mil años. Mientras navega entre dos soles utiliza sus quinientos kilómetros de antena para enviar información a su base, en una proporción relativamente lenta, y para recibir actualizaciones ocasionales de Estelandia, si adoptamos el encantador nombre acuñado por el poeta Llwellyn ap Cymru.
Sin embargo, cuando pasa por un sistema solar puede utilizar la energía de un sol, y así aumenta en grado sumo la velocidad con que transmite su información. También «recarga sus baterías», aunque la analogía resulta muy tosca. Y puesto que emplea -como nuestros primeros Pioneer y Voyager- los campos gravitatorios de los cuerpos celestes para desviarse de estrella a estrella, seguirá en funcionamiento por tiempo indefinido, a menos que un fallo mecánico o un accidente cósmico ponga fin a su carrera. El Centauro fue el undécimo puerto de su trayectoria; después de circunvalar nuestro sol como un cometa, su nuevo curso apuntó exactamente a Tau de la Ballena, que dista doce años luz. Si allí descubre a alguien, estará lista para iniciar su nueva conversación poco después del año 8100…
Pues el Velero Estelar combina las funciones de embajador y explorador. Cuando descubre una cultura tecnológica, al terminar uno de sus milenarios viajes, entabla amistad con los nativos y comienza a intercambiar información, la única forma de comercio interestelar posible. Antes de partir nuevamente en su interminable excursión, tras su breve tránsito por ese sistema solar, el Velero Estelar indica la posición de su mundo de origen, que ya aguarda la llamada directa del último miembro en el intercambio telefónico de la galaxia.
En nuestro caso podemos enorgullecemos porque, aun antes de que nos transmitiera ninguna carta estelar, habíamos identificado su sol paterno y hasta irradiado nuestra primera transmisión hacia él. Ahora bastará con que aguardemos ciento cuarenta años hasta que llegue la respuesta. Qué increíblemente afortunados somos al tener vecinos tan cercanos.
Desde los primeros mensajes fue obvio que el Velero Estelar dominaba un vocabulario básico, en inglés y chino, de varios miles de palabras, que había deducido en un análisis de las transmisiones de radio, televisión y, especialmente, de video. Pero lo que había recogido durante su acercamiento era una muestra muy poco representativa entre el espectro de la cultura humana: contenía poco de ciencia especializada, menos aún de matemáticas avanzadas y sólo una selección al azar de literatura, música y artes plásticas.
Como cualquier genio autodidacta, el Velero Estelar tenía grandes huecos en su educación. Con la idea de que era mejor pecar de mucho que de escaso, en cuanto se estableció contacto con el aparato se le proporcionó el diccionario Oxford del idioma inglés, el gran diccionario chino (edición Romandarin) y la Encyclopaedia Terrae. Su transmisión digital requirió algo más de cincuenta minutos; lo más notable es que, inmediatamente después, el Velero permaneció en silencio casi durante cuatro horas, su periodo más prolongado sin transmitir. Cuando volvió a tomar contacto su vocabulario era mucho más amplio; en un noventa y nueve por ciento de los casos pasaba con facilidad el test de Turing; es decir, no había modo de dilucidar, por los mensajes recibidos, si el Velero era una máquina o un ser humano de inteligencia superior.
Había deslices ocasionales; por ejemplo, el uso incorrecto de palabras ambiguas y la ausencia de contenido emotivo en el diálogo. Pero era de esperar; a diferencia de las computadoras terráqueas avanzadas, que podían imitar las emociones de sus constructores en caso necesario, los sentimientos y deseos del Velero debían corresponder a una especie totalmente ajena y eran, por tanto, incomprensibles para el hombre.
Por el contrario, naturalmente, el Velero era capaz de comprender con toda exactitud lo que significaba «el cuadrado de la hipotenusa equivalente a la suma de los cuadrados de los catetos». Pero difícilmente hubiera tenido la más leve idea de lo que Keats tenía en mente al escribir:
Encantadas y mágicas ventanas, abiertas en la espuma
De mares peligrosos, en tristes tierras de hadas…
Y menos aún:
¿Puedo igualarte acaso con un día estival?
Eres más adorable y más serena…
De cualquier modo, con la esperanza de corregir esa deficiencia, se le obsequiaron miles de horas en música, obras de teatro y escenas de la vida terráquea, tanto humana como de otras especies. Por acuerdo general se estableció en estos casos una especie de censura. Aunque difícilmente se podía negar la propensión del hombre hacia la violencia y la guerra (ya era demasiado tarde retirar la Enciclopedia) se emitieron sólo algunas escenas cuidadosamente seleccionadas. Y mientras el Velero Estelar no estuvo bien fuera de su alcance, las transmisiones de la televisión normal resultaron desacostumbradamente pacíficas.
Por varios siglos, tal vez hasta que llegara a su próximo blanco, los filósofos seguirían discutiendo sobre la verdadera comprensión del Velero sobre los asuntos y problemas humanos. Pero sólo en un punto no había desacuerdos graves. Los cien días de su paso por el sistema solar alteraron irrevocablemente los criterios humanos sobre el universo, su origen y el lugar del hombre en todo eso.
La civilización humana no volvería a ser la misma, una vez desaparecido el Velero Estelar.
Allí, en cambio, el tiempo parecía haberse detenido. Los huracanes de la historia pasaron de largo por esa solitaria ciudadela de fe, dejándola intacta. Los monjes, como en los últimos tres mil años, seguían orando, meditaban y contemplaban el alba.
Durante su caminata por las gastadas losas del patio, pulidas por los pies de innumerables peregrinos, Morgan experimentó una súbita indecisión, nada habitual en él. En aras del progreso estaba dispuesto a destruir algo antiguo y noble, algo que nunca comprendería del todo.
Al ver la gran campana de bronce que pendía en el campanario, sobre el muro del monasterio, Morgan se detuvo en seco. Su mente de ingeniero había calculado instantáneamente su peso en no menos de cinco toneladas; era, obviamente, muy vieja. ¿Cómo diablos…?
El monje notó su curiosidad y le dirigió una sonrisa comprensiva.
–Tiene dos mil años -dijo-. Fue un obsequio de Kalidasa el Maldito, y nos pareció mejor no rechazarlo. Según la leyenda, se necesitaron diez años para subirla por la montaña… y las vidas de cien hombres.
–¿Cuándo la usan? – preguntó Morgan, tras haber digerido la información.
–Debido a su detestable origen la tocamos sólo en momentos de desastre. Ni yo ni hombre viviente alguno la hemos oído nunca. Sonó una vez, sin ayuda de nadie, durante el gran terremoto de 2017. Y anteriormente en 1522, cuando los invasores ibéricos incendiaron el Templo del Diente y se apoderaron de la Reliquia Sagrada.
–Es decir que, después de tanto esfuerzo, no se usa.
–Tal vez se la haya usado diez o doce veces en los últimos dos mil años. La condena de Kalidasa aún pesa sobre ella.
Morgan no pudo evitar el pensamiento de que eso podía estar muy bien desde el punto de vista de la religión, pero difícilmente fuera económicamente adecuado. Y se preguntó, falto de toda reverencia, cuántos monjes habrían sucumbido a la tentación de golpear la campana, muy, pero muy suavemente, sólo para oír el desconocido timbre de su voz prohibida.
En ese momento pasaban junto a una gran piedra; un breve tramo de escaleras los condujo a un pabellón dorado. Era la cumbre misma de la montaña; estaba enterado de la reliquia que, supuestamente, contenía aquel templo, pero una vez más el monje le suministró la información.
–La huella -dijo-. Los musulmanes creían que era de Adán, quien habría pisado aquí cuando lo expulsaron del paraíso. Los hindúes la atribuían a Siva o a Saman. Pero para los budistas eran naturalmente, la huella del Iluminado.
–Veo que habla en tiempo pasado -respondió Morgan, dando a su voz un tono cautelosamente neutro-. ¿Cuál es ahora la creencia?
El rostro del monje no reveló emoción alguna al responder:
–El Buda era un hombre como usted y como yo. La impresión marcada en la roca, y es una roca muy dura, mide dos metros de longitud.
Eso pareció cerrar el tema. Morgan, sin más preguntas, se dejó conducir por un pequeño claustro que terminaba en una puerta abierta. El monje llamó con un golpe y, sin aguardar respuesta, indicó por señas al visitante que podía entrar.
Morgan estaba medio dispuesto a encontrar al Mahanayake Thero sentado en una estera con las piernas cruzadas, tal vez rodeado por incienso y cánticos de acólitos. En realidad había un deje de incienso en el aire frío, pero el Principal Ocupante de Sri Kanda estaba sentado tras un escritorio perfectamente común, equipado con las habituales unidades de memoria y exhibición. El único artículo fuera de lo común era la cabeza de Buda, ligeramente más grande que el natural, en un plinto instalado en un rincón. Morgan no pudo discernir si era real o una mera proyección.
A pesar de ese mobiliario convencional, había pocas posibilidades de confundir al jefe del monasterio con cualquier otro tipo de ejecutivo. Aparte de la inevitable túnica amarilla, el Mahanayake Thero presentaba otras dos características que, en esa época, resultaban por cierto muy poco frecuentes: era completamente calvo y usaba anteojos. Morgan supuso que era por su propia voluntad. Puesto que la calvicie se curaba tan fácilmente, esa brillante cúpula de marfil tenía que deberse a la navaja o al depilatorio. Y no recordaba haber visto nunca anteojos, salvo en representaciones o documentales históricos.
La combinación era fascinante y provocaba desconcierto. A Morgan le resultó casi imposible calcular la edad del Mahanayake Thero; podía variar entre cuarenta años maduros y ochenta bien conservados. Y esos lentes, por muy transparentes que fueran, ocultaban en cierto modo los pensamientos y las emociones.
–Ayu bowan, doctor Morgan -dijo el prelado, indicando la única silla libre a su visitante-. Le presento a mi secretario Parakarma. Espero que no le importe si él toma notas.
–Claro que no -respondió Morgan, inclinando la cabeza hacia el otro ocupante de la pequeña habitación.
Notó que el más joven lucía una cabellera abundante y espesa barba; al parecer, el afeitado era optativo.
–Bueno, doctor Morgan -prosiguió el Mahanayake Thero-, conque usted quiere nuestra montaña.
–Eso temo, Su… ejem… Su Reverencia. Una parte, por lo menos.
–¿Y por qué estas pocas hectáreas, habiendo tanto mundo?
–No somos nosotros los que elegimos, sino la Naturaleza. La terminal terráquea debe estar en el ecuador y a la mayor altura posible, donde la baja densidad del aire contrarresta los vientos.
–Hay montañas ecuatoriales más altas en África y en Sudamérica.
Otra vez con lo mismo, gruñó Morgan para sí. La amarga experiencia le había enseñado que era casi imposible lograr que los laicos, por inteligentes que fueran y por mucho interés que demostraran, comprendieran ese problema; con esos monjes preveía un éxito menor aún. Si la Tierra fuera, al menos, un lindo cuerpo simétrico, sin hoyos ni montículos en el campo gravitatorio…
–Créame -dijo con fervor-, hemos buscado todas las alternativas posibles: Cotopaxi y el monte Kenia… hasta el Kilimanjaro, aunque está tres grados hacia el sur, todo andaría bien, de no ser por un fallo inevitable; cuando se establece un satélite en la órbita estacionaria, éste no permanece exactamente en un mismo punto. Debido a irregularidades gravitatorias que no pretendo explicar, deriva lentamente a lo largo del ecuador. Por eso, todos nuestros satélites sincrónicos y nuestras estaciones espaciales tienen que quemar combustible para mantenerse en un mismo sitio; afortunadamente, la cantidad necesaria es bastante reducida. Pero no se puede mantener así una masa de millones de toneladas, sobre todo si se trata de varillas delgadas que miden miles de kilómetros de longitud. Además, no hay necesidad de hacerlo. Por suerte para nosotros…
–…pero no para nosotros -interpuso el Mahanayake Thero, y casi desconcertó a Morgan.
–…hay dos puntos estables en la órbita sincrónica. Cualquier satélite puesto en ellos permanecerá allí sin derivar, como si estuviera clavado en el fondo de un valle invisible. Uno de estos puntos está sobre el Pacífico, de modo que no nos sirve. El otro está directamente por sobre nuestras cabezas.
–Sin duda, unos pocos kilómetros de distancia no representarán ninguna diferencia. Hay otras montañas en Taprobane.
–Pero miden apenas la mitad de Sri Kanda…y eso nos baja el nivel de los vientos críticos. Es cierto, no hay muchos huracanes precisamente sobre el ecuador, pero son los suficientes como para poner en peligro la estructura en el punto más débil.
–Podemos dominar los vientos.
Era la primera contribución del joven secretario a la discusión; Morgan lo miró con redoblado interés.
–Sí, hasta cierto punto. Claro, hemos discutido este asunto con Control de Monzones. Dicen que no hay modo de contar con una absoluta seguridad, especialmente tratándose de huracanes. Cuando más pueden asegurarme una probabilidad de cincuenta a uno. Y eso no basta para un proyecto de un billón de dólares.
El venerable Parakarma parecía dispuesto a discutir.
–Hay una rama casi olvidada de las matemáticas, que se llama Teoría de las Catástrofes; con ella, la meteorología podría llegar a ser una ciencia exacta. Confío en que…
El Mahanayake Thero intervino tranquilamente:
–Debo explicar que mi colega fue, en otros tiempos, bastante famoso por su obra como astrónomo. Supongo que habrá oído hablar del doctor Choam Goldberg.
Morgan sintió que bajo los pies se le abría una trampa. ¿Por qué no se lo habían dicho? Entonces recordó que el profesor Sarath, guiñándole un ojo, le había advertido: «Cuídese del secretario privado de Buddy; es un personaje muy avispado».
El venerable Parakarma, alias doctor Choam Goldberg, lo miró con expresión claramente hostil; Morgan se preguntó si tendría las mejillas encendidas. Conque había estado tratando de explicar la inestabilidad orbital a esos monjes inocentes… Probablemente, el Mahanayake Thero estaba ya mucho mejor informado.
Y recordó que los científicos de todo el mundo estaban bien en desacuerdo con respecto al doctor Goldberg; unos estaban seguros de que estaba loco; los otros aún no se habían decidido. Pues cinco años antes, siendo uno de los jóvenes más prometedores en el terreno de la astrofísica, había anunciado: «Ahora que el Velero Estelar ha destruido efectivamente las religiones tradicionales, podemos al fin prestar verdadera atención al concepto de Dios».
Y con eso había desaparecido de la vida pública.
16 – CONVERSACIONES CON EL VELERO ESTELAR
Entre los miles de preguntas planteadas al Velero durante su tránsito por el sistema solar, aquellas cuyas respuestas se esperaban con mayor ansiedad se referían a las criaturas vivientes y a las civilizaciones de otras estrellas. Al revés de lo que algunos esperaban, el robot contestaba de buen grado, aunque admitía que su última actualización sobre el tema databa de un siglo atrás.
Considerando la variedad de las culturas originadas en la Tierra por una sola especie, era obvio que la variedad sería aún mayor entre las estrellas, donde cabía cualquier tipo concebible de biología. Y de eso no quedó duda tras presenciar varios miles de escenas fascinantes -a veces incomprensibles, a veces horripilantes- sobre la vida en otros planetas.
De cualquier modo, los estelandeses se las habían arreglado para efectuar una somera clasificación de las culturas según su grado de tecnología, que era, tal vez, la única base objetiva posible. La humanidad descubrió con interés que ocupaba el número cinco en una escala aproximadamente así:
Herramientas de piedra.
Metales, fuego.
Escritura, artesanía, naves.
Energía de vapor, ciencia básica.
Energía atómica, viajes espaciales.
Cuando el Velero Estelar inició su misión (y de ello hacía ya sesenta mil años), sus constructores estaban aún en la categoría 5, como los humanos. Pero ya se habían graduado en la sexta, caracterizada por la capacidad de convertir totalmente la materia en energía y de transmutar todos los elementos en escala industrial.
«¿Hay acaso una Clase Siete?», se preguntó inmediatamente al Velero. La respuesta fue un breve «Afirmativo». Cuando se le urgió por detalles, la sonda explicó: «No se me permite describir la tecnología de una cultura superior a una inferior». Allí quedó el asunto hasta el momento del mensaje final, a pesar de todas las preguntas intencionadas que estudiaron los cerebros legales más ingeniosos de la Tierra.
Por entonces el Velero era un adversario más que digno para cualquier lógico terrestre. Eso era, en parte, culpa del departamento de Filosofía de la Universidad de Chicago; en un gran ataque de arrogancia le habían transmitido clandestinamente toda la Summa Theologica, con desastrosos resultados…
2069, 2 de junio GMT 19:34. Mensaje 1946, secuencia 2.
Velero Estelar a Tierra:
He analizado los argumentos de vuestro Santo Tomás de Aquino como solicitáis en vuestro mensaje 145, secuencia 3, de junio 2 2069 GMT 18:42. La mayor parte del contenido parece cháchara sin sentido y desprovista de toda información, pero indico a continuación 192 falacias expresadas en la lógica simbólica de vuestra referencia Matemáticas 43 del 29 de mayo 2069 GMT 02.51.
Falacia 1… (sigue una lista de 75 páginas impresas).
Tal como queda demostrado por los horarios establecidos, el Velero tardó menos de una hora en demoler a Santo Tomás. Aunque los filósofos pasarían varias décadas discutiendo ese análisis, sólo hallaron dos errores, que podían deberse a una mala comprensión de la terminología.
Habría sido muy interesante saber qué fracción de los circuitos de proceso aplicó el Velero a su tarea. Desgraciadamente, a nadie se le ocurrió preguntarlo antes de que la sonda hubiera tomado la velocidad de crucero e interrumpido el contacto. Por entonces existían ya mensajes aun más aplastantes:
2069, 4 de junio GMT 07:59. Mensaje 9056, secuencia 2.
Velero Estelar a Tierra:
No logro distinguir claramente entre vuestras ceremonias religiosas y la conducta aparentemente idéntica, en las funciones culturales y deportivas que me habéis transmitido. Hago particular referencia a Los Beatles, 1965; la Final Mundial de Fútbol, 2046; y la aparición de despedida de Johann Sebastian Clones, 2056.
2069 05 de junio GMT 20:38. Mensaje 4675 secuencia 2.
Velero Estelar a Tierra:
Mi última actualización sobre el asunto data de 175 años atrás, pero si os he comprendido correctamente, la respuesta es la siguiente. La conducta del tipo que llamáis religiosa se producía en 3 de las 15 culturas conocidas Clases 1; 6 de las 28 culturas Clase 2; 5 de las 14 culturas Clase 3; 2 de las 10 Clase 4 y 3 de las 174 culturas Clase 5. Apreciaréis que hay muchos más ejemplos de la Clase 5, porque sólo ellas pueden ser detectadas a través de distancias astronómicas.
2069 06 de junio GMT 12:09 Mensaje 5897 secuencia 2.
Velero Estelar a Tierra:
Estáis en lo cierto al decir que las tres culturas Clase 5 que desarrollan actividades religiosas se reproducen por pareja de padres y que las crías permanecen en el grupo familiar durante una gran parte de su vida. ¿Cómo llegasteis a esa conclusión?
2069 08 de junio GMT 15:37 Mensaje 6943 secuencia 2.
Velero Estelar a Tierra:
La hipótesis a que os referís como Dios, aunque no puede ser rechazada por la mera lógica, es innecesaria por la siguiente razón. Si damos por sentado que el universo puede ser (abro comillas) explicado (cierro comillas) como la creación de una entidad conocida como Dios, él debe ser, obviamente, de un grado de organización más alto que su producto. Por lo tanto, hemos doblado con exceso el tamaño del problema original y dado el primer paso hacia un razonamiento inverso de infinita divergencia. Guillermo de Ockham señaló ya en vuestro siglo XIV que no se deben multiplicar innecesariamente las entidades. Por lo tanto no puedo comprender por qué continúa este debate.
2069 11 de junio GMT 06:84. Mensaje 8964 secuencia 2.
Velero Estelar a Tierra:
Estelandia me informó, hace 456 años, que el origen del universo había sido descubierto pero que no tengo los circuitos apropiados para comprenderlo. Debéis comunicaros directamente para mayor información.
Tomo ahora velocidad de crucero y debo interrumpir el contacto. Adiós.
En opinión de muchos, el último y más famoso mensaje entre los miles recibidos probaba que el Velero tenía sentido del humor, pues ¿por qué, si no, había esperado hasta el final para hacer estallar semejante bomba filosófica? Acaso toda la conversación era parte de un cuidadoso plan, pensado para proporcionar a la raza humana el debido marco de referencia a fin de que pudiera recibir el primer mensaje directo de Estelandia, tal vez dentro de 104 años.
Hubo quienes propusieron seguir al Velero, puesto que se llevaba del sistema solar, no sólo una inconmensurable provisión de conocimientos, sino los tesoros de una tecnología con siglos de adelanto sobre la humana. Aunque ninguna nave espacial, entre las existentes, hubiera podido alcanzar al Velero y regresar a la Tierra, tras igualar su enorme velocidad, bien se podía construir una.
Sin embargo, prevalecieron consejos más prudentes. Hasta una sonda espacial robótica podía contar con defensas efectivas contra quienes quisieran abordarle, incluyendo, como último recurso, la posibilidad de destruirse a sí misma. Pero el argumento más convincente fue que sus constructores estaban a «sólo» cincuenta y dos años luz de distancia. En los milenios transcurridos desde el lanzamiento de la sonda, su ciencia espacial debía haber mejorado muchísimo. Si la raza humana intentaba provocarlos, podían llegar en unos cuantos siglos, ligeramente fastidiados.
Mientras tanto, entre los incontables efectos que ocasionó sobre la cultura humana, el Velero había llevado a su punto culminante un proceso que ya estaba en marcha. Acababa de poner fin a los millones de chácharas piadosas con que hombres de aparente inteligencia se habían aturdido por muchos siglos.
En ese punto se produjo una interrupción bastante bien recibida, pues dos jóvenes acólitos entraron a la habitación; uno de ellos cargaba una bandeja llena de platitos con arroz, frutas y algo así como pequeñas crépes; el otro lo seguía con la inevitable tetera. No había nada que se pareciera a la carne. Después de tan larga noche, Morgan hubiera dado cualquier cosa por un par de huevos, pero supuso que también eso estaba prohibido. No, la palabra era demasiado fuerte; Sarath le había dicho que la Orden no prohibía nada, pues no creía en lo absoluto. Pero su escala de tolerancia estaba bien calibrada, y la eliminación de una vida, aunque fuera una vida potencial, ocupaba un puesto muy bajo en esa lista.
Mientras comenzaba a probar los diversos platos, casi todos desconocidos para él, Morgan dirigió una mirada inquisitiva al Mahanayake Thero, quien meneó la cabeza.
–Nosotros no comemos antes del mediodía. La mente funciona con mayor claridad en las horas de la mañana y no debemos distraerla con asuntos materiales.
Mientras mordisqueaba una papaya realmente deliciosa, Morgan estudió el abismo filosófico que abría esa sola frase.
Para él un estómago vacío era, por cierto, una grave causa de distracción, algo que inhibía por completo las funciones mentales. Puesto que había sido bendecido con una buena salud, nunca trataba de disociar mente y cuerpo y no veía motivos para hacer el intento. Mientras Morgan consumía su exótico desayuno, el Mahanayake Thero se disculpó y pasó algunos minutos haciendo tamborilear los dedos, con sorprendente rapidez, sobre el tablero de su pupitre. Como los datos estaban bien a la vista, la cortesía obligó al ingeniero a apartar sus ojos. Inevitablemente, su mirada se posó en la cabeza del Buda. Probablemente era real, pues el plinto arrojaba una leve sombra sobre la pared trasera. Pero ni siquiera eso era decisivo. El plinto podía ser sólido; la cabeza, una proyección cuidadosamente situada sobre él; la treta era bastante común.
Aquella obra, como La Gioconda, era de las que reflejan las emociones de quien las observa, imponiéndoles su propia autoridad. Pero La Gioconda tenía los ojos abiertos, sin que nadie supiera lo que miraban. En cambio, los ojos del Buda estaban completamente en blanco, charcos vacíos en los que un hombre podía perder su alma o descubrir un universo.
Sobre sus labios se asomaba una sonrisa aún más ambigua que la pintada por Leonardo. Pero ¿era en verdad una sonrisa, o un mero efecto de la luz? Y ya había desaparecido, reemplazada por una expresión de sobrehumana tranquilidad. Morgan no podía apartar la vista de ese hipnótico semblante; sólo el familiar susurro de la computadora al entregar una tarjeta rígida lo volvió a la realidad… si aquello era la realidad.
–Quizá le agrade tener un recuerdo de su visita -dijo el Mahanayake Thero.
Morgan, al tomar la hoja que le ofrecían, notó con sorpresa que no se trataba del papel habitual, descartable después de unas pocas horas de uso, sino de pergamino para archivos. No pudo leer una sola palabra; aparte de una disimulada referencia alfanumérica en la esquina inferior izquierda, todo estaba grabado con los rasgos floridos que ya reconocía como escritura taprobani.
–Gracias -dijo, con tanta ironía como pudo expresar-. ¿Qué es?
Pero tenía una buena idea de ello; los documentos legales tienen todos un aire de familia, cualquiera que sea el idioma en el que estén escritos o la época a que pertenezcan.
–Una copia del acuerdo entre el rey Ravindra y el Maha Sangha, fechado en Vesak, año 854 de su calendario. Otorga la propiedad de las tierras al templo… a perpetuidad. Hasta los invasores reconocieron los derechos establecidos en este documento.
–Los caledonios y los holandeses sí, según creo. Pero los ibéricos no.
Si el Mahanayake Thero se sorprendió ante lo bien informado que estaba Morgan, ni siquiera un leve alzamiento de cejas traicionó su sorpresa.
–No eran muy dados a respetar la ley y el orden, en especial cuando se trataba de otras religiones. Confío en que a usted no le guste la opinión que sustentaban, en cuanto a que el poder equivale al derecho.
Morgan forzó una sonrisa.
–Por supuesto que no -respondió.
Pero entre tanto se preguntaba dónde puede uno trazar la línea divisoria. Cuando los aplastantes intereses de una gran organización están en juego, la moral convencional suele ocupar un segundo puesto. Las mejores mentes legales de la Tierra, tanto humanas como electrónicas, se encargarían muy pronto de este problema. Si ellas no podían hallar las respuestas correctas se produciría una situación muy desagradable, en la cual él quedaría como villano y no como héroe.
–Puesto que usted saca a relucir el acuerdo del año 854, permítame recordarle que se refiere sólo a las tierras encerradas dentro de los límites del templo, que están claramente definidos por los muros.
–Correcto. Pero encierran toda la cumbre.
–Ustedes no tienen dominio sobre los terrenos exteriores a esa zona.
–Tenemos los derechos de cualquier propietario. Si los vecinos provocan molestias, podemos pedir reparaciones legales. No es la primera vez que surge ese problema.
–Lo sé, debido al sistema de cablecarril.
Una leve sonrisa jugueteaba en los labios del Maha Thero.
–Parece que ha estudiado -comentó-. Sí, nos opusimos vigorosamente por muchas razones. Aunque admito, ahora que está hecho, que a veces nos hemos sentido muy agradecidos por tenerlo -hizo una pausa, pensativo-. A veces hay problemas, pero logramos coexistir. Los turistas y los curiosos se conforman con llegar hasta la plataforma panorámica; en cuanto a los verdaderos peregrinos, siempre son bienvenidos a la cumbre, por supuesto.
–En ese caso, tal vez podamos llegar a un acuerdo también ahora. Para nosotros, unos cuantos metros de altura no representan mucha diferencia. Podríamos dejar la cumbre intacta y formar otra meseta como la terminal del cablecarril.
Morgan se sintió muy incómodo bajo el prolongado escrutinio de los dos monjes. Sin duda comprendían lo absurdo de aquella sugerencia, pero él tenía que hacerla para salvar las apariencias.
–Tiene un extraño sentido del humor, doctor Morgan -replicó el Mahanayake Thero, al fin-. ¿Adonde irá a parar el espíritu de la montaña, la soledad que hemos atesorado durante tres mil años, si erigen aquí ese monstruoso artefacto? ¿Pretende que traicionemos la fe de las personas que vienen por millones a este sagrado lugar, a veces a costa de su salud y hasta de su vida?
–Comprendo su modo de sentir -respondió Morgan, aunque preguntándose si no estaba mintiendo-. Naturalmente, haríamos lo posible por reducir al mínimo las molestias. Todas las instalaciones de apoyo estarían sepultadas en la montaña, dejando a la vista sólo el ascensor, que sería bastante invisible desde cierta distancia. El aspecto general de la montaña quedaría intacto, incluida esa famosa sombra que acabo de admirar.
El Mahanayake Thero se volvió hacia su colega como en busca de confirmación. El venerable Parakarma, mirando fijamente a Morgan, preguntó:
–¿Y qué me dice del ruido?
Maldición, pensó Morgan, mi punto débil. La carga tendría que emerger de la montaña a varios cientos de kilómetros por hora; cuanta mayor fuera la velocidad otorgada por el sistema de la base, menor sería la tensión de la torre suspendida. Los pasajeros no podrían soportar más de media gravedad, por supuesto, pero de cualquier modo las cápsulas saldrían a una velocidad bastante aproximada a la del sonido.
–Habría ruido aerodinámico -admitió-, pero no como el de un gran aeropuerto.
–Nos tranquiliza mucho -aseguró el Mahanayake Thero.
Morgan tuvo la certeza de que era un sarcasmo, aunque no pudo detectar la menor ironía en su voz. O bien el hombre desplegaba una calma olímpica o bien estaba poniendo a prueba las reacciones de su visitante. El monje más joven, por el contrario, no hizo ningún intento por ocultar su enojo.
–Llevamos años protestando por la molestia que causan las naves espaciales al aterrizar -dijo, indignado-. Y ahora usted quiere provocar ondas ultrasónicas en… en nuestro patio.
–Nuestras operaciones no serán ultrasónicas a esta altura -replicó Morgan, con firmeza-. Y la estructura de la torre absorberá casi toda la energía sónica. En realidad -agregó, tratando de aprovechar lo que súbitamente le parecía una ventaja-, a la larga ayudaremos a eliminar el estruendo de las llegadas. La montaña será un sitio más silencioso.
–Comprendo. En vez de estallidos ocasionales escucharemos un rugido constante.
Con este personaje no voy a ninguna parte, se dijo Morgan. Y yo, que esperaba la mayor oposición del Mahanayake Thero…
A veces, lo mejor era cambiar completamente de tema. Decidió hundir cautelosamente un dedo del pie en el traicionero pantano de la Teología.
–¿No ven algo apropiado en lo que tratamos de hacer? – preguntó severamente-. Aunque nuestros propósitos sean distintos, los resultados netos tienen mucho en común. Lo que deseamos construir es sólo una extensión de esta escalera. Casi podría decir que la estamos prolongando… hasta el cielo.
Por un momento, el venerable Parakarma pareció afectado por aquella frescura. Antes de que pudiera recobrarse, su superior respondió suavemente.
–Interesante concepto, pero nuestra filosofía no cree en el Cielo. Si alguna salvación existe, ésta sólo puede encontrarse en este mundo, y a veces me maravilla su ansiedad por dejarlo, doctor Morgan. ¿Conoce usted la historia de la Torre de Babel?
–Vagamente.
–Le sugiero que la busque en la antigua Biblia cristiana; Génesis, capítulo II. También ése era un proyecto de ingeniería para escalar los cielos. Falló, debido a las dificultades de comunicación.
–Tendremos nuestros problemas, pero no creo que ése vaya a ser uno de ellos.
Sin embargo, al mirar al venerable Parakarma, Morgan se sintió menos seguro. Había un abismo de incomunicación entre ellos, que a veces parecía superar el existente entre el Homo sapiens y el Velero Estelar. Hablaban el mismo idioma, pero existían terribles incomprensiones que jamás serían franqueadas.
El Mahanayake, con imperturbable cortesía, continuó:
–¿Puedo preguntarle hasta qué punto tuvo éxito con el Departamento de Parques y Selvas?
–Se mostraron sumamente dispuestos a colaborar.
–No me sorprende; siempre están escasos de dinero y aceptan cualquier fuente de ingresos. El sistema de cablecarril fue maná del cielo para ellos; sin duda esperan que su proyecto, doctor, sea aún mejor.
–Y están en lo cierto. Además, aceptan el hecho de que no provocará dificultades ambientales.
–Supongamos que cae.
Morgan miró al venerable monje directamente a los ojos.
–No caerá -dijo, con toda la autoridad de quien ha unido dos continentes con un arco iris invertido.
Sin embargo sabía, como el implacable Parakarma, que en tales cuestiones es imposible la certeza absoluta. El 7 de noviembre de 1940, esa lección había quedado grabada de modo tal que ningún ingeniero podría olvidarla.
Morgan tenía pocas pesadillas, pero ésa era una de ellas. En ese mismo instante, las computadoras de Construcciones Terráqueas trataban de exorcizarla.
Pero ni siquiera el poder de todas las computadoras del universo podría otorgar protección contra los problemas que él no había previsto: las pesadillas que aún no habían nacido.
En un momento de completa confusión pensó que aún estaba soñando. La brisa penetraba suavemente por las ventanillas entreabiertas, tan cálida y húmeda que parecía escapada de un baño turco; sin embargo, el coche parecía haberse detenido en medio de una cegadora tormenta de nieve.
Morgan parpadeó, se frotó los ojos y volvió a abrirlos a la realidad. Era la primera vez que veía nieve dorada…
Un denso grupo de mariposas iba cruzando la ruta con rumbo al este, en una migración incesante y decidida. Algunas, absorbidas por el auto, aleteaban frenéticamente en el interior del coche hasta que Morgan las echó sacudiendo las manos. Muchas se habían estrellado contra el parabrisas. El conductor, murmurando algo que, sin duda, serían unas cuantas palabrotas escogidas en taprobani, bajó a limpiar el vidrio; cuando terminó, la invasión de mariposas se había reducido a un puñado de ejemplares retrasados.
–¿No le contaron la leyenda? – preguntó, echando una mirada a su pasajero.
–No -respondió Morgan en tono seco; aquello no le interesaba en absoluto y tenía muchas ganas de volver a su interrumpida siesta.
–Las Mariposas Doradas… son las almas de los guerreros de Kalidasa, el ejército que perdió en Yakkagala.
Morgan emitió un gruñido muy poco entusiasta, con la esperanza de que el conductor captara su mensaje, pero éste continuó sin remordimientos.
–Todos los años, más o menos por esta época, se dirigen hacia la Montaña. Todas mueren en las primeras cuestas. A veces uno las encuentra a mitad de camino, por el cablecarril, pero ésa es la mayor altura que alcanzan. Por suerte para el Vihara.
–¿El Vihara? – preguntó Morgan, soñoliento.
–El templo. Si alguna vez llegan hasta él, Kalidasa habrá vencido y los bhikkus, los monjes, tendrán que marcharse. Así lo dice la profecía. Está inscrita en una losa de piedra, en el museo de Ranapura. Yo se la puedo mostrar.
–En otra oportunidad -se apresuró a responder Morgan, mientras volvía a recostarse en el asiento acolchado.
Pero cubrieron muchos kilómetros antes de que volviera a conciliar el sueño, pues en la imagen conjurada por el chófer había algo hechicero.
La recordaría con frecuencia en los meses venideros; al despertar, o en momentos de tensión o crisis. Una vez más se vería inmerso en esa tormenta dorada mientras los millones de mariposas condenadas a muerte gastaban sus energías en un vano asalto a la montaña y a cuanto ella simbolizaba.
Aun entonces, en el mismo comienzo de su campaña, la imagen estaba demasiado cercana como para resultar cómoda.
SALADINO
»Pero el destino ordenó otra cosa, y los ejércitos del Profeta volvieron a África. El Islam perduró, como un fósil fascinante, hasta fines del siglo XX. Entonces, abruptamente, se disolvió en petróleo…»
(Discurso del presidente. Simposio Bicentenal Toynbee, Londres, 2089)
–¿Sabía usted -dijo el jeque Farouk Abdullah- que ahora me he nombrado Gran Almirante de la Flota del Sahara?
–No me sorprendería, señor presidente -respondió Morgan, mientras observaba la extensión azul y centelleante del lago Saladino-. Si no es un secreto naval, ¿cuántas naves tiene?
–Diez, por el momento. La más grande es un hidrorrasero de treinta metros, gobernado por la Media Luna Roja; todos los fines de semana rescata a varios marineros incompetentes. Los mios todavía no son muy buenos en el agua. ¡Fíjese en aquel idiota! ¡Va a caerse! Después de todo, doscientos años no es mucho para cambiar los camellos por barcos.
–Mientras tanto, tuvieron Cadillacs y Rolls-Royces. Sin duda eso habrá facilitado la transición.
–Y todavía los tenemos. El Silver Ghost de mi tatarabuelo está todavía como nuevo. Pero debo ser justo: son los visitantes quienes se meten en problemas al enfrentarse con nuestros vientos. Por otra parte, nos quedamos con los botes a motor. Y el año que viene voy a comprar un submarino que alcanza una profundidad máxima garantizada de setenta y ocho metros.
–¿Y para qué?
–Porque ahora vienen a decirnos que el Erg está lleno de tesoros arqueológicos. Claro, nadie se preocupaba por ellos antes de que lo inundáramos.
No serviría de nada tratar de acosar al presidente de la República Nordafricana Autónoma -RNA-, y Morgan se cuidó de intentarlo. La Constitución podía decir lo que quisiera, pero el jeque Abdullah manejaba más riquezas y poderío que ningún otro individuo de la Tierra. Más aún, conocía la utilidad de ambos.
Provenía de una familia que no temía correr riesgos, y muy pocas veces encontraba motivos para lamentarse de eso. Su primera apuesta, la más famosa, fue la inversión de sus abundantes petrodólares en la ciencia y tecnología de Israel; con eso se ganó el odio de todo el mundo árabe por casi medio siglo. Esa medida previsora desembocó directamente en la explotación minera del Mar Rojo, la derrota de los desiertos y, mucho después, el Puente de Gibraltar.
–No necesito decirle, Van -dijo al fin el jeque- lo mucho que me fascina su nuevo proyecto. Y después de todo lo que pasamos juntos mientras el Puente estaba en construcción, sé que puede llevarlo a cabo… dados los recursos.
–Gracias.
–Pero quiero hacerle unas cuantas preguntas. Todavía no entiendo bien el porqué de la Estación del Medio ni por qué debe estar a veinticinco mil kilómetros de altura.
–Por varios motivos. Necesitábamos una planta energética importante más o menos a ese nivel, lo cual involucraría, de cualquier modo, una construcción bastante voluminosa. Entonces se nos ocurrió que siete horas era demasiado para estar sentado en una cabina bastante estrecha; al dividir el viaje se obtenía una serie de ventajas. No necesitaríamos alimentar a los pasajeros en tránsito, podíamos mejorar hasta el punto óptimo el diseño del vehículo, pues sólo las cápsulas de la sección inferior serían aerodinámicas; las del tramo superior podrían ser mucho más simples y livianas. La Estación del Medio no serviría sólo como punto del trasbordo, sino también como centro de operaciones y control y, en último término, según creemos, como gran atracción turística por derecho propio.
–Pero no está a mitad de camino. Está a casi… eh… a dos tercios de la distancia hasta la órbita estacionaria.
–Cierto. El medio estaría a dieciocho mil kilómetros y no a veinticinco mil. Pero hay otro factor: la seguridad. Si se cortara la sección superior, la Estación del Medio no se estrellaría contra la Tierra.
–¿Por qué no?
–Tendría impulso suficiente como para mantener una órbita estable. Iría cayendo, por supuesto, pero siempre fuera de la atmósfera. Por lo tanto, resultaría perfectamente segura: se convertiría simplemente en una estación espacial, con una órbita elíptica de diez horas. Dos veces al día la tendríamos en el punto de donde partió, y tarde o temprano sería posible reconectarla. Cuanto menos, teóricamente…
–¿Y en la práctica?
–Oh, estoy seguro de que se podría. La gente y el equipo de la estación se podrían rescatar, sin duda. Pero si la estableciéramos a menor altura no habría siquiera esa posibilidad. Cualquier cosa que caiga por debajo de los veinticinco mil kilómetros de altura llega a la atmósfera y arde en un plazo de cinco horas o menos.
–¿Piensa utilizar eso como propaganda ante los pasajeros del primer tramo?
–Confiamos en que estarán muy ocupados en admirar la vista como para preocuparse por eso.
–Habla de tal cosa como si fuera un ascensor panorámico.
–¿Por qué no? Aunque el ascensor más alto de la Tierra sólo sube tres kilómetros. Aquí se habla de algo diez mil veces más alto.
Hubo una pausa considerable, mientras, el jeque Abdullah lo pensaba bien.
–Hemos perdido una oportunidad -dijo al fin-. Hubiéramos podido poner un ascensor panorámico de cinco kilómetros en los muelles del Puente.
–Figuraban en el diseño original, pero los descartamos por la razón de costumbre: economía.
–Tal vez fue un error; se hubieran pagado solos. Y acabo de notar otra cosa. Si este… hiperfilamento… hubiera existido en esa época, supongo que el puente habría costado la mitad.
–No quiero mentirle, señor presidente: menos de la quinta parte. Pero la construcción se hubiera demorado más de veinte años, de modo que usted no ha perdido.
–Debo consultar con mis contables. Algunos de ellos no están del todo convencidos sobre lo acertado de aquella idea, aunque la tasa de aumento de tránsito supera todo lo pensado. Pero yo les digo siempre que el dinero no es todo; la República necesitaba ese Puente desde un punto de vista psicológico y cultural, tanto como económicamente. No sé si usted lo sabe, pero un dieciocho por ciento de la gente que lo cruza lo hace sólo porque el Puente está allí, sin otro motivo, y vuelve de inmediato, a pesar de verse obligada a pagar el peaje dos veces.
–Me parece recordar que yo le planteé argumentos similares, hace mucho tiempo -observó Morgan, en tono seco-. No se mostró muy fácil de convencer.
–Es cierto. Recuerdo que la Opera de Sydney era su ejemplo favorito. A usted le gustaba recordar que había devuelto varias veces su costo en efectivo, por no hablar del prestigio.
–Y no se olvide de las pirámides.
El Jeque se echó a reír.
–¿Cómo las llamaba usted? ¿La mejor inversión en toda la historia de la humanidad?
–Exactamente. Todavía dan dividendos por turismo, después de cuatro mil años.
–Pero esa comparación no es justa. El costo de mantenimiento de las pirámides no se puede comparar con el del Puente, y mucho menos con el de su proyectada Torre.
–La Torre puede durar mucho más que las pirámides; está en un ambiente mucho más benigno.
–Ese pensamiento es muy impresionante. ¿De veras cree que estará en funcionamiento por muchos miles de años?
–En su forma original no, por supuesto; pero sí en principio. Cualesquiera sean los adelantos técnicos del futuro, no creo que haya jamás un método más eficiente y económico para llegar al espacio. Piense en la torre como si fuera otro puente; pero en esta oportunidad se trata de un puente para llegar a las estrellas, o al menos a los planetas.
–Y una vez más, usted quiere que nosotros ayudemos a financiarlo. Todavía estamos pagando el último puente y seguiremos pagándolo por otros veinte años. Además, su ascensor espacial no está en nuestro territorio ni es de importancia directa para nosotros.
–Yo creo que sí, señor presidente. Su república forma parte de la economía terráquea, y el costo de transporte espacial es en la actualidad uno de los factores que limitan su desarrollo. ¿No ha visto esos cálculos para los años cincuenta y sesenta?
–Sí, sí, muy interesante. Pero aunque no somos precisamente pobres, no podemos reunir siquiera una fracción de los fondos necesarios, ¡caramba, absorbería todo el Producto Bruto Mundial de un par de años!
–Y lo devolvería cada quince, desde entonces en adelante.
–Si sus cálculos son correctos.
–En el caso del Puente lo fueron. Pero usted tiene razón, por supuesto. Sólo espero que la RNA deje correr la pelota. Una vez que ustedes hayan mostrado interés será mucho más fácil conseguir otros apoyos.
–¿Por ejemplo?
–El Banco Mundial, los bancos planetarios, el gobierno federal…
–¿Y sus propios patrones, la Corporación de Construcciones Terráqueas? ¿En qué se está metiendo, Van?
Aquí viene ya, pensó Morgan, casi con un suspiro de alivio. Al fin podría hablar francamente con alguien en quien confiaba, alguien demasiado poderoso para involucrarse en pequeñas intrigas burocráticas, pero capaz de apreciar a fondo sus mejores argumentos.
–He estado haciendo la mayor parte de este trabajo en mi tiempo libre; precisamente ahora estoy de vacaciones. Y a propósito, fue así como se inició lo del Puente. No sé si alguna vez se lo dije, pero me habían ordenado oficialmente olvidarme del asunto… En los últimos quince años he aprendido unas cuantas lecciones.
–Este informe debió requerir unas cuantas horas de computación. ¿Quién las pagó?
–Oh, cuento con abundantes fondos de los que no se me pide cuenta. Y mi personal siempre está haciendo estudios que nadie más comprende. Para decir la verdad, desde hace varios meses tengo un pequeño equipo jugando con la idea. Están tan entusiasmados que ellos también le dedican la mayor parte de su tiempo libre. Pero ahora debemos destapar la cosa… o abandonar el proyecto.
–Su estimado presidente, ¿está al tanto?
Morgan sonrió sin mucha alegría.
–Claro que no, y no quiero informarle mientras no haya solucionado todos los detalles.
–Capto algunas de las complicaciones -observó el presidente, astuto-. Una de ellas, supongo, es asegurarse de que el senador Collins no lo invente primero.
–No puede hacerlo: la idea ya tiene doscientos años de antigüedad. Pero tanto él como muchas otras personas podrían demorar el proyecto. Quiero verlo terminado antes de morir.
–Y tiene intenciones de dirigirlo, por supuesto. Bueno, ¿qué le gustaría que hiciéramos, exactamente?
–Es sólo una sugerencia, señor presidente; quizás usted tenga una idea mejor. Forme un consorcio que incluya, tal vez. a las Autoridades del Puente de Gibraltar, a las sociedades anónimas de Suez y de Panamá, la Compañía del Canal de la Mancha y la Sociedad de la Presa de Bering. Entonces, cuando tenga todo listo, presente a la CCT una solicitud para que se realice un estudio de factibilidad. En esa etapa, la inversión será nimia.
–¿Lo cual significa…?
–Menos de un millón. Especialmente porque ya tengo hecho un noventa por ciento del trabajo.
–¿Y entonces?
–De ahí en adelante, con su apoyo, señor presidente, puedo arreglármelas por mi cuenta. Quizá continúe en la CCT, quizá renuncie y me una al consorcio… llamémosle Astroingeniería. Todo dependerá de las circunstancias. Haré lo que resulte mejor para el proyecto.
–Parece un enfoque razonable. Veré qué podemos hacer.
–Gracias, señor presidente -respondió Morgan, con auténtica sinceridad-. Pero… tendremos que sortear otro fastidioso obstáculo, tal vez aun antes de formar el consorcio. Habrá que presentarse ante la Corte Mundial y establecer jurisdicción sobre el terreno más valioso de la Tierra.
La oficina de Morgan, que él visitaba aproximadamente unos diez días al mes, estaba en el sexto piso -o sea, Sección Tierra- de la extensa sede de la Corporación de Construcciones Terráqueas, en la ciuda de Nairobi. El piso inferior correspondía a Mar, y sobre él estaba la Administración, o sea el presidente Collins y su imperio. El arquitecto, en un ataque de ingenuo simbolismo, había dedicado el último piso a Espacio. Hasta había allí un pequeño observatorio, con un telescopio de treinta centímetros siempre descompuesto, porque sólo se empleaba durante las fiestas oficiales, casi siempre con propósitos no astronómicos. El blanco favorito eran los cuartos superiores del Hotel Triplanetario, que distaba sólo un kilómetro; pues con frecuencia albergaban muy extrañas formas de vida. O, al menos, de conducta.
Dado que Morgan estaba en contacto ininterrumpido con sus dos secretarias -una humana; la otra electrónica-, no esperaba sorpresa alguna cuando entró a su oficina, tras el corto vuelo desde RNA. Su organización era muy reducida comparada con las costumbres de las eras anteriores. Había menos de trescientos hombres y mujeres bajo su mando directo; pero manejaba un poder de computación, información y procesamiento que no tenía igual entre la población meramente humana de todo el planeta.
–Bueno, ¿cómo te fue con el jeque? – pregunto Warren Kingsley, su suplente y amigo de mucho tiempo, en cuanto quedaron solos.
–Muy bien; creo que hicimos trato. Pero todavía no puedo creer que nos detenga un problema tan estúpido. ¿Qué dice el departamento legal?
–No hay caso, tenemos que conseguir un dictamen de la Corte. Si la Corte dice que es asunto de gran interés público, nuestros reverendos amigos tendrán que mudarse… Aunque si deciden mostrarse tercos, se producirá una situación muy desagradable. Quizá debieras enviarles un pequeño terremoto para ayudarles a decidirse.
El hecho de que Morgan integrara el Consejo de Administración de Tectónica General era una vieja broma entre él y Kingsley; pero la tectónica, tal vez por suerte, nunca había descubierto el modo de manejar o dirigir terremotos, ni tenía esperanzas de lograrlo. A lo sumo podían predecirlos, y sangrar sus energías antes de que provocaran daños graves. Pero aun en ese aspecto no tenían éxito sino en el setenta y cinco por ciento de los casos.
–Linda idea -dijo Morgan-; lo voy a pensar. Ahora bien, ¿qué se sabe del otro problema?
–Todo listo. ¿Lo quieres ver ahora?
–De acuerdo; vamos a lo peor.
Se oscurecieron las ventanas de la oficina y una red de líneas relucientes apareció en el centro del cuarto.
–Mira esto, Van -dijo Kingsley-. Éste es el régimen que causa problemas.
En el espacio vacío se materializaron hileras de letras y números: velocidades, cargas, aceleraciones, tiempos de tránsito… Morgan los absorbió con una sola mirada. El globo terráqueo, con sus círculos de longitud y latitud, pendía suspendido sobre la alfombra; de él brotaba, hasta superar en poco la altura de un hombre, el hilo luminoso que indicaba la posición de la torre orbital.
–Quinientas veces la velocidad normal; exageración de escala lateral, cincuenta. Aquí va.
Una fuerza invisible había empezado a tirar de la raya luminosa, apartándola de la vertical. La perturbación se movía hacia arriba en tanto imitaba, por medio de los millones de cálculos efectuados en cada segundo por la computadora, el ascenso de una carga a través del campo gravitatorio terrestre.
–¿Cuál es el desplazamiento? – preguntó Morgan, mientras forzaba la vista para seguir los detalles del simulacro.
–Ahora, de unos doscientos metros. Llega a trescientos antes…
La hebra se rompió. En el perezoso movimiento retardado que representaba, en realidad, una velocidad de miles de kilómetros por hora, los dos segmentos de la torre quebrada comenzaron a enroscarse, separándose; uno se doblaba hacia la tierra; el otro saltó hacia el espacio. Pero Morgan ya no estaba del todo consciente de ese desastre imaginario, que sólo existía en la mente de la computadora; ahora, sobreimpuesta, veía la realidad que lo había perseguido desde hacía años.
Había visto esa película del siglo XX por lo menos cincuenta veces; en ocasiones examinaba algunas partes foto a foto, hasta conocer cada detalle de memoria. Después de todo, era la película más cara de cuantas se habían filmado, al menos en tiempos de paz, con un costo de varios millones de dólares por minuto para el Estado de Washington.
Allí estaba el puente, gracioso y esbelto (¡demasiado esbelto!), tendido por encima del cañón. No había tránsito en él, pero sí un único automóvil, abandonado en el medio por su conductor. No era de extrañar, pues el puente se estaba comportando como ningún otro en toda la historia de la ingeniería.
Parecía imposible que tantas toneladas de metal pudieran ejecutar semejante ballet aéreo: hubiera sido más fácil creer que el puente estaba hecho de goma y no de acero. Vastas, lentas ondulaciones, con una amplitud de varios metros, recorrían toda la extensión del puente, de modo tal que la ruta suspendida entre los soportes se retorcía como una serpiente furiosa. El viento que soplaba por el cañón, al chocar contra la hermosa estructura condenada, emitía una nota demasiado grave para que la detectara el oído humano. Las vibraciones de torsión venían acumulándose desde hacía varias horas, sin que nadie supiera cuándo se produciría el final. Las prolongadas fauces de la muerte eran ya un testimonio que los infortunados diseñadores habrían querido evitar.
De pronto los cables de sostén se rompieron, volando hacia arriba como criminales látigos de acero. La ruta, retorcida y dando vueltas, se hundió en el río, fragmentos de la estructura volaban en todas direcciones. Aun cuando se proyectaba a velocidad normal, el cataclismo final parecía filmado con cámara lenta; la escala del desastre era tal que la mente humana no tenía base de comparación. En realidad había durado quizá cinco segundos. En ese tiempo, el puente Tacoma Narrows ganó un sitio inexpugnable en la historia de la ingeniería. Doscientos años más tarde, una fotografía de sus últimos momentos, en la pared de la oficina de Morgan, llevaba un letrero que decía: «Uno de nuestros productos de menor éxito».
Para Morgan aquello no era broma, sino un permanente testimonio de que lo inesperado siempre puede atacar desde un escondrijo. Cuando el Puente de Gibraltar estaba en diseño, había revisado minuciosamente el clásico análisis efectuado por Karman sobre el desastre de Tacoma Narrows, aprendiendo todo lo que podía ofrecerle aquel costoso error del pasado. Y no había tenido problemas graves de vibración, ni siquiera con los vientos más fuertes que llegaron desde el Atlántico, aunque en ocasiones la ruta se movía cien metros a partir de la línea central: exactamente lo calculado.
Pero el ascensor espacial era un salto adelante hacia lo desconocido, y resultaba casi seguro que se presentarían sorpresas desagradables. Las fuerzas eólicas de la sección atmosférica resultaban fáciles de calcular, pero también era necesario tener en cuenta las vibraciones inducidas por la detención y puesta en marcha de las cargas. También, dado lo enorme de la estructura, los efectos provocados por la atracción del Sol y la Luna. Y no sólo individualmente, sino actuando a dúo con algún terremoto ocasional para complicar el cuadro, en los llamados «análisis del peor de los casos».
–Todos los simulacros dan el mismo resultado en este régimen de tonelada de carga por hora. Las vibraciones aumentan hasta que se produce una fractura, alrededor de los quinientos kilómetros. Tendremos que aumentar drásticamente la amortiguación.
–Eso me temía. ¿Cuánto necesitamos?
–Otros diez megatones.
Morgan halló cierta sombría satisfacción en la cifra. Se aproximaba mucho al cálculo que había hecho, utilizando su intuición de ingeniero y los misteriosos recursos de su subconsciente. La computadora acababa de confirmarlo: tendrían que aumentar en diez millones de toneladas la masa del «ancla» en órbita.
Esa masa no tenía nada de trivial, aun para las normas de movimiento terrestre; equivalían a una esfera rocosa de unos doscientos metros de diámetro. Morgan tuvo una súbita visión de Yakkagala tal como la había visto por última vez, cernida en el cielo de Taprobane. ¡Vaya, levantar esa masa cuarenta mil kilómetros hasta el espacio! Por suerte quizá no fuera necesario; había al menos dos alternativas.
Morgan siempre dejaba que sus subordinados pensaran por cuenta propia; era el único modo de establecer la responsabilidad y le sacaba una buena carga de los hombros; en muchas ocasiones, por otra parte, su personal había llegado a conclusiones que él hubiera podido pasar por alto.
–¿Qué sugieres, Warren? – preguntó tranquilamente.
–Podríamos usar uno de los lanzadores lunares de carga y lanzar diez megatones de roca selenita. Sería un trabajo largo y costoso, y aún necesitaríamos una gran operación con base espacial para atrapar el material y guiarlo hasta la órbita definitiva. También se presentaría un problema psicológico.
–Sí, ya me doy cuenta. No es cosa de provocar otro San Luis Domingo.
San Luis Domimgo era una aldea sudamericana, afortunadamente pequeña, que había recibido una carga a la deriva de metal selenita procesado que debía dirigirse a una estación espacial en órbita baja. Al fallar la guía terminal, aquello terminó en el primer cráter provocado por el hombre, con ciento cincuenta vidas perdidas. Desde entonces, la población terrestre era muy suspicaz cuando se trataba de prácticas celestes de tiro al blanco.
–Mucho mejor es atrapar un asteroide. Estamos investigando a los que están en órbitas adecuadas y ya tenemos tres candidatos provisionales. Lo que necesitamos, en realidad, es uno carbonoso; así podremos utilizarlo para obtener materia prima cuando instalemos la planta procesadora. Es matar dos pájaros de un solo tiro.
–Un tiro bastante largo, pero probablemente es la mejor idea. Olvídate del lanzador lunar; un millón de disparos de diez toneladas detendrían el proyecto durante años. Además, muchos de ellos podrían perderse. Si no encuentras un asteroide lo bastante grande, podemos enviar la masa suplementaria por el mismo ascensor, aunque detesto malgastar tanta energía si lo podemos evitar.
–Puede ser lo más barato. Con la eficacia de las últimas plantas de fusión, costaría sólo veinte dólares de electricidad elevar hasta la órbita una carga de una tonelada.
–¿Estás seguro de esa cifra?
–No hago más que citar exactamente a la Central de Energía.
Morgan guardó silencio por algunos minutos. Al cabo dijo:
–Los ingenieros aeroespaciales me van a odiar de veras.
Y agregó para sí: casi tanto como el venerable Parakarma. No, eso no era justo. El odio era una emoción inaceptable para un verdadero seguidor de la Doctrina. Lo que había visto en los ojos del ex doctor Choam Goldberg era sólo una implacable oposición, pero podía ser igualmente peligrosa que el odio.
–¿Sabes la noticia?
Aunque Rajasinghe se sentía tentado con frecuencia a responder con una frase apta para cualquier caso: «Sí, no me sorprende en absoluto», nunca tuvo el coraje de privar a Paul de su sencillo placer.
–¿De qué se trata, esta vez? – replicó, sin mucho entusiasmo.
–Maxine está por el Global 2, hablando con el senador Collins. Creo que nuestro amigo Morgan está en dificultades. Volveré a llamarte.
La excitada imagen de Paul desapareció de la pantalla, reemplazada, pocos segundos después, por la de Maxine Duval, en cuanto Rajasinghe sintonizó el principal canal de informaciones. La mujer estaba sentada en su estudio de costumbre, conversando con el presidente de la Corporación de Construcciones Terráqueas; éste parecía contener a duras penas una indignación probablemente sintética.
–… senador Collins, ahora que la Corte Mundial ha dado su veredicto…
Rajasinghe pasó el programa a «grabado», mientras murmuraba:
–Pensé que no lo darían hasta el viernes… -y agregó, mientras desconectaba el volumen para activar su vínculo privado con Aristóteles-. ¡Dios mío, ya es viernes!
Como de costumbre, Ari acudió a la línea de inmediato.
–Buenos días, Raja. ¿Qué puedo hacer por usted?
Esa hermosa voz, serena, intocada por la glotis humana, no había cambiado en los cuarenta años de su relación. Décadas, tal vez siglos después de la muerte de Rajasinghe, continuaría hablando con otros hombres tal como hablaba con él. Y a propósito, ¿cuántas conversaciones mantenía en ese mismo instante? En otros tiempos, Rajasinghe se deprimía al pensar en eso; pero ya no importaba: no envidiaba en absoluto la inmortalidad de Aristóteles.
–Buenos días, Ari. Quisiera saber el veredicto de la Corte Mundial sobre el caso Corporación de Astroingeniería contra el Vihara de Sri Kanda. Bastará con el resumen; deja el texto completo para después.
–Decisión uno: se confirma a perpetuidad la posesión de los terrenos del templo, bajo la ley mundial y taprobana, según lo codificado en 2085. Veredicto unánime. Decisión dos: la construcción de la propuesta Torre Orbital, con el ruido y la vibración consecuentes y su impacto en un sitio de gran valor histórico y cultural, constituiría un perjuicio particular, lo cual significa un daño según la ley de Agravios. En esta etapa, el interés público no es mérito suficiente para afectar el tema. Veredicto: 4 a 2, una abstención.
–Gracias, Ari. Cancela el texto completo; no me hará falta. Adiós.
Bueno, era eso, tal como él esperaba. Sin embargo, no sabía si debía sentirse aliviado o desilusionado. Puesto que él se arraigaba en el pasado, le complacía que las antiguas tradiciones fueran objeto de cuidado y protección. Si algo le había enseñado la sangrienta historia de la humanidad, era que sólo el individuo importa; por muy excéntricas que sean sus creencias, deben ser salvaguardadas en tanto no entren en conflicto con intereses más amplios, pero igualmente legítimos. ¿Cómo lo decía el viejo poeta? «Eso que llaman Estado no existe». Tal vez era mucho decir, pero resultaba preferible al otro extremo.
Al mismo tiempo, Rajasinghe sentía una leve pena. Se había convencido a medias -¿acaso era mera cooperación con lo inevitable?– de que la fantástica empresa de Morgan era exactamente lo que Taprobane -o tal vez el mundo entero, aunque eso ya caía fuera de su responsabilidad- necesitaba para no hundirse en una cómoda y satisfecha declinación. Pero la Corte acababa de cerrar esa vía, por muchos años al menos.
Se preguntó qué habría dicho Maxine sobre el tema, y encendió la transmisión retenida. En el Global 2, el canal analizador de noticias -que a veces recibía el título de «La Tierra de las Cabezas Parlantes»- el senador Collins seguía tomando impulso.
–… indudablemente en un exceso de autoridad, utilizando los recursos de su división en proyectos que no le conciernen.
–Senador, ¿no le parece que se está mostrando algo legalista? Según entiendo, el hiperfilamento se creó para las construcciones, especialmente para puentes. ¿Acaso esto no es una especie de puente? He oído decir que el doctor Morgan emplea esa analogía, aunque también la de la torre.
–Ahora es usted la legalista, Maxine. Yo prefiero el nombre de «ascensor espacial». Y se equivoca con respecto a los hiperfilamentos; son el resultado de doscientos años de investigación aeroespacial. El hecho de que el descubrimiento final se haya producido en la división Tierra de mi… eh… organización, no tiene importancia, aunque no dejo de estar orgulloso de que mis científicos hayan tomado parte en ello.
–¿Considera que todo el proyecto debería pasar a manos de la División Espacio?
–¿Qué proyecto? Se trata únicamente de un estudio, uno de los cientos que están llevándose permanentemente a cabo en la CCT. Nunca he visto siquiera una parte de él, ni tengo interés en verlo… mientras no llegue a la etapa en que sea necesario tomar alguna decisión de importancia.
–Y éste no es el caso.
–Definitivamente no. Mis expertos en transporte espacial dicen que pueden hacerse cargo de todos los aumentos de tránsito previstos, al menos en el futuro previsible.
–¿Lo cual significa, exactamente…?
–Otros veinte años.
–¿Y qué pasará entonces? Según el doctor Morgan, ése es el tiempo que se tardará en construir la torre. Supongamos que no esté lista a tiempo.
–Habrá otra cosa, seguramente. Mi personal está estudiando todas las posibilidades, y no hay ninguna certeza de que el ascensor espacial sea la respuesta justa.
–Sin embargo, ¿la idea es fundamentalmente lógica?
–Parece serlo, aunque se requieren estudios más profundos.
–En ese caso, usted ha de estar agradecido al doctor Morgan por su obra inicial.
–Siento el mayor respeto por el doctor Morgan. Es uno de los ingenieros más brillantes de mi organización, si no del mundo.
–No creo, senador, que eso responda a mi pregunta.
–Muy bien, en verdad me siento agradecido hacia el doctor Morgan por poner ese asunto en nuestro conocimiento. Pero no apruebo el modo en que lo hizo. Si he de ser sincero, trató de obligarme.
–¿Cómo?
–Saliendo de mi organización, que es su propia organización, con lo cual demostró una falta de lealtad. Como resultado de esas maniobras se ha obtenido una decisión adversa de la Corte Mundial, con los inevitables comentarios desfavorables. Dadas las circunstancias, no me quedará sino pedirle, con la mayor pena, que presente su renuncia.
–Gracias, senador Collins. Como siempre, ha sido un placer hablar con usted.
–Ah, dulce mentirosa… -dijo Rajasinghe, mientras apagaba el aparato y atendía la llamada que centelleaba desde hacía un minuto.
–¿Lo has visto todo? – preguntó el profesor Sarath-. Conque ése es el final del doctor Vannevar Morgan.
Rajasinghe miró pensativamente a su viejo amigo durante unos segundos.
–Siempre te gustó sacar conclusiones apresuradas, Paul. ¿Cuánto quieres apostar?
22 – APÓSTATA
–Todas las afirmaciones que contienen la palabra «Dios» son falsas.
De inmediato, el menos favorito entre sus discípulos, Somasiri, replicó:
–La frase que estás pronunciando ahora contiene la palabra Dios. Pero no logro comprender, oh, noble maestro, que esa simple afirmación deba ser falsa.
Devadasa estudió el asunto durante varios poyas. Al cabo respondió, esa vez con visible satisfacción:
–Solamente las afirmaciones que no contengan la palabra «Dios» pueden ser ciertas.
Tras una pausa apenas suficiente para que una mangosta hambrienta devorara un grano de mijo, Somasiri replicó:
–Si esa afirmación se aplica a sí misma, oh, Venerable, no puede ser cierta, pues contiene la palabra Dios. Pero si no es cierta…
En ese momento, Devadasa rompió su escudilla de limosnas sobre la cabeza de Somasiri; desde entonces fue honrado como el verdadero fundador del Zen.
(De un fragmento del Culavamsa, aún no descubierto)
Al caer la tarde, cuando la escalera ya no recibía toda la furia del sol, el venerable Parakarma inició su descenso. Hacia la noche alcanzaría la última de las posadas para peregrinos y al día siguiente estaría de regreso en el mundo de los hombres.
El Maha Thero no le había dado ni consejos ni advertencias. Si la partida de su colega le provocaba alguna pena, no dio señal alguna de eso y se limitó a entonar: «Nada es perdurable»; juntó las manos y le dio su bendición.
El venerable Parakarma, en otros tiempos el doctor Choam Goldberg -y podía volver a serlo-, hubiera tenido grandes dificultades para explicar todos sus motivos. Era fácil decir «la acción correcta», pero difícil descubrirla.
En el Maha Vihara de Sri Kanda había hallado la paz mental, pero eso no bastaba. Dado su adiestramiento científico, ya no se contentaba con aceptar la ambigua actitud de la Orden para con Dios; tal indiferencia había acabado por parecerle peor que la negativa directa.
Si existe algo así como un gen rabínico, el doctor Goldberg lo poseía. Como tantos otros antes que él, Goldberg-Parakarma había buscado a Dios en las matemáticas, sin desalentarse siquiera ante la bomba que Kurt Gódel había hecho estallar en el siglo XX, con el descubrimiento de proposiciones imposibles de decidir. No comprendía que alguien pudiera contemplar la asimetría dinámica de la profunda, bellamente simple fórmula de Euler: ei + I = 0
…sin preguntarse si el universo era creación de alguna vasta inteligencia.
Después de hacerse famoso con una nueva teoría cosmológica, la que sobrevivió casi diez años antes de ser refutada, Goldberg fue ampliamente aclamado como otro Einstein u otro N'goya. En una época de superespecialización, también se las compuso para efectuar notables progresos en aero e hidrodinámica, a las que ya se consideraba materias muertas, incapaces de proporcionar nuevas sorpresas.
Entonces, en la plenitud de su capacidad, experimentó una conversión religiosa similar a la de Pascal, aunque sin tantas sugerencias mórbidas. En los diez años siguientes se contentó con perderse en un anonimato color de azafrán, enfocando su brillante inteligencia en cuestiones de doctrina y filosofía. No lamentaba el interludio, y ni siquiera estaba seguro de haber abandonado la Orden. Algún día, tal vez, volvería a pisar aquellas escaleras. Pero los talentos que Dios le había dado volvían a afirmarse; había una obra importante a realizar y necesitaba herramientas que no podía hallar en Sri Kanda… ni tampoco en la Tierra misma, a decir verdad.
Ahora sentía escasa hostilidad hacia Vannevar Morgan. El ingeniero, aunque sin advertirlo, había encendido la chispa; también él era un agente de Dios, a su torpe modo. Sin embargo, el templo debía ser protegido a toda costa. Sobre eso Parakarma estaba implacablemente resuelto, aunque la Rueda del Destino no quisiera devolverle la tranquilidad.
Así, como un nuevo Moisés bajando de la montaña con leyes que cambiarían el destino de los hombres, el venerable Parakarma descendió al mundo al que un día renunciara. Estaba ciego a las bellezas de la tierra y del cielo a su alrededor; pues eran absolutamente triviales comparadas con las que sólo él podía ver, en un ejército de ecuaciones que desfilaba por su mente.
Morgan, mirando intencionadamente el sistema de mantenimiento vital de su visitante, retrucó:
–No puedo dejar de pensar que lo mismo puede decirse con respecto a usted.
El vicepresidente de Narodny Marte, sector Inversiones, lanzó una risita entre dientes.
–Al menos yo me iré dentro de una semana otra vez a la Luna, a una gravedad de gente civilizada. Oh, puedo caminar, si es necesario, pero prefiero no hacerlo.
–Si me permite la pregunta, ¿por qué viene a la Tierra?
–Vengo lo menos que puedo, pero alguien tiene que echar un vistazo. Al contrario de lo que piensa la gente, no todo se puede hacer por control remoto. Usted lo sabe, sin duda.
Morgan asintió; eso era muy cierto. Pensó en todas las oportunidades en las que la textura de algún material, el contacto de la roca y el polvo bajo los pies, el olor de la selva o la punzada del rocío sobre el rostro habían desempeñado un papel vital en alguno de sus proyectos. Tal vez algún día esas mismas sensaciones podrían ser transferidas electrónicamente… en realidad, ya lo habían hecho a guisa de experimento, de modo muy tosco y enfrentando enormes costos. Pero la realidad no acepta sustitutos y es necesario cuidarse de las imitaciones.
–Si ha viajado a la Tierra especialmente para verme -replicó Morgan- le agradezco el honor. Pero si piensa ofrecerme un puesto en Marte, pierde su tiempo. Estoy disfrutando de mi jubilación; me encuentro con amigos y parientes que llevo bastantes años sin ver y no tengo intenciones de empezar una carrera nueva.
–Me parece sorprendente; después de todo, usted sólo tiene cincuenta y dos años. ¿En qué piensa ocupar el tiempo?
–Muy sencillo. Podría pasar el resto de mi vida dedicado a diez o doce proyectos. Los antiguos ingenieros, romanos, griegos, incas, siempre me han fascinado, y nunca tuve tiempo para estudiarlos. Se me ha pedido que escriba y que dé un curso en la Universidad Global sobre la ciencia del diseño. Tengo encargado un texto sobre estructuras avanzadas. Quiero desarrollar algunas ideas sobre el uso de elementos activos para corregir las cargas dinámicas: vientos, terremotos, etcétera. Todavía soy asesor de Tectónica General y, además, estoy preparando un informe sobre la administración de la CCT.
–¿Por encargo de quién? Supongo que no será el senador Collins.
–No -respondió Morgan, con una sonrisa ceñuda-. Se me ocurrió que sería… útil. Además, me ayuda a sentirme mejor.
–Sin duda. Pero esas actividades no son creativas, en realidad. Tarde o temprano le resultarán aburridas, como este hermoso escenario noruego. Se cansará tanto de contemplar lagos y abetos como de escribir y hablar. Usted es de esa clase de hombres que nunca son del todo felices, a menos que estén dando forma a su propio universo.
Morgan no respondió. El pronóstico era demasiado acertado como para resultarle cómodo.
–Sospecho que esta de acuerdo conmigo. ¿Qué pensará si le digo que mi banco estaba muy interesado en el proyecto del ascensor espacial?
–Me mostraré escéptico. Cuando acudí a ellos me dijeron que era una buena idea, pero que por el momento no podían invertir dinero en el proyecto. Todos los fondos disponibles eran necesarios para el desarrollo de Marte. Es una historia vieja: lo ayudaremos con gusto cuando no necesite ayuda.
–Eso fue hace un año. Ahora algunos lo han pensado mejor. Nos gustaría que usted construyera ese ascensor espacial… pero no en la Tierra, sino en Marte. ¿Le interesa?
–Podría ser. Continúe.
–Fíjese en las ventajas: sólo un tercio de la gravedad, de modo que las fuerzas involucradas son proporcionalmente menores. La órbita sincrónica es también más próxima; su distancia equivale a la mitad. Por lo tanto, nada más que para empezar, los problemas de ingeniería se verán muy reducidos. Nuestra gente calcula que el sistema de Marte costará la décima parte del terráqueo.
–Es muy posible, aunque debería verificarlo.
–Y eso, sólo para empezar. En Marte hay vientos muy fieros, a pesar de la atmósfera escasa, pero tenemos montañas que llegan muy por encima de ellos. Su Sri Kanda mide sólo cinco kilómetros de altura. Nosotros contamos con el monte Pavonis, de veintiún kilómetros, y puesto exactamente sobre el ecuador. Mejor aún, no hay monjes marcianos con contratos a largo plazo instalados en la cima. Y hay otra razón por la que Marte podría ser especial para un ascensor orbital: Deimos está a sólo tres mil kilómetros de la órbita estacionaria. De modo que ya tenemos unos dos millones de megatones ubicados en el lugar exacto para echar el ancla.
–Eso ofrecería algunos interesantes problemas de sincronización, pero ya veo lo que usted quiere decir. Me gustaría conocer a los que idearon todo esto.
–Por el momento no puede; están todos en Marte. Tendrá que ir hasta allá.
–Estoy tentado de hacerlo, pero aún me quedan algunas preguntas.
–Hágalas.
–La Tierra necesita ese ascensor, por todas las razones que usted ha de conocer, sin duda. Pero me parece que Marte se las arreglaría muy bien sin él. Sólo tienen una fracción de nuestro tránsito espacial y la tasa de crecimiento calculada es mucho menor. Francamente, para mí no tiene mucho sentido.
–Estaba esperando que me lo preguntara.
–Bueno, ya lo he hecho.
–¿Oyó hablar del Proyecto Eos?
–Creo que no.
–Eos es «aurora», en griego. Un plan para rejuvenecer a Marte.
–Ah, claro que sí, ya sé. Se basa en la fusión de los casquetes polares; ¿no es así?
–Exacto. Si pudiéramos derretir toda esa agua y el hielo de anhídrido carbónico, pasarían varias cosas. La densidad atmosférica aumentaría hasta permitir a los hombres el trabajo al aire libre, sin trajes espaciales; a largo plazo, hasta podríamos conseguir una atmósfera respirable. Habría corrientes de agua, pequeños mares y, sobre todo, vegetación: los principios de una biótica bien planeada. En un par de siglos, Marte podría ser otro Jardín del Edén. Es el único planeta del sistema solar que podemos transformar con la tecnología conocida; Venus siempre será demasiado caliente.
–¿Y qué tiene que ver el ascensor con todo eso?
–Tenemos que poner en órbita varios millones de toneladas en equipo. La única forma práctica de calentar a Marte es utilizar espejos solares, cuyo diámetro sería de cientos de kilómetros. Y los necesitamos en forma permanente; primero, para derretir los casquetes polares; después, para mantener una temperatura cómoda.
–¿No podrían sacar todo ese material de las minas de los asteroides?
–En parte sí, por supuesto. Pero los mejores espejos para esa función están hechos de sodio, y esa materia escasea mucho en el espacio. Tendremos que sacarlo de las salinas de Tarsis, al pie del Pavonis, con suerte.
–¿Y cuánto tardarán en hacer todo eso?
–Si no se presentan problemas, la primera etapa quedará completada dentro de cincuenta años. Tal vez cuando usted cumpla los cien; tiene un treinta y nueve por ciento de probabilidades, según las tablas actuariales.
Morgan se echó a reír.
–Admiro a quienes saben hacer una investigación a fondo.
–No podríamos sobrevivir en Marte si no prestáramos atención a todos los detalles.
–Bueno, estoy muy impresionado, pero todavía tengo muchas dudas. La financiación, por ejemplo.
–Eso corre por mi cuenta, doctor Morgan. El banquero soy yo; usted es el ingeniero.
–De acuerdo, pero usted parece saber bastante de ingeniería, y yo he tenido que aprender mucho de economía, casi siempre por el camino más difícil. Antes de pensar siquiera en involucrarme en semejante proyecto, me gustaría contar con un presupuesto detallado…
–Se lo daremos.
–…y eso es apenas el comienzo. Aunque usted quizá no lo sepa, falta hacer una profunda investigación en cinco o seis terrenos diferentes: producción masiva del hiperfilamento, problemas de estabilidad y manejo… Podría seguir con la lista toda la noche.
–No es necesario; nuestros ingenieros han leído todos sus informes, doctor Morgan. Ellos proponen un experimento a escala reducida para aclarar muchos de los problemas técnicos y para probar la factibilidad del proyecto.
–Sobre eso no caben dudas.
–Estoy de acuerdo, pero se sorprendería al ver la diferencia que representa una pequeña demostración práctica. Le diré lo que nos gustaría hacer. Diseñe el sistema mínimo posible, sólo un cable con una carga de pocos kilogramos. Bájela desde la órbita sincrónica hasta la Tierra. Sí, la Tierra; si funciona aquí, en Marte será más fácil. Después haga subir algo por él, sólo para demostrar que los cohetes están anticuados. El experimento será relativamente barato, proporcionará informaciones esenciales y adiestramiento básico y, desde nuestro punto de vista, ahorrará varios años de discusión. Podemos acudir al Gobierno Mundial, el Fondo Solar y los otros bancos interplanetarios; bastará con enseñarles la demostración.
–Ustedes sí que lo estudiaron todo. ¿Cuándo quiere mi respuesta?
–Dentro de cinco segundos, para serle franco. Pero obviamente no hay urgencia alguna en el asunto. Puede tomarse el tiempo que crea razonable.
–Muy bien. Déme sus estudios, los análisis de costo y todo el material que tenga. Una vez que los haya revisado le daré mi decisión en un plazo de… oh, una semana, a lo sumo.
–Gracias. Aquí tiene mi número; me encontrará a cualquier hora.
Morgan deslizo la tarjeta de identidad del banquero en la ranura correspondiente a la memoria de su comunicador y verificó que apareciera el aviso de «confirmación de entrada» en la pantalla visual. Antes de devolver la tarjeta ya había tomado una decisión.
A menos que hubiera un fallo fundamental en el análisis marciano -y estaba dispuesto a apostar una gran suma a que era correcto-, su retiro había terminado. Solía notar, con cierta diversión, que con frecuencia debía meditar mucho tiempo las decisiones relativamente triviales y, en cambio, no vacilaba un solo instante en las encrucijadas decisivas de su carrera. Siempre sabía qué hacer, y pocas veces se equivocaba.
Sin embargo, a esa altura del juego era mejor no invertir demasiado capital intelectual o emotivo en un proyecto que quizás acabara en la nada. Cuando el banquero estaba ya a mitad de camino en su viaje de regreso a Puerto Serenidad, vía Oslo y Gagarin, a Morgan le era imposible dedicarse a cualquiera de las actividades que había planeado para esa larga noche septentrional: su mente era un torbellino, dedicado a revisar todo el espectro de un futuro súbitamente cambiado.
Tras pasearse algunos minutos sin descanso, tomó asiento ante su escritorio y comenzó a redactar una lista de prioridades, en una especie de orden inverso, es decir, comenzando con los compromisos que podía descartar con mayor facilidad. No pasó mucho tiempo sin que le fuera imposible concentrarse en asuntos tan rutinarios. En lo más profundo de su mente, algo lo perturbaba, tratando de atraer su atención. Cuando trataba de traerlo a la conciencia, se le escapaba instantáneamente, como una palabra familiar momentáneamente olvidada.
Con un suspiro de frustración, apartó la silla del escritorio y salió al balcón que se abría en el muro occidental del hotel. Aunque hacía mucho frío, el aire estaba quieto y la temperatura, bajo cero, era más estimulante que incómoda. El cielo era un resplandor de estrellas. Una media luna amarilla se hundía hacia su imagen reflejada en el fiordo, cuya superficie, de tan oscura e inmóvil, podría haber sido tomada por una lámina de ébano lustrado.
Treinta años antes él había estado en ese mismo lugar, con una muchacha de la que ni siquiera recordaba el aspecto. Los dos celebraban entonces la primera graduación, pero eso era cuanto tenían en común. No fue un amorío muy serio; eran jóvenes, disfrutaban de la mutua compañía, y eso era bastante. Sin embargo, aquel recuerdo casi borrado lo había transportado al fiordo Trollshavn en un momento crucial de su vida. ¿Qué habría pensado aquel joven estudiante de veintidós años, si hubiera podido saber que, en el futuro, sus pasos lo llevarían de regreso hasta ese lugar de no olvidados placeres, tres décadas después?
En la ensoñación de Morgan no había trazas de nostalgia ni de autocompasión; sólo una especie de divertida melancolía. Ni por un instante había lamentado haberse separado amigablemente de Ingrid, sin considerar siquiera la posibilidad de firmar, como se acostumbraba, un contrato por un año. Ella siguió adelante e hizo moderadamente infelices a otros tres hombres, antes de hallar trabajo en la Comisión Lunar; desde entonces, Morgan no sabía nada de ella. Tal vez en ese mismo instante estaba allá, en esa medialuna brillante cuyo color imitaba casi el de su pelo dorado.
Ya bastaba con el pasado: Morgan volvió sus pensamientos hacia el futuro. ¿Dónde estaba Marte? Le avergonzaba admitir que ni siquiera sabía si era visible esa noche. Mientras recorría con la vista el sendero de la eclíptica entre la Luna y el deslumbrante faro de Venus, hasta más allá, nada veía en esa enjoyada profusión que pudiera identificar, sin vacilaciones, con el planeta rojo. Le entusiasmaba pensar que, en un futuro no muy lejano, él, quien nunca había viajado más allá de la órbita lunar, podría estar contemplando con sus propios ojos aquellos magníficos paisajes carmesíes y las lunas diminutas, que recorrían velozmente todas sus fases.
En ese momento el sueño se derrumbó. Morgan permaneció paralizado por un instante; en seguida entró corriendo al hotel, olvidado del esplendor nocturno.
En su habitación no había ningún tablero de fines generales, de modo que tuvo que bajar hasta el vestíbulo para conseguir la información requerida. Como era de esperar, el pequeño recinto estaba ocupado por una anciana; la señora tardó tanto tiempo en encontrar su dato que Morgan estuvo a punto de llamar a la puerta. Pero después de todo la grandísima haragana salió de la cabina, murmurando una disculpa, y Morgan quedó frente a frente con el arte y el conocimiento acumulado de toda la humanidad.
En sus días de estudiante había ganado varios campeonatos, corriendo contra reloj para pescar oscuras informaciones en listas preparadas a propósito por los jueces, con sádico ingenio. Una de las que recordaba con mayor afecto era: «¿Cuál fue la lluvia caída en la capital del estado más pequeño del mundo, en el día en que hubo mayor número de carreras completas en el béisbol universitario?». Su habilidad había aumentado con los años, y se trataba de una pregunta directa. La respuesta apareció en treinta segundos, con más detalles de los que necesitaba.
Morgan estudió la pantalla durante un minuto; después sacudió la cabeza, aturdido y lleno de sorpresa.
–¡No es posible que hayan pasado por alto justamente esto! – murmuró-. Pero ¿qué pueden hacer por solucionarlo?
Oprimió el botón de «copia archivable» y llevó la delgada hoja de papel a su habitación, para estudiarla con más detalle. El problema era tan sorprendentemente obvio que se preguntaba si no habría pasado por alto alguna solución también evidente. ¿No pasaría por tonto si tocaba el tema? Sin embargo, no había salida posible.
Consultó su reloj; ya era más de medianoche. Pero eso era algo que necesitaba solucionar de inmediato. Para alivio de Morgan, el banquero no había pulsado el botón de «no molestar». Contestó inmediatamente, con voz algo sorprendida.
–Espero no haberlo despertado -dijo Morgan, no del todo sincero.
–No; estamos a punto de aterrizar en Gagarin. ¿Qué problema tiene?
–Unas diez terratoneladas que se mueven a dos kilómetros por segundo. El satélite interior, Phobos. Es una aplanadora cósmica que pasaría junto al ascensor cada once horas. No he calculado las probabilidades exactas, pero se produciría inevitablemente una colisión cada pocos días.
Hubo un largo silencio al otro lado del circuito. Al fin el banquero dijo:
–Yo mismo pude haberlo pensado. Por lo tanto ha de haber una respuesta. Quizá tengamos que trasladar a Phobos.
–Imposible; su masa es demasiado grande.
–Tendré que llamar a Marte. La demora cronológica es de doce minutos, por el momento. Dentro de una hora tendré una respuesta.
Eso espero, se dijo Morgan. Y ojalá sea buena… es decir, si es que quiero ese trabajo.
Miró ansiosamente al cielo. No, había poco peligro de lluvia. Era un día hermoso, con ligeras y altas bandas de nubes que moderaban la fiereza del sol. Pero aquello era extraño… Rajasinghe nunca había visto nada parecido. En lo alto, casi en dirección vertical, los planos de nubes paralelas se quebraban ante una perturbación circular. Parecía una pequeña tormenta ciclónica, de pocos kilómetros de diámetro, pero al verla Rajasinghe pensó en algo completamente distinto: en un nudo que se abriera paso en la veta de una tabla bien pulida. Abandonó sus amadas orquídeas y salió al aire libre para ver mejor aquel fenómeno.
El pequeño remolino se movía lentamente por el cielo, dejando claramente indicado su paso en la distorsión de los bancos nubosos. Era fácil imaginar que el dedo del Señor se alargaba desde el cielo, trazando un surco entre las nubes. Hasta Rajasinghe, que comprendía los fundamentos del control meteorológico, no sabía que fuera posible tanta precisión; sin embargo, podía enorgullecerse modestamente del papel que había jugado en ese logro, hacia casi cuarenta años.
No había sido fácil persuadir a las superpotencias sobrevivientes para que cedieran sus fortalezas orbitales a la Autoridad Meteorológica Mundial, en un acto que representaba -si acaso se podía extender tanto la metáfora- el último y más dramático ejemplo de cómo se podían convertir las espadas en arados. Ahora, los rayos láser que en otros tiempos amenazaran a la humanidad se orientaban a secciones bien escogidas de la atmósfera, o a zonas de absorción calórica situadas en remotas regiones de la Tierra. La energía que contenían era nimia comparada con la de la más discreta tormenta, pero también lo es la energía de la piedra desprendida que provoca una avalancha, o el simple neutrón que inicia una reacción en cadena.
Aparte de eso, Rajasinghe nada sabía de los detalles técnicos, salvo que se necesitaban redes de satélites monitores y computadoras, que conservaban en sus cerebros electrónicos un modelo completo de la atmósfera terrestre, las superficies y los mares. Con el asombrado recogimiento de un salvaje que contemplara las maravillas de alguna tecnología avanzada, observó el pequeño ciclón que avanzaba decididamente hacia el oeste, hasta que desapareció bajo la grácil hilera de palmas, tras las murallas del Jardín de las Delicias.
Entonces levantó la vista hacia los invisibles ingenieros y científicos que corrían en torno al mundo, en sus Edenes edificados por el hombre.
–Impresionante -dijo-. Pero espero que ustedes sepan muy bien lo que están haciendo.
–Es más que obvio -respondió Morgan-. Yo también debí haberlo pensado.
Y lo hubiera hecho… a su debido tiempo, se dijo, con un justo grado de confianza en sí mismo. Su ojo mental volvió a ver aquellos simulacros electrónicos de toda la estructura, vibrando como una cósmica cuerda de violín, en tanto las vibraciones horarias corrían de Tierra a órbita y volvían, reflejadas. Superpuesta a esa imagen, vio por centésima vez la rayada película del puente danzante. Allí tenía todas las claves necesarias.
–Phobos pasa junto a la torre cada once horas y diez minutos, pero, por suerte, no se mueve en el mismo plano; de lo contrario tendríamos una colisión cada vez que pasara. En la mayor parte de sus revoluciones no tocaría el ascensor, y las oportunidades peligrosas son exactamente predecibles, hasta en milésimas de segundos, si se quiere. Ahora bien, el ascensor, como cualquier obra de ingeniería, no es una estructura completamente rígida. Tiene períodos de vibración natural, que se pueden calcular casi con la misma exactitud que las órbitas planetarias. Por lo tanto, lo que sus ingenieros proponen es «afinar» el ascensor, de modo tal que sus oscilaciones normales, de cualquier modo inevitables, lo mantengan siempre apartado de Phobos. Cada vez que el satélite pasa junto a la estructura, ésta no se encuentra allí: ha esquivado la zona de peligro por unos cuantos kilómetros.
Hubo una larga pausa al otro lado del circuito.
–No debiera decirlo -dijo por fin el marciano-, pero se me han puesto los pelos de punta.
Morgan se echó a reír.
–Dicho así parece… cómo se llama… una ruleta rusa. Pero recuerde que estamos manejando movimientos exactamente predecibles. Siempre sabemos dónde estará Phobos y podemos controlar los desplazamientos de la torre, por el sencillo medio de arreglar los horarios del tránsito.
La palabra «sencillo» no era muy adecuada, según pensó Morgan, pero estaba a la vista que era posible. Y en ese momento se le ocurrió una analogía, tan perfecta, pero tan incongruente, que estuvo a punto de estallar en una carcajada. No, no sería buena idea utilizarla con el banquero.
Una vez más volvía al puente de Tacoma Narrows, pero en esa oportunidad en un mundo de fantasía. Se trataba de un barco que debía pasar por debajo del puente, a horarios perfectamente regulares. Por desgracia, el mástil era un metro más largo de lo debido.
No había problemas. Justo antes de que llegara se enviaban unos cuantos camiones pesados a toda carrera por el puente, a intervalos cuidadosamente calculados para que concordaran con su frecuencia de resonancia. Una suave ondulación correría por la ruta, entre muelle y muelle; su punto más alto coincidiría con la llegada del buque, y así el mástil se deslizaría por debajo, con unos cuantos centímetros de sobra… Eso, en una escala miles de veces mayor, era lo que haría la estructura del ascensor para esquivar a Phobos.
–Me alegro de que usted lo confirme -dijo el banquero-, pero creo que, antes de hacer un viaje en ascensor, voy a verificar la posición de Phobos.
–En ese caso, le sorprenderá saber que uno de sus brillantes jóvenes… son brillantes, sin duda, y supongo que son jóvenes por su audacia técnica… Uno de ellos quiere utilizar los períodos críticos como atracción turística. Creen poder cobrar un sobreprecio por ver a Phobos pasar por allí, al alcance de la mano, a dos mil kilómetros por hora. Un buen espectáculo, ¿no le parece?
–Prefiero imaginarlo, pero tal vez tanga razón. De cualquier manera, me alegro de que haya una solución. También me alegro de saber que usted aprueba el talento de nuestros ingenieros. ¿Eso significa que podremos contar pronto con una decisión?
–Ahora mismo -dijo Morgan-. ¿Cuándo empezamos la obra?
Durante muchos años el Control de Monzones se había encargado de que no lloviera en las noches de Vesak, ni tampoco en la víspera ni al día siguiente. Por un tiempo casi igualmente largo, Rajasinghe había acudido a la Ciudad Real dos días antes de la luna llena, en un peregrinaje que le refrescaba año tras año el espíritu. En cambio, evitaba el Vesak propiamente dicho; ese día Ranapura estaba atestado de visitantes, algunos de los cuales no dejarían de reconocerlo y perturbarían su soledad.
Sólo la vista más aguda hubiera podido notar que esa inmensa luna amarilla, al elevarse por encima de las cúpulas con la forma de campana de las antiguas dagobas, no era todavía un círculo perfecto. Daba una luz tan intensa que sólo unos pocos satélites y estrellas resultaban visibles en el cielo despejado. Y no había siquiera un soplo de viento.
Dos veces, se decía, se detuvo Kalidasa en esa ruta, al abandonar Ranapura para siempre. La primera pausa fue ante la tumba de Hanuman, el amado compañero de su niñez; la segunda, ante el templo del Buda Moribundo. Rajasinghe se preguntaba con frecuencia qué solaz había encontrado el monarca condenado; tal vez se hubiera detenido en ese mismo lugar, pues era el mejor punto desde el cual observar la enorme figura tallada en la sólida roca. La forma reclinada tenía proporciones tan perfectas, que era necesario llegar hasta sus pies para apreciar su verdadero tamaño. Desde cierta distancia era imposible notar que la almohada sobre la cual descansaba la cabeza de Buda superaba, en sí, la altura de un hombre.
Aunque Rajasinghe había visto gran parte del mundo, no conocía otro sitio tan lleno de paz. A veces tenía la sensación de que hubiera podido permanecer allí sentado por toda la eternidad, bajo la luna cegadora, completamente ajeno a las preocupaciones y los torbellinos de la vida. Nunca había tratado de sondear mucho la magia del Templo, por temor a destruirla, pero algunos de sus elementos eran bastante obvios. La misma postura del Iluminado, que descansaba al fin con los ojos cerrados tras una vida larga y noble, irradiaba serenidad. Las líneas de la túnica resultaban sumamente tranquilizantes y restauradoras a quien las contemplaba; parecían fluir desde la roca, formando ondas de piedra helada. Y el ritmo natural de las curvas, con las olas del mar, apelaba a instintos de los que nada sabía la mente racional.
En momentos como ése, ajeno al fluir del tiempo, a solas con el Buda y la luna casi llena, Rajasinghe sentía que al fin le era comprensible el significado del Nirvana, ese estado que sólo se puede definir con negativas: emociones tales como el enojo, el deseo o la lujuria no tenían ya poder; en realidad, apenas eran concebibles. Hasta el sentido de la identidad personal parecía borrarse, como la niebla ante el sol matinal.
No podía durar, por supuesto. Al fin cobró conciencia del zumbar de los insectos, el ladrido lejano de los perros, la fría dureza de la piedra sobre la cual estaba sentado. La serenidad no es un estado de ánimo que pueda prolongarse por mucho tiempo. Con un suspiro, Rajasinghe se levantó y echó a andar hacia su coche, estacionado a cien metros del templo.
Cuando estaba subiendo al vehículo reparó en el pequeño parche blanco, tan nítidamente definido que parecía pintado en el cielo; se elevaba por sobre los árboles hacia el oeste. Era la nube más peculiar entre las que Rajasinghe había visto en su vida: un elipsoide perfectamente simétrico, tan agudo en sus contornos que parecía casi sólido. Acaso alguien volaba en avión por los cielos de Taprobane; pero no se veían aletas ni le llegaba el ruido de los motores.
Entonces, por un fugaz momento, tuvo una ocurrencia mucho más descabellada: los estelandeses habían llegado, por fin…
Era absurdo, por supuesto. Aun si hubieran logrado adelantarse a sus propias señales de radio, difícilmente habrían podido atravesar todo el sistema solar -¡y descender a los cielos de la Tierra!– sin poner en funcionamiento a todos los radares de tránsito en existencia. La noticia habría circulado muchas horas antes.
Para su propia sorpresa, Rajasinghe sintió cierta desilusión. Y entonces, mientras la aparición se acercaba, vio que era, indudablemente, una nube, pues empezaba a desgastarse un poco en los bordes. Su velocidad resultaba impresionante; parecía arrastrada por un viento particular, del que no había rastros al nivel del suelo.
Conque los científicos de Control de Monzones estaban otra vez en eso, probando su dominio de los vientos. Y Rajasinghe se preguntó qué se les ocurriría a continuación.
Aun entonces Morgan no estaba del todo seguro sobre sus motivos. A guisa de demostración, hubiera sido lo mismo operar desde la estación Kinte hacia el Kilimanjaro o el monte Kenia. El hecho de que Kinte fuera uno de los puntos más inestables de toda la órbita estacionaria, pues necesitaba impulsos constantes para mantenerse sobre África Central, no importaba en ese caso, pues el experimento duraría pocos días. Por un momento había sentido la tentación de apuntar hacia el Chimborazo; los americanos ofrecían trasladar la estación Colón a su longitud precisa, con grandes gastos. Pero al fin, a pesar de ese aliento, volvió a su objetivo original: Sri Kanda.
Para Morgan era una suerte que, en esa época de decisiones tomadas con el auxilio de las computadoras, se pudiera obtener un dictamen de la Corte Mundial en cuestión de semanas. El vihara había protestado, por supuesto. Morgan arguyó entonces que se trataba de un breve experimento científico, que se llevaría a cabo en los terrenos exteriores al templo, sin ruidos, contaminación ambiental ni forma alguna de interferencia; por lo tanto, no habría daño alguno. Si se le impedía realizar aquello, toda su obra anterior estaría en peligro, pues no tendría modo de comprobar la efectividad de sus cálculos, y un proyecto vital para la República de Marte recibiría un severo revés.
El argumento era muy plausible, y el mismo Morgan lo creía en su mayor parte. También los jueces lo creyeron, por cinco a dos. Aunque no debían dejarse influir por tales cosas, la mención de los litigantes marcianos había sido un movimiento inteligente. La República de Marte contaba ya con tres casos complicados en juicio, y la Corte estaba algo cansada de establecer precedentes en la ley interplanetaria.
Pero Morgan sabía, con la fría parte analítica de su mente, que no era sólo la lógica lo que guiaba su acción. No era de los que aceptan graciosamente una derrota, y ese gesto de desafío le proporcionaba cierta satisfacción. Y sin embargo, allá muy en lo profundo, rechazaba esos motivos caprichosos; un gesto tan de escolar no era digno de él. En realidad, lo que hacía era reconstruir la seguridad en sí mismo y reafirmar su fe en el éxito final. Sin saber cómo ni cuándo, estaba proclamando al mundo y a los tozudos monjes encerrados tras sus antiguas murallas, «Volveré».
La estación Ashoka controlaba virtualmente todas las comunicaciones, la meteorología, el manejo ambiental y el tránsito aéreo de la región Catay-India. Si alguna vez dejaba de funcionar, mil millones de vidas se verían amenazadas con el desastre; si sus servicios no se restauraban cuanto antes, la amenaza era de muerte. No era de extrañar que Ashoka contara con dos subsatélites totalmente independientes: Bhaba y Sarabhai, que distaban cien kilómetros de ella. Aun si alguna catástrofe inconcebible destruyera a las tres estaciones, Kinte e Imhotep hacia el oeste, o Confucio al este, podían hacerse cargo para salvar la emergencia. Los seres humanos habían aprendido penosamente a no poner todos los huevos en una sola canasta.
Allí, a tanta distancia de la Tierra, no había turistas, gente de vacaciones o pasajeros en tránsito; todos ellos hacían sus negocios o gozaban de la vista sin apartarse sino unos miles de kilómetros, y dejaban la alta órbita geosincrónica a los científicos e ingenieros; pero nadie había visitado nunca Ashoka con una misión tan poco habitual ni con tan extraño equipo.
La clave de la Operación Telaraña flotaba en esos momentos en una de las cámaras medianas de la estación, esperando la verificación final antes del lanzamiento. En ella no había nada espectacular, y su aspecto no sugería los años de trabajo ni los millones invertidos en su fabricación.
Se trataba de un cono gris opaco, de cuatro metros de longitud y dos de diámetro en su base, al parecer hecho de metal sólido; hacía falta examinarlo desde muy cerca para notar la fibra bien ceñida que cubría toda la superficie. En realidad, aparte de un eje central y de las bandas de plástico que separaban los cientos de capas, el cono estaba hecho de solamente una hebra de hiperfilamento, más gruesa en un extremo que en el otro: cuarenta mil kilómetros de hebra.
Para la construcción de ese cono gris, tan poco impresionante, se habían revivido dos tecnologías obsoletas y totalmente distintas. Hacía trescientos años, los telégrafos submarinos habían comenzado a operar a través de los lechos oceánicos; los hombres perdieron fortunas antes de dominar el arte de enroscar miles de kilómetros de cable y desenroscarlo después de modo parejo de continente a continente, a pesar de las tormentas y todos los azares del mar. Un siglo después, algunas de las primeras armas guiadas fueron controladas por finos alambres que se desenroscaban a medida que éstas volaban a su objetivo, a pocos cientos de kilómetros por hora. Morgan intentaba alcanzar mil veces la distancia lograda por esas reliquias del Museo de Guerra y cincuenta veces su velocidad. Sin embargo, contaba con ciertas ventajas. Su proyectil operaría en un vacío perfecto, salvo los últimos cien kilómetros, y su blanco no podía efectuar una acción evasiva.
La jefe de Operaciones del Proyecto Telaraña atrajo la atención de Morgan con una tosecilla algo azorada.
–Todavía tenemos un pequeño problema, doctor -dijo-. Tenemos confianza en el descenso; todas las pruebas y los simulacros de computadora son satisfactorios, como usted ha visto. Lo que preocupa a la Sección de Seguridad de la estación es cómo vamos a recoger la hebra.
Morgan parpadeó rápidamente; había pensado my poco en la cuestión, pues parecía obvio que recoger el filamento sería un problema trivial, comparado con el de soltarlo. Sin duda, bastaría con un torno eléctricamente operado, dotado de las modificaciones especiales necesarias para manejar un material tan fino y de grosor variable. Pero sabía que en el espacio no se puede dar nada por seguro; la intuición, especialmente la intuición de un ingeniero acostumbrado a trabajar en tierra, puede ser una guía traicionera.
–Veamos: cuando terminen las pruebas cortamos el extremo terráqueo y Ashoka empieza a recoger el filamento. Naturalmente, cuando uno tira de un extremo, tratándose de cuarenta mil kilómetros de línea, no pasa nada, por muy fuerte que sea el tirón. Haría falta medio día para que el impulso llegara al otro extremo y todo el sistema empezará a moverse. De modo que se mantiene la tensión y… ¡Oh!
–Alguien hizo unos cuantos cálculos -continuó la ingeniero-, y se dio cuenta de que, cuando al fin logremos velocidad, tendremos varias toneladas dirigidas hacia la estación a mil kilómetros por hora. Eso no les gustó nada.
–Comprendo. ¿Qué quieren que hagamos?
–Programar un recogido más lento, con impulso controlado. Si ocurre lo peor, harán que salgamos de la estación para efectuar el enrosque.
–¿Y eso retrasará la operación?
–No, hemos elaborado un plan de contingencia para sacarlo de la escotilla en cinco minutos, si llegara el caso.
–¿Y podrán recobrarlo con facilidad?
–Por supuesto.
–Espero que tengan razón. Esa línea de pesca costó mucho dinero… y quiero volver a usarla.
Pero ¿dónde?, se preguntaba Morgan, en tanto contemplaba la Tierra, una lenta hoz menguante. Tal vez seria mejor completar primero el proyecto de Marte, aunque representara varios años de exilio. Una vez que Pavonis estuviera operando normalmente, la Tierra tenía que seguir el ejemplo; Morgan no dudaba de que, de algún modo, los últimos obstáculos serían superados.
Entonces, el abismo que ahora estaba contemplando quedaría franqueado, y se eclipsaría por completo la fama que Gustave Eiffel había ganado hacia ya tres siglos.
A pocos metros de él estaba el último camarógrafo de Maxine Duval, un brioso joven de veintiocho o veintinueve años. Sobre los hombros llevaba las herramientas habituales de su oficio: cámaras gemelas dispuestas al modo tradicional, «la derecha hacia adelante, la izquierda hacia atrás»; por encima, una pequeña esfera, no más grande que una uva. La antena instalada dentro de esa esfera estaba haciendo cosas muy inteligentes a varios miles de veces por segundo, y se mantenía siempre ligada al satélite de comunicaciones más cercano, por muchas payasadas que hiciera su portador. En el otro extremo del circuito, cómodamente sentada en su estudio, Maxine Duval veía por los ojos de su distante alter ego y escuchaba con sus oídos, sin necesidad de esforzar sus propios pulmones en el aire helado. Esta vez ella llevaba la mejor parte, aunque no siempre era así.
Morgan había aceptado aquel arreglo con cierta resistencia. Sabía que se trataba de una oportunidad histórica y aceptó la promesa de Maxine: «Mi camarógrafo no les estorbará». Pero también tenía aguda conciencia de todo lo que podía salir mal en un experimento tan novedoso, especialmente durante los últimos cientos de kilómetros, al entrar en la atmósfera. Por otra parte, también sabía que podía confiar en que Maxine no hiciera sensacionalismos con el triunfo ni con el fracaso.
Como todo gran periodista, Maxine Duval no se mostraba emotivamente libre de los sucesos que observaba. Era capaz de proporcionar todos los puntos de vista, sin distorsionar ni omitir hechos que considerara esenciales; empero no hacía el menor esfuerzo por ocultar sus propios sentimientos, aunque no les permitiera entrometerse. Ella admiraba profundamente a Morgan, con el envidioso respeto de quien carece de toda verdadera habilidad creativa. Desde la construcción del Puente de Gibraltar esperaba ver lo que el ingeniero haría a continuación, y no se sentía desilusionada. Pero aunque deseaba que Morgan tuviera suerte, él no le gustaba. En su opinión, lo dominaba una ambición demasiado implacable, lo cual lo hacía supra e infrahumano a la vez. Y no podía evitar el compararlo con su suplente: Warren Kingsley. Ése sí era una persona gentil y totalmente agradable -«Y mejor ingeniero que yo», le había dicho Morgan una vez, serio más que a medias-, pero nadie oiría jamás hablar de Warren; él sería siempre un opaco y fiel satélite de su deslumbrante jefe. En realidad, estaba perfectamente satisfecho de que así fuera.
Fue Warren quien explicó pacientemente a Maxine los mecanismos del descenso, de sorprendente complejidad. A primera vista parecía muy sencillo dejar caer algo en línea recta hasta el ecuador, desde un satélite que pendía inmóvil por encima de ese punto. Pero la astrodinámica está llena de paradojas; si uno trata de aminorar la velocidad, se mueve más de prisa. Si toma la ruta más corta, consume más combustible. Si apunta en una dirección, viaja en otra… Y eso cuando sólo se trata de campos gravitatorios. En ese caso, la situación era mucho más complicada. Nadie había intentado, hasta entonces, gobernar una sonda espacial que arrastrara tras de sí cuarenta mil kilómetros de alambre. Pero el programa Ashoka había funcionado perfectamente hasta llegar al borde de la atmósfera; dentro de pocos minutos, el operador de Sri Kanda se encargaría de la fase final. No era extraño que Morgan pareciera tenso.
–Van -dijo Maxine por el circuito privado, con voz suave pero firme-, deja de chuparte el dedo. Pareces un bebé.
La expresión de Morgan reveló indignación, sorpresa después, y acabó por relajarse en una risa algo avergonzada.
–Gracias por el aviso -dijo-. Sería horrible arruinar mi imagen pública.
Contempló con divertido rencor la articulación faltante, preguntándose cuándo dejaría de encontrarse con supuestos graciosos que le dijeran: «¡Ja! ¡El ingeniero atrapado en su propias redes!». Después de tanto advertir a otros, había acabado por descuidarse y se había cortado al demostrar las propiedades del hiperfilamento. No hubo casi dolor, y pocos inconvenientes. Algún día haría algo por solucionarlo; por el momento no podía permitirse el pasar toda una semana conectado a un regenerador de órgano, sólo por dos centímetros de pulgar.
–Altitud dos cinco cero -dijo una voz tranquila e impersonal, desde la cabina de control-. Velocidad de la sonda uno uno seis cero metros por segundo. Tensión del cable noventa por ciento nominal. El paracaídas se desplegará dentro de dos minutos.
Después de su momentáneo descanso, Morgan volvía a ponerse tenso y alerta. Como un boxeador, pensó Maxine Duval, que observa a un adversario desconocido, pero peligroso.
–¿Cuál es la situación del viento? – preguntó él, bruscamente.
Otra voz respondió, en un tono nada impersonal:
–No lo puedo creer -dijo, preocupada-, pero Control de Monzones acaba de lanzar un aviso de vientos fuertes.
–Éste no es momento para bromas.
–No están bromeando; acabo de verificar la información.
–¡Pero si aseguraron que no habría vientos superiores a los treinta kilómetros por hora!
–Acaban de elevarse hasta sesenta… Corrijo: ochenta. Algo anda muy mal…
Eso diría yo, murmuró la Duval para sí. En seguida indicó a sus ojos y oídos distantes:
–Desaparece entre el andamiaje; los molestarás si estás cerca. Pero no te pierdas nada.
Mientras dejaba que su camarógrafo se las ingeniara para cumplir esas órdenes contradictorias, conecto su excelente servicio de informaciones. En menos de treinta segundos descubrió cuál era la estación meteorológica responsable del clima en la zona de Taprobane. Y resultó frustrante, aunque no sorprendente, enterarse de que no aceptaba llamadas del público en general.
Mientras dejaba que su competente personal franqueara ese obstáculo volvió a conectar con la montaña, y quedó atónita al comprobar que, en ese breve intervalo, las condiciones habían empeorado muchísimo.
El cielo estaba más oscuro; los micrófonos captaban el leve y lejano rugido del huracán. Maxine Duval había visto cambios semejantes en el mar, y más de una vez los había aprovechado al participar en carreras por el océano. Pero tanta mala suerte era increíble; simpatizaba con Morgan, cuyo sueños y esperanzas podían verse barridos por ese viento no planeado, imposible.
–Altitud dos cero cero. Velocidad de sonda uno uno cinco metros por segundo. Tensión noventa y cinco por ciento nominal.
De modo que la tensión aumentaba, y en más de un sentido. Ya era imposible suspender el experimento. Morgan tendría que seguir, simplemente, y esperar que todo saliera lo mejor posible. Maxine hubiera querido hablarle, pero no cometió el error de interrumpirlo en medio de esa crisis.
–Altitud uno nueve cero. Velocidad uno uno cero cero Tensión ciento cinco por ciento. Primer despliegue de paracaídas… ¡Ya!
Bueno, la sonda estaba ya atrapada por la atmósfera terrestre. El resto de combustible debía ser utilizado para guiarla hacia la red que esperaba para atraparla, extendida en el flanco de la montaña. Los cables que sostenían la red se estremecían ante el vendaval que tiraba de ellos.
Morgan salió abruptamente de la cabina para mirar hacia el cielo. Después se volvió directamente hacia la cámara.
–Pase lo que pase, Maxine -dijo, lenta y cautelosamente-, la prueba ya ha tenido éxito en un noventa y cinco por ciento. No, noventa y nueve. Ha bajado treinta y seis mil kilómetros; faltan solo doscientos.
Maxine Duval no respondió. Sabía que aquellas palabras no estaban dirigidas a ella sino a la silueta que ocupaba una complicada silla de ruedas, fuera de la cabaña. El vehículo delataba a su ocupante: sólo un visitante extraterrestre podía necesitar semejante artefacto. Los médicos eran ya capaces de curar virtualmente todos los defectos musculares, pero los físicos no podían curar la gravedad.
¡Cuántas potencias, cuántos intereses estaban concentrados, en esos momentos, en la cima de la montaña! Las fuerzas mismas de la naturaleza: el Banco de Narodny Marte, la República Nordafricana Autónoma, Vannevar Morgan -que no era en sí una fuerza natural- y aquellos monjes, gentilmente implacables, en su aguilera barrida por los vientos.
Maxine Duval susurró instrucciones a su paciente camarógrafo y la cámara se alzó poco a poco. Allí estaba la cumbre, coronada por las deslumbrantes paredes blancas del templo. Aquí y allá, a lo largo de sus parapetos, se podía divisar algún flameo de túnicas anaranjadas al viento. Tal como ella esperaba, los monjes estaban observando.
Pidió un primer plano, lo bastante cerca como para ver las caras una a una. Aunque no conocía personalmente al Mana Thero -quien había rehusado cortésmente concederle una entrevista-, estaba casi segura de poder identificarlo. Sin embargo no había rastros del prelado; tal vez estaba en el santasanctorum, concentrando su formidable voluntad en algún ejercicio espiritual.
Maxine Duval no estaba segura de que el principal adversario de Morgan se permitiera algo tan ingenuo como una plegaria. Pero si realmente había rezado pidiendo esa milagrosa tormenta, su súplica aún esperaba una respuesta. Los dioses de la montaña despertaban de su letargo.
También existe un tipo de sucesos muy interesante, aunque por suerte bastante raro, en el cual el individuo en cuestión ocupa un puesto de tal eminencia, o tiene poderes tan absolutos que nadie se da cuenta de lo que él hace hasta que resulta ya demasiado tarde. La devastación ocasionada por tales genios locos (parece no haber mejor término para definirlos) puede tener un alcance mundial, como en el caso de A. Hitler (1889-1945). En una sorprendente cantidad de ejemplos no se sabe nada de sus actividades, gracias a una conspiración de silencio entre sus avergonzados padres.
Un ejemplo clásico ha surgido recientemente a la luz con la publicación de las memorias, tan esperadas y tan pospuestas, de la Dama Maxine Duval. Aun ahora, algunos aspectos del asunto no han quedado del todo en claro.
(La civilización y sus descontentos, J. K. Golitsyn, Praga, 2175)
–Altitud uno cinco cero, velocidad noventa y cinco, repito, noventa y cinco. Pantalla térmica fuera.
Bien, la sonda había entrado indemne en la atmósfera y se desprendía de su velocidad excesiva. Pero era demasiado temprano para alegrarse. No sólo faltaban aún ciento cincuenta kilómetros verticales, sino también trescientos horizontales… con un vendaval aullante que complicaba las cosas. Aunque la sonda contaba aún con una pequeña cantidad de combustible, su libertad de maniobra era muy limitada. Si el operador no acertaba a la montaña en el primer intento, no podría dar la vuelta e intentarlo otra vez.
–Altitud uno dos cero. Todavía no hay efectos atmosféricos.
La pequeña sonda giraba rápidamente hacia abajo, como una araña que descendiera por su hilo de seda. Ojalá les alcance el cable, pensó Maxine para sí. Sería demasiado irritante que se les acabara a pocos kilómetros del blanco. Trescientos años atrás habían ocurrido tragedias similares, con algunos de los primeros cables submarinos.
–Altitud ocho cero. Acercamiento nominal. Tensión ciento por ciento. Algo de resistencia aerodinámica.
La atmósfera superior empezaba a hacerse sentir, aunque por el momento sólo para los sensibles instrumentos del diminuto vehículo.
Un pequeño telescopio a control remoto, instalado sobre el camión de mandos, seguía automáticamente a la sonda todavía invisible. Morgan se dirigió hacia él seguido por el camarógrafo, que parecía su sombra.
–¿Algo a la vista? – susurró tranquilamente Maxine, después de unos cuantos segundos.
Morgan sacudió la cabeza, impaciente, y siguió mirando por la lente.
–Altitud seis cero. Moviéndose a la izquierda. Tensión ciento cinco por ciento; corrijo: ciento diez.
Aún está bien por debajo del límite, pensó Maxine; pero empezaban a ocurrir cosas al otro lado de la estratósfera. Sin duda Morgan ya tenía la sonda a la vista.
–Altitud cinco cinco, dando un impulso de corrección de dos segundos.
–¡Lo tengo! – exclamó Morgan-. ¡Ahí veo el chorro!
–Altitud cinco cero. Tensión cien. Es difícil mantener el curso; algunos golpes de viento.
Era inconcebible que, faltando sólo cincuenta kilómetros, la pequeña sonda no pudiera completar su trayecto de treinta y seis mil. Pero ¿cuántos aviones y espacionaves se habían visto en dificultades al cubrir los últimos metros?
–Altitud cuatro cinco. Vientos fuertes. Otra vez fuera de curso. Impulso de tres segundos.
–La perdí -observó Morgan, disgustado-. Hay nubes en el camino.
–Altitud cuatro cero. Fuertes golpes de viento. Tensión al máximo en uno cincuenta. Repito, uno cincuenta por ciento.
Eso sí andaba mal; Maxine sabía que la tensión de ruptura era de doscientos por ciento. Una fea torsión, y el experimento habría terminado.
–Altitud tres cinco. El viento empeora. Impulso de un segundo. Reserva de combustible casi acabada. La tensión sigue subiendo, hasta uno setenta.
Otro treinta por ciento y hasta esa fibra increíble se rompería, como cualquier material cuando se excede su resistencia.
–Alcance tres cero. Empeora la turbulencia. Fuertes desvíos hacia la izquierda. Imposible calcular la corrección; los movimientos son demasiado erráticos.
–¡La veo! – gritó Morgan-. ¡Está entre las nubes!
–Alcance dos cinco. No alcanza el combustible para volver al curso. Calculo que erraremos por tres kilómetros.
–¡No importa! – gritó Morgan- ¡Estréllela donde pueda!
–Lo antes posible. Alcance dos cero. Aumenta la fuerza del viento. Se pierde estabilidad. La carga empieza a girar.
–Suelte el freno. ¡Deje correr el cable!
–Ya está hecho -dijo aquella voz, enloquecedoramente tranquila.
Maxine Duval hubiera podido suponer que se trataba de una máquina parlante, pero sabía que Morgan había pedido un operador de tránsito espacial para esa tarea.
–Falla en la hilera. La carga gira ahora a cinco revoluciones por segundo. Cable probablemente enredado. Tensión uno ocho cero por ciento. Uno nueve cero. Dos cero cero. Alcance uno cinco. Tensión dos uno cero. Dos dos cero. Dos tres cero.
No puede durar mucho más, pensó Maxine Duval. Faltaban sólo doce kilómetros y ese maldito alambre se había enredado en la sonda que giraba a toda velocidad.
–Tensión cero. Repito, cero.
Listo; el alambre se había roto, y en esos instantes estaría serpenteando lentamente hacia las estrellas. Sin duda los operadores de Ashoka volverían a recogerlo, pero Maxine tenía una idea bastante aproximada del asunto como para saber que se trataba de una tarea larga y complicada. Y la pequeña carga se estrellaría en algún punto, entre los campos y las selvas de Taprobane. Sin embargo, tal como había dicho Morgan, la operación había tenido éxito en más de un noventa y cinco por ciento. La próxima vez, cuando no hubiera viento…
–¡Allí está! – gritó alguien.
Acababa de encenderse una estrella deslumbrante, entre dos de los galeones nubosos que surcaban el cielo; parecía un meteorito a la luz del día, en su descenso hacia la Tierra. Irónicamente, como para burlarse de sus constructores, la linterna instalada en la sonda para facilitar la guía en el último tramo se había encendido automáticamente. Bueno, aún serviría para algo: ayudaría en la localización de los restos.
El camarógrafo de Maxine giró lentamente, para que ella pudiera observar la brillante estrella diurna que pasaba más allá de la montaña, desapareciendo en el este; ella calculó que aterrizaría a menos de cinco kilómetros. Entonces dijo:
–Comunícame con el doctor Morgan. Quiero cambiar unas palabras con él.
Pensaba hacer algún comentario optimista, en voz lo bastante alta como para que el banquero marciano pudiera oírla, quería expresar su confianza de que la próxima vez el descenso sería un éxito completo. Aún estaba componiendo el discursito para levantar los ánimos cuando algo se lo borró instantáneamente del cerebro.
En el futuro volvería a observar los sucesos de aquellos treinta minutos siguientes hasta saberlos de memoria. Pero nunca estuvo segura de comprenderlos por entero.