Llevó a cabo el crimen de la manera más brutal, más primitiva: golpeando a su víctima en la cabeza con un gran trozo de metal, de varios kilos de peso, sin forma; lo tomó con las dos manos y le rompió el cráneo del primer golpe; probablemente el hombre ya estaba muerto cuando lo descargó por segunda vez, y al parecer hubo otras. Las salpicaduras de materia orgánica en el piso, en los muebles, en las paredes, eran un impresionante testimonio de la violencia explosiva de los impactos; es fácil imaginar el ruido, de huesos rotos, de fluidos, las desgarraduras, los espasmos de títere inanimado del cadáver al seguir recibiendo golpes. Todo lo cual apuntaba a un trazo grueso mucho más de hombre que de mujer. Sin embargo, los peritos psicológicos que participaron en la instrucción opinaron lo contrario: para ellos el estereotipo del homicidio «femenino», con unas gotas de veneno en la taza de té, o la consabida pistola diminuta con cachas de nácar rosa, era un prejuicio literario que no resistía a la prueba de una realidad en la que cotidianamente mujeres de toda edad, estado civil y extracción social llevaban a cabo asesinatos por medios de la más marcada brutalidad.
De cualquier modo, no hubo dudas de que había sido ella. Nadie que la conociera, o que la hubiera visto, así fuera en fotos, aun en las imperfectas fotos de la prensa, podría haber dudado de su capacidad de cometer el crimen. La furia la envolvía, le daba tensión a su cuerpo otrora esbelto, después martirizado por la culpa. Y en sus rasgos violentos lo humano quedaba sólo como una reliquia muerta, bajo capas de historia de abusos, sufrimiento, humillaciones. La palabra «monstruo», después de todo, no estaba fuera de lugar.
Sea como fuera, las pericias psicológicas, por redundantes, eran apenas una crueldad más. Su culpabilidad estaba decidida por pruebas materiales contundentes, la primera de ellas: el arma homicida, el trozo de metal usado para aplastarle el cráneo a la víctima. Ella no pudo desprenderse de ese elemento incriminatorio, por el simple hecho de que el metal en cuestión era oro, y constituía su única posesión, el único bien con que contaba para poder iniciar una nueva vida. Ni siquiera las manchas de sangre pudo lavarle: la forma irregular que tenía, llena de salientes y entrantes profundas, habría hecho necesario, para una buena limpieza, cepillos, inmersión en agua caliente, quizás hasta un soplete que lanzara un chorro penetrante. No era algo que se arreglara pasándole un trapo húmedo. Y esas maniobras higiénicas le estuvieron vedadas durante su huida, sin refugio, sin tiempo, en constante movimiento. Y la huida, además, estaba entorpecida por el peso del oro, excesivo para ella. Sólo en un momento de posesión, en un espasmo nervioso, había podido levantarlo sobre su cabeza, con las dos manos, y descargarlo sobre su víctima. En circunstancias normales apenas si podía sostenerlo, y de pronto las circunstancias habían pasado al nivel de lo subnormal, pues la falta de descanso, de sueño, de alimentación, durante la prolongada huida, la debilitaron y entorpecieron. Pero no podía dejarlo, ya que todo su futuro dependía de él.
¿Cuánto pesaría esa infernal masa de oro? ¿Diez kilos, doce? Era más o menos lo que calculaba ella, pero no podía tener ninguna seguridad, pues no se encontraba en circunstancias normales, físicas y psicológicas. Y además, los pesos que recordaba haber cargado habían sido los de bolsos con asas o paquetes atados, y esta masa tenía una forma muy irregular (procedía de la fundición de un motor) que hacía especialmente difícil sostenerla, lo que debía de agregarle kilos, o sensación de kilos, a su peso.
Completaba la dificultad el hecho de que había que mantenerlo disimulado para evitar que su visión despertara la codicia; habría sido muy fácil arrebatárselo, en el estado de debilidad y desorientación en que se encontraba; hasta un niño habría podido hacerlo. Y no faltaría quien quisiera hacerlo, en la ciudad invadida por la delincuencia. Fue lo primero que pensó, cuando salía corriendo de la casa, dejando el cadáver en el suelo; salir a la calle, despeinada, perturbada, sin ropa adecuada, resoplando, tropezando, y encima llevando en los brazos el oro desnudo chorreando sangre, era lo más imprudente que se podía hacer, pero la urgencia por alejarse de la escena del crimen fue más poderosa que cualquier razonamiento. Por suerte no había nadie a esa hora, y pudo correr unos cientos de metros sin interrupción. La carrera, y el frío de la noche, la despejaron lo suficiente como para ver la necesidad de tomar alguna medida de protección. Se metió en lo que parecía un callejón, o un patio. Se sentó en el suelo apoyando la espalda en la pared. Al dejar el oro sintió cuánto era el peso que había venido soportando; le dolían los brazos, los hombros, el cuello. Había buscado un sitio oscuro, y ahora se daba cuenta de que estaba detrás de unos grandes contenedores que bloqueaban la luz proveniente de la calle. Pensó que allí, entre la basura, encontraría algo con que envolver su tesoro. Cuando hubo recuperado el aliento, levantó la tapa del contenedor más próximo y tanteó en su interior. Las manos tocaron algo que le pareció prometedor, y tirando con fuerza sacó un pequeño colchón, tan pequeño que, calculó, debía de haber sido de una cunita o moisés de bebé. El relleno estaba podrido y asomaba por los desgarros de los bordes. Pero la tela del forro podía servirle; la arrancó, lo que no fue difícil, y con ella pudo envolver el oro. Era una tela espesa, con estampados que no pudo distinguir en la oscuridad.
Entonces sí, satisfecha con la maniobra, partió. Había tenido que improvisar, y supo que de ahora en más ésa sería la pauta invariable. Todo tendría que ser improvisado en el momento. Es decir: perdía la referencia que le daba la organización de los hechos, porque éstos se habían desorganizado radicalmente. Era como si la realidad misma se alejara, y en su lugar, en la tierra de nadie que se abría ante ella, sólo hubiera la posibilidad de invenciones dislocadas, hijas del momento y de la necesidad.
Se ahorró la pesadilla de errar interminablemente por suburbios sin fin, porque la capital, pequeña y densificada por la especulación inmobiliaria, se terminaba enseguida y cedía su lugar al campo. Las calles ominosas se transformaban en caminos, que subían y bajaban por entre selvas escalonadas hasta el cielo. Era el interior, salvación del perseguido. En todas partes, como en una feria, ríos, lagos, cascadas, los géiseres monumentales del Gran Acuífero, las turberas tropicales con los maravillosos murciélagos enanos, pequeños como mosquitos, las cavas de piedra azul en las que hervía un barro perenne, palmares ventosos, vertiginosas canteras cruzadas en lo alto por puentecitos danzarines, montes de ficus retorcidos, lavandas y malvones, baños de piedra, basílicas de oropéndolas y criaderos aéreos. Los volcanes activos brillaban de noche, con resplandor de horno; sus hilos de lava carmesí hacían dibujos caprichosos que se borraban de día y nadie podía encontrar, pues la corteza terrestre se reacomodaba todo el tiempo. Los microclimas se sucedían a cada paso, hasta con lluvias individuales. Y en los valles fértiles, nacidos de hundimientos paleozoicos, las pintorescas aldeas que constituían la verdadera riqueza demográfica de El Salvador. Turistas norteamericanos o europeos habrían pagado grandes sumas por recorrer los destinos que esperaban a la presa; para ella eran apenas un accidente.
En ese entonces, el país se debatía en una sangrienta guerra civil, que hacía de cada uno de sus edénicos rincones la ocasión de una emboscada mortal. Oscuros intereses alentaban el caos armado; reinaba la inseguridad en ciudades, pueblos, y hasta en las vírgenes extensiones selváticas que cubrían la mayor parte del territorio. Poblaciones enteras se desplazaban huyendo de los enfrentamientos y las exacciones. Las caravanas en desbandada se fundían unas con otras, se separaban, volvían a encontrarse, producían la impresión de estar recorriendo círculos, o torcidos óvalos de ansiedad y desamparo: los países vecinos habían militarizado sus fronteras, cerradas a cal y canto, como si se hubieran conjurado para que el pequeño cosmos salvadoreño se desangrara en su clausura. La vida y la muerte se habían vuelto un albur para todos por igual; ya no había domicilios, ni empleos fijos, ni futuros programados. Todo lo cual, dramático como era, favorecía a la mujer: no había mejor refugio para un fugitivo que un mundo de fugitivos. Y además, ella gozaba de algunas ventajas relativas: a diferencia de los desplazados o bombardeados, no tenía que preocuparse por familia o enseres, le daba lo mismo ir en una dirección o en otra, y no temía perderse o alejarse. Donde los demás lamentaban el alejamiento, ella lo festejaba, y pedía más. Ni siquiera cargaba con la amenaza de la violencia, porque ya la había dejado atrás.
Y sin embargo… No era tan cierto que ella no tuviera que cargar nada: iba con la gran roca de oro en brazos, y no se atrevía a separarse de ella un instante, ya que era su única posesión, y en ella basaba todas sus esperanzas de volver a tener algo y reconstruir su vida. La llevaba envuelta en trapos, los mismos trapos que había encontrado en el callejón, pues no encontró otros en toda su peregrinación. Lo único que pudo hacer fue acolchar un poco, con musgo y hojas, entre el trapo y el oro, para que no le lastimara tanto las manos. La forma irregular de la roca la hacía incómoda de cargar. Su peso, en las largas marchas cotidianas, le entumecía los brazos y le causaba dolores lancinantes en la espalda. Además, llamaba la atención. A primera vista parecía un bebé, y reforzaba la impresión el apego obsesivo con el que lo manipulaba. A los salvadoreños, en esos tiempos turbulentos, se les había vuelto un cliché esa imagen de la madre que no soltaba al hijo a través de todos los obstáculos; de ahí que se la aplicaran automáticamente. Pero bastaba un mínimo de atención para ver que la forma de ese bulto no se correspondía con la de una criatura humana, y además a un niño no se lo llevaba envuelto por todos lados, sin dejarle un resquicio para respirar. Las preguntas a las que dio lugar esta curiosidad fue una de las causas de que la fugitiva abandonara el proyecto de unirse a las procesiones de desplazados para aprovechar las ventajas de los campamentos de civiles levantados y administrados por los Cascos Azules. Muy a su pesar, descubrió que aun en un contexto de guerra las identidades seguían siendo examinadas, los antecedentes tomados en cuenta; los papeles de documentación no habían perdido su vigencia, todo lo contrario: la habían aumentado. Hasta los indios, los pipiles y los mecas, sobre todo los indios, mantenían un registro implacable de sus respectivas membrecías. La inquietud y los temores la obligaron a mantener un movimiento incesante. No se detenía en ninguna compañía. Eso la agotó física y espiritualmente. Si sus vagabundeos nerviosos la llevaban a una aldea en paz, no se atrevía a pedir asilo, pues debería dar demasiadas explicaciones; pero era más o menos lo mismo cuando una aldea había sido bombardeada y sus habitantes emprendían el éxodo. No sólo lo mismo sino peor, ya que los emigrantes desconfiaban más y se mostraban más brutales y expeditivos. Lo ideal era llegar, en el momento justo, al punto donde se unían los expulsados de dos aldeas, y confundirse con ellos cuando seguían juntos. De ese modo todos creían que pertenecía a la otra aldea. Pero esa coincidencia se daba rara vez, y tampoco daba una seguridad completa; porque lo más probable era que a los pocos días u horas de marcha los miembros de una y otra aldea se hicieran amigos, y conversando alguno preguntaba: «¿Quién es esa mujer con el bulto envuelto en trapos?». Y el otro le decía: «¿Pero cómo? ¿No venía con ustedes?». «No, no es de nuestra aldea, nosotros nos conocemos todos, y a esa mujer nunca la habíamos visto. ¿Ustedes tampoco?» «No. Ni idea.» «Entonces, vamos a preguntarle quién es, de dónde salió, y qué es ese bulto del que no se separa ni para dormir.» Imaginar este diálogo la desalentaba. Por un instante se le encendía una esperanza: con dos aldeas no funcionaría, pero quizás con tres, con cuatro… No. Era inútil. El país estaba en llamas, pero no le bastaba. El caos no era todo lo caótico que ella necesitaba. Seguramente nunca lo sería. ¿Y mentir? No, lo había descartado sin intentarlo siquiera; no tenía imaginación, ni podía reunir la concentración que se precisaba para mantener una mentira en el tiempo. Podía haber intentado decir por ejemplo que lo que llevaba en brazos era el cadáver de su hijo muerto, y si le objetaban la forma, argumentar que había nacido monstruo, y por eso había muerto. ¿Por qué no le había dado cristiana sepultura? Ahí habría tenido dos opciones: la primera y más convencional, decir que justamente andaba buscando un camposanto, con cura y enterrador, para no depositarlo en un pozo cualquiera como una alimaña; la segunda, un poco más barroca, pero quizás más verosímil en tanto la realidad suele ser más rara que la razón, era decir que lo llevaba para venderlo al Museo de Ciencias, donde podían exhibirlo como fenómeno inusual. Y si esto podía herir la sensibilidad de los que aun creían en el instinto materno, la respuesta obvia la daba la miseria producida por la guerra, y el consiguiente cataclismo que afectaba a la ética.
En estas vacilaciones y sobresaltos atravesó los valles y se vio en las lindes de la selva, oscura, amenazante, inhabitada. En otro momento habría hecho cualquier cosa, enfrentado cualquier peligro, antes que internarse en ella. Era una mujer de ciudad, sin hábitos de vida al aire libre; hasta entonces en su huida había buscado alguna clase, cualquiera, de sociedad, de habitación, de contacto humano; pero la disimulación y el temor le habían envenenado ese contacto; la perspectiva de tener que hacer frente otra vez a las miradas inquisitivas del prójimo la animó a dar el paso desesperado de perderse en la selva, «para siempre», según pensó. No debía de ser un pensamiento muy serio, pues no soltaba el oro, que representaba su proyecto de reconstruir su posición en la sociedad.
Hizo unos cientos de metros, en la penumbra verdosa. Allí no había caminos; la marcha era lenta y penosa, no sólo por el curso zigzagueante al que la obligaban los árboles sino porque el terreno se hacía desigual, con las raíces brotando del suelo en nudos retorcidos. La sensación de soledad era completa. El canto de un pájaro, amortiguado por sus propios ecos, los chillidos lejanos de los monos resaltaban el silencio que los envolvía. Nubes de insectos pequeñísimos, en una danza atorbellinada, se escurrían hacia la altura, alternando la invisibilidad con un brillo móvil de motas de oro cuando un haz de luz se filtraba entre las copas. Se sentía muy pequeña al levantar la vista. Los árboles de corteza lisa y lustrosa, caobas sombrías y aromos antiguos, subían a alturas titánicas; el sudor incesante que resbalaba por los troncos les daba una apariencia de movimiento. Resinas tóxicas goteaban de las puntas de las ramas. Las arañas, el cuerpo apenas una bolita morada, las patas larguísimas con raras articulaciones giratorias, tejían sus redes. Las avispas partían de sus nidos acaracolados de barro, en largos vuelos rectos. Las lianas valsaban con lentitud gravitatoria. Un grito discordante acompañado de un aleteo delataban de pronto la presencia escarlata del papagayo: parecía como si se hubiera sacudido en un accidente nervioso del sueño. En el enredado sotobosque, flores pequeñas y pálidas por la falta de sol.
Se detuvo al hallar ramilletes de rabanitos, que probó: eran picantes y fríos; los supuso nutritivos. Se sentó a comer. Una vez que hubo interrumpido la marcha, le fue imposible retomarla de inmediato. Se había sentado en el suelo, y comía los rabanitos uno tras otro. Sólo después de comer una docena se dio cuenta de que no tenía por qué seguir sosteniendo con un brazo la masa de oro; la depositó a su lado. El alivio físico se manifestó primero como un intenso dolor en los hombros. Trató de relajarse, mientras comía una docena más de las picantes bolas rojas. Tan entumecida como el cuerpo tenía la mente, a pesar de lo cual recordó que los rabanitos que ella conocía crecían bajo tierra, mientras que éstos colgaban de las ramas de un arbusto enano. Miró con atención el que acababa de arrancar. Lo apretó con los dedos y lo vio abrirse. Lo desarmó con cuidado. Llegó a la conclusión de que era una flor, con los pétalos blancos tan comprimidos que tomaban la consistencia de la carne de una leguminácea.
Fueran lo que fueran, la habían alimentado. La satisfacción que sobrevino le cerraba los ojos. Se preguntó, con pensamientos vagos, qué pasaría si se permitía una siesta. Los murmullos de la selva le daban respuestas igualmente vagas. Un pájaro cantó cerca. Mucho más arriba, otro lo imitó. Se estiró en la hierba, y se quedó dormida.
Durmió todo el resto de la tarde, y toda la noche, y cuando se despertó era una aurora que podía ser cualquiera, la de un día que parecía lejano, desconocido, olvidado. Un hombre de mediana edad estaba sentado en una raíz cerca de ella, leyendo. Cuando notó que lo miraba cerró el libro, tras colocar entre las páginas la cinta señaladora, y le habló con una cortesía a la que ella se había desacostumbrado.
Fue esa cortesía, justamente, la que hizo que durante la conversación que siguió el intercambio de información fuera asimétrico. El desconocido advirtió que la mujer prefería no entrar en detalles sobre su pasado, y con discreción no hizo preguntas. Supuso que huía de algo, como tantos otros. Sin ir más lejos, sus asistentes y criados habían huido también, y lo habían dejado solo. Cuando se lo dijo, ella se asombró: ¿no estaban, allí en el corazón de la selva, en el sitio más tranquilo y protegido que podía ofrecer el país en esos momentos? Sí, era así, pero precisamente por ello su personal había sentido culpa y preocupación por sus familiares viviendo en ciudades y pueblos expuestos a los trastornos de la guerra, y se habían marchado a compartir su suerte. En cierto modo, había sido una huida al revés. A partir de ese dato, fue desgranando los demás, hasta que la mujer pudo hacerse una idea más o menos completa de la vida y situación de su inesperado compañero de soledad. En cuanto a su aspecto físico, sólo cuando se pusieron de pie y tomaron el rumbo de la casa, que estaba muy cerca, pudo apreciar el rasgo más llamativo: era extraordinariamente bajo, casi un enanito. Durante la conversación no lo había notado: él había seguido sentado en la raíz, pero aun de un hombre sentado se podía calcular la altura; ella no lo había hecho, distraída por otros rasgos de su interlocutor: la mirada bondadosa, la dicción culta, sosegada, absorbente.
Su nombre era Eugenio. Era científico, especialista en enfermedades cerebrales. Se había retirado a la selva años atrás, cuando estallaba la guerra civil. El incendio que destruyó parte del Museo de Ciencias (la parte donde se hallaban sus oficinas y salas de práctica) fue la excusa que necesitaba para retirarse. Hacía tiempo que abrigaba el proyecto de hacerlo, después de llegar a la conclusión de que sólo en el aislamiento podía aspirar a descubrir algo más allá de lo trillado en su campo de investigación. Había adquirido un «cubo de selva», denominación bajo la cual vendía el Estado las parcelas en aquel entonces, construyó una casa, instaló un pabellón de trabajo, y se radicó allí, donde pensaba seguir el resto de sus días. Y quizás lo hiciera después de todo, a pesar de la defección de su personal.
A la oferta de alojamiento por esa noche, que ya estaba cerrando cuando llegaron a la casa, le siguió una más amplia. La mujer podía quedarse indefinidamente, todo el tiempo que quisiera o que tardaran en resolverse sus problemas (no preguntó cuáles eran). Ella agradeció y preguntó qué podía hacer a cambio. Eugenio hizo un gesto abarcativo: la desaparición de la servidumbre había dejado vacantes todas las tareas de la casa y el complejo: cocinar, limpiar, lavar, ocuparse del jardín, la huerta, los animales… Había para elegir, dijo con una sonrisa. Por supuesto, aclaró, no le estaba proponiendo que se ocupara de todo. Con que hiciera lo mínimo, él le estaría agradecido.
Así se inició una etapa de paz en la aguerrida existencia de la mujer, un momento de distensión presidido por el hombrecito fino y bondadoso. Él no tuvo necesidad de interrogarla para suponer, con razón, que estaba huyendo. No estuvo tan acertado, en cambio, en la suposición de las causas. Fue una hipótesis delirante, fruto de su pura imaginación, y no valdría la pena mencionarla si no fuera por las funestas consecuencias que tuvo a la larga. Lo delirante de esta construcción imaginativa provenía de su confianza en lo verosímil, debida quizás a su formación científica. Era un hombre de imaginación limitada, y por esta misma limitación podía ir muy lejos, no impedida por ninguna formación mental extraña. El verosímil al que recurrió esa vez fue la situación del país, de la que estaba al tanto a pesar de su aislamiento; pero procesaba los datos a su modo. La lista de datos comenzaba con el hecho fehaciente de la guerra, que no sólo se prolongaba desde hacía años sino que había tenido sobrados antecedentes de violencia. Había una proliferación de armas de fuego. Descartes del ejército o de los irregulares quedaban en las casas, hasta en las más humildes, nadie se decidía a desprenderse de ellas, tan peligrosa se había hecho la vida. De algo podían servir. Eran armas defectuosas, el uso que habían recibido por parte de efectivos improvisados confinaba con el maltrato, sus mecanismos delicados habían quedado con fallas o con piezas sueltas que las volvían impredecibles. Todo esto era razonable, y a Eugenio le bastaba con que lo fuera para seguir adelante. Un arma impredecible se podía disparar sola, al moverla o sólo tocarla. Y la bala, si no mataba a algún miembro de la familia, podía rebotar en alguna superficie dura, de las que hay en cualquier casa. A partir de aquí, el hilo de suposiciones del pequeño especialista en enfermedades cerebrales entraba en un campo del que nadie más que él podía dar cuenta. La supuesta bala escapada accidentalmente del arma vieja y defectuosa que había impuesto el verosímil de la guerra prolongada… podía rebotar, y no una vez sola, porque el rebote tiende por naturaleza a su multiplicación: en una pared, en el techo, en el marco de la ventana, en una olla, en la pata de la cama, trazando líneas invisibles que se cruzaban una y otra vez, en todas direcciones. En esos casos había que desalojar la casa lo antes posible, y esperar afuera a que el movimiento se agotara y la bala cayera al piso, exhausta, al cabo de muchas horas, o días enteros. Como los hombres estaban más tiempo fuera de casa que las mujeres, era probable que el accidente con el arma le hubiera sucedido a esta mujer hallándose sola en la casa. En ese punto la construcción hipotética de Eugenio se encarnaba en figuras concretas, al tiempo que dejaba de ser hipótesis para entrar de lleno en el campo de la ficción. Ella lograba salir, indemne, cerrando la puerta a su paso, y desde afuera oía los «pling» y los «plang» de la bala rebotando y rebotando. Se sentaba a la sombra, contra el tronco de un árbol, a esperar a su marido, para advertirle que no entrara. No contaba con el sueño, que la vencía. La despertaba un ruido sordo, y una aprensión indefinida. La puerta de la casa estaba abierta, el ruido de los rebotes no se oía. Presa de la angustia, corría, y veía a su marido tendido en el suelo, muerto. El sentimiento de culpa (por haberse quedado dormida y no haberle advertido a tiempo del peligro) la trastornaba, y temiendo que la culparan de homicidio emprendía una fuga que llevaba al corazón de la selva. Eugenio se autoconvenció de que así habían pasado las cosas, pero nunca, hasta el momento fatal, hizo la menor alusión.
La casa del pequeño científico estaba en un claro, sobre la orilla de un arroyo. Seguía el modelo de las casas coloniales indochinas, con amplias pasarelas en todo el perímetro, tabiques internos de tela laqueada y postigos de aluminio. Un molino de paletas movido por el agua la proveía de electricidad. La mujer encontró un considerable abandono; hacía un par de meses que Eugenio estaba solo, y no había hecho más que el mínimo de mantenimiento necesario para su subsistencia. El dormitorio del dueño de casa estaba en la planta alta, y un puentecito de bambú unía su balcón al laboratorio, aislado a treinta metros de la casa principal y elevado sobre pilotes. La mujer se instaló en uno de los cuartos de servicio que se sucedían en arco detrás de la cocina, abrazando un patio seco. Con un gusto que sólo podrían entender quienes hubieran vagado largo tiempo sin hogar, se entregó a los quehaceres domésticos; no había exigencias: a Eugenio le daba lo mismo que barriera o no, que lavara los vidrios de las ventanas o sacudiera las alfombras; tenía en su personalidad un elemento de sabio distraído; no le importaba que la ropa estuviera planchada o que las comidas se repitieran. De modo que ella tenía la agradable sensación de estar trabajando por amor al arte, y se permitía caprichos o bellas asimetrías que a un ama de casa corriente le estarían vedadas.
Eugenio tenía la bendición de encontrarle interés a todo lo que hacía. Si uno de sus experimentos con cerebros deformes le imponía una espera, no se aburría mientras tanto: investigaba en las hojas de los árboles o las alas de las mariposas los formatos posibles de cerebros nunca vistos, y no desdeñaba tareas menos intelectuales, como cavar una tumba para un conejo muerto o clavar un clavo en la pared para colgar un cuadrito. Si en el momento de conocerlo la mujer lo había visto sentado, era porque a veces releía alguno de los libros de su biblioteca.
En cuanto al jardín y la huerta, ponerlos en condiciones habría sido un trabajo de dedicación exclusiva. Aunque Eugenio le dijo que no se preocupara, que a él le gustaba así, la mujer lamentaba que la selva invadiera los canteros y almácigos; optó por reducir todas las plantaciones a una minúscula parcela combinada, que respondía a sus afanes abriendo y cerrando, con «plops» húmedos, sus coloridos tulipanes y lanzando a rodar las coles. Los gansos por su parte habían retrocedido a un estadio semisalvaje, en el que su corpulencia e irritabilidad les daban una ventaja relativa.
De una fuente cercana al arroyo, pero independiente de éste, brotaba un agua que no apagaba el fuego. Era difícil de creer, tratándose de agua que parecía perfectamente normal y potable, pero Eugenio le hizo una demostración convincente. Recogida de la fuente en un balde y volcada sobre una fogata, se deslizaba sobre las llamas sin oponerse a ellas. Debía de tener el mismo peso que el fuego, porque saltaba con él, se dejaba levantar, caía enroscándose en sus lenguas, a las que entreabría o por las que se dejaba penetrar. No se calentaba a su contacto, por lo tanto no se evaporaba ni consumía. Tampoco lo alimentaba; no tenían otro efecto uno sobre la otra que el de la compatibilidad, y casi se diría: la afinidad. Como buenos amigos, como cachorros vivaces, incansables, jugaban juntos formando figuras que se transformaban sin cesar, él poniendo el movimiento, ella los volúmenes transparentes en los que circulaban los más bellos resplandores, inasibles, fugaces.
¡Qué juguete! Ni los niños más ricos del mundo habían tenido uno así. Ni los «efectos especiales» de los más ambiciosos productores de cine habrían logrado algo tan vistoso.
La vida de los dos solitarios tomó un ritmo regular. Era el eterno verano de las selvas centroamericanas. La fugitiva empezó a extraerse, miembro a miembro, de la tensión sobrehumana en la que la había encerrado el crimen. Se sentía segura, en aquella remota intimidad. Descansada, bien alimentada, recuperó sus formas y colores. Al disolverse la máscara de angustia y temor se hacía visible el rostro de una mujer de pueblo, todavía joven y todavía capaz de sonreír con inocencia. Eugenio parecía disfrutar de su compañía, pero sólo en términos de castidad. En las charlas que tenían, en las que él era quien más hablaba, nunca mencionó una esposa o hijos, o una historia familiar. Era difícil calcularle la edad, pero ella le daba unos cincuenta años. Quizás su baja estatura lo había acomplejado y mantenido lejos de las mujeres. Buscando en esa dirección, con típica curiosidad femenina, la mujer llevaba la conversación al tema de los criados que lo habían abandonado, para ver si entre ellos había alguna mujer cuya ausencia él lamentara especialmente. No averiguó nada. Lo más probable, concluyó, era que Eugenio fuera uno de esos hombres que ponen toda su libido en la vocación, y terminan casados con el trabajo.
Pero este trabajo, justamente, era bastante enigmático. Eugenio no había hecho un secreto de su ocupación, que era el estudio avanzado de las enfermedades cerebrales. Estas palabras bastaban para que la mujer tomara distancia del tema, con instintivo rechazo. Era de los que al oír la palabra «enfermedad» cruzaban los dedos con fervor supersticioso, pensando: «Lo único que me faltaba». Por suerte, a lo largo de sus desgracias la salud la había acompañado (cuando todo lo demás la había abandonado). Que el enfermo fuera el cerebro… Nunca lo había pensado en esos términos, pero eran términos que aludían en un tono especialmente siniestro a la locura, ya de por sí temible. El sabio, a cuya atención no escapaban estos temores, le dijo que su campo de investigación abarcaba mucho más que la locura, que de hecho constituía apenas una manifestación pintoresca, casi folklórica, del espectro de patologías cerebrales que eran objeto de la ciencia.
En el cerebro se procesaban todas las percepciones aportadas por los sentidos. Por un motivo o por otro, en ese proceso las percepciones se deformaban, o se mezclaban, se fundían unas con otras, una sola se disgregaba, perdían su orden original, se robustecían o debilitaban más allá de su debida medida. Estas modificaciones se escalonaban de lo normal a lo mórbido en una escala continua. La enajenación estaba en uno de los extremos de la escala, pero toda la perturbación cerebral que comportaba ya estaba anunciada en las alteraciones perceptuales menores, incluidas las que se daban en plena normalidad. Los estudios superiores que realizaba Eugenio abarcaban la escala completa; su campo era mucho más amplio que el de la psiquiatría convencional. De ahí que hubiera preferido el aislamiento para trabajar; no necesitaba examen de pacientes, o sujetos experimentales, sino una concentración particular en la realidad.
Hacía mucho hincapié en la concentración; sin ella, decía, no podía ver la realidad como necesitaba verla, es decir completa, incluidos sus detalles más insignificantes. Debía verlos todos para localizar el que alojara la alteración perceptiva. La selva tropical, con su ecosistema autosuficiente de funcionamiento invariable, le permitía trabajar sin interrupciones ni interpolaciones. Y si bien era cierto que realidad había en todas partes, la de ese virginal rincón olvidado del mundo era la más conveniente para sus operaciones.
Su método consistía en practicarle al mundo objetivo los cambios que en la enfermedad cerebral producían las alteraciones de percepción. Es decir, si una determinada lesión en el lóbulo frontal hacía que una forma ovalada, por ejemplo el huevo de la gallineta, se viera esférica, él modificaba el huevo hasta volverlo esférico… Se limitaba a las alteraciones mínimas y menos importantes, fruto de lesiones casi microscópicas en la corteza cerebral, de las que por lo general pasaban desapercibidas por el afectado. Era de los que pensaban que lo pequeño representaba con ventaja a lo grande.
La mujer, que escuchaba estas explicaciones con un cortés simulacro de atención, no era ninguna intelectual; por el contrario, las urgencias de la supervivencia habían exacerbado en ella el costado práctico, anulando consiguientemente la capacidad especulativa. Sería la cárcel la que se la devolvería; presa, su pensamiento recobraría la libertad. Allí en la selva, en la casita encantada de Eugenio, las teorías le entraban por una oreja y le salían por la otra. Se preguntaba, con una sonrisa comprensiva, si su pequeño amigo no sería un chiflado más, de esos que se apartan de la sociedad para poder ejercitar a gusto sus inofensivas manías.
Sí tenía cierta sensibilidad artística, innata (no la había cultivado, por las duras circunstancias de su vida y su medio), y en ese sentido podía apreciar, aunque muy de lejos y vagamente, el proyecto de Eugenio. Nunca llegó a ver ninguna de sus modificaciones de la realidad, lo que no supo si se debía a alguna falla de su percepción o a que él no había llevado ninguna a la práctica. Debía de ser esto último, supuso, porque las veces que entró al laboratorio anexo a la casa, lo único que vio fueron dibujos y maquetas en papel y cartón, unos y otras tan primitivos y contrahechos que parecían obra de un niño.
La sospecha de que estuviera en compañía de un soñador con tendencia a charlatán no hizo más que aumentar su confianza en él, y algo parecido al cariño, en la medida en que lo permitía su bloqueo emocional. Este bloqueo imponía un distanciamiento infranqueable, el cual a su vez creaba una perspectiva, y en ésta sucedían cosas inexplicables.
Una de ellas, la principal, era el tamaño del personaje. Cuando empezó a ocuparse de la casa, algunos detalles la dejaban perpleja. Por ejemplo la ropa. ¿De dónde la había sacado, tan pequeña? ¿Habría tiendas especializadas en indumentaria para adultos en talles infantiles? Eugenio era muy pulcro en el vestir; a diferencia de otros hombres que al vivir solos en lugares apartados se abandonaban a la negligencia, él se mantenía de punta en blanco. Su guardarropa estaba bien provisto, y las prendas, aunque modestas y viejas, bien cuidadas. Le dijo a la mujer que no se molestara: él podía seguir lavando su ropa como lo había hecho desde la partida de su servidumbre. Pero ella insistió, y se hizo cargo. Cuando colgaba a secar las camisas y los pantalones, no podía creer lo pequeños que eran; más de una vez temió que hubieran encogido en el agua; parecía ropa de muñecas. Pero cuando él se la ponía, le iba bien. Cuando quería remendarle una media, encontraba que la aguja era más grande que la media, lo que hacía muy incómoda la costura.
Muchas veces, si estaba en la huerta o dándole de comer a los gansos, o simplemente había salido a caminar por la ribera del arroyo, y miraba la casa desde lejos, la veía tan pequeña que se alarmaba. ¿Cómo podría caber ella, una mujer de tamaño normal, en esa miniatura? Pero cabía. Y cuando estaba adentro y miraba una silla, era el mismo sentimiento, no obstante lo cual cuando hacía la prueba podía sentarse.
No era sólo una ilusión suya; o mejor dicho, era una ilusión basada en un hecho lamentablemente muy real. Eugenio era más pequeño de lo que le convenía, y eso terminó afectando su salud. Ya la había afectado, y él lo sabía. Su muerte estaba próxima. Se lo dijo a la mujer. Para ella fue un golpe. Lo tomó como una manifestación más de su mala suerte. Una vez que había llegado a un refugio seguro, no le duraba. No había tenido tiempo siquiera de acostumbrarse a la calma. Eugenio, enanito estoico, la consoló. Le dijo que cuando se acercara la hora, le haría una revelación que le sería muy útil.
Y mantuvo su palabra. Sólo que esperó demasiado, así que tuvo que abreviar su confesión, porque la muerte se precipitaba, quizás ella también confundida por lo pequeño de su presa. Tuvo que hacer un resumen, pero a su vez al resumen también tuvo que resumirlo, porque perdió tiempo en reunir sus ideas, acordarse de lo que pretendía decir, y encontrar las palabras. La confesión se refería a una mentira por omisión de la que se sentía culpable. Aunque no tan culpable, porque lo que le había ocultado a la mujer, se lo había ocultado por poco tiempo, no mucho más del tiempo que ella necesitaba para reponerse de las exigencias físicas y psíquicas de la huida. ¿Y por qué lo había hecho? Para tener su compañía durante ese lapso, para que no regresara de inmediato a su lugar de origen, como lo haría seguramente cuando oyera lo que él tenía que decirle. En su pequeño corazón había anidado un sentimiento hacia la desconocida. No se lo había confesado. Sabiéndose condenado por su tamaño, no la había querido comprometer; y además el secreto que guardaba la definía como casada, no como viuda, que era lo que ella creía. Ese secreto, lo que no le había dicho, era que las balas que rebotaban largamente dentro de una casa eran de goma, no de plomo. Si hubieran sido de plomo no habrían rebotado tanto. De modo que el marido que ella había creído muerto en realidad había estado sólo desmayado, pues una bala de goma no mata a nadie pero puede atontar, si pega en la sien. Ella, desesperada por la culpa, no se había detenido a confirmar si estaba muerto, y había huido sin más.
Explicar los motivos que lo habían llevado a ocultar este dato, y el contexto mismo del dato, estaba fuera de cuestión por el poco tiempo de que disponía, así que se limitó a decirle, en el último susurro que pudo emitir, que el hombre de cuya muerte ella se sentía culpable en realidad no estaba muerto… Dijo «el hombre» y no «su marido» porque no sabía si estaban legalmente casados, y no quería ofenderla. En el interior salvadoreño muchas parejas lo eran de hecho, sin papeles, y un resentimiento de clase siempre estaba latente en el tema.
La mujer, siguiendo sus instrucciones, se había inclinado para oírlo sobre la camita que le parecía del tamaño de un estuche de anillo; se irguió con un gesto de perplejidad. No sabía cómo Eugenio podía haberse enterado de su crimen, y menos aun cómo había sabido que su víctima no había muerto. De la extraña fantasía de Eugenio sobre la bala que rebotaba nunca había tenido noticia, porque él no se la había contado.
Pero no necesitó saber cuáles eran sus fuentes de información. De pronto, sentía un inmenso respeto por su saber. Un ser de esas dimensiones, pensaba, debía tener acceso a repliegues de la realidad que le estaban vedados a los hombres de tamaño normal.
Tomó la decisión de volver. Antes, se despidió de su amiguito muerto. Lo vio del tamaño de una bacteria. Pensó, quizás por contaminación con la noticia que le había dado, que no había que descartar una resurrección. La miniatura, que tenía de por sí algo de duro y resistente al tiempo, podía actuar como preservante, y alguna vez, cuando las condiciones del mundo cambiaran, un hombre como él podría volver a ser viable, y revivir, así tardara mil años.
En alas del malentendido, la fugitiva volvió sobre sus pasos, rehizo al revés el camino, y éste la llevó primero a los suburbios de San Salvador, y de ahí al centro de la ciudad, a la casa donde había sucedido el crimen… La estaba esperando la policía, y fue aprehendida por homicidio.
Dos sentimientos contradictorios confluyeron en la ocasión. Uno era el estupor de comprobar que a pesar del tiempo transcurrido, y los violentos trastornos que seguía sufriendo el país, su caso hubiera seguido vivo, y hubieran seguido buscándola, con tanto ahínco que a los pocos minutos de haber vuelto a la escena del crimen ya la capturaban. ¿Siempre sería así? ¿Serían tan implacables con todos los que quebraban la ley? No podía evitar pensar que se habían ensañado especialmente con ella, pero quizás era lo que sentían todos los delincuentes.
Al mismo tiempo, se daba cuenta de que era inevitable, y se maravillaba, amargamente, de haber creído por un instante en la fábula de su posible inocencia, o de la falta de un resultado fatal de su acto. No se explicaba en qué había estado pensando. En retrospectiva, veía lo absurdo de la suposición. ¡Si había visto, y tratado de lavar, los pedazos de seso y las astillas de cráneo que habían quedado pegadas en las anfractuosidades de la contundente roca de oro con la que le había machacado la cabeza a su víctima! Nadie queda solamente «aturdido» o «desmayado» después de eso. Evidentemente, uno creía lo que quería creer, por absurdo que fuera. El deseo de ser inocente, de borrar un pasado horrendo, la había cegado y llevado a dar crédito, sin pensar, a las palabras del moribundo. Lo que no concebía era que esa ilusión no hubiera sido fugaz y pasajera, desvanecida por un minuto de reflexión, sino que hubiera durado incólume las largas semanas que duró el trayecto desde la selva a la ciudad.
Transcurrió un año en la preparación del juicio, con una pesada burocracia de notificaciones, traslados, cambios de jurisdicción, un papeleo de fórmulas y dialecto jurídico que hacía contraste con el salvajismo de la guerra civil que rugía alrededor. Como pasó ese año en tres distintas cárceles de encausados, en las que había un constante movimiento de entradas y salidas, la mujer estuvo bien informada sobre los vaivenes políticomilitares que sacudían el país. Oía con avidez las noticias, con el sentimiento, que no la había abandonado, de que en cualquier momento un cataclismo definitivo haría caer los muros de las prisiones, como había sucedido con la Bastilla de la Revolución Francesa. No terminaba de convencerse, con una sensación de perpleja incredulidad, de que su crimen privado y particular siguiera importando cuando arreciaban los combates, las bajas se contaban por centenares cada día, menudeaban los bombardeos, los fusilamientos ilegales y las degollinas. ¿Se habían encarnizado con ella? ¿O la estarían tomando como un caso testigo, para mantener la fachada de una ficticia legalidad? Cada citación, cada traslado a los Tribunales (en un carro blindado desde cuya oscuridad podía oír los tiroteos y las explosiones), le caía como una sorpresa, y no bien hechos los trámites volvía a pensar que un misil o una granada causaría un incendio que consumiría todos esos papeles…
El clima que se vivía en esas cárceles urbanas favorecía sus ilusiones. Era un ambiente provisorio, precario, en el que «podía suceder cualquier cosa». Todo el tiempo estaban ingresando mujeres detenidas por motivos políticos, sospechosas de complicidad con la guerrilla, periodistas, profesoras universitarias, actrices de teatro comprometidas con la izquierda, y una mayoría de esposas, hermanas, hijas de opositores. Todas ellas hablaban de la libertad con sorprendente desenvoltura. Cuando no estaban presumiendo una inminente caída del régimen era porque habían recibido información confidencial de un ataque comando a la cárcel o a un transporte de detenidos. Y si a esas posibilidades no se les podía dar mucho crédito, contaminadas como estaban de recuerdos de películas y series de televisión, no les importaba porque de todos modos se sentían libres, a su manera: decían que nadie podía considerarse libre en una sociedad capitalista burguesa subserviente al imperialismo norteamericano, y que la única libertad que contaba era la militancia emancipadora. A la mujer estos argumentos no le resultaban convincentes, y terminó aislándose, en la escasa medida en que se lo permitía la promiscuidad de los pabellones, al notar que sus compañeras de infortunio no veían en ella más que a la homicida, y ninguna reversión política iba a cambiar eso. Le disgustaba sobre todo la avidez con que esas revolucionarias se le acercaban, como a una celebridad; su caso había ocupado las páginas policiales de los diarios y los programas más truculentos de la televisión. Pero la celebridad deshumanizaba.
Mientras tanto, el Fiscal trabajaba. A la mujer ese trabajo se le hacía misterioso, en parte porque nunca llegó a conocer al Fiscal, ni siquiera supo su nombre, así que en su pensamiento no podía formar el rostro de este enemigo oculto sino con el sonido de la palabra «fiscal». Sabía que estaba reuniendo datos, y buscando las pruebas que los sustentaran. Su objetivo era reconstruir la historia, pero sólo para usarla como punto de partida de los argumentos para condenarla. Y esos argumentos ya estaban actuando, retroactivamente, en la conformación de la historia; argumentos demagógicos y bienpensantes, para convencer al juez. Claro que ella era la primera convencida. Aun así, sentía y lamentaba la falsedad de la historia que se estaba creando en el expediente, falsedad que compartía con todas las historias pasadas. Las únicas verdaderas eran las que se iniciaban, y sucedían en el presente; era una cruel ironía que esas historias verdaderas no tuvieran ningún peso ni consecuencia, y en cambio las otras, inevitablemente falsas, fueran las que determinaban los destinos.
Sí conoció a la abogada. Su defensa había quedado a cargo de una abogada de pobres y ausentes, nombrada por el juez. Era una mujer joven, que aparecía a desgano una vez por mes a verla, y a lo largo de todo el año tuvo primero un brazo (seis meses) después el otro (seis meses) enyesados y colgantes, casi como un símbolo de su impotencia. La única instrucción que le dio fue que no hablara; era uno de sus derechos constitucionales, y al no decir nada reduciría al mínimo los riesgos. De modo que a lo largo de todo el año la mujer se limitó a firmar las notificaciones de indagatorias y careos bajo la fórmula de negativa redactada por la abogada.
Llegó el día en que hubo fallo; le dieron cadena perpetua, y no hubo apelación. La trasladaron al penal de alta seguridad para mujeres en La Peña. No había pasado un mes (que a ella le había parecido un año) cuando la liberaron. Como una autómata, cuando se lo dijeron en la oficina administrativa del penal, firmó los papeles que le tendieron, y de ahí, directamente, la llevaron a la puerta; se había negado a volver a su celda a recoger sus cosas, pues no tenía casi nada, y no quería llevárselo. Tan repentino había sido todo (a diferencia de los trámites judiciales, que se arrastraban meses como mínimo, esto había durado cinco minutos) que no entendía mi podía creer que fuera cierto, pero aun así le dio tiempo para pensar que quería empezar de cero una nueva vida, sin nada que le recordara lo anterior. A partir de este pensamiento, en los días que siguieron fue aceptando la realidad de su liberación. A un albergue de caridad por una noche le sucedió una pensión para excarcelados, y una promesa de empleo; esperando que se concretara, dejó pasar una semana en caminatas por la ciudad y largas ensoñaciones, con la mente en blanco, en parques y ramblas. Pero la semana no había terminado cuando vinieron a buscarla: su liberación había sido un error, una confusión de papeles y nombres, una negligencia de un empleado que había obtenido su puesto no por méritos sino por recomendación y acomodo político. Se deshacían en disculpas. El modo más vigoroso de pedirle perdón fue asegurarle que no habría más errores y que se pasaría el resto de su vida presa. Volvió al penal, preguntándose si lo habría soñado. Sintió que algo se cerraba.
¡Qué historia! Si alguien la hubiera inventado no le habría salido ni parecida, porque la ficción, aunque el narrador que la inventara fuera el más torpe, salía naturalmente más armónica y equilibrada. Las bellas asimetrías que le daban color y suspenso a las historias imaginarias no producían un efecto tan inhumano como el que bañaba la historia real de la mujer, de la presidiaria. A ella misma, a ella sobre todo, le daba una impresión de frenética gratuidad, como si el relato de su vida corriera a un costado de su vida, suelto, autónomo, a una velocidad diferente, y además cambiando de velocidad todo el tiempo. O, perfeccionando el símil, como si su vida hubiera sido una máquina de las que funcionaban apretando un botón o bajando una palanca, pero su operador lo ignoraba todo del funcionamiento, y entonces no podía hacer nada que no fuera deprimirse si no marchaba como se esperaba. De modo que trató de no pensar en lo que le había pasado, y más o menos lo logró, al menos hasta que supo del escultor e inició una correspondencia con él, y la redacción de las cartas la fue llevando a una reconsideración general.
El camino hacia su toma de conciencia fue largo, y empezó, como tantas cosas, con la lectura. En el penal había una biblioteca bastante surtida, de la que las internas, por una tradición que se mantenía, sacaban libros, y los leían. Lo hacían sin apuro, muy poco a poco. Por una fatalidad social fácil de entender, todas las mujeres que terminaban sus tristes andanzas tras las rejas, por lo general con condenas definitivas o equivalentes a lo definitivo, provenían de estratos pobres e ignorantes, en los que el hábito de la lectura no estaba arraigado. De modo que más que leer descifraban; un párrafo les llevaba horas de fluctuantes perplejidades, una página semanas. Pero esta lentitud en cierto modo las reconfortaba, pues la sentían aliada al tiempo lento en que las había puesto el destino. Las historias que contenían esas novelitas baratas se iban desenvolviendo en sus lectoras con una majestuosa parsimonia, y ésta hacía contraste con el vértigo de la acción que pretendían representar. La acción de sus personajes, sus psicologías, los encadenamientos de sus encuentros y desencuentros, y hasta el verosímil que los regía, iba creciendo en las internas al ritmo de las acumulaciones minerales de la geología.
Pero esa acumulación tenía sus saltos. Sucedía que el proveedor tradicional de la biblioteca de La Peña había sido una casa editora que antes de cerrar, décadas atrás, había hecho un gran negocio con la producción de novelas al gusto popular, en tiradas cuantiosas que se vendían a bajo precio en las farmacias. Dejó de existir hacia la época en que comenzaba la guerra civil, y sus responsables desaparecieron sin dejar rastro. Este cierre abrupto de una empresa floreciente dio lugar a especulaciones que derivaron en leyendas. Unas decían que las novelas publicadas habían agotado toda la combinación posible de aventuras, y que una sola novela más comportaría repeticiones. Otras, menos fantásticas aunque relacionadas con las anteriores, preferían suponer que la causa estaba en los lectores: con la cantidad de libros publicados éstos tenían para entretenerse hasta el fin de sus días, beneficio del que también gozarían las generaciones futuras, ya que los libros quedaban. (Una exposición detallada de estas teorías sería más extensa: la fábula en que se apoyaban decía que la editorial había cesado su producción el día mismo en que había muerto el primero de sus lectores; como las novelitas aparecían periódicamente, sólo el primer lector, es decir el que las leyó desde la primera, habría carecido de material de lectura si la editorial desaparecía; todos los demás lectores, al haber empezado más tarde, tenían en reserva las novelas publicadas antes de que ellos se incorporaran. Ese cálculo era discutido, y no sin motivo; más razonables, y demostrándolo con lápiz y papel, otros sostenían que el cese de la producción habría debido producirse el día en que se incorporaba el lector que con lo ya publicado tenía lectura para toda su vida.) Las teorías conspirativas, que nunca faltaban, tejían hipótesis sobre un plan organizado para contaminar y moldear el cerebro del público salvadoreño; una vez logrado este propósito, los conspiradores se habían hecho humo. La coincidencia del fin de la editorial y el comienzo de la guerra apuntalaba las sospechas. Pero la misma coincidencia servía para afirmar una teoría contraria, según la cual una bomba, la primera de la contienda, había destruido las instalaciones (que se imaginaban vagamente, pues nadie sabía exactamente qué espacios e instrumentos se necesitaban para escribir e imprimir novelas). Los más razonables no daban crédito más que a las sanas motivaciones que regían la empresa comercial de índole oportunista, es decir meterse la plata en el bolsillo y salir corriendo antes de que empezaran los reclamos.
Esto último tenía asidero en las prácticas piratas con las que había sido llevada a cabo la operación, y habría quedado confirmado si las internas del penal La Peña hubieran hablado. La editorial (que, dicho sea de paso, se llamaba La Providencia) hizo en cierto momento, que era el de su mayor auge comercial, un gran despliegue publicitario de su decisión humanitaria de donar al penal ejemplares de su producción, para paliar las desventajas de la reclusión con los vuelos liberadores de la fantasía. No se atrevieron a hablar de redención cultural o moral porque el material que ofrecían no era precisamente pedagógico ni formativo. De todos modos, el gesto fue aplaudido, y cuando, inmediatamente después, en caliente, pidieron una reducción de impuestos, les fue concedida. La jugada les salió doblemente bien pues la venta aumentó: al parecer la lectura adquiría un sabor especial cuando se sabía que la estaban realizando al mismo tiempo las más famosas criminales del país. Le daba un cariz de realidad que de otro modo faltaba.
Lo más insidioso fue que no les había costado nada. Pues un defecto insalvable en las prensas hacía que salieran ejemplares fallados, con algunas páginas en blanco intercaladas aquí y allá. Fue precisamente cuando advirtieron la falla que, ante la alternativa de tirar esos ejemplares (todavía no existía la técnica de reciclar el papel) se les ocurrió la idea de la donación.
Las presas, leyendo a su paso lentísimo, encontraban un día al volver una hoja, una página en blanco; su poca frecuentación de libros las llevaba a creer que era lo normal y que así debía ser. Notaban, porque no podían dejar de notarlo, que había un salto en la historia. Por snobismo, por pudor, por no quedar como unas ignorantes, no decían nada. Había libros en los que faltaban unas pocas páginas, en algún caso una sola; en otros, faltaban muchísimas, en algún caso extremo casi todas. Y siempre los blancos estaban intercalados al azar.
Las novelas halagaban, con grosera demagogia, el gusto popular por el melodrama; abundaban en peripecias asombrosas, sorpresas, coincidencias, revelaciones, en todo lo imposible hecho posible por la magia de la literatura barata y sin escrúpulos de calidad. Menudeaban los crímenes, recurso fácil para darle peso a la trama. Como en cada novela se entretejían varias tramas (recurso fácil, a su vez, para dar la extensión que faltaba cuando se narraba en el estilo más simple y directo), no había otro modo de equilibrar el peso de las diversas tramas que poner un crimen en cada una, con lo que la novela terminaba siendo un catálogo de hechos de sangre. No era una lectura edificante, lo que no quiere decir que no fuera adecuada.
La veta del imaginario colectivo que explotó la editorial fue la truculenta, porque era la que contenía más a mano todas las pasiones, en su formato más visible. La escritura, a varias manos, estaba a cargo de un equipo de redactores formado por la empresa con ex periodistas, funcionarios jubilados y estudiantes. La originalidad del producto había salido, paradójicamente, de las exigencias del plagio. En efecto, los argumentos provenían sin mayor modificación de viejos folletines españoles, éstos a su vez enmascaradas traducciones del francés. Para disimular un posible descubrimiento del préstamo, la consigna había sido ambientar las novelas en El Salvador contemporáneo. Los escribas, presionados por las siempre inminentes fechas de entrega, y estimulados en su pereza por la paga escasa (y envalentonados por el anonimato), no iban más allá de los cambios mínimos de nombres (París era siempre San Salvador, pero Madrid también, y Venecia), y la modernización de objetos y acciones (una carroza se volvía un jeep, escribir una carta pasaba a ser hablar por teléfono). Un traslado tan chapucero bastaba para crear una atmósfera ligeramente maravillosa, en la que el anacronismo y el descuido se unían para volver soñada la realidad salvadoreña.
Los crímenes mismos, tan abundantes en las páginas de esas novelas (al menos en las páginas que no habían quedado en blanco), se volvían livianos y sin consecuencias (las páginas en blanco, justamente, escamoteaban consecuencias, y muchas veces la falta quedaba sin castigo gracias a ellas). El homicidio, el saqueo, la piromanía, el secuestro extorsivo y el robo de joyas, al participar de la mecánica narrativa, adquirían una suerte de necesidad propia, tan gratuita como el entretenimiento que proporcionaban. Por una comprensible economía, los autores repetían personajes de una novela a otra, hasta hacer sagas de ciertos héroes, volvedores, inmortales, deliciosamente impunes. Siguiendo la regla de no inventar nada, estos héroes llevaban los nombres de algunos personajes de la Historia del país, ya reales, ya de la leyenda popular, o, lo más común, de una mezcla de ambos.
Curiosamente, no inventando nada era como más se inventaba. Después de todo, la invención no era más que una combinatoria de elementos de lo ya inventado. Todo el trabajo se resumía a liberar esos elementos; lo demás se hacía solo. El tesoro de historia acumulado en un siglo de folletines a plagiar daba material más que suficiente.
El único rasgo de genuina originalidad que tuvieron estas novelas fue el lema que las presidía a todas, impreso en goteantes letras de sangre en un ángulo de la portada: Historias Que Matan. En la portadilla, un breve texto repetido en todas las entregas de la colección, lo justificaba. Y era realmente un hallazgo; una vez que se captaba la idea, asombraba que no se le hubiera ocurrido a nadie antes. Los folletinistas del pasado parecían haber agotado todas las posibilidades de llevar a cabo un crimen, desde las más convencionales, la bala, el puñal, el veneno, hasta las más retorcidas e improbables; no le habían hecho ascos al empalamiento, la incineración, el entierro en vida, el infarto provocado y, cuando intervino la tecnología de anticipación, el rayo aniquilador, el desintegrador de células, la nube abductora teleguiada, el robot… Pero no, a nadie se le había ocurrido usar las Historias Que Matan, al menos en la forma en que las pensaron los editores salvadoreños. Sí se habían empleado canciones asesinas, que inducían al suicidio bajo estado hipnótico, o recitados que llevaban de un modo u otro a la muerte al que los oía (éstos seguramente derivados, con ironía inconsciente, del mortal tedio que producen algunos discursos), o fórmulas que al ser pronunciadas activaban una célula letal del cerebro, o toda clase de encantamientos de viva voz.
Pero todas estas armas actuaban por su soporte, la voz o el sonido, con lo cual todas participaban de lo convencional de un recurso físico, en el fondo no diferente del revólver o el puñal. Las Historias Que Matan tenían la ventaja, para el criminal que quisiera usarlas contra su víctima, de no depender de ningún elemento material determinado. Como su eficacia homicida estaba en la historia misma, y una historia podían transmitirla muchos soportes diferentes, el «disparo» asesino podía descargarse en forma oral o escrita, cantada, filmada, dibujada, en el lenguaje de las flores, como chiste o charada, como ballet, con mímica… Se abría un amplio abanico de posibilidades.
Lo curioso era que una idea tan buena, y expuesta con tanta claridad en la portadilla de cada libro de la editorial, no hubiera servido nunca como argumento para ninguna novela. Quizás era de esas ideas excelentes y sugestivas en su planteo pero que no sirven en la práctica. Indudablemente, no habría sido fácil usarla en un argumento concreto. Difícil, pero no imposible: habría bastado con poner en escena a uno de esos Genios del Mal, tan frecuentes en la novela de aventuras, misántropo o vengativo, o con ambiciones de dominio; él descubriría las Historias Que Matan al cabo de largos estudios solitarios en su laboratorio… Salvo que su laboratorio se parecería más bien a una biblioteca o al escritorio de un profesor de Narratología… El descubrimiento podría hacerse de forma casual, como se han hecho tantos descubrimientos importantes… Un día, trabajando con una historia, la dejaría al alcance de la mujer que hacía la limpieza, y la vería morir… Después, mediante experimentos bien controlados, afinaría el modo de usarlas; habría que encontrar un buen recurso para que él fuera inmune; y para que la historia matase sólo a la víctima elegida, pues de otro modo una sola Historia Que Mata que se lanzara bastaría para acabar con toda la población del mundo.
Pero esas dificultades técnicas no eran insuperables, sobre todo porque no era necesario resolverlas bien; la novela de consumo popular tenía la incomparable ventaja de neutralizar sus defectos en la precipitación de la fantasía. Quizás un problema mayor habría sido hacer triunfar el Bien y la Justicia al final, porque el héroe que se enfrentara al Señor de las Historias no tendría, en su calidad de protagonista de una novela, defensa alguna.
Con lo que sí se habría podido contar era con la comprensión e interés de los lectores. Si bien sutil, la idea no lo era en exceso, y contenía un aspecto alegórico que habría asegurado la lectura correcta: el lector la habría entendido automáticamente como una exasperación apenas fantástica de algo tan común, experimentado por todos, como las historias que deprimían o entristecían o inquietaban. De hecho, el acervo popular ya contenía Historias Que Matan, en la forma, por ejemplo, de «que Fulano no se entere, porque le partiría el corazón». Más aun, esas historias asesinas inventadas y usadas por un genio criminal no serían sino un modelo reducido, condensado, de la historia de la vida de cualquiera, historia que inevitablemente conducía a la muerte.