Capítulo VI
Lucilla Drake recibió encantada al coronel Race. Todas las cortinas estaban echadas y Lucilla entró en el cuarto vestida de negro, apretando un pañuelo contra los ojos, y explicó, al adelantar una trémula mano para tomar la suya... que, claro estaba, le hubiera sido imposible recibir a nadie, a nadie en absoluto, salvo a un amigo tan antiguo del pobre, pobre George. ¡Y era terrible no tener un hombre en casa!. La verdad, sin un hombre en casa, una no sabía cómo afrontar nada. Tan sólo ella, una pobre viuda muy sola, e Iris, una jovencita incapaz de valerse por sí sola... y George siempre se había encargado de todo. ¡Qué bondadoso era el coronel Race!. Le estaba agradecidísima... No tenía la menor idea de lo que debían hacer. Claro estaba que miss Lessing atendería a todo lo relacionado con el negocio... Y había que arreglar lo del entierro. Pero, ¿y la encuesta?. Y era tan terrible tener a la policía dentro de la misma casa. ¡Imagínese...!. De paisano, claro, y obrando con mucha consideración. Pero estaba tan aturdida y era todo una tragedia tan absoluta, y, ¿no creía el coronel Race que debía obedecer todo a la sugestión?. Eso era lo que decían los psicoanalistas, ¿verdad? que todo era sugestión... y la misma fiesta como quien dice... y recordando cómo había muerto allí la pobre Rosemary. Debió de ocurrírsele la idea de pronto. Sólo que si hubiera querido hacer caso de lo que ella, Lucilla, le había dicho, y hubiera tomado el excelente tónico del doctor Gaskell... Había tenido una depresión todo el verano. Si, una depresión total.

Al llegar a este punto, a Lucilla se le acabó la cuerda temporalmente, y Race pudo meter baza.

Expresó su profunda condolencia y le aseguró a Mrs. Drake que podía contar con él para todo.

Al oír esto, Lucilla arrancó de nuevo y dijo que era muy amable en verdad, y que el choque había sido terrible, hoy aquí y mañana muerto, como decía la Biblia: «Crece como la hierba y al atardecer la siegan...», sólo que no era exactamente así, pero el coronel Race comprendería lo que quería decir, y era tan agradable tener a alguien en quien confiar.

Miss Lessing tenía muy buena voluntad, naturalmente, y era muy eficiente, pero no era muy comprensiva y a veces se tomaba las cosas demasiado por su cuenta. Y en su opinión —la de Lucilla—, George había confiado siempre en ella demasiado. Y hubo un tiempo en que temió que hiciese una tontería, lo que hubiera sido una gran lástima y, probablemente, una vez se hubiesen casado, ella le hubiese tratado siempre a estacazos. Ella hubiese llevado los pantalones en la casa. Claro que Lucilla se había dado cuenta de la dirección en que soplaba el viento. La pobre Iris sabía tan poco del mundo, y era buena y agradable. ¿No le parecía bonito al coronel Race que las muchachas jóvenes fueran sencillas e inocentes?. Iris siempre había sido muy joven para su edad y muy callada. No se sabía la mitad del tiempo en qué estaba pensando. Rosemary, como era tan bonita y alegre, salía con frecuencia... e Iris había vagado, ensimismada por la casa; lo que no estaba bien para una muchacha. Debieran de ir a clase a aprender cocina y quizá costura, lo que no sólo serviría para distraer sus pensamientos, sino que bien pudiera resultarles de utilidad algún día. Había sido una verdadera suerte que Lucilla estuviese libre para poder ir a vivir allí después de la muerte de la pobre Rosemary, aquella horrible gripe, una gripe de una clase poco corriente, había dicho el doctor Gaskell. Un hombre tan listo, tan agradable en sus modales, tan jovial.

Había querido que le Iris lo visitara aquel verano. La muchacha tenía una cara tan pálida y parecía tan depri mida...

—Pero francamente, coronel Race, yo creo que era la situación de la casa. Baja y húmeda, ¿sabe?. Con mucha miasma al atardecer. El pobre George se fue allí y la compró él sólito sin pedirle su parecer a nadie... ¡Una lástima...!. Dijo que quería que fuese una sorpresa... pero hubiera sido mucho mejor que se hubiese dejado aconsejar por una mujer de más edad. Los hombres no entienden una palabra de casas. George hubiera podido comprender que ella, Lucilla, hubiese estado dispuesta a molestarse todo lo necesario. Porque, después de todo, ¿qué era su vida ahora?. Su querido esposo, muerto hacía muchos años. Y Víctor, su querido hijo, lejos de ella en Argentina, en Brasil, quería decir. O, ¿estaba, efectivamente, en Argentina?. Un muchacho tan guapo y tan afectuoso...

El coronel Race confirmó que había oído decir que tenía un hijo en el extranjero.

Durante el cuarto de hora siguiente le regaló los oídos con un relato minucioso de las múltiples actividades de Víctor. Un muchacho tan dinámico, tan dispuesto a probar fortuna en todo... Siguió, a continuación, una lista completa de las variadas ocupaciones de Víctor. Jamás se había mostrado poco bondadoso ni le había guardado rencor a nadie.

—Ha tenido siempre mala suerte, coronel Race. Su profesor fue injusto con él y considero que las autoridades académicas de Oxford obraron de una manera vergonzosa. La gente no es capaz de comprender que un muchacho listo, aficionado al dibujo, creyera que era una broma excelente imitar la escritura de otra persona. Lo hizo por gastar una broma y no por lucrarse con dinero.

Pero siempre había sido un buen hijo para su madre.

Y jamás dejaba de avisarla cuando se hallaba metido en un atolladero, lo cual demostraba que confiaba en ella, ¿verdad?. Aunque sí que resultaba curioso que los empleos que la gente le encontraba siempre le obligaban a salir de Inglaterra, ¿no cree?. No podía por menos de creer que, si le llegasen a dar un buen empleo, en el Banco de Inglaterra, por ejemplo, le sería mucho más fácil instalarse en un sitio con carácter permanente. Podría, quizá, vivir en las afueras de Londres y tener un coche.

Transcurrieron veinte minutos completos antes de que el coronel Race, habiendo escuchado todas las perfecciones y desgracias de Víctor, pudiera desviar a Lucilla de aquel tema y encauzarla para que hablase de la servidumbre.

Si, era muy cierto lo que había dicho: el tipo clásico de criado había dejado de existir. ¡Las preocupaciones que tenía la gente de hoy en día...!. Aunque ella no debería quejarse, puesto que ellos habían tenido mucha suerte. Mrs. Pound, aunque tenía la desgracia de ser muy sorda, era una excelente mujer. A veces hacía las pastas un poco más pesadas de lo conveniente, y echaba demasiada pimienta en la sopa, pero, en conjunto, se podía confiar en ella... Y, además, resultaba bastante económica. Había estado en la casa desde que se casara George y no había protestado porque se le hiciera ir al campo aquel año... aunque el resto de la servidumbre se había quejado por ese motivo y la doncella se había despedido, lo que, después de todo, resultaba una ventaja; una muchacha impertinente y respondona... que había roto media docena de las mejores copas; no una a una y a intervalos, cosa que podía sucederle a cualquiera, sino de golpe, lo que significaba una negligencia imperdonable... ¿No opinaba así el coronel Race?.

—En efecto, señora, en efecto.

—Eso es lo que le dije. Y le dije que me vería obligada a mencionar lo ocurrido cuando diera referencias de ella... porque la verdad es que yo considero que una tiene el deber... Quiero decir, coronel Race, que una no debe dar lugar a que nadie se llame a engaño. Deben mencionarse los defectos, no menos que las cualidades. Pero la muchacha se mostró... bueno... la mar de insolente y dijo que fuera como fuese, esperaba por lo menos que la próxima casa en que sirviera no sería de esas en que se liquida a la gente, horrible expresión aprendida en el cine, yo creo, y absurdamente inapropiada, puesto que la pobre Rosemary se quitó ella misma la vida... aunque nadie podía considerarla por entonces responsable de sus actos, como hizo ver, con mucho acierto, el coronel durante la encuesta judicial... y esa horrible expresión se refiere, según creo, a pandilleros que se quitan mutuamente la vida con pistolas ametralladoras. ¡Me alegro mucho de que no tengamos cosas así en Inglaterra!. Así que, como digo, en el certificado que le di hice constar que Elizabeth Archdale sabía cumplir muy bien su obligación como doncella, y que era sobria y honrada, pero que mostraba una manifiesta tendencia a romper demasiadas cosas y que no siempre era respetuosa en sus modales. Y puedo asegurarle que yo, de haberme hallado en el lugar de Mrs. Reestalbot, hubiera sabido leer entre líneas y no la hubiese admitido a mi servicio. Pero, hoy en día, la gente carga con lo que se presenta y a veces admite a una muchacha que no ha hecho más que durar el mes justo de prueba en tres sitios seguidos.

Al detenerse Mrs. Drake a respirar, el coronel Race preguntó apresuradamente si no se refería a la esposa de Richard Reestalbot. Si tal era el caso, daba la casualidad que él lo había conocido en la India.

—No se lo puedo asegurar a ciencia cierta. Vive en Cadogan Square.

—Entonces, sí que se trata de mis amigos.

Lucilla dijo que el mundo era tan pequeño, ¿verdad?. Y que no había amigos como los viejos conocidos. La amistad era una cosa maravillosa. Siempre le había parecido tan romántico lo de Violet y Paul... Querida Violet... había sido una muchacha preciosa y, ¡se habían enamorado de ella tantos hombres...!. Pero, ¡oh, perdón...!, el coronel Race ni siquiera sabría de quién estaba hablando. Era tan grande la tentación que tenía una de revivir el pasado...

El coronel Race le suplicó que continuase y, en recompensa a su cortesía, le fue contada la vida de Héctor Marle, de cómo le había criado su hermana, sus peculiaridades y sus debilidades y, por último, cuando el coronel casi se había olvidado de ella, su matrimonio con la hermosa Violet.

—Era huérfana, ¿sabe?. Y quedó bajo tutela judicial.

Supo que Paul Bennet, venciendo la desilusión que le produjo el haber sido rechazado por Violet, se había trocado de aspirante a la mano de Violet en amigo de la familia. Le habló del afecto que había profesado a su ahijada Rosemary, de su muerte, y de su testamento.

—Que a mí siempre me ha parecido el colmo del romanticismo, ¡una fortuna tan enorme...!. Y no es que el dinero lo sea todo... de ninguna manera. No hay más que acordarse de la trágica muerte de la pobre Rosemary. Y... ¡tampoco me siento muy feliz cuando pienso en la querida Iris!.

Race la miró interrogador.

—La responsabilidad me preocupa en extremo. Es muy conocido el hecho, claro está, de que ha heredado una fortuna. Ando alerta para apartarla de los jóvenes indeseables. Pero ¿qué se puede hacer, coronel Race?. Una no puede cuidar a las muchachas ahora como se hacía antaño. Iris tiene amistades de las que sé poco menos que nada. «Invítales a casa, querida», es lo que siempre le digo. Pero deduzco que algunos de esos jovencitos se niegan rotundamente a dejarse caer por aquí. El pobre George estaba preocupado también. Por culpa de un tal Browne. Yo, personalmente, jamás lo he visto, pero parece ser que Iris y él se veían con demasiada frecuencia. Y una tiene la impresión, naturalmente, de que podría escoger a alguien mejor. A George le era antipático, de esto estoy completamente segura. Y yo siempre he opinado, coronel Race, que los hombres saben juzgar mejor a otros hombres. Recuerdo que yo tenía al coronel Pusey, uno de los mayordomos de nuestra iglesia, por un hombre encantador, pero mi esposo siempre se mostraba algo distanciado en su actitud con él, y me exigió que hiciera yo lo propio. Y, en efecto, cierto domingo, cuando pasaba la bandeja en la iglesia, cayó redondo, completamente borracho al parecer... y, claro, después... una siempre se entera de esas cosas después —¡cuánto mejor sería que se hubiese enterado antes...!—, supimos que se sacaban de su casa docenas de botellas de coñac vacías todas las semanas. Fue muy triste en verdad, porque aquel hombre era religioso a más no poder... aun cuando se inclinaba a ser demasiado evangélico en sus opiniones. Mi esposo y él tuvieron una lucha terrible, discutiendo los detalles de la función religiosa el día de Todos los Santos. ¡Oh, Día de Todos los Santos!. ¡Y pensar que ayer fue Día de Difuntos!.

Un leve ruido hizo que Race mirara por encima de la cabeza de Lucilla hacia la puerta abierta. Había visto a Iris en otra ocasión: en el Little Priors. No obstante, le pareció que la veía entonces por primera vez. Le sorprendió la extraordinaria tensión que se adivinaba tras su inmovilidad, y su mirada, cuando se encontró con la de él, tenía algo que él debía haber reconocido, pero que no lo hizo.

Lucilla Drake volvió a su vez la cabeza.

—Iris, querida, no te oí entrar. ¿Conoces al coronel Race?. ¡Se está mostrando tan bondadoso...!.

Iris se acercó y le estrechó la mano muy seria. El vestido negro que llevaba le hacía parecer más delgada y pálida de lo que él la recordaba.

—Vine a ver si podía serles de alguna utilidad —dijo Race.

—Gracias. Es usted muy amable.

Era evidente que había sufrido un rudo golpe y que aún sentía sus efectos. Pero... ¿había querido a George tanto como para que su muerte pudiera afectarla tan profundamente?.

Iris volvió la mirada hacia su tía y Race se dio cuenta de que sus ojos estaban muy alertas.

—¿De qué estabas hablando... ahora, cuando entré? —preguntó.

Lucilla se puso colorada y se aturdió. Race adivinó que deseaba evitar, a toda cosa, tener que mencionar el nombre de Anthony Browne.

—Deja que piense... Ah, sí, del Día de Todos los Santos, y que ayer fue Día de Difuntos. Día de Difuntos me parece a mí una cosa tan rara, una de esas coincidencias que una nunca cree posible en la vida real.

—¿Quieres decir con eso —preguntó Iris— que Rosemary volvió anoche a buscar a George?.

Lucilla lanzó un grito.

—¡Iris, querida, por favor!. ¡Qué pensamiento más terrible...!. Es... tan poco cristiano...

—¿Por qué es poco cristiano?. El Día de Difuntos. En París tienen la costumbre de ir a poner flores en los sepulcros.

—Sí, ya sé, querida, pero es que son católicos, ¿no?.

Una leve sonrisa se dibujó en los labios de Iris.

—Creí que a lo mejor estarías hablando de Anthony... —comentó sin rodeos—... de Anthony Browne.

—Verás. —El gorjeo de Lucilla se atipló, asemejandose más que nunca al de un pájaro—. Si quieres que diga la verdad, sí que lo mencionamos. Precisamente decía yo que no sabemos una palabra de él...

Iris la interrumpió.

—¿Por qué habías de saber tú ni una sola palabra de él? —manifestó con rudeza.

—No, claro, querida, claro que no. Es decir, bueno, quiero decir... sería mucho mejor si lo supiésemos, ¿no?.

—Tendrás toda suerte de oportunidades para averiguarlo de ahora en adelante —dijo Iris—. Porque voy a casarme con él.

—¡Oh, Iris! —La exclamación fue una mezcla de gemido y balido—. ¡No seas temeraria!. Quiero decir que... no puede convenirse nada de momento.

—Está convenido ya, tía Lucilla.

—Nadie, querida, puede hablar de cosas como el matrimonio cuando el entierro aún no ha tenido lugar. No sería decente. Y esa horrible encuesta y todo... Y, la verdad, Iris querida, no creo que George hubiera dado su aprobación. No le era muy simpático Mr. Browne.

—No —dijo Iris—, a George no le hubiese gustado y Anthony le era antipático, pero eso nada tiene que ver con el asunto. Se trata de mi vida y no la de George. Y sea como fuere, George ha muerto...

Mrs. Drake volvió a gemir.

—¡Iris!. ¡Iris!. ¿Cómo te has vuelto?. Lo que has dicho da pruebas de muy pocos sentimientos.

—Lo siento, tía Lucilla. —La muchacha hablaba con hastío—. Comprendo que te sonara así, pero no lo dije con esa intención. Sólo quise decir que George descansa, mora y que ya no tiene que preocuparse de mí ni de mi porvenir. He de decidir las cosas por mí misma.

—No digas tonterías, querida. No se puede decir nada en momentos como los actuales, sería muy poco adecuado. La cuestión no tiene por qué surgir siquiera.

Iris soltó una leve carcajada. Luego quedó pensativa y declaró:

—Pero ha surgido. Anthony me pidió que me casara con él antes de que nos fuéramos de Little Priors. Quería que marchara a Londres y me casara con él al día siguiente sin decirle una palabra a nadie. Siento ahora no haberlo hecho.

—¿No resultaba un poco extemporánea esa petición? —murmuró Race en voz baja.

Ella le miró con ojos retadores.

—Nada de eso. Nos hubiera ahorrado muchos jaleos.

¿Por qué no me fiaría de él?. Me pidió que confiara en el y me negué. Sea como fuere, ahora estoy dispuesta a casarme tan aprisa como él quiera.

Lucilla estalló en un raudal de incoherentes protestas. El mofletudo rostro tembló como si fuese de gelatina, los ojos se le inundaron de lágrimas.

El coronel Race asumió el mando de la situación.

—Miss Marle, ¿me concede unos momentos antes de que me marche?. Deseo hablar con usted.

La muchacha asintió con cierto sobresalto y se va empujada hacia la puerta. Cuando salía, Race retrocedió un par de pasos hacia Mrs. Drake.

—No se disguste, Mrs. Drake —dijo—. Cuanto menos se hable, mejor. Ya veremos lo que se puede hacer.

Dejándola algo consolada siguió a Iris, que cruzó el pasillo y entró en un cuarto que daba a la parte posterior de la casa, donde un melancólico sicómoro perdía sus últimas hojas.

—Lo único que tenía aún que decirle, miss Marle —anunció Race—, era que el inspector jefe Kemp e íntimo amigo mío y que estoy seguro de que lo encontrará bondadoso y dispuesto a ayudar todo lo posible, tiene un deber muy desagradable que cumplir, pero estoy seguro de que lo hará con toda clase de consideraciones.

Ella lo miró unos instantes sin hablar. Luego dijo con brusquedad:

—¿Por qué no se reunió anoche con nosotros como había esperado George?.

Él meneó la cabeza.

—George no me esperaba.

—Él dijo que sí. Me aseguró que vendría más tarde.

—Pudo haberlo dicho, pero no era cierto. George sabía perfectamente que yo no pensaba ir.

—Pero la silla vacante... ¿para quién era?.

—Para mí, no.

Iris entornó los ojos y palideció.

—Era para Rosemary... —dijo en un susurro—. Comprendo... Era para Rosemary.

Race acudió rápidamente a su lado al ver que se tambaleaba. La sostuvo y luego la obligó a sentarse.

—Tranquilícese...

—Estoy bien —respondió ella en voz baja y casi sin aliento—, pero no sé qué hacer... No sé qué hacer.

—¿Puedo ayudarla?.

Iris alzó la mirada hacia su rostro. Era una mirada sombría, llena de nostalgia.

—Es preciso que vea las cosas claras —contestó—. Es preciso que las vea —hizo un gesto con la mano, como si buscara algo a tientas— en su debido orden. En primer lugar, George creía que Rosemary no se había suicidado sino que la habían matado. Llegó a ese convencimiento por las cartas. Coronel Race, ¿quién cree usted que escribió esas cartas?.

—No lo sé. Nadie lo sabe. ¿Y usted, no tiene idea?.

—No puedo ni imaginarme quién habrá sido. Sea como fuere, George creyó lo que decían y organizó la fiesta de anoche. Y dejó un sitio vacante. Y era Día de Difuntos, el Día de los Muertos. Era un día en que el espíritu de Rosemary podía haber vuelto a decir la verdad.

—No debe usted dar rienda suelta a su imaginación.

—Es que lo he sentido yo misma. La he sentido muy cerca a veces. Soy su hermana y creo que está intentando decirme algo.

—Tranquilícese, Iris.

Es preciso que hable de ello. George brindó por Rosemary y murió. Quizás ella vino y se lo llevó.

—Los espíritus de los muertos no echan cianuro en una copa de champán, querida.

Estas palabras parecieron devolverle el equilibrio.

—Pero... ¡es increíble! —exclamó con voz más normal—. A George lo mataron. Sí, lo mataron. Eso es lo que cree la policía y debe de ser verdad. Porque no es aceptable otra explicación. Pero es absurdo.

—¿Cree usted?. Si a Rosemary la hubieran matado y George empezaba a sospechar quién...

Ella le interrumpió.

—Sí, pero a Rosemary no la mataron. Por eso resulta tan incomprensible todo. George dio crédito a esos anónimos en parte porque la depresión tras una gripe no resulta la explicación más convincente de un suicidio. Pero Rosemary tenía un motivo. Verá, le voy a enseñar algo, que le convencerá.

Salió corriendo del cuarto y volvió unos instantes despues con una carta en la mano. Se la ofreció.

—Léala. Vea por sí mismo.

Race desdobló el arrugado papel.

—«Mi leopardo querido...»

Lo leyó dos veces antes de devolverlo.

La muchacha dijo con avidez:

—¿Lo ve?. Era desgraciada. Tenía el corazón partido. No quería continuar viviendo.

—¿Sabe usted a quién iba dirigida esta carta?.

Iris asintió.

—A Stephen Farraday. No era a Anthony. Estaba enamorada de Stephen y él la trataba con crueldad. Así que se llevó el cianuro al restaurante y se lo bebió allí, donde él pudiera verla morir. Quizás esperaba que se arrepintiera.

Race asintió. Al cabo de unos momentos preguntó:

—¿Cuándo encontró esto?.

—Hace cosa de seis meses. Estaba en el bolsillo de un batín viejo.

—¿No se lo enseñó a George?.

—¿Cómo quería que lo hiciese? —exclamó Iris apasionada—. Rosemary era mi hermana. ¿Cómo iba a delatarla a George?. Él estaba tan seguro de que ella lo quería. ¿Cómo iba a enseñarle esto después de haber muerte ella?. Estaba completamente equivocado, pero yo no podía decírselo. Se la he enseñado a usted porque era amigo de George. ¿Tiene que verla el inspector Kemp?.

—Sí. Es preciso que se la dé. Se trata de una prueba, ¿comprende?.

—Pero entonces, la... ¿la leerán ante un tribunal, quizá?.

—No necesariamente. Una cosa no significa la otra. Es la muerte de George lo que se está investigando. No se dará publicidad a cosa alguna que no esté relacionada directa e indudablemente con el caso. Más vale que deje que me la lleve ahora.

—Está bien.

Le acompañó hasta la puerta. Cuando la abría, dijo:

—Pero sí que demuestra que la muerte de Rosemary fue suicidio, ¿verdad?.

—Demuestra, desde luego —dijo Race—, que tenía motivos para quitarse la vida.

Iris exhaló un profundo suspiro.

Race bajó los escalones. Volvió la cabeza una vez. Iris seguía inmóvil en la puerta, siguiéndole con la mirada cuando cruzaba la plaza.Capítulo VII
Mary ReesTalbot saludó al coronel Race con un verdadero chillido de incredulidad. —Mi querido amigo, no te he vuelto a ver desde que desapareciste tan misteriosamente en Allahabad aquella vez. Y, ¿por qué estás aquí ahora?. No será para verme, estoy segura. Tú nunca haces visitas de cumplido. Vamos, confiesa la verdad, no hay necesidad de que andes con diplomacias.

—Emplear métodos diplomáticos contigo sería una pérdida de tiempo, Mary. Siempre he admirado tus facultades. Ves a través de uno como con rayos X.

—Menos paja y al grano, amigo mío.

Race sonrió.

—La doncella que me abrió la puerta, ¿era Elizabeth Archdale? —preguntó.

—¡Así que a eso vienes!. No me digas que esa muchacha, londinense pura si las hay, es una conocida espía europea. Me negaré rotundamente a creerte.

—No, no. No se trata de eso.

—Ni me digas tampoco que forma parte de nuestro servicio de contraespionaje, porque tampoco lo creeré.

—Y harás muy bien. La muchacha es una doncella y nada más.

—Y, ¿desde cuándo te interesa una simple doncella?. Aunque Elizabeth no tiene nada de simple, en realidad. Yo creo que es la astucia personificada.

—Creo —dijo el coronel Race— que tal vez pueda decirme algo.

—¿Si se lo pidieras con mucha amabilidad...?. No me sorprendería que tuvieses razón. Tiene muy desarrollada la técnica de encontrarse cerca de la puerta siempre que sucede algo interesante. ¿Qué ha de hacer M.?.

—M. tendrá la amabilidad de ofrecerme algo de beber, llamar a Elizabeth y decirle que me lo traiga.

—Y, ¿cuando lo traiga Elizabeth?.

—Para entonces, M. habrá tenido la bondad de marcharse.

—¿Para quedarse detrás de la puerta y escuchar por el ojo de la cerradura?.

—Si quieres...

—Y habiéndolo hecho, ¿quedaré saturada de informes confidenciales sobre la última crisis europea?.

—Me temo que no. Esto no guarda relación alguna con ninguna situación política.

—¡Qué desilusión!. Bueno, te seguiré el juego.

Mrs. Reestalbot, que era una vivaz morena de cuarenta y nueve años, pulsó el timbre y ordenó a su bonita doncella que sirviera al coronel Race un whisky con soda.

Cuando regresó Elizabeth Archdale con una bandeja en la que llevaba lo que le había pedido, Mrs. Reestalbot estaba de pie junto a la puerta que daba a su gabinete particular.

—El coronel Race tiene que hacerle unas preguntas —dijo, y salió de la habitación.

Los ojos provocadores de Elizabeth volvieron su mirada hacia el alto y entrecano militar con cierta expresión de alarma. Él tomó la copa de la bandeja y sonrió.

—¿Ha visto los periódicos de hoy? —preguntó.

Elizabeth lo miró y se puso en guardia.

—Sí, señor.

—¿Leyó usted que Mr. Barton murió anoche en el restaurante Luxemburgo?.

—Oh, sí, señor. —Los ojos de Elizabeth brillaron como si aquel desastre público fuera motivo de regocijo—. Terrible, ¿verdad?.

—Usted había servido en su casa, ¿verdad?.

—Sí, señor. La dejé el invierno pasado, poco después de morirse Mrs. Barton.

—Ella murió en el Luxemburgo también.

Elizabeth asintió en el acto.

—Resulta bastante raro eso, ¿verdad, señor?.

—Veo —dijo Race muy serio— que tiene usted inteligencia. Sabe atar cabos y sacar consecuencias.

Elizabeth entrelazó las manos y olvidó por completo la discreción.

—¿Le liquidaron a él también?. Los periódicos no lo dijeron con claridad.

—¿Por qué dice usted «también»?. Cuando se celebró la encuesta, el jurado falló que Mrs. Barton se había suicidado.

La muchacha le dirigió una rápida mirada de soslayo. «Demasiado viejo —pensó—, pero guapo. Uno de esos hombres callados. Un caballero de verdad. Uno de esos caballeros que le hubiesen dado a una un soberano[8] en su juventud. Tiene gracia. ¡Ni siquiera sé cómo es un soberano!. ¿Qué andará buscando?».

—Sí, señor—contestó.

—Pero... ¿tal vez usted nunca creyó que fuera un suicidio?.

—La verdad, no, señor. Yo no creí nunca que se tratara de un suicidio.

—Eso es muy interesante. Muy interesante de verdad. ¿Y por qué no lo creyó?.

Vaciló. Empezó a hacerse pliegues en el delantal.

—Haga el favor de decírmelo. Pudiera ser importante.

¡Lo dijo tan agradablemente! Y tan serio... Le hacia a una sentirse importante... Le entraban a una ganas de ayudarlo. Y, fuera como fuese, sí que había sido lista en cuanto a la muerte de Rosemary Barton se refería. ¡Ella no se había dejado engañar!.

—La mataron, ¿verdad, señor?.

—Cabe la posibilidad de que así fuera. Pero, ¿por qué llegó usted a creerlo?.

—Por algo... —Elizabeth vaciló—... por algo que oí decir un día.

—Sí? —la animó Race.

—La puerta no estaba cerrada ni nada. Quiero decir que a mí nunca se me ocurriría escuchar detrás de una puerta. No me gusta hacer esas cosas. Pero cruzaba el pasillo, hacia el comedor, con los cubiertos en una bandeja, y hablaban en voz muy alta. Estaba diciendo algo. Me refiero a Mrs. Barton, algo de que Anthony Browne no era su nombre. Y entonces se puso furioso de verdad, Mr. Browne quiero decir. Nunca le hubiera creído capaz de eso... con lo guapo y lo bien hablado que era normalmente. Dijo algo de cortarle la cara... ¡Oh!. Y luego dijo que si no hacía lo que él le decía, le daría el paseo. Así, como suena. No oí más, porque miss Iris Marle bajaba la escalera y, claro está, no le di mucha importancia por entonces. Pero, después del jaleo que se armó por haberse suicidado en la fiesta, y cuando supe que él estaba allí también, bueno, me dieron escalofríos y se me pusieron los pelos de punta... ¡De verdad!.

—¿Pero usted no dijo nada?.

La muchacha meneó la cabeza.

—No quería enredos con la policía y, además, no sabía nada... nada en realidad. Quizá, si hubiese dicho algo, me hubiesen liquidado a mí también. O me hubiesen dado el paseo, como dicen.

—Ya.

Race hizo una pequeña pausa. Luego, con su tono más gentil, dijo:

—Así que se limitó a mandarle un anónimo a Mr. Barton, ¿verdad?.

Ella lo miró boquiabierta, pero Race no notó en ella señal alguna de culpabilidad, nada más que de puro asombro.

—¿Yo?. ¿Escribirle a Mr. Barton?. ¡Nunca!.

—Oh, no tenga usted miedo de decírmelo. En realidad fue una idea magnífica. Sirvió para avisarle sin delatarse usted. Dio usted muestras de mucha inteligencia al hacerlo.

—Pero, ¡si no lo hice, señor!. No se me ocurrió hacer semejante cosa. ¿Escribirle a Mr. Barton, quiere decir, para avisarle de que a su mujer la habían liquidado?. ¡Ni loca!.

Tan sincera sonaba su negativa que, a pesar suyo, Race sintió vacilar su convencimiento. Pero, ¡encajaba todo tan bien!. ¡Sería tan fácil explicarlo todo con naturalidad si la muchacha hubiese escrito las cartas...! Ella insistió en su negativa, no con vehemencia ni inquietud, sino serenamente, sin demasiado énfasis. Acabó por creerle, muy a pesar suyo.

Cambió de táctica.

—¿A quién le contó usted eso?.

—A nadie. Le digo a usted, con franqueza, que estaba asustada. Pensé que sería mejor no abrir la boca. Procuré olvidarlo. Sólo lo recordé una vez, cuando le dije a Mrs. Drake que me marchaba. Había sido muy pesada desde el primer momento, mucho más de lo que una muchacha es capaz de soportar... y ahora quería que fuera a enterrarme en el campo, donde ni siquiera había una línea de autobuses. Cuando le dije que me iba, se enfadó y me puso en la recomendación que le pedí que rompía muchas cosas. Yo le dije, con sarcasmo, que por lo menos encontraría un sitio donde a la gente no la liquidaran. Y me asusté en cuanto lo dije, pero ella no pareció darle mucha importancia. Quizá debiera haber hablado por entonces, pero en realidad no estaba segura. La gente dice la mar de disparates en broma y realmente Mr. Browne era muy agradable y muy amigo de bromear, por lo que no podía estar segura. ¿Verdad, señor?.

Race contestó que, en efecto, no podía estar segura. Luego añadió:

—Mrs. Barton dijo que Browne no era su verdadero nombre... ¿Mencionó cuál era el auténtico?.

—Sí, señor. Porque él dijo: «Olvida lo de Tony...» Tony... ¿cómo era?. Tony algo... Lo que sí sé es que me recordó la mermelada de cerezas que preparaba la cocinera.

—¿Tony Cheriton?. ¿Cherable...[9]?.

Ella meneó la cabeza.

—Un nombre más raro que eso, empezaba con eme y sonaba como extranjero.

—No se preocupe. Tal vez lo recuerde más tarde. Si así sucediera, avíseme. Aquí tiene mi tarjeta con las señas. Si recuerda el nombre, escríbame a esta dirección.

Le entregó la tarjeta y una propina.

—Lo haré, señor. Gracias, señor.

«Un caballero», pensó al bajar la escalera. Un billete de una libra esterlina, no de media. Debía de resultar muy agradable cuando circulaban los soberanos de oro.

Mary Reestalbot volvió a la habitación.

—¿Qué?. ¿Has tenido éxito?.

—Sí, pero aún queda una dificultad que vencer. ¿Puede ayudarme tu ingenio?. ¿Se te ocurre un nombre que pudiera recordar la mermelada de cereza?.

—¡Qué pregunta más extraordinaria!.

—Piensa, Mary. Yo no soy un hombre casero. Concentra tu atención en la fabricación de mermelada... en la mermelada de cereza especialmente.

—No se hace mermelada de cerezas con frecuencia.

—¿Por qué no?.

—Porque tiene la tendencia de convertirse en demasiado azucarada... a menos que se empleen cerezas para guisar: cerezas de Morella.

Race soltó una exclamación.

—Apuesto a que era esto. Adiós, Mary. No sé cómo agradecértelo. ¿Tienes inconveniente en que toque el timbre para que la muchacha me acompañe a la puerta?.

Mrs. Reestalbot le gritó mientras él salía de la habitación casi corriendo.

—¡Si serás desagradecido!. ¿No vas a decirme de qué se trata?.

—Ya volveré a contarte toda la historia más tarde —contestó él por encima del hombro.

—¡Eso dices tú! —murmuró Mrs. Reestalbot.

Elizabeth le aguardaba con el sombrero y el bastón.

Race le dio las gracias y se detuvo en la puerta.

—A propósito —dijo—, ¿el nombre era Morelli?.

—Exacto, señor. Tony Morelli, ése fue el nombre que él dijo que olvidara. Y dijo que había estado en la cárcel también.

Race bajó los escalones sonriendo.

Desde el teléfono público más cercano llamó a Kemp. Hubo un intercambio de palabras, breve, pero satisfactorio.

—Expediré un telegrama inmediatamente —dijo Kemp—. Debiéramos tener noticias en seguida. Confieso que experimentaré un gran alivio si tiene usted razón.

—Creo que sí la tengo. Todo parece encajar.