Johnny, Bud, Brugal, José, Smirnoff, Tanqueray y Mimí
Madrugada del sábado al domingo, 03:12 h.
—¿Otra?
—Otra —confirmé, agitando mi vaso.
La camarera del Sappho, la bajita con el pelo naranja, Mimí, empezó a servirme la copa con diligencia. Era la tercera… no, cuarta. La cuarta vez que demostraba su presteza en tan noble arte. Me encanta la gente que hace bien su trabajo, ¿a vosotros no?
Mientras esperaba a que me sirviera perdí la mirada por el local. Era sábado noche, la madrugada ya estaba encarrilada y el Sappho empezaba a abarrotarse. Normalmente, a esas horas, en ese lugar, me habría dedicado a aplicar a conciencia mis consabidos métodos A y B (o B y A, el orden de los factores no alteraba el producto. Había chicas a las que les gustaba un restregón madrugador, previo a la tanda de copas, y a mí, la verdad, no me importaba alterar mi ritmo biológico para esas cuestiones). Pero esa noche había ido sobre todo con el propósito de encontrar mi bandolera y a la chica que se había quedado con ella y con mi dignidad.
Lo que pasa es que, vaya, se me había ido el santo al cielo de la forma más tonta, copa va, copa viene, y así seguía. Al principio había rastreado el local por si veía un rostro conocido que pudiera adjudicar a mi anónima ladrona, pero es que muchos me resultaban familiares. No sabría decir si porque me había tirado a sus propietarias o por ser estas clientela habitual, pero la cuestión era que, con la dificultad añadida de no poder recordar su cara, la búsqueda se me antojaba casi imposible, amén de titánica.
Así que decidí hacer caso a Leng y echar mano de la plantilla Excel de Mimí. Con esa intención me había sentado a la barra, pero ya iba por la cuarta copa y aún no le había preguntado nada, así que decidí que mejor me ponía ya a ello, antes de que la bebida nublara en exceso mi ya tambaleante percepción.
—Oye, perdona. ¿Sabes si el jueves apareció por aquí una bandolera? De piel, con cierre magnético de solapa y correa ajustable. Tiene un arañazo en la parte delantera con esta forma. —Tracé sobre la barra una línea imaginaria que representaba el pico achatado de una montaña—. ¿Te suena?
Mimí puso cara de concentración.
—Hum, a ver. En el cuartito hay como una docena de bragas, varios sostenes, un par de camisetas, tres zapatos sueltos, cuatro chaquetas, dos carteras cuyas dueñas ya tenemos localizadas y un pantalón. —Sonrió divertida—. ¿Te lo puedes creer? ¿Quién porras sale de un sitio sin pantalones, a ver?
Compuse una expresión neutral. Zapatos y pantalón puede que no, pero no pondría la mano en el fuego por que algunas de esas bragas no fuesen mías.
—Si es que, bebemos y mira… —contemporicé, sacudiendo la cabeza—. Pero entonces, ¿bandolera no hay?
—No. Aparecieron un par de bolsos, pero sus dueñas los recogieron enseguida. Y no eran como el que tú me has descrito, lo siento. ¿Recuerdas más o menos dónde lo dejaste olvidado?
—Bueno, la cuestión es esa, que no sé si me lo dejé olvidado o alguien se lo quedó.
Una arruguita se formó en su frente.
—Vaya, no jodas. ¿Alguien te lo robó? —Compuso una expresión seria—. Eso ya son palabras mayores. A la jefa no le gusta la idea de que haya chicas de manos largas por aquí. Ya pillamos a una, y si uno de esos ejemplares ha vuelto tendré que avisar.
—Bueno, lo que pasa es que tampoco te puedo asegurar que haya sido eso, ni que haya ocurrido aquí, ¿sabes? En fin, sí, el jueves por la noche estuve tomando unas copas con una chica y tal, y nos fuimos y al día siguiente amanecí en la playa y había un cangrejo y una chaqueta que no era mía, pero mi bandolera no estaba y acabé pescando un pez gigantesco que tuve que limpiar y después comerme.
Mimí me lanzó una mirada de absoluta maravilla.
—Guau. Tú tienes una vida de lo más interesante, ¿no?
—Yo no la calificaría exactamente así —dije, haciendo una mueca.
—Bueno, la cuestión es que no sabes si te birlaron la bandolera ni si fue aquí, ¿correcto?
—Correcto.
—Eso aliviará a la jefa.
—A ella puede, pero yo sigo en las mismas. Que me la hubiese dejado olvidada era una de las posibilidades; que me la quitase esa chica, la otra. ¿Tú no conocerás por casualidad a una con un lunar en el coño, verdad?
Esta pregunta, en cualquier otro sitio (por ejemplo, en un salón de té en plena reunión del Club de Ganchillo de las Alegres Septuagenarias Luteranas) podría resultar grosera, fuera de lugar o impertinente. Pero no aquí, no en el Sappho. De ninguna manera.
Ya os digo yo que no.
Mimí arrugó el entrecejo, pero solo como una nueva muestra de concentración. Como he dicho, esto es el Sappho.
—¿Tu sospechosa tenía uno?
—Ajá.
—Buena vista —se admiró.
—No tanto. Depilación integral.
—¿Localización?
—Pubis. Monte de Venus.
—¿Lado izquierdo o derecho?
—¿Según se mire como propietaria o como cunilingüista?
—Cunilingüista.
—Derecho, entonces.
—¿Grande? ¿Pequeño?
—Hermoso. Bastante visible, como te digo.
—¿Redondo? ¿Irregular? ¿Te recordaba alguna forma conocida?
—Redondito.
Se le iluminó la expresión.
—¡Brenda! Tiene que ser ella. Sarah tiene uno, pero en el coño propiamente dicho, en los labios mayores. Y Rachel también, pero más arriba, pegado al ombligo. Y están Amy, Eileen y Fiona, que tienen sendos lunares, pero en las tetas. Eso queda un poco alto, así que los descartamos.
Ahora, la mirada de maravilla fue mía. ¡Dios mío, que de verdad esta mujer tenía un archivo Excel en la cabeza!
—¿Brenda, dices?
—Ajá.
—¿Y cómo es? —inquirí.
Tal vez me habría hecho a la idea de una rueda de reconocimiento, pero quizás fuera más factible preguntarle primero a la tal Brenda antes de pedirle que se bajara las bragas.
Mimí sonrió ampliamente. Tendría que habérmelo visto venir…
—Pues… ¡tiene un lunar en el coño! —dijo, antes de echarse a reír a mandíbula batiente.
Vale, se lo había puesto fácil.
—Perdona —dijo, apaciguando su risa—. ¿Entonces crees que esa chica se quedó con tu bandolera? —Una expresión de cautela asomó a su rostro—. Oye, pero no la buscarás para darle una paliza, ¿no? A la dirección, como que no le va mucho lo de la sangre en las paredes, ¿sabes?
—La dirección puede estar tranquila, no haré nada de eso. Si la encuentro, solo le preguntaré. Y, de paso —gruñí, echando un trago—, también por qué coño me dejó tirada en la playa.
—Ay, ¿hizo eso? Mujer, no se lo tengas en cuenta, es que es un poco despistadilla, ¿sabes?
—¡Joder, despistadilla dices! —exclamé—. ¡Que no se olvidó las llaves, coño, sino a mí! ¡A mí!
Y, oye, tal vez seré una ruina de persona, pero algo soy, ¿no? Una se olvida cosas, objetos, citas… ¡pero no seres humanos!
—Ya, ya. Si la cosa es fuerte, lo comprendo. Pero de verdad que es un desastre esa chica, te lo digo en serio. —Como puse cara de extrema incredulidad, añadió—: Bebió, ¿verdad? Mucho.
Me encogí de hombros, dudando. ¿Lo había hecho? Recordaba subir tambaleante las escaleras hacia el cuarto oscuro, pero no podría precisar si era por mí, por mi acompañante o por ambas.
—Creo que sí. Yo lo hice, al menos. Supongo que ella también.
—Pues mira, es que a Brenda, cuando bebe, ¿sabes?, se le va la pinza. Pero a lo bestia, ¿eh? Tipo dejarse olvidado a alguien, por ejemplo.
—¿En serio?
—Te lo juro. ¿Tú has visto una peli de Kim Basinger con Bruce Willis en la que a la tía le sienta fatal el alcohol y se monta el caos padre? Pues algo así.
Bufé con fastidio.
—Vale, le daré el beneficio de la duda con eso, pero… ¿Y robarme? ¿Eh? ¿Se le va la pinza y se le alargan las manos, todo en uno?
—Bueno, tampoco estás segura de eso. Y mujer, digo yo que si se te va la olla, se te va para todo, ¿no?
—Ya —gruñí—. Pues perdona si te digo que tu amiga Brenda no es, precisamente, una de mis personas favoritas en estos momentos.
—Ah, no te preocupes. No es mi amiga.
—Pensé que como sabías lo de su lunar…
—Tú también, ¿no? ¿Y es tu amiga?
—No —reconocí.
—Pues eso.
La miré inquisitiva y ella sonrió.
—No, no me la he tirado, si es eso lo que estás pensando.
—Entonces, ¿cómo sabes lo del lunar?
Sonrió, al tiempo que extendía los brazos en cruz siguiendo la longitud de la barra y exclamaba:
—¡Bienvenida a mi castillo, diván de bolleras, rincón de confidencias, lupanar de cotilleos!
Claro, cómo no. Tú dale a un alma perdida una barra y una camarera y… puf. Le cuentas hasta la vez aquella que se te metió arena en el coño.
Si lo sabré yo.
—Confidencias de barra, ¿no?
Estaba claro que de ahí sacaba la bajita de pelo naranja el material para su archivo Excel.
—Mucha barra y muchas confidencias, te lo aseguro.
Una llamada desde el otro extremo requirió en ese momento su presencia y Mimí se alejó con paso rápido. Su Excel personal no me había arrojado mucha luz que dijéramos, aunque ahora ya podía partir de dos datos: característica física y nombre de pila.
No obstante, no iba a ser fácil, porque aunque el Sappho todavía no estuviese en pleno apogeo, era sábado noche y se notaba. Las cuatro barras que circundaban la pista de baile contaban ya con un buen número de sedientas pegadas a ellas, mientras otras tantas se dedicaban a moverse al ritmo de la música. Se me iba a hacer muy larga la noche si tenía que escanear el local con datos tan escasos como un nombre y un lunar púbico.
Eso, contando con que la tal Brenda repitiera salida esa noche, claro. Igual ni siquiera aparecía y me desgastaba buscándola entre un millar de bolleras. Y no, no iba a ser tan divertido como creéis. A ver, que en vez de la consabida pregunta de «¿Y tú, estudias o trabajas?» iba a tener que soltarles lo de «¿Tú no tendrás un lunar en el coño por casualidad, no?».
Las probabilidades de que lo que me soltaran a mí fuera un sopapo eran estremecedoramente altas, me temo.
—¡Eh, oye! —Había detectado de reojo la aproximación de un bulto rematado con un manchurrón naranja, y esa solo podía ser Mimí. La camarera regresaba a por una botella y la detuve con un gesto antes de que desapareciera barra abajo de nuevo—. Sé que estás ocupada y perdona que te moleste otra vez, pero es que al final no me has dicho cómo es esa chica.
Ella compuso una expresión divertida.
—¿Es que tú no lo sabes?
Hum, vale. Esto no me iba a dejar en muy buen lugar. Pero, por otra parte, ella misma me había servido ya casi media docena de copas, así que…
Que sacara sus propias conclusiones.
—Ya —dijo sin esperar mi respuesta—. Tú también estabas un «poquitín» confundida esa noche, ¿no, encanto?
—Como varias copas confundida, sí —admití.
—O sea —dijo—, que Brenda no es la única señorita con lagunas de memoria aquí.
—Lo mío es más bien falta de concentración —me defendí.
—Pues bien que te fijaste en el lunar.
—Mujer, como para no verlo. Lo tuve a distancia cero de mi nariz. Pero oye, si acaso tienes alguna reticencia, te aseguro que no voy a montar ninguna bronca. Solo quiero saber qué fue de mi bandolera y, bueno, por qué me dejó sola en la playa.
—No, si yo no tengo por qué dudar de ti, mujer. Lo que pasa es que… —Cabeceó hacia la pista—. Mira. Como unas quinientas en estos momentos. Y yo te podría decir que es castaña con los ojos marrones y tal, pero castañas de ojos marrones debe de haber aquí, ahora mismo, no sé, como un par de centenares largos, ¿sabes?
—Ya —suspiré con desaliento.
—Pero vamos, que nadie ha dicho que no pueda ser divertido, ¿no? —Me lanzó una mirada llena de picardía—. Digo yo, lo de comprobar lo del lunar.
Hice una mueca.
—No te creas, ya había pensado en eso. —Me giré para echar una ojeada a la pista—. Pero como que se me iba a hacer eterno.
—Pues, si quieres, podemos hacer una cosa. Si no la encuentras podrías dejarme un número donde localizarte. Tal vez Brenda recuerde por obra y mano del Espíritu Santo y se deje caer por aquí preguntando por la morena de ojos verdes que se dejó olvidada en la playa.
—Y a la que le birló la bandolera —añadí.
—O no —puntualizó—, porque todo puede tener su explicación.
—Ya —suspiré—. Eso espero, de verdad. Follaba de maravilla, todo hay que decirlo.
—Ah, sí, es una escala siete. Pero lo de trinar como un pajarito… —Mimí alzó ambas cejas, divertida.
—¿También sabes eso?
—Como he dicho, diván de bolleras.
—Debe de ser un incordio, ¿no? Aguantarnos.
—Oh, no. Es entretenido. Y llevo ya anécdotas como para un libro. De los gordos. —Ladeó la cabeza en un gesto interrogante—. Entonces, ¿qué? ¿Hacemos lo del número de contacto? Soy de fiar, ¿eh? No voy a acosarte de madrugada con llamadas obscenas.
—No te creas, la mayoría de las veces hasta podría ser el mejor plan del día.
—Ay, encanto, no me digas que un bellezón como tú pasa hambre.
—Hambre, lo que se dice hambre, no.
Me miró con curiosidad.
—Ya, entiendo. Mucha bollería industrial y poca proteína sana, ¿no?
—Algo así.
—Bueno, pero quizás eso sea porque todavía no te ha llegado la que tiene que ser.
—Ya me llegó. Y pensé que se quedaría. Y lo hizo por un tiempo. Pero se fue. Y aquí estoy.
—Ay, lo siento, guapetona —se lamentó—. ¿Pena de amor, entonces?
—Perpetua.
—Pero no, mujer, eso pensamos todas. Pasará, te lo aseguro. El tiempo todo lo cura.
—¿Tú crees? Porque yo cada día estoy peor.
—Mejorará, hazme caso. Ahora no lo ves, pero vendrán tiempos mejores. Dejarás todo eso atrás y volverás a sonreír. —Sacudió la cabeza con simpatía—. Ya decía yo que te veía mucho por aquí. Pero eres nueva, ¿no?
—Llegué hace poco a la ciudad.
—Ah, pues deja que te invite a una copa para darte la bienvenida.
Sacó un par de vasos y los llenó de la botella que llevaba en la mano. Levantó el suyo, sonriendo.
—A tu salud…
Dejó la frase en el aire, invitándome a completarla, al tiempo que me señalaba con la palma de la mano.
—Cate. Me llamo Cate —dije.
—A tu salud, Cate. —Se bebió de un trago el contenido del vaso. A continuación, elevándose sobre la barra, alargó la mano, ofreciéndomela—. Mimí, encantada.
—Sí, sé tu nombre. Me lo dijo Leng —dije, estrechando su mano.
La mirada se le iluminó.
—Oh, por Dios, esa mujer, qué encanto, de verdad.
—Ya lo creo.
—Bueno, pues nada, lo dicho —dijo sonriendo—. Bienvenida a Océano, bienvenida al Sappho, y que las vulvas te sean propicias.
—Amén, hermana —dije, alzando el chupito y vaciándolo también de un trago—. Te aseguro que me vas a ver mucho más por aquí.
—¿Ah, sí? Pues, ¿sabes, Cate? Presiento que este es el inicio de una gran amistad.
Y lo fue, vaya que sí. Una maravillosa, estupenda amistad, entre Mimí, servidora… y Johnny, Bud, Brugal, José, Smirnoff y Tanqueray.
Hasta el chupito y más allá.