La carne es triste, ¡ay!, y todo lo he leído.
¡Huir! ¡Huir! Presiento que en lo desconocido
de espuma y cielo, ebrios los pájaros se alejan.
Nada, ni los jardines que los ojos reflejan
sujetará este pecho, náufrago en mar abierta
¡oh, noches!, ni en mi lámpara la claridad desierta
sobre la virgen página que esconde su blancura,
y ni la fresca esposa con el hijo en el seno.
¡He de partir al fin! Zarpe el barco, y sereno
meza en busca de exóticos climas su arboladura.
Un hastío reseco ya de crueles anhelos
aún suena en el último adiós de los pañuelos.
¡Quién sabe si los mástiles, tempestades
[buscando,
se doblarán al viento sobre el naufragio,
cuando perdidos floten sin islotes ni derroteros!…
¡Más oye, oh corazón, cantar los marineros!
Un bonito poema. Nabokov le habría aconsejado al traductor no mantener la rima, dar una versión en verso libre, hacer una versión feísta, si Nabokov hubiera conocido al traductor, Alfonso Reyes, que para la cultura occidental poco significa pero que para esa parte de la cultura occidental que es Latinoamérica significa (o debería significar) mucho. ¿Pero qué quiso decir Mallarmé cuando dijo que la carne es triste y que ya había leído todos los libros? ¿Que había leído hasta la saciedad y que había follado hasta la saciedad? ¿Que a partir de determinado momento toda lectura y todo acto carnal se transforman en repetición? ¿Que lo único que quedaba era viajar? ¿Que follar y leer, a la postre, resultaba aburrido, y que viajar era la única salida? Yo creo que Mallarmé está hablando de la enfermedad, del combate que libra la enfermedad contra la salud, dos estados o dos potencias, como queráis, totalitarias; yo creo que Mallarmé está hablando de la enfermedad revestida con los trapos del aburrimiento. La imagen que Mallarmé construye sobre la enfermedad, sin embargo, es, de alguna manera, prístina: habla de la enfermedad como resignación, resignación de vivir o resignación de lo que sea. Es decir está hablando de derrota. Y para revertir la derrota opone vanamente la lectura y el sexo, que sospecho que para mayor gloria de Mallarmé y mayor perplejidad de Madame Mallarmé eran la misma cosa, pues de lo contrario nadie en su sano juicio puede decir que la carne es triste, así, de esa forma taxativa, que enuncia que la carne sólo es triste, que la petit morte, que en realidad no dura ni siquiera un minuto, se extiende a todos los gestos del amor, que como es bien sabido pueden durar horas y horas y hacerse interminables, en fin, que un verso semejante no desentonaría en un poeta español como Campoamor pero sí en la obra y en la biografía de Mallarme, indisolublemente unidas, salvo en este poema, en este manifiesto cifrado que sólo Paul Gauguin se tomo al pie de la letra, pues que se sepa Mallarmé no escuchó jamás cantar a los marineros, o si los escuchó no fue, ciertamente, a bordo de un barco con destino incierto. Y menos aún se puede afirmar que uno ya ha leído todos los libros, pues incluso aunque los libros se acaben nunca acaba uno de leerlos todos, algo que bien sabía Mallarmé. Los libros son finitos, los encuentros sexuales son finitos, pero el deseo de leer y de follar es infinito, sobrepasa nuestra propia muerte, nuestros miedos, nuestras esperanzas de paz. ¿Y qué le queda a Mallarmé en este ilustre poema, cuando ya no le quedan, según él, ni ganas de leer ni ganas de follar? Pues le queda el viaje, le quedan las ganas de viajar. Y ahí está tal vez la clave del crimen. Porque si Mallarmé llega a decir que lo que queda por hacer es rezar o llorar o volverse loco, tal vez habría conseguido la coartada perfecta. Pero en lugar de eso Mallarmé dice que lo único que resta por hacer es viajar, que es como si dijera navegar es necesario, vivir no es necesario, frase que antes sabía citar en latín y que por culpa de las toxinas viajeras de mi hígado también he olvidado, o lo que es lo mismo, Mallarmé opta por el viajero con el torso desnudo, por la libertad que también tiene el torso desnudo, por la vida sencilla (pero no tan sencilla si rascamos un poco) del marinero y del explorador que, a la par que es una afirmación de la vida, también es un juego constante con la muerte y que, en una escala jerárquica, es el primer peldaño de cierto aprendizaje poético. El segundo peldaño es el sexo y el tercero los libros. Lo que convierte la elección mallarmeana en una paradoja o bien en un regreso, en un volver a empezar desde cero. Y llegado a este punto no puedo, antes de volver al ascensor, dejar de pensar en un poema de Baudelaire, el padre de todos, en el que éste habla del viaje, del entusiasmo juvenil del viaje y de la amargura que todo viaje a la postre deja en el viajero, y pienso que tal vez el soneto de Mallarmé es una respuesta al poema de Baudelaire, uno de los más terribles que he leído, el de Baudelaire, un poema enfermo, un poema sin salida, pero acaso el poema más lúcido de todo el siglo XIX.
SALIDA
Para el niño, gustoso de mapas y grabados,
Es semejante el mundo a su curiosidad.
El poema, pues, empieza con un niño. El poema de la aventura y del horror, naturalmente, empieza en la mirada pura de un niño. Luego dice:
Un buen día partimos, la cabeza incendiada,
Repleto el corazón de rabia y amargura,
Para continuar, tal las olas, meciendo
Nuestro infinito sobre lo finito del mar:
Felices de dejar la patria infame, unos;
El horror de sus cunas, otros más; no faltando,
Astrólogos ahogados en miradas bellísimas
De una Circe tiránica, letal y perfumada.
Para no ser cambiados en bestias, se emborrachan
De cielos abrasados, de espacio y resplandor,
El hielo que les muerde, los soles que les
[queman,
La marca de los besos borran con lentitud.
Pero los verdaderos viajeros sólo parten
Por partir; corazones a globos semejantes
A su fatalidad jamás ellos esquivan
Y gritan «¡Adelante!» sin saber bien por qué.
El viaje que emprenden los tripulantes del poema de Baudelaire en cierto modo se asemeja al viaje de los condenados. Voy a viajar, voy a perderme en territorios desconocidos, a ver qué encuentro, a ver qué pasa. Pero previamente voy a renunciar a todo. O lo que es lo mismo: para viajar de verdad los viajeros no deben tener nada que perder. El viaje, este largo y accidentado viaje del siglo XIX, se asemeja al viaje que hace el enfermo a bordo de una camilla, desde su habitación a la sala de operaciones, donde le aguardan seres con el rostro oculto debajo de pañuelos, como bandidos de la secta de los hashishin. Por cierto, las primeras estampas del viaje no rehúyen ciertas visiones paradisíacas, producto más de la voluntad o de la cultura del viajero que de la realidad:
¡Asombrosos viajeros! ¡Cuántas nobles historias
Leemos en vuestros ojos profundos como el mar!
Mostradnos los estuches de tan ricas memorias
Y también dice: ¿Qué habéis visto? Y el viajero, o ese fantasma que representa a los viajeros, contesta enumerando las estaciones del infierno. El viajero de Baudelaire, evidentemente, no cree que la carne sea triste y que ya haya leído todos los libros, aunque evidentemente sabe que la carne, trofeo y joya de la entropía, es triste y más que triste, y que una vez leído un solo libro, todos los libros están leídos. El viajero de Baudelaire tiene la cabeza incendiada y el corazón repleto de rabia y amargura, es decir, probablemente se trata de un viajero radical y moderno, aunque por supuesto es alguien que razonablemente quiere salvarse, que quiere ver, pero que también quiere salvarse. El viaje, todo el poema, es como un barco o una tumultuosa caravana que se dirige directamente hacia el abismo, pero el viajero, lo intuimos en su asco, en su desesperación y en su desprecio, quiere salvarse. Lo que finalmente encuentra, como Ulises, como el tipo que viaja en una camilla y confunde el cielo raso con el abismo, es su propia imagen:
¡Saber amargo aquel que se obtiene del viaje!
Monótono y pequeño, el mundo, hoy día, ayer,
Mañana, en todo tiempo, nos lanza nuestra
[imagen:
¡En desiertos de tedio, un oasis de horror!
Y con ese verso, la verdad, ya tenemos más que suficiente. En medio de un desierto de aburrimiento, un oasis de horror. No hay diagnóstico más lúcido para expresar la enfermedad del hombre moderno. Para salir del aburrimiento, para escapar del punto muerto, lo único que tenemos a mano, y no tan a mano, también en esto hay que esforzarse, es el horror, es decir el mal. O vivimos como zombis, como esclavos alimentados con soma, o nos convertimos en esclavizadores, en seres malignos, como el tipo aquel que después de asesinar a su mujer y a sus tres hijos dijo, mientras sudaba a mares, que se sentía extraño, como poseído por algo desconocido, la libertad, y luego dijo que las víctimas se habían merecido lo que les pasó, aunque al cabo de unas horas, más tranquilo, dijo que nadie se merecía una muerte tan cruel y luego añadió que probablemente se había vuelto loco y les pidió a los policías que no le hicieran caso. Un oasis siempre es un oasis, sobre todo si uno sale de un desierto de aburrimiento. En un oasis uno puede beber, comer, curarse las heridas, descansar, pero si el oasis es de horror, si sólo existen oasis de horror, el viajero podrá confirmar, esta vez de forma fehaciente, que la carne es triste, que llega un día en que todos los libros están leídos y que viajar es un espejismo. Hoy, todo parece indicar que sólo existen oasis de horror o que la deriva de todo oasis es hacia el horror.
Deseamos, tanto puede la lumbre que nos quema,
Caer en el abismo, Cielo, Infierno, ¿qué importa?,
Al fondo de lo ignoto, para encontrar lo nuevo.
Este último verso, al fondo de lo ignoto, para encontrar lo nuevo, es la pobre bandera del arte que se opone al horror que se suma al horror, sin cambios sustanciales, de la misma forma que si al infinito se le añade más infinito, el infinito sigue siendo el mismo infinito. Una batalla perdida de antemano, como casi todas las batallas de los poetas. Algo a lo que parece oponerse Lautréamont, cuyo viaje es de la periferia a la metrópoli y cuya forma de viajar y de ver permanece aún revestida en el misterio más absoluto, a tal grado que no sabemos si se trataba de un nihilista militante o de un optimista desmesurado o del cerebro en la sombra de la inminente Comuna, y algo que, sin duda, sabía Rimbaud, que se sumergió con idéntico fervor en los libros, en el sexo y en los viajes, sólo para descubrir y comprender, con una lucidez diamantina, que escribir no tiene la más mínima importancia (escribir, obviamente, es lo mismo que leer, y en ciertos momentos se parece bastante a viajar, e incluso, en ocasiones privilegiadas, también se parece al acto de follar, y todo ello, nos dice Rimbaud, es un espejismo, sólo existe el desierto y de vez en cuando las luces lejanas de los oasis que nos envilecen). Y entonces llega Mallarmé, el menos inocente de todos los grandes poetas, y nos dice que hay que viajar, que hay que volver a viajar. Aquí, incluso el lector menos avezado se tiene que decir a sí mismo: Pero, bueno, ¿qué le pasa a Mallarmé?, ¿a qué obedece este entusiasmo?, ¿nos está invitando a viajar o nos está enviando, atados de pies y manos, hacia la muerte?, ¿nos está tomando el pelo o se trata de un puro problema de consonancias? La posibilidad de que Mallarmé no haya leído a Baudelaire está fuera de toda consideración. ¿Qué pretende, entonces? La respuesta creo que es sencillísima. Mallarmé quiere volver a empezar, aun a sabiendas de que el viaje y los viajeros están condenados. Es decir, para el poeta de Igitur no sólo nuestros actos están enfermos sino que también lo está el lenguaje. Pero mientras buscamos el antídoto o la medicina para curarnos, lo nuevo, aquello que sólo se puede encontrar en lo ignoto, hay que seguir transitando por el sexo, los libros y los viajes, aun a sabiendas de que nos llevan al abismo, que es, casualmente, el único sitio donde uno puede encontrar el antídoto.
Permitidme que en esta época sombría empiece con una afirmación llena de esperanza. ¡El estado actual de la literatura en lengua española es muy bueno! ¡Inmejorable! ¡óptimo!
Si fuera mejor incluso me daría miedo.
Tranquilicémonos, sin embargo. Es bueno, pero nadie debe temer un ataque al corazón. No hay nada que induzca a pensar en un gran sobresalto.
Pérez Reverte, según un crítico llamado Conté, es el novelista perfecto de España. No tengo el recorte donde afirma eso, así que no lo puedo citar literalmente. Creo recordar que decía que era el novelista más perfecto de la actual literatura española, como si una vez alcanzada la perfección uno pudiera seguir perfeccionándose. Su principal mérito, pero esto no sé si lo dijo Conte o el novelista Marsé, es su legibilidad. Esa legibilidad le permite ser no sólo el más perfecto sino también el más leído. Es decir: el que más libros vende.
Según este esquema, probablemente el novelista perfecto de la narrativa española sea Vázquez Figueroa, que en sus ratos libres se dedica a inventar máquinas desalinizadoras o sistemas desalinizadores, es decir artefactos que pronto convertirán el agua de mar en agua dulce, apropiada para regadíos y para que la gente se pueda duchar e incluso, supongo, apta para ser bebida. Vázquez Figueroa no es el más perfecto, pero sin duda es perfecto. Legible lo es. Ameno lo es. Vende mucho. Sus historias, como las de Pérez Reverte, están llenas de aventuras.
Francamente, me gustaría tener aquí la reseña de ese Conte. Lástima que yo no ande por ahí guardando recortes de prensa, como el personaje de La colmena, de Cela, que guarda en un bolsillo de su raída americana el recorte de una colaboración suya en un diario de provincias, un diario del Movimiento, es de suponer, un personaje entrañable, por otra parte, al que siempre veré con el rostro de José Sacristán, un rostro pálido e inerme en la película, una jeta inconmensurable de perro apaleado con su arrugado recorte en el bolsillo, deambulando por la imposible meseta de este país. Llegado a este punto permitidme dos digresiones exegéticas o dos suspiros: Qué buen actor es José Sacristán, qué ameno, qué legible. Y qué cosa más curiosa ocurre con Cela: cada día que pasa se asemeja más a un dueño de fundo chileno o a un dueño de rancho mexicano; sus hijos naturales, como dicen los púdicos latinoamericanos, o sus bastardos, aparecen y crecen como los matorrales, vulgares y a disgusto, pero tenaces y con la voz bronca, o como las cándidas lilas en los lotes baldíos, según la expresión del cándido Eliot.
Si al cadáver increíblemente gordo de Cela lo amarramos a un caballo blanco, podemos y de hecho tenemos a un nuevo Cid de las letras españolas.
Declaración de principios:
En principio yo no tengo nada contra la claridad y la amenidad. Luego, ya veremos.
Esto siempre resulta conveniente declararlo cuando uno se adentra en esta especie de Club Mediterranée hábilmente camuflado de pantano, de desierto, de suburbio obrero, de novela-espejo que se mira a sí misma.
Hay una pregunta retórica que me gustaría que alguien me contestara: ¿Por qué Pérez Reverte o Vázquez Figueroa o cualquier otro autor de éxito, digamos, por ejemplo, Muñoz Molina o ese joven de apellido sonoro De Prada, venden tanto? ¿Sólo porque son amenos y claros? ¿Sólo porque cuentan historias que mantienen al lector en vilo? ¿Nadie responde? ¿Quién es el hombre que se atreve a responder? Que nadie diga nada. Detesto que la gente pierda a sus amigos. Responderé yo. La respuesta es no. No venden sólo por eso. Venden y gozan del favor del público porque sus historias se entienden. Es decir: porque los lectores, que nunca se equivocan, no en cuanto lectores, obviamente, sino en cuanto consumidores, en este caso de libros, entienden perfectamente sus novelas o sus cuentos. El crítico Conte esto lo sabe o tal vez, porque es joven, lo intuye. El novelista Marsé, que es viejo, lo tiene bien aprendido. El público, el público, como le dijo García Lorca a un chapera mientras se escondían en un zaguán, no se equivoca nunca, nunca, nunca. ¿Y por qué no se equivoca nunca? Porque entiende.
Por supuesto es aconsejable aceptar y exigir, faltaría más, el ejercicio incesante de la claridad y la amenidad en la novela, que es un arte, digamos, que discurre al margen de los movimientos que transforman la historia y la historia particular, coto exclusivo de la ciencia y de la televisión, aunque en ocasiones si uno extiende la exigencia o el dictado de lo entretenido, de lo claro, al ensayo y a la filosofía, el resultado puede ser a primera vista catastrófico sin por ello perder su potencia de promesa o dejar de ser, a medio plazo, algo providencial y deseable. Por ejemplo, el pensamiento débil. Honestamente no tengo ni idea de en qué consistió (o consiste) el pensamiento débil. Su promotor, creo recordar, fue un filósofo italiano del siglo XX. Nunca leí un libro suyo ni un libro acerca de él. Entre otras razones, y no me estoy disculpando, porque carecía de dinero para comprarlo. Así que lo cierto es que, en algún periódico, debí de enterarme de su existencia. Había un pensamiento débil. Probablemente aún esté vivo el filósofo italiano. Pero en resumidas cuentas el italiano no importa. Quizá quería decir otras cosas cuando hablaba de pensamiento débil. Es probable. Lo que importa es el título de su libro. De la misma manera que cuando nos referimos al Quijote lo que menos importa es el libro sino el título y unos cuantos molinos de viento. Y cuando nos referimos a Kafka lo que menos importa (Dios me perdone) es Kafka y el fuego, sino una señora o un señor detrás de una ventanilla. (A esto se le llama concreción, imagen retenida y metabolizada por nuestro organismo, memoria histórica, solidificación del azar y del destino.) La fuerza del pensamiento débil, lo intuí como si me hubiera mareado de repente, un mareo producido por el hambre, radicaba en que se proponía a sí mismo como método filosófico para la gente no versada en los sistemas filosóficos. Pensamiento débil para gente que pertenece a las clases débiles. Un obrero de la construcción de Gerona, que no se ha sentado jamás con su Tractatus logico-philosophicus al borde del andamio, a treinta metros de altura, ni lo ha releído mientras mastica su bocadillo de chope, podría, con una buena campaña publicitaria, leer al filósofo italiano o a alguno de sus discípulos, cuya escritura clara y amena e inteligible les llegaría al fondo del corazón.
En aquel momento, a pesar de los mareos, me sentí como Nietzsche en la epifanía del Eterno Retorno. Nanosegundos que se suceden inexorables y todos bendecidos por la eternidad.
¿Qué es el chope? ¿En qué consiste un bocadillo de chope? ¿Está el pan untado con tomate y unas gotitas de aceite de oliva o va el pan seco, envuelto en papel de aluminio, también llamado, por la marca del fabricante, papel albal? ¿Y en qué consiste el chope? ¿Es acaso mortadela? ¿Es una mezcla de jamón york y mortadela? ¿Una mezcla de salami y mortadela? ¿Hay algo de chorizo o salchichón en el chope? ¿Y por qué la marca del papel de aluminio se llama albal? ¿Es un apellido, el apellido del señor Nemesio Albal? ¿O alude a alba, al alba clara de los enamorados y de los trabajadores que antes de partir a su tarea meten en su tartera medio kilo de pan con su correspondiente ración de lonchas de chope?
Alba con un ligero fulgor metalizado. Alba clara sobre el cagadero. Así se llamaba un poema que escribí con Bruno Montané hace siglos. No hace mucho, sin embargo, leí que ese título y ese poema se lo atribuían a otro poeta. Ay, ay, ay, ay, los inconscientes, qué lejos se remonta el rastreo, la asechanza, el acoso. Y lo peor de todo es que el título es malísimo.
Pero volvamos al pensamiento débil, ese guante que se ajusta sobre el andamio. Amenidad no le falta. De claridad tampoco anda escaso. Y los así llamados débiles socialmente entienden perfectamente el mensaje. Hitler, por ejemplo, es un ensayista o un filósofo, como queráis llamarle, de pensamiento débil. ¡Se le entiende todo! Los libros de autoayuda son en realidad libros de filosofía práctica, de filosofía amena, en la calle, filosofía inteligible para la mujer y para el hombre. Ese filósofo español, que glosa y que interpreta los avatares del programa de televisión «Gran Hermano», es un filósofo legible y claro, aunque en su caso la revelación haya llegado con algunas décadas de retraso. No consigo recordar su nombre, pues este discurso, como muchos de vosotros ya habéis adivinado, lo escribo de memoria y pocos días antes de ser pronunciado. Sólo recuerdo que el filósofo pasó muchos años en un país latinoamericano, un país que imagino tropical, harto del exilio, harto de los mosquitos, harto de la atroz exuberancia de las flores del mal. Ahora el viejo filósofo vive en una ciudad española que no está en Andalucía, soportando inviernos interminables, cubierto con una bufanda y con una boina, contemplando en la tele a los concursantes de «Gran Hermano» y escribiendo sus apuntes en una libreta de hojas blancas y frías como la nieve.
Sánchez Dragó es quien escribe los mejores libros de teología. Un tipo cuyo nombre no recuerdo, especialista en ovnis, es quien escribe los mejores libros de divulgación científica. Lucía Etxebarría es quien escribe los mejores libros sobre intertextualidad. Sánchez Dragó es quien mejor escribe los libros sobre multiculturalidad. Juan Goytisolo es quien escribe los mejores libros políticos. Sánchez Dragó es quien escribe los mejores libros sobre historia y mitos. Ana Rosa Quintana, una presentadora de televisión simpatiquísima, es quien escribe el mejor libro sobre la mujer maltratada de nuestros días. Sánchez Dragó es quien escribe los mejores libros de viajes. Me encanta Sánchez Dragó. No se le notan los años. ¿Se teñirá el pelo con henna o con un tinte común y corriente de peluquería? ¿O no le salen canas? ¿Y si no le salen canas, por qué no se queda calvo, que es lo que suele pasarles a aquellos que conservan su viejo color de pelo?
Y la pregunta que de verdad me importa: ¿Qué espera Sánchez Dragó para invitarme a su programa de televisión? ¿Que me ponga de rodillas y me arrastre hacia él como el pecador hacia la zarza ardiente? ¿Que mi salud sea más mala de lo que ya es? ¿Que consiga una recomendación de Pitita Ridruejo? ¡Pues ándate con cuidado, Víctor Sánchez Dragó! ¡Mi paciencia tiene un límite y yo en otro tiempo estuve en la pesada! ¡No digas luego que nadie te lo advirtió, Gregorio Sánchez Dragó!
Sepan. A manderecha del poste rutinario, viniendo, claro está, desde el nornoroeste, allí mero donde se aburre una osamenta, se puede divisar ya Comala, la ciudad de la muerte. Hacia esa ciudad se dirige montado en un asno este discurso magistral y hacia esa ciudad me dirijo yo y todos ustedes, de una u otra manera, con mayor o menor alevosía. Pero antes de entrar en ella me gustaría contar una historia referida por Nicanor Parra, a quien consideraría mi maestro si yo tuviera suficientes méritos como para ser su discípulo, que no es el caso. Un día, no hace demasiado, a Nicanor Parra lo nombraron doctor honoris causa por la Universidad de Concepción. Lo mismo lo hubieran podido nombrar doctor honoris causa por la Universidad de Santa Bárbara o Mulchén o Coigüe, en Chile, según me cuentan, bastaba con tener la primaria terminada y una casa más o menos grande para fundar una universidad privada, beneficios del libre mercado. Lo cierto es que la Universidad de Concepción tiene cierto prestigio, es una universidad grande, hasta donde sé todavía es estatal, y allí homenajean a Nicanor Parra y lo nombran doctor honoris causa y lo invitan a pronunciar una clase magistral. Nicanor Parra acude y lo primero que explica es que cuando él era un niño o un adolescente, había ido a esa universidad, pero no a estudiar sino a vender bocadillos, que en Chile se los llama sándwich o sánguches, que los estudiantes compraban y devoraban entre clase y clase. A veces Nicanor Parra iba acompañando a su tío, otras iba acompañando a su madre y en alguna ocasión acudió solo, con la bolsa llena de sánguches cubiertos no con papel albal sino con papel de periódico o con papel de estraza, y tal vez ni siquiera con una bolsa sino con un canasto, tapado con un paño de cocina por motivos higiénicos y estéticos e incluso prácticos. Y ante la sala llena de profesores sureños que sonreían Nicanor Parra evocó la vieja Universidad de Concepción, que probablemente se está perdiendo en el vacío y que sigue, ahora, perdiéndose en la inercia del vacío o de nuestra percepción del vacío, y se recordó a sí mismo, digamos, mal vestido y con ojotas, con la ropa que no tarda en quedarles pequeña a los adolescentes pobres, y todo, hasta el olor de aquellos tiempos, que era un olor a resfriado chileno, a constipado sureño, quedó atrapado como una mariposa ante la pregunta que se plantea y nos plantea Wittgenstein, desde otro tiempo y desde la lejana Europa, y que no tiene respuesta: ¿esta mano es una mano o no es una mano?
Latinoamérica fue el manicomio de Europa así como Estados Unidos fue su fábrica. La fábrica está ahora en poder de los capataces y locos huidos son su mano de obra. El manicomio, desde hace más de sesenta años, se está quemando en su propio aceite, en su propia grasa.
Hoy he leído una entrevista con un prestigioso y resabiado escritor latinoamericano. Le dicen que cite a tres personajes que admire. Responde. Nelson Mándela, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. Se podría escribir una tesis sobre el estado de la literatura latinoamericana sólo basándose en esa respuesta. El lector ocioso puede preguntarse en qué se parecen estos tres personajes. Hay algo que une a dos de ellos: el Premio Nobel. Hay más de algo que los une a los tres: hace años fueron de izquierda. Es probable que los tres admiren la voz de Miriam Makeba. Es probable que los tres hayan bailado, García Márquez y Vargas Llosa en abigarrados apartamentos de latinoamericanos, Mándela en la soledad de su celda, el pegadizo pata-pata. Los tres dejan delfines lamentables, escritores epigonales, pero claros y amenos, en el caso de García Márquez y Vargas Llosa, y el inefable Thabo Mbeki, actual presidente de Sudáfrica, que niega la existencia del sida, en el caso de Mándela. ¿Cómo alguien puede decir, y quedarse tan fresco, que los personajes que más admira son estos tres? ¿Por qué no Bush, Putin y Castro? ¿Por qué no el mulá Omar, Haider y Berlusconi? ¿Por qué no Sánchez Dragó, Sánchez Dragó y Sánchez Dragó, disfrazado de Santísima Trinidad?
Con declaraciones como ésta, así nos va. Por supuesto, estoy dispuesto a hacer lo que sea necesario (aunque esto suene innecesariamente melodramático) para que ese escritor resabiado pueda hacer esta y cualquier otra declaración, según sea su gusto y ganas. Que cualquiera pueda decir lo que quiera decir y escribir lo que quiera escribir y además pueda publicar. Estoy en contra de la censura y de la autocensura. Con una sola condición, como dijo Alceo de Mitilene: que si vas a decir lo que quieres, también vas a oír lo que no quieres.
En realidad la literatura latinoamericana no es Borges ni Macedonio Fernández ni Onetti ni Bioy ni Cortázar ni Rulfo ni Revueltas ni siquiera el dueto de machos ancianos formado por García Márquez y Vargas Llosa. La literatura latinoamericana es Isabel Allende, Luis Sepúlveda, Ángeles Mastretta, Sergio Ramírez, Tomás Eloy Martínez, un tal Aguilar Camín o Comín y muchos otros nombres ilustres que en este momento no recuerdo.
La obra de Reinaldo Arenas ya está perdida. La de Puig, la de Copi, la de Roberto Arlt. Ya nadie lee a Ibargüengoitia. Monterroso, que perfectamente bien hubiera podido declarar que tres de sus personajes inolvidables son Mándela, García Márquez y Vargas Llosa, tal vez cambiando a Vargas Llosa por Bryce Echenique, no tardará en entrar de lleno en la mecánica del olvido. Ahora es la época del escritor funcionario, del escritor matón, del escritor que va al gimnasio, del escritor que cura sus males en Houston o en la Clínica Mayo de Nueva York. La mejor lección de literatura que dio Vargas Llosa fue salir a hacer jogging con las primeras luces del alba. La mejor lección de García Márquez fue recibir al Papa de Roma en La Habana, calzado con botines de charol, García, no el Papa, que supongo iría con sandalias, junto a Castro, que iba con botas. Aún recuerdo la sonrisa que García Márquez, en aquella magna fiesta, no pudo disimular del todo. Los ojos entrecerrados, la piel estirada como si acabara de hacerse un lifting, los labios ligeramente fruncidos, labios sarracenos habría dicho Amado Nervo muerto de envidia.
¿Qué pueden hacer Sergio Pitol, Fernando Vallejo y Ricardo Piglia contra la avalancha de glamour? Poca cosa. Literatura. Pero la literatura no vale nada si no va acompañada de algo más refulgente que el mero acto de sobrevivir. La literatura, sobre todo en Latinoamérica, y sospecho que también en España, es éxito, éxito social, claro, es decir es grandes tirajes, traducciones a más de treinta idiomas (yo puedo nombrar veinte idiomas, pero a partir del idioma número 25 empiezo a tener problemas, no porque crea que el idioma número 26 no existe sino porque me cuesta imaginar una industria editorial y unos lectores birmanos temblando de emoción con los avatares mágico-realistas de Eva Luna), casa en Nueva York o Los Ángeles, cenas con grandes magnatarios (para que así descubramos que Bill Clinton puede recitar de memoría párrafos enteros de Huckleberry Finn con la misma soltura con que el presidente Aznar lee a Cernuda), portadas en Newsweek y anticipos millonarios.
Los escritores actuales no son ya, como bien hiciera notar Pere Gimferrer, señoritos dispuestos a fulminar la respetabilidad social ni mucho menos un hatajo de inadaptados sino gente salida de la clase media y del proletariado dispuesta a escalar el Everest de la respetabilidad, deseosa de respetabilidad. Son rubios y morenos hijos del pueblo de Madrid, son gente de clase media baja que espera terminar sus días en la clase media alta. No rechazan la respetabilidad. La buscan desesperadamente. Para llegar a ella tienen que transpirar mucho. Firmar libros, sonreír, viajar a lugares desconocidos, sonreír, hacer de payaso en los programas del corazón, sonreír mucho, sobre todo no morder la mano que les da de comer, asistir a ferias de libros y contestar de buen talante las preguntas más cretinas, sonreír en las peores situaciones, poner cara de inteligentes, controlar el crecimiento demográfico, dar siempre las gracias.
No es de extrañar que de golpe se sientan cansados. La lucha por la respetabilidad es agotadora. Pero los nuevos escritores tuvieron y algunos aún tienen (y Dios se los conserve por muchos años) padres que se agotaron y gastaron por un simple jornal de obrero y por lo tanto saben, los nuevos escritores, que hay cosas mucho más agotadoras que sonreír incesantemente y decirle sí al poder. Claro que hay cosas mucho más agotadoras. Y de alguna forma es conmovedor buscar un sitio, aunque sea a codazos, en los pastizales de la respetabilidad. Ya no existe Aldana, ya nadie dice que ahora es preciso morir, pero existe, en cambio, el opinador profesional, el tertuliano, el académico, el regalón del partido, sea éste de derecha o de izquierda, existe el hábil plagiario, el trepa contumaz, el cobarde maquiavélico, figuras que en el sistema literario no desentonan de las figuras del pasado, que cumplen, a trancas y barrancas, a menudo con cierta elegancia, su rol, y que nosotros, los lectores o los espectadores o el público, el público, el público, como le decía al oído Margarita Xirgu a García Lorca, nos merecemos.
Dios bendiga a Hernán Rivera Letelier, Dios bendiga su cursilería, su sentimentalismo, sus posiciones políticamente correctas, sus torpes trampas formales, pues yo he contribuido a ello. Dios bendiga a los hijos tarados de García Márquez y a los hijos tarados de Octavio Paz, pues yo soy responsable de esos alumbramientos. Dios bendiga los campos de concentración para homosexuales de Fidel Castro y los veinte mil desaparecidos de Argentina y la jeta perpleja de Videla y la sonrisa de macho anciano de Perón que se proyecta en el cielo y a los asesinos de niños de Río de Janeiro y el castellano que utiliza Hugo Chávez, que huele a mierda y es mierda y que he creado yo.
Todo es, a final de cuentas, folclore. Somos buenos para pelear y somos malos para la cama. ¿O tal vez era al revés, Maquieira? Ya no me acuerdo. Tiene razón Fuguet: hay que conseguir becas y anticipos sustanciosos. Hay que venderse antes de que ellos, quienes sean, pierdan el interés por comprarte. Los últimos latinoamericanos que supieron quién era Jacques Vaché fueron Julio Cortázar y Mario Santiago y ambos están muertos. La novela de Penélope Cruz en la India está a la altura de nuestros más preclaros estilistas. Llega Pe a la India. Como le gusta el color local o lo auténtico va a comer a uno de los peores restaurantes de Calcuta o de Bombay. Así lo dice Pe. Uno de los peores o uno de los más baratos o uno de los más populares. En la puerta ve a un niño famélico quien a su vez no le quita los ojos de encima. Pe se levanta y sale y le pregunta al niño qué le pasa. El niño le dice si le puede dar un vaso de leche. Curioso, pues Pe no está bebiendo leche. En cualquier caso nuestra actriz consigue un vaso de leche y se lo lleva al niño, que sigue en la puerta. Acto seguido el niño bebe el vaso de leche ante la atenta mirada de Pe. Cuando se lo acaba, cuenta Pe, la mirada de agradecimiento y de felicidad del niño la lleva a pensar en la cantidad de cosas que ella posee y que no necesita, aunque allí Pe se equivoca, pues todo, absolutamente todo lo que posee, lo necesita. Al cabo de unos días Pe mantiene una larga conversación filosófica y también de orden práctico con la madre Teresa de Calcuta. En determinado momento Pe le cuenta esta historia. Habla de lo necesario y de lo superfluo, de ser y no ser, de ser con relación a y de no ser en relación ¿con qué?, ¿y cómo?, ¿y a final de cuentas qué es eso de ser?, ¿ser tú misma?, Pe se hace un lío. La madre Teresa, mientras tanto, no para de moverse como una comadreja reumática de un lado a otro de la habitación o del porche que las cobija, mientras el sol de Calcuta, el sol balsámico y también el sol de los muertos vivientes, espolvorea sus postreros rayos imantado ya por el oeste. Eso, eso, dice la madre Teresa de Calcuta, y luego murmura algo que Pe no entiende. ¿Qué?, dice Pe en inglés. Sé tú misma. No te preocupes por arreglar el mundo, dice la madre Teresa, ayuda, ayuda, ayuda a uno, dale un vaso de leche a uno y ya será suficiente, apadrina a un niño, sólo a uno, y ya será suficiente, dice la madre Teresa en italiano y con evidente mal humor. Al caer la noche Pe vuelve al hotel. Se ducha, se cambia de ropa, se pone unas gotas de perfume sin poder dejar de pensar en las palabras de la madre Teresa. A la hora de los postres, de golpe, la iluminación. Todo consiste en sacar un pellizco microscópico de los ahorros. Todo consiste en no atribularse. Tú dale a un niño indio doce mil pesetas al año y ya estarás haciendo algo. Y no te atribules ni tengas mala conciencia. No fumes, come frutos secos y no tengas mala conciencia. El ahorro y el bien están indisolublemente unidos.
Quedan algunos enigmas flotando como ectoplasmas en el aire. ¿Si Pe iba a comer a un restaurante barato cómo es que no le dio una gastroenteritis? ¿Y por qué Pe, que tiene dinero, iba precisamente a comer a un restaurante barato? ¿Por ahorrar?
Somos malos para la cama, somos malos para la intemperie, pero buenos para el ahorro. Todo lo guardamos. Como si supiéramos que el manicomio se va a quemar. Todo lo escondemos. No sólo los tesoros que cíclicamente sustraerá Pizarro, sino las cosas más inútiles, las baratijas, hilos sueltos, cartas, botones, que enterramos en sitios que luego se borran de nuestra memoria, pues nuestra memoria es débil. Nos gusta, sin embargo, guardar, atesorar, ahorrar. Si pudiéramos, nos ahorraríamos a nosotros mismos para épocas mejores. No sabemos estar sin papá y mamá. Aunque sospechamos que papá y mamá nos hicieron feos y tontos y malos para así engrandecerse aún más ellos mismos ante las generaciones venideras. Pues para papá y mamá el ahorro era interpretado como perdurabilidad y como obra y como panteón de hombres ilustres, mientras que para nosotros el ahorro es éxito, dinero, respetabilidad. Sólo nos interesa el éxito, el dinero, la respetabilidad. Somos la generación de la clase media.
La perdurabilidad ha sido vencida por la velocidad de las imágenes vacías. El panteón de los hombres ilustres, lo descubrimos con estupor, es la perrera del manicomio que se quema.
Si pudiéramos crucificar a Borges, lo crucificaríamos. Somos los asesinos tímidos, los asesinos prudentes. Creemos que nuestro cerebro es un mausoleo de mármol, cuando en realidad es una casa hecha con cartones, una chabola perdida entre un descampado y un crepúsculo interminable. (Quién dice, por otra parte, que no hayamos crucificado a Borges. Lo dice Borges, que murió en Ginebra.)
Sigamos, pues, los dictados de García Márquez y leamos a Alejandro Dumas. Hagámosle caso a Pérez Dragó o a García Conte y leamos a Pérez Reverte. En el folletón está la salvación del lector (y de paso, de la industria editorial). Quién nos lo iba a decir. Mucho presumir de Proust, mucho estudiar las páginas de Joyce que cuelgan de un alambre, y la respuesta estaba en el folletón. Ay, el folletón. Pero somos malos para la cama y probablemente volveremos a meter la pata. Todo lleva a pensar que esto no tiene salida.
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04/05/2008
LRS to LRF parser v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/