Tres
Atónita, Susannah se apartó de la puerta y se volvió hacia él. Van no se movió, así que apenas tuvo sitio para maniobrar. El impacto de sus palabras se emborronó con el de que las rodillas de él entraran en contacto con sus muslos, el codo de ella con su pecho. Volvió a sentir un intenso cosquilleo de calor en la piel.
Apretó los párpados y se obligó a controlar sus recuerdos, diciéndose que no eran más que eso, para concentrarse en el presente. En la memoria o carencia de memoria de él. Pero cuando abrió los ojos se encontró con la uve de pecho que dejaba a la vista el albornoz. Piel desnuda, salpicada de vello oscuro, la línea de carne hinchada…
Tragó aire y, sin pensarlo, apartó el albornoz. Tenía una gran cicatriz que no había existido diez semanas antes.
—Dios mío, Donovan. ¿Qué te ocurrió?
No contestó y ella alzó la vista. Estaba concentrado en la mano que agarraba el albornoz y en los nudillos apoyados en su piel desnuda. Ella soltó el albornoz y él levantó la cabeza y acarició su rostro con esos ojos plateados. Susannah reconoció la mirada, pero no quiso recordarla.
Sin contestar, él fue hacia la mesa donde había dejado la botella de vino tinto. La alzó y enarcó una ceja, interrogante. Susannah asintió, y la familiaridad del silencioso intercambio dibujó una expresión confusa en su rostro mientras él servía dos copas.
«No te recuerdo a ti, no recuerdo tu grito, no recuerdo nada».
—No recuerdas… ¿Tiene que ver con lo que te causó esa cicatriz? —su mente daba vueltas a las posibilidades—. ¿Tuviste un accidente?
—Un accidente no. Me asaltaron —se encogió de hombros, como si no tuviera importancia. O como si prefiriera que los demás no se la dieran—. Me desperté con amnesia parcial.
Ella bajó la vista a su pecho, a la cicatriz de nuevo oculta. Se lamió los labios resecos.
—¿Y eso?
—Una de sus armas, por lo visto, era una botella rota —con toda tranquilidad, le ofreció la copa de vino. Susannah consiguió dar la docena de pasos necesarios para aceptarla, aunque le temblaban las piernas.
—¿Dónde ocurrió eso?
—De camino a casa.
—Me dijiste que no tenías casa.
La sorpresa hizo que él detuviera la mano con la que se llevaba la copa a los labios.
—Tengo una casa temporal en San Francisco.
—¿Cuándo ocurrió?
Sus ojos se encontraron por encima de las copas y el corazón de Susannah se saltó un latido, anticipando a respuesta.
—En julio. El día que me fui de aquí.
—¿Estuviste en el hospital? ¿Por eso no…? —tuvo que detenerse y sacudir la cabeza para borrar la imagen de él apaleado y herido—. No contestaste a mis llamadas.
—No hasta que regresé la oficina.
—¿Cuánto tiempo estuviste hospitalizado?
—Dos meses en total.
Por eso siempre había estado «no disponible» o «fuera de la oficina». Ella había supuesto que su secretaria filtraba sus llamadas y que él había decidido ignorar sus mensajes. Tras unas semanas se había rendido.
«Dos meses para recuperarse de sus lesiones, Dios mío», pensó. Incapaz de controlar el temblor de sus piernas y manos, dejó la copa y se sentó en la silla que Donovan apartó para ella.
—Eso es mucho tiempo —murmuró.
—Dímelo a mí —dijo él con la misma falsa indiferencia que antes, intentando enmascarar la tensión de su rostro. Por primera vez desde que lo había visto desde el vestíbulo del gimnasio, Susannah se permitió examinarlo de arriba abajo. Parecía tan alto, fuerte y sano, que no quería ni imaginar la gravedad de las lesiones que lo habían mantenido hospitalizado tanto tiempo.
—Ahora pareces en forma —le dijo. No necesitaba detalles de esas lesiones. No necesitaba preguntar por qué su secretaria no le había dado ninguna información. Era imposible cambiar lo ocurrido y demasiado tarde para arrepentirse. Decidió aligerar un poco la tensión del ambiente y la opresión que sentía en el pecho—. Ese saco de arena que estabas golpeando esta mañana… ¿tenía pintada la cara de uno de tus atacantes?
—Algo parecido —dijo él con una media sonrisa. Se sentó a su lado.
—¿Te ayudó?
—No tanto como pegar al tipo en persona.
—¿Caíste peleando? —Susannah arqueó las cejas con sorpresa simulada. Conocía la respuesta.
El día de julio que había aparecido en su despacho de repente y ella le había dicho que no estaba disponible para llevarlo a Stranger’s Bay, él le había advertido que nunca se rendía sin luchar. Después lo había demostrando ofreciendo una cantidad que ella no podía rechazar, convenciéndola para que cenara con él y seduciéndola con palabras directas y la sonrisa plateada de sus ojos. Había derrumbado sus defensas antes de que terminase el primer asalto.
Y ahora regresaba para seguir con la lucha, una lucha que implicaba ganadores y perdedores.
—Eso me dicen —dijo él en respuesta a su pregunta—. No lo recuerdo, pero por lo visto uno de ellos también acabó en el hospital.
Susannah no consiguió controlar la expresión de horror de su rostro. Alzó la mirada hacia su cabello, más corto. Era extraño no haberse fijado antes en ese detalle.
—¿Te golpearon en la cabeza?
—Y me dejaron inconsciente —confirmó él—, eso puso fin a la pelea.
Ella asintió y tragó saliva. Lo recorrió con la mirada, antes de volver a centrarse en sus ojos.
—¿Recuerdas algo de antes del accidente?
—Todo, hasta que salí de América. Recuerdo algunos momentos de los días que pasé en Melbourne. Una reunión con el Director Ejecutivo de Horton Holdings. El hotel donde me alojé. Era el Carlisle Grande —dijo Van con una sonrisa irónica. Lo había elegido antes de saber nada de Alex Carlisle y la cadena hotelera de su familia: solo sabía que le gustaban las camas y que la atención era impecable.
—¿No recuerdas haber venido aquí, a Stranger’s Bay, ese fin de semana?
—No.
Ella movió la cabeza con escepticismo.
—¿Crees que me lo estoy inventando? —Van estrechó los ojos. En la pausa de ella y en su leve encogimiento de hombros, leyó sus dudas. Se puso en pie y se alejó unos pasos.
—Te creo, simplemente me resulta muy difícil imaginarme cómo sería no recordar nada.
Ese comentario le hizo darse la vuelta hacia ella. Estaba sentada muy erguida en la silla, con el impermeable color marfil aún abotonado hasta el cuello. Su cabello era una brillante mancha de color contra las ventanas mojadas por la lluvia. Sus ojos expresaban una mezcla de compasión y duda.
De repente, saber que había pasado un fin de semana entero allí mismo, con ella, lo golpeó como una ráfaga de lluvia. Bien podía ser que le hubiera desabrochado y quitado ese impermeable. Que le hubiera quitado las botas. Que la hubiera besado en todos los lugares que había pensado mientras la tuvo atrapada contra la puerta.
—Te veo ahí sentada —dijo, con voz teñida por la frustración de no saber—, y me cuesta creer que no pueda recordarte.
Ella parpadeó. Un lento movimiento de pestañas oscuras contra las mejillas pálidas.
—Eso debe ser un poco… raro.
—Podría decirse así —Van soltó una risa seca.
—¿Cómo has manejado la situación?
Él movió el vino en la copa, preguntándose cómo contestar. Cuánto compartir. Pero entonces recordó la compasión de sus ojos y pensó que seguramente ya había compartido mucho más que eso con Susannah Horton.
—Hablé con la gente a la que había visto esa semana. Volví sobre mis pasos. Reconstruí. Maldije un montón.
—Maldecir ayuda a veces.
Van la estudió allí sentada, tan correcta y recatada, y se la imaginó maldiciendo con esa voz clara y su acento de escuela privada. La imagen era intrigante. Ella lo intrigaba.
—Tengo una colega, una mentora, que opina que las maldiciones son la sal de nuestro idioma.
—Mac —dijo ella con voz suave.
—¿Te hablé de ella? —la mano de Van se tensó sobre el tallo de la copa de vino.
—Sí, pero no hace falta que te preocupes. Ni me contaste los secretos de tu familia, ni yo tuve acceso a información sobre tus pertenencias.
Aunque lo dijo con indiferencia, sonó levemente mordaz. Él se merecía la crítica y ella una disculpa.
—Siento haberte insultado con esa insinuación. No pretendía hacer eso.
—¿En serio? ¿Qué pretendías?
—Descubrir qué había ocurrido con la oferta de compra. Cuando me marché de Melbourne había un trato sobre la mesa. Cuando me desperté, una semana después, había desaparecido.
Vio un destello de culpabilidad y tal vez remordimiento en el rostro de ella, que palideció aún más.
—Contarme lo de tu amnesia desde el principio, habría facilitado mucho la conversación.
—Para ti, sí.
—¿Y para ti?
—Susannah, llegué aquí sabiendo esto sobre ti: eres hija de Miriam Horton, te contraté para enseñarme Stranger’s Bay, estabas comprometida con Alex Carlisle.
—No estaba com…
—Es lo que sabía por tu madre, y toda la gente a quien pregunté encomió su integridad. Pero lo que quiero decir es —siguió, mirándola a los ojos—, que llegué aquí pensando lo peor de ti. Si hubieras sabido que no recordaba nada, ¿cómo podría haber creído lo que me dijeras?
—Y ahora, ¿crees lo que te he dicho?
—Sí.
Ella abrió los ojos con sorpresa y su rostro recuperó algo de color. Parecía casi contenta y Van sintió un pinchazo de satisfacción, del tipo que sentía cuando tenía una ganancia inesperada en la Bolsa o triunfaba en una negociación.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—¿Quién podría inventarse una historia como ésa?
Sus ojos se encontraron y compartieron el humor seco de la respuesta, en un extraño momento de conexión. Después, la inquietud volvió y borró la sonrisa de Susannah. Se puso de pie con un movimiento brusco, distinto a su gracia natural, y él pudo ver, momentáneamente, rodilla, muslo y falda. No fue nada sexual ni descarado, pero la imagen lo desequilibró.
Había visto esa imagen antes. Apareció y desapareció en la oscuridad que debería haber alojado su recuerdo de ese fin de semana.
—Pero esto no cambia nada, ¿verdad?
Van alzó la cabeza y la sensación se difuminó, dejándolo sin saber si había recordado o imaginado recordar.
—¿El qué? —preguntó arrugando la frente.
—Tu amnesia, el que me haya enterado de tu accidente, no cambia nada —dijo ella.
—¿Ni siquiera tu percepción de por qué perdí la compra del complejo?
Los ojos de Susannah se nublaron con una emoción que Van odiaba. Lástima. Simpatía. Compasión. Fuera lo que fuera, la había visto demasiado a menudo en las últimas diez semanas.
—Una cosa no ha cambiado. Sigo queriendo The Palisades. Y tras oír por qué perdí, lo quiero aún más.
—Lo siento —dijo ella con voz cascada—. Es demasiado tarde. ¿No lo ves? Hay un acuerdo con Alex, el contrato ya ha sido redactado.
—Pero no se firmará hasta que te cases con Carlisle —hizo una pausa. Movió la copa y el vino se movió en círculos, mientras esa idea enraizaba en su cabeza—. ¿Qué ocurrirá con la venta de The Palisades si no se celebra el matrimonio?
—Eso no va a ocurrir —afirmó ella—. Alex es un hombre de mundo. No va a renunciar al trato, por más que hagas o digas. Tu amenaza de exponer nuestra aventura, no le hará cambiar de opinión.
—Sin embargo has venido aquí, imagino que para impedir que lo hiciera.
—He venido a descubrir qué ocurría y por qué habías vuelto. Alex sabe que no estábamos comprometidos ese fin de semana, sabe que no le mentí ni le fui infiel, así que no cambiará de opinión sobre casarse conmigo.
—¿Y si eres tú quien cambia de opinión?
—¿Estás sugiriendo que rompa el compromiso?
—No hablamos de un matrimonio por amor, Susannah. Es un contrato mercantil. No eres más que un instrumento de trueque de alto precio.
El rostro de ella se ensombreció un instante, pero luego sus ojos chispearon con vehemencia y alzó la barbilla.
—Tal vez no me haya explicado bien antes, me has malinterpretado. Sé que es una alianza inhabitual, sellada y atada como un contrato empresarial, pero no ha habido coacción. Quiero casarme con Alex. Esta unión me dará cuanto necesito. Un esposo a quien respeto y admiro, hijos, y las ventajas que ser una Carlisle otorgará a mi empresa.
Se levantó y se enderezó.
—Lo siento Donovan, de veras. Pero no hay nada que yo ni nadie pueda hacer para cambiar lo sucedido. Tengo que irme ya, o perderé el vuelo. Pero cuando regrese a la civilización hablaré con Alex. Es un hombre justo. Tal vez reconsidere esa parte del contrato.
—Antes has dicho que él no daría marcha atrás —estrechó los ojos.
—No creo que lo haga, pero me ofrezco a intentarlo. Es cuanto puedo hacer, aparte de sugerirte algunas otras propiedades que servirían a tus propósitos igual que The Palisades.
—No me interesa otra propiedad. He venido a comprar ésta.
—Entonces, todo depende de Alex.
—No si yo puedo evitarlo —se dijo Van cuando ella se marchó. Él siempre dirigía su propio barco. No iba a dejar su destino en manos de un competidor. Alex Carlisle podría ser un hombre justo, pero también era un hombre de negocios con reputación de hacer tratos inteligentes.
¿Por qué iba a renunciar a The Palisades?
«Claro, cariño, romperé el contrato para que tu último amante pueda optar a una propiedad de primera categoría».
Eso no iba a ocurrir. Carlisle quería la propiedad y quería a Susannah como esposa; ¿por qué iba a renunciar a ninguna de esas cosas?
Desde su terraza, Van observó el lento avance del coche de cortesía del complejo por el sendero embarrado, de vuelta a los edificios centrales. La había recogido en su puerta, probablemente para llevarla al helipuerto y al helicóptero que despegaba a las cuatro. Van dudaba que pudiera ir muy lejos con ese tiempo. En la última hora el viento se había acelerado y llovía mucho más.
El que no pudiera marcharse y regresar junto al prometido a quien respetaba y admiraba, no palió el descontento de Van. Era una mezcla de frustración, de oportunidad perdida, de todo lo que ella le había dicho y todo lo que le quedaba por saber.
Apoyó las manos en la barandilla y contempló el desolado paisaje, que parecía hecho a medida para su estado de ánimo. Tras el oscuro acantilado vislumbraba la cresta de las olas en el agua oscura de la bahía. Allá lejos, oculta por la cortina de lluvia se encontraba Isla Charlotte. La exclusiva y privada isla era el corazón del complejo vacacional, y la razón de que nada pudiera sustituirlo.
Había estado allí en julio, no lo dudaba, a pesar de no tener recuerdos ni fotografías. Había perdido ambas cosas gracias al trío de ladrones. Le habían quitado más que sus pertenencias, también le habían robado un tiempo precioso.
Golpeó la barandilla de acero con la mano, llevado por un acceso de furia.
Cada semana que había pasado hospitalizado, mientras soldaban los huesos rotos y se recuperaban los órganos dañados, Mac se había acercado una semana más a su final. Más que nunca, quería que esas tierras volvieran a su posesión. Sería su último y único regalo significativo a la mujer que había transformado a un jovencito descarado en un respetado titán de la Bolsa.
Alzó el rostro hacia la lluvia helada y consideró sus opciones. Podía decirle a Susannah por qué tenía tanto empeño en comprar la propiedad. Tal vez eso la llevaría a luchar por su causa, y hablaría con Carlisle, como había prometido; pero la compasión no era moneda de cambio en el mundo empresarial. Y por mucho que ella dijera que buscaba la felicidad con un marido e hijos, su matrimonio era un acuerdo de negocios.
Obviamente, solo tenía una oportunidad, y una noche, para volver a entrar en juego.
Tenía que impedir que se celebrase una boda.