CAPÍTULO XI
El ulular de un búho en la noche produjo un vivo escalofrío en la muchacha. Robby jamás había sido asustadiza, pero después de los sucesos de que había sido testigo sentía los nervios desquiciados.
Encendió otro cigarrillo, sin decidirse a meterse entre sábanas todavía.
Pensó en las últimas horas, en el doctor Mann y en cómo habían quedado las cosas cuando él la acompañó después de abandonar la oficina del sheriff.
Estaba segura que el doctor se interesaba por ella mucho más de lo que cabría esperar de una simple cita para cenar y charlar. Eso era una gran cosa porque Robby no recordaba haber conocido jamás un hombre tan atractivo e interesante.
El búho, en el exterior, volvió a ulular y casi al instante un chotacabras soltó un alucinante alarido.
Robby se dijo que estaba dejándose dominar por los nervios. Estaba acostumbrada a oír esas voces nocturnas y jamás la habían impresionado lo más mínimo.
De pronto se sorprendió deseando que él la llamara, oír su voz segura, profunda, tranquilizadora.
Lo que oyó fue un seco chasquido en alguna parte de la casa. Dio un respingo y el terror culebreó por sus nervios. Aguzó el oído y captó un golpe, y el tintineo de un cristal al romperse.
Robby llevaba solamente un liviano pijama de seda. Atrapó un salto de cama y dominando el pánico se envolvió en él y salió al rellano, encendiendo las luces de la escalera.
La casa era grande y estaba sola en ella. Se había quedado sola al morir sus padres en un accidente, años atrás. Ahora lamentó no haber permitido que alguna de sus compañeras la compartiera como le propusieran más de una vez…
—¿Quién está ahí? —gritó, esforzándose porque su voz sonara firme.
No hubo respuesta, pero desde la cocina, en la parte posterior de la casa, le llegó el rumor de pasos lentos, pesados, torpes…
Corrió a su dormitorio y abriendo un cajón de la cómoda sacó un pequeño revólver. Con el arma en la mano volvió al rellano y miró hacia abajo.
Estuvo a punto de desmayarse y rodar por el suelo.
Los dos seres que habían aparecido le pusieron los pelos de punta. Eran dos amasijos informes, de manos como garras apergaminadas, el cuerpo retorcido que les obligaba a moverse con torpeza sobre unas piernas vacilantes. Sus caras eran máscaras de horror. Los músculos y tendones parecían retraídos sobre sí mismos hasta distorsionar las facciones de un modo espantoso. Los ojos alucinantes la miraban con mortal fijeza. No poseían un solo cabello sobre sus cráneos arrugados y terrosos.
—¡Deténganse! —chilló, frenética.
Siguieron avanzando hacia los primeros peldaños.
Robby dominó los latidos de su corazón y sujetó el revólver con las dos manos. Apuntó al primero y tiró del gatillo.
El seco estampido atronó la casa. El monstruo acusó el impacto estremeciéndose. El otro miró a su compañero y un extraño gruñido brotó de su boca retorcida, pero el herido no se detuvo. Prosiguió avanzando peldaño a peldaño.
Enloquecida, la muchacha disparó de nuevo, bala tras bala. Les vio acusar los impactos, pero era como si no les afectaran en absoluto los disparos. Sin prisas, sin alterar el torpe ritmo de sus pasos, continuaron subiendo las escaleras.
Robby dio media vuelta, chillando como una loca, y se precipitó hacia el fondo del pasillo. Entró en una habitación oscura y cerró la puerta con llave. Luego atravesó el cuarto y salió despavorida a una pequeña galería descubierta.
Sus gritos espantaron a un búho, que emprendió el vuelo abandonando el refugio del viejo olmo…
Una sombra apareció abajo, atravesando veloz el jardín. La voz del doctor vibró, apremiante.
—¡Robby! ¿Qué sucede? —gritó.
—¡Están aquí, doctor… en la casa…!
Un golpe terrible repercutió en la puerta de la habitación.
El médico no esperó más explicaciones. Desapareció de su vista y corrió rodeando la casa. Vio la puerta de la cocina abierta de par en par y se lanzó por ella. Las luces estaban encendidas y saltó los peldaños de tres en tres. Empuñaba un pesado revólver, casi una reliquia de los viejos tiempos de la colonización.
Cuando desembocó arriba, la madera de la puerta que protegía a Robby se astilló con un crujido. Uno de los intrusos introducía el brazo por el boquete tanteando en busca de la llave cuando el médico se detuvo y rugió:
—¡Quietos ahí!
Los dos se volvieron. La penumbra del pasillo no fue suficiente para ocultar el atroz aspecto de aquellos seres que parecían surgidos de un mundo de pesadilla.
Sobrecogido a su pesar, el médico exclamó:
—¡No se muevan!
Titubearon unos segundos. Luego, los dos empezaron a caminar hacia él.
Mann levantó el revólver y disparó.
Semejó un cañonazo entre aquellas paredes. El enorme proyectil le pegó en el pecho al más próximo y lo tiró hacia atrás dando tumbos hasta que se desplomó.
El otro giró la cabeza, como asombrado de que su compañero hubiera caído. Pero tras esto volvió a avanzar.
Clark Mann sentía la mente como un torbellino. Disparó procurando que la bala pasara alta por encima del monstruo y gritó:
—¡La próxima vez tiraré a matar, deténgase!
Fue como si no le hubiera oído. Paso a paso, aquella cosa espantosa prosiguió su avance, al tiempo que el doctor retrocedía hasta más allá de las escaleras.
Al detenerse, hizo otro disparo y de nuevo el bramido del revólver amenazó con echar abajo las paredes. El brazo derecho de aquel ser infernal osciló violentamente. A simple vista, Mann vio cómo el proyectil, al atravesarlo, hacía saltar esquirlas de hueso en todas direcciones.
El monstruo se detuvo, vacilante, mirándose los destrozos causados por la bala. Luego, sin una queja, giró y descendió las escaleras sin apresurarse.
Mann corrió hacia la puerta astillada.
—¡Robby! —gritó—. ¿Estás bien?
—¡Sí, sí…!
—¡No abras aún, espera!
Se inclinó sobre el cuerpo caído en el suelo, sin tocarlo.
Pudo convencerse de la horrenda apariencia de aquel ser increíble. Tenía un enorme boquete en el pecho, a la altura del corazón, allí donde le había pegado el pesado proyectil del revólver. Pero apenas manaba sangre de la herida, así como no brotaba una gota de otro pequeño orificio producido por una de las pequeñas balas blindadas del revólver de la muchacha.
Rodeando el cuerpo, llegó hasta la puerta y dijo:
—Abre ahora, Robby…
La puerta giró y un torbellino de sedas, encajes y brazos envolvió a Mann abrazándole, sollozando histéricamente.
—Cálmate… ya pasó…
De pronto se encontró besándola y de modo instintivo la rodeó con los brazos sin abandonar el pesado revólver.
La boca de la muchacha ardió de pronto en la suya desesperadamente, estremeciéndose entre sus manos.
—Vístete —dijo al separarse—. Corre a casa de McKenna y cuéntale lo que ha pasado.
—Pero… ¿y tú?
—Quiero atrapar al otro.
—¡No me dejes aquí con… con eso…!
—Está muerto. Recomienda a McKenna que nadie lo toque.
—¡Espera…! No me dejes hasta que me haya vestido…
Él esbozó un gesto de impaciencia.
—Bueno, pero apresúrate.
Robby corrió hacia su dormitorio y el doctor Mann se quedó junto a su puerta abierta.
Desde el interior, la muchacha exclamó:
—¿Por qué estabas ahí abajo, Clark?
—Me encontraba en la calle, sentado en mi coche, cuando he oído los disparos y los gritos.
—Pero ¿qué hacías allí?
—Bien… digamos que esperaba que sucediera lo que ha sucedido.
—¿Tú sabías…?
—Lo sospechaba. De algún modo, tratan de eliminar a todos los que han intervenido con el doctor Boland en el examen de aquel cadáver… Tú realizaste los análisis de sangre.
—Es imposible que ellos puedan saber que fui yo…
—Entonces, ¿por qué vinieron? Se llevaron a Boland, desenterraron el cadáver… ¡Condenación!
—¿Qué ocurre? —saltó la voz alterada de la muchacha.
—¡El doctor Rubín!
—¿Qué?
Robby apareció en la puerta abrochándose una blusa tan liviana como el salto de cama que había llevado. Se había embutido en unos ajustados pantalones y en otras circunstancias él hubiera apreciado el espectáculo en lo que valía.
Pero entonces sólo la tomó de la mano y ambos se precipitaron escaleras abajo.
Del monstruo fugitivo no había el menor rastro. Él gruñó:
—No llegaron por la calle, de eso estoy seguro…
—Hay otra atrás, al otro lado del jardín.
Él la llevó en una frenética carrera hacia donde ella le indicaba. Vieron el seto tronchado, pero la calle estaba desierta y silenciosa bajo la luz de los faroles.
—Entraron por aquí… y debieron venir en coche sin duda —masculló el médico—. ¿Tú crees que esos tipos, sean lo que sean, pueden conducir un coche?
—¿Qué estás pensando, Clark?
—Ven —replicó él por toda respuesta.
Volvieron atrás, hacia donde él tenía el coche.
Condujo velozmente por la pendiente. La casa de la muchacha estaba en la ladera de la colina que dominaba la población. Las edificaciones eran allí aisladas, distantes unas de otras, lo que explicaba que nadie hubiera escuchado los disparos hechos dentro de la casa.
Con voz entrecortada por el temor, la joven susurró:
—¿Crees que estarán en casa de Rubin?
—Tal vez…
—Tengo miedo, Clark un miedo terrible…
—Yo también.
—No te creo.
—Es cierto, pequeña. Miedo a lo que todo esto significa, a las implicaciones que la presencia de esos extraños seres puedan tener sobre la humanidad…
—Pero ¿quiénes son?
—Ojalá lo supiera.
—¿Crees que… que proceden de otro mundo?
—No puedes pensar eso en serio, querida.
—Entonces… ¿Qué?
Él no replicó, aplicado en conducir y sumido en sus sombríos pensamientos.
La pequeña casa del doctor Rubin estaba abierta. Alguien había astillado la puerta y del cadáver del médico no quedaba ni rastro.