CAPÍTULO XIV
—No tenemos bastantes quebraderos de cabeza con nuestro propio trabajo, que ahora tendremos que apechugar con el de los federales.
La voz burlona del teniente Mayes resonó por todo el hueco de la escalera. Scott, pensativo, no le prestó atención. Los peritos terminaban su trabajo y se disponían a guardar sus aparatos. El cadáver había sido retirado, y en la escalera, sentados en los peldaños, ya sólo quedaban ellos dos.
—¿No tienes nada que decir? —insistió el teniente.
—Estaba pensando en los motivos que podía tener ese tipo para estar esperando en la escalera, agazapado, sólo para saltarme encima.
—Eso es obvio, ilustre colega. El tipo aguardaba al inquilino del apartamiento. Te confundió con él. Es así de fácil. Todo estaba oscuro y…
—No encaja.
—¿Por qué no?
—Porque pudo darse cuenta de que yo no era Ralles. Llamé repetidamente a la puerta. Ralles debe saber que su apartamiento está vacío cuando él se marcha. ¿Por qué, entonces, haría la estupidez de llamar a su propia puerta?
—Debe existir una razón…, ya se descubrirá.
—Seguro, quizá cuando nos concedan el retiro, sino nos espabilamos. Lo malo de eso, Gerald, es que, entre unas cosas y otras el tiempo se nos va de las manos…
Pensó en el gigantesco cargamento de estupefacientes. Si conseguían distribuirlo por todo el país habría veneno suficiente para intoxicar a todo el censo de estudiantes de la mayoría de escuelas… No quiso pensar en eso y volvió a la realidad inmediata.
—Me desconcierta la presencia de ese bastardo, ahí, aguardando en la oscuridad… No es lógico.
—Pedirle a un asesino que obre con lógica es ir demasiado lejos —retrucó Mayes, burlón.
—Me pregunto si no estaría allí escondido por otro motivo.
—¿Cuál, por ejemplo?
—Imagina que no esperaba a nadie, sino que se disponía a marchar… Mi llegada le ha alarmado, ¿comprendes? Se ha visto atrapado en el rellano, y al ver que yo me disponía a entrar en el apartamiento de Ralles…
—¿Por qué debía temer que entrases allí? No tiene ningún sentido. A menos que…
—¡Infiernos! —estalló, levantándose de un brinco.
Scott le miró. Dijo entre dientes:
—Hemos llegado a la misma conclusión, amigo. Vamos a verlo.
Subieron las escaleras apresuradamente. Al probar la puerta del apartamiento de Ralles comprobaron que estaba cerrada.
El teniente refunfuñó:
—Supongo que como agente federal asumirás la responsabilidad de un allanamiento ilegal, Norman…
—Adelante, Gerald.
El teniente tomó carrerilla, lanzándose contra la madera. Su ancha espalda golpeó con tremendo ímpetu y la puerta cedió con un sonoro chasquido. Mayes entró en la oscuridad dando traspiés, seguido por el agente federal.
—La luz —gruñó Mayes.
Scott tanteó la pared hasta encontrarla. Una lámpara se encendió en el techo, derramando una suave claridad a su alrededor.
Todo estaba en perfecto orden menos el cuerpo caído de bruces en el suelo, junto a una mesita baja. Scott gruñó:
—Debí pensar antes en eso.
—No importa. No hubieses podido hacer nada por él. Debe haber muerto instantáneamente con esa cuchillada…
Era un espectáculo espeluznante. La salvaje herida más parecía la obra de un loco que de un asesino a sueldo, como Scott estaba seguro que había sido el desconocido de la escalera.
—Lo ha sorprendido por detrás, desprevenido. Casi lo ha abierto de arriba abajo…, lo cual demuestra que Ralles dejó entrar confiadamente a su asesino. Debía conocerle.
—Eso parece. Primero eliminan a las muchachas…, y ahora empiezan con los hombres.
Vaya salvajada, Dios santo.
—¿De qué estás hablando?
—Hay que encontrar a Peter Angelino cuanto antes, Gerald. El es el alma de esa matanza.
—No creo que sea difícil dar con Angelino. Desde que se reformó que no se esconde de nada ni de nadie. Vive bastante bien en su residencia de Queens. Aunque supongo que no querrás que intervengamos nosotros por el momento.
Scott negó con un gesto, mientras pensaba rápidamente en el plan de campaña a seguir. Estaba formándose una teoría en su mente, pero algo le decía que dejaba escapar un dato importante, un detalle de capital importancia. Esa inútil búsqueda de una impresión intangible le ponía nervioso.
—Yo me encargaré de Angelino —masculló al fin con voz sorda, encaminándose a la puerta—. Pero antes he de hablar con Cunningham. Tú te encargarás de ese fiambre, ¿de acuerdo, Gerald?
—Qué remedio…
—Ya te informaré de lo que surja de ahora en adelante.
—Seguro. Habré de leerlo en los periódicos si quiero enterarme —rezongó Mayes, mordaz.
Pero Scott ya había desaparecido.