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Mike Shannon parpadeó y durante unos instantes no reconoció el lugar en que se hallaba. Las ventanas del shoji dejaban penetrar brillantes rayos de sol, y sus recuerdos morían en horas de la noche,

Comprobó que estaba tendido sobre una estera de paja y que el techo estaba formado por las típicas y delgadas placas de madera que podían verse en todas las casas de esta clase.

Sólo que no recordaba cuándo había llegado a ella, ni cómo. Por supuesto, ése no era su domicilio japonés.

Suspiró al incorporarse y entonces vio un hermoso kimono colgado de una rústica percha fabricada con un internacional clavo enmohecido. El kimono tenía flores bordadas de todos los colores del arco iris. El clavo no tenía nada. Era sólo un pedazo de metal que delataba la categoría de ese shoji en particular.

Entonces recordó y casi dio un brinco, porque el recuerdo le trajo la imagen de una bellísima y delicada nena de ojos almendrados, pechos altivos y desafiantes, unas caderas deliciosas y un cúmulo de encantos que merecían un más largo y detallado examen del que recordaba haberla sometido.

Miró en torno y no vio otra cosa que sus propias ropas, aparte del kimono de la nena-san que parecía haberse desvanecido en el aire.

La segunda estera aparecía arrugada. Alguien había dormido en ella. De pronto recordó el nombre: Yoshiro.

Se miró a sí mismo y no se sintió muy satisfecho precisamente.

Entonces vio algo más. Eran sólo unas pequeñas manchas en el suelo de madera. Manchas de un oscuro color pardo, junto a uno de los tableros deslizantes que formaban las paredes del diminuto cuarto. Encajados en ranuras, estos tableros pueden quitarse y ponerse para hacer más grande o más pequeña cualquier habitación.

Junto a uno de ellos estaban las manchas de sangre.

Shannon se aproximó a ellas cauteloso, como si temiera que fueran a saltarle a la cara. Era sangre sin duda. Había visto mucha antes para equivocarse.

Volvió atrás y se puso los pantalones. Descalzo, apartó el tablero frente al cual aparecían las manchas.

Yoshiro estaba al otro lado, sólo que ya no era hermosa, ni sus pechos eran desafiantes, ni sus caderas tentadoras. La muchacha era una masa de sangre y carne desgarrada. Una ancha tira de esparadrapo cubría su boca y sus bonitos ojos almendrados eran ahora dos inmensos globos de cristal llenos de terror fijos en el techo.

Mike la observó unos instantes sintiendo cómo se le encabritaba el estómago. Apenas podía creer en lo que veía, porque parecía increíble que alguien hubiera podido cometer tamaña salvajada sin que él despertara al oír el ruido, o los ahogados lamentos de la bellísima muchacha.

Quienquiera que hubiese hecho esa carnicería no merecía vivir, pensó.

Acabó de vestirse. Estaba a punto de salir cuando oyó un rumor al otro lado de la puerta, y al abrirse ésta aparecieron dos hombres curiosamente distintos entre sí.

Uno era un japonés, bajito y fornido.

El otro, una especie de gigante con una pequeña cabeza rapada sobre unos hombros como un piano.

Los dos parecieron muy sorprendidos al verle de pie.

Mike gruñó:

—¿Qué pasa, esperaban encontrar a alguien más?

—Fuera —silbó el japonés.

—Poco a poco. Vean primero lo que hay detrás de ese tablero. Supongo que han venido a recogerla...

—Salga.

El japonés se separó de su compañero para dejar expedito el paso hacia la puerta. Shannon titubeó porque semejante actitud le desconcertaba.

—¿La mataron ustedes? —insistió, sin moverse.

—Salga. No hable, no pregunte.

—Bueno.

Mike avanzó para pasar entre los dos. El gigante parecido a una enorme montaña de músculos no se movió. Pero el pequeño japonés sí lo hizo.

Su brazo derecho cimbreó en el aire con una chispa de plata en el puño. Shannon atrapó la muñeca armada con su izquierda y golpeó con el filo de la mano derecha su brazo tenso, un poco arriba del codo. Giró con rapidez hacia fuera y levantó el brazo de su adversario por encima de su hombro al tiempo que le hundía la articulación del codo en las costillas. El hombrecillo chilló.

En ese momento el gigante pareció salir de su inmovilidad.

Mike levantó el brazo armado y salvajemente lo bajó sobre su hombro. Las articulaciones del codo se rompieron en mil fragmentos y el japonés lanzó un tremendo aullido.

Shannon le soltó cuando ya el gigante le atrapaba. Una zarpa de hierro se cerró sobre su hombro casi levantándole en vilo.

Mike Shannon volteó la mano y su filo endurecido pegó contra un lado de la cabeza rapada. El enorme individuo le soltó y dio un traspié.

—Karate, ¿né? —farfulló.

Instantáneamente adoptó la posición kokutsu-dachi o postura atrás, sus grandes manos listas para entrar en liza.

Mike Shannon le observó con cautela. Comprendía que una lucha a muerte con aquel hércules, si era un experto karateka, muy bien pudiera terminar de modo fatal para él. La situación no admitía florituras, ni ceremonial de ningún género.

Brincó en el aire y disparó una patada lateral. Su pie cazó de lleno la cara del adversario, desequilibrándole y obligándole a retroceder.

A otro luchador menos musculado que aquel fenómeno, semejante golpe seguramente le habría hundido los huesos de la cara.

El gigante gruñó sacudiendo la cabeza. Sus ojillos echaban chispas. Se enfurecía por instantes.

Shannon amagó una estocada con la izquierda y el gigante descargó un hachazo sobre aquella mano. Falló, porque la finta no era más que una trampa. Aún trastabillaba cuando la derecha de Mike le golpeó el pómulo con el filo endurecido. Un chasquido seco anunció que un hueso se había quebrado. El hombrón rugió de dolor.

Un golpe de mano-lanza en la cara casi acabó con la lucha, porque Mike lo descargó con toda su furia. Pero el grandullón tiró la cabeza atrás y las puntas de los dedos no pudieron emplear toda la potencia con que estaban respaldados.

Rugiendo, el gran adversario de Shannon se tomó tiempo. Jadeaba enfurecido y eso es un mal negocio para un luchador.

Después atacó, y lo hizo brutalmente, blandiendo sus enormes manos como hachas. Shannon, se dedicó a esquivar aquel torbellino moviéndose con extraordinaria agilidad sobre sus piernas y cintura.

De pronto vio su oportunidad y la aprovechó, Su brazo derecho se distendió como una serpiente, cortó el aire y golpeó la frente del titán con un impacto terrorífico, entre los dos ojos.

Esta vez, el golpe fue suficiente. Partículas del hueso astillado debieron incrustársele en el cerebro lo mismo que proyectiles de pistola. Cayó fulminado y ya no se movió.

Mike Shannon trató de flexionar la mano derecha y un tremendo dolor le hizo dar un respingo. Demasiado tiempo sin practicar, sin entrenarse. La mano pagaba ahora las consecuencias de la molicie y una vida demasiado placentera.

Se volvió hacia el pequeño japonés. Vio que el dolor le había producido un profundo desmayo y soltó un gruñido. No comprendía nada de todo aquello. Ni la salvaje muerte de la hermosa muchacha, ni el sueño tan pesado que le había mantenido ajeno al drama, ni mucho menos la presencia de los dos desconocidos.

Inclinándose sobre el derribado hércules comprobó que estaba muerto. Iba a ser un buen lío.

La mano le dolía cada vez más. Se la acarició con la izquierda mientras reflexionaba a toda presión.

Entonces, la puerta se abrió de nuevo y un hombre quedó recortado en el umbral. Era un japonés alto, delgado, vestido con absoluta corrección y cuyos ojos vivos examinaron con evidente sorpresa el panorama que se le ofrecía

Mike gruñó:

—Si estos dos monos eran sus amigos, la fiesta no ha terminado todavía. Entre y cierre la puerta si quiere discutir

—Ese hombre está muerto —dijo señalando al grandote.

Hablaba un inglés cuidado, impecable.

—Sí.

Detrás del recién llegado apareció entonces un policía de uniforme. Shannon empezó a preocuparse.

—Soy el inspector Matsuda —se presentó el hombre, entrando seguido del agente uniformado—. Agradeceré mucho una explicación de lo sucedido aquí, señor...

—Shannon, Mike Shannon.

El agente cerró la puerta y se quedó apoyado de espaldas en ella.

—Señor Shannon... ¿Qué pasó?

—Hay algo más que usted debe ver.

Cuando el inspector contempló el destrozado cadáver de la muchacha emitió un resoplido de ira. Eso fue todo. Su expresión no se alteró.

—Supongo que no fue usted quien hizo eso —dijo—. Llevaría sangre hasta en los cabellos.

—No lo hice.

—Entonces, ¿esos dos?

—Lo ignoro.

—Bien, cuénteme.

Entretanto se había inclinado sobre el desvanecido asaltante. No lo tocó, limitándose a examinarle el brazo torcido en un ángulo absurdo.

—Vine aquí anoche —dijo Mike, pensativo—. Con la chica. Se llamaba Yoshiro, por lo menos eso me contó. Recuerdo que se reía mucho. Bebimos unas tazas de licor de arroz y ahí se esfuma mi memoria. Ya no sé nada más. Luego, esta mañana, desperté y la encontré tal como está, y apenas acababa de descubrirla cuando llegaron estos dos fulanos...

—¿Fulanos?

—Esos dos hijos de cien padres —rechinó Shannon, furioso—. El pequeñajo quiso ensartarme con su cuchillo. El otro sólo quería descuartizarme con sus manazas desnudas.

—Entiendo... ¿Cómo pudo vencerlos?

—Tuve mucha suerte.

—Sí, suerte, sus manos, por favor.

—¿Qué?

—Déjeme ver sus manos.

Con un suspiro de resignación, Mike tendió sus dos manos.

Matsuda tanteó los duros bordes. Hizo una expresiva mueca.

—Karate —refunfuñó—. Lo supe en cuanto vi el aspecto del muerto. ¿Dónde lo aprendió, señor Shannon?

—Un poco aquí y otro poco allá, ya sabe...

—Yo no sé. Más concreto, por favor.

—Mis primeras nociones las obtuve en Estados Unidos. Luego en Vietnam, y finalmente aquí, en el dojo del profesor Okamura.

El inspector asintió lentamente.

—Okamura es el mejor maestro que pudo usted encontrar, señor Shannon —asintió—. ¿Dónde conoció a esa desgraciada?

—En un restaurante. Cenamos juntos y luego vinimos aquí. Ella dijo que éste era un lugar muy tranquilo.

Matsuda hizo una mueca al pensar cuánto se había equivocado la pobre chica.

—Veamos si comprendo —rezongó—. La asesinaron aquí, detrás de esos tableros, de eso no cabe duda. Y usted no oyó nada. No vio nada... ¿Es así?

—Ni más ni menos. Supongo que ella me narcotizó por alguna razón.

—¿Ella?

—Yo no bebí en compañía de nadie más. Sólo ella pudo hacerlo.

—Perdón, ¿dónde está la botella, y las tazas?

Shannon miró en torno y arrugó el ceno.

—Estaba aquí anoche... Lo recuerdo perfectamente.

—Ya no está. Alguien la quitó. Entonces, parece que el narcótico estaba en la botella, señor Shannon. Y si les narcotizaron a los dos todo el aspecto de este asunto varía por completo.

—Estoy hecho un lío.

—Yo diría que está «metido» en un lío, señor Shannon.

—¿Por qué? Ya le dije lo qué pasó. Fui víctima en todo caso.

—Veremos.

Volviéndose, dio unas rápidas órdenes al agente uniformado. En sus labios, el florido idioma japonés sonaba como disparos de una ametralladora.

El agente se cuadró y salió disparado cerrando la puerta a sus espaldas.

—Ahora quizá debamos ocuparnos de su amigo inconsciente, ¿no le parece?

—No es mi amigo. Quisiera verlo ahorcado.

Matsuda rió entre dientes. Inclinándose sobre el desvanecido cuchillero, volteó la mano y le sacudió tan tremenda bofetada que casi lo tiró al otro lado del cuarto.

Tal vez quiso demostrar que, en todo caso, no era amigo suyo...