Había tomado un vuelo comercial. Desde el aire, la floración de diatomeas del Atlántico había sido horriblemente visible. Ahora se extendía en un diámetro de más de un centenar de kilómetros. Floración era una buena palabra para describir aquello, pensó amargamente. Le había dado la impresión de una flor gigantesca, una camelia escarlata floreciendo a todo lo largo de las playas del Brasil. Los otros pasajeros se habían mostrado excitados por la visión, yendo de una a otra ventanilla para ver mejor, haciendo agitadas preguntas. Era interesante, observó, cómo el rojo, el color de la sangre, despertaba siempre la idea de peligro en la mente humana. Había sido pavoroso mirar abajo y ver aquel quieto océano herido, orlado de espuma rosada.
Su mente se había distanciado de la realidad de allá abajo, convirtiéndola en una surrealista obra de arte. Añadiéndole jaguares púrpura y árboles amarillos, era un Jess Alien. Y peces naranja en el aire Por encima…
¿Cómo era aquel poema de Bottomley? La segunda estrofa, algo acerca de obligar a los pájaros a volar demasiado alto… donde arrastran vuestros innaturales vapores; seguramente las rocas vivientes morirán cuando los pájaros no mantengan la distancia correcta. Versos vulgares del siglo XIX. Cómo se aferraba uno a los jirones de civilización.
Había habido disturbios en Río. La reacción política había sido la habitual, grupos marxistas y descontentos locales impresionados por la floración.
Un helicóptero que estaba aguardándole lo había trasladado desde el aeropuerto a una reunión secreta en un enorme yate anclado mar adentro al norte de la ciudad. El presidente brasileño estaba allí, con todo su gabinete. McKerrow de Washington, y Jean Claude Rollet, un colega de Peterson en el Consejo. Habían conferenciado desde las diez de la mañana hasta última hora de la tarde almorzando allí mismo. Había que tomar medidas para contenerla floración, si era posible. Lo crucial era invertir el proceso; se estaban llevando a cabo experimentos en el océano Indico y en tanques controlados al sur de California.
Se había votado el envío de provisiones de emergencia a Brasil, como compensación por la interrupción de la pesca. El presidente brasileño iba a tener que jugar con el significado de aquello para evitar un pánico general. Todos unidos, una frágil defensa contra el peso del enfermo mar a su alrededor, y así. Cuando se dispersaron, Rollet había ido a informar directamente al Consejo.
Peterson había tenido que moverse rápido para evitar el verse abrumado por la burocracia, las interferencias, los otros trabajos colaterales. Lubricar una crisis como aquélla requería un buen juego de piernas. Estaban las naciones individuales a las que calmar, los intereses propios de Inglaterra que tener en cuenta (aunque esta no era su tarea oficial más importante), y por supuesto los inevitables representantes de los medios de comunicación que no dejaban de meter la nariz por todas partes. Peterson había argumentado con éxito que alguien tenía que mantener un ojo oficial atento a los experimentos de California. Uno no sólo tenía que trabajar en la buena dirección, sino que sobre todo tenía que ser visto haciéndolo. Esto le dio el tiempo que necesitaba. Su auténtico propósito era comprobar los resultados de un pequeño experimento que él mismo había imaginado.
Inmediatamente después de que tocaran el suelo la música enlatada volvió a inundar el avión y los pasajeros empezaron a recoger sus equipajes de mano para salir. Peterson consideraba que ésta era la peor parte de los vuelos comerciales, y lamento de nuevo no haber hecho presión a sir Martin para conseguir disponer de su propio jet ejecutivo en este viaje. Eran caros, antieconómicos, etc., etc., ero condenadamente mejores que ir en esas carretas de ganado con alas La argumentación estándar, que el transporte privado le permite a uno descansar y ahorrar así valiosas energías ejecutivas, no le había ayudado en una época de restricción de presupuestos.
Abandonó el avión el primero, por la puerta delantera, como estaba previsto. Había una guardia de seguridad agradablemente amplia, con botas de cuero y cascos. Ahora ya estaba acostumbrado a la abierta exhibición de pistolas automáticas.
En el coche había un oficial de protocolo que no dejaba de hablar inconscientemente, pero Peterson se aisló pronto de él y gozó del paisaje. El coche de seguridad tras ellos iba demasiado cerca, observó. No parecía haber signos del reciente «descontento». Unos pocos bloques de edificios incendiados, por supuesto, y un paso inferior por debajo de la autopista en la carretera 405 lleno de agujeros de ráfagas de gran calibre, pero no evidencias de tensión residual. Las calles estaban despejadas y la autopista virtualmente desierta. Desde que los campos petrolíferos mexicanos se habían agotado mucho antes de las notoriamente optimistas previsiones, California había dejado de ser un paraíso de los adoradores del automóvil. Eso, más la presión política de los mexicanos para que se cumplieran las pomposas promesas de desarrollo económico, se había mezclado con el resto del caldo político que estaba hirviendo allí y había conducido a la «inquietud».
Las habituales ceremonias se desarrollaron en un tiempo mínimo. El Instituto Scrips de Oceanografía ofrecía un aspecto curtido por la intemperie pero sólido, baldosas azules y olor a sal y todo eso. El personal estaba ya acostumbrado a ver a altos dignatarios yendo constantemente de un lado para otro. Los chicos de la televisión obtuvieron el metraje que necesitaban -sólo que ahora ya no se llamaba así, se recordó Peterson; el enigmático término «dexers» se había materializado en su lugar-, y se habían marchado. Peterson sonrió, estrechó manos, charló aquí y allá. El paquete con el dossier que Markham había pedido del Caltech apareció, y Peterson se lo guardó en su maletín. Markham necesitaba con urgencia aquel material, dijo que estaba relacionado con el asunto de los taquiones, y Peterson había aceptado utilizar su influencia para sacárselo a los americanos. El trabajo aún no era publicable, una argucia habitual para evitar tener que dar datos al respecto, pero pese a todo habían corrido algunos rumores.
La mañana transcurrió tal como estaba planeada. Una exposición general hecha por un oceanógrafo, diapositivas y esquemas ante una audiencia de veinte personas. Luego, una repetición más franca y mucho más pesimista, ante una audiencia de cinco. Luego Alex Kiefer, el responsable del asunto, en privado.
–¿No desea quitarse la chaqueta? Hoy hace bastante calor. De hecho, es un día estupendo.
Kiefer hablaba rápida, casi nerviosamente, parpadeando al mismo tiempo. Libre de multitudes ahora, parecía poseer un exceso de energía. Caminaba como con prisa, inclinándose hacia delante sobre la punta de sus pies y mirando constantemente a su alrededor, saludando bruscamente a las pocas personas con las que se cruzaban. Condujo a Peterson hasta su oficina.
–Entre, entre -añadió frotándose las manos-. Tome asiento. Deme su chaqueta. ¿No? Sí, la vista es preciosa, ¿verdad? Preciosa.
Aquello último era en respuesta a un comentario que, de hecho, Peterson no había efectuado, aunque automáticamente había cruzado la habitación dirigiéndose hacia las amplias ventanas del rincón, atraído por la resplandeciente extensión del Pacífico allá abajo.
–Sí -dijo ahora, haciendo la esperada observación-. Es una vista magnífica. ¿No le distrae?
La amplia playa de arena fina se extendía hacia La Jolla y luego se curvaba hacia fuera, rota por rocas y caletas, hasta un promontorio rodeado por palmeras. Fuera en el océano, hileras de practicantes de surf en sus trajes de goma mantenían el equilibrio sobre sus tablas como grandes pájaros marinos negros.
Kiefer se echó a reír.
–Cuando descubro que no puedo concentrarme, simplemente me pongo mi traje de goma y salgo a nadar un poco. Aclara la mente. Intento nadar un poco cada día. De hecho, ni siquiera es necesario el traje de goma estos días. El agua está bastante caliente. Pero esos jóvenes de ahí afuera consideran que está fría. – Señalo hacia los que practicaban el surf, la mayoría de los cuales se hallaba ahora de rodillas preparándose para una ola de buen tamaño-. En los viejos tiempos sí solía estar realmente fría. Antes de que instalaran esas centrales nucleares de muchos megavatios en San Onofre, ya sabe. Bueno, estoy seguro de que lo sabe. Este tipo de cosas entra dentro de su campo, ¿no? Sea como fuera, ha hecho aumentar ligeramente la temperatura del agua, a todo lo largo de esta sección de costa. Interesante. Al parecer esto ha estimulado la vida acuática. Estamos estudiando cuidadosamente los efectos, por supuesto. De hecho, éste es uno de nuestros estudios principales. Si la temperatura aumenta más, puede alterar algunos ciclos, pero por todo lo que sabemos, ha alcanzado ya su máximo. No ha habido ningún incremento en los últimos años.
Los movimientos y la forma de hablar de Kiefer se hicieron menos bruscos cuando empezó a referirse a su trabajo. Peterson calculó que debía estar rozando la cincuentena. Había arrugas alrededor de sus ojos, y su recio pelo griseaba en sus sienes, pero su aspecto era delgado y estaba en buena forma física. Poseía el aire de un asceta, pero su oficina lo traicionaba. Peterson había notado ya, con esa mezcla de envidia y desdén que a menudo sentía en América, las ostentaciones de Kiefer: el mullido pelo de la gruesa moqueta color verde oliva, la suntuosidad del sobre de madera de palisandro de su escritorio, los heléchos colgantes rezumando humedad, los cuadros japoneses en las paredes, las revistas de lujo en la mesilla de café con el sobre de cerámica, y por supuesto las enormes ventanas de cristal de color con su vista sobre el Pacífico. Tuvo una momentánea visión del atestado cuchitril que era el despacho de Renfrew en Cambridge. Aparte la vista, sin embargo, Kiefer no exhibía ningún orgullo por lo que le rodeaba, ni siquiera parecía ser consciente de ello. Se sentaron, no junto a su escritorio sino en confortables sillones al lado de la mesita de café. Peterson calculó que ya había habido suficiente maniobra de intimidar-al-visitante, y que ahora era necesario un gesto de indiferencia.
–¿Le importa si fumo? – preguntó, sacando un cigarro y un encendedor de oro.
–Oh… yo… no, por supuesto. – Kiefer pareció momentáneamente turbado-. Sí, sí, puede fumar. – Se levantó y entreabrió ligeramente la gran ventana, luego se dirigió a su escritorio y habló por el intercomunicador-: ¿Carrie? ¿Nos traerá un cenicero, por favor?
–Lo siento -dijo Peterson-. Tengo la impresión de haber violado un tabú. Pensé que fumar era algo que estaba permitido en las oficinas privadas.
–Oh, lo está, lo está -le aseguró Kiefer-. Puede hacerlo tranquilamente. Se trata tan sólo de que yo no fumo, e intento desanimar a los demás a hacerlo. – Dirigió a Peterson una repentina sonrisa, torcida y desarmante-. Espero que vea usted pronto la luz. De todos modos, le quedaría agradecido si se situara a contraviento con respecto a mí, si me permite expresarlo de este modo. – Peterson juzgó que lo elaborado de la sintaxis de su frase correspondía al habitual intento americano de hablar un inglés que un británico pudiera aceptar como correcto, un efecto que quedaba anulado en cualquier caso por todo lo dicho anteriormente.
La puerta se abrió y la secretaria de Kiefer entró con un cenicero, que depositó delante de Peterson. Peterson le dio las gracias tabulando abstraídamente sus características físicas y concediéndole un buen 8 sobre 10. Se dio cuenta con un cierto placer de que tan sólo su estatus de miembro del Consejo había hecho que Kiefer le permitiera quebrantar la norma de no fumar en su oficina. Kiefer se inclinó sobre el borde de su sillón, mirándole fijamente.
–Bien… dígame cómo encontró usted la situación en Sudamérica. – Se frotó ansiosamente las manos.
Peterson exhaló una larga bocanada de humo.
–Mala. No desesperada todavía, pero muy seria. Brasil se ha convertido en los últimos años en un país dependiente de la pesca gracias a su política corta de miras de tala-y-quema de hace una o dos décadas… y esta floración afecta seriamente a la pesca.
Kiefer se inclinó aún más hacia delante, tan ansioso de detalles como cualquier charlatana ama de casa, y a partir de aquel momento Peterson se puso en automático. Reveló lo que tenía que revelar, y extrajo de Kiefer unos cuantos detalles técnicos que valía la pena recordar. Sabía más biología que física, así que hizo un mejor trabajo que con Renfrew y Markham. Kiefer se centró en la situación financiera -escasez de subvenciones, por supuesto; uno nunca oía otra cosa-, y Peterson lo guio de nuevo a asuntos más prácticos.
–Creemos que toda la cadena alimentaria puede estar amenazada -dijo Kiefer-. El fitoplacton está sucumbiendo a los hidrocarburos clorados… el tipo utilizado en fertilizantes. – Kiefer hojeó los informes-. Específicamente la manodrina.
–¿La manodrina?
–La manodrina es un hidrocarburo clorado utilizando en insecticidas. Ha abierto un nuevo nicho de vida entre las algas microscópicas. Una nueva variedad de diatomeas ha evolucionado. Utiliza una enzima que descompone la manodrina. El sílice de la diatomea excreta también un producto residual que interrumpe la transmisión de los impulsos nerviosos en los animales. Las conexiones dendríticas fallan. Pero supongo que ya habrán hablado de todo esto en la conferencia.
–Casi todo a nivel político, qué pasos deben darse para enfrentarnos a la crisis inmediata y todo eso.
–¿Qué es lo que se va a hacer al respecto?
–Van a intentar desviar recursos de los experimentos del océano índico para contener la floración, pero no sé si funcionará. Todavía no han completado sus pruebas.
Kiefer tamborileó sus dedos sobre los azulejos de la mesita de café. Bruscamente preguntó:
–¿Ha visto usted personalmente la floración?
–Volé sobre ella -respondió Peterson-. Es horrible como el pecado. El color aterra a los pueblos pesqueros.
–Creo que yo también iré a verla -murmuró Kiefer, más para sí mismo que para Peterson. Se puso en pie y empezó a caminar por la habitación-. De todos modos, ¿sabe?, no dejo de tener la sensación de que hay algo más…
–¿Sí?
–Uno de los tipos de mi laboratorio cree que está ocurriendo algo especial allí, como si en cierta forma el proceso pudiera alterarse por sí mismo. – Kiefer agitó una mano como apartando todo aquello-. Pura hipótesis, por supuesto. Le mantendré informado si algo de eso resulta.
–¿Resulta?
–Funciona, quiero decir.
–Oh. Sí, hágalo.
Peterson abandonó el Scripps más tarde de lo que había planeado. Aceptó una invitación a almorzar por parte de Kiefer a fin de mantener las cosas a un nivel amistoso, lo cual siempre era una sabia idea. A un estúpido siempre le resulta más difícil engañarte cuando ha bebido un poco y te ha contado un chiste y ha devorado un guiso en tu compañía, por muy aburrida que haya podido ser su conversación.
El coche de Peterson y su escolta de seguridad lo llevaron al centro de La Jolla para su cita en el San Diego Firts Federal Savings. Era un edificio voluminoso y cuadrado, plantado en medio de un conjunto de aburridas tiendas formando unas galerías comerciales. Pensó en comprar algo como souvenir-de-un-viaje-a-un-país-lejano, algo que había hecho bastante a menudo cuando era más joven, pero desechó la idea después de tres segundos de deliberación. Las tiendas eran del tipo lujoso semiuniversal y, pese a la caída del dólar, la libra aún estaba en peor situación. Todo aquello hubiera tenido de todos modos una importancia relativa si las tiendas hubieran sido interesantes, pero en vez de ello no ofrecían más que baratijas y lámparas adornadas y ceniceros chillones. Hizo una mueca y penetró en la entidad bancaria. El director del banco lo recibió en la misma puerta, impresionado por la visión de la escolta de seguridad. Sí, había sido avisado de la llegada del señor Peterson. Sí, habían buscado en los archivos del banco. Una vez en el interior de la oficina del director, Peterson preguntó bruscamente:
–¿Y bien?
–Oh, señor, fue una sorpresa para nosotros, déjeme decírselo -dijo seriamente el delgado hombrecillo-. Una caja de seguridad depositada hace décadas, con el alquiler pagado por anticipado para mucho tiempo. No es una situación típica.
–Por supuesto que no.
–Yo… ¿Me han dicho que usted no tenía la llave? – El hombre esperaba obviamente que Peterson la tuviera, sin embargo, evitándole así un montón de explicaciones posteriores con sus superiores.
–Correcto, no la tengo. ¿Pero no ha comprobado usted que la caja estaba registrada a mi nombre?
–Sí, lo comprobamos. Pero no comprendo…
–Digamos simplemente que se trata de un asunto de… esto… seguridad nacional.
–Sin embargo, aunque se trate del propietario, sin una llave…
–Seguridad nacional. El tiempo es importante en este asunto. Supongo que me comprende usted. – Peterson le ofreció al hombre su sonrisa más distante.
–Bueno, el subsecretario me explicó parte de ello por teléfono, y he consultado con mi inmediato superior, pero…
–Bueno, entonces permítame decirle que me alegro de que las cosas hayan ido tan rápido. Le felicito por su eficiencia. Siempre es bueno comprobar que queda aún gente eficaz.
–Bueno, nosotros…
–Ahora me gustaría echarle una rápida mirada -dijo Peterson, con un asomo de firmeza en su voz.
–Bueno, esto, sí… Por aquí, por favor…
Se dedicaron a un absurdo ritual de firmas y de hacer constar la hora exacta y de cruzar zumbantes puertas. La enorme bóveda acorazada fue abierta para revelar una resplandeciente pared llena de hileras de cajas. El director rebuscó las llaves apropiadas en el bolsillo de su chaleco. Encontró la caja que buscaban y la sacó de su alojamiento. Hubo un momento de vacilación antes de entregarla.
–Gracias, sí -murmuró educadamente Peterson, y se dirigió directamente a la pequeña habitación adjunta en busca de intimidad.
Había tenido él esta idea, y le gustaba. Si lo que Markham decía era cierto, resultaba posible entrar en contacto con alguien en el pasado y cambiar el presente. Pero la forma exacta en que esta acción afectaría al presente era algo que no estaba claro. Puesto que el pasado visto desde el hoy podía muy bien ser el que Renfrew había creado, de modo que ¿cómo era posible distinguirlo de algún otro pasado que nunca llegó a producirse? La misma forma de considerar el asunto era un error, decía Markham, puesto que una vez pasabas un haz de taquiones entre dos tiempos estos dos tiempos quedaban enlazados para siempre, un lazo cerrado. Pero para Peterson lo esencial era saber si de hecho este lazo se había producido. En los experimentos idealizados de Markham, con oscilantes interruptores de la luz y palancas yendo hacia delante y hacia atrás entre dos posiciones y todo lo demás, el asunto en su totalidad parecía confuso. De modo que Peterson había propuesto una comprobación. De acuerdo, había que enviar antes que nada los datos preliminares acerca de los océanos y todo eso. Pero al mismo tiempo uno podía pedirle al pasado que dejara constancia de alguna señal, como un mojón en la carretera del tiempo. Un comprobante inconfundible de que las señales habían sido recibidas… eso bastaría para convencer a Peterson de que esas ideas no eran tonterías. Así que dos días antes de abandonar Londres llamó a Renfrew y le dijo que enviara un mensaje científico. Markham tenía una lista de los grupos experimentales que podían recibir concebiblemente un mensaje de taquiones en sus aparatos de resonancia magnética nuclear. Fue enviado un mensaje a cada uno de esos sitios: Nueva York, La Jolla, Moscú. A cada uno de ellos se les pidió que contrataran una caja de seguridad claramente etiquetada a nombre de Peterson con una nota en su interior. Eso debería ser suficiente.
Peterson no podía alcanzar Moscú sin explicarle a sir Martin por qué deseaba ir allí. Nueva York estaba fuera de cuestión temporalmente, debido a los terroristas. Esto dejaba La Jolla.
Peterson sintió que su pulso se aceleraba mientras tomaba la caja de segundad y soltaba su cierre con un clic. Cuando la tapa de la caja se corrió hacia atrás, vio solamente una hoja de papel doblada en tres. La tomó y alisó cuidadosamente los dobleces. Crujieron debido al tiempo.
Pero no, pensó, sentándose. Aquello era suficiente. Aquello probaba que todo el colosal asunto era cierto. Increíble, pero cierto. Las implicaciones más allá de aquello no quedaban claras, por supuesto… pero al menos existía aquella certeza.
Y, pensó con un asomo de orgullo, había sido él quien había pensado en ello. Por un momento se preguntó si era aquello lo que significaba ser un científico, hacer un descubrimiento, ver el mundo abriéndose ante uno aunque fuera tan sólo por un instante.
Luego el director del banco llamó vacilante a la puerta, el momento mágico se rompió, y Peterson se metió en el bolsillo la amarillenta hoja de papel.
En el Valencia Hotel tomó una suite que dominaba la ensenada. El parque de abajo estaba siendo corroído por las avanzantes olas, como demostraban algunos senderos que terminaban bruscamente en el agua. A todo lo largo de la costa las olas habían ido comiéndose el terreno. Porciones de tierra colgaban por encima de las olas, a punto de desmoronarse. A nadie parecía importarle.
Les dijo a sus hombres de seguridad y al chófer que se tomaran la noche libre. Su presencia lo hacía evidente a los ojos de todo el mundo y ya se había hecho notar lo suficiente por un solo día. Su mente no dejaba de darle vueltas al éxito en el banco. Disipó algo de la energía con treinta saltos en la piscina del hotel, y luego con una infructuosa excursión a las tiendas cercanas al mismo. Las tiendas de ropa eran las que más le interesaban, pero no eran el tipo de tienda que se contentaba simplemente con mostrar sus artículos y esperar a que llegaran los clientes, sino que reproducía en sus escaparates escenas de casas solariegas inglesas o de castillos franceses. Aún había dinero allí, aunque la mayor parte de él parecía estar siendo mal empleado. La gente era limpia y alegre y llena de salud. Al menos en Inglaterra la prosperidad traía consigo un status aparte de los demás; aquí no garantizaba nada, ni siquiera el buen gusto.
Las aceras estaban llenas de gente de edad, que se mostraba más bien ruda si uno no se apartaba a su paso. Los hombres jóvenes, sin embargo, eran alegres y atléticos. Las mujeres le interesaban más: cuidadosamente elegantes, inmaculadamente maquilladas. Había, sin embargo, una cierta blandura en todos ellos, un indefinible sello de próspera neutralidad. Parte de él envidiaba su vida. Sabía que esta gente que caminaba tan confiadamente por Girard estaba asediada por tantas restricciones como los ingleses -en California del Sur había una gran cantidad de limitaciones sobre inmigración, adquisiciones inmobiliarias, uso del agua, cambio de empleo, automóviles, todo-, pero parecía libre. Tampoco se apreciaba allí mucho el cansancio del mundo que los europeos identificaban a menudo con la madurez. Siempre había echado en falta también una cierta complejidad en las mujeres. Aquí parecían todas intercambiables, sus rostros cuidadosamente acicalados y abiertos. El sexo con ellas era sano, competente y franco. Si uno les hacía proposiciones, nunca se mostraban sorprendidas o ultrajadas. Su no significaba no y su sí significaba sí. Echaba a faltar el desafío de que el no significara quizás, el elegante juego de la seducción. Esos americanos no sabían jugar; eran enérgicos y hábiles pero jamás elusivos o secretos o sutiles. Preferían las preguntas directas, y ofrecían respuestas directas. Les gustaba conducir el juego.
En este punto de sus meditaciones, se detuvo frente a una tienda de vinos, y decidió ver si podía conseguir algunas cajas de buen vino californiano que hacerse enviar a Inglaterra. Uno nunca sabía cuándo volvería a presentarse la ocasión.
Estaba aguardando a Kiefer en el bar cuando el pensamiento le golpeó. ¿Qué hubiera ocurrido si en vez de llamarle por teléfono simplemente le hubiera enviado una carta a Renfrew, indicándole dentro el mensaje que tenía que transmitir? Visto el funcionamiento del correo en estos días, probablemente aún no la hubiera recibido, independientemente de cómo hubiera reaccionado a ella. En ese caso, después de conseguir hoy aquel papel amarillento, hubiera podido telefonearle y decirle que no enviara el mensaje. ¿Qué hubiera hecho Markham con aquello? Terminó su ginebra y entonces recordó el asunto de los lazos. Sí, el esquema que acababa de imaginar lo hubiera conducido todo a un estadio indeterminado. Esa era la respuesta. ¿Pero qué tipo de respuesta era ésa?
–Malditas calles -se quejó Kiefer-. Cada vez se parecen más a los barrios bajos. – Giró bruscamente el volante ante una curva cerrada. Los neumáticos chirriaron.
Para Peterson, este cambio de tema fue un alivio. Kiefer había estado recitando las virtudes y los beneficios de comer verduras frescas que le llegaban aproximadamente a la velocidad de la luz desde «el valle», una misteriosa región parecida al cuerno de la abundancia y que no necesitaba otro nombre.
Para animar aquel nuevo tema de discusión, Peterson aventuró tentativamente:
–Todo esto me parece más bien próspero.
–Sí, bueno, por supuesto, uno no ve nada si se limita a las avenidas. Pero cada vez resulta más duro mantener los estándares. Mire a su alrededor aquí, por ejemplo. ¿No nota nada?
Estaban ahora en la parte alta de las colinas, siguiendo estrechas carreteras sinuosas que dejaban ver atisbos del océano entre ranchos españoles y castillos franceses en miniatura.
–¿Ve como todas las casas están rodeadas de muros? Cuando vinimos aquí por primera vez, oh, hará casi veinte años, estaban todas abiertas. Grandes vistas desde todas las casas. Ahora ni siquiera puede usted llamar a su vecino sin salir a la calle y pulsar unos cuantos botones y hablar por un intercomunicador. ¡Y se lo aseguro, debería ver usted los dispositivos antirrobo! Componentes electrónicos que valen por un centenar de perros pastores alemanes. Con baterías para que sigan funcionando también cuando se producen los cortes de corriente.
–¿El índice de criminalidad es alto, entonces? – preguntó Peterson.
–Terrible. Inmigrantes ilegales, demasiada gente, demasiados pocos trabajos. Todo el mundo cree que tiene derecho a una vida de lujo, o al menos de confort, así que experimentan una gran frustración y resentimiento cuando los sueños se derrumban a su alrededor. Peterson empezó a replantear sus esquemas. Debía conseguir algo de tiempo para buscar el mejor sistema electrónico de seguridad que pudiera. Estúpido de él, no haber pensado en aquello antes. Ese tipo de cosas eran aquellas en las que los americanos siempre habían sobresalido. Tenía que buscar un buen sistema, adaptable y sólido. Si era posible, se lo llevaría él personalmente en el avión. De nuevo lamentó no disponer de un jet privado.
–La ciudad se está convirtiendo en una sucesión de enclaves fortificados -prosiguió Kiefer-. Los de los viejos principalmente.
Peterson asintió mientras Kiefer citaba estadísticas relativas a California, que era superada únicamente por Florida en el porcentaje de gente vieja. Desde el derrumbamiento del sistema de la Seguridad Social, el lobby del Movimiento de la Tercera Edad había estado presionando cada vez más para conseguir privilegios especiales, exención de impuestos y favores extra. Peterson estaba seguro de saber más de demografía que Kiefer; el Consejo había conseguido un informe a escala mundial hacía dos años, que incluía algunas proyecciones confidenciales. El alcanzar el crecimiento cero de población había dejado a Estados Unidos y a Europa con una gran máxima en la curva de población que en estos momentos estaba alcanzando la edad de la jubilación. Todos ellos esperaban recibir sus cheques mensuales, que tenían que salir de las filas cada vez más reducidas de la gente joven a través de los impuestos. Esto conducía a un «síndrome de obligación». Los viejos sentían que habían estado pagando fuertes impuestos durante todas sus vidas y luego habían sido echados a un lado antes de que pudieran conseguir ganar los enormes salarios que ahora estaban cobrando los ejecutivos más jóvenes. Había una «obligación», argumentaba el Movimiento de la Tercera Edad, y la sociedad tenía que pagar fuera como fuese. Los viejos votaban cada vez más a menudo con los ojos fijos en su propio interés. Y tenían poder. En California, una cabeza de pelo canoso se había convertido en un símbolo de activismo político.
–… no salen durante semanas, con los excelentes sistemas de televídeo que se han comprado. No van ni de compras ni al banco, no ven a nadie de menos de sesenta años. Simplemente lo hacen todo en forma electrónica. Están matando la ciudad. El cine más antiguo de La Jolla, el Unicornio, cerró el mes pasado. Es una maldita vergüenza.
Peterson asintió con un atisbo de interés, pensando todavía en reordenar sus esquemas. El coche giró por un empinado camino lateral mientras una puerta se abría ante él. Ascendieron hacia una larga casa blanca. Estilo español bastardo, clasificó silenciosamente Peterson. Cara, pero sin estilo. Kiefer aparcó en el lugar destinado a vehículos, y Peterson observó bicicletas y un coche de juguete. Cristo, niños. Si tenía que compartir la mesa del almuerzo con una bandada de chiquillos americanos…
Pareció como si sus temores amenazaran con verse realizados cuando fueron recibidos en la puerta por dos muchachitos que saltaron sobre Kiefer hablando los dos al mismo tiempo. Kiefer consiguió calmarlos lo suficiente como para presentárselos a Peterson. Entonces ambos chicos centraron su atención en él. El mayor pasó de preliminares y preguntó directamente:
–¿Es usted un científico como mi papi? – El más joven se le quedó mirando sin parpadear trasladando el peso de su cuerpo de uno a otro pie de una forma francamente irritante. De los dos, él era potencialmente el más ruidoso y el que traía más problemas, decidió Peterson. Conocía el tipo del chico mayor: serio, hablador, seguro de sí mismo, y casi indestructible.
–No exactamente -empezó, pero fue interrumpido.
–Mi papi está estudiando las diatomeas en el océano -dijo el muchacho, prescindiendo de Peterson-. Es muy importante. Yo también voy a ser un científico cuando crezca, quizás un astrónomo, y David quiere ser astronauta, pero él sólo tiene cinco años así que realmente no lo sabe. ¿Le gustaría ver el modelo del sistema solar que he hecho para nuestra asignación de ciencias?
–No, no, Bill -respondió Kiefer apresuradamente-. Sé que es muy bueno, pero el señor Peterson no desea ser molestado ahora. Vamos a ir a tomar una copa y a hablar de cosas de mayores. – Abrió camino hacia la sala de estar, seguido por Peterson y los dos chicos. Kiefer era del tipo de padres que se referían todavía a «hablar de cosas de mayores», pensó fríamente Peterson.
–Yo también puedo hablar de cosas de mayores -dijo Bill, indignado.
–Sí, sí, por supuesto que puedes. Lo que quiero decir es que vamos a hablar de cosas que no te interesarán. ¿Qué quiere beber, Peterson? Puedo ofrecerle un whisky con soda, vino, tequila…
–¿Cómo sabes que no van a interesarme? Hay montones de cosas que me interesan -insistió el muchacho, antes de que Peterson pudiera responder.
La situación fue salvada por una voz suave pero firme llamando desde otra habitación:
–¡Chicos! ¡Venid aquí inmediatamente, por favor! – Los dos muchachos se esfumaron sin discusión. Peterson se guardó para futuro uso la réplica mordaz que había estado a punto de lanzarle al chico.
–He visto que tiene usted algo de Pernod aquí. ¿Puedo pedirle un Pernod con tequila y unas gotas de limón, por favor?
–Huau, vaya mezcla. ¿Es buena? No bebo nunca licores fuertes. El hígado, ya sabe. Siéntese, estoy seguro de que tenemos algo de zumo de limón. Mi esposa lo sabrá. ¿Tiene algún nombre esa bebida, o acaba usted de inventarla? – Kiefer estaba actuando de nuevo erráticamente.
–Creo que se llama un macho -dijo Peterson secamente.
Miró a la estancia a su alrededor. Era sencilla y elegante, totalmente blanca excepto unos cuantos muebles orientales. Un exquisito biombo adornaba la pared del fondo. A la derecha de la chimenea había un pergamino japonés, y un búcaro de flores en una hornacina. En el lado opuesto a la chimenea, un gran ventanal panorámico sin cortinas se abría sobre tejados y copas de árboles hacia el Pacífico. El océano era una sabana negra al lado de las luces que resplandecían por todas partes, costa arriba y costa abajo, hasta tan lejos como Peterson podía ver. Eligió asiento en un sofá blanco, sentándose de lado en un extremo de modo que pudiera ver tanto la habitación como la vista. Pese a unos cuantos montones de revueltos papeles aquí y allá, obviamente pertenecientes a Kiefer, la habitación exudaba una cierta serenidad.
–Espero haber acertado. Cantidades iguales de Pernod y tequila, ¿no es eso? Iré a buscar el zumo de limón. Oh, aquí está mi esposa.
Peterson se volvió hacia la puerta, miró, y volvió a mirar. Se puso lentamente en pie. La esposa de Kiefer le sorprendió. Japonesa, joven, esbelta y muy hermosa. Sin apartar los ojos de ella, intentó apartar de sí sus primeras desorientadas impresiones. Rozando la treintena, decidió, lo cual explicaba el que Kiefer tuviera unos hijos tan pequeños. Un segundo matrimonio de él, sin duda. Iba vestida con unos Levis blancos y una blusa de cuello alto blanca hecha de algún material sedoso. Nada debajo, observó con aprobación. Su cabello caía liso y en cascada casi hasta su cintura, tan negro que parecía tener reflejos azulados. Pero eran sus ojos los que cautivaron su atención. Viéndola así vestida toda de blanco en aquella débilmente iluminada habitación blanca, tuvo la extraña sensación de que su cabeza avanzaba flotando lentamente por sí misma. Hizo una pausa en el umbral, no buscando deliberadamente un efecto, pensó Peterson, pese a que su aparición fue espectacular. Se sintió incapaz de moverse hasta que lo hizo ella. Kiefer avanzó nerviosamente.
–Mitsuoko, querida, pasa, pasa. Quiero que conozcas a nuestro invitado, Ian Peterson. Peterson, ésta es mi esposa, Mitsuoko. – Miró ansiosamente de uno a otro, como un chiquillo llevando un premio a casa.
Ella penetró en la habitación, avanzando con una fluida gracia que encantó a Peterson. Tendió la mano hacia él: fría y suave.
–Hola -dijo. Por primera vez, Peterson tuvo la sensación de que podía utilizar el saludo estándar americano «Encantado de conocerle» con sinceridad.
–¿Cómo se encuentra? – murmuró él, entrecerrando ligeramente los ojos para comunicar lo que le faltaba a su saludo formal. Ella simplemente curvó con circunspección las comisuras de sus labios ante su no expresado mensaje. Sus miradas se mantuvieron la una en la otra tan sólo lo que dictaban los convencionalismos. Luego ella retiró su mano de la de él y fue a sentarse en el sofá.
–¿Tenemos zumo de limón, querida? – Kiefer estaba frotándose las manos de nuevo, siguiendo su extraña costumbre-. Y tú, ¿quieres algo para beber?
–Sí a las dos preguntas -respondió ella-. Hay un poco de zumo de limón en la nevera, y quiero un poco de vino blanco. – Se volvió a Peterson con una sonrisa-. No puedo beber mucho. Se me sube directo a la cabeza.
Kiefer abandonó la habitación en busca del zumo de limón.
–¿Cómo están las cosas en Inglaterra, señor Peterson? – preguntó ella, inclinando ligeramente la cabeza-. Por aquí las noticias parecen más bien malas.
–Son malas, aunque mucha gente no se da cuenta todavía de hasta qué punto -respondió él-. ¿Conoce usted Inglaterra?
–Estuve allí durante un año, hace ya tiempo. Me gusta mucho Inglaterra.
–Oh. ¿Estuvo trabajando allí?
–Cumplí un período de posdoctorado en el Imperial College en Londres. Soy matemática. Ahora doy clases en la Universidad de California. – Sonreía mientras le observaba, esperando una reacción de sorpresa. Peterson no la mostró-. Puedo ver que esperaba usted algo así como un título de filosofía.
–Oh, no, nada tan convencional -dijo él suavemente, devolviéndole la sonrisa. Pensaba en los filósofos como en gente que pasa grandes períodos de tiempo meditando sobre cuestiones no más profundas que: «Si no existe Dios, ¿entonces quién me pasará el próximo kleenex?» Estaba a punto de formar esto en un epigrama cuando Kiefer volvió a la habitación con un vaso de vino y una botella pequeña.
–Aquí está tu vino, amor. Y un poco de zumo de limón -esto a Peterson-. ¿Cuánto, sólo unas gotas?
–Eso es suficiente, gracias.
Kiefer se sentó y se volvió a Peterson.
–¿Le ha dicho Mitsuoko que pasó un año en la Universidad de Londres? Mi esposa es una brillante mujer. Obtuvo el doctorado a los veinticinco años. Brillante, y hermosa también. Soy un hombre afortunado. – La miró orgullosamente.
–Alex, no hagas eso. – Las palabras eran cortantes, pero su sonrisa afectuosa mellaba su filo. Se alzó desaprobadoramente de hombros hacia Peterson-. Es embarazoso. Alex siempre está alabándome ante sus amigos.
–Puedo comprender el porqué. – Bajo su suave sonrisa exterior, Peterson estaba calculando. Disponía tan sólo de una noche. ¿Era aquél un matrimonio abierto? ¿Cuan directo aceptaría ella un avance? ¿Cómo enfocar el asunto con Kiefer allí?-. Su esposo me ha dicho que las cosas también están bastante mal aquí, aunque no parecen así a los ojos de un visitante.
¿Qué significaba su sonrisa? Era casi como si estuvieran compartiendo un secreto. ¿Estaba ella leyendo sus pensamientos? ¿Estaba simplemente flirteando? ¿O podía ser -el pensamiento llameó de pronto en su mente- que estuviera nerviosa? Evidentemente, estaba mandándole señales.
–Existe una incapacidad psicológica de abandonar los estándares de lujo -estaba diciendo Kiefer-. La gente no va a abandonar un estilo de vida que cree que es, esto, exclusivamente americano.
–¿Ésa es una frase de moda? – preguntó Peterson-. La he visto empleada en un par de revistas que leí en el avión.
Kiefer concedió a aquella hipótesis su más preocupado fruncimiento de ceño.
–Hum, «¿exclusivamente americano?». Sí, supongo que lo es. Leí un editorial acerca de algo parecido esta semana. Oh, discúlpeme, voy a echarles un vistazo a los chicos.
Kiefer abandonó la habitación en un ansioso estilo terrier. Al cabo de un momento Peterson pudo oírle hablar suave pero firmemente con los chicos en algún lugar por el vestíbulo. Lo interrumpían regularmente con sus voces de tenor de chico-brillante-que-sabe-que-es-brillante. Peterson dio un sorbo a su bebida y reflexionó acerca de lo juicioso de efectuar mayores avances con Mitsuoko. Kiefer era un eslabón en la cadena de información de Peterson, la parte más esencial de la maquinaria de trabajo de un ejecutivo. Aquello era por supuesto California, notoriamente California, y la fecha era muy posterior al siglo XIX, pero uno nunca podía estar seguro de cómo reaccionaría un marido ante esas cosas, sin importar lo que dijera la teoría acerca de tales asuntos. Pero más allá de esos cálculos estaba el hecho de que el hombre lo irritaba con su fanatismo acerca de las comidas sanas y el no fumar y la poco dignificante devoción hacia aquellos decididamente desagradables chicos.
Bien, se suponía que los ejecutivos eran capaces de efectuar rápidas e incisivas decisiones, ¿correcto? Correcto.
Se volvió hacia Mitsuoko, buscando la mejor manera de utilizar aquellos momentos a solas. Ella estaba mirando por el ventanal, que seguramente se sabía de memoria desde hacía mucho tiempo.
Antes de que él pudiera efectuar ningún avance, ella preguntó, sin mirarle:
–¿Dónde se hospeda usted, señor Peterson?
–En el Valencia. Y mi nombre es Ian.
–Oh, sí. Hay una hermosa porción de playa allí, al sur de la ensenada. A menudo voy a dar un paseo por allí al anochecer. – Le miró directamente-. Alrededor de las diez.
–Entiendo -dijo Peterson. Sintió que el pulso latía fuertemente en su cuello. Fue el único signo exterior de excitación. Por Dios, había sido ella. Había establecido una cita con él casi en las narices de su esposo. Cristo, vaya mujer.
Kiefer regresó a la habitación.
–Hay una creciente crisis por aquí -dijo.
Peterson sintió un estallido de risa que transformó hábilmente en una tos.
–Creo que tiene razón -consiguió decir. No se atrevió a mirar a Mitsuoko.
En el largo vuelo por encima del polo Peterson tuvo tiempo de hojear el dossier del Caltech. Se sentía relajado y agradablemente bien dispuesto, con la sensación de tranquilidad que uno obtiene cuando sabe que ha hecho absolutamente todo lo que se esperaba de él en el campo de la pasión. Nada de lamentos, ése era el juego; como si no hubiera ocurrido nada. Llegar a la tumba con tal seguridad tenía que ser al menos algo reconfortante.
Mitsuoko había hecho honor a todas sus promesas subliminales del principio. Se había marchado al cabo de tres horas, presumiblemente con un buen pretexto, o quizá mejor aún, el acuerdo tácito de «no preguntas» por parte de Kiefer. Un buen remate para un viaje que se había presentado más bien aburrido.
El dossier del Caltech era algo distinto. Había algunos informes internos sombríamente detallados, todo un amasijo de palabras y de símbolos matemáticos. Markham podría desentrañarlos, si quería. Había indicios de que el dossier no había sido recopilado de una forma oficial. Una fotocopia de una carta oficial, inspirada por Peterson, firmada por el Consejo, llevaba una anotación garabateada abajo: Que se vayan al diablo… no les dejemos meterse en nuestros asuntos. Evidentemente el autor de la nota la habría borrado antes de dar a conocer su contenido. La explicación era obvia. El gobierno americano disponía de gente muy efectiva en seguridad interna. Antes de traficar cartas con el Caltech, habían fotocopiado clandestinamente todo lo que habían podido encontrar. Peterson suspiró. Un método poco recomendable, pero ahí también no era problema suyo.
La única porción inteligible del dossier era una carta personal, presumiblemente incluida a causa de algunas palabras clave.
Querido Jeff:
No me va a ser posible ir por Pascua; hay demasiado que hacer aquí en Caltech. Las últimas semanas han sido terriblemente excitantes. Estoy trabajando con un par de personas más y realmente no deseamos interrumpir nuestros cálculos, ni siquiera para unas vacaciones en Baja. Lo lamento realmente, porque ya estaba anticipando el momento de encontrarme de nuevo con vosotros dos (¡ya sabes lo que quiero decir!). Echaré a faltar los cactos llenos de púas y también ese delicioso calor seco. Lo siento, quizá la próxima vez, Dile a Linda que la llamaré para charlar un rato con ella dentro de unos días si consigo encontrar un poco de tiempo. ¿Hay alguna posibilidad de que vosotros vengáis aquí, aunque sólo sea por un día (o mejor aún, una noche)?
Después de romper una promesa como ésta supongo que debería deciros qué es lo que me ata aquí. Probablemente un biólogo marino como tú no pensarás que vale la pena preocuparse mucho por esto -la cosmología no tiene demasiada importancia en un mundo de enzimas y soluciones titradas y todo eso, supongo-, pero para aquellos que trabajamos en teoría gravitatoria parece como si hubiera una auténtica revolución a la vuelta de la esquina. O quizás haya llegado ya.
Está relacionado con un problema que durante mucho tiempo ha estado llevando de cabeza a los astrofísicos. Si existe una cierta cantidad de materia en el universo, entonces es que posee una geometría cerrada… lo cual significa que finalmente dejará de expandirse y empezará a contraerse, bajo la acción de la atracción gravitatoria. De modo que la gente que trabaja en nuestra misma dirección lleva algún tiempo preguntándose si existe suficiente materia en nuestro universo como para cerrar su geometría. Hasta ahora, las mediciones directas de la materia en nuestro universo no han permitido llegar a ninguna conclusión.
Simplemente contar las estrellas luminosas en el universo proporciona una muy pequeña cantidad de materia, no suficiente para cerrar el espaciotiempo. Pero hay indudablemente un montón de masa que no podemos ver, tal como el polvo, las estrellas muertas y los agujeros negros.
Estamos completamente seguros de que la mayor parte de las galaxias posee grandes agujeros negros en sus centros. Eso representa suficiente materia no observable como para cerrar nuestro universo. Lo más nuevo que tenemos son los recientes datos acerca de cómo están reagrupadas las galaxias distintas. Esas aglomeraciones a escala galáctica significan que hay amplias fluctuaciones en la densidad de la materia por todo nuestro universo. Si las galaxias se arraciman en algún lugar de nuestro universo, y su densidad llega a ser lo suficientemente alta, su geometría espaciotemporal local se cerrará sobre sí misma, de la misma forma que puede cerrarse nuestro universo.
Ahora poseemos las pruebas suficientes como para creer en la vieja idea de Tommy Gold… que existen partes de nuestro universo que poseen suficientes galaxias arracimadas como para formar su propia geometría cerrada. No deben ofrecerse a nuestra vista de una forma muy evidente… apenas pequeñas zonas con una débil luz rojiza brotando de ellas. El rojo procede de la materia que sigue cayendo aún a esos aglutinamientos. Lo más impresionante aquí es que esas fluctuaciones locales de densidad califican esos lugares como universos independientes. El tiempo de formación de un universo independiente no tiene ninguna relación con su tamaño. Se presenta como la raíz cuadrada de Gn, donde G es la constante gravitatoria y n la densidad de la región que se está contrayendo. De modo que no tiene nada que ver con el tamaño del miniuniverso. Un universo pequeño se cerrará tan rápido como uno grande. Eso significa que todos los universos de distintos tamaños andan por ahí desde hace aproximadamente el mismo «tiempo». (Definir exactamente lo que es el tiempo en este problema te empujaría a la bebida si no eres matemático… y si lo eres quizá también.)
Lo más importante aquí es que pueden existir universos cerrados en el interior del nuestro. De hecho, sería una notable coincidencia el que nuestro universo fuera el más grande de todos. Puede que seamos únicamente un pequeño montoncito de materia en el interior del universo de alguien. ¿Recuerdas la vieja película, de dibujos en la que un pececillo era tragado por otro ligeramente mayor que él, y éste a su vez por otro mayor, y así ad infinitum? Bien, puede que nosotros seamos uno de esos peces.
Estas últimas semanas he estado trabajando en el problema de conseguir información acerca de esos universos que hay dentro del nuestro. Evidentemente, la luz no puede trasladarse de un universo al siguiente. Como tampoco puede la materia. Eso es lo que significa una geometría cerrada. La única posibilidad es algún tipo de partícula que no esté sometida a las limitaciones establecidas por la teoría de Einstein. Hay varias cantidades que reúnen esas condiciones, pero Thorne (el viejo que está a cargo de todo esto) no desea meterse en aguas tan cenagosas. Demasiado complicado, dice.
Yo creo que los taquiones son la respuesta. Pueden escapar de los «universos» más pequeños dentro del nuestro. De modo que el reciente descubrimiento de los taquiones tiene enormes implicaciones para la cosmología. Es difícil detectar taquiones, de modo que no sabemos mucho acerca de ellos. Nos proporcionan un lazo directo con el espaciotiempo sellado que hay dentro de nuestro universo, sin embargo, y es por eso por lo que estoy trabajando tan intensamente en el problema. Aquí hay una posibilidad de un descubrimiento de primera clase. Pero es infernalmente difícil proseguir las cosas con la penuria alimentaria y el gran fuego de Los Angeles. Probablemente nadie va a preocuparse mucho de lo que encontremos, con el mundo en su estado actual. Pero así es la vida académica.
Lamento haberme dejado arrastrar por esto hasta escribirte una carta tan larga, que además probablemente no tiene sentido, pero todo esto es tremendamente excitante para mí, y tiendo a dejarme arrastrar. De todos modos, siento lo de Baja. Espero veros pronto a los dos.
Cariños,
cathy
Peterson sintió una momentánea punzada de culpabilidad por leer una carta privada. En la actualidad el Consejo utilizaba tales métodos como una rutina más, por supuesto, a fin de neutralizar rápidamente los intereses recalcitrantes que no aceptaban la necesidad de una acción rápida. Sin embargo, él era un caballero, y un caballero no lee el correo de otra persona. Su reluctancia, sin embargo, se vio pronto sumergida bajo el interés de las implicaciones de lo que decía aquella «Cathy». ¿Subuniversos? Increíble. El paisaje del científico estaba alcanzando la irrealidad.
Peterson se reclinó en su asiento y estudió las desérticas extensiones canadienses que se deslizaban bajo el aparato. Sí, quizá fuera eso. Desde hacía décadas la imagen del mundo pintada por los científicos se había vuelto extraña, distante, increíble. En consecuencia, era mucho más fácil ignorarla que intentar comprenderla. Las cosas eran demasiado complicadas. ¿Por qué preocuparse? Mejor conecta la tele, querida. Bien.
–Ya está -dijo Cooper lentamente-. Puestas en el orden correcto.
–¿Son nuestros mejores datos? – murmuró Gordón.
–Los mejores que yo pueda conseguir jamás -dijo Cooper, frunciendo el ceño por algo en la voz de Gordon. Se volvió, las manos en las caderas-. Todo consecutivo, además. Tres horas completas.
–Parece perfecto -dijo Gordon con tono conciliador-. Un buen trabajo.
–Sí -admitió Cooper-. Aquí no hay nada divertido. Si hubiera habido resonancia clara aquí, la hubiera visto.
Gordon pasó el dedo a lo largo de la línea verde del gráfico. No había en absoluto resonancias estándar. En el interior de su muestra, enfriada hasta los tres grados absolutos en el burbujeante helio, había núcleos atómicos. Cada uno de ellos era un pequeño imán. Tendía a alinearse a lo largo del campo magnético que Cooper había aplicado a la muestra. El experimento estándar era simple: aplicar un breve impulso electromagnético, que apartaría los imanes nucleares de su campo magnético. Al cabo de un momento, los núcleos volverían a alinearse de nuevo con el campo. Este proceso de relajación nuclear podía decirle al experimentador mucho acerca del entorno en el interior sólido. Era una forma relativamente simple de aprender acerca de la configuración microscópica de la compleja estructura sólida. A Gordón le gustaba el trabajo por su claridad y precisión, además de sus aplicaciones a los transistores o detectores de infrarrojos que a la larga pudiera tener. Aquella rama de la física de estado sólido no poseía la gran espectacularidad de cosas como los quasars o la investigación de partículas de alta energía, pero era clara y poseía la belleza de las cosas sencillas.
Sin embargo, la quebrada línea verde no era ni sencilla ni hermosa. Aquí y allí había fragmentos de lo que hubieran debido obtener: curvas de resonancia nuclear, regulares y significativas. Pero en la mayor parte de los gráficos había repentinas líneas quebradas de estallidos de ruido electrónico, apareciendo bruscamente por un instante, luego desapareciendo con la misma brusquedad.
–Los mismos intervalos -murmuró Gordon.
–Sí -dijo Cooper-. Los de un centímetro… -señaló- y los más cortos, medio centímetro. Infernalmente regulares.
Los dos hombres se miraron, luego volvieron a observar las hojas de papel. Cada uno de ellos había esperado un resultado distinto. Habían efectuado aquellos experimentos una y otra vez eliminando todas las posibles fuentes de ruido. Los bruscos estallidos no habían desaparecido.
–Es un maldito mensaje -dijo Cooper-. Tiene que serlo. Gordon asintió, la fatiga rezumando por todos sus poros.
–No es posible eludirlo -dijo-. Tenemos horas de señal aquí. No puede ser una coincidencia, no hasta este punto.
–No.
–De acuerdo entonces -dijo Gordon, intentando poner una chispa de optimismo en su voz-. Vamos a decodificar esa maldita cosa.
REDUCCIÓN DEL CONTENIDO DE OXÍGENO HASTA POR DEBAJO DOS PARTES POR MILLÓN DENTRO DE UN RADIO CINCUENTA KILÓMETROS DE LA FUENTE DESPUÉS QUE SE MANIFIESTE FLORACIÓN DE DIATOMEAS AEMRUDYCO PEZQUEASKL POLUCIONANTES MENORES PRESENTES EN DEITRICH POLYXTROPO 174A UNO SIETE CUATRO A SE COMBINA EN CADENA DE LATTICINA CON HERBICIDAS SPRINGFIELD AD45 AD CUATRO CINCO O DU PONT ANALAGAN 58 CINCO OCHO EMITIENDO DESDE EL PUNTO DE REPETIDO USO AGRÍCOLA UTILICEN CUENCA AMAZÓNICA OTROS EMPLAZAMIENTOS OTRAS CADENAS MOLECULARES SINERGISTAS LARGAS POSIBLES EN AMBIENTES TROPICALES COLUMNA DE OXÍGENO SUJETA A EXTENSIÓN DEL ÍNDICE pE CONVENCIÓN ALZSNRUD ASMA WSUEXIO 829 CMXDROQ ESTADIO IMPREGNACIÓN VIRUS RESULTANTE EN 3 TRES SEMANAS PLAZO SI DENSIDAD DEL SPRINGFIELD AD45 AD CUATRO CINCO EXCEDE DE 158 UNO CINCO OCHO PARTES POR MILLÓN ENTONCES ENTRA EN RÉGIMEN SIMULACIÓN MOLECULAR EMPIEZA A IMITAR ANFITRIÓN ENTONCES PUEDE CONVERTIR NEUROENVOLTURA DE PLANTACIÓN A SU PROPIA QUÍMICA UTILIZANDO OXÍGENO AMBIENTAL HASTA QUE NIVEL OXÍGENO CAIGA A VALORES FATALES PARA MAYOR PARTE DE LA CADENA ALIMENTARIA SUPERIOR WTESJDKU DE NUEVO AMMA YS ACCIÓN DE LUZ ULTRAVIOLETA DEL SOL SOBRE CADENAS PARECE RETARDAR DIFUSIÓN EN CAPAS SUPERFICIALES DEL OCÉANO PERO CRECIMIENTO PROSIGUE MÁS AL FONDO PESE A FORMACIÓN DE CÉLULAS CONVECTIVAS QUE TIENDEN A MEZCLAR LAS CAPAS EN XMC AHSU URGENTE MADUDLO 374 ÚNICO SEGMENTO AMZLSOUDP ALYN QUE DEBEN DETENER POR ENCIMA SUSTANCIAS MENCIONADAS DE ENTRAR EN LA CADENA DE VIDA DEL OCÉANO AMZSUY RDUCDK POR PROHIBICIÓN SIGUIENTES SUSTANCIAS CALLANAN B471 CUATRO SIETE UNO MESTOFITE SALEN MARINE COMPUESTO ALFA A TRAVÉS DELTA YDEMCLW URGENTE YXU REALIZA ANÁLISIS DE TITRACIÓN SOBRE INGREDIENTES METAESTABLES PWMXSJR ALSUDNCH
Gordon no tuvo oportunidad de pensar en el mensaje hasta la tarde. Su mañana estuvo llena de una clase y luego una reunión del comité de admisión de estudiantes graduados. Eran estudiantes de primera clase y procedían de todas partes… Chicago, Caltech, Berkeley, Columbia, MIT, Cornell, Princeton, Stanford. Las sedes canónicas de la sabiduría. Unos cuantos casos pocos usuales -dos sorprendentes candidatos que venían de Oklahoma y podían ser prometedores, un muchacho tranquilo y muy dotado de la universidad de Long Beach- fueron dejados a un lado para posterior estudio. Resultaba claro que la fama de La Jolla iba extendiéndose rápidamente. En parte era la prolongación del fenómeno Sputnik. El propio Gordon estaba cabalgando en esta oleada, y lo sabía; eran tiempos fecundos para la ciencia. Sin embargo, pensaba en los estudiantes que emprendían el camino de la física. Algunos de ellos parecían de la misma clase que los que iniciaban leyes o medicina… no porque les fascinara la disciplina, sino porque prometía buenos ingresos. Gordon se preguntaba en privado si Cooper estaba motivado también parcialmente por aquello; el hombre mostraba destellos de la antigua llama, pero permanecían ocultos tras una sábana de blanda relajación, un aura de segundad física. Incluso el mensaje, la auténtica existencia de un mensaje, había impresionado a Cooper como algo ciertamente curioso pero básicamente aceptable, un extraño efecto que pronto podría ser explicado. Gordon no podía decir si aquello era una pose o genuina serenidad; de cualquier modo, era desconcertante. Gordon estaba acostumbrado a un estilo más intenso. Envidiaba a los físicos que habían efectuado grandes descubrimientos cuando fue desarrollada la mecánica cuántica, cuando se escindió por primera vez el núcleo. Los miembros más antiguos del departamento, Eckart y Lieberman, hablaban a veces de esos días. Antes de los años cuarenta, un título de física era una sólida base para una carrera de ingeniería eléctrica, punto. La bomba había cambiado todo aquello. En la avalancha de sofisticadas armas, nuevos campos de estudio, subvenciones cada vez más grandes y horizontes en expansión, todo el mundo descubría de pronto una sed nacional hacia la física. En los años que siguieron a Hiroshima, una historia periodística referida a un físico lo llamaba invariablemente «el brillante físico nuclear», corno si no pudiera haber físicos de otra clase. La física engordaba. Pese a lo cual, los físicos seguían estando pobremente pagados; Gordon podía recordar a un profesor de visita en Columbia pidiendo dinero prestado para asistir al «lunch chino» de los viernes que Lee y Yang habían empezado a celebrar. Las comidas tenían lugar en uno de los excelentes restaurantes chinos que rodeaban el campus, y era allí donde se oía hablar generalmente por primera vez de los nuevos resultados. Asistir a ellos era una buena idea si uno deseaba estar al tanto. Así que muchos sableaban a sus compañeros para asistir, y devolvían el dinero durante la semana siguiente. Tales días le parecían distantes ahora a Gordon, aunque se dio cuenta de que debían estar muy presentes en las mentes de los físicos más viejos. Algunos, como Lakin, mostraban un aire de intranquila espera, como si la burbuja estuviera a punto de estallar. El aturdido público, con el muy corto alcance de su capacidad, podía ser distraído con el cuerno de la ambulancia de estabilizadores traseros en sus coches y casas estilo rancho, y olvidaban todo lo relativo a la ciencia. La sencilla ecuación -ciencia igual a ingeniería igual a artículos de consumo- terminaba desvaneciéndose. La física había pasado más tiempo en el fondo de la curva de la S que la química -la Primera Guerra Mundial se había encargado de ello-, y ahora estaba gozando de la difícil escalada. Tenía que llegar a una meseta. Y luego la curva de la S se inclinaría en la otra dirección.
Gordón pensaba en todo esto mientras se dirigía desde el laboratorio escaleras arriba hacia la oficina de Lakin. Los libros de registro del laboratorio estaban cuidadosamente organizados, y habían comprobado multitud de veces la decodificación del mensaje. Sin embargo, no dejaba de sentir deseos de dar media vuelta y evitar ver a Lakin. Llevaban tan sólo unas cuantas frases después de los saludos preliminares cuando Lakin dijo:
–Realmente, Gordón, había confiado en que a estas alturas habría solucionado usted ya su problema.
–Isaac, ésos son los hechos.
–No. – El compuesto hombre se alzó de detrás de su escritorio y empezó a pasear arriba y abajo-. He estudiado con detalle su experimento. He leído sus notas… Cooper me mostró en qué punto se hallaban.
Gordón frunció el ceño.
–¿Por qué no me las pidió a mí personalmente?
–Estaba usted en clase. Y… le hablaré francamente… deseaba ver las anotaciones de Cooper, escritas por su propia mano.
–¿Porqué?
–Admite usted no haber tomado por sí mismo todos los datos.
–No, por supuesto que no. Él tiene que hacer algo por su tesis.
–Y ya está retrasado, sí. Significativamente retrasado. – Lakin se detuvo e hizo uno de sus característicos movimientos, inclinando ligeramente su cabeza y alzando las cejas mientras miraba a Gordón, como si estuviera observándole por encima del borde de unas inexistentes gafas. Gordón suponía que aquélla era una mirada que pretendía comunicar algo imposible de probar pero obvio, una comprensión sin palabras entre colegas.
–No creo que lo esté falsificando, si es eso lo que usted quiere decir -murmuró con firmeza, manteniendo con un cierto esfuerzo Una voz desprovista de inflexiones.
–¿Cómo podría saberlo?
–Los datos que tomé yo personalmente encajan con la sintaxis del resto del mensaje.
–Eso podría ser un efecto deliberado, algo preparado por el propio Cooper. – Lakin se volvió hacia la ventana, las manos juntas tras su espalda, su voz arrastrando ahora una sombra de vacilación.
–Vamos, Isaac.
Lakin se volvió bruscamente hacia él.
–Muy bien. Dígame, entonces, qué es lo que está ocurriendo -dijo crispadamente.
–Tenemos un efecto, pero no una explicación. Eso es lo que está ocurriendo. Nada más. – Agitó la página de mensaje decodificado en el aire, haciendo que reflejara destellos de la luz que penetraba por las ventanas.
–Entonces estamos de acuerdo -sonrió Lakin-. Un efecto realmente extraño. Algo que hace que el spin nuclear se relaje, bing, así simplemente. Resonancia espontánea.
–Eso son tonterías. – Gordon había pensado que estaban llegando realmente a algo concreto, y ahí estaba de nuevo la vieja canción.
–Es una simple exposición de lo que sabemos.
–¿Cómo explica usted esto? – agitó de nuevo el mensaje.
–No lo hago. – Lakin se alzó elaboradamente de hombros-. Y ni siquiera lo mencionaría, si yo fuera usted.
–Hasta que lo comprendamos…
–No. Lo comprendemos suficientemente. Lo bastante al menos como para hablar en público acerca de resonancia espontánea.
–Lakin empezó a trazar un resumen técnico, acentuando los puntos con sus dedos en un gesto preciso. Gordón podía darse cuenta de que había sonsacado a fondo a Cooper. Lakin sabía cómo presentar los datos, qué enfatizar, cómo unas cuantas cifras sobre un papel podían montar un caso extremadamente convincente. «Resonancia espontánea» podía ser un artículo interesante. No, excitante incluso.
Cuando Lakin hubo terminado, planteando ante sí toda la argumentación científica, Gordón dijo casualmente:
–Una historia verdadera sólo a medias sigue siendo una mentira, y usted lo sabe.
Lakin hizo una mueca.
–Gordon, durante mucho tiempo le he seguido la corriente. Durante meses. Ya es hora de admitir la verdad.
–Oh. ¿Sobre qué?
–Sobre que sus técnicas deben ser revisadas.
–¿Cómo?
–No lo sé. – Se alzó de hombros, inclinando la cabeza y alzando sus cejas de nuevo-. No puedo estar constantemente en el laboratorio.
–Hemos conseguido poner en orden las señales de resonancia.
–De modo que parezcan decir algo. – Lakin sonrió tolerantemente-. Pueden llegar a decir cualquier cosa, Gordon, si usted trastea lo suficiente con ellas. Mire. – Abrió las manos-. ¿Recuerda, en astronomía, al amigo Lowell?
–Sí -dijo Gordon, suspicaz.
–«Descubrió» los canales de Marte. Los vio durante años, décadas. Otras personas informaron haberlos visto también. Lowell tenía su propio observatorio construido en el desierto, era un hombre rico. Tenía excelentes condiciones de observación allí. Tenía tiempo y buenas dotes observadoras. De modo que descubrió pruebas de que existía inteligencia en Marte.
–Sí, pero… -empezó Gordon.
–El único error fue que llegó a una conclusión errónea. La vida inteligente estaba en su lado del telescopio, no en Marte, al otro extremo. Su mente… -Lakin se llevó un índice a su sien- vio una imagen inconcreta e impuso un orden en ella. Su propia inteligencia estaba engañándole.
–De acuerdo, de acuerdo -dijo Gordon agriamente. No podía pensar en un contraargumento. Lakin era mejor que él en esas cosas, sabía más anécdotas, tenía un instinto sutil para la maniobra.
–Propongo que no nos convirtamos nosotros también en unos Lowell.
–Publicar inmediatamente lo de la resonancia espontánea -dijo Gordon, intentando pensar.
–Sí. Tenemos que terminar esta semana nuestra proposición a la FNC. Podemos presentar el material sobre la resonancia espontánea. Puedo redactarlo a partir de las notas, de tal modo que podamos utilizar el mismo manuscrito para un artículo en la Physical Review Letters.
–¿De qué servirá enviarlo a la PRL? – preguntó Gordon, intentando decidir qué significaba su propia reacción.
–En nuestra proposición a la FNC podemos listar el artículo en la página de referencias como «sometido a la PRL». Eso llamará la atención sobre él, indica que el artículo es de primera calidad. De hecho… -frunció los labios, juzgando, mirando por encima de sus imaginarias gafas-, ¿por qué no decir «de próxima aparición en la PRL»? Estoy seguro de que lo aceptarán, y «de próxima aparición» tiene mucho más peso.
–Pero no es cierto.
–Lo será pronto. – Lakin se sentó tras su escritorio y se inclinó hacia delante uniendo las manos-. Y le diré francamente que sin algo interesante, algo nuevo, nuestra subvención va a tener problemas.
Gordon lo miró fijamente durante un largo momento. Lakin se levantó de nuevo y reanudó sus paseos.
–No, por supuesto, era sólo una idea. Diremos «sometido a», y eso tendrá que ser suficiente. – Circunnavegó la oficina con un paso comedido, pensando. Se detuvo delante de la pizarra, con sus rápidas anotaciones de los datos-. Un efecto realmente extraño, y el crédito de su descubrimiento es… suyo.
–Isaac -dijo Gordon prudentemente-, no voy a abandonar esto.
–Por supuesto, por supuesto -dijo Lakin, sujetando el brazo de Gordon-. Vaya usted hasta el fondo. Estoy seguro de que el asunto con Cooper se resolverá por sí mismo a su debido tiempo, Deberá arreglar usted la fecha del examen de su candidatura al doctorado, ya sabe.
Gordon asintió ausentemente. Para dedicarse a un programa de investigación exclusivo para una tesis, un estudiante debía someterse a un examen de candidatura oral de dos horas. Cooper iba a necesitar una cierta preparación; tendía a quedarse helado si más de dos miembros de la facultad estaban al alcance de sus oídos, un efecto notablemente común entre los estudiantes.
–Me alegra haber dejado esto bien sentado -murmuró Lakin-. Le mostraré un borrador del artículo para la PRL el lunes. Mientras tanto… -consultó su reloj- el coloquio va a empezar.
Gordon intentó concentrarse en la conferencia del coloquio, pero de alguna forma el hilo argumental se le escapaba constantemente. Sólo a unas hileras de distancia de su asiento, Murray Gell-Mann estaba explicando el esquema de la «vía óctuple» para comprender las partículas básicas de toda la materia. Gordon sabía que tenía que seguir de cerca la discusión, puesto que era una cuestión realmente fundamental. Los especialistas en teoría de partículas decían ya que Gell-Mann debería recibir el premio Nobel por su trabajo. Frunció el ceño y se inclinó hacia delante en su asiento, mirando fijamente las ecuaciones de Gell-Mann. Alguien entre el público hizo una pregunta escéptica, y Gell-Mann se volvió, siempre educado e imperturbable, para responderla. La audiencia siguió el intercambio verbal con interés. Gordon recordó su último año en Columbia, cuando empezó a asistir por primera vez a los coloquios del departamento de física. Había observado un cierto ritual en aquellas reuniones semanales, uno del que nunca había oído hablar. Cualquiera podía formular una pregunta y cuando lo hacía, toda la atención del público se centraba en él. Si había un intercambio verbal entre conferenciante e interrogador, mejor aún. Y un interrogador que atrapaba al conferenciante en un error era recompensado con asentimientos de cabeza de aquellos que lo rodeaban. Todo aquello estaba claro, y estaba doblemente claro que nadie del público se había preparado para los coloquios, nadie estudiaba para asistir a ellos.
El tema del coloquio era anunciado con una semana de anticipación. Gordon empezó entonces a leer sobre los temas y a tomar algunas notas. Revisaba los artículos del conferenciante, poniendo especial atención en la parte de las conclusiones, donde los autores normalmente especulan un poco, lanzan alguna que otra idea atrevida, y ocasionalmente aprovechan para lanzar dardos a sus competidores. Luego leía también los artículos de esos competidores. Generalmente, esto daba origen a algunas buenas preguntas. Ocasionalmente, alguna de esas preguntas, inocentemente formulada, podía clavarse en las ideas del conferenciante como si fuera un puñal. Eso creaba un murmullo de interés en la audiencia, y miradas interrogativas hacia Gordon. Incluso una pregunta vulgar, bien planteada, creaba la impresión de una comprensión profunda. Gordon empezó haciendo sus preguntas desde la parte de atrás. Al cabo de algunas semanas empezó a avanzar. Los principales profesores del departamento siempre ocupaban las sillas de las primeras filas, y pronto estuvo sentado a tan sólo dos filas de distancia de ellos. Empezaron a volverse en sus asientos para observar mientras él formulaba una pregunta. Al cabo de algunas otras pocas semanas estaba en la segunda fila. Los profesores empezaron a saludarle mientras ocupaban sus asientos antes de que empezara el coloquio. Por Navidad Gordon era conocido por la mayor parte del departamento. Al principio había experimentado un cierto sentimiento de culpabilidad por todo aquello pero, al fin y al cabo, él no hacía nada excepto mostrar un permanente y sistemático interés. Si esto lo beneficiaba, mucho mejor. Por aquel entonces se había convertido en un apasionado de la física y de las matemáticas, más interesado en observar a un conferenciante extraer un conejo analítico de un sombrero de altas matemáticas que en asistir a un espectáculo de Broadway. En una ocasión pasó toda una semana intentando desarrollar el ultimo teorema de Fermat, saltándose conferencias para realizar su trabajo. Allá por los alrededores del año 1650, Pierre de Fermat había anotado la ecuación xn+yn=zn en el margen de su ejemplar de la Aritmética de Diofante. Fermat escribió que si x, y, z y n eran números enteros positivos, entonces no había solución a la ecuación si n era mayor que dos. «La prueba es demasiado larga para escribirla en este margen», había anotado Fermat. En los trescientos años desde entonces, nadie había sido capaz de probar aquello. ¿Estaba fanfarroneando Fermat? Quizá no existiera ninguna prueba. Cualquiera que pudiera mostrar la salida con una demostración matemática sería famoso. Gordon batalló con el rompecabezas y luego, dándose cuenta de que aquello perjudicaba su trabajo en las clases, lo dejó correr. Pero se prometió a sí mismo que algún día volvería a él.
El Último Teorema poseía una extrema belleza matemática, pero no era eso lo que le había atraído. Le gustaba resolver problemas, simplemente por el hecho de que estaban allí. La mayoría de los científicos lo hacían; eran jugadores precoces de ajedrez, y gozaban resolviendo rompecabezas. Eso, y la ambición, eran los dos rasgos que los auténticos científicos tenían en común, al menos bajo su punto de vista. Gordon meditó durante un momento en lo distintos que eran él y Lakin, pese a sus intereses científicos comunes… y entonces, repentinamente, se envaró en su silla. Las cabezas que lo rodeaban se volvieron ante su brusco movimiento. Gordon repasó mentalmente su conversación con Lakin, recordando cómo sus palabras acerca del mensaje habían sido limpiamente desviadas, primero con una acusación hacia Cooper, luego con la historia de Lowell, seguida por el aparente dilema de Lakin sobre el asunto de «a publicar en la PRL». Lakin había conseguido el artículo que quería, con Gordon y Cooper como coautores, y Gordon no tenía más que la transcripción de su mensaje.
Gell-Mann estaba describiendo, a su manera, una detallada pirámide de partículas ordenadas según masa, spin y diversos números cuánticos. Todo aquello carecía de significado para Gordon. Rebuscó en el bolsillo de su chaqueta -siempre se ponía una chaqueta para los coloquios, si no una corbata-, y extrajo el mensaje. Se lo quedó mirando por un momento y luego se puso en pie. El público que asistía a la conferencia de Gell-Mann era grande, el mayor lleno de todo el año. Todos parecieron quedárselo mirando mientras se abría camino a través del bosque de rodillas hasta el pasillo. Salió del coloquio tambaleándose ligeramente, con el papel del mensaje arrugado en su mano, Muchos ojos le siguieron hasta que desapareció por una de las puertas laterales.
–¿Tiene sentido? – preguntó Gordón con voz tensa al hombre de pelo canoso que estaba al otro lado del escritorio.
–Bueno, sí, más o menos.
–¿Las referencias químicas son correctas?
Michael Ramsey alzó las manos, las palmas hacia arriba.
–Seguro, hasta tanto puedo seguirlas. Esos nombres industriales… Springfield AD45, Du Pon Analagan 58… no significan nada para mí. Quizá todavía estén en período de desarrollo.
–Lo que dice acerca del océano, y todas esas materias reaccionando juntas…
Ramsey se alzó de hombros.
–¿Quién sabe? Somos como niños perdidos en un bosque en lo referente a las cadenas moleculares largas. El hecho de que podamos fabricar impermeables de plástico no quiere decir que seamos magos.
–Mira, he venido aquí a química para encontrar algo de ayuda con el fin de comprender este mensaje. ¿Quién puede saber más al respecto?
Ramsey se echó hacia atrás en su sillón detrás del escritorio, parpadeando sin darse cuenta mientras miraba a Gordon, intentando captar la situación. Tras un momento, dijo con suavidad:
–¿Dónde obtuviste esta información? Gordon se agitó intranquilo en su silla.
–Yo… mira, no querría que esto saliera de aquí.
–Oh, por supuesto, por supuesto.
–He estado recibiendo algunas… señales extrañas… en uno de mis experimentos. Señales donde no debería haber ninguna. Ramsey parpadeó de nuevo.
–Oh.
–Mira, ya sé que todo este asunto no está demasiado claro. Sólo son fragmentos de frases.
–Eso es lo que esperabas, ¿no?
–¿Esperaba? ¿De que?
–Un mensaje interceptado, captado por una de nuestras estaciones de escucha en Turquía. – Ramsey sonrió con un toque de regocijo, frunciendo su piel en torno a sus azules ojos de tal modo que sus pecas parecieron juntarse.
Gordón se llevó una mano al cuello de su camisa, abrió la boca volvió a cerrarla.
–Oh, vamos -dijo Ramsey, alegremente ahora que había penetrado en una historia obviamente secreta-. Sé lo que son todas estas cosas de la Inteligencia. Hay montones de tipos que trabajan en ello. El gobierno no puede conseguir la suficiente gente cualificada para tratar con todo esto, así que acuden a asesores.
–No estoy trabajando para el gobierno. Quiero decir, aparte la FNC.
–Por supuesto, no estoy diciendo que lo hagas. Está ese grupo de trabajo que tiene el Departamento de Defensa, ¿cómo lo llaman? Sí, Jason. Hay un montón de chicos brillantes allí, Hal Lewis ahí en Santa Bárbara, Rosenbluth aquí. Gente aguda. ¿Colaboraste en algo en ese trabajo de la reentrada de los misiles balísticos intercontinentales para el Departamento de Defensa?
–No podría decirlo -respondió Gordón con deliberada suavidad. Lo cual era exactamente la verdad, pensó.
–¡Ja! Buena frase. No podría decirlo. ¿Qué es lo que dijo el mayor Daley? «Lavarse no es lo mismo que tomar un baño.» No te pediré que me reveles tus fuentes.
Gordón se dio cuenta de que estaba tirando de nuevo del cuello de su camisa, y descubrió que el botón estaba a punto de saltar. En sus días en Nueva York su madre había tenido que coserle uno cada semana o así. Más tarde la frecuencia había descendido, pero últimamente…
–Estoy sorprendido de que los soviéticos estén hablando acerca de este tipo de cosa, sin embargo -murmuró Ramsey, pensando para sí mismo. El fruncimiento alrededor de sus ojos se había relajado, y volvió a deslizarse dentro del molde del químico orgánico experimental ponderando un problema-. No han ido muy lejos en esa dirección. De hecho, en el último congreso en Moscú al que asistí, hubiera podido jurar que iban por detrás de nosotros. Van a dar un impulso bastante grande al empleo de fertilizantes en su próximo plan quinquenal. Pero nada de esta complejidad.
–¿Por qué los nombres de marcas americanas e inglesas? – dijo Gordón resueltamente, inclinándose hacia delante en su silla-. Dupont y Springfield, Y esto… «emitiendo desde el punto de repetido uso agrícola utilicen cuenca amazónica otros emplazamientos», y así.
–Sí -aceptó Ramsey-. Parece curioso. No supones que tenga nada que ver con Cuba, ¿verdad? Ése es el único lugar por donde andan revoloteando los rusos en Sudamérica.
–Hummm. – Gordon frunció el ceño, agitando la cabeza para sí mismo.
Ramsey estudió el rostro de Gordon.
–Oh, quizás esto tenga sentido. ¿Algún tipo de acción lateral de Castro en el Amazonas? ¿Un poco de ayuda disimulada a los desheredados, para hacer las guerrillas más populares? Puede tener sentido.
–Parece un poco complicado, ¿no? Quiero decir, todas las otras partes acerca de la neuroenvoltura del placton y lo demás.
–Sí, no comprendo eso. Quizá ni siquiera forme parte de la misma transmisión. – Alzó la vista-. ¿No puedes conseguir una transcripción mejor que ésta? Esos radioescuchas…
–Me temo que es lo mejor que puedo conseguir. Tú ya comprendes -añadió significativamente. Ramsey se mordió los labios y asintió.
–Si el Departamento de Defensa está tan interesado en conseguir este tipo de información… Fascinante, ¿no? Debe haber realmente algo en ella.
Gordon se alzó de hombros. No se atrevía a decir nada más. Aquél era un juego delicado, dejar que Ramsey se adentrara en una explicación de capa y espada, sin decirle realmente nada que no fueran completas mentiras. Había acudido al departamento de química preparado para explicarlo todo, pero ahora se daba cuenta de que eso no hubiera conducido a ninguna parte. Mejor seguir el juego de esta manera.
–Me gusta -dijo Ramsey con tono decidido. Dio una fuerte palmada a un montón de hojas de examen sobre su escritorio-. Me gusta mucho. Un maldito y curioso rompecabezas, y el Departamento de Defensa interesado en él. Ha de haber algo ahí. ¿Crees que Podremos obtener algunos fondos?
Aquello tomó a Gordon por sorpresa.
–Bueno, no sé… no había pensado…
Ramsey asintió de nuevo.
–Correcto, entiendo. El Departamento de Defensa no va a soltar dinero sobre cualquier idea alocada que encuentre por ahí. Ellos desean algo más concreto.
–Algo sobre lo que apoyarse.
–Aja. Algunos datos preliminares. Algo que despierte el interés para proseguir con ello. – Hizo una pausa, como si estuviera revisando mentalmente posibilidades-. Tengo alguna idea acerca de como podemos empezar. Pero no puedo ponerme de lleno a ello inmediatamente, lo comprendes. Tengo un montón de otros trabajos en curso en este momento. – Se relajó, se reclinó en su sillón giratorio, sonrió-. Envíame una fotocopia de esto, y déjame madurarlo un poco, ¿eh? Me gusta un rompecabezas como éste. Pone un poco de salsa picante a las cosas. Te agradezco que hayas venido aquí, y que me permitas entrar en ello.
–Y yo me alegro de que tú estés interesado -murmuró Gordon. Su sonrisa era ligeramente amarga y distante.
Penny no estaba en el bungalow. Él le había dicho que volvería tarde debido a un cóctel de reclutamiento en casa de Lakin, y había esperado a medias que ella hubiera dejado preparada una cena ligera. Fue arriba y abajo por el apartamento, preguntándose qué hacer a continuación, sintiéndose nervioso y con el estómago vacío después de tres vasos de vino blanco. Encontró una lata de cacahuetes y los fue masticando. Los papeles de Penny de su clase de composición estaban cuidadosamente apilados sobre la mesa del comedor, como si se hubiera tenido que ir aprisa, sin tiempo para guardarlos, Frunció el ceño; aquello no era propio de ella. Los papeles estaban cubiertos con su clara y rizada letra, etiquetando párrafos con «tibio» o «discutible», letras de imprenta gritando «FRAGSEM» o simplemente «AG»… falta de concordancia entre sujeto y predicado, le había explicado ella, no un grito de angustia. En la cabecera del ensayo de un estudiante sobre Kafka y Cristo ella había escrito:
«¿King Kong murió por nuestros pecados?» Gordon se preguntó qué significaba aquello.
Decidió salir y comprar vino y un poco de comida. Evidentemente no iba a aguardar en el apartamento a que llegara ella. En camino a la puerta observó un talego de lona apoyado contra el mullido sillón donde acostumbraba sentarse. Tiró de la cuerda que le ataba hasta que su boca se abrió. Dentro había ropas de hombre. Frunció el ceño.
Lleno de una curiosa energía discordante, se demoró un momento aparcando el Chevy y luego caminó la media manzana que lo separaba de la playa de Wind'n Sea. Grandes y encrespadas olas golpeaban contra los lisos dedos de roca que se extendían hacia el océano. Se preguntó cuánto tiempo podrían resistir aquellas rocas el constante golpeteo de las olas, resonando en grandes asaltos sobre ellas. Hacia el sur unos cuantos muchachos, morenos como indios por el sol, haraganeaban en torno a la pequeña caseta de la estación municipal de bombeo de agua. Estudiaban los saltos mortales de las olas con un lánguido estupor, algunos de ellos fumando cortos cigarrillos. Gordon nunca había sido capaz de sacarles más de tres palabras juntas, no importaba lo que les preguntara. Inescrutables nativos, pensó, y se alejó. Volviendo a su coche a lo largo de Nautilus pasó por debajo de los pinos de Torrey que habían roto la acera, quebrando el asfalto con sus raíces y formando como un helado oleaje.
Condujo a lo largo de un camino sinuoso de estrechas calles laterales cerca del océano. Pequeñas casas, como de muñecas, se apiñaban las unas junto a las otras. Muchas de ellas estaban llenas de adornos superfluos, volutas y capiteles y ostentosas e inútiles cúpulas. Allí delante, una celosía apenas se distinguía entre un enorme macizo de begonias. Las rosaledas trepaban por los emparrillados de bambú. Filamentos de todos los estilos arquitectónicos parecían haber salpicado desde arriba a todas las casas y colgar en ellas, goteando. Las calles eran rectas y estaban silenciosas, reglamentando el balbucear de culturas y pasados que habían quedado varados en aquella ciudad de bolsillo. La Jolla era un lugar donde todo era de una forma distinta a Nueva York, con una extraña y expectante energía. A Gordon le gustaba. Tomó un desvío hasta el 6005 del Camino de la Costa, movido por un impulso. Aquél era un santuario menor, el lugar donde había vivido y trabajado Raymond Chandler en los años cuarenta y cincuenta, una casa con un patio enlosado un desordenado jardín de rocas que ascendía por la colina en la arte de atrás. Había leído todas las novelas de Chandler inmediatamente después de haber visto a Bogart en El sueño eterno por primera vez; Penny había dicho que era una de las mejores maneras de descubrir lo que era California.
Compró algo de comida en Albertson y una caja de vinos blancos variados en una tienda de licores cerca de Wall Street. El parquet del suelo de la tienda parecía haber retenido todo el seco calor del día. Un corpulento y bronceado hombre observó el botón que le faltaba a la camisa de Gordón con un distante regocijo mientras éste guardaba las botellas. Al salir de la tienda, Gordón vio a Lakin apeándose de un Austin-Healey calle abajo. Se volvió rápidamente y caminó hacia Prospect; a la débil luz del crepúsculo, probablemente Lakin no le había visto. El artículo sobre la resonancia espontánea había sido publicado sin problemas en la Physical Review Letters, como Lakin había predicho. Todo el incidente le parecía ahora terminado a Lakin, pero Gordón aún sentía la intranquilidad de un hombre que va extendiendo cheques sabiendo que su cuenta está en descubierto. Colocó las tintineantes botellas en el portamaletas del Chevy, y luego se dirigió al Valencia Hotel. No había luces chillonas de anuncios luminosos en La Jolla, ni fábricas, ni billares, ni chimeneas, ni cementerios, ni estaciones de ferrocarril, ni restaurantes baratos para ensuciar el ambiente. El Valencia se anunciaba con un cartel más bien modesto. En el porche dos mujeres de mediana edad estaban jugando a la canasta mientras charlaban animadamente. Llevaban elaborados trajes estampados de cintura ceñida, pesados collares metálicos, y sus manos exhibían al menos tres anillos cada una. Los dos hombres que jugaban con ellas parecían más viejos y cansados. Probablemente agotados de firmar cheques, pensó Gordón, y pasó junto a ellos en dirección al vestíbulo. El bar del hotel zumbaba de conversaciones. Se abrió camino entre sillones de roten hacia la parte de atrás del vestíbulo; le gustaba la vista de la ensenada que había desde allí. Ellen Browning Scripps había visto lo que los devoradores de terrenos le estaban haciendo a la ciudad, y había conseguido reservar una zona de verdor en torno a la ensenada, de modo que otras personas además de los ricos pudieran contemplar el perezoso juego de las olas. Mientras Gordón miraba, se encendieron las luces, haciendo que las blancas paredes de las inquietas aguas surgieran de entre la oscuridad del mar, mordisqueando la tierra firme. Las escasas expediciones de Gordón en el Pacífico habían partido de las playas en forma de media luna de abajo. Mar adentro había una roca donde uno podía permanecer en pie y eludir el movimiento incesante de las olas. Era resbaladiza, pero le gustaba pararse allí y contemplar desde aquel lugar la tierra firme, salpicada de efímeras manchas de estuco y madera y cal, como si pudiera juzgar su fragilidad desde aquella inamovible perspectiva. Chandler había dicho que era una ciudad llena de gente vieja acompañada de sus padres, pero por alguna razón nunca había mencionado el mar y las despiadadas y estrepitosas rompientes que puntuaban los largos e irregulares parlamentos de las olas, siempre retorciéndose contra la orilla. Era como si alguna fuerza ignorada avanzara desde el horizonte, todo el camino desde Asia, para terminar disgregándose en aquel acogedor rincón americano. Débiles rompientes intentaban amortiguar el efecto, pero Gordón no podía comprender cómo podían resistir el embate. El tiempo terminaría venciéndolas; tenía que hacerlo.
Cuando regresó cruzando el vestíbulo, el murmullo del bar era un vaso más fuerte que antes. Una rubia le lanzó una mirada apreciativa y luego, dándose cuenta de que no había posibilidades, convirtió de nuevo su rostro en cemento y prosiguió con la lectura de su ejemplar del Life. Se detuvo en un estanco en Girard y compró un libro de bolsillo por treinta y cinco centavos, y salió de la tienda hojeando el libro debajo de su nariz; siempre le había encantado el olor dulzón a tabaco de pipa que desprendían las hojas.
Abrió la puerta de su bungalow con su llave. Había un hombre sentado en su sillón, echándose bourbon en un vaso para agua.
–Oh, Gordón -dijo Penny con voz animada, levantándose de su silla al lado del desconocido-. Este es Clifford Brock.
El hombre se levantó también. Llevaba unos pantalones caqui y una camisa de lana marrón con bolsillos con botones. Iba descalzo, y Gordon pudo ver un par de zoris tiradas al lado del talego de lona junto al sillón. Clifford Brock era alto y grueso, con una sonrisa indolente que hizo que sus ojos se fruncieran mientras decía:
–Gusto de conocerte. Guapa la casa que tenéis aquí. Gordon murmuró un saludo.
–Cliff es un viejo amigo mío del instituto -dijo Penny alegremente-. Es el que me llevó aquella vez a Stockton para las carreras.
–Oh -dijo Gordon, como si aquello lo explicara todo.
–¿Un poco de Old Granddad? – Cliff ofreció la botella abierta sobre la mestta de café, exhibiendo aún su eterna sonrisa.
–No, no, gracias. Precisamente acabo de ir a comprar un poco de vino.
–Yo también traje un poco -dijo Cliff. Tornó un garrafón de debajo de la mesita de café.
–Lo acompañé a comprar algo de beber -indicó Penny. Su frente estaba ligeramente cubierta de sudor. Gordón miró el garrafón. Era un tinto Booskside, un vino que ellos utilizaban normalmente para cocinar.
–Voy a buscar el resto en el coche -dijo, para rechazar el ofrecimiento de Cliff. Salió al fresco atardecer y regresó con las otras botellas, metiendo algunas en un armario y el resto en la nevera. Descorchó una, aunque no estaba lo suficientemente fría, y se sirvió un vaso. En la sala de estar, Penny abrió una bolsa de patatas fritas y una lata de cacaos mientras escuchaba la arrastrada voz de Cliff.
–Estuviste hasta tarde en la fiesta de Lakin, ¿eh? – dijo Penny, mientras Gordón se instalaba en su mecedora bostoniana.
–No, simplemente me entretuve comprando algunas cosas. Vino. El cóctel no fue más que otra ocasión para que la gente se felicitara entre sí y se dieran palmadas en la espalda. – La imagen de Roger Isaac o de Herb York palmeándole la espalda a un venerable filósofo como Shriners que había decidido echar una cana al aire era algo que no encajaba, pero Gordón lo dejó correr.
–¿De quién se trataba? – preguntó Penny, mostrando el debido interés-. ¿A quién reclutaban?
–Un crítico marxista, dijo alguien. No dejaba de murmurar cosas, aunque no pude entender demasiado. Algo acerca de capitalismo reprimiéndonos y no dejándonos liberar nuestras auténticas energías creativas.
–Las universidades son verdaderos especialistas contratando a rojos -dijo Cliff, parpadeando como un búho.
–Creo que se trata más bien de un comunista teórico -temporizó Gordón, aunque sin excesivos deseos de defender al argumento.
–¿Quieres decir que vais a contratarlo? – preguntó Penny, deseando obviamente llevar ella la conversación.
–Yo no tengo voz ni voto. Quien decide es la gente de ciencias humanas. Todo el mundo se mostró muy respetuoso, sin embargo, excepto Feher. Este tipo estaba diciendo que, bajo el capitalismo, el hombre explota al hombre. Feher le clavó un dedo y dijo, aja, y bajo el comunismo, es al revés. Eso desencadenó muchas risas. A Popkin no le gustó, sin embargo.
–No necesitamos a ningún rojo para enseñarnos nada que no podamos aprender en Laos -dijo Cliff.
–¿Qué dijo acerca de Cuba? – insistió Penny.
–¿La crisis de los misiles? Nada.
–Hum -dijo Penny, triunfante-. ¿Qué es lo que ha escrito el tipo ese, entonces?
–Había un pequeño montón de sus publicaciones. Una de ellas j era El hombre unidimensional, y…
–Marcuse -dijo Penny secamente-. Era Marcuse.
–¿Quién es ése? – murmuró Cliff, echándose algo de Brookside en otro vaso.
–No es un mal pensador -admitió Penny con un alzarse de hombros-. Leí ese libro. El…
–Se aprende más sobre los rojos en Laos -dijo Cliff, alzando el garrafón de vino para poder echarlo apoyándolo sobre su hombro-. ¿Os lo lleno? – invitó, mirando los vasos.
–A mí no, gracias -dijo Gordón, colocando la palma de su mano sobre su vaso, como si pensara que Cliff iba a echarle de todos modos-. ¿Has estado en Laos?
–Seguro. – Cliff bebió con fruición-. Sé que aquello no tiene nada que ver con lo que vosotros hacéis aquí… -hizo un gesto con su vaso, agitando su oscuro contenido- pero es algo malditamente mejor que esto, os lo aseguro.
–¿Qué hacías allí?
El otro miró inexpresivamente a Gordón.
–Fuerzas especiales.
Gordón asintió silenciosamente, un poco inquieto. La universidad le había permitido prorrogar su servicio militar por estudios.
–¿Cómo son allí las cosas? – preguntó sin convicción.
–Pura mierda.
–¿Qué piensan los militares acerca de las bases de misiles en Cuba? – preguntó seriamente Penny.
–El viejo Jack se ganó su dinero esa semana. – Cliff dio un largo sorbo al vino.
–Cliff acaba de ser licenciado -le dijo Penny a Gordón.
–Aja -dijo Cliff-. Liberado definitivamente. Me trajeron en avión hasta El Toro. Sabía que Penny estaba cerca de ahí por algún lado, así que llamé a su viejo y él me dio su dirección. Vine hasta aquí en autobús. – Agitó una mano en el aire poniéndose repentinamente serio-. Quiero decir que todo está bien, hombre. Soy solamente un viejo amigo. Nada de lo que preocuparse. ¿No es así, Penny?
Ella asintió.
–Cliff me llevó a la fiesta de promoción del último curso.
–Aja, y ella estaba huau. La llevé en mi T-bird con su traje de tarde rosa. – Bruscamente empezó a cantar Cuando baile de nuevo el vals contigo, con una temblorosa voz de falsete-. Muchacho, vaya mierda. Teresa Brewer.
–Yo odiaba todo eso -dijo Gordón agriamente-. Todo ese esnobismo de la escuela superior.
–Apuesto a que sí -dijo Cliff llanamente-. ¿Eres de la costa Este?
–Sí.
–¿Marlon Brando, La ley del silencio, todo eso? Muchacho, aquello es un lío.
–No es tan malo -murmuró Gordón. De alguna forma, Cliff había dado con una precisa similitud. Gordón había criado también palomas en la azotea de su casa durante un cierto tiempo, como Brando, y los sábados, cuando no tenía ninguna cita, lo cual era bastante a menudo, subía a hablar con ellas. Al cabo de un tiempo se había convencido a sí mismo de que las citas de los sábados por la noche no tenían por qué ser el centro de la vida de los adolescentes, y luego, un poco más tarde, se había desembarazado de las palomas. Eran muy sucias, de todos modos.
Gordón se disculpó y fue a buscar más vino. Cuando regresó con un vaso para Penny, los dos estaban recordando viejos tiempos. El estilo de la Ivy League; los coches trucados; la Ted Mack Variety Hour; la irritante réplica «Es asunto mío saber y tuyo descubrir»; los helados de Seaítest; Ozzie y Harriet; Papá sabe más; el pelo en cola de caballo; los alumnos de la clase superior repintando la torre de aguas en una sola noche; las chicas que hacían globos de chicle en clase y se marchaban embarazadas, al tercer año; Mi pequeña Margie; la mierdecilla del presidente de la clase superior; los trajes de tarde sin tirantes a los que había que pasarles alambres para que se aguantaran en su sitio; los zapatos baratos; los alfileres para la ropa; Eloise, que arruinaba su miriñaque cayéndose a la piscina en todas las fiestas; ser admitidos en los bares sin que a uno le preguntaran su edad; las chicas con faldas tan ajustadas que tenían que ponerse de lado para subir al autobús; el incendio en el laboratorio de química; los pantalones sin cinturón; y todo un desfile de otras cosas que Gordón había odiado en su tiempo mientras se sumergía en sus libros y trazaba sus planes para Columbia, y hacia las que no veía ninguna razón por la que sentirse nostálgico ahora. Penny y Cliff las recordaban también como cosas estúpidas y superficiales, pero con una nostalgia y un cierto orgullo que Gordón no podía comprender.
–Esto suena como una reunión de club de campo. – Dio a su voz un tono alegre, pero no pudo evitar que Cliff captara su desaprobación.
–Sólo estamos divirtiéndonos, hombre, Antes, ya sabes, de que se nos caiga el techo encima.
–Me parece que las cosas andan bien.
–Oh, bueno, pues no. Vete a dar una vuelta por ahí, con el culo lleno de barro, y te darás cuenta. Los chinos están mordisqueándonos por todos lados. Cuba ocupa los titulares de los periódicos, pero donde están pasando realmente las cosas es ahí abajo. – Terminó su vino, se sirvió otro vaso.
–Entiendo -dijo Gordón, muy rígido.
–Cliff -dijo Penny alegremente-, cuéntale la historia del conejo muerto en la clase de la señora Hoskins. Gordón, Cliff tomó…
–Mira, hombre -dijo Cliff lentamente, escrutando a Gordón como si fuera corto de vista y agitando erráticamente un dedo en el aire-, tú no…
Sonó el teléfono.
Gordón se levantó agradecido y fue a contestar. Cliff empezó a murmurar algo a Penny en voz baja mientras Gordón abandonaba la habitación, pero no pudo oír lo que decía.
Apoyó el receptor en su oído y, entre la estática, oyó la voz de su madre:
–¿Gordón? ¿Eres tú?
–Oh, sí. – Miró hacia la sala de estar y bajó la voz-. ¿Dónde estás?
–En casa, en la Segunda Avenida. ¿Dónde debería estar?
–Bueno… sólo me preguntaba…
–¿Si estaba de vuelta en California, para verte? – dijo su madre, con una irritante perspicacia.
–No, no. – Hizo una pausa de una fracción de segundo acerca de si llamarla mamá, no sintiendo de pronto el menor deseo de hacerlo, con el fuerzas especiales Cliff pudiendo oírlo-. Estás equivocada, no pensaba en eso en absoluto.
–¿Está ella contigo? – La voz gorjeó, ascendiendo y descendiendo, como si la conexión estuviera fallando.
–Por supuesto. Por supuesto que está aquí. ¿Qué es lo que esperabas?
–Quién sabe qué esperar en estos días, hijo mío. Cada vez que ella lo llamaba «hijo mío», sabía que se estaba preparando un sermón.
–No deberías haberte ido de aquel modo. Sin una palabra.
–Lo sé, lo sé. – Su voz se debilitó de nuevo-. Mi prima Hazel dijo que cometí un error haciéndolo.
–Teníamos cosas que hacer, lugares donde habíamos planeado llevarte -mintió él.
–Estaba tan… -no pudo terminar la frase.
–Hubiéramos podido hablar de… cosas. Ya sabes.
–Lo haremos. No me siento demasiado bien ahora, pero espero poder ir de nuevo dentro de poco.
–¿No te sientes demasiado bien? ¿Qué quieres decir, mamá, con no demasiado bien?
–Un poco de pleuresía, no es nada. He tenido que gastarme bastante dinero en un doctor y algunas pruebas. Pero ahora todo está bien.
–Oh, estupendo. Pero cuídate.
–No es peor que esa inflamación de garganta que tuviste tú, ¿recuerdas? Conozco estas cosas, Gordón. Tu hermana vino a cenar anoche, y estuvimos recordando como… -Y siguió con su habitual tono de voz, relatando los acontecimientos de la semana, incluyendo el retorno al hogar de la hermana pródiga, la sopa de col y el kugel y el flanken y la lengua con la famosa salsa de uva húngara, todo ello para una cena. Y después, ellas dos yendo al «teatro», a ver el Lutero de Osborne (¡una crítica tan grande acerca de tantas cosas!). Nunca había permitido que su padre y ella fueran a la ciudad a gastarse su buen dinero tan difícilmente ganado en esas cosas, pero ahora el proceso de reclamar a sus hijos justificaba tales pequeños lujos. Él sonrió afectuosamente, escuchando el fluir de las palabras de otra vida más vieja a cinco mil kilómetros de distancia, y se preguntó si Philip Roth habría oído hablar de Laos.
En su cabeza se formaba la imagen de ella al otro lado de la larga línea de cobre, su mano al principio aferrada con los nudillos blancos al auricular. A medida que su voz se iba suavizando pudo sentir relajarse aquella mano, los nudillos recuperar parte de su color. Se sentía bien cuando finalizó la llamada. Colgó el pesado auricular negro en su horquilla de la pared, y sólo entonces reconoció el ahogado jadear de unos sollozos contenidos procedentes de la sala de estar.
Penny estaba sentada en el diván al lado de Cliff, abrazándole, mientras él sollozaba por entre sus manos unidas sobre su rostro.
–No, tú no entiendes… Estábamos cruzando ese arrozal, siguiendo a una banda del Pathet Lao desde el Vietnam hasta donde sabíamos que estaban operando, por los alrededores de la Llanura de los Choques. Estábamos con ese pelotón de asnos del ejército regular vietnamita, yo y Bernie… Bernie, el de nuestra clase, Penny… y aquellos cerdos empezaron a disparar directamente contra nosotros, y la cabeza de Bernie se sacudió hacia atrás… cayó sentado en el barro y su casco cayó entre sus manos, y él quiso tocarse el rostro, y empezó a coger algo que había dentro de su casco, y entonces cayó de lado. Yo estaba inmediatamente detrás de él con el fuego de aquellos cerdos cayéndonos directamente encima. Me arrastré hacia él, y el agua tenía un color rosado a todo su alrededor, y fue entonces cuando lo supe. Miré en el casco y lo que él había estado intentando coger era parte de su cráneo, con el cuero cabelludo aún pegado a él, el tiro había destrozado su mandíbula pero había seguido su camino hasta el cerebro. – Cliff estaba hablando ahora más claramente, lanzando enormes suspiros mientras sus palabras brotaban vacilantes, y clavaba sus ojos en las palmas de sus manos. Penny lo mantenía abrazado y murmuraba algo. Pasó un brazo por encima de sus anchos hombros y le besó en la mejilla con un gesto vago y resignado. Gordón comprendió, con una repentina y crispante conmoción, que ella se había acostado con él en algún momento allá en aquellos dorados años escolares. Había una vieja intimidad entre ellos.
Cliff alzó la vista y vio a Gordón. Se envaró ligeramente y luego j agitó la cabeza, murmurando algo incorrecto. Suspiró.
–Entonces empezó la maldita lluvia -dijo con voz clara, como si decidiera seguir hasta el final y contar el resto sin importarle quién estuviera allí escuchando-. No podían enviarnos helicópteros. Esos cagones de pilotos vietnamitas no se atrevían a acudir bajo fuego. Estábamos atrapados en aquella pequeña tumba de bambú donde nos habíamos refugiado. El Pathet Eao y los congs nos habían rodeado en aquel agujero. Yo y Bernie éramos asesores, no se suponía que diéramos órdenes, nos habían puesto en aquel pelotón porque no se suponía que pudiéramos entrar en contacto con el enemigo. Todo el mundo pensaba que, con la estación de las lluvias encima, el enemigo iba a replegarse.
Agarró el garrafón de Brookside y se echó otro vaso. Penny permanecía sentada a su lado, las manos dobladas tímidamente sobre su regazo, los ojos húmedos. Gordón se dio cuenta de que él estaba de pie envarado, a medio camino entre la cocina y la sala de estar, los brazos rígidos. Se obligó a sí mismo a sentarse en la mecedora bostoniana.
Cliff bebió la mitad de su vaso y se frotó los ojos con la manga, suspirando. La emoción iba menguando en él, siendo sustituida por una creciente fatiga que se traducía en la lentitud en que sus palabras brotaban de su boca, como vaciando pequeñas gotas de emoción a medida que emergían.
–El jefe de aquel pelotón del ejército regular vietnamita fue espasmódicamente hacia mí. No sabía qué hacer, quería escapar de allí durante la noche. La bruma se estaba aposentando sobre los arrozales. Quería que yo saliera de reconocimiento con diez vietnamitas. Lo hice, con esos tipos pequeñitos llevando sus M-1 y cagados de miedo. Apenas habíamos recorrido un centenar de metros cuando el tipo que iba en cabeza se metió de lleno en una de esas trampas de espinos. Empezó a gritar, y esos cerdos no tardaron ni un segundo en disparar, y tuvimos que volver a los bambúes arrastrándonos.
Cliff se reclinó en el diván y, casualmente, pasó un brazo en torno a Penny, mientras miraba el garrafón de Brookside.
–La lluvia hace crecer hongos en tus calcetines. Tus pies se ponen todos blancos. Yo intenté dormir con todo aquello, con los pies tan fríos que parece que no los tengas. Y me desperté con una sanguijuela en mi lengua. – Permaneció sentado en silencio un momento.
Penny abrió la boca, pero no dijo nada. Gordón se dio cuenta de que estaba meciéndose con demasiada energía, y conscientemente redujo el ritmo.
–Al principio pensé que sería una hoja o algo así. No podía sacármela. Uno de los vietnamitas me hizo echarme al suelo… yo estaba corriendo dando vueltas, gritando. El jefe de aquel pelotón de imbéciles pensó que habíamos sido infiltrados. Finalmente me pusieron grasa para las botas en la lengua y aguarde tendido allí en el barro hasta que finalmente pudieron arrancarme aquella sanguijuela de mi boca, una pequeña cosa lanuda. Durante todo el día siguiente no dejé de tener sabor a crema de calzado en mi boca, y constantemente tenía ganas de vomitar. El batallón de auxilio llegó finalmente, y echó a los congs al mediodía. – Miró a Gordon-. Hasta que volví a la base no volví a pensar en Bernie.
Cliff se quedó hasta tarde, y sus historias acerca de su asesoramiento al ejército regular vietnamita fueron haciéndose más nostálgicas a medida que bebía más y más del dulzón vino. Penny permanecía sentada sobre sus piernas en el diván, un brazo apoyado sobre el respaldo, y asintiendo ocasionalmente con la cabeza, con una mirada distante en su rostro. Gordón hacía escuetas preguntas, asentía, murmuraba aprobadoramente a las historias de Cliff, sin escucharlas realmente, observando a Penny. Cuando se iba, Cliff se volvió repentinamente alegre, tambaleándose un poco a causa del vino, el rostro enrojecido y ligeramente sudoroso. Se inclinó hacía Gordón, alzó un dedo con un guiño de complicidad, y dijo:
–«Lleve al prisionero a la más profunda mazmorra». – Su voz tenía un tono condescendiente.
Gordón frunció el ceño, desconcertado, seguro de que el vino había nublado el cerebro del hombre.
–Es una Tom Swiftie -indicó Penny.
–¿Una qué? – gruñó Gordón. Cliff asintió con la cabeza.
–Oh, bueno, un chiste. Un retruécano -respondió ella, implorando con los ojos a Gordón que lo dejara correr, que permitiera que la velada terminara con una nota alegre-. Se supone que debes contestar con algo mejor.
–Oh… -Gordón se sintió incómodo; enrojeció ligeramente-. No puedo…
–Es mi turno. – Penny palmeó el hombro de Cliff, en parte como para ayudarle a mantener el equilibrio-. ¿Qué te parece: «Aprendí un montón de cosas sobre las mujeres en París, dijo Tot indiferentemente?»
Cliff lanzó una risotada, le dio una amistosa palmada en las posaderas a Penny, y se dirigió tambaleante hacia la puerta.
–Puedes quedarte con el vino que queda, Gordie -dijo Penn; lo siguió afuera. Gordón se apoyó en el marco de la puerta. A la débil luz amarillenta de la lámpara de fuera, vio que ella le daba un beso de despedida. Cliff sonrió y desapareció.
Echó el garrafón de Brookside a la basura, y lavó los vasos. Penny enrolló la abertura de la bolsa de patatas fritas. Gordón dijo:
–A partir de ahora no quiero que traigas aquí a ningún otro de tus viejos amigos.
Ella se volvió hacia él, los ojos muy abiertos.
–¿Qué?
–Has oído lo que he dicho.
–¿Porqué?
–No me gusta.
–Oh. ¿Y porqué no te gusta?
–Ahora tú estás conmigo. No deseo que te vayas con nadie.
–Cristo, no me estoy «yendo» con Cliff. Quiero decir, él simplemente se presentó. No lo había visto desde hacía años.
–No tenías porqué besarle tanto. Ella hizo girar sus ojos.
–Oh, Dios.
Él enrojeció y de pronto se sintió inseguro de sí mismo. ¿Cuánto había bebido? No, no demasiado, no podía ser eso.
–Lo digo en serio. Quiero decir que no me gustan esas cosas. Va a hacerse una idea equivocada del asunto. Tú hablando de vuestros viejos días escolares, con tus brazos en torno a su cuello…
–Jesús, «va a hacerse una idea equivocada». Esa es una frase típica de último curso. No has conseguido librarte de ella, ¿eh, Gordón?
–Tú le llevabas a ello.
–Una mierda le llevaba. Ese hombre es como si fuera un herido de guerra, Gordón. Estaba dándole ánimos. Escuchándole. Desde el momento en que llamó a la puerta supe que llevaba algo dentro, algo que esos tipos triunfalistas del ejército no habían conseguido sacarle. Casi murió allí, Gordón. Y Bernie, su mejor amigo…
–Está bien, está bien. Pero sigue sin gustarme. – Había perdido su primitivo impulso, y se estaba aferrando a cualquier forma de probar su argumentación. ¿Pero cuál era esa argumentación? Se había sentido amenazado por Cliff desde el momento mismo en que lo vio. Si su madre hubiera sido capaz de ver a través de aquel teléfono, hubiera sabido muy bien qué nombre darle a la forma en que se estaba comportando Penny. Hubiera…
Interrumpió sus pensamientos, evitando el hostil y rígido rostro de Penny, y miró al garrafón de Brookside allá en la basura, aguardando solitariamente su destrucción, no usado por completo. Había visto a Penny y a Cliff con los ojos de su madre, la huella que Nueva York había dejado en él, y sabía que había perdido la auténtica argumentación. Aquella charla sobre la guerra lo había desequilibrado, inseguro de cómo reaccionar, y ahora, de una forma extraña, le estaba echando toda la culpa a Penny.
–Mira -empezó-. Lo siento, yo… -adelantó las manos la mitad del camino que los separaba, y luego las dejó caer-. Voy a salir a dar una vuelta.
Penny se alzó de hombros. Él pasó por su lado y salió.
Fuera, en el frío aire lleno de salitre, la neblina se enroscaba en las copas de los viejos robles. Caminó a través de aquella La Jolla nocturna, con el rostro convertido en una brillante pantalla de repentino sudor.
Dos manzanas más allá, en el Fern Glen, una figura surgiendo de una casa lo distrajo por un momento del revoltijo de sus pensamientos. Era Lakin. El hombre miró a uno y otro lado, pareció satisfecho, y se metió rápidamente en su Austin-Healey. En la casa que había abandonado Lakin, unas persianas venecianas aletearon ligeramente en una ventana, silueteando momentáneamente el cuerpo, de una mujer a la luz que se filtraba desde detrás de ella. Gordón reconoció el lugar; allá era donde vivían dos mujeres que estaban en el último año de ciencias humanas. Sonrió para sí mismo mientras el Healey de Lakin se alejaba. De alguna forma, aquella pequeña evidencia de fragilidad humana lo alegró.
Dio un largo paseo, pasando por delante de cerradas casitas de verano con amarillentos periódicos abandonados en los escalones que conducían a su puerta principal, pasando ocasionalmente ante casas más grandes con luces en sus ventanas. Cliff y Laos y el sentido de las palabras de Cliff respecto a las cosas reales e importantes, lodosas y repulsivas… todos aquellos pensamientos se mezclaban en su cabeza, confundiéndose en la remolineante neblina con Penny y su distante e inevitable madre. La física experimental parecía un juguete, no mejor que un crucigrama, ante esas cosas. Una distante guerra podía cruzar todo un océano y venir a estrellarse en su orilla. Pensó confusamente en el embarcadero Scripps, que se proyectaba más abajo del campus, y que era utilizado corno muelle de carga para hombres y tanques y municiones. Pero luego se rió de si mismo, seguro de que la bebida estaba empezando a nublar su mente. A su alrededor el tranquilo refugio que era La Jolla no podía ser amenazado por una pandilla de tipos pequeñitos que iban de un lado para otro con sus pijamas negros, intentando derribar el gobierno de Diem. Aquello no tenía ningún maldito sentido.
Dio la vuelta de regreso hacia su casa y hacia Penny. Era fácil sobreexcitarse acerca de amenazas… Cliff, el Cong, Lakin. Las olas no podían derribar la línea de la costa en una sola noche. Y las vagas ideas acerca de los cubanos arrojando fertilizantes al Atlántico y matando la vida allí… sí, todo aquello era demasiado improbable, otro fruto de su paranoia, sí, esta noche estaba seguro de ello.