Capítulo 9

 

E

n aquel primer tiempo me hice con un amigo melancólico y extraño: Galvarino Torres. Su oficio era preparar bastidores y lienzos; hasta entonces no había dado con ningún artesano que lo hiciera a mi gusto, conociendo sólo las tiendas de los alrededores de Providencia donde el material era de serie y caro además. Fue Gerardo quien me habló de él. «Un hombrecito que vive en la parte baja de la ciudad, un tipo extraño pero lo hace divinamente; sólo tienes que decirle lo que quieres. Lo llamaré yo, si no capaz que ni te atienda. Una especie de misántropo, sabes, con una mujer que es como una diosa griega, un verdadero monumento...» Lo agradecí; yo no tenía tiempo de preparar bastidores. Gerardo me dio la dirección de Galvarino y una mañana fui en su busca hasta muy abajo de la Avenida Libertador, con el plano de la ciudad apoyado en el volante del auto. Aún no me manejaba bien por las calles, me desorientaba mucho; aquellos barrios eran complicados. Crucé varias avenidas, alguna dedicada a la venta de automóviles y repuestos, pedazos de hierro y chapa de todos los tamaños y formas, grandes ferreterías. Después una calle curiosamente internacional con tiendas de discos y almacenes de importaciones coreanas, japonesas o chinas, puestos de hamburguesas y perritos calientes, mundo extraño con músicas fuertes sonando en casi todas las puertas. Y luego, por callecitas transversales, me encontré en un siglo diecinueve inesperado y pobretón. Casas pequeñas, a lo más con dos plantas, fachaditas de escayola, construcciones muy modestas. Pintadas de ocres y tierras rosas o blancas con puertas y ventanas muy azules, añil brillante que ellos llaman azul colonial. Pero la casa de Galvarino era de un gris plomizo toda ella; la puerta estaba abierta que daba a un zaguán con suelo de baldosa gris. Abajo tenía taller y tienda; el matrimonio vivía en el primer piso. Todo pequeñito, con poca luz, recogidamente. El hombre estaba sentado detrás de un mostrador de madera oscura en un cuartito a la izquierda del zaguán, leía un periódico. No levantó la cabeza al oírme. Menudo, muy moreno, con nariz un poco como buitre y gafitas alargadas de présbita, de edad mediana, difícil de calcular. Para mí era agonía hablar con cualquier extraño, más aún si no me miraba. Empecé a explicarle con titubeos que era pintor, venía de parte de Gerardo Silva. ¿Quizá él lo habría llamado por teléfono? Me había dicho que lo haría pero tal vez... Asintió con la cabeza, leía la sección de anuncios del Mercurio con mucha atención; supuse que buscaría algo urgente: Con más vacilaciones, sin saber si me escuchaba o no; seguí, consciente de lo desairado de mi postura, hablando al vacío; quién me había de decir que después íbamos a ser reales amigos él y yo. Ya me callaba, incapaz de seguir el monólogo, me preguntaba si no debería marcharme de allí cuanto antes —tenía que estar mal de la cabeza el tipo aquel sin duda—, cuando de pronto suspiró, levantó la mirada por encima de sus gafas y me enfocó por primera vez: dijo que bueno, que lo haría.

—Tendrá usted mucho apuro, como todos.

—Pues... depende de lo que se entienda por mucho apuro. Algo de prisa sí me corre pero, en fin, usted dirá...

En aquel momento por una puerta del fondo entraba su mujer, alta, rubia y llena. Saludé, buenos días, seguí con lo que estaba: «... usted dirá lo que puede hacer, lo que va a tardar; yo tendré que adaptarme». La mujer deambulaba detrás del mostrador, miraba unas facturas en la estantería, venía hacia nosotros.

—Galvarino, presénteme al señor.

El hombre dudaba; con alguna extrañeza me decidí:

«Mi nombre es Rogelio Díaz.»

—Es mi señora —dijo Galvarino con poca gana—, Olga. Yoyita para los amigos.

—Encantado, señora. —Me volví al artesano—. Verá, si pudiera prepararme un par de ellos relativamente deprisa, que son los que más necesito, los otros ya...

—¿No querrían un tecito? —preguntó Olga.

Negué con la cabeza, muchas gracias pero yo no...

Lo que quería, acabar cuanto antes. Aunque hacía una buena mañana de primavera, aquella planta baja daba un frío. Sí, tráigase un tecito nomás, dijo Galvarino de repente. Entonces fue cuando me preguntó si no me gustaría sentarme y que lo conversáramos. Tomé una silla con asiento de anea, saqué el bloc donde tenía anotadas las medidas. Gente más extraña, pero Gerardo había dicho que el hombre sabía su oficio como nadie. Ahora me miraba con fijeza desde su lado del mesón, parecía querer adivinarme el pensamiento.

—Sé lo que está pensando —dijo por fin—, que cómo una mujer como ella puede estar casada conmigo.

Me desconcerté.

«Perdone, pero yo...»

—No se disculpe; todo el mundo lo piensa.

—Pues... lo... lo siento pero estaba pensando en mis lienzos, la verdad. Perdóneme, estoy preocupado con el asunto, tengo una exposición.

—¿Es que no la encuentra hermosa?

—Sí, sí, claro. Seguramente. No me he fijado mucho, lo siento. No lo tome como descortesía; es muy guapa desde luego.

—¿No desea pintarla?

—Ah, no. Hago pocos retratos y nunca por encargo, lo siento.

No podía entender, parecíamos enredados en una conversación irreal, completamente estúpida. Me desconcertaba la insistencia de Galvarino Torres; esas mujeres tremendas no me dicen nada pero quizá debería demostrar algún entusiasmo aun sin entender por qué. ¿Estaba quedando mal? Inesperadamente el hombrecito sonrió con alguna ironía.

—Bueno, pues, caballero, ¿me va a decir que usted no es como los demás?

—Óigame, no estoy entendiendo nada. Yo he venido a encargarle unos bastidores y unos lienzos, no a buscar modelo. Por lo demás no hago retratos, sólo pinto a mi mujer y a mis hijos.

Ahí se disculpó, humildemente. Tenía entendido que yo era viudo, pensaba que quizá... Reuní firmeza, la que pude. «Mire, —dije—, mi mujer no se encuentra conmigo en estos momentos; eso no es asunto de nadie.» Siguió disculpándose. La verdad, todos los pintores se encaprichaban con la Yoyita y... bueno, casi todos. De Gerardo Silva no tenía queja, creía que no. Pero los españoles, con su fama de conquistadores... sin ánimo de insultar ni mucho menos, una linda fama para un hombre, guapa de veras... La vida era muy, muy complicada. Volvía la dicha Yoyita con una bandeja y tres tazas de té; la miré un poco más. Una estatua griega, había dicho Gerardo. Corregí, en mi interior: griega, no. Una copia romana en todo caso. Tardía, además, voluptuosa de formas y decadente, sin espíritu, muerta... Bella sí, pero de alguna manera sin belleza. Sonreía con insinuación demasiado abierta. «¿Azúcar?» Con decir azúcar parecía estar sugiriendo sábanas blancas, almohadones de plumas, salivas perfumadas..., qué sé yo. Seguro que toda la culpa no la tenían los pintores.

—No, muchas gracias. Lo tomaré solo.

Qué mujer, no se desanimaba. Sonrió, dientes muy perfectos.

—A mí me gusta fuerte, ¿ya usted?

¿Hablaba del té, de verdad? Se sentaba derecha, estudiada, adelantando un hombro, colocaba la cabeza alta; quizá le habían explicado bien la mejor postura. Desde luego en aquella casa y junto a Galvarino, desentonaba. El cuello lo tenía demasiado ancho; pobre Galvarino, pensé, debía de llevar una vida de perros. Esos cuellos fuertes nunca anuncian tranquilidades. El té estaba inesperadamente bueno. Ella dijo que Rogelio era un lindo nombre —curioso cómo las mujeres de cierto tipo decían las mismas cosas—, a lo que contesté que siempre lo había llevado como una carga y, pareciéndome que cuanto antes introdujera en la conversación a mi familia numerosa, mejor, añadí que a ninguno de mis siete hijos había querido afligirlo con él. Parpadeó, admirativa. ¿Siete hijos? Lanzaba un mensaje tipo «qué hombre tan hombre tienes que ser». Era tan evidente, parecía mentira que engañara a alguien. O tal vez no se trataba de engaño sino de ponerse de acuerdo con rapidez. Galvarino ponía cara de tristeza: «Lo felicito... Esa es mucha bendición, sí señor; El ser humano ve la fuerza de la creación en sus hijos. Yo no tengo ninguno.» Apoyaba en el «yo», hacia el hincapié. ¿Acaso ella, por su lado...? Me despedí lo antes posible.

A los tres días Galvarino me llamaba, tenía dos telas listas. No las esperaba tan pronto; le agradecí la premura. «Es por amistad, sí señor —me dijo—; usted conmigo ha sido muy caballero. Puede venir a buscarlos esta tarde; sobre las cinco.» ¿Muy caballero? Pobre hombre. Lo único que yo había hecho, no lanzarle miradas lujuriosas a su Olga. Fui aquella tarde; estaba leyendo los anuncios por palabras del periódico. Con un lápiz hizo una raya por donde iba, cuidadoso. «Momentito, perdone... Es para no volver a leer los que ya he leído...» Los lienzos estaban perfectos. Volvió a sorprenderme preguntando si iba a querer factura. «Porque si no quiere factura, no le cobraré el IVA, le sale más barato... No se lo diga a don Gerardo... ni a nadie.» Me aseguró que aquello no lo hacía nunca, no era legal, nada más conmigo. «Por amistad, porque usted es muy, muy caballero. ¿No quiere sentarse?» Me senté en la silla de paja del lado de afuera del mostrador, saqué mi pipa, hablamos un rato de preparados y colas. Entraron dos muchachos, seguro estudiantes de Bellas Artes, con la ropa descuidada y los pelos largos al uso entre sus equivalentes europeos de unos años atrás. Curiosa pervivencia de una modernidad pasada de moda. Querían dos lienzos pequeños, de serie, miraban alrededor. ¿No estaría la señora Yoyita?, preguntaron. No, no estaba; Galvarino los despachó deprisa, prácticamente los ponía en la calle con modos muy severos. Meneaba la cabeza: juventud descriteriada. Nadie tenía criterio hoy día. Yo cavilaba la manera de tenerle alguna amabilidad, me daba lástima el hombre. Lo único que se me ocurrió, preguntarle si le gustaría venir alguna vez por casa, así conocería a mis hijos y el estudio. «El estudio donde lo tengo es en el garaje... muy modestamente.» Cuando se alegraba se le ponía cara de mayor tristeza; pareció presa de un dolor insoportable.

—Cómo no, sería para mí un honor conocer a su distinguida familia, un gran honor... Esta misma tarde, si usted gusta.

—¿Esta misma tarde? Pero, ¿y la tienda?

—La cierro por hoy, nomás. Ah, no; yo no dependo de nadie. Soy mi propio patrón.

Pagué sin el impuesto; entre los dos cargamos los lienzos en la furgoneta. Galvarino cerraba su puerta, se metía en el bolsillo un manojo de llaves, pesado. En la calle me di cuenta de lo bajito que era, diminuto; dentro de su casa pequeña se veía más a escala, no chocaba tanto. Cuando abrimos la verja de la casa en la calle de las Hortensias, llevaba un aire solemne y a la vez cómico por las gafitas que sólo necesitaba para ver de cerca y no se las quitaba, como si fueran parte de su fisonomía. Lo que hacía era mirar por encima, levantando las cejas con gesto que le llenaba de arrugas la frente, y abultando los ojos. Se detuvo, un momento. «Don Rogelio —dijo—, yo me honro con su amistad. Y que la mía no la doy fácilmente, conste.» No supe qué decir, pensé que Galvarino recelaba de todos los hombres, veía un rival en cada uno con alguna razón. Con las mujeres tenía que ser tímido, las trataba con mucha ceremonia. Por suerte los mellizos acudían a la puerta, me evitaban contestar. Aquella tarde creo que Galvarino disfrutó a su manera melancólica que no descartaba un sentido del humor un poco amargo; alabó mucho con pomposas palabras a los niños mientras la expresión de angustia no se le iba de la cara un momento. A los varones los llamó «caballero español» uno por uno y de Clara y Lorena dijo que eran dos damitas dignas representantes de la Madre Patria. Pensé que se azararían pero lo acogieron con toda naturalidad, como con mucha costumbre de recibir visitas y escuchar tales frases. Lo malo que Paz entendió mal el nombre, se empeñó en llamarlo don Garbancito y no hubo manera de que cambiara. En el estudio entró Galvarino como si en un santuario, casi diría que se santiguó a las puertas del garaje; con unción pronunció que mis cuadros eran los mejores que había visto en su vida, a lo que pensé que no debía de haber visto muchos. Nos sentamos después en el salón, las niñas y Verónica sirvieron una merienda cena, que aquí llaman onces comidas, ellos sabrán por qué. Los pequeños ya se habían ido a la cama cuando se despidió con muchas protestas de que no lo acompañara. «En Tobalaba tomo el subterráneo.» Hacía una noche primaveral y fría, aún quedaba en los Andes mucha nieve. Quise llevarlo en el coche que estaba en la calle por lo menos hasta el metro, igual tenía que ponerlo en marcha para guardarlo en el jardín; no consintió. Se fue, con repetidas muchas gracias. Ahí empezó una amistad algo insólita; pienso y no resuelvo qué era lo que teníamos en común, quizá la cortedad de genio. Galvarino Torres era muy reservado; yo supe de los muchos líos y acuestes de la Yoyita por Gerardo, eran cosa conocida de todos los pintores por ser el gremio entre el que ella tenía su principal clientela. Él no hablaba de cualquier asunto y de su mujer una sola vez me habló, más tarde, cuando ella lo dejó definitivamente; su sentido del decoro era exagerado. Un día, nos habíamos visitado varias veces, se me ocurrió que deberíamos tutearnos. Me miró por encima de las gafas, azorado. «Ah, no. No me pida eso, don Rogelio. No sería capaz de tutear a caballero de tanta altura, estando tan por encima de mí por su cuna y por su arte.» Protesté pero me guardé de insistirle, se veía violento; nos seguimos dando el don y el usted hasta el final.

Siempre que llegaba a su tienda lo encontraba leyendo cuidadosamente el periódico pero sólo la sección de anuncios por palabras; él lo llamaba los clasificados. Sobre lo que al final me decidí a preguntarle; confesó ser una manía suya particular, casi una pasión inevitable: miraba las casas y los pisos en venta. ¿Es que estaba pensando en comprarse una casa, quizá? No, no. Ni tenía plata para eso, a no ser vendiendo la suya y si surgiera una gran oportunidad y aun así... Sólo que le fascinaba imaginar todas aquellas casas vacías, tantas posibilidades. Esperaba que yo no lo encontrara una ocupación estúpida, impropia de su edad... Lo tranquilicé. Le dije que Violeta solía viajar en los Atlas y que por qué no, a quién le podía importar aquello, a la vez que recordaba lo que habíamos padecido nosotros con los malditos anuncios de casas que nunca respondían a la realidad. Galvarino con aquellas descripciones se lanzaba a soñar que vivía en lugares hermosos, con la mucha amplitud... escaleras de mármol, jardines, terrazas al Norte-Mediodía, barandillas de piedra, balaustradas y estanques...; pensé que con lo que soñaba era con ser otra persona diferente. Me admiraba cómo el mismo ejercicio —mirar las viviendas anunciadas en un diario, el mismo diario además—, daba para sentimientos tan diversos, nuestra desesperación y su deleite. Una vez que me hubo confiado aquel secreto con algún embarazo, me tomó como partícipe de sus sueños. Me contagiaba, también, porque para alquilar o comprar había que empezar a leer desconfiando del anuncio —ya será menos, vete tú a saber—, mientras que para imaginar se aceptaba todo, hasta se adornaba la descripción por cuenta propia.

—Mire usted, don Rogelio, mire ésta... palacete de estilo francés... tiene que ser muy lindo, ¿no? Tres salones corridos, figúrese. En la calle Dieciocho... pues eso no cae muy lejos de acá, no tanto como el barrio alto.

Entonces surgía una delicada mujer, tres niñas con tirabuzones por descontado rubios..., ¿una institutriz francesa, —intercalaba yo— Mademoiselle Amélie? Y sí, nada era demasiado para las niñitas; aceptaba enseguida con agradecimiento. Jarrones de piedra en el jardín, copas altas con petunias en mucha simetría, la vida como antaño, como se leía en las novelas. «Ah, usted debería pintar esa casa, don Rogelio, cuando todas las petunias estén en flor.» Y yo que sí, quién sabía, quizá alguna vez la pintara, aunque ni la habíamos visto ni figuraba en el anuncio que tuviera hermoso jardín ni jarrones. O encontraba un departamento moderno, planta once, en la calle Lota. «Aire acondicionado, fíjese, frío y calor al gusto, qué adelantos.» Yo le decía que en el piso de Madrid tenía aire acondicionado, no era tan agradable, hasta dolía la cabeza a veces, pero no me escuchaba, seguía con su sueño. Todo funcional, él un ejecutivo de mucho ajetreo con trabajo en un Banco. Banco norteamericano mejor; porque no tenía nada contra los gringos, gente muy seria para trabajar con ellos. Una vez había preparado lienzos para un gringo, tipo simpático, bien amistoso pero tomador, es decir borracho. Entonces, piso once en la calle Lota, y caía cerca de las Hortensias, una mujer delgada, morena con pelo corto, vestida de traje sastre... él decía terno. La señora siendo abogado también, empleada en una firma importante, mujer muy dinámica y alegre... de ésas que todo lo hacían bien y deprisa. No en plan apurete con agobios, no, con eficacia, esas simpáticas desenvolturas. ¿Yo no iba nunca al teatro? Salían mujeres así, en las películas; eran muy dijes.

—¿Qué le parece, don Rogelio, eh?

—Hombre, no sé qué decirle. Una planta once en este país con tantos temblores de tierra... no lo sé. No creo que me gustara mucho.

Galvarino descartaba los terremotos con un gesto airoso de sus manos pequeñas, siempre dañadas por el aguarrás y los disolventes; en su sueño no cabían catástrofes. Continuaba sin flaquear por mis reparos. Los niños, dos muchachitos, vamos a ver, desde la calle Lota... sí. En el Colegio de San Ignacio, los jesuitas de la Avenida del Bosque, con sus uniformes tan planchaditos. Uno casi creía verlos, morenos y menudos, de chaqueta azul marino con el escudo y corbata.

Pero donde su fantasía tomaba más altos vuelos era en los avisos, raros, de casas coloniales. Existían muy pocas, seguramente por la frecuencia y la gravedad de los temblores. Ahí yo podía seguirlo mejor; las únicas edificaciones interesantes que habíamos visto eran restos de arquitectura colonial. Curiosamente, había sido Clara quien más nos llamó la atención sobre este hecho; su frase, «éste es un país sin arquitectos», se la tendríamos que recordar más tarde. Si Galvarino encontraba una casa de ese estilo, verdadero o falso, en los anuncios del periódico, no esperaba a que yo pasara por su tienda, tranquilamente; venía de inmediato a la calle de las Hortensias con el recorte en la mano, lleno de emoción. «Fíjese, don Rogelio, qué maravilla lo que viene en los clasificados hoy. Me he permitido venir a visitarlo sin telefonear siquiera porque quizá mañana ya sea tarde; se venden al tiro, para que digan que no hay plata en este país. Mire, pues. ¡Una casa colonial allá arriba, pasado las Condes, por el Cerro del Águila! ¡En todo lo alto! ¿Qué le parece? Ah, las vistas desde allá tienen que ser fantásticas.» También lo eran las invenciones que él se fabricaba a partir del pedacito de papel. Ahí Galvarino Torres, casado con una condesa española —me miraba sobre las gafitas con algún aire de disculpa— arruinada, vivía hasta trabajando con sus manos, todo su empeño puesto en conservar aquella sagrada herencia: LA CASA. Mantenida en la familia desde tiempo remoto de lejano, cuando circulaban monedas con la cara del Rey. Llevaban los dos una existencia ardiente hecha de austeridades y elevados conceptos; en las tardes paseaban vestidos de negro por los largos corredores de columnas, con gravedad muy señorial y antigua. Los pájaros dormían en los árboles centenarios del parque, la luna extendía sus rayos sobre el césped regado por Galvarino, que él llamaba el pasto: no podían pagar a un jardinero pero él le hacía a todo, matándose en el trabajo si fuera necesario, porque cuando había un ideal nada pesaba. A lo que yo, inspirándome con sus figuraciones, proponía paseos enarenados, redondeles de boj, un estanque. En las cuadras, por qué no, los purasangres relinchaban y en una cama enorme con dosel dormían sus primogénitos —agárrese al problema, don Galvarino, pensaba mientras le daba la idea—, dos mellizos para mayor complicación de la historia. Hasta los bautizábamos, a tanto no solíamos llegar con las casas corrientes, Pelayo y Rodrigo, nombres de mucha raigambre española que Galvarino aceptaba no sin una nostalgia de Pedro por el Valdivia. Aquello de los mellizos lo ponía a cavilar, como yo esperaba y para eso lo había dicho, dudaba en hacerme la pregunta, se decidía. «Entonces, si fueran mellizos, don Rogelio, ¿cuál es el que sería el conde? El día de mañana, claro.» Y con toda seriedad le contestaba que el segundo nacido, por suponerse que había sido concebido el primero. Pero con aquella solución sencilla el enredo se le hacía poco, como que no le hubiera dado tiempo a tomarle el gusto. Quedaba pensativo, un instante, intercalaba más problemas; que siendo tan idénticos de pequeñitos, nadie sabía ya cuál había nacido primero, y yo le proponía un hijo mayor, Pedro, para simplificar las cosas. A lo que la idea de aquel duelo dinástico habiendo prendido ya en él, no aceptaba tal primogénito, le daba al asunto mil y mil vueltas. A su tiempo la empleada entraba con la bandeja del té; Galvarino se callaba discretamente hasta que hubiera vuelto a salir del cuarto. Después describía a la condesa, su porte regio, sus ideales y virtudes, su sentido del honor y del sacrificio. Ahí se explayaba: «Una Reina, don Rogelio, una Santa. Viniéndole tantas cualidades de su alto linaje. Ah, por una señora así, todo trabajo, todo sacrificio serían chica cosa.» Con esto, ya no era una mujer de novela, como la de la casa de estilo francés, o de película como la abogada del piso once: ahora entraba firmemente en la Historia con mayúscula. «Esas familias de tanta antigüedad, que escribieron la Historia.» Así era la condesa. Su cara demostraba más tristeza que nunca; debía de estar pasándolo en grande. Al entrar los niños al salón los acogía con saludos de mucha dignidad, casi episcopales, como si repartiendo bendiciones. Despidiéndose tenía una media sonrisa avergonzada. «Ya ve usted, don Rogelio, en qué naditas somos capaces de ocuparnos el tiempo los adultos, juegos como de niños, las cosas. Pero igual me gustaría ir a ver esa casa allá arriba, la colonial. Y quizá voy alguna de estas tardes, cierro la tienda y voy, sí señor.» Se marchaba dentro de su ropa deshechurada demasiado grande, un vago olor a trementina flotando en torno, a tomar el Metro de la estación Tobalaba, a soñar mecido con el traqueteo de los vagones tan ruidoso.

No era exactamente juego, no que no lo era, sino su escape para vivir otras vidas mientras la suya propia se le hacía intolerable. De la misma manera que unos pintan y otros escriben o componen, él imaginaba casas. Una forma de arte, si bien se considera. Entretanto la Yoyita andaba por ahí de cama en cama, entre pintores y estudiantes de arte, creyéndose una especie de Musa, y Galvarino le seguía la pista melancólicamente repartido entre un amor y un odio igual de irremediables.

 

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