Habían hecho una película sobre nosotros. La película estaba basada en un libro escrito por alguien que conocíamos. El libro tenía un argumento muy sencillo que narraba cuatro semanas en la ciudad donde crecimos y era en su mayor parte una descripción fiel. Lo habían catalogado de ficción pero solo habían modificado unos pocos detalles, no habían cambiado nuestros nombres y no había nada en él que no hubiera sucedido. Por ejemplo, era cierto que una tarde de enero habían proyectado una película snuff, una de esas grabaciones sádicas de violencia en directo, en una habitación de Malibú, y que yo salí a la terraza con vistas al Pacífico donde el autor trató de consolarme asegurándome que los gritos de los niños torturados eran fingidos, pero sonrió mientras lo decía y tuve que volverle la espalda. Otros ejemplos: era cierto que mi novia había atropellado un coyote en los cañones más abajo de Mulholland, y una cena de Nochebuena en el Chasen's con mi familia de la que me había quejado al autor estaba fielmente descrita. Y una niña de doce años había sido realmente sometida a una violación en grupo; yo estuve en esa habitación de Hollywood Oeste con el escritor, quien en el libro registra solo una vaga resistencia por mi parte y no logra describir con exactitud lo que sentí realmente aquella noche: el deseo, el shock, el miedo que me producía él, un chico rubio y marginado del que se había medio enamorado la chica con la que yo salía. Pero el escritor nunca la correspondería porque estaba demasiado absorto en su propia pasividad para crear el vínculo que ella necesitaba, por lo que ella acudió a mí, pero para entonces ya era demasiado tarde, y como al escritor le molestó que acudiera a mí, me convertí en el narrador atractivo y aturdido, incapacitado para el amor o la bondad. Así fue como me convertí en el joven calavera tarado que deambulaba entre las ruinas con la nariz goteando sangre, haciendo preguntas que no necesitaban respuesta. Así fue como me convertí en el chico que nunca entendió cómo funcionaba nada. Así fue como me convertí en el chico que no salvaría a un amigo. Así fue como me convertí en el chico que no podía querer a la chica.

Las escenas más dolorosas de la novela eran las que ofrecían una crónica de mi relación con Blair, sobre todo aquella, casi al final, en la que rompía con ella en el patio de un restaurante que daba a Sunset Boulevard y donde me distraía una valla publicitaria en la que se leía «desaparezca aquí» (el autor añadió que llevaba gafas de sol cuando le dije a Blair que nunca la había querido). Yo no había mencionado esa dolorosa tarde al autor, pero aparecía en el libro palabra por palabra; a partir de ahí dejé de hablar con Blair y no podía oír las canciones de Elvis Costello que nos sabíamos de memoria («You Little Fool», «Man Out of Time», «Watch Your Step»), y sí, ella me había regalado una bufanda en Navidad, y sí, se me había acercado bailando y cantando mudamente «Do You Really Want to Hurt Me» de Culture Club, y sí, me había llamado «so zorro», y sí, se enteró de que me había acostado con una chica a la que conocí en The Whiskey una noche lluviosa, y sí, se lo había contado al autor. El no estaba unido a ninguno de los dos, me di cuenta al leer esas escenas relacionadas con Blair y conmigo; en todo caso, lo estaba a ella, y no mucho. Solo era alguien que flotaba en nuestras vidas y a quien no parecía preocuparle la percepción tan plana que tenía de todo el mundo, o que había voceado nuestros fracasos secretos al mundo entero, escenificando la indiferencia juvenil, el nihilismo deslumbrante, infundiendo glamour al horror de todo ello.

Pero era inútil enfadarse con él. Cuando se publicó el libro en la primavera de 1985, el autor ya se había ido de Los Ángeles. En 1982 estudiaba en el mismo pequeño college de New Hampshire en el que yo había intentado desaparecer y donde habíamos tenido poco o ningún contacto. (En su segunda novela hay un capítulo ambientado en Camden, donde hace una parodia de Clay; un gesto más, otro cruel recordatorio de lo que sentía hacia mí. Despreocupada y no particularmente mordaz, era más fácil restarle importancia que a la descripción que hace de mí en la primera como un zombie con dificultades para expresarse y confuso por la ironía de «I Love L. A.» de Randy Newman.) Gracias a su presencia solo me quedé un año en Camdem y en 1983 me trasladé a Brown, aunque en la segunda novela sigo en New Hampshire durante el primer trimestre de 1985. Me dije que no debía importarme, pero el éxito del primer libro flotó dentro de mi campo visual durante un tiempo incómodamente largo. Esto se debía en parte a mi deseo de ser también escritor, y al hecho de que deseé haber escrito esa primera novela después de leerla; era mi vida, y el autor me la había robado. Pero enseguida tuve que aceptar que yo no tenía ni el talento ni el ímpetu necesarios. Me faltaba paciencia. Solo quería ser capaz de hacerlo. Llevé a cabo unos pocos intentos patéticos y fulminantes, y después de licenciarme por Brown en 1986 comprendí que nunca lo conseguiría.

La única persona que expresó incomodidad o desdén hacia la novela fue Julián Well; Blair seguía enamorada del autor y se mostró indiferente, al igual que la mayor parte del elenco de actores que componía el reparto, pero Julián lo hizo de un modo maliciosamente arrogante que rayaba en la excitación, a pesar de que el autor no solo había sacado a la luz su adicción a la heroína sino que también era prácticamente un chapero en deuda con un camello (Finn Delaney) y vendía su cuerpo a hombres de Manhattan, Chicago o San Francisco que estaban de visita en los hoteles que bordeaban Sunset desde Beverly Hills a Silver Lake. Julián, borracho y autocompasivo, se lo había explicado todo al autor, y el hecho de que el libro contara con un gran número de lectores y de que lo presentara a él como coprotagonista parecía darle una especie de norte que rayaba en la esperanza, y creo que en secreto estaba satisfecho con él porque no tenía vergüenza alguna, solo fingía tenerla. Y aún se emocionó más cuando estrenaron la película en el otoño de 1987, solo dos años después de la publicación de la novela.

Recuerdo que mi inquietud por la película empezó una calurosa noche de octubre, tres semanas antes de su sonado estreno en una sala de proyecciones de la 20th Century Fox. Me senté entre Trent Burroughs y Julián, que aún no estaba desintoxicado y no paraba de morderse las uñas, retorciéndose, lleno de expectación, en la silla con respaldo de felpa. (Vi entrar a Blair con Alana y Kim, seguida de Rip Millar. La ignoré.) La película era muy diferente al libro en el sentido de que no había nada de él en ella. A pesar de todo —todo el dolor que sentí, la sensación de traición—, mientras estaba sentado en la sala de proyecciones no pude evitar reconocer una verdad. Todo lo que contaba el libro sobre mí había ocurrido. Era algo que no podía rechazar sin más. Era un libro directo y rezumaba honestidad, mientras que la película solo era una mentira adornada. (También era un bodrio: muy colorida y movida, pero cruda y cara; no recuperó la inversión cuando se estrenó ese noviembre.) Mi papel lo hacía un actor que se parecía más a mí que el personaje descrito en el libro: yo no era rubio ni alto, y el actor tampoco. Además, de pronto me convertía en la brújula moral de la película, soltando eslóganes de Alcohólicos Anónimos, censurando el consumo de drogas por parte de todos y tratando de salvar a Julián. («Venderé mi coche —advierto al actor que hace de camello de Julián—. Lo que haga falta.») No ocurría lo mismo en la adaptación del personaje de Blair, interpretado por una chica que parecía formar parte de nuestro grupo: nerviosa, sexualmente disponible, muy susceptible. Julián se convertía en la versión sensiblera de sí mismo, interpretado por un payaso de cara triste y con talento que se lía con Blair y luego se da cuenta de que tiene que dejarla porque yo soy su mejor amigo. «Sé bueno con ella —le dice a Clay—. Se lo merece.» La fragrante hipocresía de esa escena debió de hacer palidecer al autor. Sonriendo disimuladamente con maliciosa satisfacción cuando el actor pronunció esa frase, miré a Blair en la oscuridad de la sala de proyección.

A medida que las imágenes se sucedían en la pantalla gigante, la inquietud empezó a reverberar en el silencioso auditorio. El público —el verdadero reparto del libro— enseguida se dio cuenta de lo que sucedía. La película se había deshecho de todo lo que hacía real la novela porque era impensable que los padres que dirigían el estudio quisieran exponer a sus hijos a la misma negra luz que el libro. La película suplicaba compasión, mientras que al libro le traía sin cuidado. La actitud hacia las drogas y el sexo había cambiado drásticamente de 1985 a 1987 (y el cambio de régimen en el estudio no ayudó), de modo que el material inicial, sorprendentemente conservador pese a su aparente inmoralidad, tuvo que ser remodelado. La mejor manera de ver la película era como cine noir moderno de los ochenta —la fotografía era impresionante—, y suspiré mientras avanzaba, interesado solo en ciertos aspectos; los nuevos detalles sobre mis padres me hicieron bastante gracia, así como encontrar al padre divorciado de Blair en la cena de Nochebuena con su novia en lugar de con un chico llamado Jared (el padre de Blair murió de sida en 1992, estando todavía casado con su madre). Pero lo que mejor recuerdo de esa proyección de octubre de hace veinte años fue el momento en que Julián me cogió la mano, que se me había dormido sobre el reposabrazos que separaba nuestros asientos. Y me la cogió porque en el libro Julián Wells vivía, pero en el nuevo escenario que describía la película tenía que morir. Había que castigarlo por todos sus pecados. Eso era lo que pedía la película. (Más tarde, como guionista, aprendí que era lo que pedían todas las películas.) Mientras tenía lugar esa escena en los últimos diez minutos, Julián me miró en la oscuridad, anonadado. «He muerto —susurró—. Me han matado.» Esperé un momento antes de susurrar: «Pero todavía estás aquí». Julián se volvió de nuevo hacia la pantalla y la película terminó enseguida, y los créditos se sucedieron sobre las palmeras mientras yo me llevaba a Blair a mi college (lo que era improbable) con Roy Orbison gimoteando una canción sobre cómo se va apagando la vida.

El verdadero Julián Wells no murió de una sobredosis al volante de un descapotable rojo cereza en una carretera en Joshua Tree mientras se elevaba un coro de fondo. El verdadero Julián Wells murió asesinado veinte años después, y su cuerpo fue arrojado detrás de un edificio de pisos abandonado de Los Feliz después haber sido torturado hasta morir en otro lugar. Tenía la cabeza aplastada —le habían golpeado la cara con tanta fuerza que se había doblado sobre sí misma— y lo habían apuñalado de forma tan brutal que el juez de instrucción de Los Ángeles contó ciento cincuenta y nueve heridas de tres cuchillos diferentes, muchas superpuestas. Encontraron su cuerpo unos chavales que iban al CalArts y que daban vueltas por los alrededores de Hillhurst en un BMW descapotable buscando aparcamiento. Cuando lo vieron, y cito del primer artículo que apareció en la primera plana de la sección de California de Los Ángeles Times sobre el asesinato de Julián Wells, creyeron que lo que había junto a un cubo de basura era «una bandera». Cuando me topé con esa palabra, tuve que parar de leer y empezar de nuevo desde el principio. Los estudiantes que encontraron el cadáver lo creyeron así porque Julián llevaba un traje Tom Ford blanco (era suyo, pero no lo llevaba la noche que lo secuestraron) y esa reacción instantánea tenía su lógica, ya que la americana y los pantalones estaban manchados de sangre. (Habían desnudado a Julián antes de matarlo y lo habían vuelto a vestir.) Pero si creyeron que era una «bandera», mi pregunta inmediata fue: ¿dónde estaba el azul? Si el cuerpo parecía una bandera, seguí preguntándome, ¿dónde estaba entonces el azul? Luego lo comprendí: en su cabeza. Los estudiantes creyeron que era una bandera porque Julián había perdido mucha sangre y su cara arrugada estaba de un azul tan oscuro que parecía negro.

Pero debería haberlo comprendido antes, ya que, a mi manera, yo había puesto a Julián allí, y había visto todo lo que le había ocurrido en otra —y muy diferente— película.

El jeep azul empieza a seguirnos por la 405, en alguna parte entre el aeropuerto LAX y la salida de Wilshire. Me doy cuenta porque el taxista ha estado observando por el retrovisor de encima del parabrisas por el que yo he estado observando los pilotos rojos que avanzan hacia las colinas, borracho, en el asiento trasero, mientras por los altavoces suena débilmente un inquietante tema de hip-hop, mi móvil en el regazo iluminándose con mensajes de texto que no puedo leer de una actriz con la que me he tropezado poco antes en la sala de primera clase de American Airlines del aeropuerto JFK (ella me ha leído la mano y los dos nos hemos reído), los otros mensajes de texto de Laurie de Nueva York ya borrosos. El jeep sigue el sedán por Sunset, dejando atrás las mansiones llenas de luces de Navidad mientras mastico nervioso pastillas de menta de una lata de Altoids, sin lograr disimular mi aliento cargado de ginebra, y en ese momento el jeep azul toma la misma curva a la derecha y avanza hacia el Doheny Plaza, siguiéndonos como un niño perdido. Pero cuando el sedán tuerce para meterse en el camino de entrada, donde un aparcacoches y un guardia de seguridad levantan la vista del cigarrillo que están fumando debajo de una alta palmera, el jeep titubea antes de seguir avanzando por Doheny hacia Santa Mónica Boulevard. El titubeo deja claro que hemos estado llevándolo a alguna parte. Bajo del taxi tambaleándome y observó cómo el jeep frena antes de torcer en Elevado Street. No tengo frío pero estoy temblando, con unos pantalones de chándal raídos y un jersey Nike con capucha rasgado que me cuelgan por todas partes por los kilos que he perdido este otoño, y tengo las mangas húmedas por la bebida que he derramado durante el vuelo. Son las doce de una noche de diciembre y he estado fuera cuatro meses.

—Me ha parecido que nos seguía ese coche —dice el taxista, abriendo el maletero—. No paraba de cambiar de carril con nosotros. Lo hemos tenido detrás todo el camino hasta aquí.

—¿Qué cree que quería? —pregunto.

El portero de noche baja la rampa que comunica el vestíbulo con el camino de entrada y me ayuda con las maletas. Le doy una propina exagerada al taxista, que vuelve a subirse al sedán y sale a Doheny para ir a recoger a su próximo pasajero en el aeropuerto LAX, un recién llegado de Dallas. El aparcacoches y el guardia de seguridad me saludan con la cabeza cuando paso por su lado siguiendo al portero hasta el vestíbulo. Este deja las maletas dentro del ascensor y, antes de que se cierre la puerta y lo interrumpa, dice: «Bienvenido».

Al recorrer el pasillo art déco de la planta quince del Doheny Plaza detecto el débil olor a pino antes de ver la guirnalda que han colgado de las puertas dobles negras de la habitación 1508.

Y en el interior del apartamento hay un árbol de Navidad, discretamente colocado en la esquina de la sala de estar y destellante de luces blancas. En la cocina hay una nota de la asistenta recordándome cuánto le debo y una lista de lo que ha comprado, y al lado un pequeño montón de cartas que no han sido remitidas a la dirección de Nueva York. Compré el apartamento hace dos años —dejando la habitación que había ocupado en El Royale durante una década— a los padres de un calavera rico de Hollywood Oeste que estaba rediseñándolo cuando murió inesperadamente mientras dormía después de una noche de copas. El diseñador que había contratado terminó el trabajo y los padres del chico muerto lo pusieron rápidamente en venta. Decorado en un estilo minimalista en beiges y grises suaves, con suelos de madera noble e iluminación ambiental, solo tiene ciento diez metros cuadrados —un dormitorio doble, un despacho, un salón inmaculado que se comunica con una cocina futurista y esterilizada—, pero toda la cristalera que se extiende a lo largo del salón es en realidad una puerta corredera dividida en cinco paneles que abro para ventilar el piso, y el amplio balcón de azulejos blancos ofrece una colosal vista de la ciudad, que abarca desde los rascacielos del centro, los oscuros bosques de Beverly Hills y las torres de Century City y Westwood hasta Santa Mónica y la costa del Pacífico. La vista es impresionante sin llegar a crear una sensación de aislamiento; es más íntimo que el de un amigo que vivía en Appian Way, que estaba tan por encima de la ciudad que tenías la impresión de contemplar un mundo enorme y abandonado que se extendía en cuadrículas anónimas, una vista que confirmaba que estabas mucho más solo de lo que creías, una vista que inspiraba vacilantes pensamientos suicidas. La vista que se tiene desde el Doheny Plaza es tan táctil que casi tocas los azules y los verdes del centro del diseño de Melrose. Debido a su gran altura sobre la ciudad, es un buen lugar para esconderme cuando trabajo en Los Ángeles. Esta noche el cielo está teñido de violeta y hay bruma.

Después de servirme un vaso de Grey Goose que dejé en el congelador al salir huyendo de allí el pasado agosto, estoy a punto de encender las luces del balcón, pero me detengo y me acerco despacio a la sombra de los aleros. El jeep azul está aparcado en la esquina de Elevado con Doheny. En el interior se enciende un móvil. Me doy cuenta de que mi mano que no sostiene el vodka está cerrada en un puño. El miedo vuelve a apoderarse de mí mientras miro el jeep. Hay un destello: han encendido un cigarrillo. A mis espaldas suena el teléfono. No contesto.

La razón por la que me he vendido a mí mismo regresando a Los Ángeles: ha empezado el casting de The Listeners. El productor que me pidió que adaptara la complicada novela en la que está basada se quedó tan aliviado cuando lo resolví que casi inmediatamente contrató a un director entusiasta, y los tres estábamos trabajando como colaboradores (incluso después de unas tensas negociaciones en las que mi abogado y representante insistió en que debía constar en los créditos también como productor); ya habían elegido a los cuatro protagonistas adultos, pero los papeles de sus hijos eran los más complicados y específicos, y el director y el productor querían oír mi opinión. Esta es la razón oficial por la que estoy en Los Ángeles. Pero volver a la ciudad es en realidad un pretexto para huir de Nueva York y de lo que me ocurrió este otoño.

El móvil vibra dentro de mi bolsillo. Lo miro con curiosidad. Un mensaje de texto de Julián, una persona de la que hace más de un año que no sé nada. «¿Cuándo vuelves? ¿Estás aquí? ¿Quieres que nos veamos?» Casi automáticamente suena el fijo. Entro en la cocina y miro la pantalla del auricular. «Nombre privado. Número privado.» Al cabo de cuatro tonos, quien sea que está llamando cuelga. Cuando miro fuera, la bruma sigue extendiéndose sobre la ciudad, envolviéndolo todo.

Entro en la oficina sin encender las luces. Consulto todas mis cuentas de correo electrónico: un aviso para recordarme una cena con los alemanes que financian un guión, otra reunión con el director, mi agente de la televisión preguntándome si ya he terminado mi programa piloto Sony, un par de jóvenes actores que quieren saber qué está pasando con The Listeners, invitaciones a distintas fiestas de Navidad, mi entrenador de Equinox, que se ha enterado por otro cliente de que he vuelto y quiere saber si me interesa reservar alguna hora. Como no hay suficiente vodka, me tomo un Ambien para dormir. Cuando me acerco a la ventana del dormitorio y bajo la vista hacia Elevado, el jeep está saliendo a la calzada haciendo señales con los faros, tuerce en Donhen y sube hacia Sunset, y en el armario encuentro unas cuantas cosas que dejó una chica con la que estuve saliendo el verano pasado, y de pronto no quiero pensar en dónde podría estar en estos momentos. Recibo otro mensaje de texto de Laurie: «¿Me sigues deseando?». Son casi las cuatro de la madrugada en el apartamento de más abajo de Union Square. Murieron muchas personas el año pasado: una sobredosis accidental, un accidente de coche en East Hampton, una enfermedad sorpresa. La gente desaparece sin más. Me quedo dormido escuchando la música que llega del Abbey, una canción del pasado, «Hungry Like the Wolf», que se eleva débilmente por encima del parloteo a voz en grito saltarín de la discoteca, transportándome durante un rato hacia alguien que es a la vez joven y viejo. Tristeza: está en todas partes.

El estreno de esta noche es en el Chinese y la película va de enfrentarse al mal, una trama tan obvia que la película se vuelve prudentemente ambigua para asegurarse de que el estudio le compra premios, de hecho ya hay una campaña publicitaria en marcha, y yo estoy con el director y el productor de The Listeners y caminamos con el resto de la gente por Hollywood Boulevard hacia el Roosevelt para asistir a la fiesta de después, donde los paparazzi se amontonan a la entrada del hotel y yo pido inmediatamente una copa en la barra mientras el productor desaparece en el lavabo y el director, de pie a mi lado, habla por el móvil con su mujer, que está en Australia. Cuando recorro con la mirada la sala oscura, devolviendo la sonrisa a desconocidos, el miedo vuelve y no tarda en estar en todas partes y sigue avanzando sin parar: está en el éxito inminente de la película que acabamos de ver, está en las preguntas seductoras de los jóvenes actores sobre posibles papeles en The Listeners, y en los mensajes de texto que envían al alejarse, con la cara iluminada por el móvil mientras cruzan el enorme y tenebroso vestíbulo, y está en los bronceados de bote y en el blanco manchado de los dientes. «He estado en Nueva York los cuatro últimos meses» es mi mantra, y mi máscara, una sonrisa inexpresiva. Al final el productor aparece por detrás del árbol de Navidad y dice «Vámonos de aquí», y menciona un par de fiestas en las colinas, y Laurie sigue enviándome mensajes de texto desde Nueva York («Eh, tú»), y no puedo sacarme de la cabeza que en esta habitación hay alguien que me está siguiendo. Los repentinos flashes de las cámaras son una distracción, pero el pálido miedo vuelve cuando caigo en la cuenta de que quienquiera que estuviese anoche en ese jeep azul se encuentra probablemente ahora entre la multitud.

Recorremos Sunset hacia el oeste en el Porsche del productor y giramos en Doheny para dirigirnos a las dos primeras fiestas por las que quiere pasar Mark, con el director siguiéndonos en su Jaguar negro, y dejamos atrás las Bird Streets, calles exclusivas con nombre de pájaro, hasta que vemos un aparcacoches. Hay pequeños abetos con adornos alrededor de la barra a la que estoy arrimado fingiendo escuchar a un sonriente actor que me cuenta lo que está haciendo y repasando con mirada ebria a la chica despampanante con la que está mientras un villancico cantado por U2 ahoga todos los ruidos, y unos tipos con traje de la firma Band of Outsiders que están sentados en un sofá bajo color marfil esnifan unas rayas alrededor de una larga mesa de cristal, y cuando alguien me ofrece una raya me siento tentado pero la rechazo, porque sé adonde te lleva. El productor, ebrio, tiene que pasar por otra fiesta de Bel Air, y yo estoy lo bastante borracho para dejar que me saque de esta, aunque hay una vaga posibilidad de echar un polvo. El productor quiere ver a alguien en la fiesta de Bel Air, hay negocios que hacer en Bel Air, se supone que su presencia en Bel Air demostrará algo sobre su estatus, y se me va la mirada hacia los chicos apenas lo bastante mayores para conducir que se están bañando en la piscina climatizada, las chicas con tanga y tacones altos que hay junto al jacuzzi, esculturas animadas en todas partes, un mosaico de juventud, un lugar al que ya no perteneces.

En la casa de la zona alta de Bel Air, el productor me deja solo y voy de habitación en habitación, y por un momento me desoriento cuando veo a Trent Burroughs y todo se vuelve complicado mientras trato de sintonizar con la fiesta hasta que de pronto caigo sobriamente en la cuenta de que es la casa donde viven Trent y Blair. No me queda más remedio que tomar otra copa. Mi único consuelo es que no tengo que conducir. Trent está hablando con un representante y dos agentes (todos gays, uno prometido con una mujer y los otros dos todavía en el armario). Sé que Trent se está acostando con el representante joven y rubio con los dientes de una blancura falsa, una belleza tan insulsa que ni siquiera es una variación de un prototipo. Me doy cuenta de que no tengo nada que decir a Trent Burroughs mientras le digo:

—He estado en Nueva York los últimos cuatro meses.

La música navideña New Age no logra animar el gélido ambiente. De pronto no estoy seguro de nada.

Trent me mira y asiente, ligeramente desconcertado con mi presencia. Sabe que debe decir algo.

—Es estupendo lo de The Listeners. Se está haciendo realidad.

—Eso me han dicho.

Una vez que la no-conversación empieza por sí sola, nos adentramos en un terreno confuso sobre un supuesto amigo común, alguien llamado Kelly.

—Kelly ha desaparecido —dice Trent, esforzándose—. ¿Has sabido algo de él?

—¿Ah, sí? —pregunto, y luego—: Espera, ¿a quién te refieres?

—A Kelly Montrose. Desapareció. Nadie ha podido encontrarlo.

Silencio.

—¿Qué ocurrió?

—Fue a Palm Springs. Creen que tal vez conoció a alguien por Internet.

Trent parece esperar una reacción. Le sostengo la mirada.

—Es extraño —murmuro con indiferencia—. O… ¿es propenso a hacer cosas así?

Trent me mira como si le hubiera confirmado algo, y luego muestra su indignación.

—¿Si es propenso? No, Clay, no es propenso a hacer cosas así.

—Trent…

—Probablemente está muerto, Clay —dice alejándose.

En el porche que da a la enorme piscina iluminada y bordeada de palmeras envueltas en luces blancas de Navidad, estoy fumando un cigarrillo y leyendo otro mensaje de texto de Julián. Levanto la vista de la pantalla cuando una sombra sale despacio de la oscuridad y es un momento tan dramático —la belleza de ella y mi reacción— que me entran ganas de reír, y ella se limita a mirarme, sonriendo, tal vez borracha, tal vez ciega. Es la clase de chica que normalmente me asustaría, pero esta noche no me da miedo. Es la clásica rubia saludable del Medio Oeste, típicamente americana, algo a lo que no estoy acostumbrado. Salta a la vista que es actriz, porque las chicas con este aspecto no están aquí por ninguna otra razón, y me mira como si fuera todo un desafío. Así que lo convierto en un desafío.

—¿Quieres un papel en una película? —pregunto balanceándome.

La chica sigue sonriendo.

—¿Por qué? ¿Tienes una película en la que darme un papel? La sonrisa se paraliza y desaparece rápidamente mientras mira detrás de mí.

Me vuelvo y miro con los ojos entornados a la mujer que se acerca, iluminada por la habitación de la que está saliendo.

Cuando me doy la vuelta la chica se está alejando, su silueta recortada contra la luz de la piscina, y en alguna parte de la oscuridad se oye el ruido de una fuente y la chica es reemplazada. —¿Quién era? —pregunta Blair.

—Feliz Navidad.

—¿Por qué has venido?

—Me han invitado.

—No es cierto.

—Me han traído unos amigos.

—¿Amigos? Felicidades.

—Feliz Navidad.

De nuevo, es todo lo que puedo ofrecer.

—¿Quién era la chica con la que hablabas?

Me vuelvo y miro hacia la oscuridad.

—No lo sé.

Blair suspira.

—Creía que estabas en Nueva York.

—Voy y vengo.

Se me queda mirando.

—¿Tú y Trent seguís siendo felices?

—¿Qué estás haciendo aquí esta noche? ¿Con quién has venido?

—No sabía que era tu casa —digo, y desvío la mirada—. Lo siento.

—¿Por qué nunca sabes nada?

—Porque hace dos años que no me diriges la palabra.

En otro mensaje de texto Julián me pide que me reúna con él en el Polo Lounge. Con pocas ganas de volver a mi apartamento, le pido al productor que me deje en el hotel Beverly Hills. En un reservado del patio, junto a una lámpara estufa, veo a Julián sentado con la cara iluminada mientras escribe un mensaje de texto a alguien. Levanta la mirada y sonríe. En cuanto me siento en el reservado aparece un camarero y le pido un Belvedere con hielo. Cuando echo a Julián una mirada interrogante, él da unos golpecitos a un botellín de agua Fiji que no había visto y dice:

—No estoy bebiendo alcohol.

Lo asimilo y reflexiono un instante.

—¿Porque… tienes que conducir?

—No. Hace casi un año que no bebo.

—Eso es un poco drástico.

Mira su móvil y luego a mí.

—¿Y qué tal va? —pregunto.

—Cuesta. —Se encoge de hombros.

—¿Estás de mejor humor ahora?

—Clay…

—¿Se puede fumar aquí fuera?

El camarero trae la copa.

—¿Qué tal el estreno? —pregunta Julián.

—No había ni un alma. —Suspiro, observando el vaso de vodka.

—¿Cuánto tiempo te quedarás antes de regresar a Nueva York?

—Aún no lo sé.

Vuelve a intentarlo.

—¿Qué tal va The Listeners? —pregunta con repentino interés, tratando de llevarme a su terreno.

Lo miro antes de responder con cautela.

—Va bien. Estamos haciendo el casting. —Espero todo lo que puedo, luego me bebo el vodka de golpe y enciendo un cigarrillo—. Por alguna razón el productor y el director creen que mi aportación es importante. Valiosa. Son artistas. —Doy una calada al cigarrillo—. Es algo así como una broma.

—Me parece genial —dice Julián—. Todo gira en torno al control, ¿comprendes? —Se para a pensar—. No es ninguna broma. No deberías tomártelo a la ligera. Quiero decir que tú eres uno de los productores…

Lo interrumpo.

—¿Por qué lo has seguido?

—Es algo importante y…

—Julián, no es más que una película. ¿Por qué lo has seguido? Es una película más.

—Tal vez para ti.

—¿Qué quieres decir?

—Es posible que para otras personas sea algo más —dice Julián—. Algo más significativo.

—Sé lo que quieres decir, pero no es real.

Dentro, el pianista está haciendo riffs jazzeros sobre villancicos. Me concentro en la música. Ya lo he dejado todo fuera. Es esa hora de la noche en que me he adentrado en la zona muerta y no quiero salir.

—¿Qué ha sido de la chica con la que salías? —me pregunta.

—¿Laurie? ¿En Nueva York?

—No, aquí. El verano pasado. —Calla un momento—. La actriz.

Trato de hacer una pausa, pero no lo consigo.

—Meghan —digo con naturalidad.

—Exacto. —Alarga la palabra.

—La verdad es que no tengo ni idea. —Levanto la copa y hago tintinear el hielo.

Julián me mira con expresión inocente, abriendo ligeramente los ojos. Es evidente que tiene información que darme. Me doy cuenta de que estuve en este mismo reservado una tarde con Blair, en otra época, algo que no habría recordado si no la hubiera visto esta noche.

—¿De nuevo estamos perdidos, Julián? —suspiro—, ¿Vamos a montar otra escena?

—Eh, has estado fuera mucho tiempo y…

—¿Cómo te has enterado? —pregunto de pronto—. Por entonces no nos veíamos.

—¿Qué quieres decir? —pregunta él—. Te vi el verano pasado.

—¿Qué sabes de Meghan Reynolds?

—Alguien me dijo que estabas ayudándola…, dándole una oportunidad…

—Follábamos, Julián.

—Ella dijo que tú…

—No me importa lo que dijo. —Me levanto—. Todo el mundo miente.

—Eh —dice en voz baja—. Solo es un código.

—No. Todo el mundo miente. —Apago el cigarrillo.

—Solo es otro lenguaje que tienes que aprender. —Luego añade con delicadeza—: Creo que necesitas un café, tío. —Hace una pausa—. ¿Por qué estás tan enfadado?

—Me largo, Julián. —Empiezo a alejarme—. Como siempre, un craso error.

Un jeep azul me sigue desde el hotel Beverly Hills hasta la puerta del Doheny Plaza donde me deja el taxi.

Ha cambiado algo desde que he estado aquí hace siete horas. Llamo al portero mientras miro el escritorio de mi despacho. El ordenador está encendido. No lo estaba cuando me he ido. Observo el montón de papeles que hay al lado del ordenador. Cuando el portero contesta estoy mirando un pequeño cuchillo para abrir sobres que está encima del montón de papeles. Cuando me he ido al estreno estaba dentro de un cajón. He colgado sin decir nada. Dando vueltas por el apartamento, pregunto: «¿Hay alguien ahí?». Me inclino sobre el edredón del dormitorio. Paso una mano por encima. Huele diferente. Compruebo la puerta por tercera vez. Está cerrada con llave. Me quedo mirando el árbol de Navidad más rato de la cuenta y luego bajo en ascensor al vestíbulo.

El portero de noche está sentado al mostrador del vestíbulo lujosamente iluminado. Me acerco a él, no muy seguro de qué decir. El levanta la vista de un televisor pequeño.

—¿Ha entrado alguien en mi apartamento? —pregunto—. ¿Esta noche? ¿Mientras estaba fuera?

El portero comprueba el registro.

—No. ¿Por qué?

—Creo que ha entrado alguien en mi apartamento.

—¿Qué quiere decir? —pregunta el portero—. No lo entiendo.

—Creo que alguien ha estado en mi apartamento mientras yo estaba fuera.

—Llevo aquí toda la noche. No he visto pasar a nadie.

Me quedo allí de pie. El ruido de un helicóptero retumba por encima del edificio.

—De todas formas, no han podido subir en el ascensor sin que yo lo abra —dice el portero—. Y fuera está Bobby. —Señala al guardia de seguridad que se pasea despacio por el camino de entrada—, ¿Está seguro de que ha entrado alguien? —Parece que se divierte. Se da cuenta de que estoy borracho—, A lo mejor no era nadie.

Quítale hierro, me advierto. Déjalo correr. Quítale hierro. O empezarán a doblar las campanas.

—Han cambiado las cosas de sitio —murmuro—. El ordenador estaba encendido…

—¿Falta algo? —pregunta el portero, siguiéndome abiertamente la corriente—. ¿Quiere que llame a la policía?

—No —respondo con voz neutral. Y luego repito—: No.

—Ha sido una noche tranquila.

—Bueno… —Retrocedo—. Me alegro.

Estoy comiendo en Commes Ça con una actriz que he conocido esta mañana en el casting. En cuanto ha entrado en la oficina del director de casting en Culver City ha emitido una onda de amenaza continua que me ha dejado aturdido, lo que me ha servido de máscara, de modo que en apariencia me he quedado tan pancho. No me he enterado de quién es su agente ni de la compañía que la representa —alguien la ha recomendado— y estoy pensando en lo distintas que serían las cosas si lo hubiera hecho. Se han desvanecido algunas tensiones, pero siempre son reemplazadas por otras nuevas. Está bebiendo una copa de champán con las gafas todavía puestas y no para de tocarse el pelo hablando vagamente de su vida. Vive en Elysian Park. Es cabaretera en el Formosa Café. Me retuerzo en mi silla mientras contesta un mensaje de texto. Ella se da cuenta y me ofrece una disculpa que no es precisamente evasiva, pero sí premeditada. Como todo lo que hace busca una reacción.

—¿Qué planes tienes para Navidad? —pregunto.

—Estar con la familia.

—¿Será divertido?

—Depende. —Me mira interrogante—, ¿Por qué?

Me encojo de hombros.

—Me interesa.

Vuelve a tocarse el pelo, suelto y rubio. Mancha ligeramente una servilleta al limpiarse los labios con ella. Menciono las fiestas a las que fui anoche. La actriz está impresionada, sobre todo por la primera. Dice que conocía a gente en esa fiesta. Le habría gustado ir, pero tenía que trabajar. Quiere saber si vi a cierto actor joven. Cuando le respondo que sí, la expresión de su cara me hace caer en algo. Ella lo nota.

—Lo siento —dice—. Es un idiota.

Algunas personas de esa fiesta, dice, son bichos raros, luego menciona una droga de la que nunca he oído hablar, me cuenta una historia sobre pasamontañas, zombies, una furgoneta, cadenas y una comunidad secreta, y me pregunta por una hispana que desapareció en algún desierto. Suelta el nombre de una actriz de la que nunca he oído hablar. Estoy tratando de concentrarme y de vivir el momento, no quiero perder todo ese romanticismo. Sale a colación Concealed, una película cuyo guión escribí yo. Luego lo pillo: me ha preguntado por el joven actor que iba con la chica despampanante porque tenía un pequeño papel en Concealed.

—La verdad es que no quiero saberlo. —Estoy mirando el tráfico de Melrose—. No me quedé mucho rato. Tenía que pasar por otra fiesta.

Y de pronto recuerdo a la chica rubia que salió de las sombras de Bel Air. Me sorprende que se me haya quedado grabada, que su imagen haya perdurado tanto tiempo.

—¿Cómo crees que ha ido? —pregunta.

—Has estado genial. Ya te lo he dicho.

Ella se ríe, complacida. Podría tener veinte años. O treinta. No sabría decirlo. Y si pudiera todo habría terminado. El destino. «Destino» es la palabra en la que estoy pensando. La actriz murmura una frase de The Listeners. Me he asegurado de que el director y el productor no están interesados en ella antes de proponerle salir. Esa es la única razón por la que está comiendo conmigo, y ya he pasado muchas veces por esto y me doy cuenta de que esta noche hay otro estreno y a las seis tengo una reunión con el productor en Westwood. Miro el reloj. Me he dejado la tarde libre. La actriz vacía la copa de champán. Un camarero atractivo y atento se la llena de nuevo. Yo no he pedido nada para beber porque algo más está surtiendo efecto. Necesito llevar esto al siguiente nivel si quiero que salga bien.

—¿Estás contento? —pregunta ella.

—Sí —respondo sobresaltado—. ¿Y tú?

Ella se echa hacia delante.

—Podría estarlo.

—¿Qué quieres hacer?

La miro directamente a la cara.

Pasamos una hora en el dormitorio de mi apartamento de la planta quince del Doheny Plaza. Eso es todo lo que hace falta. Luego ella dice que se siente desconectada de la realidad. Le digo que no importa. Me sonrojo cuando me dice que tengo unas manos muy bonitas.

El estreno es en el Village y la fiesta que sigue, recargada y fantasiosa, en el hotel W. (Iba a ser en el Napa Valley Grille, pero debido al exceso de gente la han trasladado a este local menos accesible pero más amplio.) Verte obligado a ver durante dos horas y media a gente fingiendo que grita y llora puede empujarte a un estado oscuro del que tardas un día en regresar, pero me parece una película bien hecha y coherente (lo que siempre es un milagro), aunque a ratos tuve que pensar en cosas horribles para no dormirme. Estoy de pie junto a la piscina hablando con una joven actriz sobre el ayuno y sus clases de yoga, y lo supercontenta que está de hacer una película sobre sacrificios humanos, y su timidez inicial —evidente en sus grandes y tiernos ojos— es alentadora. Pero de pronto dices algo que no debes y esos ojos reflejan una desconfianza innata mezclada con una curiosidad persistente que tienen en común todos los presentes, y se va y, levantando la vista hacia el hotel en medio de la gente, con el móvil en la mano, empiezo a contar en cuántas habitaciones hay luz y en cuántas no, luego me doy cuenta de que me he acostado con cinco personas distintas en ese hotel, y que una de ellas ha muerto. Cojo un pedazo de sushi de una bandeja que pasa.

—Bueno, lo has conseguido —digo al ejecutivo que permitió que se hiciera esta película.

Daniel Cárter, a quien conozco desde el primer curso en Camden, es el director, pero nuestra amistad se ha agotado y últimamente me rehuye. Esta noche entiendo por qué: está con Meghan Reynolds, de modo que no puedo ofrecerle las falsas felicitaciones que tenía preparadas. Daniel vendió su primer guión a los veintidós años y desde entonces su carrera ha ido viento en popa.

—Va vestida como una adolescente —comenta Blair—, Supongo que porque lo es.

Me vuelvo hacia Blair, luego recorro la multitud con la mirada hasta localizar a Meghan y a Daniel.

—No pienso darte la razón.

—Todos escogemos, ¿no?

—Tu marido me odia.

—Eso no es cierto.

—Había una chica en tu casa, en la fiesta… —La necesidad de preguntárselo es tan física que no puedo contenerme. Me vuelvo hacia ella—. Da igual.

—Me he enterado de que anoche saliste con Julián.

Blair mira fijamente la piscina, en cuyo fondo brilla el título de la película en letras gigantes.

—¿Te has enterado? —Enciendo un cigarrillo—. ¿Cómo te has enterado si no te lo ha dicho Julián?

Blair no contesta.

—Entonces, ¿sigues en contacto con él? —pregunto—, ¿Por qué? —Un momento de silencio—, ¿Lo sabe Trevor? —Otro momento de silencio—, ¿O es un… detalle sin importancia?

—¿Qué estás insinuando?

—Que me sorprende que me dirijas la palabra.

—Solo quería prevenirte. Eso es todo.

—¿Prevenirme? ¿Contra qué? —pregunto—. Ya he pasado por todo esto. Creo que puedo manejarlo.

—No es molestia —dice ella—. Si puedes hacerme el favor de no hablar con él cuando intente ponerse en contacto contigo, todo será mucho más fácil. —Y luego, para dar énfasis, añade—: Te lo agradecería.

—¿A qué se dedica Julián ahora? Corrió el rumor de que llevaba un servicio de chaperos adolescentes. —Guardo silencio un momento—. Como en los viejos tiempos, pensé.

—Mira, si puedes hacerme este favor, te lo agradecería.

—¿Hablas en serio? ¿O solo es una excusa para volver a hablar conmigo?

—Podrías haber llamado. Podrías haber… —deja la frase interrumpida.

—Lo intenté —digo—. Pero estabas enfadada.

—Enfadada no —dice ella—. Solo… decepcionada. —Se detiene—. No lo intentaste lo suficiente.

Durante unos segundos los dos nos quedamos callados y hay una fría y leve variación con respecto a las numerosas conversaciones que hemos mantenido y estoy pensando en la rubia del porche e imagino que Blair está pensando en la última vez que hicimos el amor. Esa disparidad debería asustarme, pero no es así. Y luego Blair empieza a hablar con un tipo de la CAA y un grupo musical empieza a tocar, lo que tomo como una señal para irme, pero lo que me empuja a irme de la fiesta en realidad es el mensaje que recibo de pronto: «Te estoy vigilando».

Delante del hotel, Rip Millar me agarra del brazo mientras escribo «¿Quién eres?», y tengo que apartarlo de un empujón porque me llevo un susto de muerte. Al principio no lo reconozco. Tiene la cara insólitamente tersa, rehecha de tal modo que los ojos parecen abiertos con perpetua sorpresa; es una cara que imita una cara y parece angustiada. Los labios también son demasiado gruesos. Tiene la piel anaranjada, y el pelo teñido de rubio y engominado con mucho cuidado. Parece que le hayan sumergido en ácido; se le han desprendido trozos, se le ha caído la piel. Está casi provocadoramente grotesco. Anda metido en drogas, pienso. Debe de andar metido en drogas para tener este aspecto. Está con una chica tan joven que la confundo con su hija, pero luego recuerdo que no tiene hijos. La chica se ha hecho tantos retoques que parece deforme. Rip ha sido guapo y su voz es el mismo susurro que cuando teníamos diecinueve años.

—Eh, Clay —dice—, ¿Por qué has vuelto a la ciudad?

—Porque vivo aquí.

El semblante de Rip me escudriña con calma.

—Creía que pasabas la mayor parte del tiempo en Nueva York.

—Bueno, voy y vengo.

—He oído decir que has conocido a una amiga mía.

—¿A quién?

—Sí —dice él con una sonrisa horrible, llena de dientes demasiado blancos—. He oído decir que habéis congeniado.

El miedo va en aumento. De pronto aparece mi BMW negro. Un aparcacoches sostiene la portezuela abierta. La cara horrible me obliga a mirar a todas partes menos a él.

—Rip, tengo que irme. —Señalo el coche en un gesto de impotencia.

—Podríamos comer juntos algún día ahora que has vuelto —dice Rip—, Lo digo en serio.

—De acuerdo, pero ahora tengo que irme.

—Descansado —dice.[1]

—¿Qué significa?

—Quiere decir «Tómatelo con calma» —susurra Rip, agarrando a la niña que está a su lado.

—¿Sí?

—Quiere decir que te relajes.

Vuelve a suceder. Estoy buscando en la nevera una botella de vino blanco mientras espero a que venga la chica cuando me fijo en que falta una Coca-Cola Light y que han cambiado de sitio los envases de cartón y los tarros, y me digo que es imposible, pero después de mirar por el apartamento buscando otras pistas pienso que tal vez no lo sea. Y no oigo los golpecitos en la ventana hasta que estoy mirando el árbol de Navidad: una tira de luces que no está conectada con las demás tiras ha sido desenchufada dejando una veta negra e irregular dentro del árbol iluminado. Este es el detalle que anuncia: quedas advertido. Este es el detalle que me dice: quieren que lo sepas. Bebo un vaso de vodka y luego otro. «¿Quién eres?», escribo. Un minuto después recibo una respuesta de un número oculto que aniquila toda la paz alcanzada por el alcohol. «Le prometí a alguien que no te lo diría.»

Estoy cruzando el Grove para comer con Julián, que me envía un mensaje de texto diciéndome que está sentado a una mesa junto al Pinkberry del Farmers Market. «Creía que habías dicho que yo era una gran equivocación», me ha escrito cuando le he mandado un e-mail poco antes. «Puede que lo seas, pero aun así quiero verte», he respondido. Continúo actuando como si no tuviera la sensación de que me siguen. Continúo sin hacer caso de los mensajes del número oculto diciéndome: «Te estoy vigilando». Me digo que los mensajes de texto son del chico muerto cuyo apartamento compré. Es más fácil así. Esta mañana la chica a la que llamé anoche al llegar del hotel W estaba dormida en el dormitorio. La he despertado y le he dicho que tenía que irse porque iban a venir a limpiar. En las sesiones de casting eran todos chicos y, aunque no ha sido exactamente aburrido, mi presencia no era necesaria. En el coche suena todo el tiempo The National, y las canciones tratan de todo lo que hay neutral dentro del marco del parabrisas («…one time you were blowing young ruffians…»,[2] cantado por encima de la valla publicitaria digital de Sunset que anuncia la nueva película de Pixar), y el miedo da paso a una cólera muda que no tiene más remedio que diluirse en una tristeza simple y adictiva. El brazo de Daniel alrededor de la cintura de Meghan Reynolds a veces me impide ver los semáforos. Luego está la rubia del porche. Ahora casi siempre es su imagen la que distrae mi atención.

—Sabías que Meghan Reynolds está con Daniel —digo—. Los vi anoche. Sabías que estuve con ella este verano. También sabías que ahora está con Daniel.

—Todo el mundo lo sabe —dice Julián, confuso—. ¿Y qué?

—Yo no —digo—. ¿Qué quiere decir todo el mundo?

—Quiere decir que no debes de haber estado atento.

Desvío la conversación hacia la razón que me ha llevado a quedar en el Farmers Market con él. Le pregunto algo sobre Blair. Sigue un silencio bastante largo. La habitual cordialidad de Julián se desvanece con esa pregunta.

—Estuvimos liados, supongo —responde por fin.

—¿Blair y tú?

—Sí.

—No quiere que hables conmigo —digo—. De hecho, me advirtió que no lo hiciera.

—¿Blair te ha pedido que no hables conmigo? ¿Te ha advertido? —Suspira—. Debe de estar muy dolida.

—¿Por qué está tan dolida?

—¿No te lo ha dicho?

—No. No se lo pregunté.

Julián me mira con cierta preocupación, pero enseguida desaparece.

—Porque empecé a salir con otra persona y fue duro para ella cuando rompí.

—¿Quién era la chica?

—Una actriz. Trabaja en el salón-bar de La Cienega.

—¿Lo sabía Trent?

—No le importa —dice Julián—, ¿Por qué lo preguntas?

—Porque le importó cuando fui yo. Y todavía no le es indiferente. Y no sé por qué. —Me callo momentáneamente—, Trent tiene sus propias… inclinaciones.

—Creo que eso era distinto.

—¿Qué… era distinto?

—A Blair todavía le gustas.

Cuando Julián vuelve a hablar lo hace con tono apremiante.

—Mira, forman una familia. Tienen hijos. Han conseguido que funcione. No debería haberlo hecho, pero… no pensé que le haría daño. —Se detiene—. Quiero decir que tú siempre fuiste el que más daño le había hecho. —Calla un momento antes de añadir—: Tú eres el que siempre le ha hecho daño.

—Sí, esta vez no me ha hablado en casi dos años.

—Mi situación era más… no lo sé, típica. Algo previsible —dice Julián—. La chica que conocí era mucho más joven y… —Parece que eso le hace recordar algo—. ¿Qué tal ha ido el casting esta mañana?

—¿Cómo sabías que había un casting esta mañana?

Julián menciona un amigo que iba a hacer la prueba.

—¿Por qué conoces a actores de veintiún años?

—Porque vivo aquí —dice—, Y no tiene veintiuno.

Estamos junto al Audi de Julián en el aparcamiento de Fairfax. Me dispongo a volver a Culver City cuando él comenta vagamente una cita y me doy cuenta de que no le he preguntado nada sobre su vida. En realidad no me interesa. Estoy a punto de irme cuando de pronto le pregunto:

—¿Qué coño le ha pasado a Rip Millar?

Al oírme mencionar ese nombre, la cara se le relaja demasiado.

—No lo sé —dice—, ¿Por qué me lo preguntas?

—Porque tiene un aspecto espeluznante. Me ha pegado un susto.

—¿De qué estás hablando?

—Parece salido de una película de terror. Creía que iba a empezar a babear.

—Oí decir que había heredado una fortuna. De sus abuelos. —Julián guarda silencio un momento—. Inversiones inmobiliarias. Va a abrir una discoteca en Hollywood…

Aflora en él una irritación que nunca he percibido. Luego me cuenta con toda naturalidad algo relacionado con un culto secreto que alentaba a sus seguidores a matarse de hambre…, una especie de tortura, un hasta dónde eres capaz de llegar, y que Rip Millar estuvo relacionado de algún modo con ello.

—Rip dijo algo de que yo había conocido a una amiga suya —murmuro.

—¿Te dio el nombre?

—No se lo pregunté. No quería saber quién era.

Noto que le tiembla la mano cuando se la pasa por el pelo.

—Eh, no le digas a Blair que nos hemos visto, ¿vale? —digo por fin.

Julián me mira con cara de extrañeza.

—Ya no hablo con Blair.

Suspiro.

—Vamos, Julián. Sabía que estuvimos en el Polo Lounge la otra noche.

La expresión de Julián es tan inocente que le creo cuando dice:

—No he hablado con ella desde junio. —Está totalmente relajado. No me aparta la mirada ni un momento—. Hace más de seis meses que no he tenido ningún contacto con ella, Clay.

Reacciona al ver la expresión de mi cara.

—No fui yo quien le dijo que estábamos en el Polo Lounge la otra noche.

En un descanso escucho un mensaje que me ha dejado Laurie en el móvil («Si no quieres hablar conmigo, al menos dime por qué…»), pero lo borro a la mitad. Las oficinas de casting rodean una piscina y están llenas de chicos y chicas que van a presentarse para los tres papeles que quedan. El interés repentino que ha despertado un joven actor en ciernes cuya película más reciente «causó un revuelo en Toronto» ha precipitado la decisión acerca de uno de los papeles que había sobre la mesa, el del hijo de Kevin Spacey. Solo uno de las docenas de chicos que pasaron ayer ha sido aprobado para el otro papel masculino. Jon, el director, no para de quejarse de las chicas. Como The Listeners está ambientado en los ochenta, los cuerpos son un problema.

—No sé qué pasa —dice—. Las chicas están desapareciendo.

—¿Qué quieres decir? —pregunta el productor.

—Son demasiado delgadas. Los pechos falsos no sirven.

—Bueno, sí que sirven —dice Jason, el director del reparto—. Pero te entiendo.

—No sé de qué te quejas —dice el productor, inexpresivo.

—Tienen un aspecto muy poco saludable —insiste el director—, No va con la época, Mark.

La conversación deriva hacia la actriz que se desmayó al dirigirse a su coche después de la audición de ayer —el estrés, la desnutrición— y luego hacia el joven actor al que están pensando dar el papel del hijo de Jeff Bridges.

—¿Qué hay de Clifton? —pregunta el director.

Jason trata de desviar su atención hacia otros actores, pero el director vuelve a insistir.

Clifton es el actor por el que ejercí mis influencias en Concealed, el que me llevé al Doheny cuando me enteré de que salía con una actriz que me interesaba y que no mostraba ningún interés por mí porque no tenía nada que ofrecerle. Estaba claro qué tenía que hacer si quería que hiciera algo por él. El me miró con frialdad desde el bar de un restaurante de La Cienega y dijo: «No estoy buscando un tío. Y aunque lo hiciera, no serías tú». En el lenguaje jovial de los hombres le sugerí que, si no cumplía, me aseguraría de que no le dieran el papel. Titubeó tan poco que el momento se volvió aún más inquietante de lo que había sido al principio. Se limitó a suspirar. «Larguémonos.» No sabría decir si la indiferencia fue verdadera o fingida. Estaba forjándose una carrera. Era un paso necesario. Solo era otro papel que iba a interpretar en la habitación de la planta quince del Doheny Plaza esa noche. El Blackberry de la mesilla que no paró de iluminarse, el falso bronceado y el ano depilado, el camello del Valley que nunca se presentó, las ebrias quejas sobre el Jaguar que había que vender…, los detalles eran tan típicos que podría haber sido cualquiera. El mismo actor ha entrado esta mañana y me ha sonreído brevemente, la primera vez ha leído con voz temblorosa y algo mejor la segunda. Cuando me lo he encontrado en una fiesta o un restaurante, me ha rehuido abiertamente, incluso cuando le di el pésame por su novia, la joven actriz a la que había deseado y que murió de una sobredosis. Como tenía un pequeño papel en un exitoso programa de televisión, su muerte no pasó inadvertida.

—Tiene veinticuatro años —se queja Jason.

—Pero es guapísimo.

El director menciona los rumores sobre la orientación sexual de Clifton, un supuesto trabajo en un sitio web porno hace unos años, un rumor sobre una cita con un actor muy famoso en Santa Bárbara, y su desmentido en la portada de Rolling Stone sobre la nueva película del famoso actor en el que había tenido un pequeño papel: «Nos tiran tanto las chicas que es ridículo».

—Nunca he sabido decir quién tiene pluma —dice el director—, Supongo que se hace el macho.

Luego volvemos a concentrarnos en las chicas.

—¿Quién es la próxima?

—Rain Turner —dice alguien.

Intrigado, levanto la mirada de los mensajes de Laurie, que no paro de borrar, y cojo una foto de un primer plano. Justo cuando la levanto de la mesa, entra la chica del porche de la casa de Bel Air de Trent y Blair y tengo que fingir que no estoy atrapado. Los ojos azules complementan un cuello alto azul claro y una minifalda azul marino, prendas que habría llevado una chica en 1985, la época en que está ambientada la película. Siguen las presentaciones y empieza la audición: mala, estridente, monótona, el director le hace releer cada dos líneas, pero algo sucede. Me mira fijamente, y la mirada que le devuelvo es el principio de todo, y me imagino el futuro: «¿Por qué me odias?», imagino que dice la voz angustiada de una chica. «¿Qué te he hecho?», imagino que grita otra persona.

Durante la audición veo en mi portátil la página de IMDb de Rain Turner. Lee para otro papel y me doy cuenta con pánico de que nunca la llamarán. No es más que otra chica que, gracias a su físico —su moneda de cambio en este mundo—, se las ha ido arreglando y no será divertido verla envejecer. Estas simples realidades, que conozco tan bien, hacen que todo me parezca complicado. De pronto recibo un mensaje de texto —«¿Quién es?»— y tardo un rato en comprender que es de la chica con la que estuve coqueteando en el Admiral’s Club del JFK la tarde que volé aquí. Cuando levanto la vista, caigo en la cuenta de que nunca me he fijado en el árbol de Navidad blanco que hay junto a la piscina, ni en que el árbol de Navidad queda enmarcado por la ventana junto a la pared donde hay un cartel de Sunset Boulevard.

Estoy acompañando a Rain a su coche, que ha aparcado a la entrada de las oficinas de Washington Boulevard.

—Entonces, ¿esta es la película en la que querías que actuara? —me pregunta.

—Podría serlo. No pensaba que me habías reconocido.

—Por supuesto que sí.

—Me siento halagado. —Un momento de silencio, luego voy a por todas—: ¿Por qué no te has presentado al productor? También estaba en la fiesta.

Ella sonríe como si estuviera asombrada y levanta un brazo para golpearme. Se lo aparto juguetón.

—¿Siempre eres tan descarado antes de la hora del cóctel? —pregunta.

Es encantadora, pero hay algo ensayado en su encanto, algo frágil. Si la sonrisa asombrada parece inocente es porque siempre hay algo más oculto en las comisuras.

—O podrías haber ido directamente al director —digo en broma.

Ella se ríe.

—Tiene mujer.

—Vive en Australia.

—He oído decir que no le gustan las chicas —susurra.

—Entonces, ¿soy una rareza?

—¿Qué es eso? —dice ella, tratando de disimular un breve momento de confusión.

—¿El guionista respetado? —sugiero con cierta ironía.

—También eres productor en esta película.

—Es cierto. ¿Qué papel te gusta más?

—El de Martina —responde Rain, concentrádose de inmediato—. Creo que es el que me va más.

Antes de llegar a su coche he averiguado que vive en un apartamento de Orange Grove, junto a Fountain, y que tiene una compañera de piso, lo que lo hará todo mucho más fácil. La transparencia de nuestro acuerdo: lo maneja a la perfección, y la admiro por eso. Todo lo que dice es un océano de signos. Escuchándola me doy cuenta de que es un montón de chicas a la vez, pero ¿cuál de ellas me está hablando? ¿Cuál de ellas volverá al apartamento de Orange Grove en el BMW verde con una matrícula personalizada en la que se lee «abundancia»? ¿Cuál subirá a la habitación del Doheny Plaza? Nos intercambiamos los números de teléfono. Ella se pone las gafas de sol.

—¿Crees que tengo alguna posibilidad? —pregunta.

—Creo que resultarás divertida —digo.

—¿Cómo puedes decirme eso? Mucha gente no sabe cómo manejarme.

—¿Por qué no dejas que lo compruebe por mí mismo?

—¿Cómo sé que no estás loco? —pregunta—, ¿Cómo sé que no eres el tipo más loco que he conocido en mi vida?

—Tendrás que ponerme a prueba.

—Tienes mis datos —dice ella—. Pensaré en ello.

—Rain. Ese no es tu verdadero nombre.

—¿Importa?

—Bueno, eso me lleva a preguntarme qué más hay de falso en ti.

—Eso es porque eres escritor. Porque te ganas la vida inventando cosas.

—¿Y?

Se encoge de hombros.

—He descubierto que a los escritores les suele preocupar esa clase de cosas.

—¿Qué clase de cosas?

Se sube al coche.

—Esa clase de cosas.

El doctor Wolf tiene su consulta en un edificio corriente de Sawtelle. Es de mi edad, su principal clientela son actores y guionistas, y las sesiones de trescientos dólares las cubre parcialmente el seguro del Writers’ Guild, el sindicato de guionistas. Me lo recomendó el verano pasado un actor cuya carrera estancada precipitó una recaída, y eso fue en julio, después de que la crisis a causa de Meghan Reynols entrara en su fase más intensa. En la primera sesión el doctor Wolf me interrumpió cuando empecé a leer en alto los e-mails de Meghan que guardaba en mi iPhone, y pasamos a hacer el ejercicio de Inversión del Deseo: quiero sufrir, quiero sufrir, sufrir me hace libre. Y una tarde de agosto salí a mitad de sesión indignado y fui hasta Santa Mónica Boulevard, donde dejé el coche en un aparcamiento desierto y vi una nueva copia de El desprecio en el Nuart, repantigado en la primera fila aplastando una caja de caramelos, y cuando salí del cine me quedé mirando la valla publicitaria digital que daba al aparcamiento: una cama deshecha con las sábanas arrugadas y un cuerpo desnudo medio iluminado en la habitación a oscuras, con letras helvéticas blancas curvándose sobre la carne.

Las fotos de desnudos que me envía Rain más tarde (llegan mucho antes de lo que esperaba) son artísticas y aburridas (en tono sepia, desenfocadas, posando) o sórdidas y provocativas (en un balcón con las piernas abiertas, con un móvil en una mano y un cigarrillo apagado en la otra; de pie junto a un colchón cubierto con una sábana azul en un dormitorio anónimo, los dedos abiertos sobre la parte inferior de su abdomen), pero cada una es una invitación, cada una juguetea con la idea de que esa exhibición puede asegurarle la fama. En el cóctel que tiene lugar en una suite de Chateau Marmont —donde hemos tenido que firmar un contrato de confidencialidad para asistir— nadie dice nada ni remotamente tan interesante como lo que las fotos de Rain prometen. Esas fotos ofrecen una tensión, algo distinto que no está presente en la suite con vistas a Sunset. Es el mismo diálogo («Qué está pasando con The Listeners?» «¿Has estado los cuatro últimos meses en Nueva York?» «¿Por qué estás tan delgado?») pronunciado por los mismos actores (Pierce, Kim, Alana) y las habitaciones podrían perfectamente estar vacías y mis respuestas a las preguntas («Sí, todo el mundo ha sido advertido del desnudo», «Estoy cansado de Nueva York», «He cambiado de entrenador, hago yoga») podrían haber estado compuestas de sonidos de ave lejanos. Es la última fiesta antes de que todo el mundo se vaya de la ciudad y me están hablando de los lugares habituales en Hawai, Aspen, Palm Springs, varias islas privadas, y la fiesta la da un actor británico que se aloja en el hotel y que ha hecho de malo en una película basada en un cómic que yo he adaptado. Suena a todo volumen «Werewolves of London», y en las pantallas de televisión repiten una y otra vez un vídeo de una ceremonia en el Kodak Theater. Ha corrido rápidamente por toda la ciudad una historia horrible sobre una joven actriz hispana cuyo cuerpo fue encontrado en una fosa común al otro lado de la frontera, y por alguna razón está relacionada con un cartel de narcotráfico de Tijuana. Una maraña de cadáveres desperdigados por la fosa. Con las lenguas arrancadas. Y cada vez que se cuenta la historia se vuelve más disparatada: ahora hay un barril de ácido industrial lleno de restos humanos licuados. A modo de advertencia, han tirado un cuerpo frente a una escuela de primaria, con un mensaje insultante. No paro de mirar las fotos que Rain me ha enviado a través de earthlink.net desde allamericangirlUSA (asunto: «Eh, loco, vámonos») cuando me interrumpe un mensaje de texto de un número oculto.

«Te estoy vigilando.»

Respondo: «¿Eres la misma persona?».

Estoy mirando fijamente una pared con fotogramas de películas sin título de Cindy Sherman cuando vibra el móvil en mi mano con la respuesta.

«No, soy otra.»

Un grupo de chicos ha reservado una mesa en un nuevo salón-bar de La Cienega y me dejo invitar mientras espero un taxi y ellos esperan sus coches frente al bar Marmont y estoy mirando los parapetos del Chateau y pensando en el año que viví allí, después de dejar El Royale y antes de mudarme al Doheny Plaza —las reuniones de Alcohólicos Anónimos en Robertson y Melrose, los margaritas de veinte dólares del servicio de habitaciones, la adolescente que me tiré en el sofá de la habitación 44—, cuando veo a Rip Millar detenerse en un Porsche descapotable. Me escondo en la penumbra mientras se acerca al hotel cogiendo por la muñeca a una chica que lleva un vestido corto, y uno de los tipos lo llama y él se vuelve y hace un ruido que podría pasar por una carcajada, luego dice con voz cantarina: «¡Que os divirtáis!». Como esta noche he empezado con champán, mi lucidez no se ha agotado y ante mí aún no se extiende la zona muerta, y estoy en el Aston Martin de alguien que se está jactando de tener una puta mantenida en su piso de Abbot Kinney, al este de los canales de Venice, y otra en una suite del Huntley. Murmuro la frase del eslogan del hotel («El mar en un mar de caras conocidas») mientras pasamos por delante de las limusinas y de los grupos de paparazzi que hay fuera de Koi y STK, y de pie en la acera delante de Reveal estoy mirando los cipreses que se elevan hacia el cielo nocturno cuando dos tipos de la fiesta del Chateau se acercan al aparcacoches, y no conozco a ninguno en realidad, de modo que todo resulta cómodo; Wayne es un productor con un contrato en Lionsgate que no está yendo a ninguna parte, y Kit, un abogado del mundo del espectáculo que trabaja en un bufete de Beverly Hills. Banks, que me ha traído en coche, es un creador de reality shows. Cuando le pregunto por qué ha escogido Reveal como local, responde: «Me lo ha recomendado Rip Millar. Rip nos ha traído aquí».

Dentro está de bote en bote, hay un ambiente vagamente peruano, las voces rebotan en los techos altos y el sonido amplificado de una cascada de agua rivaliza con la canción de Beck que suena a todo volumen por el salón. Mientras el dueño nos conduce a nuestra mesa, dos chicas delgadas como el papel me paran en la entrada del comedor y me recuerdan una noche en el Mercer de Nueva York del pasado octubre. No me acosté con ninguna de ellas —solo esnifamos coca y vimos The Hills—, pero los tipos se sienten atraídos. Alguien menciona a Meghan Reynolds y me pongo tenso.

—Es interesante lo que sacas de todo esto —dice Kit una vez que nos sentamos alrededor de una mesa en el centro de la sala—. ¿No es agotador?

—Es una pregunta que encierra un montón de preguntas —respondo.

—¿Sabes el chiste de la actriz polaca? —pregunta Banks—. Vino a Hollywood y se tiró al guionista. —Calla un momento y me mira—. Supongo que no es muy gracioso.

—Actúa en mi película y te convertiré en una estrella —dice Kit con voz infantil.

—Es evidente que Clay no subestima el factor desesperación en esta ciudad —dice Wayne.

—En un lugar donde hay tanta amargura —dice Banks con cierta ligereza— todo es posible, ¿no?

—¿Posible? Eh, a mí me parece increíble. —Kit se encoge de hombros.

—Creo que Clay es muy pragmático —dice Banks—, Lo increíble es seguir aferrado a una debilitada fe en el amor, Kit. —Hace una pausa—, Pero así soy yo.

—Quiero decir que eres atractivo para tu edad —me dice Kit—, pero realmente no tienes poder.

Banks reflexiona sobre esas palabras.

—Supongo que tarde o temprano acaban enterándose.

—Sí, pero siempre son reemplazadas, Banks —dice Wayne—. Cada día hay todo un ejército de retrasadas impacientes por ser deshonradas.

—No hace falta que me recordéis que no cuento en realidad…, pero supongo que puedo ser útil. —Suspiro sin perder la calma—. Aseguraos de que tenéis algo que ver con la producción. Llevaos bien con el director. Conoced a los encargados del casting. Todo ayuda a la causa. —Guardo silencio un momento para crear el efecto deseado antes de añadir—: Tengo mucha paciencia.

—Es un plan —dice Kit—, Muy… sutil.

—Es una filosofía.

—Solo es mi forma de funcionar.

Wayne levanta la vista, tomando nota de mi voz sin inflexiones.

—Supongo que tiene sentido. Has estado involucrado en éxitos de alto perfil —murmura Wayne—, por si sirve de algo.

Kit se echa hacia delante.

—No solo es una buena forma de hacer amigos.

Banks cierra el menú cuando el dueño se inclina para susurrarle algo. Josh Hartnett, que iba a hacer el papel de uno de los hijos en The Listeners y se echó atrás, se acerca y se acuclilla junto a mi silla de bambú, y hablamos de otro guión mío que ha estado circulando, pero su contrita ambivalencia me hace sentir aún más distante de lo que ya me siento. Aunque sé que lo que está diciendo no es cierto, sonrío y le doy la razón. Empiezan a llegar fuentes de pescado crudo junto con botellas de sake Premium heladas, y los tipos se mofan de una película de tiburones muy taquillera cuyo guión escribí, y de la serie sobre brujas que emitieron dos temporadas en Showtime, luego Wayne empieza a hablar de una actriz que lo acosó hasta que le dio un papel en una película sobre un monstruo que parecía un puf parlante. En el momento en que nos traen un postre de cortesía, un elaborado plato de donuts azucarados rociados de caramelo, empieza el último acto de la noche. Estoy paseando la mirada por el local cuando veo la cascada de pelo rubio, los ojos azul pálido muy abiertos, la sonrisa boba que contrarresta su belleza al tiempo que la realza; está hablando por teléfono detrás de la barra. Entonces me doy cuenta de que es el momento de cruzar la línea.

—Sabía que estarías aquí —dice Rain.

—¿Por qué no has dicho nada? —pregunto, despejándome de golpe—. Podrías haber mandado traer unos cócteles.

—He imaginado que ya estabais puestos.

—¿Por qué no has saludado?

—Estaba atendiendo una mesa. Además, al dueño le gusta impresionar a Banks.

—Entonces, ¿aquí es donde trabajas?

—Sí —ronronea—, Glamuroso, ¿verdad?

—Pareces contenta.

—Lo estoy —dice—. Casi me da miedo lo contenta que estoy.

—Vamos, no tengas miedo.

Ella imita a una niña pequeña.

—Bueno, siempre podría estar más contenta.

—Ya —digo pensativo—. Recibí tus fotos.

Cuando vuelvo al Doheny Plaza para esperar a que Rain acabe su turno, me siento en mi despacho y vuelvo a estudiar su página de IMDb buscando pistas. No hay alusión a los últimos dos años, y se detiene bruscamente después del papel de «Christine» en una película de Michael Bay y del de «amiga de Stacy» en un episodio de CSI: Miami, y me sorprendo llenando los huecos, lo que no quiere que nadie sepa. El currículum empieza cuando tenía unos dieciocho años. Hago cálculos a ojo: la fecha de nacimiento ha sido recortada un par de años por lo menos, de modo que le pongo unos veintidós o veintitrés. Fue a la Universidad de Michigan (animadora de los Hombres Lobos, «a estudiar medicina»), pero como no da fechas (si es que realmente estuvo), es difícil confirmar la edad que tiene. Aunque Rain diría que no importa, que la idea de ella con uniforme de animadora es suficiente. Pero el hecho de que no haya fotos suyas de animadora es motivo de más cuchicheos en ese pasillo mal iluminado, y el añadido de «a estudiar medicina» hace que sean aún más intensos.

La información más reciente: Rain introdujo hace una semana que en el número de diciembre de L. A. Confidencial la nombran como una de las solteras más solicitadas, igual que, según descubro no muy sorprendido cuando consulto la revista por Internet, Amanda Flew, la actriz que me encontré en JFK y que me envió un mensaje de texto durante la audición de Rain. La foto de Rain en L. A. Confidencial es el mismo primer plano, seguramente la imagen de sí misma que más le gusta: mirando al vacío delante de la cámara para que sus facciones perfectas puedan hablar por sí solas, pero el atisbo de una sonrisa casi logra convertirse en indicio de una inteligencia que su escote y la carrera que ha escogido contradicen. Y no importa si hay inteligencia, porque en realidad se trata de la imagen, el concepto de una chica como ella, la promesa de sexo. Todo gira en torno a la atracción. La página de MySpace no me revela nada al principio, aparte de que su grupo musical preferido es The Fray. Suena «How to Save a Life» cuando abres la página. Estoy a punto de echarle un vistazo cuando recibo un mensaje de texto de un número oculto.

Bajo la mirada al teléfono que está encima del escritorio.

Leo en la pantalla: «Te estoy vigilando».

En lugar de ignorarlo y apartarme, contesto: «¿Dónde estoy?».

Antes de que llegue otro mensaje ya he ido a la cocina y me he servido un vaso de vodka. Cuando cojo de nuevo el teléfono del despacho, me quedo helado.

«Estás en casa.»

Aparto el auricular de mi cara y miro por la ventana.

Luego escribo: «Te equivocas».

Tarda un minuto en iluminarse de nuevo la pantalla indicándome que tengo una respuesta.

«Te veo —leo—. Estás de pie en tu despacho.»

Vuelvo a mirar por la ventana y me sorprendo cuando me veo retroceder hasta una pared. El piso de pronto parece muy vacío pero no lo está —hay voces que, como siempre, tardan en silenciarse—, y apago las luces y me acerco despacio al balcón, y debajo de las frondas oscilantes de una palmera veo el jeep azul aparcado en la esquina de Elevado, y enciendo las luces y me acerco a la puerta y la abro, y miro hacia el pasillo art déco antes de dirigirme a los ascensores.

Paso por delante del portero de noche y abro de un empujón las puertas del vestíbulo y paso rápidamente junto al guardia de seguridad y corro a trompicones hacia Elevado y justo cuando doblo la esquina el jeep pone las largas cegándome. El jeep arranca y hace virar bruscamente a una furgoneta que sube por Doheny cuando tuerce a la derecha y avanza dando tumbos hacia Sunset, y cuando levanto la mirada estoy exactamente donde estaba aparcado el jeep y a través de las ramas de los árboles veo las luces de mi piso, y si no fuera por algún coche que pasa, Elevado está oscuro y silencioso. No aparto los ojos de las ventanas de mi despacho vacío mientras regreso a la planta quince del Doheny Plaza, donde hace unos momentos estaba de pie y era vigilado desde el jeep azul, y me doy cuenta de que estoy jadeando mientras paso por delante del guardia de seguridad, y aflojo el paso, tratando de recuperar el aliento, y le sonrío, pero cuando estoy a punto de entrar un BMW verde se detiene.

—Me encanta la vista —dice Rain con un vaso de tequila en la mano, de pie en el balcón, desde el que se domina toda la ciudad.

Estoy mirando por encima de ella el lugar donde estaba aparcado el jeep y son las tres de la madrugada y me coloco detrás de ella y abajo el viento inclina con suavidad las frondas de las palmeras sobre el agua ondulada de la piscina iluminada del Doheny Plaza y la única luz del piso viene del árbol de Navidad de la esquina y de fondo suena muy bajito «A Long December» de Counting Crows.

—¿No tienes novio? —pregunto—, ¿Alguien… de una edad más acorde con la tuya?

—Los chicos de mi edad son idiotas —dice ella volviéndose—. Son horribles.

—Tengo algo que decirte —digo, inclinándome hacia ella—. Los de mi edad también lo son.

—Pero tú estás bien para los años que tienes —dice ella, acariciándome la cara—. Aparentas diez menos. Te has retocado, ¿verdad?

Con los dedos de una mano me acaricia el pelo, que me he teñido hace una semana, mientras con la otra recorre la manga de la camiseta con el logo del monopatín. En el dormitorio me deja que se lo coma y cuando se corre deja que la penetre.

Durante la última semana de diciembre, si no estamos en la cama estamos en el cine o viendo copias de películas y Rain asiente cuando le señalo los defectos de la película que acabamos de ver y no discute. «A mí me ha gustado», dándole un tono ligero a todo, con el labio superior provocativamente levantado, los ojos siempre rojos por haberlos forzado, programados para no cuestionar ni negar nada. He aquí alguien que está tratando de mantenerse joven porque sabe que lo que más te importa es la superficie juvenil. Se supone que esto es parte del atractivo: mantenerlo todo joven y suave, mantenerlo todo en la superficie, aun sabiendo que la superficie se gasta y que no puede durar siempre; aprovechar antes de que aparezca la fecha de caducidad. La superficie que ofrece Rain es realmente todo lo que hay, y como hay montones de chicas como ella, otra parte de su atractivo es observar cómo intenta averiguar por qué estoy tan interesado en ella y no en otra.

—¿Soy la única en la que estás interesado? —me pregunta—. Quiero decir para el papel.

Recorro con la mirada el dormitorio en el que estamos tumbados hasta que me detengo en sus ojos.

—Sí.

—¿Por qué? —Luego, con una sonrisa burlona—: ¿Por qué yo?

Esta pregunta y el silencio que sigue la dejan deseando dar una información que en el dormitorio de la planta quince del Doheny Plaza no tiene razón de ser. Pasas por alto por qué se fue de Lansing a los diecisiete años y sus insinuaciones sobre un tío que abusaba de ella (una jugada para suscitar compasión que amenaza con borrar la carnalidad) y por qué dejó la Universidad de Michigan (no le pregunto si llegó a matricularse) y qué la llevó a hacer incursiones en Nueva York y Miami antes de aterrizar en Los Ángeles, y no preguntas qué tuvo que hacer con el fotógrafo que la descubrió cuando trabajaba de camarera en el café de Melrose ni sobre la carrera de modelo de ropa interior que probablemente parecía prometer a los diecinueve y que la condujo a hacer los anuncios que la llevaron a conseguir un par de pequeños papeles en películas y a no poner definitivamente todas sus esperanzas en la tercera parte de una serie de terror que no fue más que algo pasajero, y luego el rápido descenso a los pequeños papeles en programas de televisión de los que nunca has oído hablar, el programa piloto que nunca llegó a emitirse, y, cubriendo todo lo demás, la fría humillación de los trabajos de camarera y los favores por los que consiguió el puesto de acomodadora en Reveal. Decodificándolo todo, atas cabos hasta llegar al agente que pasa de ella. Empiezas a entender a través de sus calladas quejas que la compañía que la representa ha perdido el interés. Su necesidad es tan grande que acabas envuelto en ella; esta necesidad es tan enorme que te das cuenta de que en realidad puedes controlarla, y lo sabes porque lo has hecho antes.

Estamos sentados en mi despacho desnudos y borrachos de champán mientras me enseña fotos de un desfile de Calvin Klein, cintas de audiciones que le grabó un amigo, un book de modelo, fotos de paparazzi en eventos de segunda categoría —la inauguración de una zapatería en Canon, una fiesta benéfica en una casa particular en Brentwood, de pie con un grupo de chicas en la mansión Playboy en la fiesta del «Sueño de una noche de verano»—, pero al parecer siempre acabamos en el dormitorio.

—¿Qué quieres que te regale por Navidad? —pregunta.

—Esto. Tú. —Sonrío—. ¿Tú qué quieres?

—Quiero un papel en tu película. Ya lo sabes.

—¿Sí? —pregunto recorriéndole el muslo con una mano—, ¿En mi película? ¿Qué papel?

—El papel de Martina.

Me besa mientras desliza la mano hasta mi polla, la agarra, la suelta, la vuelve a agarrar.

—Voy a intentar que te lo den.

La pausa es involuntaria, pero al cabo de un segundo se recupera.

—¿Intentar?

Si no estamos en la cama o viendo películas, estamos en el Bristol Faros de debajo comprando champán o en la tienda de Apple del Westfield Malí en Century City porque ella necesita un ordenador nuevo y también quiere un iPhone («Es Navidad», ronronea como si importara), y dejo el BMW a la entrada del centro comercial y noto las miradas de los tipos que se llevan el coche, y ella también las nota y aprieta el paso tirando de mí mientras habla distraída con alguien por el móvil, un gesto autoprotector, una forma de combatir las miradas no reconociéndolas. Esas miradas son siempre un triste recordatorio de la vida de una chica guapa en esta ciudad, y aunque he estado con otras mujeres guapas, la neurosis de estas acerca de su físico ya se ha consolidado en una especie de amarga aceptación que Rain no parece compartir. Una de las últimas tardes que pasamos juntos este diciembre, nos dirigimos a la tienda de Apple borrachos de champán, y ella se apoya en mí, con sus gafas de sol Yves Saint Laurent, mientras caminamos bajo el cielo encapotado visible por encima de las torres de Century City, y las campanas de los villancicos suenan por todas partes, y ella está feliz porque acabamos de ver una cinta suya que incluye sus dos escenas en una película de Jim Carrey, un drama que fracasó. (Después de entornar los ojos ante la pantalla, la he elogiado con entusiasmo y le he preguntado por qué no aparece la película en su currículum, y ella ha admitido que cortaron sus escenas.) Sigue preguntándome si le estoy diciendo la verdad sobre sus escenas mientras caminamos hacia la tienda de Apple y le aseguro que sí en lugar de confesarle lo horrible que me ha parecido su interpretación. Era imposible conservar esas escenas en la película; la decisión de cortarlas fue la correcta. (Tengo que dejar de preguntarme cómo consiguió el papel, porque eso sería entrar en un laberinto sin salida.) Lo que me mantiene interesado —siempre es así— es cómo puede ser tan mala actriz en la pantalla y tan buena en la vida real. Aquí es donde está normalmente el suspense de todo. Y más tarde, tumbado en la cama llevándome una copa de champán a los labios, pienso esperanzado, por primera vez desde Meghan Reynolds, que tal vez conmigo no está actuando.

La última semana de diciembre estamos en el Bristol Faros de Doheny comprando otra caja de champán cuando la pierdo en uno de los pasillos y me quedo aturdido al caer en la cuenta de que el supermercado había sido el Chasen’s, el restaurante en el que celebré varias Nochebuenas con mis padres cuando era adolescente, y de pie en la sección de verduras trato de recrear la distribución del restaurante mientras «Do They Know It’s Christmas?» suena por todo el almacén, y cuando no lo consigo siento un triste alivio. Y de pronto me fijo en que Rain no está a mi lado, y echo a andar por los pasillos pensando en las fotos de ella desnuda en un yate, mi mano entre sus piernas, mi lengua en su coño mientras ella se corre, y la encuentro fuera, apoyada contra mi BMW hablando con un tipo atractivo que lleva el brazo en cabestrillo y al que no reconozco, y él se aleja mientras yo me acerco empujando el carro, y cuando le pregunto a ella quién es sonríe tranquilizadora y responde «Graham» y luego añade «Nadie» y luego «Es mago». La beso en la boca. Ella mira alrededor, nerviosa. La veo reflejada en la ventanilla del BMW.

—¿Qué pasa?

—Aquí no —dice ella, pero como si «Aquí no» fuera una promesa de algún sitio mejor.

El aparcamiento desierto de pronto se vuelve gélido, el aire es tan frío que riela.

Durante la semana que pasamos juntos las cosas no acaban de fluir, hay lapsus, pero Rain actúa como si no importara, lo que contribuye a que desaparezca la causa del miedo. Ella lo suple con algo en lo que es fácil sumergirse. Algunos de mis amigos que siguen en la ciudad querían quedar a cenar en el Sona, por ejemplo, pero la invitación le provocó una ansiedad tan poco propia de ella que por un momento se volvió reveladora. («No quiero estar con nadie más que contigo», es la excusa que pone.) Pero los lapsos y las evasivas no son escandalosos; Rain sigue siendo lo bastante relajante como para que los mensajes de texto de los números ocultos dejen de llegar y para que el jeep azul desaparezca junto con mi deseo de empezar a trabajar de nuevo en los proyectos en los que estoy colaborando y los largos silencios meditabundos han desaparecido y el frasco de Viagra del cajón de la mesilla de noche está intacto y los fantasmas que lo movían todo de sitio en el apartamento han huido y Rain hace que me crea que lo nuestro tiene futuro. Me convence de que está sucediendo de verdad. Meghan Reynolds se vuelve borrosa porque Rain exige que me concentre en ella y porque todo en ella surte efecto en mí, y no soy consciente de en qué momento se convierte en algo que está más allá del simple trabajo y por primera vez desde Meghan Reynolds cometo el error de dejar que me importe. Pero hay un solo hecho zumbando ruidosamente por encima de todo que intento inútilmente pasar por alto, porque es lo único que mantiene el equilibrio en su lugar. Es lo que no me deja caer del todo. Es lo que me impide derrumbarme: ella es demasiado mayor para el papel que cree que va a conseguir.

—Entonces, ¿cuándo me ayudarás?

Estamos sentados en el café que hay debajo del Doheny Plaza, disfrutando tranquilamente de un desayuno tardío, dejando atrás la resaca del Xanax y de la hierba que fumamos anoche.

—Creo que deberías hacer las llamadas lo antes posible —dice, mirándose en el espejo—. En cuanto vuelva todo el mundo.

Sonrío con calma, asintiendo. Finjo no ver las arrugas de recelo que aparecen en su cara aun después de quitarme las gafas de sol y la tranquilizo con un «Sí» seguido de un beso ardiente.

Esta supuesta paz solo dura alrededor de una semana. Siempre existe la posibilidad de que ocurra algo aterrador, y normalmente ocurre. Dos días antes de que encuentren el cuerpo de Kelly Montrose, Rain se despierta y comenta que ha tenido un sueño. Yo ya estoy levantado, haciéndole fotos mientras duerme, y hace una mueca cuando le hago otra mientras me explica que en su sueño ha visto a un hombre joven en mi cocina, un chico en realidad, pero lo bastante mayor para ser deseable, y que se le quedaba mirando, y que tenía sangre seca por encima del labio superior y un tatuaje borroso de un dragón en el brazo, y que el chico le decía que había querido vivir allí en 1508, pero que no se preocupara, que tuvo suerte, y entonces su cara se volvía negra y le enseñaba los dientes, y de pronto era polvo, y le hablo a Rain del calavera al que perteneció este apartamento y de que el edificio está encantado, que de noche los vampiros se esconden en las palmeras que rodean el edificio y esperan a que se apaguen las luces, y luego deambulan por los pasillos, y Rain por fin presta atención a la cámara y se anima, y sigo haciendo fotos con la cabeza apoyada en una almohada mientras ella mira el televisor de pantalla plana —una toma de gente saliendo en estampida de una selva, un episodio de Perdidos—, y cojo una Corona de la mesilla de noche.

—Los vampiros no deambulan por los pasillos —murmura ella por fin, recuperada—. Los vampiros son los dueños de todo.

Y luego repasamos el papel de Martina en The Listeners.

Corría el rumor de que Kelly Montrose estaba saliendo con la actriz hispana a la que habían encontrado en una fosa común poco antes de Navidad. La última vez que alguien lo había visto fue en una cancha de tenis de Palm Springs una tarde de mediados de diciembre. Su cuerpo desnudo había sido arrastrado por una carretera de Juárez y arrojado contra un árbol. A los otros dos hombres los encontraron cerca, sepultados bajo bloques de cemento. A Kelly le habían arrancado la piel de la cara y amputado las manos, y en su cuerpo había una nota clavada en la que se leía «¿Cabrón?, ¿cabrón?, ¿cabrón?». Cosas que no sabía de Kelly: su adicción al cristal, una madrastra que murió en una operación de cirugía plástica, sus supuestos contactos con el cártel del narcotráfico. Este descubrimiento parece solo tangencial, ya que no conocía mucho a Kelly Montrose —él producía películas y habíamos hablado varias veces sobre varios proyectos— y nunca estuvo lo bastante unido a nadie que yo conociera para condicionar ninguna de mis relaciones. El día anterior al descubrimiento de Kelly Montrose, Rain está distante: se pasea por el balcón, envía mensajes de texto, recibe y devuelve llamadas, cada vez más agitada, apoyada contra la barandilla y mirando a dos hombres que hacen footing sin camisa por la calle. Cuando le pregunto qué le pasa, empieza a culpar a su familia. Trato de arrastrarla de nuevo al dormitorio, pero ella siempre se resiste, prometiendo: «Ahora, ahora…». Después de tomarse dos tequilas holgazanea en el balcón en tanga sin hacer caso del helicóptero que desciende sobre ella, y esa noche en el oscuro dormitorio del Doheny Plaza, borracho de margaritas, con velas encendidas alrededor de ella, mientras me quejo de otra película que pasan en la gigante pantalla plana, Rain no puede evitarlo y por primera vez algo la hace desconectar, y cuando por fin me doy cuenta me empieza a temblar la voz y me callo, y ella se limita a preguntar con voz neutral, sin apartar la vista de la pantalla: «¿Qué es lo peor que has hecho nunca?».

—Tengo que ir a San Diego —dice.

Acabo de despertarme y entorno los ojos por la luz que entra a raudales por la ventana. Las persianas están subidas y ella da vueltas en la luminosa habitación, recogiendo cosas.

—¿Qué hora es? —pregunto.

—Casi mediodía.

—¿Qué estás haciendo?

—Tengo que ir a San Diego —dice—. Ha surgido algo.

Alargo un brazo y la atraigo hacia la cama.

—Clay, para. Tengo que irme.

—¿Por qué? ¿A quién vas a ver allí?

—A mi madre —murmura—. Mi puta madre loca.

—¿Qué pasa? —preguntó— ¿Qué ha ocurrido?

—Nada. Lo de siempre. No importa. Te llamaré desde allí.

—¿Cuándo volveré a verte?

—Cuando regrese.

—¿Cuándo regresarás?

—No lo sé. Pronto. Dentro de un par de días.

—¿Estás bien? —pregunto—. Anoche parecías ida.

—No, estoy mejor. Estoy bien.

Para aplacarme me besa en la boca.

—Lo he pasado muy bien —dice, acariciándome la cara, y el ruido del aire acondicionado compite con la gran sonrisa, y de pronto la sonrisa y el aire fresco se amplifican en la corriente de cosas, se vuelven casi frenéticos, y la tumbo a mi lado en la cama y, apretando la cara contra sus muslos, inhalo, luego trato de darle la vuelta, pero ella me aparta con suavidad.

Bajo la sábana para enseñarle mi erección, y ella intenta frivolizar y pone los ojos en blanco. De pronto me veo reflejado en un espejo del rincón del dormitorio: un adolescente envejecido. Ella se levanta y recorre la habitación con la mirada para ver si ha olvidado algo. Cojo la cámara de la mesilla y empiezo a hacerle fotos. Ella mira dentro de la bolsa Versace que en su día estuvo llena de coca, algo que también ha contribuido a avivar el sexo, algo que ha ayudado a hacer la fantasía mucho más discreta e inocente de lo que es en realidad, y que me ha llevado a pensar que el deseo es recíproco.

—¿Puedes pedir que me traigan el coche? —pregunta con el entrecejo fruncido mientras comprueba si tiene mensajes.

—No quiero que te vayas.

—He dicho que volveré —murmura distraída.

—No me hagas suplicar. Te lo advierto.

—Aunque lo hicieras, no serviría de nada. —No levanta la mirada cuando lo dice.

—¿Puedo ir contigo?

—Basta.

—Me estoy imaginando cosas.

—No lo hagas.

—Me estoy imaginando que hay muchas versiones de este asunto.

—¿De este asunto? Voy al puto San Diego a ver a mi puta madre.

—Ninguno de los dos quiere admitir que pasa algo —murmuro, sacando otra foto.

—Tú acabas de admitirlo.

Posa un instante. Otro flash.

—Rain, hablo en serio…

—Deja de dramatizar, loco. —De nuevo, la sonrisa traviesa.

—¿Dramatizar? —pregunto inocente—. ¿Quién? ¿Yo?

Lo último que dice antes de irse:

—¿Te asegurarás de que me llaman?

Las vallas publicitarias digitales que brillan en la bruma gris parecen decir «no» y las flores de pascua que bordean la mediana de Sunset Plaza se están muriendo y las torres de Century City siguen envueltas en niebla y el mundo se convierte en una película de ciencia ficción… porque nada de todo eso tiene que ver conmigo. Es un mundo donde ponerte ciego es la única opción. Todo se vuelve más impreciso y abstracto porque los deseos y los caprichos que se han visto continuamente colmados esta última semana de diciembre ya no existen y no quiero reemplazarlos con alguien más porque no hay sustituta —los sitios pornos de adolescentes parecen distintos, repintados de algún modo, nada surte efecto, ya no funcionan—, de modo que recreo mentalmente casi hora por hora el sexo del que hemos disfrutado en el dormitorio estos ocho días que ella ha estado aquí y cuando trato de esbozar un guión que se me ha atragantado, me sale entre sincero e irónico, porque el hecho de que Rain no me devuelva las llamadas ni me conteste los mensajes de texto se convierte en una distracción, y luego, a los tres días escasos de su partida, pasa a ser oficialmente un obstáculo. Las heridas en el pecho y en los brazos, las huellas de sus dedos, los arañazos en los hombros y en los muslos, empiezan a borrarse y dejo de contestar e-mails porque no tengo ganas de cotillear sobre Kelly Montrose, ni de menospreciar los rumores de premios, ni de enterarme de los proyectos de alguien para Sundance, y no tengo motivos para volver a las sesiones de casting de Culver City (porque lo que quiero ya ha sucedido) y sin Rain todo se disipa y la tranquilidad se vuelve imposible, es algo que no puedo controlar. De modo que me encuentro en Sawtelle, en la consulta del doctor Wolf, donde vuelven a ponerse de manifiesto el patrón recurrente y las razones que lo originan, y practicamos técnicas para aliviar el dolor. Y justo cuando creo que voy a ser capaz de sobrellevarlo todo, un jeep azul con las ventanillas tintadas pasa por mi lado en Santa Mónica mientras voy por el cruce de Wilshire. Una hora después recibo un mensaje de texto de un número oculto, el primero en casi once días: «¿Adonde se ha ido?».

Una mañana de la primera semana de enero corren rumores dentro de la comunidad de que ha circulado por Internet un vídeo de la «ejecución» de Kelly Montrose y de que lo han visto «fuentes fidedignas». Se supone que había un link en alguna parte que conducía a otro link, pero el primero se ha retirado y ya no hay nada aparte de varios blogs en los que se discute la «autenticidad» del vídeo. En él salía supuestamente un cuerpo decapitado con una cazadora negra colgando de un puente, un inhóspito desierto bordeado de maleza debajo y una cinta policial agitándose al árido viento, y alguien escribió que el asesinato había tenido lugar en un «laboratorio» de las afueras de Juárez y otro respondió con seguridad que había sido cometido por unos hombres encapuchados en un campo de fútbol, y alguien más añadió: «No, a Kelly Montrose lo mataron en un cementerio abandonado». Pero no hay nada que lo corrobore. Alguien envió una foto de una cabeza decapitada sonriendo en el asiento del pasajero de un todoterreno acribillado por las balas, pero no es Kelly. De hecho, no hay ninguna toma de él siendo arrastrado por una carretera atado con cuerdas, ni primeros planos de cómo le arrancan la piel de la cara o le amputan las manos con música de mariachis de fondo, y una vez que el punto más alto de la emoción y la justificación de los chismorreos se rinden ante la realidad, los rumores sobre los clips de Kelly Montrose entran en una fase crepuscular.

Pero no me importa. Después de buscar los links reemprendo la rutina de mirar las fotos que Rain me envió, y a recordar las promesas que le hice que no estaban relacionadas con The Listeners pero que trataban de agentes y de películas con títulos como Boogeyman 2 y Bait, y se las recuerdo en los mensajes de texto que le envío —«Eli, he hablado con Don y Braxton», «Nate quiere ser tu agente», «Vuelve y repasaremos tu papel» y «Estoy hablando de ti a todo el mundo»—, que ella solo responde en plena noche: «¡Eh, loco, eso suena genial!» y «¡Volveré pronto!», salpicados de emoticones. La causa de que vuelva mi miedo —a diferencia de la de los demás— no es Kelly Montrose. Y vuelve oficialmente, y debido a la ausencia de Rain deja de ser una leve distracción. Luego lo hace el jeep azul que pasó por mi lado una noche en Santa Mónica en la esquina con Elevado y mientras lo miro sombrío otra noche desde la ventana de mi despacho arranca y se va. Y por primera vez me fijo en otro coche, un Mercedes negro que sale despacio de una plaza de aparcamiento que hay un poco más abajo y que sigue al jeep por Doheny en dirección a Sunset. En el apartamento más abajo de Union Square, Laurie ha dejado de escribirme.

—¿Qué has hecho estas vacaciones? —me pregunta Rip Millar cuando en mi móvil aparece un número que no reconozco y contesto compulsivamente, pensando que podría ser Rain.

Después de mencionar unas pocas reuniones familiares y de decir que básicamente he estado trabajando, Rip explica:

—Mi mujer quiso ir a Cabo. Todavía está allí.

Sigue un largo silencio que me veo obligado a llenar.

—¿Qué has estado haciendo tú?

Rip me explica un par de fiestas en las que parece haberse divertido, las pequeñas complicaciones de abrir una discoteca en Hollywood y una cita inútil con un concejal. Me dice que está tumbado en la cama viendo la CNN en su portátil, imágenes de una mezquita en llamas y cuervos volando contra un cielo escarlata.

—Quiero verte —dice—. Quedemos para tomar una copa o comer.

—¿No podemos hablar por teléfono?

—No. Tenemos que vernos en persona.

—¿Tenemos? —pregunto—, ¿Necesitas verme por alguna razón?

—Sí. Hay algo de lo que quiero hablarte.

—Pronto volveré a Nueva York —digo.

—¿Cuándo?

—No lo sé. —Callo un momento—. He de zanjar unos asuntos primero y…

—Sí —murmura—. Supongo que te sobran motivos para quedarte. —Deja la frase suspendida en el aire antes de añadir—: Pero creo que lo que tengo que decirte te interesará mucho.

—Miraré mi agenda y te diré algo.

—¿Tu agenda? —pregunta—. Qué curioso.

—¿Qué es curioso? —replico—. Estoy muy ocupado.

—Eres guionista. ¿Qué quieres decir con que estás ocupado? —Su tono deja de ser relajado—, ¿Con quién andas últimamente?

—Estoy… en el casting casi todo el día.

Un silencio antes de decir:

—Ah, sí.

No es una pregunta.

—Mira, Rip, te llamaré.

—Bueno, ¿y qué tal va The Listeners?

—Va bien. —Estoy esforzándome—. Es muy… estresante.

—Sí, estás muy ocupado. Ya lo has dicho.

Sal de este terreno, hazlo impersonal, concéntrate en los cotilleos, cualquier cosa para suscitar comprensión y poder colgar. Pruebo otra táctica.

—Y estoy muy afectado por lo de Kelly. Me ha estresado un montón.

Rip guarda silencio momentáneamente.

—¿Sí? Ya me he enterado. —Otro silencio—. No sabía que estabais tan unidos.

—Sí. Lo estábamos.

El ruido que hace Rip suena como una risa ahogada, un acertijo privado cuya respuesta le divierte.

—Supongo que se encontró en una situación imposible. A saber la clase de gente con la que se juntaría.

Da a las dos frases un ritmo sincopado.

Aparto el móvil de mi oreja y lo miro hasta que me calmo lo bastante para volver a acercarlo. No hay nada que decir.

—Eso es lo que pasa cuando te juntas con elementos peligrosos —es lo único que Rip tiene que ofrecer, y su voz se arrastra hacia mí.

—¿Qué elementos peligrosos?

Una pausa y, por primera vez que yo recuerde, su voz suena ligeramente enfadada.

—¿De verdad tienes que preguntármelo, Clay?

—Mira, Rip. Te llamaré.

—Sí, hazlo. Creo que cuanto antes te enteres de esto, mejor.

—¿Por qué no me lo dices ahora?

—Porque es… personal —responde Rip—. Sí, es muy personal.

Más adelante esa semana, estoy colocado y dando vueltas por la quinta planta del Barney's de Wilshire, comprobando constantemente mi iPhone por si tengo mensajes de Rain que nunca llegan, mirando las etiquetas de los precios que cuelgan de las mangas de las brillantes camisas, prendas con las que exhibirte, incapaz de concentrarme en nada más que en la ausencia de Rain, y en el departamento de ropa para caballero no soy capaz de mantener siquiera la más rudimentaria conversación con un dependiente sobre un traje Prada, y acabo en la barra del Barney Greengrass pidiendo un Bloody Mary y tomándolo con las gafas de sol puestas. Rip está comiendo con Griffin Dyer y Eric Thomas, un concejal con aire de socorrista del que se ha quejado pero con quien ahora parece hacer buenas migas., y lleva una camiseta con una calavera demasiado juvenil para él y unos pantalones japoneses holgados, y me estrecha la mano y, al ver que estoy solo con un Bloody Mary, murmura:

—Así que estás muy ocupado, ¿eh?

Detrás de él siento el viento ardiente que entra en el patio. Sus ojos abiertos por la sorpresa están inyectados en sangre y me fijo en lo musculosos que tiene los brazos.

—Sí.

—¿Aquí sentado? ¿Meditando en el Barney's?

—Sí. —Muevo el taburete y cojo la copa helada.

—Te estás abandonando un poco.

Me toco la mejilla, sorprendido de lo espesa que tengo la barba y del tiempo que hace que no me afeito, y hago rápidamente el cálculo: desde que se fue Rain.

—Sí.

La cara anaranjada piensa un momento y se inclina hacia mí.

—Estás mucho más pasado de rosca de lo que imaginaba, tío.

Se me presenta un entrenador de Equinox que lleva rato mirándome mientras hago ejercicio con mi entrenador y me pregunta que si quiero tomar café con él en el Caffe Primo de al lado. Cade lleva una camiseta negra con la palabra Trainer en pequeñas letras mayúsculas y tiene los labios gruesos y una blanca sonrisa y grandes ojos azules y una barba incipiente cuidadosamente recortada y desprende un olor a limpio, casi antiséptico, y consigue hablar con un tono alegre y hostil a la vez y bebe de una botella llena de un líquido rojizo y está sentado con tanta pose que te das cuenta de que está esperando que alguien se fije en él y mientras estamos sentados a una mesa fuera, bajo una sombrilla adornada con luces de Navidad, miro el tráfico de Sunset y estoy pensando en lo guapo que es el chico de la cinta de andar con la camiseta de I still have a dream y me doy cuenta de que podría no ser irónico.

—He leído The Listeners —dice desviando la mirada de su móvil, donde un mensaje de texto ha estado acaparando su atención.

—¿En serio?

Bebo un sorbo de mi café y ofrezco una sonrisa tensa, sin saber muy bien qué hago aquí.

—Sí, un amigo mío hizo una prueba para el papel de Tim.

—¿Vas a presentarte tú?

—Me gustaría. ¿Crees que podría conseguirme el papel?

—Oh —digo, entendiendo por fin—. Sí, claro.

—Podríamos salir algún día —añade en voz baja, con ensayada timidez.

Me quedo momentáneamente confuso.

—Como… ¿cuándo?

—No lo sé, salir por ahí —dice él—. Ir a un concierto, oír a algún grupo…

—Eso estaría muy bien.

Pasan chicas en trance con una estera de yoga en la mano, llega hasta nosotros un olor a pachulí y a romero, y entreveo el tatuaje de una mariposa en un hombro, y estoy tan nervioso por no haber hablado con Rain en casi cinco días que sigo esperando que se estrelle un coche por Sunset porque el desastre parece inminente y Cade sigue posando como si le hubieran fotografiado toda su vida y frente a la tienda de H&M del otro lado de la plaza hay unos hombres desenrollando una alfombra roja corta.

—¿Por qué has acudido a mí? —pregunto.

—Alguien te señaló.

—Quiero decir que por qué yo. Por qué no otra persona relacionada con la película.

—Bueno… —Cade trata de adivinar por donde voy—. He oído decir que ayudas a la gente.

—¿Ah sí? ¿Quién te ha dicho eso?

La pregunta suena a desafío. Eso le obliga a ser más abierto conmigo de lo que podría haberlo sido.

—Creo que lo conoces.

—¿A quién?

—A Julián. Conoces a Julián Wells, ¿verdad?

Me pongo tenso, a pesar de la inocencia con que ha pronunciado el nombre. Pero de pronto se convierte en otra persona debido a su contacto con Julián.

—Sí. ¿De qué lo conoces tú?

—Trabajé un tiempo para él.

—¿Haciendo qué?

Se encoge de hombros.

—Asuntos personales.

—¿Como secretario?

Cade sonríe y se vuelve, luego me mira de nuevo, tratando de no parecer demasiado preocupado por la pregunta.

—Supongo que sí.

Blair llama para invitarme a una cena la semana que viene en Bel Air y de entrada desconfío, pero cuando añade que es por el cumpleaños de Alana entiendo por qué me está invitando y es una conversación afable e impregnada de comprensión y después de hablar de cosas triviales me resulta bastante fácil preguntar:

—¿Puedo ir con alguien?

Una breve pausa por parte de Blair me hace retroceder en el tiempo.

—Sí, claro —responde con naturalidad—. ¿Con quién?

—Con una amiga. Alguien con quien trabajo.

—¿Quién es? ¿La conozco?

—Es una actriz. Se llama Rain Turner.

Blair guarda silencio. Lo que hemos recuperado hace un momento por teléfono se desvanece.

—Es una actriz —repito—. ¿Hola?

Blair no dice nada.

—¿Blair?

—Mira, pensé que tal vez vendrías solo, pero no quiero verla por aquí —dice rápidamente—. Nunca la habría dejado pasar.

—¿Por qué? —pregunto con voz alarmada—. ¿La conoces?

—Mira, Clay…

—A la mierda. ¿Por qué me invitas, de todos modos? ¿Qué pretendes, Blair? ¿Estás tratando de joderme? ¿Sigues cabreada? Hace dos años que se acabó, Blair.

—Creo que deberíamos hablar —dice ella después de un silencio.

—¿Sobre qué?

Otro silencio.

—Quedemos en alguna parte.

—¿Por qué no hablamos ahora?

—No podemos hablar por teléfono.

—¿Por qué, Blair?

—Porque ninguna de estas líneas es segura.

Al dejar Sunset para meterme en Stone Canyon me sumerjo en la oscuridad de los cañones y dejo el BMW al aparcacoches del hotel Bel Air. Cruzo el puente pasando junto a los cisnes del estanque y me abro paso hasta el comedor, pero Blair no está, y cuando pregunto a la camarera averiguo que no ha reservado ninguna mesa y recorro el patio con la mirada, pero tampoco está, y estoy a punto de llamarla por el móvil cuando caigo en la cuenta de que no tengo su número. Mientras me encamino hacia el mostrador de pronto soy consciente de lo que me esfuerzo por dar buena imagen aunque no vaya a pasar nada. La recepcionista me dice en qué habitación está la señora Burroughs.

Me paseo por los jardines tratando de decidir qué hacer y luego me rindo y subo a la habitación y llamo. Cuando Blair abre la puerta, paso por su lado.

—¿Qué estás haciendo?

—¿A qué te refieres?

—No va a ocurrir.

—¿Qué no va a ocurrir?

—Esto. —Abarco la suite con un gesto cansado.

—Esa no es la razón por la que estamos… —Aparta la vista.

Lleva unos pantalones holgados de algodón y va sin maquillar, con el pelo peinado hacia atrás, y sean cuales sean los retoques que se ha hecho, no los notas, y está sentada en el borde de la cama junto a una bolsa de viaje Michael Kors y no lleva el anillo de boda.

—Solo es una suite que tiene Trent.

—¿Sí? —digo, dando vueltas—. ¿Dónde está él?

—Sigue afectado por lo de Kelly Montrose. Estaban muy unidos. Trent lo representó un tiempo. —Hace una pausa—, Trent está ayudando a preparar el funeral.

—¿Qué creías que iba a pasar? ¿Por qué estoy aquí?

—No sé por qué insistes…

—No va a suceder, Blair.

—Basta, Clay —dice ella con tono áspero—. Ya lo sé.

Abro el minibar. No me fijo siquiera en la botella que saco. Enfadado y tembloroso, me sirvo una copa.

—Pero ¿por qué no va a pasar? —pregunta Blair—. ¿Por ella? ¿La chica a la que querías traer a mi casa? —Un silencio—. ¿La actriz? —Otro silencio—. ¿Creías que no me importaría?

—¿Sobre qué quieres hablar? —pregunto con impaciencia.

—Supongo que de algún modo es sobre Julián.

—¿Sí? ¿Qué pasa con él? —Me bebo la copa de golpe—. ¿Te liaste con él? ¿Os acostasteis? ¿Qué?

Cuando Blair se muerde el labio inferior, vuelve a tener dieciocho años.

—¿Te lo dijo él? ¿Por eso lo sabes?

—Solo estoy adivinando, Blair. Me dijiste que me mantuviera alejado de él, ¿recuerdas? —Y añado—: ¿Qué importa? Hace más de un año que se acabó, ¿no?

—¿Sabías que rompió él? —pregunta ella titubeante.

—Blair, no sé nada, ¿de acuerdo?

—Rompió por otra chica.

—¿Qué chica?

—Clay, por favor, no me lo pongas aún más difícil…

—No sé de qué chica estás hablando.

—Estoy hablando de la chica que querías llevar a la fiesta. Me dejó por ella. —Vuelve a hacer una pausa para dar mayor énfasis a sus palabras—. Es con quien está ahora.

Rompo el silencio que sigue.

—Estás mintiendo.

—Clay…

—Estás mintiendo porque quieres que…

—¡Calla! —grita ella.

—Pero no sé de qué estás hablando.

—Rain. Se llama Rain Turner. Es la chica que querías traer, ¿verdad? Julián rompió conmigo por ella. Llevan juntos desde entonces. —De nuevo otro silencio, para crear efecto—. Sigue con ella.

—¿Cómo… lo sabes? Creía que no hablabas con él.

—No hablo con Julián, pero sé que están juntos.

Tiro el vaso contra la pared. Blair desvía la mirada, avergonzada.

—¿Tanto te afecta? Vamos, ¿cuánto tiempo has estado con ella? —pregunta, con la voz quebrada—. ¿Un par de semanas?

Solo puedo fijar la vista en el ramo de flores que hay en medio de la suite mientras Blair continúa hablando.

—Conseguí que Trent la representara porque me lo pidió Julián, sin decirme que estaba saliendo con ella. Fue un favor que le hice. Pensé que solo era una amiga. Otra actriz que necesitaba ayuda… Lo hice porque… —Se interrumpe—. Porque me gustaba Julián.

—Por eso estaba ella en tu casa —murmuro.

Al oír mis palabras, Blair cae en algo.

—Nunca le preguntaste qué hacía allí, ¿verdad? —Otro silencio—, Dios, todo sigue girando a tu alrededor, ¿no? ¿Alguna vez te preguntaste qué hacía ella allí? —Su voz sigue elevándose—, ¿Sabes algo de ella aparte de cómo te hace sentir?

—No me creo nada.

—¿Por qué?

—Porque… está conmigo.

Al final me acerco a la puerta tambaleándome.

—Espera —dice Blair en voz baja—. Será mejor que yo salga primero.

—¿Qué más da? —pregunto, secándome la cara.

—Porque creo que me están siguiendo.

Escribo a Rain: «Si no sé nada de ti les diré que le den el papel a otra». Al cabo de unos minutos recibo un mensaje de ella: «¡Eh, loco, ya he vuelto! A ver cuándo quedamos».

Sentado ante el escritorio de mi despacho fingiendo trabajar en un guión, estoy observando a Rain, que acaba de aparecer, y está bronceada y da vueltas por la habitación con una copa de hielo con un chorrito de tequila, charlando con toda naturalidad de lo pirada que está su madre, y de su hermanastro pequeño, que está en el ejército, y cuando se deja caer en el diván de la esquina, reúno todas las fuerzas que tengo para levantarme y acercarme a ella sin decir nada de Julián. Ella alza la mirada hacia mí y sigue hablando, un poco distraída, pero cuando no respondo a una pregunta, me roza la rodilla con la suya, y entonces le cojo el brazo y la levanto del diván, y cuando ella me recuerda que tenemos una reserva en el Dan Tanas, le digo:

—Quiero follar contigo primero.

Y empiezo a llevarla al dormitorio.

—Tengo hambre. Vamos al Dan Tanas.

—Creía que no querías ir —digo presionándola—. Creía que preferías ir a otro sitio.

—He cambiado de opinión.

—¿Por qué? ¿A quién no querías ver?

—¿No podemos simplemente salir un rato?

—No.

—Mira, puede que después de cenar. Solo quiero relajarme un poco.

Me acaricia la cara y me besa con delicadeza en los labios mientras se suelta, y sale del despacho. La sigo por el salón hasta la cocina, donde se acerca a la botella de tequila y se sirve otra copa.

—¿Quién estaba en San Diego? —pregunto.

—¿Qué?

—¿Quién estaba en San Diego? —vuelvo a preguntar.

—Mi madre. Te lo he dicho cien veces.

—¿Quién más?

—Basta, loco —dice—. Oye, ¿ya has hablado con Jon y Mark?

—Quizá.

—¿Quizá? —Hace una mueca—. ¿Qué significa exactamente «quizá»?

Me encojo de hombros.

—Quiere decir «quizá».

—No hagas eso —se apresura a decir ella, volviéndose hacia mí.

—¿Hacer qué?

—Amenazarme —dice antes de relajar la cara con una sonrisa.

En el Dan Tanas nos sentamos en la sala delantera, junto a un reservado de jóvenes actores, y Rain trata de atraer mi atención rozándome la rodilla con el pie, y después de unas cuantas copas me ablando hasta el punto de aceptarlo todo, aunque un tipo de la barra no para de mirar a Rain y por alguna razón no dejo de pensar que es el tipo con quien la vi en el aparcamiento de Bristol Faros, con el brazo en cabestrillo, y luego me doy cuenta de que lo adelanté en el puente del hotel Bel Air cuando fui a ver a Blair, y Rain está hablando de la mejor manera de abordar al productor y al director de The Listeners para que la contraten y que hemos de hacerlo con cuidado y que es «superimportante» que consiga el papel porque hay mucho en juego para ella y estoy absorto en otras cosas pero sigo mirando hacia el tipo apoyado contra la barra que está con un amigo y los dos parecen salidos de un culebrón y luego me doy cuenta de que tengo que interrumpirla.

—No estás saliendo con otro, ¿verdad?

Ella deja de hablar y sopesa las vibraciones.

—¿Se trata de eso?

—Quiero decir que ahora solo estás saliendo conmigo, ¿verdad? Sea lo que sea lo que hay entre nosotros, no estás viendo a otro tío, ¿verdad?

—¿De qué estás hablando? ¿Qué estás haciendo, loco?

—¿Cuándo fue la última vez que te acostaste con alguien?

—Contigo. —Suspira—. Ya estamos otra vez. —Vuelve a suspirar—, ¿Qué me dices de ti?

—¿Te importa?

—Mira, he tenido una semana muy estresante…

—Basta. Estás bronceada.

—¿Quieres decirme algo?

Miro en derredor y ella se ablanda.

—Estoy contigo ahora. Deja de portarte como un crío.

Suspiro y guardo silencio.

—¿Qué ha pasado? ¿Por qué estás tan enfadado? —pregunta después de pedir otra copa—. Solo he estado fuera cinco días.

—No estoy enfadado. Solo he oído decir que…

—Mira.

Avanza pantallas en el iPhone que le compré y me enseña fotos de ella con una mujer mayor y el Pacífico de fondo.

—¿Quién las ha hecho? —pregunto automáticamente.

—Una amiga —dice poniendo énfasis en el femenino.

—¿Por qué no deja de mirarte el tipo de la barra?

—No lo sé —dice ella, sin mirar siquiera la barra.

Luego me enseña más fotos de ella en San Diego con una mujer mayor que no me creo que sea su madre.

Al subir por Doheny, estoy mirando a través del parabrisas del BMW cuando me fijo en que las luces del piso están encendidas. Rain está sentada a mi lado con los brazos cruzados, pensando en algo.

—¿He dejado las luces encendidas?

—No —responde ensimismada—. No me acuerdo.

Tuerzo a la derecha en Elevado para ver si está el jeep azul y paso junto al lugar donde suelo verlo aparcado, pero no está, y después de dar un par de vueltas a la manzana entro en el Doheny Plaza y el aparcacoches se ocupa del coche, y entonces Rain y yo subimos al 1508, y ella me deja que se lo coma y cuando estoy lo bastante empalmado me hace una mamada, y cuando me despierto a la mañana siguiente, se ha ido.

Rain es el único tema de conversación en la consulta del doctor Wolf de Sawtelle, pero si en la última sesión, mientras estaba en San Diego, me referí a ella de forma anónima como «esa chica», con la información que tengo ahora sobre Julián se lo cuento todo, cómo conocí a Rain Turner en una fiesta de Navidad, y mientras estoy describiendo ese momento al doctor Woolf caigo en la cuenta de que tomé algo con Julián en el hotel Beverly Hills casi inmediatamente después, y que volví a encontrármela de nuevo en las sesiones de casting y luego en La Cienega, y le explico los días que pasamos juntos esa última semana de diciembre, y que empecé a creer que era algo auténtico, como lo que tuve con Meghan Reynolds, pero que luego me he enterado por Blair de que está con Julián, y llegado a este punto el doctor Woolf baja el cuaderno y se muestra más paciente conmigo de lo que probablemente es, y estoy tratando de descubrir cuál es el juego cuando advierto que Julián debía de saber que Rain y yo habíamos estado juntos todos esos días, pero ¿cómo era posible? Cerca del final de la sesión, el doctor Woolf dice:

—Le recomiendo encarecidamente que no vuelva a ver a esa chica. —Y luego—: Le recomiendo encarecidamente que corte todo contacto con ella. —Después de otro largo silencio, pregunta—: ¿Por qué está llorando?

—No acepto un no por respuesta —dice Rip con sonsonete por teléfono, después de pedirme que me reúna con él en el observatorio de lo alto de Griffith Park, aunque estoy lo bastante resacoso para no acordarme de cómo se llena el depósito de gasolina del BMW en la estación de servicio Mobil de la esquina de Holloway con La Cienega, y mientras atajo por Fountain para evitar el embotellamiento de Sunset llamo tres veces a Rain, y me distraigo tanto al ver que no contesta que casi tuerzo a la derecha en Orange Grove, por si está allí, pero no me veo capaz de enfrentarme a ello.

En el aparcamiento casi desierto que hay delante del observatorio, Rip está apoyado contra una limusina negra hablando por el móvil mientras el chófer escucha un iPod, y el letrero de Hollywood brilla al fondo, detrás de ellos. Rip va con tejanos, camisa verde y sandalias.

—Vamos a dar un paseo —dice, y echamos a andar por la explanada de césped hacia la cúpula del planetario.

En la West Terrace, estamos tan altos por encima de la ciudad que no se oye nada y el sol cegador que se refleja en el lejano Pacífico hace que parezca en llamas, y el cielo vacío está totalmente despejado si no fuera por la bruma que se eleva sobre el centro de la ciudad, donde un dirigible flota por encima de los lejanos rascacielos, y si no hubiera estado tan resacoso, el panorama me habría hecho sentir muy pequeño.

—Me gusta estar aquí arriba —dice Rip—, Hay mucha tranquilidad.

—Está un poco apartado.

—Sí, pero no hay nadie. Es tranquilo. No puede seguirte nadie. Podemos hablar sin preocuparnos.

—Preocuparnos ¿por qué?

Rip piensa un momento en lo que he dicho.

—Por que nuestra intimidad se vea comprometida. —Un silencio—, Yo soy como tú, no me fío de la gente.

El sol brilla tanto que la terraza se ve blanca, y empieza a arderme la piel, y en el silencio que lo ahoga todo, hasta las figuras más inocentes que se ven a lo lejos parecen llenas de una inquietante determinación mientras deambulan despacio, con cautela, como si cualquier movimiento natural pudiera interrumpir la quietud, y pasamos junto a una pareja de hispanos apoyados contra un saliente mientras recorremos el Parapet Promenade, y solo cuando estamos cruzando el puente en dirección a East Terrace, Rip me pregunta con suavidad:

—¿Has visto a Julián últimamente?

—No. La última vez que lo vi fue antes de Navidad.

—Interesante —dice Rip, luego admite—: Bueno, ya me lo imaginaba.

—Entonces, ¿por qué lo preguntas?

—Solo quería saber qué respondías.

—Rip…

—Había una chica… —Se interrumpe para pensar en lo que va a decir—. Siempre hay una chica, ¿no?

Me encojo de hombros.

—Supongo.

—Había una chica que conocí hace cuatro o cinco meses, y esa chica trabajaba para un superdiscreto y muy selecto… servicio. —Rip se calla cuando dos adolescentes que hablan francés pasan por nuestro lado, luego se vuelve para ver si alguien puede oírlo antes de continuar—: No puedes encontrarlo por Internet, solo funciona por recomendación verbal, de modo que no hay… esto… rastro viral. Lo llevaban personas que se conocían entre sí, de modo que era bastante discreto.

—¿De qué… era el servicio?

Rip se encoge de hombros.

—Solo chicas y chicos muy guapos que venían aquí para abrirse camino y necesitaban pasta, y querían asegurarse de que si algún día se convertían en Brad Pitt no habría pruebas que los relacionara con nada parecido. —Suspira, y mira la ciudad y luego a mí—. Bastante caro, pero estás pagando por la discreción, la ausencia de registros, el anonimato.

—¿Cómo lo conociste?

No quiero saber la respuesta, pero el silencio, amplificado, me lleva a preguntarlo solo para decir algo.

—Bueno, esa es la parte interesante de la historia. El tipo que montó el servicio es alguien que conocemos. Supongo que podríamos decir que es él quien me lió con esa chica.

—¿De quién estás hablando? —pregunto, aunque algo me dice que ya lo sé.

—De Julián —responde Rip, confirmándolo—. Lo llevaba Julián. —Guarda silencio—. Me sorprende que no lo supieras.

—¿Qué llevaba exactamente Julián? —consigo preguntar.

—El servicio. En realidad lo montó él. Totalmente solo. Estas cosas se le dan bien. Conoce a muchos chicos. El los metió en esto. —Rip piensa un momento en ello—. Es algo que sabe hacer. —Otro silencio—. Se le da bien.

—¿Por qué me lo cuentas? No tengo ningún interés en recurrir a un servicio de acompañantes para follar y no quiero saber nada relacionado con Julián.

—Eso es mentira. Una gran mentira.

—¿Por qué es una mentira?

—Porque fue a través de Julián como conocí a una chica llamada Rain Turner.

—No sé de quién me hablas.

Rip parodia una mueca de desaprobación y hace un ademán desdeñoso.

—Tío, disimulas fatal. —Suspira con impaciencia—. ¿Qué me dices de esa chica con la que has estado? ¿La supuesta actriz a la que has prometido darle un papel en tu peliculita? ¿Te suena? Por favor, no te hagas el tonto conmigo.

No puedo hablar. De pronto estoy aferrando la barandilla de hierro. La información es una excusa para no mirarlo más. El miedo, esa gran mancha negra, avanza hacia mí, y está en el calor y en la vasta extensión de la terraza vacía y en todas partes.

—Estás temblando, tío —dice Rip—. ¿Quieres sentarte?

En la East Terrace estoy por fin lo bastante aturdido para escuchar a Rip cuando empieza a hablar de nuevo, después de hacer una breve llamada para confirmar una comida y de responder un mensaje de texto, y estamos sentados al sol en un banco y me noto la piel ardiendo y no puedo moverme y la cara de Rip en primer plano es andrógina y tiene las pestañas teñidas.

—El caso es que la conozco y me gusta, y creo que congeniamos, y dejo de pagar por hacerlo, y estoy pensando en divorciarme de mi mujer, lo que demuestra lo en serio que voy con esa chica. —No para de gesticular—. Le pido que deje de trabajar y lo hace. Me ocupo de todo: pago el alquiler de ella y de la bruja que vive con ella en ese cuchitril de Orange Grove, la ropa, la puta peluquería, el Beamer, el entrenador personal, el solarium, todo lo que quiera. Hasta le conseguí un trabajo en ese sitio de La Cienega, Reveal, todo lo que Julián no podía permitirse pagar, y… adivina lo que quiere ella en realidad.

Espera. Estoy procesándolo todo. De pronto lo pillo y digo en voz baja:

—Sigue queriendo ser actriz.

—Bueno, quiere ser famosa. Pero al menos estás atento. Es más o menos la respuesta correcta.

No puedo dejar de apretar los puños con fuerza, y Rip se levanta y se pone a caminar de aquí para allá delante de mí.

—Creo que a estas alturas sabes que nunca lo será, pero Julián ha estado jactándose de la gran amistad que tiene con Clay, y que se supone que este tiene algo que decir en el casting de la película y que puede ponerle en contacto con él. En fin, a mí me parecieron gilipolleces, pero nunca hay que perder la esperanza, ¿no? —De pronto se detiene y comprueba su móvil antes de guardárselo en el bolsillo—. Pero cuando llegaste a la ciudad, algo que hizo Julián te cabreó, y no puede decirse que esa noche os entendierais, así que no te pidió ayuda. —Suspira, como si estuviera cansado de todo, pero continúa—: De alguna manera ella consigue una audición, algo que reconozco que no me importa ni tengo la energía para que me importe, y de todos modos creo que es una pérdida de tiempo, porque no tiene talento… y sale y lee en voz alta delante de vosotros, y supongo que lo hace de puta pena, pero tiene sus encantos, y el resto es… bueno, ¿por qué no me explicas tú el resto?

Me quedo callado en el banco de piedra.

—Supongo que ya llevas un par de semanas follándotela…

Sigo callado.

Rip suspira.

—Viene a ser una respuesta.

—Rip, por favor…

—Y entonces se va a San Diego, ¿no?

—Se fue a ver a su familia.

—¿Su familia? —Rip frunce el entrecejo—. ¿Sabías que Julián estuvo con ella en San Diego?

—¿Por qué iba a saberlo?

—Vamos, Clay…

—Rip, por favor, ¿qué quieres?

Reflexiona un momento.

—La quiero a ella. —Luego cae en algo más—. Lo sé, sé que solo es una actriz tonta y putilla.

Asiento, y Rip registra el gesto y ladea la cabeza, intrigado.

—Si estás de acuerdo conmigo, ¿por qué estás tan hecho polvo por ella?

—No lo sé —digo en voz baja—, Pero lo estoy.

—¿Se te ha ocurrido pensar que tal vez esta… pequeña pérdida de papeles no es por ella? ¿Que tal vez es por ti?

—No. —Trago saliva—. No se me ha ocurrido pensarlo.

—Mira, tú no eres la amenaza. Ella solo te está utilizando. En cambio él… él le gusta de verdad. —Una pausa—, Julián es el problema.

—¿El problema? ¿De qué estás hablando? ¿Por qué es el problema?

—Julián es el problema porque Rain negó todo lo relacionado con él hasta que me enteré de sus pequeñas vacaciones en San Diego la semana pasada.

—Me dijo que iba a ver a su madre. Me enseñó fotos de ella con su madre.

Rip sonríe forzado.

—Entonces, ¿ahora tiene madre? ¿En San Diego? Qué enternecedor. —Pero después de estudiar mi reacción, su sonrisa desaparece—. La primera vez que me enteré de que estaban juntos, conseguí cierta información sobre la que ella no podía escabullirse con mentiras, pero la dejé pasar porque me prometió que no volvería con él, pero… esta vez…, no lo sé.

—¿Qué es lo que no sabes?

—Esta vez… no sé si le haré daño o no.

Lo dice con tanta suavidad y en un tono tan poco amenazador que no suena como una amenaza, y me echo a reír.

—Hablo en serio. No es una broma, Clay.

—Creo que eso es un poco radical.

—Será porque eres muy sensible.

Después de un largo silencio, añade con tono tajante:

—Solo quiero recuperarla.

—Pero está claro que ella quiere a otro.

Rip tarda un momento en escudriñarme.

—Eres muy duro.

Estoy echado hacia delante, sujetándome los costados. Lo miro antes de asentir con la cabeza.

—Supongo que sí.

Estamos cruzando la explanada de césped donde nos espera la limusina negra con chófer, y al pasar al lado del Monumento de los Astrónomos Rip levanta la vista mientras que yo miro al frente, incapaz de concentrarme en nada más que el calor y el cielo de un azul surrealista y en los halcones que vuelan por encima del paisaje mudo y cuyas sombras se entrecruzan en el césped, y me pregunto si lograré llegar a Doheny sin tener un accidente, y entonces Rip pregunta algo que debería haber sido solo una formalidad pero que después de la conversación que hemos tenido no lo es.

—¿Qué vas a hacer el resto de la tarde?

—No lo sé —digo. Luego recuerdo algo—. ¿Vas a ir al funeral de Kelly?

—¿Es hoy?

—Sí.

—No. En realidad no lo conocía. Hicimos algún negocio juntos, pero de eso hace mucho tiempo. —El chófer le abre la portezuela—. Tengo que hablar con el imbécil ese sobre la discoteca. Lo de siempre. —Lo dice como si yo estuviera lo suficientemente al día de su vida para saber exactamente a qué se refiere, y antes de subir a la limusina me pregunta—: ¿Cuándo vas a verla?

—Creo que esta noche. —Luego no puedo evitarlo y pregunto—. ¿Te afecta?

—Espero que consiga el papel. La apoyo. —Calla un momento y sonríe—, ¿Tú no?

No digo nada. Apenas sacudo la cabeza.

—Sí —dice Rip convenciéndose de algo—. Ya me lo parecía. —Y mientras se desliza en el asiento trasero de la limusina, justo antes de que el chófer cierre la puerta, me mira y añade—: Aquí tienes material para un guión, ¿no?

Se supone que esta noche voy a ir a una fiesta de los Globos de Oro en el Sunset Tower, pero a Rain no le apetece ir aunque le digo que Mark y Jon estarán allí y que si quiere el papel de Martina debería presentárselos formalmente fuera de la oficina de Jason en Culver City.

—Esa no es la forma de hacerlo —murmura.

—Pero es como lo vamos a hacer nosotros.

Cuando llega a mi piso con su reciente bronceado, el pelo suelto y un vestido sin tirantes, yo todavía estoy en albornoz, bebiendo vodka y acariciándome. Ella no tiene ganas de follar. Me vuelvo y le digo que no pienso ir si no lo hacemos primero. Ella se bebe de golpe dos vasitos de Patrón en la cocina y entra en el dormitorio, y se quita con cuidado el vestido.

—Pero no me beses —dice, señalando el maquillaje.

Mientras se lo como, deslizo los dedos hacia su ano, pero ella me los aparta.

—No quiero hacerlo así.

Más tarde, mientras vuelve a vestirse, me fijo en que tiene un cardenal en un costado que no había visto.

—¿Cómo te lo has hecho?

Alarga el cuello para verlo.

—¿Eso? Me lo has hecho tú.

Entramos en la fiesta del Sunset Tower detrás de un actor famoso y las cámaras empiezan a destellar como luces estroboscópicas, y llevo a Rain hacia la barra, y cuando me veo reflejado en un espejo mi cara es una calavera, quemada por el sol después de una hora en el observatorio, y en la terraza con vistas a la piscina, escabulléndome con Rain a través del murmullo de la multitud, digo hola a unas cuantas personas que reconozco mientras saludo con la cabeza a otras que no pero que parecen reconocerme a mí, y charlo sobre el funeral de Kelly Montrose, aunque no fui, y luego veo a Trent y a Blair, y echo a andar en dirección contraria porque no quiero que Blair me vea con Rain, y en las paredes están proyectando fotos en blanco y negro de palmeras, tomas de Palisades Park en los años cuarenta, chicas que han sido seleccionadas para la nueva película de James Bond, y pasan bandejas de donuts y estoy mascando chicle para no fumar, luego veo a Mark con su mujer y me acerco a él con Rain, y al verla Mark frunce el ceño, pero lo borra con una sonrisa antes de que nos demos un falso abrazo, y no aparta los ojos de Rain, y su mujer reacciona con una hostilidad mal disimulada, y entonces me embarco en una explicación sobre por qué no he aparecido por las sesiones de casting y Mark dice que vaya mañana y yo le prometo que lo haré, y justo cuando estoy a punto de presentar a Rain me vibra el móvil en el bolsillo y lo saco, y tengo un mensaje de texto de un número oculto y leo «Ella lo sabe», y después de teclear un «?», Mark y su mujer se alejan, y Rain, sin importarle aparentemente que no la haya promocionado delante de Mark, está detrás de mí hablando con otra joven actriz, y llega otro mensaje de texto: «Ella sabe que tú lo sabes».

De regreso al Doheny Plaza, mientras trato de mantener el rumbo por Sunset, pregunto con naturalidad:

—¿Conoces a un tipo llamado Julián Wells?

Después de preguntarlo, dejo de agarrar el volante con tanta fuerza; la pregunta es una liberación.

—Esto… sí —dice Rain animadamente, toqueteando los mandos del estéreo—, ¿Lo conoces tú?

—Sí. Crecimos juntos, aquí.

—No lo sabía. Qué gracia. —Trata de encontrar un tema en un cedé que me grabó Meghan Reynolds el verano pasado—. Es posible que me lo comentara.

—¿De qué lo conoces?

—Trabajé para él. Hace mucho.

—¿De qué trabajaste?

—De ayudante. Por libre. Fue hace mucho.

—En realidad, ya sabía que lo conocías —digo.

—¿Qué quieres decir? —pregunta, concentrándose en localizar la canción—. Ha sonado raro.

—¿Dónde está ahora? Me gustaría saberlo.

—¿Cómo quieres que lo sepa? —pregunta ella fingiendo enfadarse.

—Bueno, ¿no eres su novia?

De pronto todo sucede a cámara lenta. Como si ella se hubiera olvidado de su papel. Se ríe por toda respuesta.

—Estás loco.

—Llamémoslo por teléfono.

—De acuerdo. Adelante. Lo que tú digas, loco.

—No me crees, ¿verdad? Crees que es una broma.

—Creo que estás loco. Eso es lo que creo.

—Sé lo tuyo con él, Rain.

—¿Y qué crees saber? —Su voz sigue sonando juguetona.

—Sé que la semana pasada estuviste en San Diego con él.

—Estuve con mi madre, Clay.

—Pero también con Julián. —Decirlo me relaja—. ¿No se te ocurrió que lo averiguaría?

En el semáforo de Doheny se queda mirando al frente.

—¿No sabías que me enteraría de que sigues follando con él?

Ella de pronto se viene abajo. Se vuelve hacia mí en el asiento del pasajero y suelta una serie de preguntas en un torrente suplicante:

—¿Y qué? ¿Qué importa? ¿Qué estás haciendo? ¿A qué viene esto? ¿Puedes dejarlo estar? ¿Qué importa lo que hago cuando no estoy contigo?

—Importa —digo—. Dadas las circunstancias, si quieres conseguir lo que quieres, importa muchísimo.

—¿Por qué importa? —grita ella—. Estás loco.

Giro tranquilamente hacia la izquierda y empiezo a recorrer Doheny.

—¿No has podido representar este papel ni un puto mes? —pregunto en voz baja—. ¿Tan desesperadamente necesitabas su polla que has tenido que arriesgarlo todo? Si estar conmigo era tan importante para ti, Rain, ¿por qué lo has fastidiado? Podrías haber jugado conmigo, pero…

—Yo no juego con las personas, Clay.

—¿Qué hay de Rip Millar?

—¿Qué pasa con Rip Millar? Por Dios, intenta dominarte.

Los faros deslumbrantes de los coches que vienen en sentido contrario me hacen detener el BMW al otro lado del Doheny Plaza.

—Baja. Baja del puto coche.

—Clay… —Alarga una mano hacia mí—. Déjalo, por favor.

—Te ha entrado el pánico, ¿eh? —Sonrío apartándola.

—Oye, haré lo que quieras. ¿Qué quieres? Dime lo que quieres que haga y lo haré.

—Deja a Julián. Al menos hasta que consigas el papel.

Se recuesta en el asiento.

—¿Cómo sé que me ayudarás a conseguir el papel?

—Lo haré. Pero manda a paseo a Julián. No voy a intentarlo siquiera hasta que haya desaparecido del mapa.

—Si me consigues el papel, haré lo que sea —susurra—. Haré lo que me pidas. Si me consigues ese papel haré todo lo que quieras.

Me coge la cara. Me atrae hacia ella. Me besa en la boca apasionadamente.

En la oscuridad de la habitación, Rain me pregunta:

—¿Por qué lo has hecho?

—¿Qué?

Estoy tumbado sobre una almohada bebiendo un vodka con el hielo derretido.

—Sacar todo esto. Intentar destruirlo todo.

—Solo quería demostrar que me estabas mintiendo.

—¿Quién te lo dijo?

—Rip Millar.

Ella se pone tensa de repente y su voz se enfría.

—No volverá a pasar.

—¿Por qué no?

—Porque está hecho polvo. —Se vuelve hacia mí—. No metas a Rip en esto. Por favor, Clay. En serio. No lo hagas. Ya me ocuparé yo de él.

—Dijo que va a hacer daño a Julián, que no será capaz de contenerse.

—¿Por qué no puedes dejarlo como está?

—Porque como está… no es como lo quiero.

—Si quieres hacer las cosas a tu manera —dice ella con un suspiro—, voy a necesitar dinero.

—Tienes un empleo. ¿Qué hay del Reveal?

—Me han echado —dice finalmente.

—¿Por qué?

—Rip hizo una llamada. Me odia.

Las cosas empiezan a moverse. Me siento más relajado. Todo se vuelve posible porque el plan empieza a cuadrar.

—¿Me has oído? —pregunta ella.

—¿Cómo puedes vivir así?

—Fingiendo que no lo hago.

«¿Está contigo? ¿Dónde está, Julián? Quiero decir que sé lo que está pasando. Conozco la situación. Joder, Julián, ¿qué coño estás haciendo? ¿Quieres volver a joderme? ¿Estás prostituyendo a tu novia? ¿Qué clase de monstruo eres? Dime dónde está… ¿Dónde está…? Oh, vete a la mierda. No quiero volver a ver tu puta cara en mi vida, y si te veo juro por Dios que te mataré, Julián. Hablo en serio. Te mataré, joder, y me quedaré tan ancho. Disfrutaré haciéndolo porque todo será mejor una vez hayas muerto.» Borracho, dejo este mensaje en el móvil de Julián cuando me despierto en plena cálida noche de enero, después de ir a la fiesta de los Globos de Oro del Sunset Tower, y veo que Rain se ha ido.

Frente al complejo del casting de Culver City hay dos furgonetas del servicio del catering y en el patio están montando mesas y un puesto de disc-jockey y el patio está lleno de jóvenes actores vestidos con ropa de los ochenta y todos llevan un flequillo rubio y paso por el lado de la piscina y subo las escaleras hasta una oficina donde Jon y Market están con Jason, el director del reparto, tomándose un descanso de las audiciones.

—Ha resucitado de entre los muertos— dice Jon—. ¿Qué pasa? ¿Dónde te has metido?

—Tenía que atender unos asuntos personales. Acabar un guión. —Me meto las manos en los bolsillos y me apoyo contra una pared, intentando permanecer relajado y despreocupado—. Y he estado pensando que tenemos a la chica perfecta para Martina.

—Aún no le hemos dado el papel a nadie —dice Jon.

—Bueno, hemos hecho una preselección —dice Jason—, pero ¿en quién estabas pensando?

Mark me mira ligeramente divertido, tal vez desconcertado.

—Sí, ¿quién es? —Me lo pregunta como si ya lo supiera.

—Le hicimos una prueba hace un par de semanas y, bueno, he estado pensando mucho en ella. Creo que deberíamos hacerle otra.

—¿A quién?

—A Rain Turner. ¿Os acordáis de ella? —pregunto, y luego me vuelvo hacia Mark—, Estaba conmigo en la fiesta de anoche.

Jason se vuelve hacia su monitor y aprieta varias teclas, y aparece en la pantalla un primer plano de Rain. Jon se echa hacia delante, confuso. Mark mira la pantalla y luego a mí, impotente.

—¿Por qué ella? —pregunta John—, Es mayor que Martina.

—Se parece a la chica que tenía en mente cuando escribí el guión. Quiero decir que Martina podría tener unos años más que las otras.

—Es muy guapa —murmura Jon—, pero no la recuerdo.

—Creo que es demasiado mayor —insiste Jason.

—¿Por qué estás tan seguro de ella, Clay? —pregunta Mark.

—No puedo dejar de pensar en ella en ese papel y, bueno, me gustaría que repitiera la prueba.

—¿Se ha hecho amiga tuya? —pregunta Mark.

Trato de pasar por alto su tono.

—No, quiero decir que es…, bueno, que la conozco.

—¿Quién es? —pregunta Jon—. ¿Quién la representa?

—Burroughs Media —responde el director de reparto leyendo de la pantalla—. ICM aparece mencionado, pero no creo que sigan representándola. Lo último que hizo fue hace un año. —Sigue leyendo y se detiene—. En realidad lo consiguió como un favor.

—¿De quién? —Soy yo el que lo pregunta.

El director de reparto va hasta el final de la página de Rain. Se percibe una repentina vacilación en la habitación.

—Kelly Montrose. Kelly hizo la llamada.

Se produce un largo silencio. Las cosas cambian completamente antes de que alguien diga algo. Al otro lado de la ventana abierta, la palmera se agita en el viento seco y llegan las voces de los niños que juegan en la piscina y ninguno de los presentes sabe qué decir y la resaca que había olvidado regresa en cuanto mencionan el nombre de Kelly Montrose y quiero canturrear bajito para ahogar el dolor —la opresión en el pecho, la sangre que se me sube a la cabeza— y no me queda más remedio que fingir que solo soy un fantasma, neutral y despreocupado.

—Bueno, no suena muy bien —dice Jon—. Creo que es un mal presagio.

—¿Eso crees? —pregunto, recuperando la voz.

—Soy supersticioso. —Jon se encoge de hombros—. Creo en la mala suerte.

—¿Cuándo fue eso? —pregunto a Jason—. ¿Cuándo llamó Kelly?

—Un par de días antes de que desapareciera.

Rain me llama después de que le escriba en un mensaje de texto: «¿Kelly Montrose?».

—¿Adonde fuiste anoche? —pregunto—. ¿Por qué te marchaste? ¿Estuviste con Julián?

—Si quieres que funcione a tu manera, tengo que ocuparme de ciertos asuntos primero.

—¿Qué asuntos?

Estoy saliendo del complejo con el móvil pegado a la oreja.

—No me hagas preguntas.

—Les he hablado de ti. —Me doy cuenta de que no soy capaz de moverme mientras hablo con ella por el móvil—. Van a hacerte otra prueba.

—Gracias. Oye, ahora tengo que dejarte.

—Esta noche hay una fiesta. Aquí, en Culver City.

—No creo que pueda ir, Clay.

—Rain…

—Dame un par de días y volveremos a estar juntos.

—¿Por qué no me dijiste que conocías a Kelly Montrose? —Te lo explicaré todo cuando nos veamos. Tengo que irme. —¿Por qué no me dijiste que fue Kelly Montrose quien te consiguió la audición?

—Nunca me lo preguntaste —dice, y cuelga.

No hay nada que hacer aparte de esperar la fiesta, y como no tengo a donde ir me quedo por Culver City, saltándome las audiciones de la tarde, y mientras voy a una tienda de bebidas alcohólicas para comprar aspirinas vuelve el miedo, la ensoñación etílica, los fantasmas que se arremolinan por todas partes susurrando «Mira bien a quién dejas entrar en tu vida», y doy vueltas por el patio mientras devuelvo un par de llamadas —dejando mensajes al agente, al representante, la película sobre los monos, el doctor Woolf— y fumo junto a la piscina mientras veo cómo los encargados de la decoración cuelgan luces a lo largo de una pared curvada de color beige que bordea un extremo y luego me presentan al actor al que le han dado el papel de Grant en The Listeners, el hijo de Kevin Spacey, y el chico es increíblemente atractivo incluso con la barba que se ha dejado para la película de piratas que está haciendo y han montado unas pantallas y se ven primeros planos de varios jóvenes actores y llegan quejas de alguna parte y las mueven de sitio y conozco a otra chica que ganó otro concurso de modelos y la tarde se vuelve más gris, el cielo se encapota, y alguien me pregunta:

—¿Qué pasa, tío?

La fiesta tiene lugar alrededor de la piscina y hay farolillos de papel colgados de lado a lado en el patio y suenan canciones de los ochenta y toda la gente me resulta familiar aunque tenga dieciocho años y estoy esperando que Rain aparezca por sorpresa aunque sé que no lo hará. Está Cade, el entrenador de Equinox —no me acordaba de que lo llamé—, y ahora que entiendo su relación con Julián me da vergüenza que se crea que no sé nada, y estoy de pie al lado de uno de los ayudantes de Jason bebiendo vodka de un vaso de plástico, y el chico que hace el papel del hijo de Kevin Spacey no para de formularme preguntas sobre su personaje que respondo con voz monótona, y él reacciona señalando una lechuza que ha anidado en la palmera, y luego veo a la actriz —la chica, en realidad— que conocí en la sala de primera clase del JFK antes de Navidad, hará un mes, y Amanda Flew es mucho más joven de como la recordaba y cuando me mira sonríe nerviosa al chico con quien está hablando y el chico de vez en cuando le susurra algo al oído y otro chico le enciende los cigarrillos y de pronto me doy cuenta de que he bebido demasiado.

—¿Conoces a esa chica? —pregunto al ayudante—. ¿Amanda Flew?

—Sí. ¿Y tú?

—Me la tiré.

Sigue un silencio, pero cuando lo miro dice:

—Genial. —Se encoge de hombros, pero está horrorizado—. Tiene un polvazo. Está buenísima. Supongo que le van los tipos mayores, ¿eh?

—Supongo. —Yo también me encojo de hombros, y luego pregunto—: ¿Por qué has dicho eso?

—Creía que era una de las chicas de Rip Millar.

Me fijo en que Amanda recibe un mensaje de texto, lo mira y hace una llamada. Apenas dice nada, solo escucha y cuelga.

—¿Sus chicas? —pregunto.

—Sí —dice el ayudante, y al ver mi reacción, añade—: Quiero decir que no es ningún secreto. Forma parte de su partida de chicas. —Hace una pausa—, Pero he oído decir que está pirada. Realmente hecha polvo.

No digo nada.

—Claro que quizá es como te gustan —añade.

Cuando Amanda me ve acercarme se da la vuelta, como si yo no existiera. Busca con la mirada, parpadea y no dice nada, pero cuando me meto en su círculo le resulta incómodo seguir haciéndome el vacío, y entonces digo «Hola», y su sonrisa aparece y desaparece. Parece molestarle que me haya acercado siquiera a ella y me doy cuenta de que después de haber coqueteado tan abiertamente en la sala del JFK ya no quiere hablar conmigo, pero me quedo allí, esperando que diga algo, y detrás de ella una chica está bailando sola una canción antigua de Altered Image con un número de móvil tatuado en el brazo.

—¿Sí? —dice Amanda—, Hola. —Y se vuelve hacia los dos chicos.

—Nos conocimos en Nueva York. En el JFK. Creo que me has enviado un par de mensajes de texto desde que estás aquí en Los Ángeles, pero no hemos hablado en unas cuatro semanas. ¿Cómo estás?

—Bien.

Sigue un silencio violento y los dos tíos se presentan y uno de ellos me reconoce y se concentra en mí. Pero yo estoy interesado en Amanda.

—Sí, ha pasado un mes. ¿Qué tal te ha ido?

—Ya te he dicho que bien. Pero creo que te confundes.

—¿No estarás interesada en un papel en The Listeners?

Un fotógrafo saca una foto de los dos y eso o la pregunta que acabo de hacerle le da pie para largarse.

—Tengo que irme.

Empiezo a seguirla.

—Espera.

—No puedo hablar ahora.

—Eh, un momento…

Se ha apoyado contra una pared que conduce a la salida. La conversación está a punto de convertirse en una discusión.

—Estás siendo grosero.

—Yo no he hecho nada. ¿Por qué te hago sentir tan incómoda?

Por un instante se le extravía la mirada, luego se calma.

—Por favor, no hables conmigo, ¿vale? —Trata de sonreír—. Ni siquiera te conozco. Ni siquiera sé quién eres.

Llovizna cuando me voy de la fiesta y no recuerdo dónde está el BMW y por fin lo encuentro aparcado en Washington Boulevard, a solo unas manzanas, y cuando estoy a punto de arrancar e incorporarme al tráfico un jeep azul pasa zumbado por mi lado y aminora la velocidad hasta detenerse en el semáforo de la esquina que hay detrás de mí. Doy una vuelta de ciento ochenta grados y me coloco detrás de él y tengo el pelo mojado y las manos temblorosas y no veo quién va dentro y empieza a llover con fuerza mientras lo sigo por Robertson hacia West Hollywood y a través de los limpiaparabrisas las calles se ven más vacías debido a la lluvia y está sonando «What’s a Girl to Do?» del cedé de Bat for Lashes que Meghan Reynolds me grabó el verano pasado y un relámpago ilumina un mural turquesa en un paso subterráneo y entonces el jeep tuerce a la derecha en Beverly y no paro de mirar el retrovisor para ver si me siguen, pero no puedo saberlo, y me obligo a contener las lágrimas y a apagar el estéreo y a concentrarme solo en el jeep azul que tuerce a la izquierda y se mete en Fairfax, y me he calmado del todo cuando el jeep tuerce a la derecha en Fountain y luego hace un brusco giro a la derecha en Orange Grove y otro a la izquierda a media manzana desde Santa Mónica Boulevard para adentrarse en el camino de entrada que hay junto al apartamento de Rain. Y del jeep azul baja Amanda Flew.

Paso por delante del apartamento y me meto en un camino de entrada que hay más abajo y aparco ilegalmente, dejando el motor encendido, y no sé qué hacer, todo el pensamiento lógico se ha eclipsado, pero logro bajarme del BMW y cruzar el césped delantero hasta el edificio, y sigue lloviendo pero no me importa, y el apartamento de Rain está en la planta baja del edificio de dos pisos y todas las luces están encendidas, y ella da vueltas por la sala de estar hablando por teléfono y fumando un cigarrillo, y me aparto de la ventana y la veo con albornoz y la cara hinchada y sin maquillar, y su belleza se desvanece por un momento, y a pesar del pánico que se respira en el apartamento han encendido igualmente velas y no oigo nada aparte de un portazo y entonces Rain cierra el móvil y entra Amanda, y no oigo lo que se dicen ni siquiera cuando Rain empieza a gritarle. Amanda dice algo que hace que Rain deje de gritar y la escuche, y luego las dos se ponen histéricas y cuando Amanda alarga una mano hacia ella, Rain le da una bofetada en la cara. Amanda trata de devolvérsela pero cae en los brazos de ella, y las dos se abrazan largo rato hasta que Amanda se arrodilla. Rain la deja allí y se apresura a preparar una bolsa de deporte que hay en el sofá, y Amanda, frenética, se arrastra hasta ella y trata de detenerla. Rain le tira la bolsa y ella la coge llorando. Y cuando caigo en la cuenta de que Amanda Flew es la compañera de piso de Rain, tengo que desviar la vista.

Dos destellos silenciosos a mis espaldas iluminan brevemente el lateral del edificio, y cuando me vuelvo me fijo en que hay un Mercedes negro aparcado en doble fila en Orange Grove, y que los destellos salen de la ventanilla abierta del lado del pasajero, y entonces la ventanilla se sube. Soy vagamente consciente de que alguien me ha hecho fotos a la puerta del apartamento de Rain y Amanda. Temblando, hago caso omiso del coche y me alejo despacio del apartamento hacia donde he dejado el BMW con el motor encendido. Me subo a él. Salgo del camino. Recorro Orange Grove pasando por delante del Mercedes, que empieza a seguirme cuando freno en Fountain y tuerzo a la izquierda. El también tuerce. Meto caña al BMW, pero veo en el retrovisor que me sigue de cerca, cambiando de carriles. Piso a fondo el acelerador para saltarme el semáforo y giro bruscamente en La Cienega. El Mercedes se salta también el semáforo, haciendo chirriar los neumáticos sobre el asfalto mojado. Me paro en el semáforo de Holloway, con los altos faros del coche negro enfocando mi BMW, luego tuerzo a la derecha en Santa Mónica, tratando de actuar con naturalidad, como si de pronto no lo viera. Pero me sigue hasta el Doheny Plaza, y cuando le dejo el coche al encargado del aparcamiento finjo no ver que el Mercedes dobla la esquina de Norman Place, y entro en el vestíbulo y lo oigo alejarse a toda velocidad.

De nuevo en el piso, tembloroso, empapado y sosteniendo un vaso de vodka con las dos manos en la oscuridad del balcón mientras la tormenta arrasa la ciudad, veo cómo el Mercedes negro pasa una y otra vez por Elevado, luego recibo un mensaje de texto de un número oculto —«Eh, gringo, no puedes esconderte»— seguido de una cara sonriente haciendo un guiño, y esa noche sueño con el chico, el mismo sueño que tuvo Rain pero esta vez el chico, guapo y sin camisa, se ha desplazado de la cocina al salón, y no paro de preguntarle «¿Quién eres?», y por alguna razón él está haciendo gestos, con los músculos de los brazos y del pecho tensos, y cuando se acerca más veo en su brazo el tatuaje de un dragón, y tiene sangre en el pelo, y cuando entro tambaleándome en el cuarto de baño de invitados en plena noche, esparciendo unas cuantas cosas de Rain que hay en el borde del lavabo, enciendo las luces, y en el espejo, escritas con algo rojo, hay dos palabras: «desaparezca aquí».

Otra fiesta de entrega de premios, esta vez en Spago, y aunque siempre existe el riesgo de encontrarte a alguien que no quieres ver, todo me trae sin cuidado, y como no espero a Rain hasta mañana me sorprendo en el comedor principal enzarzado sin querer en una conversación con Muriel y Kim, que no me preguntan por qué no fui a la fiesta que dio Blair en honor de Alana, y después de que un fotógrafo haga una foto de los tres se van, y no me importa que Trent y Blair estén en el patio porque ninguno de los dos me dirigirá la palabra, ya que esta noche hay demasiada gente en la fiesta. Daniel Cárter sigue sonriéndome con impaciencia, y aunque no quiero que se me acerque, no parece que Meghan Reynolds ande cerca, y no puedo hacer otra cosa que quedarme quieto, y Daniel y yo llevamos camisetas de James Perse y americanas caras de un botón, y él me pregunta por The Listeners, y yo le digo que fui al estreno de su película en diciembre y que me gustó, luego nos ponemos a hablar de cómo ha arrasado en taquilla la última Viernes 13 desde su estreno y charlamos sobre sus efectos especiales mientras Daniel no para de estirar el cuello y arquear las cejas sonriendo a alguien al otro lado de la habitación.

—Parece que te ha dado demasiado sol allí —dice Daniel, señalando mi cara acalorada.

—Sí. Ya me conoces. Me quemo con facilidad.

—Has estado en Nueva York, ¿verdad? ¿Cuánto tiempo vas a quedarte? Me han dicho que has vuelto al Doheny.

—No sé cuánto voy a quedarme. Nueva York parece… acabado.

—Y esto está… —pregunta Daniel, esperando que complete la frase.

—Sucediendo. —Me encojo de hombros—. Soy otra persona —digo con una sonrisa forzada.

—No me digas que estás pensando en mudarte aquí otra vez. Joder, si yo pudiera largarme de aquí…

Y entonces Meghan se acerca y se apoya ligeramente en Daniel mientras dice:

—Hola, Clay.

Y si no hubiera estado bebido no habría podido quedarme allí de pie y habría olvidado el aspecto que tiene Meghan en primer plano y, como siempre, me sorprendo y tengo que fingir que no pasa nada. Meghan me mira con indiferencia y mi sonrisa forzada es un reproche para hacerle saber que me alegro de que haya asumido todo lo que me hizo. Cerca del final yo le supliqué que nos fuéramos de aquí y estábamos sentados en un bar de sushi en Ventura Boulevard de Studio City y era verano y recuerdo que en un rincón del bar había un niño actor que fue famoso en el pasado y ahora se le consideraba viejo a los treinta y tres años mientras ella seguía insinuando que todo se había acabado entre nosotros. Ahora, en Spago, no tengo ni idea de qué le ha contado a Daniel sobre mí aunque va a trabajar en la próxima película de él. Ella comenta que me vio en una proyección a la que no fui, y de pronto me recuerdo caminando de un lado a otro a la puerta de la sala de urgencias del Cedars-Sinaí disculpándome con ella el Cuatro de Julio.

—Eh, me gustaría comentarte una idea.

Daniel menciona un guión que escribí, titulado Adrenaline, del que el estudio no quiso saber nada.

—Cuando quieras.

En el vaso que tengo en la mano solo hay limón y hielo, los restos de un margarita.

—Estás muy delgado —murmura Daniel antes de alejarse con Meghan.

Rain me ha llamado dos veces y me ha dejado un mensaje de texto, y no he hecho caso, pero al ver a Daniel susurrar algo al oído de Meghan mientras se van de Spago le devuelvo la llamada y ella no contesta.

El doctor Woolf deja un mensaje en mi fijo para anular la sesión de mañana y decirme que ya no puede tratarme pero que me recomendará a alguien y al día siguiente conduzco hasta el edificio de Sawtelle y aparco en la cuarta planta del parking y espero a que acabe con el paciente de la una, porque es cuando sale a comer, y estoy escuchando una canción cuyo estribillo, «so leave everything you know and carry only what you fear…»,[3] se repite una y otra vez, y asiento mientras fumo y hago una lista de todo lo que no voy a preguntar a Rain y decido que aceptaré todas las explicaciones falsas que me dé y que ese es el único plan a seguir, y entonces recuerdo a la persona que me advirtió que el mundo tenía que ser un lugar donde a nadie le interesan tus preguntas y que si estás solo no puede pasarte nada malo.

En el silencio del parking, el doctor Woolf abre la puerta de su Porsche plateado. Bajo del coche y me acerco a él llamándolo por su nombre. Al principio finge no oírme y cuando se vuelve se queda sorprendido. Al ver quién soy se enfada, luego su cara casi se relaja, como si me hubiera esperado.

—¿Por qué no puede verme más?

—Mire, no puedo ayudarle…

—Pero ¿por qué? —Sigo acercándome a él—. No lo entiendo.

—¿Ha estado bebiendo? —pregunta, sacando el móvil del bolsillo como si fuera alguna clase de amenaza.

—No, no he estado bebiendo —murmuro.

—Conozco un especialista muy bueno en West Hollywood al que puedo recomendarle.

—Me importa un bledo. No quiero una puta recomendación.

—Clay, cálmese…

—¿Por qué coño no me quiere como paciente?

—Clay, entre nosotros… —Se interrumpe, hace un gesto de dolor y su tono se suaviza—. Denise Tazzarek. —Deja el nombre suspendido en las sombras del parking—. No soy capaz de ayudarle con… eso.

Me quedo un segundo allí de pie, temblando.

—Espere, ¿quién es Denise Tazzarek?

—La persona con la que ha estado saliendo. Me habló de ella en la última sesión.

—¿Qué le pasa?

Me mira como si no debiera estar confundido.

—La chica de la que habló se llama Denise Tazzarek —dice bajando la voz—. Sé quién es.

—No le entiendo.

—Sé quién es y no quiero tener nada que ver con ella. He tenido dos pacientes involucrados con ella y ha habido un conflicto de intereses. —Un silencio—. No puedo hacer nada por usted.

—¿Y cree que es… la misma chica?

—Sí. Es la misma chica. Su verdadero nombre es Denise Tazzarek. La chica de la que me estuvo hablando, Rain Turner, es Denise Tazzarek.

Vuelvo a abrazarme a mí mismo, demencialmente alerta.

—¿Qué sabe de ella que… yo no sepa?

—Se lo dije en nuestra última sesión. Manténgase alejado de ella. —Retrocede hacia el Porche—, No le hace falta saber nada más.

Me acerco a él.

—Entonces, ¿conoce a Rip Millar?

—Clay… —Se sienta al volante.

—¿Y a Julián Wells?

—Tengo que irme…

—¿Qué me dice de Kelly Montrose?

El doctor Wells introduce la llave de contacto, pero al oír ese nombre se detiene en seco. Volviéndose hacia mí, me mira.

—Kelly Montrose era paciente mío.

Y cierra la puerta y se aleja en su coche.

El aparcacoches del Doheny Plaza me abre la puerta del BMW y mientras me apeo me avisa de que hay alguien esperándome en el vestíbulo; luego veo el Audi de Julián, embadurnado de barro y lluvia, aparcado ante el edificio. Casi doy media vuelta y me subo de nuevo al BMW, pero una oleada de cólera me hace tomar una decisión. Julián lleva unas Ray-Ban y está sentado con despreocupación comprobando su móvil, pero no dejo de advertir que tiene el ojo izquierdo ligeramente hinchado, el labio partido, débiles cardenales negros y morados en su bronceado cuello y la muñeca vendada. No digo nada mientras paso por delante de él. Solo hago un gesto para que se levante y me siga. El portero mira con preocupación a Julián desde detrás del mostrador y luego a mí antes de que le diga:

—No pasa nada.

Julián sube conmigo al ascensor y no hablamos mientras me sigue por el pasillo de la planta quince y el único ruido es su carraspeo mientras abro la puerta y entramos en el apartamento.

Julián se sienta con cuidado en el sofá modular y va vestido con elegancia y tiene buen aspecto a pesar de lo que le ha ocurrido y parece estar esforzándose por mantenerse entero pero hace una ligera mueca al poner el pie en la otomana y cuando se quita las gafas con la mano de la muñeca vendada deja ver la extensión del cardenal.

—¿Qué te ha pasado? —pregunto.

—Nada. No importa.

—¿Quién te ha hecho eso?

—No lo sé —dice, y luego, buscando una respuesta, añade algo que suena más bien como una sugerencia—: Unos chicos mexicanos. —Y luego—: No he venido a hablar de esto.

—¿A qué has venido?

—Sé que sabes lo de Rain. No hacía falta que dejaras ese mensaje la otra noche. Creo que todo el mundo sabe lo que está pasando.

—Por Dios, Julián, ¿qué coño estás haciendo? —le pregunto en voz baja.

—Probablemente parece más complicado de lo que es en realidad.

—Eso es porque tú lo has hecho más complicado.

Suspira mirando a través de las puertas correderas de cristal la luz de la tarde sobre la ciudad.

—¿Puedo beber agua?

—No es complicado para mí.

—Bueno, supongo que lo siento, pero no todo gira alrededor de ti, Clay.

—¿Qué quiere decir eso? —digo, de pie a su lado—. Ni siquiera sé qué quiere decir.

—Quiere decir que ahí fuera hay un mundo más grande y que no todo gira alrededor de ti.

—Estás como una puta cabra —murmuro—. Estáis todos como unas putas cabras.

—Esto es lo que hay, Clay.

—Calla —murmuro, paseándome por la habitación y encendiendo un cigarrillo—, ¿Qué gilipollez es esa de «Esto es lo que hay»?

—No estoy seguro de por qué estás tan cabreado. Tienes lo que querías.

—¿Y tú has conseguido lo que querías? —Señalo con un ademán los cardenales—. ¿Ha sido Rip?

—Ya te lo he dicho. Han sido esos chicos mexicanos.

Luego vuelve a pedirme agua.

Cuando le traigo una botella de Fiji, da las gracias con la cabeza y, después de beber un sorbo cuidadosamente, dice:

—Ya no me hablo con Rip.

—¿Por qué no? Espera, deja que lo adivine.

Julián se encoge de hombros y hace una mueca cuando se inclina y deja la pequeña botella de plástico sobre la otomana.

—No fue exactamente por mí.

—Entonces, ¿por qué crees que fue?

—Rip hizo crac cuando Rain estuvo con Kelly…

—¿Qué significa que «hizo crac»? —pregunto interrumpiéndolo—, Entonces, ¿tu novia estuvo follando con Rip y luego con Kelly? ¿Y tú seguiste con ella?

—Clay, es más complicado que eso.

—¿Por qué ha muerto Kelly, Julián? —pregunto de pie a su lado, agarrando un cigarrillo con mano temblorosa—, ¿Qué le pasó a Kelly? ¿Por qué ha muerto?

Julián me mira y noto que, sin dejar de mirarme, se plantea si decirme algo o no.

—Mira, no trates de encajar todas las piezas.

—¿Por qué no?

—Esto no es un guión. No va a aclararse. No va a cuadrar todo en el tercer acto.

—¿Qué relación tenía Rip con Kelly?

—Al principio la idea era que Kelly invirtiera en una discoteca, pero… se pelearon.

—¿Por Rain?

Julián se encoge de hombros.

—Supongo que eso contribuyó.

Vuelvo a intentarlo.

—Solo quiero saber en qué estoy metido. Dímelo.

—¿En qué estás metido? —Julián parece sorprendido—. No estás metido en nada. Tal vez te lo parece, pero no lo estás.

—Amanda Flew es la compañera de piso de Rain, ¿verdad?

—Sí —responde Julián confundido—. ¿No lo sabías?

—Conduce un jeep azul, ¿verdad? ¿Por qué ha estado siguiéndome?

—Se ha ido de la ciudad. Mandy ya no está aquí —dice Julián—. No sé por qué te seguía. —Silencio—. ¿Estás seguro de que era ella?

—¿Y las dos estuvieron con Rip? ¿Rain y Amanda estuvieron con Rip?

Suspira.

—Cuando Rain y yo hicimos un paréntesis, Rip empezó a tirarle los tejos… y luego, cuando ella conoció a Kelly, Rip empezó a salir con Mandy. No duró y entonces trató de volver con Rain, pero… no podía funcionar.

—¿Por qué no?

—Porque… es un tipo difícil. —Una pausa—. ¿O no lo sabes, a estas alturas?

Me inclino hacia Julián y bajo la voz.

—Hay espías en este apartamento, Julián. Hay coches en Elevado vigilando este piso por la noche. Han entrado y revisado mis cosas. Recibo mensajes de texto con advertencias de mierda y ni siquiera sé de qué mierda me están advirtiendo, pero creo que todo está relacionado con… —Y de pronto no puedo decir «tu novia». Solo puedo añadir—: No me mientas. Sé que seguís juntos.

Julián hace un gesto pausado y poco comprometido.

—Bueno, si dejas de verla puede que el resto se detenga. —Reflexiona sobre algo más—. Si decides no verla más y no ayudarla, puede que todo esto se detenga. —Vuelve a coger el vaso de agua—. Tal vez no lo pensé lo suficiente. Tal vez había demasiadas… no lo sé… variables… que no tuve en cuenta.

Un largo silencio antes de responder:

—Estás olvidando algo.

—¿Qué? —Parece sinceramente intrigado.

—Una de las variables.

—¿Cuál? —Casi parece temer preguntarlo.

—Ella me gusta.

Julián suspira y empieza a incorporarse.

—Clay…

—Y no me importa que caiga más mierda.

—¿Tanto te gusta, Clay? —me pregunta Julián con tristeza—. ¿O te gusta otra cosa?

—¿Qué quieres decir?

—Ya has pasado por esto antes —dice escogiendo las palabras con cuidado—. Ya sabes cómo es esta ciudad. ¿Qué esperabas? Casi no la conoces. Es una actriz.

—¿Me lo dices tú? ¿Tú, que llevabas un servicio de acompañantes?

Julián vuelve a suspirar.

—Solo hacía favores. Era un negocio de poca monta. Vamos, no seas tan ingenuo.

—¿Estás prostituyendo a tu novia y me sueltas gilipolleces así?

—Está bien, ya veo adonde quieres ir a parar. Ya veo adonde nos va a llevar todo esto. Solo quería decirte que lo siento. —Se levanta y se inclina contra el respaldo del sofá para mantener el equilibrio—. Debí imaginar que reaccionarías así. Pensé que te parecería, no lo sé, divertido…, que sacarías algo de todo esto y, bueno, que ella también sacaría algo, y que no te lo tomarías tan en serio.

—¿Por eso estabas tan interesado en la película? ¿Porque querías que le diera un papel a tu novia?

—Bueno, sí. —Una pausa—. Pensamos que podría funcionar. Pero si no vuelves a verla quedamos en paz.

—Habrá que hacer algunos ajustes.

—¿Qué quieres decir?

—Porque voy a verla esta noche.

—Lo sé. Porque vas a ayudarla de todos modos, ¿verdad?

La última vez que Rain ve a Amanda Flew es el domingo siguiente a la noche que espié el apartamento de Orange Grove y, según ella, Amanda pasa esa noche en su habitación y todo va «bien», aunque después de lo que yo vi sé que no todo fue «bien» y que pasó algo que empujó a Amanda a marcharse de la ciudad. Se supone que al día siguiente Amanda debe ir a casa de Mike y Kyle en Palm Springs con la intención de quedarse y «relajarse» un par de semanas, pero como duerme hasta tarde y no tiene claros los motivos para dejar Los Ángeles, no sale del apartamento de Orange Grove hasta que se hace de noche. Rain nunca quiso que Amanda, una chica que ahora me describe como «demasiado confiada», hiciera ese trayecto sola, y menos de noche y con veinte mil dólares en efectivo dentro de una de las bolsas de deporte que lleva, pero Amanda insiste hasta el punto de amenazar con no ir, de modo que Rain y los dos amigos de Palm Springs le dicen que solo funcionará si se pone en contacto con ellos cada diez minutos tanto si está con Rain como con Mike y Klye en la casa del desierto, y ella accede y se va de Orange Grove a las 8.45, y no llama a Rain hasta que ha cruzado el centro de Los Ángeles a las 9.15. Después de esa primera llamada las cosas parecen torcerse bastante deprisa.

De las 9.30 a las 10.00 Amanda no contesta el móvil. A eso de las 10.15 hace una llamada a la casa de Palm Springs, y parece tranquila cuando les dice a Mike y Klye que llegará más tarde de lo previsto, que ha quedado con alguien en una cafetería de Riverside, pero que todo va bien y que no se lo digan a Rain. Al parecer, ni Rain ni Mike ni Kyle creen que todo va bien, y Mike se dirige inmediatamente a la cafetería de Riverside. La siguiente llamada a Kyle es a las once, y Amanda dice que ya no está en Riverside, sino que ha ido a Temecula. Klye llama a Mike para avisarle de que no está en Riverside, y Amanda no responde a ninguna de las llamadas o mensajes de texto de Rain —«Esto está jodido», se lee en uno de ellos; «vas a morir»—, y sigue una discusión sobre si llamar al 911 pero enseguida se acaba, y, según una camarera con la que habla Mike en la cafetería de Riverside, Amanda se encontró con dos hombres en la entrada del establecimiento y hasta besó en la mejilla a uno de ellos, aunque la camarera no pudo verlo bien. La última llamada de Amanda es una hora después para decirle a Klye que la verá al día siguiente, aun después de que esta le advierta de que Mike ha ido a buscarla a Riverside y está camino de Temecula. Llegados a este punto, alguien le quita el móvil a Amanda de las manos y escucha mientras Kyle empieza a pedirle a gritos que le diga exactamente dónde está, y Kyle oye gritar de fondo: «Vamos, para, devuélveme el teléfono, venga». «¿Quién es? ¿Diga?», grita antes de que se corte la comunicación.

Amanda no llegó a Palm Springs a la mañana siguiente, y cuando le confirman a Rain que tampoco apareció la tarde siguiente, ella por alguna razón lo toma como una mala señal, y no como algo que es proclive a hacer una chica que me ha descrito como «loca» y «realmente hecha polvo», a quien ella misma abofeteó en el piso de Orange Grove, que me leyó la mano en una sala del aeropuerto, y que tuvo una aventura con Rip Millar y que de hecho formaba parte de su «partida de chicas». La primera noticia inquietante llega después de comer: Mike y Klye encuentran el jeep azul de Amanda en un aparcamiento de la Interestatal 10, a la entrada de Indio. Todas sus bolsas han desaparecido, incluida la de los veinte mil dólares en efectivo.

Escucho con paciencia mientras Rain trata de darme una versión tan cuidadosamente retocada de los hechos que no tengo que hacer ninguna pregunta, y ella dice que no debería contármelo pero al parecer la necesidad es imperiosa, aunque ha acallado el miedo con tequila Patrón y un porro, y repitiéndose a sí misma que Amanda acabará apareciendo. Yo no dejo de decirle que tal vez había un misterio que Amanda necesitaba resolver. Le digo que tal vez buscaba la respuesta a algo. Lo que también la tranquiliza, aparte del tequila, la marihuana y el Xanax que le he dado, es la llamada que ha recibido para repetir la audición la semana que viene.

—¿Y Julián? —pregunto cuando lleva demasiado tiempo callada—. ¿Qué piensa de lo de Amanda?

No responde porque Julián es el nombre que ya no podemos mencionar entre nosotros. Apuro la copa que tengo en la mano.

—Bueno, tal vez Rip esté involucrado en esto —digo, como si fuera un chico que investiga un delito—. ¿No se la estaba tirando también? Debe de estar muy preocupado.

Rain se limita a encogerse de hombros, sin hacerme caso.

—Tal vez.

—¿Tal vez está muy preocupado o tal vez se la está tirando, o tal vez está involucrado en esto?

Se queda mirando por la ventana de mi despacho sin decir nada mientras la observo sentado a mi escritorio.

—Si crees que su desaparición está relacionada con Rip, ¿no deberías ir a la policía? —pregunto con tono distraído e indiferente.

Rain se vuelve y me mira como si estuviera loco.

—No te importa, ¿verdad?

—Nunca me has dicho qué hubo entre Kelly Montrose y tú.

—No hubo nada. Lo que te hayan dicho no es cierto. —Se vuelve hacia la copa y la apura—. Nunca hubo nada entre Kelly y yo.

—No te creo —digo, balanceándome despacio en mi silla, pensando en cómo se desarrollará la escena—. Debiste de prometerle algo.

—No todo el mundo es como tú.

Guardo silencio.

—Puede que Kelly quisiera que hubiera algo —reconoce al final—. Puede que hiciera la llamada por esa razón. No lo sé.

—Y puede que eso explique por qué Rip se enfadó tanto —digo tratando de mantener la calma y contener mi excitación—, Puede que se diera cuenta de que Kelly estaba a punto de insinuarse…

—Rip Millar solo está… bien jodido.

—Por eso os lleváis tan bien los dos.

—¿Me estás hablando en serio?

—Ese día sabías algo. Sabías que le había sucedido algo a Kelly. Me refiero al día antes de que te marcharas a San Diego con esa mentira. Aún no habían encontrado el cuerpo de Kelly, pero tú sabías que Rip había hecho algo…

—Vete a la mierda —grita.

—Ya no me importa —digo por fin, acercándome a ella y acariciándole el cuello.

—No te importa, ¿eh?

—Yo no la conocía, Rain.

—Pero me conoces a mí.

—No, no te conozco.

Me inclino para besarle la cara.

Ella se aparta.

—No quiero —murmura.

—Entonces lárgate. Me da igual si vuelves o no.

—Amanda ha desaparecido y tú…

—Ya te he dicho que no me importa. —Le cojo la mano y empiezo a arrastrarla hacia la habitación—. Vamos.

—Suéltame, Clay.

Tiene los ojos cerrados y está haciendo una mueca.

—Si no vas a hacerlo, deberías irte.

—¿Y qué pasará si me voy?

—Llamaré a Mark. Luego llamaré a Jon. Y a Jason. —Una pausa—. Lo anularé todo.

Ella se aprieta inmediatamente contra mí y me pide perdón, y entonces es ella quien me arrastra al dormitorio, y así es como siempre he querido que se desarrolle la escena, y tiene que desarrollarse así porque no funciona realmente para mí si no sucede de este modo.

—Deberías ser más comprensivo —dice ella más tarde, en la oscuridad de la habitación.

—¿Por qué? ¿Por qué debería serlo?

—Eres piscis.

Hago una pausa, dejando la afirmación suspendida en el aire, la perfecta demostración de dónde he acabado.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo dijo Amanda —susurra.

Guardo silencio, aunque es difícil pasarlo por alto.

—¿Qué es lo peor que te ha pasado nunca? —pregunta ella, y suena como un eco.

Lo sé, pero finjo no saberlo.

En el Getty hay una cena en honor del comisario de una nueva exposición organizada por dos ejecutivos de DreamWorks, y voy solo y estoy de mejor humor, flotando por encima de todo, con buen aspecto y solo un poco colocado, y mientras contemplo un cielo de lo más negro desde la terraza me pregunto: ¿Qué diría Mara? Y en el trayecto en tranvía colina arriba iba en el mismo vagón que Trent y Blair y he oído a Alana compartir sus frustraciones sobre un cirujano plástico y he asentido mientras veía pasar los coches a toda velocidad por la 405 debajo de nosotros y desde donde estoy ahora no se ve nada en los cañones oscuros hasta que las luces de la silenciosa ciudad se despliegan en abanico en esa oscuridad y no paro de mirar mi móvil por si tengo mensajes y casi he terminado mi segundo martini cuando un chico con uniforme de camarero me dice que la comida será servida dentro de quince minutos y luego el chico es reemplazado por Blair.

—No cogerás el coche esta noche, espero —dice.

—Me ha entrado mal rollo al entrar, pero ahora estoy contento.

—Pareces de buen humor.

—Lo estoy.

—Cuando te vi en Spago la otra noche no pensé que pudieras estar contento.

—Bueno, pues ahora lo estoy.

Guarda silencio un momento.

—Creo que no quiero saber por qué.

Termino el martini y dejo la copa en una repisa, y le sonrío inofensivo tambaleándome ligeramente mientras ella mira el mar reluciente que se curva hacia nosotros a kilómetros y kilómetros de distancia.

—Pensaba hacerte el vacío, pero he cambiado de opinión —dice acercándose más a mí.

—Ahora me siento presionado, pero me alegro de que hables conmigo. —Me vuelvo para contemplar la vista de la ciudad—, ¿Por qué has estado tanto tiempo sin dirigirme la palabra? ¿Qué problema había?

—Pensaba en mi propia seguridad.

—¿Por qué hablas conmigo ahora?

—Ya no me das miedo.

—Entonces te has vuelto optimista.

—Siempre pensé que podría cambiarte. Todos esos años.

—Pero ¿habría sido lo que realmente querías tú? —Me paro a pensarlo—. ¿O lo que realmente quería yo?

—Lo que tú realmente quieres no existe, Clay.

—¿Por qué te ríes mientras lo dices?

—Quería saber si habías hablado con Julián. O hiciste lo que te pedí y lo dejaste correr.

—¿Quieres decir si seguí tus instrucciones?

—Si quieres expresarlo de ese modo…

—Lo he visto un par de veces y ahora supongo que se ha ido un tiempo de la ciudad. —Hago una pausa y luego me lanzo—, Rain me ha dicho que no sabe dónde está.

Al oír su nombre, Blair dice:

—Todos vosotros os relacionáis de una forma muy interesante.

—Solo es complicado —propongo con naturalidad—. Siempre lo es.

—Os la vais pasando, ¿no? —pregunta Blair—, Primero Julián, luego Rip, Kelly, y ahora tú… —Hace una pausa—. Me pregunto quién será el siguiente.

No digo nada.

—No la estoy juzgando. —Se acerca más a mí—, Pero Rain sabe dónde está Julián. Quiero decir que si yo lo sé, ella seguro que también lo sabe.

—¿Cuál es tu fuente de información? —Me interrumpo—. Ah, ya caigo. Tu marido es su representante.

—En realidad no. De hecho, no hay nada que representar. —Un silencio—. Creo que tú también lo sabes.

—¿Dónde está Julián, entonces?

—¿Por qué quieres saberlo? ¿Seguís siendo amigos?

—Bueno, éramos amigos. Pero supongo que… no, ahora no lo somos. A veces pasa. —Me callo, luego no puedo evitarlo y vuelvo a preguntar—: ¿Dónde está? ¿Cómo sabes dónde está?

—No te metas en esto —responde Blair con suavidad—. Lo único que tienes que hacer es no meterte.

—¿Por qué?

—Porque solo empeorarás las cosas.

Dejo que me bese en los labios, pero a nuestro alrededor hay estatuas y las luces de las fuentes, y detrás de nosotros la luna se refleja en el horizonte del mar.

—Oigo cosas sobre ti —dice—. No quiero creerlas.

Abro la puerta del apartamento. Las luces están apagadas y veo un rectángulo blanco flotando por encima del sofá: un móvil que brilla en la oscuridad iluminando la cara de Rip. Demasiado borracho para asustarme, alargo la mano hacia la pared y la habitación se llena poco a poco de una luz tenue. Rip espera a que diga algo, arrellanado en el sofá como si ese fuera su sitio, una botella de tequila abierta en segundo plano. Al final menciona una ceremonia de premios a la que ha ido y, casi como una ocurrencia tardía, me pregunta dónde he estado.

—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Cómo has entrado?

—Tengo amigos en el edificio —dice, explicando algo supuestamente muy sencillo—. Vamos a dar una vuelta.

—¿Por qué?

—Porque tu apartamento probablemente no es… —me mira con los ojos entornados— …seguro.

En la limusina, Rip me enseña los e-mails recibidos en la cuenta de allamericangirlUSA de Rain. Hay cuatro, y los leo uno a uno en el iPhone de la limusina mientras avanzamos por un Mullholland desierto, con una vieja canción de Warren Zevon flotando en la climatizada oscuridad. Al principio ni siquiera estoy seguro de qué estoy mirando, pero en el tercer e-mail he escrito supuestamente «Voy a matar a ese cabrón» —refiriéndome al «novio» de Rain, Julián— y los e-mails se convierten en mapas que han de rediseñarse para seguirlos como es debido, pero son exactos en ciertos puntos, y encierran un secreto y una estrategia determinada, aunque hay otros detalles sobre Rain y yo que no cuadran, cosas que no tienen nada que ver con nosotros —referencias a la Cábala, comentarios sobre un número musical de una ceremonia de premios reciente que nunca he visto, Hugh Jackman cantando una versión irónica de «The Sunny Side of the Street», mi interés por los signos del zodíaco—, todo errores sobre aspectos concretos de nuestra relación. No paro de releer este e-mail preguntándome quién ha escrito todo eso —pistas que han de seguirse, una idea que ha de llevar a alguna parte—, hasta que comprendo: no importa, todo me señala a mí, yo me lo he buscado.

—Lee el siguiente, por favor. —Rip alarga una mano y salta al siguiente correo con tanta naturalidad como si pasara las hojas de un folleto—. Una interesante referencia sobre ti y la zorra con la que comparte piso y que ha desaparecido.

En el cuarto e-mail escrito supuestamente por mí leo: «Voy a hacerle a Julián lo que le he hecho a Amanda Flew».

—¿Cómo los has conseguido? —pregunto, aferrando el iPhone.

—Por favor —dice por toda respuesta.

—Yo no he escrito eso, Rip.

—Puede que sí, puede que no. —Guarda silencio un momento—. Puede que lo hiciera ella. Pero todos fueron enviados desde tus cuentas de correo electrónico.

Sigo pasando de un e-mail a otro.

—«Voy a matar a ese cabrón» —murmura Rip—. No te pega mucho decir eso, pero ¿quién sabe?… Quiero decir que a veces puedes ser un tío muy frío, aunque… en general los e-mails son bastante sinceros y tristes. —Lee uno en voz alta—: «Pero esta vez ha habido una explosión y mis sentimientos como hombre no pueden graduarse…». —Se echa a reír.

—¿Por qué me los estás enseñando? Yo no los he escrito.

—Porque podrían incriminarte.

Me aparto de él, incapaz de disimular mi odio.

—¿En qué película crees que estás actuando?

—Tal vez en una de las bazofias que has escrito —dice Rip, ya sin reírse—. Bueno, ¿quién los escribió entonces, Clay? —pregunta con tono forzado y juguetón, como si ya supiera la respuesta.

—Tal vez ella se los escribió a sí misma —murmuro en la oscuridad.

—O tal vez… los escribió otra persona. Alguien a quien no le caes bien.

No digo nada.

—Barry te previno contra ella, ¿eh?

—¿Barry? —murmuro, mirando fijamente el iPhone.

—Woolf. Tu orientador personal. —Una pausa—. El de Sawtelle. —Se vuelve hacia mí—. Te previno contra ella. —Otra pausa—. Y tú no le hiciste caso.

—¿Y si te digo que sea como sea me trae sin cuidado?

—Entonces estaré muy preocupado por ti.

—Yo no escribí esas cosas.

Rip no me escucha.

—¿Aún no has tenido suficiente?

—De todos modos, ¿cómo los has conseguido?

—Quiero decir que lamento que… te encuentres en un aprieto —dice Rip, pasando por alto mi pregunta—. En serio.

—¿Qué aprieto, Rip?

—Eres demasiado listo para involucrarte demasiado —dice él despacio, atando cabos él solo—, de modo que debe de haber algo que te pone… No eres tan estúpido como para enamorarte de esas zorras, y sin embargo tu dolor es sincero… Quiero decir que todo el mundo sabe que perdiste la olla con Meghan Reynolds… No es ningún secreto. —Sonríe, luego su voz se vuelve interrogante—. Pero hay algo que no cuadra… Hay algo que te pone, pero ¿cuál es el problema? —Se vuelve de nuevo hacia mí en la oscuridad mientras la limusina se desliza por Beverly Glen—. ¿Es posible que te ponga el hecho de que, tal como lo has dispuesto todo, ellas nunca te corresponderán? ¿Y es posible que… —hace una pausa para reflexionar— estés mucho más loco de lo que nos imaginamos los demás?

—Sí, Rip. —Suspiro, pero estoy temblando—. Probablemente es eso.

—A alguien no le gusta que hayas vuelto y nunca le gustará. Al menos no de la forma en que tú quieres. Pero todavía puedes controlar momentáneamente las cosas gracias a lo que ese alguien quiere de ti. Es todo un montaje lo que has creado y mantenido. —Hace una pausa—. Un romance. —Suspira—. Es interesante.

Sigo mirando el iPhone, aunque de forma involuntaria.

—Supongo que es un consuelo que no vaya a ser guapa eternamente —dice—. Pero me gustaría estar con ella antes de que deje de serlo.

—¿Qué estás diciendo? —El miedo me empuja a continuar—: ¿Qué significa todo esto?

—Significa muchas cosas, Clay.

—Quiero largarme de aquí. Llévame a casa.

—Significa que ella nunca te querrá. —Una pausa—. Significa que todo es una ilusión. —Luego me toca el brazo—. Te está tendiendo una trampa, cabrón.[4]

Le devuelvo el teléfono.

—Ya te he dicho que no te veo como una amenaza. Puedes seguir haciendo lo que quieras con ella. No me importa porque tú no eres el verdadero obstáculo. —Reflexiona un instante—, Aún no.

Coge el teléfono y se lo guarda en el bolsillo.

—Pero Julián…, a ella le gusta Julián. —Una pausa—. A ti solo te está utilizando. Tal vez eso es lo que te pone. No lo sé. ¿Conseguirá lo que quiere? Probablemente no. No lo sé ni me importa. Pero Julián… Por alguna razón que se me escapa, a ella le gusta Julián. Lo único que estás haciendo es prolongar la situación. Tú juegas y ella te sigue porque cree que va a salir en tu película. Y eso la está empujando más hacia Julián. —De nuevo una pausa—. Ni siquiera te das cuenta de que deberías estar aterrado.

Antes de dejarme bajar del coche, Rip dice:

—Julián ha desaparecido.

La limusina está parada con el motor en marcha delante del Doheny Plaza. Mientras bajábamos Beverly Glen y cruzábamos Sunset, ha enviado mensajes de texto con «The Boys of Summer» repitiéndose en el equipo.

—No está en su casa de Westwood. Nadie sabe dónde está.

—Tal vez haya ido a buscar a Amanda —digo, mirando a través de los cristales oscuros la caseta del aparcacoches.

—¿No debería ser cosa de Rain? —pregunta Rip como quien no quiere la cosa—. Ah, se me olvidaba: tiene una audición esta semana, ¿verdad?

—Sí.

—No parece muy preocupada por su compañera de piso. Al menos no le preocupa tanto como salir en tu peliculita.

—¿Debería preocuparse, Rip? ¿Dónde está Amanda? —Tomo aire antes de añadir—: ¿Lo sabes? —Me interrumpo de nuevo—. Quiero decir que también estuviste con ella. ¿Después de que Rain te dejara por Kelly? Supongo que fue entonces cuando pasó.

—Las mujeres no son muy listas. Hay estudios que lo demuestran.

No puedo verle la cara. Solo oigo su voz, y me doy cuenta de que prefiero que sea así.

—¿A qué ha venido eso? ¿Venganza? ¿Creíste que a Rain le importaría que te tiraras a su compañera de piso?

—Julián está escondido —dice él, pasando por alto mis palabras.

—Dios, ¿por qué no lo dejas correr?

—Está escondido. —Una pausa—. Pensé que tal vez sabías dónde estaba y me lo dirías.

—Me trae sin cuidado dónde está.

—¿Por qué no preguntas por ahí y luego me llamas?

—¿Quién crees que podría saberlo? ¿Por qué no hablas directamente con Rain?

Suspira.

—¿Pagaste para que le dieran una paliza? —pregunto—. ¿Fue para que supiera lo que le pasaría a continuación si no la dejaba?

Rip se echa hacia delante y mete un disco en el reproductor. Se recuesta. Jadeos, el viento y ruidos de sexo, alguien susurrando mientras se corre, luego mi voz, y de pronto asocio imágenes con los sonidos: el dormitorio del 1508 del edificio que se alza ante nosotros, la vista desde el balcón, el fantasma de un chico muerto que deambula, perdido, por el apartamento. Y de pronto la voz de Rain se une a la mía en los altavoces traseros de la limusina.

—Apágalo —susurro.

—No hay nada utilizable —dice Rip, inclinándose hacia delante y sacando el disco—. Eso es todo.

—¿Dónde lo has conseguido?

—Qué preguntas más comunes haces.

—No estoy involucrado en nada de todo esto.

—¿Sabes por qué la gente hace lo que hace? —Se recuesta de nuevo en el asiento sin escucharme—. No puedo explicar cómo es Julián. No sé por qué hace lo que hace.

Agarro la manija de la puerta.

—Descubres cosas sobre la marcha —dice Rip—, Descubres cosas sobre ti mismo que nunca creiste posibles.

Me vuelvo hacia él.

—¿Por qué no pasas página? Deja que él se quede con ella y pasa página.

—No puedo. No, no puedo hacerlo.

—Pero ¿por qué?

—Porque está poniendo en peligro la estructura de las cosas —dice, articulando cada palabra—. Y está afectando a mi vida.

Estoy a punto de bajarme de la limusina.

—No te preocupes. Ya no iré más a tu casa. He acabado contigo. Pasará lo que tenga que pasar.

—¿Qué significa eso?

—Significa que solo quería advertirte. Has sido oficialmente involucrado.

—No vuelvas a ponerte en contacto conmigo…

—Creo que tú quieres que desaparezca tanto como yo —dice él antes de que cierre de un portazo.

Más tarde esa noche vuelvo a soñar con el chico —la sonrisa preocupada, los ojos llorosos, las bonitas facciones que parecen casi de plástico, la foto de Blair y de mí en 1984 que tiene en una mano, el cuchillo de cocina que agarra con la otra mientras flota por el pasillo frente a la puerta del dormitorio, con «China Girl» resonando por el piso—, y de pronto no puedo contenerme: me levanto de la cama, abro la puerta y avanzo hacia el chico, y cuando lo golpeo el cuchillo cae al suelo. Y al despertarme a la mañana siguiente, tengo un cardenal en la mano de cuando golpeé al chico en mi sueño.

Rain llega en chándal y sin maquillar, está intentando mantener la calma ante la audición de mañana y no quería venir, pero le he dicho que la anularía si no venía y como lleva todo el día de ayuno no salimos a cenar y cuando la toco me pide que esperemos y entonces la amenazo de nuevo y el pánico solo se calma al romper el sello de una botella de Patrón y luego no puedo parar de follarla en el suelo del despacho, en el dormitorio, con todas las luces del piso encendidas y The Fray sonando a todo volumen, y aunque creía que estaba atontada por el tequila, no para de llorar y eso me la pone más dura.

—¿La sientes? ¿La sientes dentro? —no dejo de preguntarle, y el miedo vibra alrededor de ella, y hace un frío que pela en el 1508 y cuando le pregunto si tiene frío dice que le da igual.

Y esta noche, tal vez por primera vez, sonrío al Mercedes negro que pasa continuamente por Elevado, deteniéndose de vez en cuando para que quienquiera que está detrás de las ventanillas oscuras pueda mirar a través de las palmeras el piso de la quinta planta.

—Solo te estoy ayudando —digo con tono tranquilizador, intentando calmarla, y entonces ella responde pronunciando mal:

—¿Es que solo puedes pensar en ti mismo? —me pregunta cuando empiezo a tocarla de nuevo, murmurando cuánto me gusta hacerlo así—, ¿Por qué no puedes aceptar lo que hay?

Se tapa con una toalla que aparto con la misma rapidez.

—¿Y qué hay? —susurro.

Le doy otro sorbo de tequila.

—Solo es una película que estás escribiendo. —Está llorando abiertamente mientras lo dice.

—Pero la estamos escribiendo entre los dos, nena.

—No —grita, y su cara es una máscara de angustia.

—¿Qué quieres decir?

—Yo solo actúo en ella.

Y cuando por fin me fijo en la luz roja que parpadea con un mensaje en el móvil que ha dejado en la mesilla, y con una mano en su pecho y la otra rodeándole con delicadeza el cuello, le pregunto:

—¿Dónde está?

Trent Burroughs me llama y propone quedar en Santa Mónica después de una comida con un cliente en Saint Michael. Está sentado en un banco de la entrada del muelle, va con traje, y cuando me ve acercarme levanta la vista de su móvil, se quita las gafas y se queda mirándome cansinamente. Menciona que ha terminado de comer mucho antes de lo que pensaba con un actor caprichoso al que representa, después de persuadirlo para que acepte un papel en una película por un montón de razones que serían beneficiosas para todos.

—Me sorprende que hayas venido —dice.

—¿Por qué no podía ir al restaurante?

—Porque no quiero que me vean contigo. Confirmaría algo que supongo que no quiero confirmar.

Echamos a andar por el paseo entablado y él vuelve a ponerse las gafas.

—Creo que soy más susceptible a ciertas cosas de lo que pensaba.

—Le he conseguido una prueba a tu cliente —digo de buen humor por la respuesta de Rain de anoche.

—Sí, lo sé.

Una pausa.

—¿No es la razón por la que querías verme?

Trent reflexiona antes de responder.

—En cierto modo.

La noria vacía se alza ante nosotros cuando pasamos por su lado, un círculo impreciso apenas visible en la bruma, y, si exceptuamos unos pescadores mexicanos, no hay nadie alrededor. Todavía no han retirado los adornos navideños y contra la pared desconchada de la sala de videojuegos hay un árbol de Navidad muerto envuelto en guirnaldas y desde una carreta de vivos colores flota hacia nosotros un tenue olor a churros y me cuesta concentrarme en Trent porque los únicos ruidos que se oyen son el oleaje a lo lejos y los graznidos de las gaviotas que vuelan bajo, la llamada del médium, una canción de The Doors que llega de algún bar.

—¿No se trata de Blair? —pregunto de pronto.

Trent me mira como sorprendido de que se lo pregunte.

—No. Para nada. Esto no tiene nada que ver con ella.

Sigo caminando con él hacia el final del muelle, esperando a que hable.

—Quiero ir al grano —dice por fin, mirando el reloj—. Tengo que estar de vuelta en Beverly Hills a eso de las tres.

Me encojo de hombros y meto las manos en los bolsillos del jersey con capucha que llevo, agarrando el móvil.

—Supongo que no vas a dejarlo con Rain Turner. Me refiero a que la prueba es esta tarde. ¿Luego terminará?

—¿Dejar… qué, Trent? —pregunto inocente.

—Lo que sea que haces con esas chicas. —Hace una mueca, luego trata de relajarse—. Este…, no lo sé, el juego que te traes con ellas.

—¿De qué estás hablando, Trent? —pregunto con el tono más natural y jocoso que soy capaz de adoptar.

—Prometerles cosas, acostarte con ellas, hacerles regalos, solo puedes llegar hasta ahí, y cuando no puedes conseguirles lo que les has prometido… —Trent se detiene, se quita las gafas y me mira confuso—, ¿De verdad necesitas que te lo diga?

—Solo es una teoría muy interesante.

Trent me mira antes de seguir andando, luego vuelve a detenerse.

—Es interesante que las… ¿qué? ¿Las abandones? ¿Qué intentes joderles la vida cuando lo descubren?

Algo me hace reaccionar.

—Creo que a Meghan Reynolds no le está yendo mal. Creo que se benefició de haberme utilizado.

—En realidad tú no necesitas trabajar, ¿verdad? —pregunta Trent. Parece sinceramente interesado—. Has heredado dinero de tu familia, ¿no?

Guardo silencio.

—Quiero decir que puedes permitirte vivir como quieres escribiendo guiones. ¿Me equivoco?

Me encojo de hombros.

—No me va mal.

Vuelvo a encogerme de hombros.

—Sé que Rain Turner no tiene ninguna posibilidad de conseguir ese papel. —Trent sigue andando y vuelve a ponerse las gafas como si fuera lo único que puede calmarlo—. He hablado con Mark. Y con Jon. Supongo que puedes seguir follándotela todo el tiempo que quieras…

—¿Sabes, Trent? Acabo de caer en la cuenta de que no es asunto tuyo.

—Bueno, por desgracia ahora lo es.

—¿Ah, sí? —pregunto, tratando de sonar neutral—, ¿Y cómo es eso?

De pronto nos distrae un borracho en bañador, quemado por el sol y barbudo, que gesticula en dirección a algo invisible al final del muelle. Trent vuelve a quitarse las gafas y por alguna razón no sabe hacia dónde mirar y está más agitado que antes y la tierra ha desaparecido detrás de nosotros y no llega ningún ruido de la playa lejana, que está completamente oculta por la bruma, y estamos caminando por encima del agua y las únicas personas que nos cruzamos son dos chicas asiáticas que comen algodón de azúcar de un palo.

—Es mucho más complicado de lo que crees —responde Trent con tono tenso y sin dejar de mirar alrededor, y solo quiero que deje de hacerlo pero no quiero que me mire a mí—. Solo es… más grande de lo que te piensas. Solo tienes que… que… que acabar con ello —tartamudea antes de recuperar la compostura—. No necesitas saber nada más.

—¿Acabar con qué exactamente? —pregunto—, ¿Acabar con ella?

Trent hace una pausa y decide decirme algo.

—Kelly Montrose era muy amigo mío.

Deja el comentario en suspenso y permanece allí el tiempo suficiente para que le pregunte:

—¿Qué tiene que ver Kelly con la razón por la que estoy aquí?

—Rain estaba con él. Quiero decir cuando desapareció. Estaban juntos.

—¿Con Kelly?

—Bueno, él le pagaba, creo…

—Creía que ella ya no cobraba. Creía que desde que conoció a Rip había dejado de hacerlo.

—Ella sabe cosas. Y Julián también.

—¿Qué cosas?

—Lo que le pasó a Kelly.

Miro a Trent con expresión pétrea, pero el miedo empieza a arremolinarse alrededor y me obliga a fijarme en un joven rubio con cazadora y pantalones cortos con muchos bolsillos que está apoyado contra una barandilla del muelle y que evita mirarnos a propósito, y me doy cuenta de que no llamaría más la atención si tuviera cien globos en la mano. Unas gaviotas invisibles no paran de chillar por encima de él en el cielo brumoso, y el tipo rubio de pronto me resulta familiar, pero no consigo saber por qué.

—No digo que ella sea inocente —está diciendo Trent—. No lo es. Pero no necesita que alguien como tú le ponga las cosas más difíciles.

Me vuelvo hacia él.

—Pero ¿Rip Millar está bien?

Por alguna razón esta pregunta lo enmudece y cambio de táctica.

Echamos a andar de nuevo. Pasamos por delante de un restaurante mexicano con vistas al mar. Estamos llegamos al final del muelle.

—¿Qué has sacado de representar a Rain? —pregunto—. Tengo curiosidad. ¿Por qué accediste a representar a una chica que sabías que no iba a conseguirlo?

Trent sigue acoplándose a mi paso y su expresión se relaja momentáneamente.

—Bueno, hizo feliz a mi mujer antes de que se diera cuenta de que… —Se interrumpe, reflexiona y continúa—: Quiero decir que yo sabía lo de Julián. Blair y yo no hablamos de ello, pero no era un secreto entre nosotros. —Entorna los ojos y vuelve a ponerse las gafas—. Si tengo problemas no son con Rain Turner ni con Blair.

—Pero ¿tienes problemas con Julián?

—Verás, sabía que Blair le había prestado mucho dinero, bueno, setenta mil, pero para él era mucho dinero. —Trent camina a mi lado hacia el final del muelle sin advertir aparentemente al tipo que ha estado siguiéndonos y al que yo no dejo de mirar. Me doy cuenta de que tiene una cámara—, Y sabía que a ella le gustaba de verdad. —Una pausa—, Pero también sabía que al final no pasaría nada.

—¿Y qué hay de mí?

—¿Lo ves? Ya estás otra vez. No todo gira alrededor de ti, Clay.

—Trent…

—Se reduce a lo siguiente —continúa interrumpiéndome—. Blair prestó a Julián una gran suma. Julián decidió acudir a Rip y pedirle prestado dinero para devolvérselo a Blair. ¿Por qué? No lo sé. —Un silencio—, Y así es como Rip conoció a la señorita Turner. Y, bueno, el resto es lo que es. —Otro silencio—. ¿Hace falta que te diga algo más? ¿Lo pillas?

Miro de nuevo al tipo rubio. Se supone que va disfrazado, que se ha camuflado, pero es casi como si quisiera que nos fijáramos en él. Sigue caminando por el muelle unos veinte o treinta pasos detrás de nosotros.

—Rip me dijo que iba a divorciarse de su mujer. ¿Qué habría sucedido luego? Quiero decir, si Kelly no hubiera aparecido. ¿Cuánto tiempo habrían jugado a eso si él hubiera llegado a divorciarse?

—No, no había peligro —dice Trent restándole importancia—. El divorcio habría resultado demasiado caro. Los dos lo sabían.

—Pero luego tu amigo Kelly se interpuso.

—Ese podría haber sido el problema —dice Trent asintiendo.

—¿Cuál?

—Fuera lo que fuese lo que pasó entre Rip Millar y Kelly Montrose… —Trent se detiene, pensando en cómo expresarlo con otras palabras—, Kelly conocía a mucha gente. Rip Millar no era la única persona con la que tenía problemas.

En el bolsillo de mi jersey, mi iPhone silenciado empieza a vibrar.

—En realidad —Trent me mira fijamente—, Rip y tú tenéis muchas más cosas en común de las que te imaginas.

—No lo creo. Yo no tuve nada que ver con la muerte de Kelly.

—Clay…

—Y no sé por qué, pero creo que lo hizo Rip. —Dejo de andar—, Y tú sabías algo en la fiesta de Navidad, ¿verdad? Sabías que Rip le había hecho algo a Kelly. Sabías que Rain lo había dejado por Kelly y que él tenía fijación por ella…

Me interrumpe.

—¿Sí? Bueno, supongo que todos tenemos nuestras pequeñas teorías.

—¿Teorías? ¿Es una teoría que supieras que esa noche probablemente ya estaba muerto?

La niebla lo borra todo; no se ve el Pacífico ni el muelle de detrás, y el restaurante mexicano apenas se distingue. El muelle se funde con el mar y más allá solo hay una cortina de bruma que tapa todo el cielo de modo que no hay horizonte y Trent se apoya contra la barandilla y me observa con detenimiento, concentrado aún en exponer la historia con la que quiere hacerme reaccionar, pero yo casi no puedo prestarle atención.

—¿Por qué miras tanto ese restaurante? —me pregunta de pronto—, ¿Te apetece un margarita o algo así?

No se da cuenta de que no estoy mirando el restaurante. El tipo rubio de la cazadora no puede andar muy lejos, pero no lo veo.

—¿Por qué ha muerto Kelly Montrose? —pregunto, casi murmurando para mí en lugar de dirigirme a él—. ¿Qué le ha pasado a Amanda Flew?

Trent no es lo bastante frío para disimular la desesperación que se trasluce brevemente en su cara.

—No se trata solo de Kelly ni de Amanda. —Aspira y mira alrededor—. No lo entiendes… Este… asunto… tiene mucho alcance, Clay. —Se interrumpe—. Tiene mucho alcance… Hay otras personas involucradas y…

—¿Puedes contestar a mi pregunta?

—Pero me estás pidiendo una respuesta cuando no existe solo una.

El iPhone vuelve a vibrar en mi bolsillo.

—Hueles a alcohol —murmura, volviéndose—. Había oído rumores, pero por Dios…

Cierro el puño alrededor del iPhone como si así pudiera detenerlo.

—Mira, no va a conseguir el papel, ¿de acuerdo? —dice Trent—, ¿Lo entiendes?

—¿Lo sabes con seguridad?

—Supongo que puede ocurrir cualquier cosa, pero no creo que esa sea una posibilidad.

—Bueno, entonces habrá terminado y se irá con otro. Pasará página.

—No, no lo hará. Porque le ofrecerás otra —dice Trent rápidamente—, Lo prolongarás, como sueles hacer. Y como las demás, ella tardará un tiempo en comprender. —Se interrumpe—, Y luego tú tardarás aún más tiempo en comprender y…

—¿Por qué estás aquí, Trent? —pregunto, incapaz de contener el estrés que nos envuelve—, ¿Has venido de parte de Julián? ¿Quieres que Rain esté con Julián? ¿Quieres que vivan felices?

—No, no me estás prestando atención. No lo entiendes —dice Trent, sacudiendo la cabeza—. Corta todo contacto con ella. Empezando por esta tarde. No vuelvas a verla. No le devuelvas las llamadas. Acudirá a ti, pero no dejes que…

—¿Y si te digo que te vayas a la mierda?

—Eso sería una gran tontería.

—A menos que me digas por qué debo quitarme de en medio, no creo que lo haga.

—Si logra tener contento a Rip Millar un par de meses más, entonces todo se calmará. —Trent se para y me mira a la cara—, ¿Lo entiendes ahora, o tengo que ser más claro? Julián no es el obstáculo en este momento. Eres tú. Julián ya ha tratado de persuadirla para que te deje. Pero en este caso ella solo te escuchará a ti.

—¿Por qué a mí?

—Porque cree que eres el único que puede hacer algo por ella —dice Trent, y luego vuelve a sacudir la cabeza—. Eres el único al que le importa. —Hace una pausa—. Porque cree que eres su única oportunidad.

Me obligo a reír, pero solo es un gesto para controlar el miedo. Cuando saco del bolsillo el iPhone, leo tres mensajes de texto consecutivos: «¿Por qué estás con él?», «¿¿Por Qué Estás Con Él??», «¿¿¿por qué estás con él???».

No estoy atento a lo que dice Trent hasta que oigo:

—A partir de ahora te has convertido oficialmente en un blanco.

Eso me recuerda lo que me dijo Rip Millar en la parte trasera de la limusina hace unas noches.

—¿Qué?

Levanto la vista del móvil y miro temeroso al tipo de la cazadora, que ha vuelto a aparecer y finge mirar la lejana bruma con expresión soñadora.

—Alguien podría estar tendiéndote una trampa.

—¿Una trampa para qué?

Trent nota algo cuando enciendo un cigarrillo.

—Te tiembla la mano. No puedes fumar aquí.

—No creo que haya nadie para prohibírmelo.

En la azotea del restaurante mexicano hay alguien mirando el muelle con unos prismáticos. Luego me doy cuenta de que el tipo que nos sigue está sacando más fotos y que la cámara está enfocada hacia el mar, y que con la bruma resulta casi imposible sacar esas fotos, a menos que esté haciendo fotos a los dos tipos apoyados contra la barandilla del final del muelle de Santa Mónica, uno de ellos fumando un cigarrillo, el otro retrocediendo frustrado. El tipo de la cazadora vuelve a cruzar el muelle como si buscara un ángulo mejor, pero no le digo nada a Trent porque parece no haberse fijado en él, y las cabinas vacías de la montaña rusa se deslizan por los raíles, entrando y saliendo de la bruma, y una voz canta débilmente «you’re stili the one» por la radio de una tienda de surf, y en la playa un surfista camina por la orilla con una toalla enrollada alrededor de la cabeza como un turbante.

—Ella se le insinuó a Mark —dice Trent—. ¿O ya lo sabías?

Sigo mirando el móvil.

«¿¿¿QUÉ COJONES TE ESTÁ DICIENDO???»

—Trató de llevárselo a la cama. Pero él no estaba interesado. Se le rió en la cara. Fue la noche siguiente a la prueba y ella le envió fotos suyas. El me dijo que podría haberse acostado con ella si hubiera querido.

Miro de nuevo la azotea del restaurante y echo un vistazo al tipo rubio con la cámara que desaparece en la bruma.

—Dijo que ella era demasiado mayor para él…

—¿Intentas provocarme?

Trent cambia de táctica.

—Daniel Cárter está interesado en Adrenaline. Quiere que sea su próxima película. Podríamos lograr que lo fuera. —Me mira esperanzado—. ¿Te aplacaría eso?

—¿Qué estás haciendo, Trent? ¿Por qué estás aquí? —murmuro—, Si no hablas sin rodeos, me largo.

—Desentiéndete. Déjala en paz. Solo te estoy pidiendo que lo dejes correr. —Una pausa—. No necesitas saber la razón. No vas a conseguir respuestas. De todos modos, dudo que cambiaran algo.

—Me importa una mierda lo que tú quieras. —Hago una pausa—. Lo que quiero saber es qué pasará si voy a la policía. Si monto un guión convincente sobre Rip Millar y lo que le pasó a Kelly Montrose, y voy a la policía y…

—No lo harás —dice Trent cansinamente, volviéndome la espalda—. No lo harás, Clay.

—¿Por qué estás tan seguro de ello?

Tiro al suelo el cigarrillo a medio fumar y lo aplasto con el zapato.

—¿Recuerdas a esa chica a la que pegaste? ¿La actriz? ¿La de Pasadena?

Me aparto de él de inmediato.

—¿Aquella a la que indemnizó el cabrón de tu abogado? ¿Hace dos años?

Trent sigue pisándome los talones.

—Está dispuesta a hablar —dice alcanzándome—. ¿Sabías que estaba embarazada cuando le diste la paliza? ¿Sabías que perdió el niño?

No encuentran el cadáver de Amanda Flew, pero cuelgan en Internet un vídeo de lo que parecen ser sus últimas horas de vida y tienes que fingir que no lo estás viendo si quieres llegar al final. Amanda está en una habitación de motel desnuda y balbuciente mientras unos hombres con pasamontañas le meten un chute. Ella sufre convulsiones y dos de los hombres enormes la sujetan mientras se sacude sobre unas hojas de periódico pegadas al suelo con cinta adhesiva, y entonces sacan herramientas de lo que parece una nevera portátil. Los hombres se turnan para orinar sobre ella y no paran de abofetearla para que no se duerma. Y las convulsiones se vuelven más intensas y durante una de ellas uno de sus globos oculares se sale de su cuenca, luego una polla semierecta entra y sale de su boca flácida, y en cuanto empieza a caerle sangre por la cara se aparta, y es en ese momento de los aproximadamente diez minutos que dura la secuencia cuando por fin lo ves: las drogas dejan de surtir efecto y Amanda se da cuenta de lo que está pasando y mira lúcidamente durante largo rato a la cámara, y el pánico que refleja su cara se convierte en algo más. Y entonces ocurre algo que me obliga a apagarlo: te das cuenta de que no se trata solo de Amanda. No puedo menos de pensar que eso está ocurriendo por mi culpa.

Lo evito todo. En cuanto cuelgan el vídeo, se produce un silencio y sin embargo nadie cree que sea real. Hay verdaderas discusiones sobre su autenticidad. La gente cree que son trozos desechados de una película de terror que hizo Amanda el año anterior y ni los mismos productores de la película pueden impedir que esa teoría prospere. Pido dos botellas de ginebra en Gil Turner's y en cuanto me las traen hago planes para irme a las Vegas y reservo una suite en el Mandalay Bay, pero luego la cancelo a pesar de que ya tengo las maletas preparadas, y la luna se eleva por encima de la ciudad y, por primera vez en lo que parecen años, esta noche no hay ningún coche en Elevado Street, y mientras me baño me planteo si llamar a una chica que sé que vendrá pero luego me tumbo en la cama con los auriculares Bose, bebiendo la segunda botella de ginebra, y enseguida estoy soñando otra vez con el chico muerto que ahora está de pie en la habitación, y se acerca sin hacer ruido a la cama y me susurra que me reúna con él en su sueño infinito, y en el sueño las palmeras son más altas y se retuercen con el viento al otro lado de las puertas corredizas del 1508, y cuando veo los cardenales que tiene en la cara, donde lo golpeé en el sueño anterior, empieza a sonar el teléfono y me despierto, pero no antes de que el chico susurre: «Sálvame…».

—¿Qué te dijo Rip?

Es Julián y me estoy despertando y es media tarde y el cielo se está oscureciendo.

—¿Qué? —Carraspeo y vuelvo a preguntar—: ¿Qué?

—Sé que lo viste. Sé que está buscándome. ¿Qué quería?

Casi logro incorporarme.

—Creo… en cuanto a… qué está pasando…

Julián me interrumpe automáticamente.

—No hay nada que pueda relacionarlo con eso.

El silencio que sigue confirma que los dos sabemos a qué se refiere: Amanda.

—¿Qué estás haciendo? —pregunto—, ¿Dónde estás?

—Nos vamos esta noche —dice Julián, disimulando el apremio en su voz.

—¿Quién se va?

—Rain y yo. Nos vamos esta noche.

—Julián —empiezo a decir, y luego intento averiguar qué quiero decirle pero estoy al borde de las lágrimas y no me sale nada y sigo aferrando las sábanas revueltas que me rodean, que están húmedas de sudor y por primera vez es real: ella va a irse con él y no conmigo.

—¿Qué? —pregunta con impaciencia—. ¿Qué quieres?

—Necesito verte —digo—. Ven. Quiero ayudarte.

—¿Por qué? —pregunta enfadado—, ¿Ayudarme con qué?

—Rip quiere hacer un trato. Quiere acabar de una vez con todo esto.

Hay una pausa.

—¿Y qué tienes que ver tú con esto?

—Lo sé todo. Voy a ocuparme de que hagáis el trato. —Callo antes de decir—: Le devolveré el dinero. —Al final, aunque casi no puedo tragar, añado—: Voy a hacer que esto se acabe.

Dos horas después, Julián me envía un mensaje de texto desde algún lugar cercano al Doheny Plaza. «¿Estás solo?» Y luego: «¿Corro algún riesgo si voy?». Me he despejado todo lo posible cuando respondo: «Sí». Llamo a Rain, pero no me contesta y como no me contesta, marco otro número y me sale la voz de Rip.

—Me han estado siguiendo —dice Julián, pasando por mi lado—. He cogido un taxi. Necesito que me lleves de nuevo a Westwood. —Se vuelve y se da cuenta de que voy en albornoz. Se fija en la copa de ginebra que tengo en la mano. Me mira—, ¿Estás bien? ¿Podrás llevarme?

—¿Dónde está Rain? —pregunto—. Quiero decir cómo está.

—No te preocupes.

Julián se acerca a la ventana y mira fuera estirando el cuello como si buscara a alguien.

—He oído decir… mmm… que la audición fue bien…

—Déjalo —dice volviéndose.

—Tiene posibilidades de conseguir el papel…

—Se ha acabado, Clay. No sigas.

—No es verdad, Julián. Eh…

—Quiero saber por qué te has visto con Rip.

—Esto… quiere hablar contigo. Solo quiere hablar contigo ahora que he acordado pagarle…

—No —me interrumpe Julián.

—Sí, de verdad… ahora que… —Trato de no tartamudear—, ¿No lo entiendes? Voy a pagarle.

Julián cambia de postura; da un paso hacia mí, luego se detiene.

—¿Cómo te has enterado? Me refiero al dinero. ¿Quién te lo ha dicho?

—Trent. Me lo dijo Trent.

—Joder.

Julián se vuelve de nuevo y empieza a dar vueltas por la sala de estar.

Intento cambiar de tema.

—Oye, acabo de hablar con Rip y ha dicho que le parece bien y… creo que solo quiere hablar.

—Quiere a Rain —dice Julián—. Es lo que quiere en realidad, y no va a conseguirlo.

—Lo entiende. Solo quiere hablar contigo de… algo. Solo quiere, no lo sé, aclarar las cosas. —Estoy luchando por mantener la voz firme—. Quiere que lo tranquilices… —Carraspeo y añado con calma—: Cree que sabes algo que podría relacionarlo con Kelly.

Julián me mira, y al cabo de un momento dice:

—Eso no es cierto.

—Sabe que la gente cree que quería quitar a Kelly de en medio.

—Eso es un rumor estúpido —dice Julián, pero su voz ha cambiado y algo se mueve en la habitación—. A Rip le importo un comino.

—Julián —digo, acercándome despacio—, fue él quien ordenó que te dieran la paliza.

—¿Cómo lo sabes?

Trago saliva.

—Porque me lo dijo él.

—Tonterías.

—Sí, Julián —digo, asintiendo mientras me desplazo hacia él—. Fue Rip. Rip hizo…

—Eso no es cierto. —Julián me aparta—. Eso no tuvo nada que ver con Rip. Te lo estás inventando.

—Mira, lo único que sé es que una de las condiciones de aceptar el dinero es verte. Esta noche. Antes de que os vayáis. —Hago una pausa—. O no habrá trato.

—¿Por qué coño voy a ir a verle cuando sé que está cabreado? ¿Por qué no coge el dinero sin más? —Julián me lo pregunta casi suplicante—. ¿No crees que debería mantenerme bien lejos de él? Por Dios, Clay.

—Porque cuando le he dicho que iba a devolverle el dinero… —empiezo a decir.

—¿Y por qué lo haces? —Julián me mira y casi de inmediato cae en la cuenta.

—Sí. Es por ella —digo con suavidad, sacando el iPhone. Luego procuro calmarlo—. ¿Qué daño puede hacerte? Yo estaré allí. Iré contigo.

Busco los datos de contacto de Rip y le envío un e-mail en blanco.

Julián me mira. Parece cambiar de opinión.

—¿Te has hecho amigo suyo? Hace un mes me dijiste que era un mamarracho.

Solo puedo replicar:

—¿Por qué acudiste a Rip cuando necesitaste dinero para pagar a Blair?

—No acudí a él. Fue él quien acudió a mí. Por lo de Rain, vino a verme y se ofreció a ayudarme a cambio de… —Hace una pausa—. Intenté encontrar una forma de pagarle, pero cuando vino Rip me pareció tan fácil… Pero no acudí a él. Fue él quien acudió a mí.

—Un momento, Julián.

—¿Qué estás haciendo?

Miro la respuesta que acabo de recibir. «¿Está contigo ahora?».

Respondo: «Dame la dirección».

Espero, fingiendo leer algo en la pantalla.

—Clay —pregunta Julián, acercándose—, ¿Qué estás haciendo?

Luego: «¿Lo traerás aquí?».

Y en la pantalla aparece una dirección de Los Feliz un segundo antes de que teclee: «Sí».

Julián llama a Rain y solo oigo su parte de la conversación. Un minuto entero en el que él trata de calmarla.

—No sabemos si fue él. Eh, tranquilízate… No sabemos si se llevó el dinero. —Hace una pausa mientras da vueltas por la habitación—, Clay dice… —Y tiene que interrumpirse, casi abrumado por la ferocidad de la voz que llega por teléfono—. Cálmate. Si tan preocupada estás, habla con Rip —susurra—. Asegúrate de que es así. —Al final me mira y añade—: No, no hace falta que hables con él. —Y eso me sirve de indicación para asentir—. Nos está ayudando.

Cuando, cuelga empieza a vibrar el móvil en el bolsillo de mi albornoz y es Rain y no hago caso.

Julián está en el umbral del dormitorio, bebiendo agua y viendo cómo me visto. Me pongo unos tejanos, una camiseta y un jersey negro con capucha y bolsillos de canguro. Me estoy planteando si darle otra oportunidad.

—¿Rip te prestó el dinero para pagar a Blair? ¿Y cuándo fue eso?

—Solo me prestó una parte. Pero esto no tiene nada que ver con el dinero. Rip solo lo está utilizando como una excusa. No se trata del dinero. —Suena casi burlón.

—Mentiste cuando me dijiste que no habías hablado con Blair. Mentiste al asegurarme que no habíais hablado desde junio, y yo te creí.

—Lo sé. Fue incómodo. Luego me sentí mal. Lo siento.

Voy al cuarto de baño. Trato de peinarme. Me tiembla tanto la mano que no puedo sostener el cepillo.

—No quería joderte —dice.

—Solo quiero saber una cosa. No me lo quito de la cabeza.

—¿Qué es?

—¿Por qué me liaste con Rain si…?

Julián me interrumpe como si ya supiera el resto de la pregunta.

—Has vivido aquí mucho tiempo. Sabes cómo funciona esta ciudad. Has pasado por esto antes. —Luego su voz se suaviza—. No me enteré de lo jodido que te quedaste por Meghan Reynolds hasta que fue demasiado tarde.

—Sí, sí, sí, eso ya lo sé, pero lo que no entiendo es que si sabías que Rip estaba tan loco por Rain, ¿por qué…? —Me planto frente a él, con los brazos en jarras, pero no puedo mirarlo hasta que me obligo a hacerlo—. ¿Por qué me pusiste en peligro? ¿Me empujaste hacia ella aun sabiendo cómo se sentía Rip? ¿Me empujaste aun sabiendo que Rip podía estar relacionado con lo de Kelly?

—Clay, nunca pensé que estuviera relacionado con lo de Kelly. Solo eran rumores que…

—Querías que la ayudara y lo he intentado, Julián, pero ahora me doy cuenta de que no te importó si yo salía mal parado o no.

Eso remueve algo dentro de él y se le tensa la cara y empieza a alzar la voz.

—Mira, te agradezco que trates de ayudarme, pero ¿por qué sigues creyendo que Rip estuvo involucrado con la muerte de Kelly? ¿Sabes algo? ¿Tienes alguna prueba? ¿O solo estás enredándolo todo, para variar?

—¿De qué estás hablando?

—Basta —dice, y de pronto es otra persona—. Lo has hecho un montón de veces. Es una tomadura de pelo, tío. Mientes a la gente, pero ¿alguna vez le has conseguido algo a alguien? —pregunta con sinceridad—. Prometes cosas y puede que los acerques a ellas, pero, tío, estás mintiendo todo el tiempo…

—Vamos, Julián, no…

—Y lo que he descubierto es que nunca harás nada por nadie. Solo por ti. —La suavidad con que lo dice me obliga a volverme—. Esta, digamos, fantasía engañosa que tienes de ti mismo.. . —Hace una pausa—. Vamos, tío, es una tomadura de pelo. —Otra pausa—. Es vergonzoso.

Me obligo a sonreír para quitar hierro al asunto y no asustarlo.

—¿Por qué estás sonriendo?

—Debo de ser muy buen actor. Esta… fantasía que tengo de mí mismo.

—¿Por qué lo dices?

—Porque tú te la has tragado.

—Nunca pensé que te habías enamorado realmente de ella.

—¿Por qué?

—Porque Blair me dijo que podías llegar a ser muy frío.

—¿Puedes conducir? —pregunta Julián mientras bajamos al garaje en el ascensor—. ¿O quieres que conduzca yo?

—No, puedo conducir. ¿Estás seguro de que quieres hacerlo?

—Sí, estoy seguro. Acabemos de una vez.

—Deja que se vaya con él —susurro.

—Nos iremos esta noche.

—¿Adonde?

—No pienso decírtelo.

Yendo por Sunset, miro continuamente el retrovisor mientras Julián, sentado a mi lado, escribe un mensaje de texto, probablemente a Rain, y no paro de encender y apagar la radio pero él no se da cuenta, luego cruzamos Highland y la canción de Eurythmics da paso a una voz radiofónica que habla de las réplicas de un terremoto anterior, durante el cual he dormido, y tengo que bajar las ventanillas y detener el coche tres veces para calmarme, porque no paro de oír sirenas a nuestro alrededor y tengo los ojos clavados en el retrovisor porque nos están siguiendo dos Escalade negros y la última vez que detengo el coche a un lado, delante del Cinerama Dome, Julián pregunta por fin:

—¿Qué pasa? ¿Por qué paras tantas veces?

Y en la intersección de Sunset Boulevard con Hollywood le sonrío con frialdad, como si todo fuera bien, porque en el apartamento he tenido la sensación de montar en cólera, pero ahora, al torcer en Hillhurst, me siento mejor.

Más allá de Franklin, enfrente de un edificio que está rodeado de eucaliptos, Julián se baja del BMW y echa a andar hacia la entrada justo cuando recibo un mensaje de texto diciendo «No bajes del coche», y cuando se da cuenta de que sigo sentado al volante, se vuelve y nuestras miradas se cruzan. Un Escalade negro sale de detrás del BMW y nos hace luces. Julián se inclina hacia la ventanilla abierta del lado del pasajero.

—¿No vas a entrar? —pregunta, y luego mira a través del parabrisas trasero los faros antes de que se apaguen y se vuelve hacia mí y me quedo mirándolo inexpresivo.

Detrás de él tres chicos mexicanos están bajando del coche bajo el círculo de luz de una farola.

Julián se fija en ellos, solo ligeramente irritado, y luego se vuelve hacia mí.

—¿Clay?

—Vete a tomar por culo.

En cuanto lo digo Julián agarra la manija de la puerta que acabo de cerrar y por un momento se inclina lo bastante para tocarme la cara, pero los hombres se lo llevan a rastras y desaparece rápidamente como si nunca hubiera estado allí.

En Fountain suena mi móvil y pasado Highland me detengo a un lado de la calzada. Cuando contesto, me doy cuenta de que mi asiento está empapado de orina y es un número oculto pero sé quién es.

—¿Te ha visto alguien traerlo aquí?

—Rip…

—No te ha visto nadie, ¿verdad? No te ha visto nadie traerlo.

—¿Dónde estoy, Rip?

El silencio es una sonrisa burlona. El silencio roba algo.

—Bien. Ya puedes irte.

Rain cae en mis brazos, gritando.

—¿Lo llevaste allí? —grita—, ¿Lo llevaste allí?

La empujo contra una pared y cierro la puerta con el pie.

—¿Por qué me odias tanto?

—Rain, chsss… ya está…

—¿Qué estás haciendo? —grita antes de que le tape la cara con una mano.

Luego la tiro al suelo y le bajo los tejanos.

—Pasaste por alto tantas pistas sobre mí… —le susurro mientras está en la cama, drogada.

—No las… pasé por alto —dice ella, con la cara amoratada, los labios húmedos de tequila.

—Es lo que este lugar ha hecho de ti —susurro, apartándole el pelo de la frente—. No te preocupes…, lo entiendo.

—Este lugar no me ha hecho nada. —Se tapa la cara con las manos, un gesto inútil.

Se echa a llorar de nuevo y esta vez no puede parar.

—¿Vas a vomitar otra vez, nena?

Le sujeto un paño húmedo sobre su piel bronceada mientras ella entra y sale de la inconsciencia. Observo cómo cierra un puño lentamente. Le agarro la muñeca antes de que pueda golpearme. La empujo hacia atrás hasta que se relaja.

—No vuelvas a pegarme. Solo conseguirás que te pegue yo a ti. ¿Eso es lo que quieres?

Cierra los ojos con fuerza y sacude la cabeza, con lágrimas cayéndole por la cara.

—Has intentado hacerme daño —digo, acariciándole la cara.

—Te lo has hecho tú mismo —gime ella.

—Quiero estar contigo.

—Eso no va a suceder —dice apartando la cara.

—Por favor, deja de llorar.

—Eso nunca formó parte del plan.

—¿Por qué no?

Le levanto las comisuras de los labios con los dedos y la obligo a sonreír.

—Porque tú solo eres el guionista.

Fui a Palm Springs como si no hubiera pasado nada. Por la autopista 111 apareció sobre el frío desierto un arco iris enorme que brillaba intacto en el cielo vespertino. La chica y el chico que contraté tenían casi veinte años y las negociaciones habían ido bien. Se hizo una oferta y la aceptaron. Los dos se mostraron distantes. Para hacer aquello por lo que los había pagado habían dejado libre la habitación antes de llegar para pasar el fin de semana. La chica era guapa a rabiar —del Cinturón Bíblico, de Memphis— y el chico era un australiano que había trabajado de modelo para Abercrombie & Fitch, y los dos habían ido a Los Ángeles para triunfar pero aún no lo habían logrado. Admitieron que utilizaban nombres falsos. Les dije que se expresaran solo con gestos, que no quería oír su voz. Les pedí que fueran desnudos por la casa, sin importarme lo absurdo o loco que pudiese parecerles. Hacía un frío horrible en el desierto bajo las oscuras montañas que se elevaban sobre la ciudad y las palmeras que bordeaban la calle de alrededor de la casa aprisionaban el blanco cielo. Observé cómo corrían las salamanquesas por el jardín rocoso mientras la chica y el chico, desnudos ante la gigante pantalla plana del salón, veían un remake de Las colinas tienen ojos.

El rancho estaba en la colonia del cine y tenía las paredes de color crema y con espejos y columnas alrededor de una piscina con forma de piano de media cola y el patio estaba cubierto de gravilla recién rastrillada y por encima volaban pequeños aviones en el seco aire antes de aterrizar en el aeropuerto cercano. Por la noche la luna colgaba sobre el desierto con los bordes plateados y las calles estaban vacías y el chico y la chica se ponían ciegos junto al fuego y de vez en cuando se oía ladrar un perro por encima del viento que sacudía las palmeras mientras yo embestía a la chica y la casa estaba infestada de grillos y la boca del chico estaba caliente pero yo no sentía nada hasta que lo golpeaba, siempre jadeando, con los ojos clavados en el vaho que se elevaba de la piscina al amanecer.

Había habido quejas porque la chica se había asustado de «la situación». En un momento dado el representante de los chicos quiso hablar conmigo y renegocié el precio, luego le pasé el móvil al chico y él habló brevemente antes de devolvérmelo. Todo quedó resuelto. Y entonces el chico y la chica se turnaron para follarme, y yo no paraba de meter los dedos dentro de él para estimularlo, y el cráneo humano de la bolsa de plástico era un attrezzo que nos observaba desde la mesilla de noche de la habitación y a veces pedía a la chica que besara el cráneo y ella estaba en trance y me miraba como si no existiera, luego le decía al chico que pegara a la chica y observaba mientras la tiraba al suelo y luego le pedía que volviera a hacerlo.

Una noche la chica trató de escapar de la casa y el chico y yo la perseguimos con linternas por la calle y nos metimos por otra calle donde él la encontró justo antes de que amaneciera. La arrastramos rápidamente hasta la casa y la atamos y la metimos en lo que les había dicho que llamaríamos la caseta, que era su dormitorio. «Da las gracias», dije a la chica cuando le llevé un plato de pastelitos rociados de laxante, e hice que el chico y la chica los comieran porque era su premio. Embadurnado de mierda, metía el puño dentro de la chica y ella cerró los labios con fuerza alrededor de él y pareció que trataba de entenderme mientras yo la miraba inexpresivo, con el brazo saliendo de ella, el puño abriéndose y cerrándose en su coño, y entonces ella abrió la boca horrorizada y empezó a gritar hasta que el chico bajó la polla hasta su boca, ahogándola, y el ruido de los grillos siguió oyéndose durante la escena.

El cielo parecía recién fregado, impecable, y en la base de las montañas se había formado un cilindro de luz que se elevaba. Al terminar el fin de semana la chica me confesó que se había vuelto creyente mientras estábamos sentados a la sombra de las altas colinas —«el lugar de paso» fue como las llamó—, y cuando le pregunté a qué se refería dijo «Aquí es donde vive el diablo», y señaló las montañas con una mano temblorosa pero sonriendo mientras el chico buceaba en la piscina, con los verdugones brillando en su espalda bronceada en los lugares donde yo lo había golpeado. El diablo la llamaba pero ella ya no tenía miedo porque ahora quería hablar con él, y en la casa había un ejemplar del libro que habían escrito sobre nosotros hacía veinte años y su cubierta de neón brillaba desde su lugar en la mesa de centro de cristal hasta que lo encontraron flotando en la piscina de la casa de la colonia de cine bajo las altas montañas, hinchado por el agua, con el ruido de los grillos sonando por todas partes, y entonces la cámara nos sigue a través del desierto hasta que desaparecemos en el cielo amarillento.

Cuando hice una búsqueda para averiguar el nombre del chico muerto, un link me llevó a una página web que había creado él mismo antes de morir llamada el Proyecto Doheny. Miles de fotos describían la renovación del apartamento 1508 del Doheny Plaza y se interrumpían bruscamente. También había fotos del chico, primeros planos de él, rubio, moreno y ágil —había querido ser actor—, y se veía la sonrisa forzada, los ojos suplicantes, el espejismo de todo ello. El chico había colgado fotos de él en la discoteca en la que había estado la noche de su muerte, alto y sin camisa, rodeado de chicos que se parecían a él, y eso fue poco antes de que se metiera en la cama y no se despertara nunca más, y en una de las tomas vi que llevaba el mismo tatuaje que Rain había visto cuando había soñado con él: un dragón desdibujado en su muñeca.

Y la búsqueda me llevó a una cinta de audiciones y en una de las audiciones el chico lee el papel de Jim en Conceded, la película cuyo guión escribí. «¿Qué es lo peor que te ha pasado, Jimmy?», lee fuera de cuadro alguien que hace el papel de una chica llamada Claire. «El amor incondicional», responde el chico, y el personaje de Jimmy se vuelve con fingida vergüenza, pero el chico lee mal la frase, poniendo el énfasis donde no toca, sonriendo cuando debería haberse puesto totalmente serio, convirtiéndolo en el remate de un chiste cuando nunca lo ha sido.

Cuando Laurie llama desde Nueva York le digo que tiene una semana para dejar el apartamento de Union Square.

—¿Por qué?

—Voy a subalquilarlo.

—Pero ¿por qué?

—Porque me voy a quedar en Los Ángeles.

—Pero no entiendo por qué —insiste ella.

—Todo lo que hago es por alguna razón.

En el concierto que ofrece el Disney Hall a fin de recaudar fondos para algo relacionado con el medio ambiente, hablo con Mark en el intermedio y le pregunto por la audición de Rain Turner para The Listeners. Me dice que es imposible que consiga el papel, pero que la están considerando para un papel mucho más pequeño, como la hermana mayor —una escena donde sale desnuda de cintura para arriba—, y que van a volver a entrevistarla la semana que viene. Estamos en la barra cuando digo:

—Olvidadlo.

Mark me mira un poco sorprendido, luego en sus labios asoma una pequeña sonrisa.

—De acuerdo. Ya lo pillo.

En la recepción que tiene lugar luego en Patina me encuentro con Daniel Cárter, que asegura ir en serio en sus planes de hacer Adrenaline cuando termine de rodar la película que coprotagoniza Meghan Reynolds. También está pensando en dar un papel a Rain Turner en esa película; Trent Burroughs hizo la llamada, dijo que era un favor y que le dieran aunque solo fueran tres líneas. Le digo que me hagan a mí el favor y que no le den ningún papel, que dará más problemas de los que vale, y Daniel parece sorprendido, pero lo interpreto como una expresión divertida.

—He oído decir que has estado con ella.

—Yo no diría tanto.

—¿Qué pasó? —pregunta, como si ya supiera la respuesta y esperara a ver si lo guardo en secreto.

—Solo es una puta —digo encogiéndome alegremente de hombros—. Lo de siempre.

—¿Sí? —pregunta Daniel sonriendo—. He oído decir que te gustan las putas.

—La verdad es que estoy escribiendo un guión sobre ella. Se titula La pequeña zorra.

Daniel mira el suelo antes de alzar de nuevo la vista en un intento de ocultar su incomodidad. Apuro mi copa.

—De todos modos, ahora está con Rip Millar. Puede que él la ayude.

—No lo entiendo. ¿Cómo va a ayudarla Rip?

—¿No lo sabes?

—¿Si sé qué?

—Rip ha dejado a su mujer. Ahora quiere hacer películas.

Encuentran el cuerpo de Julián casi una semana después de su desaparición, o de su secuestro, según el guión que quieras seguir. Poco antes esa semana encontraron a tres chicos mexicanos relacionados con el cartel de narcotráfico muertos de un tiro en el desierto, no muy lejos de donde Amanda Flew había sido vista por última vez. Estaban decapitados y con las manos amputadas y en algún momento de esa semana habían estado en posesión de un Audi negro que encontraron incendiado a las afueras de Palm Desert.

Alguien me grabó con una cámara digital en la sala de primera clase de American Airlines del JFK mientras estuve sentado con Amanda Flew el pasado diciembre. Me llega el cede por correo postal en un sobre color manila sin remitente. Recuerdo la escena: Amanda leyéndome la mano en el Admiral's Club, las copas vacías en la mesa, los dos riéndonos de forma insinuante, apoyados el uno en el otro, y a pesar de que la iluminación y la calidad de sonido son malas y no se oye lo que estamos diciendo, salta a la vista que estoy flirteando. Sentado en mi despacho viendo esa grabación en la pantalla de mi monitor, me doy cuenta de que allí es donde empezó todo. Rain fue a recoger a Amanda al LAX en el jeep azul esa noche de diciembre y luego me siguieron hasta el Doheny, porque Amanda le dijo a Rain que había conocido al tipo del que la había estado hablando Julián. «He oído decir que has conocido a una amiga mía —me había dicho Rip a la puerta del hotel W el pasado diciembre en el estreno de la película de Daniel Cárter—. Sí, he oído decir que habéis congeniado…» Cuando se acaba la secuencia siguen una serie de fotos: Amanda y yo cogidos de las manos en el Pinks, empujando un carrito en el Trader Joe’s de West Hollywood, en Amoeba, de pie en el vestíbulo del Arclight. Todas las fotos son montajes, pero lo pillo. Es alguna clase de advertencia. Y en el preciso momento en que expulso el disco me llama Rip, como si hubiera cronometrado el tiempo y supiera qué estoy mirando, y me dice que pronto llegará otro cedé y que también debo verlo.

—¿Qué es? —pregunto.

Sigo mirando las fotos que aparecen y desaparecen en un fundido: Amanda y yo comprando mapas de estrellas en Benedict Canyon, los dos frente al Capitol Records Building posando como turistas, sentados comiendo en el patio del Ivy.

—Algo que me han enviado. Creo que deberías verlo.

—¿Por qué?

Estoy mirando una foto de Amanda y yo en el BMW negro en el aparcamiento del In-n-Out de Sherman Oaks.

—Es persuasivo.

Luego me dice que por fin le han dado los permisos para abrir la discoteca en Hollywood y que debería dejar de decir a la gente que no dé papeles a Rain en sus películas.

El cedé llega esa tarde. Saco el de Amanda Flew y yo en el JFK y pongo el nuevo en el ordenador, pero lo apago casi inmediatamente cuando veo lo que es: Julián atado a una silla, desnudo.

Después de beber suficiente ginebra para calmarme, me quedo de pie ante el escritorio de mi despacho. Le han cubierto el cuerpo de líneas con un rotulador negro: las «heridas de entrada no mortales», como estableció el portavoz de la oficina del juez de instrucción de Los Ángeles, según el artículo de Los Ángeles Times sobre el asesinato-tortura de Julián Wells. Esas son las cuchilladas que le permitirán vivir lo suficiente para comprender que va a desangrarse poco a poco hasta morir. Tiene más de cien por todo el pecho, el torso y las piernas así como en la espalda, el cuello y la cabeza, que está recién afeitada, y cuando soy capaz de mirar de nuevo la pantalla, una de las figuras encapuchadas que está a su lado le susurra algo a otra figura encapuchada, pero en cuanto aprieto la tecla de pausa recibo un mensaje de texto de un número oculto preguntándome: «¿A qué estás esperando?». Veinte minutos después no distingo la estática de las nubes de moscas que zumban por la habitación debajo de los fluorescentes parpadeantes y suben por el abdomen de Julián, que le han pintado de rojo oscuro, y cuando él empieza a gritar y a llorar por su madre muerta, la pantalla se vuelve negra. Cuando continúa, Julián está haciendo ruidos ahogados y entonces me doy cuenta de que le han cortado la lengua, por eso tiene la barbilla cubierta de sangre, y al cabo de un momento lo han dejado ciego. En los últimos minutos de la grabación se oye el mensaje amenazador que dejé en el contestador de Julián hace dos años, y con la voz borracha de fondo las figuras encapuchadas empiezan a clavarle cuchillos al azar, y caen trozos de carne al suelo, y parece que no se acaba nunca hasta que le levantan el bloque de cemento sobre la cabeza.

En el cementerio Hollywood Forever reconozco a pocas de las personas que asisten al funeral y son sobre todo figuras del pasado a las que ya no conozco y no pensaba ir pero en los dos últimos días he terminado dos proyectos que había tenido aparcados, uno es el remake de El hombre que cayó a la Tierra, y el otro un guión sobre la reforma de un joven nazi, y la última escena que escribí era sobre un chico en un castillo al que un loco uniformado le enseña una hilera de cadáveres y le pregunta sin parar si conoce a alguno de los muertos, y el chico responde que no pero está mintiendo, y me quedé mirando la botella de Hendrick que tenía encima del escritorio mientras veía en el televisor de despacho cómo entrevistaban a la madre de Amanda Flew en la CNN después de haber denunciado la puesta en circulación del vídeo, pero le habían dicho que el derecho a la intimidad no se aplicaba a los muertos, a pesar de que nunca habían encontrado el cuerpo de Amanda, y seguía un montaje sobre la breve carrera de Amanda con «Girls on Film» sonando de fondo, y el documental pasaba a hablar de los peligros de las guerras del narcotráfico al otro lado de la frontera, y yo trataba de tomar una decisión que fuera cual fuese parecía abrumadora y por un momento pensé en largarme.

Llego justo cuando termina el funeral, y estoy de pie al fondo de la sala recorriendo con la mirada la pequeña multitud cuando el padre de Julián pasa por mi lado y no me reconoce. Rain no está y tampoco Rip, a quien por alguna razón esperaba encontrar, y Trent no se presenta pero sí Blair con Alana, y me escabullo antes de que me vea y estoy paseando por el cementerio budista donde los muertos son velados por estupas revestidos de espejo, y entre las tumbas deambulan pavos reales y elevo la vista hacia el depósito elevado de agua de la Paramount, a través de las palmeras erizadas, y llevo un traje Brioni que antes era de mi talla pero que ahora me va demasiado holgado, y no puedo dejar de pensar en las figuras agazapadas detrás de las lápidas pero me digo que solo es mi imaginación, y me quito las gafas de sol y cierro los ojos con fuerza. El cementerio llega hasta los muros traseros de la Paramount y podrías encontrarle un sentido o mostrarte neutral, del mismo modo que podrías ver cierta ironía en las interminables hileras de los muertos alineados bajo las palmeras con las frondas abriéndose contra un cielo azul brillante o abstenerte de hacerlo, y estoy mirando el cielo pensando que no es el momento del día más apropiado para celebrar un funeral, pero la luz del día, el sol, ahuyentan los fantasmas, y ¿no se trata de eso? En verano hacen pases de películas aquí, recuerdo mientras observo la enorme pared blanca del mausoleo donde se proyectan.

—¿Cómo estás?

Blair se detiene a mi lado. Estoy sentado en un banco junto a un árbol, pero no hay sombra y el sol abrasa.

—Bien —respondo con voz esperanzada.

No se quita las gafas. Lleva un vestido que acentúa su delgadez.

Desde donde estoy sentado observo cómo se dispersa la multitud, los coches que salen a Santa Mónica Boulevard y más allá una excavadora cavando una nueva tumba.

—Supongo que estoy inquieto. Un poco.

—¿Por qué? —me pregunta ella con preocupación, como quien trata de reconfortar a un niño—. ¿Sobre qué?

—Me han interrogado dos veces. He tenido que contratar a un nuevo abogado. —Hago una pausa—. Creen que estoy implicado.

Blair no dice nada.

—Dicen que hay testigos que me vieron con él la noche que desapareció y… —Desvío la mirada y no menciono que la única persona que podría ser testigo, ahora que estoy seguro de que los tres mexicanos están muertos, es el portero del Doheny Plaza, pero cuando lo interrogaron no recordaba nada, y no quedó nada registrado porque antes de que llegara Julián le dije que esperaba a alguien y que lo hiciera subir fuera quien fuese, y lo único que he hecho ha sido negarlo todo y decir a todos que es posible que viera a Julián poco antes esa semana, pero el hecho es que no tengo ninguna coartada para la noche que lo llevé a la avenida Finley con Commonwealth, y sé que Rip Millar y Rain lo saben—. Y eso significa… Bueno, no sé qué significa.

Las letras de Hollywood brillan en las colinas, un helicóptero pasa volando bajo sobre el cementerio, y un pequeño grupo vestido de negro camina entre las lápidas. Solo llevo quince minutos aquí.

—Bueno —empieza a decir Blair titubeando—, si no hiciste nada, ¿por qué estás preocupado?

—Creen que podría haber formado parte de un… plan —respondo con naturalidad—. He oído utilizar la palabra «conspiración».

—¿Qué pueden demostrar? —pregunta con suavidad.

—Tienen una cinta que alguien cree que es incriminadora…, esa… esa perorata que le solté a Julián una noche borracho y… —Me interrumpo—. Bueno, me estaba acostando con su novia… —La miro y desvío la vista—. Creo que sé quién está involucrado y creo que va a salir impune… Pero nadie sabe dónde estuve yo.

—No te preocupes por eso —dice Blair.

—¿Por qué no debería preocuparme?

—Les diré que estuviste conmigo.

Vuelvo a mirarla.

—Les diré que estuviste conmigo esa noche. Les diré que pasamos toda la noche juntos. Trent estaba fuera con las niñas. Me quedé sola.

—¿Por qué harías algo así?

Es la clase de pregunta que haces cuando no sabes qué decir.

—Porque… —empieza a decir, luego se interrumpe—. Supongo que quiero algo a cambio. —Una pausa—. De ti.

—¿Sí? —digo mirándola con los ojos entornados, el ruido del lejano tráfico amortiguado detrás de mí.

Me tiende una mano. Espero un momento antes de cogerla, pero en cuanto me levanto, la suelto. «Es una zorra», me está susurrando alguien al oído. «¿Quién?», pregunto. «Es una zorra —repite la voz—. Como todas.»

Blair vuelve a cogerme la mano.

Creo que sé lo que quiere, pero hasta que veo su coche no se hace evidente. Es un Mercedes negro con los cristales oscuros, no muy distinto del que me siguió por Fountain o del que patrulló por delante del Doheny Plaza todas esas noches o del que persiguió al jeep azul cuando aparcó en Elevado o del que me siguió bajo la lluvia hasta un apartamento de Orange Grove. Y a lo lejos reconozco al mismo tipo rubio que vi en el muelle de Santa Mónica con Trent, y en la barra del Dana Tana, y cruzando el puente del hotel Bel Air, y hablando con Rain a la puerta del Bristol Faros una mañana del pasado diciembre. Está apoyado contra el capó y deja de hacer visera con una mano cuando me ve mirándolo. Creía que miraba las tumbas, pero me doy cuenta de que nos está mirando a nosotros. Se vuelve cuando los dedos de Blair me acarician la cara. «Vete con ella», susurra la voz. «Pero es una zorra —replico, mirando todavía el coche—, Y su mano es una garra…»

—Tu cara.

—¿Qué le pasa?

—No parece que te haya pasado nada —murmura—. Y estás muy pálido.

Hay muchas cosas que Blair no entiende de mí, muchas cosas que en el fondo no ha querido ver, cosas de las que nunca se enterará, y siempre habrá cierta distancia entre nosotros porque ha habido demasiadas sombras en todas partes. ¿Alguna vez ha hecho promesas al reflejo infiel del espejo? ¿O ha llorado porque odiaba mucho a alguien? ¿O ha deseado la traición hasta el punto de hacer realidad las más crudas fantasías, encontrándose con secuencias que nadie más que ella puede interpretar, cambiando el juego sobre la marcha? ¿Sabría determinar el momento en que se murió por dentro? ¿Recuerda en qué año se volvió así? Los fundidos, los encadenados, las escenas reescritas, todo lo que uno borra… Quiero explicarle todas estas cosas a Blair, pero sé que nunca lo haré, y la más importante es: nunca me ha gustado nadie y me da miedo la gente.

1985-2010