Capítulo 8
Los zapadores que habían emplazado los gaviones estaban demasiado excitados para irse a dormir y en lugar de eso se arremolinaban en torno a un par de fogatas humeantes. La intensidad de su risa aumentaba y descendía en el viento nocturno. El comandante Stokes, complacido con su trabajo, había sacado tres jarras de arrack como recompensa y las vasijas pasaban de mano en mano.
Sharpe observó la pequeña celebración y después, sin apartarse de las sombras del campamento de Syud Sevajee, se dirigió a una pequeña tienda en la que se despojó de las vestiduras indias que le habían prestado antes de deslizarse por debajo de la entrada. En la penumbra se topó con Clare, que no había podido dormir debido al ruido del bombardeo y después a las voces de los zapadores. Clare alzó una mano y notó la carne desnuda.
—¡Va sin ropa! —pareció alarmada.
—No del todo —dijo Sharpe, y entonces comprendió su miedo—. Tenía la ropa empapada —explicó—, de modo que me la quité. No querrá que moje la cama, ¿eh? Y todavía llevo puesta la camisa.
—¿Está lloviendo? No lo he oído.
—Era sangre —dijo él, rebuscó bajo la manta que le había tomado prestada a Syud Sevajee y encontró la bolsa de Torrance.
Clare oyó el sonido de las piedras.
—¿Qué es eso?
—Son sólo piedras —contestó él—, guijarros. —Metió en la bolsa las veinte gemas que había recuperado de Kendrick y Lowry, la volvió a guardar en lugar seguro bajo la manta y se tumbó. Dudaba que hubiera encontrado todas las piedras preciosas, pero le parecía que había recuperado la mayoría de ellas. Estaban sueltas en los bolsillos de los dos soldados, ni siquiera estaban escondidas en las costuras de sus casacas. Dios, se sentía cansado y su cuerpo todavía no se había recuperado de la pateada de Hakeswill. Le dolía respirar, las magulladuras aún le molestaban y seguía con un diente menos.
—¿Qué ocurrió ahí afuera? —preguntó Clare.
—Los ingenieros pusieron los gaviones en su lugar. Cuando se haga de día escarbarán la plataforma de artillería y construirán los polvorines, y mañana por la noche traerán los cañones.
—¿Qué le ha pasado a usted? —Clare rectificó su pregunta.
Sharpe se quedó callado unos momentos.
—Fui a ver a unos viejos amigos —dijo. Pero no había encontrado a Hakeswill, maldita fuera, y no había duda de que para entonces Hakeswill ya estaría alerta. De todos modos, ya llegaría la oportunidad. Sonrió al recordar la asustada voz de Morris. El capitán era un bravucón con sus hombres y un pelota con sus superiores.
—¿Ha matado a alguien? —preguntó Clare.
—A dos hombres —admitió él—, pero tendrían que haber sido tres.
—¿Por qué?
El suspiró.
—Porque eran malas personas —dijo sencillamente, entonces reflexionó que la respuesta era cierta—. Y porque trataron de matarme —añadió—, y me robaron. Usted los conocía —siguió diciendo—. Kendrick y Lowry.
—Eran horribles —dijo Clare en voz baja—. Solían quedarse mirándome.
—No puede culparles por ello, señora.
Ella se quedó en silencio unos instantes. Las risas de los zapadores se iban apagando a medida que los soldados empezaban a retirarse a descansar. El viento soplaba en la entrada de la tienda y traía el olor a pólvora quemada proveniente del istmo rocoso donde había zonas de hierba que aún ardían alrededor de los tubos apagados de los misiles.
—Todo ha salido mal, ¿verdad? —dijo Clare.
—Se está arreglando —repuso Sharpe.
—Para usted —replicó ella.
Otra vez se quedó callada, y Sharpe sospechó que estaba llorando.
—La llevaré a Madras —le dijo.
—¿Y qué será de mí allí?
—Estará bien, muchacha. Le daré un par de mis guijarros mágicos.
—Lo que yo quiero —dijo ella en voz baja— es irme a casa. Pero no puedo permitírmelo.
—Cásese con un soldado —comentó Sharpe— y que la lleve a casa con él. —Pensó en Eli Lockhart, que había estado admirando a Clare de lejos. Se llevarían muy bien, pensó Sharpe.
Ella estaba llorando sin hacer ruido.
—Torrance dijo que me pagaría la vuelta a casa cuando yo hubiera saldado la deuda —dijo.
—¿Por qué iba a hacerla trabajar y pagar un pasaje para luego darle otro? —preguntó Sharpe—. Era un cabrón mentiroso.
—Parecía tan amable al principio…
—Somos todos así —dijo Sharpe—. Suaves como un guante la primera vez que conoces a una mujer, luego obtienes lo que quieres y eso cambia. No sé. Tal vez no sea así siempre.
—Charlie no era así —dijo Clare.
—¿Charlie? ¿Su marido?
—Siempre fue bueno conmigo.
Sharpe se recostó. La luz de las hogueras que se extinguían parpadeaba en la suelta trama de la tienda. Si llovía, pensó, la tela gotearía como un pimentero.
—Hay hombres buenos y hombres malos —dijo.
—¿Y usted qué es? —preguntó Clare.
—Creo que soy bueno —respondió él—, pero no lo sé. No paro de meterme en líos y sólo conozco una salida. Sé pelear. Eso puedo hacerlo bien.
—¿Es eso lo que quiere? ¿Pelear?
—¡Sabe Dios qué es lo que quiero! —Se rió en voz baja—. ¡Quería ser oficial más de lo que había deseado cualquier otra cosa en toda mi vida! Soñaba con ello, sí, lo soñaba. Lo deseaba tanto que me hacía daño y entonces el sueño se convirtió en realidad, eso me despertó y me pregunté por qué lo ansiaba tanto. —Hizo una pausa. Los caballos de Syud Sevajee daban suaves patadas en el suelo detrás de la tienda—. Hay algunos cabrones que tratan de convencerme para que deje el ejército. Para que venda mi oficialía, ¿lo ve? No me quieren.
—¿Por qué no?
—Porque me meo en su sopa, muchacha.
—Entonces, ¿se irá?
Él se encogió de hombros.
—No quiero hacerlo. —Pensó en ello—. Es como un club, una sociedad. En realidad no me quieren, de modo que me rechazan, y luego tengo que luchar para volver a ser aceptado. Pero, ¿por qué lo hago si no me quieren? No lo sé. Quizá sea distinto en los fusileros. Lo probaré de todas formas y así veré si ellos son diferentes.
—¿Quiere seguir luchando? —preguntó Clare.
—Es lo que se me da bien —contestó Sharpe—. Y disfruto con ello. Lo que quiero decir es que sé que no debería, pero no hay nada tan excitante como eso.
—¿Nada?
—Bueno, una cosa. —Sonrió en la oscuridad.
Se hizo un prolongado silencio y pensó que Clare se había quedado dormida, pero entonces volvió a hablar.
—¿Y qué me dice de su viuda francesa?
—Se ha ido —respondió Sharpe cansinamente.
—¿Se ha ido?
—Se largó, señora. Se llevó algún dinero mío y se marchó. Se fue a América, según me dijeron.
Clare volvió a quedarse tumbada en silencio.
—¿No le preocupa estar solo? —preguntó al cabo de un rato.
—No.
—A mí sí.
Sharpe se volvió hacia ella, se apoyó en un codo y le acarició el pelo. Ella se puso tensa cuando la tocó, luego se relajó bajo la suave presión de su mano.
—No está sola, muchacha —dijo Sharpe—. Sólo si usted quiere. Estaba atrapada, eso es todo. Le pasa a todo el mundo. Pero ahora ya ha salido. Es libre. —Le acarició el cabello hasta el cuello y notó la cálida piel desnuda bajo su mano. Ella no se movió y él siguió acariciando suavemente, cada vez más abajo—. Está desnuda —dijo.
—Tenía calor —comentó ella en un hilo de voz.
—¿Qué es peor? —preguntó Sharpe—. ¿Tener calor o estar sola?
Le pareció que sonreía. No podía estar seguro en la oscuridad, pero le pareció que sonreía.
—Estar sola —respondió ella, en voz muy baja.
—Podemos ocuparnos de eso —dijo él, al tiempo que alzaba la delgada manta y se ponía a su lado.
Clare había dejado de llorar. Fuera, en algún lugar, cantó un gallo y los primeros rayos dorados del día rozaron los precipicios del este. Las hogueras que había en el rocoso cuello de tierra parpadearon y se apagaron, y el humo se dispersó en el aire como nubes de espesa niebla. Las cornetas sonaron desde el campamento principal, llamando a los casacas rojas para la formación matutina. Los piquetes nocturnos fueron relevados cuando el sol se alzó e inundó el mundo de luz.
Un mundo en el que Sharpe y Clare dormían.
—¿Abandonó a los soldados muertos? —gruñó Wellesley.
El capitán Morris parpadeó cuando una ráfaga de viento hizo que le entrara polvo en un ojo.
—Traté de traerlos —mintió—, pero estaba oscuro, señor. Muy oscuro. El coronel Kenny puede dar fe de ello, señor. Vino a visitarnos.
—¿Que fui a visitarles? —Kenny, alto, delgado e irascible, se hallaba de pie junto al general—. ¿Que fui a visitarles? —preguntó de nuevo alzando el tono, ultrajado.
—Anoche, señor —respondió Morris con quejumbrosa indignación—. En la línea de piquetes.
—No hice tal cosa. El sol se le ha subido a la cabeza. —Kenny le dirigió a Morris una mirada fulminante, sacó una caja de rapé del bolsillo y se puso un pellizco en la mano—. ¿Y quién diablos es usted, a todo esto? —añadió.
—Morris, señor, del 33.º.
—Pensaba que aquí no teníamos más que a escoceses y cipayos —le dijo Kenny a Wellesley.
—La compañía del capitán Morris escoltó un convoy hasta aquí —respondió Wellesley.
—Una compañía ligera, ¿eh? —comentó Kenny, al tiempo que echaba un vistazo a las charreteras de Morris—. Tal vez hasta resulten de utilidad. Me vendría bien otra compañía en el grupo de asalto. —Inhaló el rapé, tapándose un agujero de la nariz y luego el otro—. Mis muchachos se animan —añadió— cuando ven morir a soldados blancos. —Kenny estaba al mando del primer batallón del II Regimiento de Madras.
—¿Qué tiene ahora mismo en su unidad de asalto? —preguntó Wellesley.
—Nueve compañías —respondió Kenny—. Los granaderos y otras dos de la Brigada Escocesa, las compañías de flanco de mi regimiento y cuatro más. Unos buenos muchachos todos ellos, pero me atrevería a decir que no les importaría compartir los honores con una compañía ligera inglesa.
—Y no dudo que usted agradecerá una oportunidad de asaltar una brecha, ¿no, Morris? —preguntó Wellesley con sequedad.
—Por supuesto, señor —dijo Morris, maldiciendo a Kenny en su fuero interno.
—Pero mientras tanto —siguió diciendo Wellesley con frialdad— traiga los cuerpos de sus hombres.
—Sí, señor.
—Hágalo ahora.
El sargento Green se llevó a media docena de soldados hacia el cuello de tierra, pero sólo encontraron dos cadáveres. Esperaban encontrar tres, pero el sargento Hakeswill había desaparecido. El enemigo, al ver las casacas rojas entre las rocas por encima del depósito, abrió fuego y las balas de mosquete dieron contra las piedras y rebotaron alzándose por los aires. Una bala alcanzó a Green en el talón de la bota. No le hirió el pie, pero el impacto le dolió y empezó a dar saltitos por la corta y seca hierba.
—Agarren a esos cabrones y arrástrenlos —dijo. Se estaba preguntando por qué el enemigo no disparaba su artillería y justo entonces un cañón descargó un bote de metralla contra su pelotón. Las balas pasaron silbando muy cerca de los soldados pero milagrosamente ninguno fue alcanzado. Entre varios agarraron a Kendrick y a Lowry de los pies y regresaron a toda prisa hacia la batería medio terminada donde aguardaba el capitán Morris. Ambos muertos tenían un tajo en el cuello.
Una vez a salvo detrás de los gaviones, los cadáveres fueron tratados con más decoro y fueron colocados sobre unas improvisadas camillas. El coronel Kenny interceptó a los camilleros para examinar los cuerpos, que ya empezaban a oler mal.
—Deben de haber enviado a una docena de degolladores desde el fuerte —supuso—. ¿Dice usted que ha desaparecido un sargento?
—Sí, señor —respondió Morris.
—Al pobre tipo deben de haberlo hecho prisionero. ¡Tenga cuidado esta noche, capitán! Probablemente lo intenten de nuevo. Y le aseguro, capitán, que si esta noche decido dar un paseo, no será por su línea de piquetes.
Aquella noche la Compañía Ligera del 33.º formó una barrera frente a las nuevas baterías, en aquella ocasión para proteger a los soldados que arrastraban los cañones. Aquella noche había nervios, pues la compañía esperaba que unos degolladores mahratta llegaran silenciosamente por la oscuridad, pero no había ningún movimiento. El fuerte permanecía oscuro y en silencio. No disparó ningún cañón ni ningún cohete salió volando mientras las piezas de artillería británicas se transportaban a sus nuevos emplazamientos y las cargas de pólvora y balas de cañón se apilaban en los preparados polvorines recién construidos.
Entonces los artilleros esperaron.
El primer indicio de que amanecía fue una luminosidad grisácea por el este, seguida de los destellos de la reflejada luz del sol cuando los primeros rayos alanceaban el borde del mundo para rozar la cima de los precipicios orientales. Los muros de la fortaleza mostraban un color entre gris y negro. Los artilleros siguieron esperando. Una nube solitaria brillaba con una lívida luz rosácea en el horizonte. Sobre la fortaleza podía verse el humo que producían las fogatas en las que se preparaba la comida, así como las banderas, que pendían lacias en el aire sin viento. Las cornetas despertaron al campamento británico, que estaba situado a unos ochocientos metros por detrás de las baterías, donde los oficiales enfocaban el muro norte de Gawilghur con sus anteojos.
El trabajo del comandante Stokes ya estaba casi terminado. Había construido las baterías y ahora los artilleros tenían que deshacer los muros, pero primero Stokes quería estar seguro de que la brecha exterior se abriría en el lugar adecuado. Había sujetado un anteojo a un trípode y en aquellos momentos lo iba moviendo lentamente de lado a lado, buscando las piedras cubiertas de líquenes que había justo a la derecha de un bastión en el centro de la muralla. El muro estaba ligeramente inclinado hacia atrás, pero él estaba seguro de haber visto un lugar donde las viejas piedras sobresalían y no estaban alineadas, y observó aquel punto mientras el sol salía y proyectaba un atisbo de sombra allí donde la mampostería no estaba del todo a plomo. Al final atornilló el soporte del anteojo, apretándolo con fuerza de manera que el tubo no se moviera; entonces hizo llamar al jefe de pieza del dieciocho libras de la batería. En realidad aquella batería estaba a las órdenes de un comandante, pero él insistió en que fuera su sargento el que mirara por el catalejo.
—Ese es su objetivo —le dijo Stokes al sargento.
El sargento se inclinó hacia el anteojo, después se enderezó para mirar por encima de él y luego volvió a inclinarse. Estaba mascando un pedazo de tabaco y le faltaban los dientes inferiores delanteros, por lo que la baba amarillenta le corría y chorreaba por la barbilla sin parar. Se puso derecho y a continuación volvió a inclinarse por tercera vez. El anteojo era potente y lo único que podía ver en el círculo de la lente era una junta vertical entre dos piedras enormes. Dicha juntura se hallaba a cosa de un metro y veinte centímetros de la base de la muralla y, cuando cediera, el muro caería hacia delante cuesta abajo para formar la rampa de subida por la que los atacantes podrían trepar.
—¿Justo en la juntura, señor? —preguntó el sargento con un acento de Northumbria tan marcado que Stokes al principio no lo entendió.
—En la parte inferior de la junta —dijo Stokes.
—Baja sí que está —comentó el sargento, y se inclinó para mirar de nuevo por el anteojo con los ojos entrecerrados—. Esa juntura está un poco abierta, ¿verdad?
—Sí —respondió Stokes.
El sargento soltó un gruñido. Durante un rato, según opinaba él, los golpes harían que las piedras se metieran hacia adentro cerrando el hueco, pero aumentaría la presión y al final el muro cedería cuando las martilleadas piedras se debilitaran.
—Ese cabrón reventará como si fuera un abceso —dijo el sargento alegremente, al tiempo que se enderezaba y se apartaba del anteojo. Regresó a su cañón y a gritos ordenó a sus hombres que realizaran unos mínimos ajustes en el timón. El mismo manejó la palanca del tornillo de elevación, aunque el cañón todavía estaba oculto por unos gaviones medio llenos que bloqueaban la tronera. Cada pocos segundos el sargento trepaba al timón para mirar por encima de los gaviones, luego ordenaba que el cañón se moviera un centímetro a la izquierda o un dedo a la derecha mientras realizaba otro caprichoso ajuste al tornillo. Lanzó hierba al aire para medir el viento y luego volvió a hacer girar el tornillo elevador para levantar el tubo una distancia minúscula—. Las balas están heladas —le explicó a Stokes—, de modo que lo estoy apuntando un poco alto. Tal vez media vuelta más. —Golpeó el tornillo con la base de la mano—. Perfecto —dijo.
Los puckalees llevaban agua, que vertían en unas grandes cubas de madera. El agua no solamente servía para aplacar la sed de los artilleros y mojar las esponjas que limpiaban los tubos entre disparo y disparo, sino que también era para refrescar las formidables armas. El sol iba ascendiendo, prometía ser un día abrasador, y si los enormes cañones no se mojaban con agua de vez en cuando podían recalentarse y hacer estallar las cargas de pólvora antes de tiempo. En aquellos momentos el sargento estaba eligiendo su munición y hacía rodar dos balas de dieciocho libras arriba y abajo por un trecho de tierra pelada para evaluar cuál de las dos tenía la esfera más perfecta.
—Ésa —dijo, y escupió el jugo del tabaco sobre el proyectil elegido.
La Compañía Ligera de Morris volvió a subir pesadamente por el camino en dirección al campamento donde dormirían. Stokes los vio pasar y pensó en Sharpe. Pobre Sharpe, pero al menos, desde dondequiera que estuviera preso en la fortaleza, oiría los cañones de asedio y sabría que los casacas rojas se estaban acercando. Si es que atravesaban la brecha, pensó Stokes con desánimo, o si es que conseguían cruzar el barranco central de la fortaleza. Trató de reprimir su pesimismo y se dijo que su trabajo consistía sencillamente en abrir la brecha, no en conseguir toda la victoria.
El proyectil escogido se echó por la boca del cañón y luego se atacó contra las bolsas de lona que contenían la pólvora. El sargento tomó un trozo de alambre que colgaba curvado de su cinturón y lo metió por el oído del cañón, perforando la bolsa de lona que había debajo, luego seleccionó un cebo, un junco lleno de pólvora finamente molida, y lo deslizó introduciéndolo en la carga de pólvora pero dejando que más o menos un centímetro del junco sobresaliera por encima del oído.
—Listo cuando usted lo esté, señor —le dijo al comandante al mando de la batería quien, a su vez, miró a Stokes.
Stokes se encogió de hombros.
—Me imagino que esperamos a que el coronel Stevenson dé su permiso.
Los artilleros de la segunda batería de brecha, situada a unos cincuenta metros al oeste de la primera, habían enfocado sus anteojos por encima de los gaviones para observar dónde caía la primera bala. La marca que dejara en el muro les indicaría dónde apuntar. Las dos baterías de enfilada también observaban. Su trabajo empezaría debidamente cuando se abriera la primera de las tres brechas, pero hasta entonces sus doce libras apuntarían a los cañones montados en las murallas de Gawilghur e intentarían descabalgarlos o reducir a escombros sus troneras.
—Ese muro no aguantará mucho —opinó el comandante de la batería, que se llamaba Plummer. Estaba mirando las murallas con el anteojo de Stokes.
—Lo abriremos hoy mismo —coincidió Stokes.
—Gracias a Dios que aquí no hay glacis —comentó Plummer.
—Gracias a Dios, ya lo creo —repitió Stokes en tono piadoso, pero él había estado pensando en aquella carencia y no estaba seguro de que fuera una bendición. Tal vez los mahratta comprendían que su verdadera defensa era el gran barranco central y por eso no ofrecían nada más que una defensa simbólica en el Fuerte Exterior. ¿Y cómo iban a cruzar ese barranco? Stokes temía que le pidieran una solución de ingeniería, pero, ¿qué podía hacer él? ¿Llenarlo de tierra? Eso llevaría meses.
Los negativos presentimientos de Stokes se vieron interrumpidos por un ayudante de campo al que había enviado el coronel Stevenson para preguntar por qué las baterías estaban silenciosas.
—Me imagino que éstas son sus órdenes para abrir fuego, Plummer —dijo Stokes.
—¡Descubran la pieza! —gritó Plummer.
Cuatro artilleros se encaramaron al bastión y sacaron a pulso los gaviones medio llenos de delante del cañón. El sargento miró a lo largo del tubo una última vez, asintió con la cabeza para sí mismo y se echó a un lado. Los demás artilleros se taparon los oídos con las manos.
—¡Puede disparar, Ned! —le gritó Plummer al sargento, que cogió un botafuego ardiente de un barril de protección, alargó la mano por encima de la alta rueda del cañón y aplicó el fuego en el junco.
El cañón retrocedió con fuerza unos cinco metros bien buenos, en tanto que una acre humareda inundaba la batería. La bala pasó volando bajo y con un aullido atravesó el rocoso cuello de tierra para estrellarse con estruendo contra el muro del fuerte. Hubo una pausa. Los defensores corrían por las murallas. Stokes miraba detenidamente por el catalejo a la espera de que se dispersara el humo. Tardó un minuto entero en hacerlo, pero entonces vio que un pedazo de piedra del tamaño de un plato sopero había saltado de la pared.
—Cinco centímetros a la derecha, sargento —gritó en tono de censura.
—Debe de haber sido una ráfaga de viento, señor —dijo el sargento—, una maldita ráfaga de viento porque, ya me perdonará usted, pero no había ningún problema con la posición del cañón.
—Lo ha hecho bien —dijo Stokes con una sonrisa—, muy bien. —Hizo bocina con las manos y les gritó a los de la segunda batería de brecha—: ¡Ya tienen el blanco señalado! ¡Disparen! —Una bocanada de humo manó del muro de la fortaleza, seguida del estallido de un cañón y el aullido de la bala que pasó volando por encima. Stokes saltó a la batería agarrándose el sombrero—. Por lo visto los hemos despertado —comentó cuando dispararon otra docena de cañones mahratta. Las balas enemigas se estrellaron contra los gaviones o rebotaron caprichosamente por el suelo rocoso. Disparó la segunda batería británica y el estruendo de sus piezas resonó en la pared del precipicio para hacer saber al campamento, situado mucho más abajo, que el asedio de Gawilghur había empezado debidamente.
El soldado Tom Garrard de la Compañía Ligera del 33.º se había dado un paseo hasta el borde del precipicio para observar el bombardeo de la fortaleza. No es que hubiera mucho que ver aparte de la nube de humo que volvía a henchirse constantemente y que envolvía el rocoso cuello de tierra situado entre las baterías y la fortaleza, pero de vez en cuando un gran pedazo de piedra caía de los muros de Gawilghur. El fuego de las defensas era feroz, pero a Garrard le parecía que iba mal dirigido. Muchas de las balas rebotaban y pasaban por encima de las baterías o se enterraban en los enormes montones de gaviones de protección. Por otro lado, el fuego británico era lento y seguro. Las balas de dieciocho libras batían el muro y no se desperdiciaba ninguna. El cielo estaba despejado, el sol ascendía aún más y los cañones se estaban recalentando, de modo que cada dos disparos los artilleros vertían cubos de agua sobre los largos tubos. El metal silbaba y humeaba y los sudorosos puckalees se apresuraban por el camino hacia la batería con aún más odres de agua para rellenar las grandes cubas.
Garrard estaba sentado solo, pero se había fijado en que un indio harapiento lo estaba observando. Él no le hizo caso, esperando que se iría, pero el indio se fue acercando poco a poco. Garrard cogió una piedra de la medida de un puño y empezó a lanzarla al aire y a recogerla con su mano derecha para insinuarle al hombre que debía irse, pero la amenaza de la piedra sólo sirvió para que el indio se acercara más aún.
—¡Lárgate! —gruñó Garrard.
—¡Sahib no! ¡Por favor!
—No tengo nada que valga la pena robar, no quiero comprar nada y no quiero follarme a tu hermana.
—En ese caso me follaré yo a la suya, sahib—dijo el indio, y Garrard se dio la vuelta, echó el brazo hacia atrás dispuesto a lanzar la piedra y entonces vio que el hombre de la túnica mugrienta se había quitado la sucia tela blanca que llevaba en la cabeza y le sonreía—. Se supone que no tiene que tirarles piedras a los oficiales, Tom —dijo Sharpe—. De todas formas yo siempre quise hacerlo, de modo que no puedo culparle por ello.
—¡Por todos los demonios! —Garrard soltó la piedra y le tendió la mano derecha—. ¡Dick Sharpe! —De pronto frenó la mano que tenía extendida—. ¿Tengo que llamarte «señor»?
—Por supuesto que no —dijo Sharpe, al tiempo que le estrechaba la mano a Garrard—. Tú y yo somos amigos desde hace tiempo, ¿no? Un fajín rojo no va a cambiar eso, Tom. ¿Cómo estás?
—He estado peor. ¿Y tú?
—He estado mejor.
Garrard frunció el ceño.
—¿No dijeron que te habían capturado?
—Me escapé, sí señor. Todavía no ha nacido el cabrón que pueda retenerme, Tom. Ni a ti tampoco. —Sharpe se sentó al lado de su amigo, un hombre con el que había marchado en las filas durante seis años—. Toma —le dio a Garrard un pedazo de carne seca.
—¿Qué es?
—Cabrito. Aunque sabe bien.
Se quedaron sentados mirando cómo trabajaban los artilleros. Los cañones más próximos estaban en las dos baterías de enfilada y los artilleros se valían de sus doce libras para derribar de forma sistemática los parapetos de las murallas por encima de la puerta de Gawilghur. Ya habían desmontado un par de cañones enemigos y en aquellos momentos estaban ocupados con las dos troneras siguientes. Un armón tirado por bueyes acababa de entregar más munición, pero, al abandonar la batería, la rueda del armón se había aflojado y había entonces cinco soldados de pie en torno a la inclinada rueda discutiendo la mejor manera de arreglarla. Garrard se sacó un trozo de carne correosa de entre los dientes.
—Hay que sacar la rueda rota y poner una nueva —dijo con desdén—. No hace falta un comandante y dos tenientes para llegar a esa conclusión.
—Son oficiales, Tom —dijo Sharpe en tono de censura—, sólo tienen medio cerebro.
—Tú lo sabrás mejor que nadie —replicó Garrard con una sonrisa burlona—. Aunque esos cabrones han puesto un objetivo tentador. —Señaló hacia el otro lado del abismo que separaba la meseta del Fuerte Interior—. Allí hay un maldito cañón enorme. Tiene el mismo tamaño que una jodida carreta llena de heno. Esos cabrones llevan una hora yendo de aquí para allá alrededor de esa pieza.
Sharpe miró más allá del asediado Fuerte Exterior hacia los precipicios. Creyó ver un muro donde podría haber un cañón montado, pero no estaba seguro.
—Necesito un maldito anteojo.
—Necesita un maldito uniforme.
—Ya estoy haciendo algo al respecto —dijo Sharpe con cierto misterio.
Garrard le dio un manotazo a una mosca.
—¿Y qué? ¿Cómo es?
—¿Cómo es el qué?
—Ser un zopenco de ésos.
Sharpe se encogió de hombros, lo pensó unos instantes y volvió a encogerse de hombros.
—No parece real. Bueno, sí lo parece. No lo sé —suspiró—. Lo que quiero decir es que lo deseaba, Tom, lo deseaba con todas mis fuerzas, pero debería haber sabido que esos cabrones no me querrían. Hay algunos que están bien. El comandante Stokes es un tipo estupendo, y hay otros. ¿Pero la mayoría? Sabe Dios. De todos modos no les gusto.
—Los tienes preocupados, eso es lo que pasa —dijo Garrard—. Si tú puedes convertirte en oficial, otros pueden hacer lo mismo. —Vio el descontento en el rostro de Sharpe—. Lamentas no seguir siendo sargento, ¿verdad?
—No —respondió Sharpe, y se sorprendió a sí mismo al decirlo con tanta firmeza—. Puedo hacer bien el trabajo, Tom.
—¿Y qué trabajo es ése, por el amor de Dios? ¿Quedarse sentado por ahí mientras nosotros nos encargamos de todo? ¿Tener un criado que te lustre las botas y te limpie el culo?
—No —dijo Sharpe, y señaló por encima el ensombrecido abismo hacia el Fuerte Interior—. Cuando entremos allí, Tom, nos van a hacer falta algunos tipos que sepan qué demonios están haciendo. Ese es el trabajo. Es dar una paliza de muerte al otro bando y mantener vivos a tus hombres, y eso yo puedo hacerlo.
Garrard parecía tener sus eludas.
—Si es que te dejan.
—Sí, si es que me dejan —coincidió Sharpe.
Se quedó sentado un rato en silencio, observando el distante emplazamiento de los cañones. Veía a algunos hombres, pero no estaba seguro de lo que estaban haciendo.
—¿Dónde está Hakeswill? —preguntó luego—. Ayer lo estuve buscando y el cabrón no estaba en la formación con el resto de vosotros.
—Capturado —dijo Garrard.
—¿Capturado?
—Eso es lo que dice Morris. Yo creo que el hijo de puta huyó. Sea como sea, ahora está en el fuerte.
—¿Crees que huyó?
—La otra noche asesinaron a dos de nuestros compañeros. Morris dice que fue el enemigo, aunque yo no vi a ninguno de esos cabrones, pero había un tipo rondando por ahí y diciendo que era un coronel de la compañía, lo que pasa es que no lo era. —Garrard se quedó mirando fijamente a Sharpe y una lenta sonrisa acudió a su rostro—. Fuiste tú, Dick.
—¿Yo? —preguntó Sharpe muy serio—. Me capturaron, Tom. Escapé ayer mismo.
—Y yo soy el jodido rey de Persia. Lowry y Kendrick tenían que arrestarte, ¿no?
—¿Fueron ellos los que murieron? —preguntó Sharpe en tono inocente.
Garrard se rió.
—Les está bien empleado. Eran unos hijos de puta, los dos. —Un enorme brote de humo apareció en las lejanas murallas que se alzaban en la cima de los precipicios. Al cabo de dos segundos el bramido del enorme cañón envolvió a Sharpe y a Garrard, en tanto que la sólida bala caía sobre el armón estancado justo por detrás de la batería de enfilada. El vehículo de madera se hizo añicos y los cinco hombres fueron arrojados al suelo, donde se sacudieron llenos de sangre durante unos segundos y luego se quedaron inmóviles. Los fragmentos de piedra y madera pasaron silbando junto a Sharpe—. ¡Demonios —exclamó Garrard con admiración—, cinco hombres de un solo disparo!
—Eso les enseñará a agachar la cabeza —comentó Sharpe. El sonido del enorme cañón había hecho que los soldados salieran de sus tiendas y se dirigieran hacia el borde de la meseta. Sharpe echó un vistazo a su alrededor y vio que el capitán Morris estaba entre ellos. El capitán iba en mangas de camisa y miraba fijamente hacia la gran nube de humo a través de un anteojo—. Dentro de un minuto me levantaré —dijo Sharpe— y vas a pegarme un puñetazo.
—¿Que voy a hacer qué? —preguntó Garrard.
—Vas a golpearme. Entonces me iré corriendo y tú saldrás en mi persecución, pero no me alcanzarás.
Garrard le dirigió una mirada desconcertada a su amigo.
—¿Qué estás tramando, Dick?
Sharpe sonrió.
—No preguntes, Tom, hazlo y punto.
—Eres un maldito oficial, ¿no es cierto? —dijo Garrard devolviéndole la sonrisa—. No preguntes, hazlo y punto.
—¿Estás listo? —preguntó Sharpe.
—Siempre he querido cascar a un oficial.
—Pues levántate. —Se pusieron de pie—. Venga, pégame —dijo Sharpe—. He intentado robarte unos cartuchos, ¿de acuerdo? De modo que dame un puñetazo en el estómago.
—Demonios —dijo Garrard.
—¡Venga, hazlo!
Garrard le propinó un puñetazo desganado a Sharpe y éste le dio un empujón que lo hizo caer, entonces se dio la vuelta y echó a correr por el borde del precipicio. Garrard dio un grito, se puso en pie apresuradamente y empezó a perseguirlo. Algunos de los soldados que habían ido a buscar los cinco cuerpos se desviaron para interceptarlo, pero él los esquivó, viró a la izquierda y desapareció entre unos arbustos. El resto de los miembros de la Compañía Ligera del 33.º salieron tras él profiriendo gritos y chillidos, pero Sharpe les llevaba mucha ventaja e iba dando vueltas entrando y saliendo de los arbustos, dirigiéndose hacia el lugar donde tenía a uno de los caballos de Syud Sevajee sujeto a una estaca. Soltó la estaca, se encaramó a la silla y clavó los talones. Alguien le gritó un insulto, pero para entonces ya había dejado atrás el campamento y no había piquetes a caballo que pudieran perseguirlo.
Media hora más tarde Sharpe regresó trotando con un grupo de jinetes nativos que volvían de un reconocimiento. Se separó de ellos y desmontó al lado de su tienda, donde Ahmed lo estaba esperando. Mientras Sharpe y Garrard llevaban a cabo la diversión, el muchacho había estado robando y sonrió de oreja a oreja cuando Sharpe agachó la cabeza y se metió en la calurosa tienda.
—Tengo todas las cosas —dijo Ahmed con orgullo.
Se había llevado la casaca roja del capitán Morris, su fajín y el tahalí con su sable.
—Eres un buen chico —dijo Sharpe. Necesitaba una casaca roja, pues el coronel Stevenson había dado órdenes de que cualquier soldado que entrara en Gawilghur con los atacantes debía ir vestido de uniforme para que no pudieran confundirle con el enemigo. A los hombres de Syud Sevajee, que planeaban dar caza a Beny Singh, les habían proporcionado unas viejas y raídas guerreras de cipayo, algunas de ellas manchadas aún con la sangre de sus antiguos propietarios, pero ninguna de aquellas prendas le había ido bien a Sharpe. Incluso la casaca del capitán Morris le iría estrecha, pero al menos ahora tenía un uniforme—. ¿Ningún problema? —le preguntó a Ahmed.
—Ninguno de esos cabrones me vio —dijo el muchacho orgullosamente. Su inglés mejoraba día a día, aunque a Sharpe le preocupaba el hecho de que no fuera precisamente el inglés del Rey. Ahmed volvió a sonreír cuando Sharpe le dio una moneda, que se metió entre sus vestiduras.
Sharpe se puso la casaca doblada en el brazo y se inclinó para salir de la tienda. Estaba buscando a Clare y la vio a unos cien metros de allí, caminando con un soldado alto que llevaba puesta una camisa, unos pantalones negros y unas botas con espuelas. Estaban en plena conversación y Sharpe sintió una curiosa punzada de celos al acercarse, pero entonces el soldado se dio la vuelta, puso mala cara ante el andrajoso aspecto de Sharpe y luego reconoció al hombre que había bajo el tocado. Sonrió.
—Señor Sharpe —dijo.
—Eli Lockhart —respondió Sharpe—, ¿qué demonios está haciendo aquí la caballería? —Agitó el dedo señalando el fuerte que se hallaba ribeteado de un humo blanco, mientras que sus defensores intentaban batir las baterías británicas—. Éste es un trabajo para soldados de verdad.
—Nuestro coronel convenció al general de que el señor Dodd podría intentar escapar. Es de la opinión que una docena de soldados de caballería podría cortarle el paso.
—Dodd no va a salir corriendo —dijo Sharpe—. No tendrá espacio para sacar un caballo de allí.
—De modo que vamos a entrar con ustedes —dijo Lockhart—. Tenemos una disputa con el señor Dodd, ¿recuerda?
Clare parecía estar cohibida y alarmada, y Sharpe creyó que no quería que el sargento Lockhart supiera que había pasado el tiempo con el alférez Sharpe.
—Estaba buscando a la señora Wall —le explicó a Lockhart—. Si pudiera dedicarme unos minutos, señora.
Clare le dirigió una mirada agradecida a Sharpe.
—Por supuesto, señor Sharpe.
—Es esta chaqueta, ¿ve? —Desplegó la casaca de Morris—. Tiene las vistas y vueltas rojas y yo las necesito blancas. —Se quitó la tela que le cubría la cabeza—. Me preguntaba si podría servirle esto. Sé que está un poco roñosa y odio molestarla, señora, pero creo que mis habilidades de costura no son suficientes como para hacer vueltas, puños y cuellos.
—Y ya puestos podría quitarle la insignia de capitán, señora —le sugirió Lockhart a Clare—, y la divisa de los tiradores. No creo que el señor Sharpe quiera que el verdadero propietario de la casaca la reconozca.
—Preferiría que no lo hiciera —admitió Sharpe.
Clare cogió la casaca, le dirigió a Sharpe otra mirada agradecida y luego se dirigió a toda prisa hacia las tiendas de Sevajee. Lockhart se la quedó mirando mientras se alejaba.
—Hace tres años que esperaba una oportunidad para hablar con ella —dijo sorprendido.
—Y ya la ha encontrado, ¿eh?
Lockhart siguió mirándola.
—Es una mujer de aspecto excepcional.
—¿Ah, sí? La verdad es que no me había fijado —mintió Sharpe.
—Me ha dicho que ha sido usted muy amable con ella —dijo Lockhart.
—Bueno, traté de ayudarla, ya sabe como son estas cosas —repuso Sharpe, incómodo.
—Ese maldito Torrance se suicidó y ella no tenía adonde ir. Y usted la encontró, ¿eh? La mayoría de oficiales hubieran intentado aprovecharse de una mujer como ésta —dijo Lockhart.
—No soy un verdadero oficial, ¿no es cierto? —replicó Sharpe. Había visto la manera en que Clare miraba al alto soldado de caballería y ahora Lockhart había clavado la mirada en ella, de modo que Sharpe consideró que lo mejor era mantenerse al margen.
—Tenía una esposa —dijo Lockhart—, pero murió durante el viaje. Era una buena mujercita, sí señor.
—Lo siento —dijo Sharpe.
—Y la señora Wall —prosiguió Lockhart— perdió a su marido. —Viuda conoce a viudo. En cualquier momento, pensó Sharpe, saldría a relucir el destino—. Es cosa del destino —dijo Lockhart en tono de asombro.
—¿Y qué va a hacer respecto a ella? —le preguntó Sharpe.
—Dice que ahora no tiene un hogar como es debido —contestó Lockhart— aparte de la tienda que usted le dejó, y a mi coronel no le importará que me case.
—¿Se lo ha pedido?
—Más o menos —respondió Lockhart ruborizándose.
—¿Y le ha dicho que sí?
—Más o menos —repitió Lockhart aún más ruborizado.
—¡Demonios —exclamó Sharpe con admiración—, a esto se le llama rapidez!
—Los verdaderos soldados no esperan —dijo Lockhart, y frunció el ceño—. Oí rumores de que se lo había llevado el enemigo, ¿no?
—Me escapé —repuso Sharpe en tono distraído—. Esos cabrones se descuidaron. —Se dio la vuelta y observó cómo un cohete errante se elevaba hacia el cielo despejado dejando un montón de humo que se iba haciendo más espeso y a través del cual, finalmente, cavó al suelo sin causar daños—. ¿De verdad se va a unir al ataque? —le preguntó a Lockhart.
—No en primera fila —respondió Lockhart—. No soy idiota. Pero el coronel Huddlestone dice que podemos entrar y buscar a Dodd. De modo que esperaremos a que ustedes hagan el trabajo duro, muchachos, y luego los seguiremos.
—Ya me fijaré a ver si lo veo.
—Y nosotros no le perderemos de vista a usted —prometió Lockhart—. Pero mientras tanto iré a ver si alguien necesita que le enhebren una aguja.
—Hágalo —dijo Sharpe. Y se quedó mirando cómo se alejaba el soldado de caballería y vio, al mismo tiempo, que a Ahmed lo habían desalojado de la tienda de Clare con las pocas pertenencias de Sharpe. El muchacho parecía indignado, pero Sharpe supuso que su exilio de la tienda no duraría mucho, puesto que seguramente Clare se mudaría a los aposentos del soldado de caballería antes de caer la noche. «Talán talán —pensó—, campanas de boda.» Tomó la bolsa con las piedras preciosas que le guardaba Ahmed y se fue a ver cómo los cañones desgastaban y batían el fuerte mientras le cosían el uniforme.
El joven jinete que se presentó ante la puerta del Fuerte Interior de Gawilghur era alto, arrogante y seguro de sí mismo. Iba vestido con una túnica de seda blanca atada con un cinturón de cuero rojo. Del cinturón colgaba una vaina con incrustaciones de piedras preciosas en la que llevaba un tulwar con guarnición de oro. El jinete no solicitó que se abrieran las puertas, más bien lo exigió. A decir verdad, no había ninguna buena razón para negarse a sus órdenes, dado que los soldados atravesaban continuamente el barranco entre los dos fuertes y los cobras de Dodd estaban acostumbrados a abrir y cerrar las puertas una veintena de veces al día, pero había algo en el porte de aquel joven que irritó a Gopal. De manera que mandó llamar al coronel Dodd.
Dodd llegó al cabo de unos momentos con el sargento inglés de los tics a su lado. El jinete se volvió hacia Dodd y le gritó que castigara a Gopal, pero Dodd se limitó a escupir y a continuación se dirigió a Hakeswill.
—¿Por qué iba alguien a salir por esta puerta a caballo? —preguntó.
—No sabría decirle, señor —respondió Hakeswill. El sargento iba vestido con una guerrera blanca y un fajín negro cruzado sobre ella como señal de rango, aunque no quedaba nada claro cuál era el rango que indicaba aquella banda.
—No hay ningún lugar donde ejercitar al caballo —dijo Dodd—, a menos que tenga intención de atravesar el Fuerte Exterior y cabalgar hasta el campamento inglés. Pregúntele qué se trae entre manos, Gopal.
El joven se negó a contestar. Dodd se encogió de hombros, desenfundó su pistola y apuntó con ella a la cabeza del jinete. Amartilló el arma y el sonido del martillo al engranar resonó con intensidad en las murallas. El joven palideció y le gritó a Gopal.
—Dice, sahib, que va a hacerle un recado al killadar —le explicó Gopal a Dodd.
—¿Qué recado? —quiso saber Dodd. Estaba claro que el joven no quería contestar, pero el adusto rostro de Dodd y la pistola con que lo apuntaba lo persuadieron para sacar un paquete sellado de la bolsa que le colgaba del cinturón. Le mostró a Dodd el sello del killadar, pero a aquél no le convenció la cera roja con la impresión de una serpiente enroscada en una hoja de cuchillo—. ¿A quién va dirigido? —preguntó al tiempo que hacía un gesto para indicarle al joven que le diera la vuelta al paquete.
El jinete obedeció y Dodd vio que el envoltorio iba dirigido al oficial al mando del campamento británico. Lo debía de haber garabateado un administrativo poco familiarizado con la lengua inglesa, puesto que estaba pésimamente escrito, pero las palabras eran inconfundibles. Dodd dio un paso hacia delante y agarró la brida del caballo.
—Bájenlo de la silla, Gopal —ordenó Dodd—, reténganlo en el cuarto de guardia y mande a un hombre a buscar a Manu Bappoo.
El joven realizó un intento momentáneo de resistirse, incluso extrajo a medias su tulwar de la preciosa vaina, pero una docena de soldados de Dodd lo dominaron con facilidad. Dodd se alejó y subió las escaleras hacia la muralla, haciéndole señas a Hakeswill para que lo siguiera.
—Es evidente lo que está haciendo el killadar —gruñó Dodd—. Intenta hacer las paces.
—Yo creía que aquí no podían derrotarnos, señor —dijo Hakeswill con cierta alarma.
—No pueden —repuso Dodd—, pero Beny Singh es un cobarde. Piensa que la vida no tendría que ser nada más que mujeres, música y juegos.
Lo cual le pareció sencillamente espléndido a Obadiah Hakeswill, pero no dijo nada. Se había presentado ante Dodd como un soldado británico ofendido que consideraba que la guerra contra los mahratta era injusta.
—No tenemos nada que hacer aquí, señor —le había dicho—, no en territorio pagano. Les pertenece a los negros, ¿no es verdad? Y aquí no hay nada para un casaca roja.
Dodd no había creído ni una sola palabra de aquello. Se imaginaba que Hakeswill había huido del ejército británico para evitar problemas, pero difícilmente podía culpar al sargento por eso. El propio Dodd había hecho lo mismo, y no le importaban los motivos de Hakeswill, sólo que el sargento estaba dispuesto a luchar. Además, Dodd creía que sus soldados combatían mejor cuando recibían órdenes de hombres blancos.
—Los ingleses poseen una seriedad, sargento —le había dicho a Hakeswill—, que proporciona recalzo a los nativos.
—¿Les proporciona qué, señor? —había preguntado Hakeswill.
Dodd había fruncido el ceño ante la cerrilidad del sargento.
—Usted no es escocés, ¿no?
—¡Por Dios, no, señor! No soy un maldito escocés, ni un galés. Soy inglés, señor, hasta la médula, señor. —Se le convulsionó el rostro—. Inglés, señor, y estoy orgulloso de serlo.
Así pues, Dodd le había dado a Hakeswill una casaca blanca y un fajín negro y luego lo había puesto a cargo de una compañía de sus Cobras.
—Si combate bien por mí aquí, sargento —le dijo a Hakeswill cuando los dos llegaron a lo alto del muro—, lo haré oficial.
—Combatiré, señor, no se preocupe, señor. Lucharé como un demonio, eso haré.
Y Dodd le creyó, porque si Hakeswill no combatía se arriesgaba a ser capturado por los británicos, y sólo Dios sabía a qué problemas se enfrentaría entonces. Aunque la verdad era que Dodd no veía cómo podían penetrar los británicos en el Fuerte Interior. Imaginaba que tomarían el Fuerte Exterior, puesto que tenían un acceso llano y sus cañones ya estaban abriendo las brechas, pero tendrían muchos más problemas a la hora de capturar el Fuerte Interior. Le mostró entonces ese problema a Hakeswill.
—Sólo hay una manera de entrar, sargento, y es a través de esta puerta. No pueden asaltar los muros, porque la pendiente del barranco es demasiado pronunciada. ¿Lo ve?
Hakeswill miró a su izquierda y vio que la muralla del Fuerte Interior estaba construida sobre una pendiente casi vertical. Nadie podía trepar por ahí con la esperanza de asaltar una muralla, ni aunque se hubiera abierto una brecha, lo cual significaba que Dodd tenía razón y que los atacantes tendrían que intentar echar abajo las cuatro puertas que bloqueaban la entrada, y dichas puertas estaban defendidas por las Cobras de Dodd.
—Y mis hombres nunca han conocido la derrota, sargento —dijo Dodd—. Han visto cómo derrotaban a otros, pero a ellos no los han vencido. Y aquí el enemigo está obligado a ganarnos. ¡Tienen que hacerlo! Pero no podrán. No podrán. —Se quedó callado, con los puños apretados apoyados en la banqueta. El sonido de los cañones era constante, pero el único indicio del bombardeo era el humo que, como si fuera niebla, se cernía sobre el extremo más alejado del Fuerte Exterior. Manu Bappoo, que estaba al mando allí, se dirigía entonces a toda prisa hacia el Fuerte Interior y Dodd observó al príncipe mientras éste ascendía por el escarpado sendero que llevaba a las puertas. Chirriaron los goznes y, una tras otra, las puertas se abrieron para dejar entrar a Manu Bappoo y a sus ayudantes de campo. Dodd sonrió mientras se desatrancaba la última puerta—. Vamos a hacer un poco de daño —dijo al tiempo que se volvía hacia las escaleras.
Manu Bappoo ya había abierto la carta que Gopal le había dado. Levantó la vista cuando Dodd se acercó.
—Léala —se limitó a decir, tendiéndole con brusquedad el papel doblado al coronel.
—¿Quiere rendirse? —preguntó Dodd, y cogió la carta.
—Usted léala —dijo Bappoo en tono grave.
La carta estaba escrita con poca fluidez, pero era inteligible. Beny Singh, como killadar de la fortaleza del raja de Berar en Gawilghur, se ofrecía a rendir el fuerte a los británicos con la única condición de que dejaran con vida a toda la guarnición y a las personas que dependían de ella. Nadie debía resultar herido, nadie sería encarcelado. Los británicos podían confiscar todo el armamento del fuerte pero tenían que permitir que los habitantes de Gawilghur se marcharan con todos los efectos personales que pudieran llevarse a pie o a caballo.
—¡Los británicos aceptarán, desde luego! —dijo Manu Bappoo—. ¡No quieren morir en las brechas!
—¿Beny Singh tiene autoridad para enviar esto? —preguntó Dodd.
Bappoo se encogió de hombros.
—Es killadar.
—Y usted es el general del ejército. Y el hermano del raja.
Bappoo levantó la vista al cielo entre los altos muros de la entrada.
—Con mi hermano nunca se sabe —dijo—. Tal vez quiera rendirse. Pero no me lo ha dicho. Quizá, si perdemos, podrá culparme a mí y decir que él siempre quiso ceder.
—¿Pero usted no cederá?
—¡Podemos ganar! —exclamó Bappoo con ardor, y se volvió hacia el palacio cuando Gopal anunció que se acercaba el killadar en persona.
Beny Singh debía de haber estado vigilando el avance de su mensajero desde el palacio, porque se acercaba entonces a toda prisa por el sendero y tras él iban sus esposas, concubinas e hijas. Bappoo caminó hacia él, seguido por Dodd y una veintena de sus soldados de casaca blanca. El killadar debió de creer que Bappoo se ablandaría al ver a las mujeres, pero el rostro del príncipe se endureció aún más.
—¡Si quiere rendirse —le gritó a Beny Singh— hable conmigo primero!
—Yo tengo autoridad aquí —chilló Beny Singh. Llevaba en brazos a su perrito faldero, que jadeaba por el calor con su pequeña lengua colgando.
—¡No tiene nada! —replicó Bappoo. Las mujeres, engalanadas con sus sedas y algodones, se apiñaron mientras los dos hombres se encontraban junto al foso de las serpientes.
—¡Los británicos están abriendo las brechas —protestó Beny Singh—, y mañana o pasado las atravesarán! ¡Nos matarán a todos! —anunció la profecía con un gemido—. Mis hijas se convertirán en sus juguetes y mis mujeres en sus criadas. —Las mujeres se estremecieron.
—Los británicos morirán en las brechas —le replicó Bappoo.
—¡No hay modo de detenerlos! —insistió Beny Singh—. Son djinns.
De repente Bappoo empujó a Beny Singh hacia el agujero en la roca donde estaban las serpientes. El killadar lanzó un fuerte grito cuando tropezó y cayó hacia atrás, pero Bappoo había agarrado la túnica de seda amarilla de Beny Singh y la sujetaba con fuerza para que el killadar no cayera. Hakeswill se fue acercando sigilosamente al borde del hoyo y vio los huesos de mono. Entonces vio una forma curva y oscilante que se deslizaba por el suelo ensombrecido del foso y retrocedió rápidamente.
Beny Singh gimoteó.
—¡Soy el killadar! ¡Intento salvar vidas!
—Se supone que es un soldado —le dijo Bappoo con su voz sibilante— y su trabajo consiste en matar a los enemigos de mi hermano. —Las mujeres chillaron, imaginando que verían caer a su hombre al fondo del foso, pero Manu Bappoo seguía agarrando la seda con fuerza—. Y cuando los británicos mueran en las brechas —le dijo a Beny Singh—, y cuando sus supervivientes sean acosados hacia el sur por la llanura, ¿quién cree que se llevará el mérito de la victoria? ¡El killadar es más fuerte, él se lo llevará! ¿Va a desperdiciar toda esa gloria?
—Son djinns —dijo Beny Singh, luego miró de reojo a Obadiah Hakeswill, cuyo rostro era presa de los tics, y soltó un grito—. ¡Son djinns!
—Son hombres, igual de débiles que otros hombres —dijo Bappoo. Alargó la mano libre y cogió al perrito por el cogote. Beny Singh lloriqueó, pero no se resistió. El perro forcejeó para zafarse de Manu Bappoo—. Si vuelve a intentar rendir la fortaleza —le dijo Manu Bappoo— éste será su destino. —Dejó caer al perro. El animal soltó un gañido al caer al foso y aulló lastimeramente al golpear contra el suelo de roca. Se oyó un silbido, el ruido de unas patas que escarbaban, un último aullido y luego el silencio. Beny Singh profirió un grito de lástima por su perro antes de balbucir que preferiría dar a beber veneno a sus mujeres antes que arriesgarse a que fueran presa de los terribles sitiadores.
Manu Bappoo sacudió al desventurado killadar.
—¿Me ha entendido? —preguntó.
—¡Lo he entendido! —dijo Beny Singh con desesperación.
Manu Bappoo tiró del killadar y lo alejó del borde del foso.
—Se irá al palacio, Beny Singh —le ordenó—, y se quedará allí, y no mandará más mensajes al enemigo. —Apartó al killadar de un empujón y le dio la espalda—. ¿Coronel Dodd?
—¿Sahib?
—Una docena de sus hombres se asegurarán de que el killadar no mande ningún mensaje desde el palacio. Si lo hace, puede matar al mensajero.
Dodd sonrió.
—Por supuesto, sahib.
Bappoo regresó al asediado Fuerte Exterior, en tanto que el killadar volvía con el rabo entre las piernas al palacio que se hallaba en la cima sobre su lago cubierto de verdín. Dodd destacó a una docena de hombres para que montaran guardia a la entrada del palacio y luego regresó a la muralla para darle vueltas al asunto del barranco. Hakeswill lo siguió hasta allí.
—¿Por qué tiene tanto miedo el killadar, señor? ¿Sabe algo que nosotros no sabemos?
—Es un cobarde, sargento.
Pero Beny Singh le había contagiado el miedo a Hakeswill, que se imaginó a un vengativo Sharpe que regresaba de entre los muertos para perseguirlo por la pesadilla de una fortaleza caída.
—Esos cabrones no pueden entrar, señor, ¿no es cierto? —preguntó con preocupación.
Dodd reconoció el temor en Hakeswill, el mismo temor que él también sentía, el temor a la ignominia y la vergüenza de ser capturado de nuevo por los británicos y condenado por un implacable tribunal. Sonrió.
—Probablemente tomarán el Fuerte Exterior, sargento, porque son muy buenos, y porque nuestros viejos compañeros, en efecto, luchan como djinns, pero no podrán derrotarnos. Ni aunque los ayuden todos los poderes del mal, ni aunque nos asedien durante un año, ni aunque derrumben todos estos muros y destruyan las puertas y arrasen el palacio con fuego de cañón, porque aún tendrán que cruzar el barranco, y eso no puede hacerse. No puede hacerse.
«Y quien gobierna Gawilghur —pensó Dodd— reina en la India.»
Y en cuestión de una semana él sería allí el raja.
Las murallas de Gawilghur, tal como Stokes había supuesto, estaban en muy mal estado. Tardaron menos de un día en abrir la primera brecha, la del muro exterior. A media tarde el muro aún seguía en pie, aunque se había excavado una cueva en los polvorientos escombros allí donde Stokes había apuntado los cañones, pero de un modo totalmente repentino toda la muralla se vino abajo. Se deslizó por la corta pendiente en medio de una nube de polvo que poco a poco se fue asentando y reveló una empinada rampa de piedra revuelta que conducía al espacio entre los dos muros. Un bajo tramo de la cara trasera del muro aún sobrevivía, pero una hora de trabajo serviría para derrumbar esos restos.
Los artilleros apuntaron hacia otro sitio y empezaron las dos brechas en la más elevada muralla interior, en tanto que las baterías de enfilada, que habían estado martilleando las troneras para desmontar los cañones enemigos, empezaron a disparar en diagonal hacia la primera brecha para disuadir a los defensores de construir obstáculos en lo alto de la rampa. Los cañones enemigos, los que habían sobrevivido, redoblaron sus esfuerzos para inutilizar las baterías británicas, pero sus disparos se malgastaban contra los gaviones o bien pasando por encima. El enorme cañón que tanto daño había infligido disparó tres veces más, pero sus balas chocaron inútilmente contra la pared del precipicio, tras lo cual los artilleros mahratta misteriosamente dejaron de intentarlo.
Al día siguiente se abrieron las dos brechas interiores y los grandes cañones se concentraron en ensanchar las tres aberturas que había en los muros. Las balas de dieciocho libras se estrellaban contra la piedra podrida y arrancaban el relleno del muro, que se añadía a las rampas. A última hora de la tarde estaba claro que las brechas ya eran lo bastante grandes, así que los artilleros pasaron a apuntar sus piezas contra los cañones enemigos que quedaban. Uno a uno fueron desmontados o sus troneras fueron hechas pedazos. Un constante velo de humo flotaba sobre el rocoso cuello de tierra y se sostenía en el aire, espeso y acre, agitándose cada vez que una bala lo atravesaba a toda velocidad. Los doce libras abrieron fuego de enfilada lanzando granadas contra las brechas, en tanto que el obús lanzaba más granadas por encima de los muros.
Los cañones británicos dispararon hasta bien entrado el anochecer y la respuesta del enemigo se fue debilitando minuto a minuto a medida que sus cañones quedaban destrozados o eran arrojados de las banquetas. Los recalentados cañones de los sitiadores no dejaron de disparar hasta que cayó la negra noche, pero incluso entonces no habría respiro para el enemigo. Era por la noche cuando los defensores podían convertir las brechas en trampas mortales. Podían enterrar minas en las rampas de piedra, cavar anchas trincheras en lo alto de las brechas o levantar nuevos muros tras las crudas aberturas recién practicadas, pero los británicos mantuvieron un cañón pesado disparando hasta el amanecer. Cargaban el dieciocho libras con botes de metralla y, tres veces cada hora, rociaban la zona de las brechas con una nube de balas de mosquete para disuadir a cualquier mahratta de que arriesgara la vida en las pendientes de escombros.
Pocos durmieron bien aquella noche. El estrépito del cañón parecía anormalmente alto y hasta en el campamento británico los soldados oían el traqueteo de las balas de mosquete al azotar las maltrechas murallas de Gawilghur. Y los soldados sabían que, por la mañana, les pedirían que se dirigieran hacia aquellas murallas, treparan por las abatidas rampas y se abrieran camino a la fuerza a través de las piedras hechas añicos. ¿Y qué les estaría esperando? Ellos imaginaban que, como mínimo, el enemigo habría montado cañones de banda a banda de las brechas para disparar sobre la ruta de ataque. Se esperaban sangre, dolor y muerte.
—Nunca he estado en una brecha —le dijo Garrard a Sharpe. Los dos hombres estaban en las tiendas de Syud Sevajee y Sharpe le había dado a su viejo amigo una botella de arrack.
—Ni yo —dijo Sharpe.
—Dicen que es mala cosa.
—Eso dicen —coincidió Sharpe en tono sombrío. Supuestamente era la experiencia más terrible a la que se podía enfrentar un soldado.
Garrard bebió de la botella, le limpió la boca y se la pasó a Sharpe. Admiró la casaca de Sharpe a la luz de la pequeña fogata.
—Un pedazo de tela muy elegante, señor Sharpe.
Clare Wall le había puesto a la casaca unas vueltas y puños nuevos de color blanco y Sharpe había hecho todo lo posible para que la guerrera estuviera arrugada y polvorienta, pero aun así tenía aspecto de ser cara.
—No es más que una vieja guerrera, Tom —dijo, quitándole importancia.
—Es curioso, ¿no? El señor Morris perdió una casaca.
—¿Ah, sí? —preguntó Sharpe—. Debería ser más cuidadoso. —Le dio la botella a Garrard y se puso en pie—. Tengo que hacer un recado, Tom. —Le tendió la mano—. Te buscaré mañana.
—Yo también te buscaré, Dick.
Sharpe guió a Ahmed a través del campamento. Algunos hombres cantaban alrededor de sus fogatas, otros amolaban de manera obsesiva unas bayonetas que ya estaban bastante afiladas. Un soldado de caballería había montado una muela y una sucesión de criados de oficiales llevaban espadas y sables para que se les diera un siniestro filo. De la piedra salía una lluvia de chispas. Los zapadores estaban llevando a cabo su última tarea, construyendo escaleras con el bambú que se había traído de la llanura. El comandante Stokes supervisaba el trabajo y sus ojos se abrieron de alegría al ver acercarse a Sharpe a la luz de las hogueras.
—¡Richard! ¿Es usted? ¡Dios mío, sí que lo es! ¡Es increíble! ¡Y yo que creía que estaba encerrado en las mazmorras enemigas! ¿Se escapó?
Sharpe le estrechó la mano a Stokes.
—No me llevaron a Gawilghur. Unos jinetes me retuvieron —mintió—, pero al parecer no sabían qué hacer conmigo, de modo que los cabrones me dejaron ir.
—¡Estoy encantado, encantado!
Sharpe se dio la vuelta y miró las escaleras.
—No pensaba que mañana fuéramos a hacer una escalada.
—No vamos a hacerla —dijo Stokes—, pero nunca se sabe qué obstáculos hay que superar en el interior de una fortaleza. Es prudente llevar escaleras. —Miró detenidamente a Ahmed, que iba vestido con una de las casacas de cipayo que se le habían proporcionado a Syud Sevajee. El chico llevaba la casaca roja con orgullo, aun cuando era una prenda pobre, gastada y manchada de sangre—. ¡Vaya! —Stokes admiró al chico—. ¡Pero si pareces un verdadero soldado! ¿No es verdad? —Ahmed se puso en posición de firmes, se echó el mosquete al hombro y realizó una elegante media vuelta. El comandante Stokes aplaudió—. Bien hecho, muchacho. Me temo que se ha perdido usted todo el alboroto, Sharpe.
—¿Alboroto?
—Su capitán Torrance murió. Según parece se pegó un tiro. Una manera terrible de irse de este mundo. Lo siento por su padre. Es un clérigo, ¿lo sabía? Pobre hombre, pobre hombre. ¿Le apetece un poco de té, Sharpe? ¿O necesita dormir?
—Un poco de té me gustaría, señor.
—Iremos a mi tienda —dijo Stokes, y marchó delante—. Por cierto, aún tengo su mochila. Puede llevársela.
—Preferiría que me la guardara un día más —dijo Sharpe—. Mañana voy a estar ocupado.
—¿Ocupado? —le preguntó Stokes.
—Voy a ir con las tropas de Kenny, señor.
—¡Por Dios! —exclamó Stokes. Se detuvo y frunció el ceño—. No tengo ninguna duda de que atravesaremos las brechas, Richard, porque son unas buenas brechas. Un poco empinadas, tal vez, pero las atravesaremos, aunque sólo Dios sabe lo que nos aguarda al otro lado. Y me temo que el Fuerte Interior pueda ser un obstáculo mucho mayor de lo que cualquiera de nosotros ha previsto. —Movió la cabeza de un lado a otro—. No me siento muy aplomado, Sharpe, la verdad es que no.
Sharpe no tenía ni idea de lo que significaba aplomado, aunque no dudaba que el hecho de que Stokes no se sintiera así era un mal augurio para el ataque.
—Tengo que entrar en el fuerte, señor, tengo que hacerlo. Pero me preguntaba si podría cuidar de Ahmed. —Agarró al chico por el hombro y lo empujó hacia delante—. El granuja se empeñará en venir conmigo —dijo Sharpe—, pero si usted no deja que se meta en líos tal vez sobreviva un día más.
—Puede ser mi ayudante —dijo Stokes alegremente—. Pero, Richard, ¿no puedo convencerlo para que usted también acepte el mismo empleo? ¿Tiene órdenes de acompañar a Kenny?
—No he recibido órdenes, señor, pero tengo que ir. Es un asunto personal.
—Será algo muy sangriento —le advirtió Stokes. Caminó hacia su tienda y gritó para llamar a su criado.
Sharpe empujó a Ahmed hacia la tienda de Stokes.
—Tú te quedas aquí, Ahmed, ¿me oyes? ¡Tú te quedas aquí!
—Yo vengo con usted —insistió Ahmed.
—Tú te quedas, maldita sea —replicó Sharpe. Le retorció la casaca roja a Ahmed—. Ahora eres un soldado. Eso significa que recibes órdenes, ¿comprendes? Tú obedeces. Y yo te ordeno que te quedes aquí.
El niño puso mala cara pero pareció aceptar las órdenes, y Stokes le mostró un sitio donde podía dormir. Después los dos hombres hablaron o, mejor dicho, Sharpe escuchó mientras Stokes hablaba con gran entusiasmo de un excelente cuarzo que había descubierto en unas rocas que el fuego de respuesta de las baterías enemigas había roto. Al final el comandante empezó a bostezar. Sharpe se terminó el té, le deseó buenas noches y, tras cerciorarse de que Ahmed no le veía marchar, se escabulló adentrándose en la noche.
No podía dormir. Lamentó que Clare se hubiera ido con Eli Lockhart, aunque se alegraba por el soldado de caballería de que lo hubiera hecho, pero su ausencia hizo que Sharpe se sintiera solo. Fue andando hasta el borde del precipicio y se quedó mirando por encima del gran abismo hacia la fortaleza. Se veían unas cuantas luces en Gawilghur y más o menos cada veinte minutos el istmo rocoso quedaba iluminado por la monstruosa llamarada del cañón de dieciocho libras. Las balas repiqueteaban contra la piedra, luego reinaba el silencio, roto únicamente por unos distantes cantos, el chirriar de los insectos y el suave susurro del viento contra los precipicios. Una de las veces que disparó el gran cañón, Sharpe vio claramente los tres agujeros irregulares en los dos muros. ¿Y por qué estaba tan decidido a meterse en aquellas trampas mortales?, se preguntó. ¿Era por venganza? ¿Sólo para encontrar a Hakeswill y a Dodd? Podía esperar a que los atacantes realizaran su trabajo y luego entrar tranquilamente en el fuerte sin encontrar resistencia, pero sabía que no iba a elegir el camino fácil. Iría con los hombres de Kenny y se abriría camino a la fuerza hasta el interior de Gawilghur por ninguna otra razón que no fuera el orgullo. Estaba fracasando como oficial. El 74.º lo había rechazado y los Rifles aún no lo conocían, de manera que, si quería tener alguna posibilidad de éxito, Sharpe debía volver a Inglaterra con cierta reputación.
Por lo tanto al día siguiente tendría que combatir. O si no tendría que vender su oficialía y abandonar el ejército. Había pensado en ello, pero quería seguir llevando el uniforme. Le gustaba el ejército, sospechaba incluso que era bueno en ese marcial asunto de luchar contra los enemigos del rey. De modo que al día siguiente volvería a hacerlo, y así demostraría que era merecedor del fajín rojo y la espada.
Así pues, por la mañana, cuando los tambores redoblaran y los cañones enemigos atacaran con un estrépito aún mayor, Sharpe se dirigiría a Gawilghur.