XXXVI
Joy y Nigel Lambert eran la esposa de un artista y un artista que habían arrendado una casita en Gillifaenog.
El artista había exhibido una vez sus obras en Londres, con éxito, y pronto se lo vio, con la caja de pinturas y el caballete, bosquejando los efectos de la nube y el sol sobre la colina. Su corona de rizos rubios debía de haber sido en otro tiempo «angelical», y ya empezaba a engordar.
Los Lambert compartían una conspiración de ginebra, pero no un lecho. Habían trajinado por el Mediterráneo durante cinco años, y habían vuelto a Inglaterra con la convicción de que estallaría la guerra. Ambos vivían aterrorizados por la posibilidad de que los consideraran representantes de la clase media.
Empujados por su afición a los campesinos —los «Rústicos», como ellos los llamaban— bebían tres noches por semana en el Shepherd’s Rest, donde Nigel impresionaba a los nativos con sus historias de la Guerra Civil española. En las noches lluviosas, entraba en el bar luciendo una gruesa capa de lana con una mancha marrón en la pechera. Ésa, decía, era la sangre de un soldado republicano que había muerto en sus brazos. Pero a Joy la aburrían sus relatos, puesto que los había oído todos anteriormente.
—¿De veras, patito? —lo interrumpía—. ¡Cielos! ¡Debió de ser espeluznante!
Mientras decoraba la casa, Joy estaba demasiado atareada para prestar mucha atención a sus vecinos. Si se percataba de la existencia de los gemelos Jones, éstos eran «dos chicos que viven con su madre».
Ella también había sido famosa por su buen gusto y por su habilidad para «apañarse» con un presupuesto mínimo. Agregaba un toque de azul al encalado de una pared, y una pizca de ocre al de otra. En lugar de una mesa para las comidas, usaba un viejo caballete de empapelador. Las cortinas estaban confeccionadas con guata, el sofá estaba cubierto con mantas para caballos, y los cojines lo estaban con tartán. Aborrecía por principio los objetos «divertidos». Tenía una sola obra de arte, un grabado de Picasso, y desterraba los cuadros de Nigel al granero que hacía las veces de estudio.
Un día, paseando la mirada por la habitación dijo:
—Lo que necesita este cuarto es… una… buena… silla.
Y debió de echar el ojo a más de centenares de sillas rurales con asiento de enea antes de encontrar en La Roca el modelo exclusivo bellamente destartalado.
Nigel había estado bosquejando allí durante todo el día, y ella fue a buscarlo. Apenas había traspuesto el umbral cuando susurró:
—¡Dios! ¡Ahí está mi silla! ¡Pregúntale a la vieja cuánto quiere por ella!
En otra ocasión, al visitar La Visión para comprar un poco de la mantequilla casera de Mary, descubrió un viejo pote que había servido para envasar carne de verraco y que asomaba del vertedero de basura.
—¡Caramba! ¡Qué tiesto! —exclamó, mientras acariciaba el barniz gris cuarteado.
—Si le sirve puede llevárselo —dijo Lewis, dubitativamente.
—Lo necesito para las flores. —Joy sonrió—. ¡Flores silvestres! Odio las flores de jardín —agregó, mientras abarcaba con un ademán desdeñoso los pensamientos y los alhelíes amarillos de Benjamin.
Un mes más tarde, Lewis se cruzó en el camino con ella, que llevaba una digital en cada mano. Una estaba anormalmente pálida.
—Necesito su consejo, señor Jones. ¿Cuál elegiría usted?
—Muchísimas gracias —contestó Lewis, totalmente perplejo.
—¡No! Le pregunto cuál le gusta más.
—Ésa.
—Correctísimo —asintió ella, y arrojó la flor más oscura por encima del seto—. La otra era horrible.
Lo invitó a su casa, y él fue, y le sorprendió encontrarla vestida con pantalones marineros de color rosa y un pañuelo de cabeza rojo, talando un tilo y arrastrando las ramas hasta una fogata.
—¿No aborreces francamente los lilos? —preguntó ella, mientras el humo se enroscaba alrededor de sus piernas.
—La verdad es que no he pensado mucho en eso.
—Yo sí. El olor me deja descompuesta como un perro durante toda la semana.
Más tarde, cuando Nigel entró a buscar su jarra de té, ella dijo:
—¿Sabes una cosa? Me he encaprichado con Lewis Jones.
—¿Oh? —comentó él—. ¿Cuál de los dos es ése?
—¡Vamos, cariño! ¡Qué poco observador eres!
Volvió a encontrarse con Lewis el día del arreo de ovejas, en el bar del Shepherd’s Rest.
Desde las siete de la mañana, los granjeros a caballo habían estado despejando la colina, y ahora la marejada blanca vibrante de balidos estaba sana y salva en el corral de Evan Bevan, esperando que la clasificaran después del almuerzo.
El día era caluroso, los cerros estaban envueltos en bruma, y los espinos parecían pequeños manojos de vellón.
Nigel, de humor exuberante, insistía en convidar a todos. Lewis se hallaba apoyado sobre los codos, de espaldas al antepecho. Las cortinas de red se inflaban alrededor de sus hombros. Su pelo estaba negro y reluciente, peinado con la raya en medio, con una o dos vetas grises. Parpadeaba a través de sus gafas con montura de acero, y sonreía esporádicamente mientras procuraba seguir el hilo de la narración de Nigel.
Joy levantó la vista de su ginebra. Le gustaban sus fuertes dientes blancos. Le gustaba la forma en que el cinturón comprimía hacia arriba los pantalones de pana. Le gustaba su manaza cerrada sobre las depresiones de la jarra. Lo sorprendió cuando miraba la mancha de carmín de labios estampada sobre el borde de su vaso.
«¡De acuerdo, mojigato!», pensó. Aplastó un cigarrillo y sacó dos conclusiones: a) que Lewis Jones era virgen; b) que ésa iba a ser una operación larga.
Al promediar la época de esquila, Nigel se presentó en La Visión y preguntó si podía dibujar algunos bosquejos de los hombres en plena tarea.
—No seré yo quien se lo impida —respondió Benjamin, afablemente.
El cobertizo de la esquila era fresco y oscuro. Las moscas revoloteaban alrededor de los rayos de sol polvorientos que se filtraban por las rendijas del techo. El artista pasó toda la tarde acuclillado contra un fardo de heno, con la carpeta de apuntes sobre las rodillas. A la hora del crepúsculo, cuando salió a relucir el barril de sidra, siguió a Benjamin hasta el gallinero y dijo que tenía que hablar con él.
Quería confeccionar una serie de doce aguafuertes para ilustrar El anuario del criador de ovejas. Estaba seguro de que un poeta amigo suyo que vivía en Londres escribiría un soneto para cada mes. ¿Él, el señor Jones, consentiría en posar como modelo?
Benjamin frunció el ceño. Desconfiaba instintivamente de cualquiera «de fuera». Sabía lo que era un soneto, pero no tanto lo que era un aguafuerte.
Meneó la cabeza.
—Justamente ahora estamos atareados. No creo que pueda disponer de tiempo.
—¡No se necesitaría tiempo! —Nigel lo interrumpió en seco—. Usted continuaría trabajando y yo lo seguiría y haría los dibujos.
—Bueno. —Benjamin se frotó el mentón aprensivamente—. Entonces no hay ningún problema, ¿verdad?
Durante el verano y el otoño de 1938, Nigel dibujó a Benjamin Jones: con sus perros, con su cayado, con su cuchillo para castrar, en la colina, en el valle, o con una oveja echada sobre el hombro como si se tratara de una antigua estatua griega.
En los días húmedos, usaba su capa española y llevaba un botellín de coñac en el bolsillo. Siempre alardeaba un poco cuando bebía, y era un alivio tener por auditorio a alguien que no sabía nada de España y que no podía verificar los detalles de sus relatos.
Y en los relatos había elementos que le recordaban a Benjamin las semanas que había pasado en el Pabellón de Castigo: cosas que le hacían hacer los guardias; cosas sucias, vergonzosas; cosas que nunca le había contado a Lewis, y de las que ahora podía desahogarse.
—Sí, eso lo hacen a menudo —decía Nigel, mirándolo de arriba abajo, y fijando luego la vista en el suelo.
Los dos Lambert exasperaban a Mary. Sabía que eran peligrosos y procuraba advertir a sus hijos que esos forasteros sólo jugaban con ellos. Despreciaba a Nigel por aderezar su voz afectada con la jerga de la clase trabajadora. A Benjamin le decía: «Es muy empalagoso», y a Lewis: «No entiendo por qué te gusta esa mujer. ¡Tan maquillada! ¡Parece un loro!».
Casi todas las semanas, la señora Lambert contrataba a Lewis para que la llevara a cabalgar. Y una tarde brumosa, mientras ellos se hallaban en la colina, Nigel apareció en La Visión con la noticia de que al día siguiente viajaría a Londres.
—¿Cuánto tiempo se quedará allá? —preguntó Benjamin.
—No lo sé —respondió el artista—. Todo depende de Joy. Pero supongo que estaremos de regreso para el parto.
—¡Mejor así! —gruñó Benjamin, y siguió haciendo girar la manivela de la trituradora de remolachas.
Esa tarde, a las dos, Joy había engullido un tentempié rápido, había bebido tres tazas de café negro y fuerte, y se paseaba de un lado a otro frente a su casita, esperando a Lewis Jones.
—¡Se ha retrasado! ¡Ojalá reviente, maldito sea! —Azotó un cardo seco con su fusta.
El valle estaba oculto por la niebla. Las telas de araña, que vibraban blanqueadas por el rocío, se estiraban sobre la hierba seca, y lo único que ella alcanzaba a vislumbrar, a lo largo del seto, era el repliegue de las siluetas grises de los robles. Nigel estaba en su estudio, escuchando a Berlioz en el gramófono.
—¡Odio a Berlioz! —exclamó Joy en voz alta cuando terminó el disco—. ¡Berlioz, cariño, es un latoso!
Examinó su reflejo en la ventana de la cocina: un par de piernas largas y bien delineadas, enfundadas en pantalones de montar marrones. Flexionó las rodillas para que éstos calzaran mejor en la entrepierna. Desabrochó el botón de su chaqueta de amazona de color bermejo. Debajo usaba un jersey gris claro. Se sentía cómoda y vigorosa con esas ropas. Su rostro estaba encuadrado por un pañuelo de cabeza blanco y, sujeto a éste por un alfiler, llevaba un sombrero para hombre de ala ancha y copa baja.
Alisó el carmín de sus labios con el dedo meñique.
—¡Dios! ¡Soy demasiado vieja para este tipo de aventuras! —murmuró, y oyó el galope de las jacas sobre la hierba—. ¡Llegas tarde! —dijo, sonriendo.
—Lo siento, señora —contestó Lewis, sonriendo también, tímidamente, desde abajo del ala de su sombrero—. Tuve un pequeño altercado con mi hermano. No le gustó la idea. Dice que podríamos extraviarnos en la niebla.
—Bueno, ¿supongo que no tendrás miedo de extraviarte?
—¡No, señora!
—¡Estupendo! Además, en las cumbres habrá sol. ¡Espera y verás!
Él le entregó las riendas de la jaca torda. Joy afirmó la pierna y montó en la silla. Ella se colocó delante y él la siguió. Trotaron por el sendero que llevaba a Upper Brechfa.
Los espinos formaban un túnel sobre sus cabezas; las ramas arañaban el sombrero de ella y la salpicaban con gotas de cristal.
—Espero que los alfileres resistan —dijo Joy y azuzó a su jaca con los talones para lanzarla a un trote largo.
Pasaron por el Shepherd’s Rest y se detuvieron ante el portalón del otro lado del cual estaban las montañas. Ella descorrió el pasador con la fusta. Cuando volvió a correrlo detrás de él, Lewis dijo:
—Muchas gracias.
El sendero estaba cubierto de barro y las aulagas les rozaban las botas. Joy se inclinó hacia adelante, frotándose contra el borrén de la silla. El aire húmedo de la montaña le llenaba los pulmones. Vieron un buitre. Delante de ellos ya estaba aclarando.
Al llegar a un bosquecillo de alerces, ella exclamó:
—¡Mira! ¿Qué te dije? ¡El sol! —La cabellera rubia de los alerces refulgía contra un cielo azul lechoso.
Entonces trotaron en dirección a la luz del sol con las nubes esparcidas a sus pies, y avanzaron y avanzaron, recorriendo aparentemente muchas millas, hasta que ella frenó la jaca en el borde de un barranco. En un hueco, abrigados del viento, crecían tres pinos escoceses.
Joy desmontó y caminó hacia los pinos, pateando una piña sobre el césped.
—Adoro los pinos escoceses —afirmó Joy—. Y cuando sea muy muy vieja me pareceré a uno de ellos. ¿Entiendes a qué me refiero?
Él respiraba junto a ella, acalorado bajo su impermeable. Joy clavó las uñas en la corteza, y un fragmento de ésta se descamó adherido a su mano. Una tijereta voló en busca de refugio. Ella juzgó que había llegado el momento, y trasladó sus dedos laqueados del tronco del árbol al rostro de él.
Estaba oscuro cuando Joy entró por la puerta de la casita, y Nigel dormitaba junto al fuego. Golpeó la mesa con la fusta. Tenía manchas de musgo en los pantalones de montar.
—Has perdido la apuesta, patito. Me debes una botella de Gordon’s.
—¿Te lo merendaste?
—¡Bajo un antiguo pino! ¡Muy romántico! ¡Un poco húmedo!
Desde el momento en que Lewis cruzó el umbral, Mary supo qué era, exactamente, lo que había sucedido.
Caminaba de una manera distinta. Sus ojos recorrían la habitación como los de un extraño. La miró como si ella también fuera una extraña. Con manos temblorosas, Mary sirvió un pastel de menudillos de ave. La cuchara de plata irradiaba destellos. Se elevó una voluta de vapor. Él seguía mirando fijamente como si nunca hubiera participado de una cena en su vida.
Mary jugueteaba con el contenido de su plato, pero no se decidía a ingerirlo. Esperaba que Benjamin estallara. Benjamin simuló no captar nada. Cortó una rebanada de pan y empezó a embeberla en los jugos del plato. Entonces preguntó con voz desapacible:
—¿Qué tienes en la mejilla?
—Nada —balbuceó Lewis, mientras buscaba a tientas una servilleta para borrar el lápiz de labios, pero Benjamin ya había contorneado la mesa y había acercado su cara.
Lewis se dejó llevar por el pánico. Su puño derecho se estrelló contra los dientes de su hermano, y salió corriendo de la casa.