A consecuencia de las funciones de venta de bonos, alguien que me había escuchado en directo me sugirió hacer un programa de radio, que llamé Books are Bullets. Una vez a la semana entrevistaría a alguien que hubiera escrito un libro sobre la guerra (un corresponsal, un general o alguien que tuviera algo que hacer con el ejército). Tuvimos a gente como Quentin Reynolds y John Gunther, a un par de generales y a Darryl Zanuck cuando regresó de su expedición en Túnez. Allí conocí a Nan Taylor, que estaba trabajando en el programa. Ella me presentó a su marido, Frank, quien más tarde llegó a trabajar para Random House.
Una vez más una cosa llevó a otra, y un día recibí una llamada telefónica de Colston Leigh, un agente del circuito de conferencias. Me dijo que me había escuchado en un par de programas de radio y me preguntó si alguna vez había pensado en dar conferencias; le respondí que no, y me dijo:
—Creo que lo harías de maravilla, y se puede ganar un buen montón de dinero.
Aquello me interesaba. Me deleita la mera idea de hablar, incluso a cambio de nada, ¡y cobrar por ello hace que todo sea aún mejor!
—Sin duda me encantaría probarlo —admití.
Así que bajo la gestión de Colston Leigh hice un par de conferencias de prueba. Creo que la primera fue en algún club en Pelham, Nueva York. Desde entonces he hecho cientos y por todo el país. He sacado el tiempo para hacerlo porque nunca he preparado una conferencia, en mi vida, y jamás he llevado una sola nota. Tengo una idea de lo que voy a decir, y a partir de ahí me pongo en pie y hablo.
Aprendí mucho sobre dar conferencias de un señor muy, muy importante. Cuando estaba en Columbia los alumnos decidían a quién invitar a dar charlas, y siendo la Escuela de Periodismo de Columbia venían algunas personas muy prominentes. Nuestra atracción estrella era además uno de mis grandes héroes: Will Rogers. Yo era el presidente del comité de conferencias de ese año, y me fui al centro a recoger al Sr. Rogers, llevándole con estilo… en el metro. En aquellos días no podíamos darnos lujos. Él estaba muy contento, y nunca se me ocurrió pedir un taxi.
Will Rogers atrajo a una multitud sin igual en los anales de Columbia. En aquellos días su columna aparecía en casi todas las ciudades de los Estados Unidos. Dos cosas me impresionaron profundamente de él. Una, que no llevaba notas. Dos, que no sermoneaba a su público, solo nos hablaba. Cuando volvíamos de nuevo en metro al centro de la ciudad, de vuelta a su hotel, le dije:
—¡No utilizas notas!
—Por supuesto que no —contestó—. Cuando un hombre sube a un estrado para hablar, si no puede pasar sin notas o sin leer un discurso, no es un profesional sino un aficionado. A las personas les gusta que uno hable con ellos, no que les lean una conferencia.
¡Un consejo maravilloso! Nunca lo he olvidado.
Más tarde, por suerte para mí, firmé con la agencia de Lee Keedick. Lee Keedick ya había muerto, pero su hijo Bob estaba al cargo de la agencia. Además allí había una señora, Elizabeth Schenck, que se convirtió en una persona muy importante en mi vida. Ella se hizo cargo de todas las gestiones que tuvieran que ver con mis conferencias de un modo absolutamente maravilloso. Me convertí en un conferenciante de alto rango y cobré cifras nada desdeñables, a pesar de que cuando empecé no fue así ni mucho menos, porque uno tiene que empezar desde abajo, como en el teatro. Entonces le traje a Keedick un montón de clientes. Uno de ellos fue Kitty Hart, quien con el tiempo se convirtió en alguien con mucho éxito. Ya tenían a John Mason Brown y a Norman Cousins. De hecho, supongo que fue Norman quien me dijo: «¿Por qué no vas a ver a mi agente, Lee Keedick?». En ese momento John Mason Brown era el principal conferenciante en los Estados Unidos, y él, Cousins y yo hacíamos un buen trío.
El circuito de conferencias es un negocio peculiar. Como comisión habitual un agente recibe una tercera parte y no un 10 por ciento, como el teatro o la literatura. Los agentes sacan el 33,3 por ciento, y además uno tiene que pagar sus propios gastos. Es una buena tajada, pero dan un buen servicio. No solo te contratan, sino que cuando sales te dan un dossier de cada lugar que visitas, a qué hora tienes que tomar el avión, todos los billetes y reservas de hotel.
Cuando se va de gira es esencial tenerlo todo planificado de antemano. Por ejemplo, una vez, en un período de cinco días, di ocho conferencias en ocho ciudades diferentes. Ahora bien, eso requirió una gran preparación. Estas cosas tienen que reservarse con seis o siete meses de antelación, ya que la mayoría de los foros universitarios, o donde sea, deben planificar sus programas con meses de anticipación e imprimir folletos y vender tickets de temporada basados en los personajes que invitan. Como yo mismo pago mis gastos, me siento perfectamente libre de tomar la mejor suite de un hotel y vivir como un señor.
Dar conferencias se convirtió en una parte importante de mi vida y un modo alternativo de ganar dinero. Gracias a ello he visitado poblaciones a las que ningún otro editor de libros había ido antes, ningún editor de una gran empresa, quiero decir. Siempre visito las librerías y charlo con los libreros y veo dónde tienen la Modern Library. Les regaño:
—¿Qué es eso de poner la Modern Library en la trasera de la tienda?
Si me responden que no han tenido tiempo de moverla de sitio, les ayudo a hacerlo. Y cuando no están mirando, saco algunos de nuestros nuevos libros de donde están y los coloco al frente de la mesa de novedades. En cuanto a mis propios libros, me gusta firmar cualquier cosa que tengan en stock. De hecho, corre por ahí el chiste de que si alguna vez salgo de la ciudad dejando un libro de Bennett Cerf sin firmar, ¡ese tiene que ser un volumen verdaderamente valioso!
Por otra parte, cuando hablo y cuento anécdotas, muchas de ellas son de autores que conozco, autores de Random House, y así logro mencionar una gran cantidad de libros de Random House en el curso de una conferencia. De este modo los estoy vendiendo también, y luego me reúno con los jefes de los departamentos universitarios de literatura y les pregunto si saben de algún genio en ciernes que estudie en esa facultad, pues nunca se sabe. Me siento como si estuviera sembrando semillas. Por supuesto, cada vez que salgo nuestros editores ponen el grito en el cielo porque reciben una avalancha de basura de personas que me han oído decir que nos gustan los escritores jóvenes. Con frecuencia sus cartas suelen incluir afirmaciones de todo tipo («Bueno, soy un escritor joven y he escrito la obra de un genio»), y luego son basura. Pero nunca se sabe: Lo que el viento se llevó apareció gracias a eso.