Capítulo 1

1807

Cuando el carruaje de alquiler se detuvo frente a la alta casa de la calle Curzon, Romara Shaldon observó con alivio que aún había luces en las ventanas.

Debido a lo avanzado de la hora, había temido que todos se hubieran ido a la cama y que no hubiese quien respondiera a su llamada.

La diligencia que la llevara desde el campo hacia Londres había sufrido una serie de fastidiosos trastornos, que retrasaron su marcha.

Romara había tenido también dificultades para conseguir un carruaje de alquiler en la posada El Cisne de Dos Cabezas, en Islington.

Los conductores de los pocos vehículos de alquiler que aún quedaban, no estaban interesados en transportar a una mujer sola, obviamente pobre y que sólo viajaba con un pequeño baúl.

Al fin, después de una interminable espera, había conseguido que la llevaran a la calle Curzon, donde se encontraba la casa de su hermana.

Se había sentido inquieta y profundamente preocupada desde que recibiera la carta de Caryl, en la que ésta le suplicaba que fuera a verla inmediatamente.

No era usual que Caryl le escribiera en aquel tono histérico. Incluso la letra reflejaba la angustia que sentía al escribir y, aunque la carta no proporcionaba ninguna explicación, Romara, no encontrando nada que se lo impidiera, decidió acudir a su llamada.

Dos meses antes hubiera sido muy diferente.

Entonces, su padre le habría prohibido que escuchara nada que Caryl tuviera que decir, pues él había prohibido que el nombre de su hermana se volviera a mencionar en la casa.

Era precisamente la oposición, inconmovible y autoritaria de su padre, la que había precipitado a Caryl en brazos de Sir Harvey Wychbold.

A Caryl le había parecido fascinante, precisamente porque se lo prohibían, encontrarse en secreto con él. Romara, aunque no le era simpático Sir Harvey, podía comprender que su hermana se sintiera atraída hacia aquel experimentado hombre de mundo.

Caryl era, indudablemente, una chica preciosa, pero no sabía nada de la vida fuera de Huntingdonshire, donde vivían. Había conocido a pocos hombres, excepto al hijo del terrateniente local y a los pocos amigos que éste había llevado con él a su casa durante las vacaciones, época en la cual se trasladaba desde Oxford hasta el pequeño pueblo.

Romara, aunque sólo le llevaba un año a su hermana, había viajado mucho más.

Conocía Bath, adonde había acompañado a su abuela para que ésta tomara los baños a fin de curarse del reumatismo, y otro año había ido con ella a Harrogate.

Eso le hacía sentirse, en cierto modo, más madura que Caryl. Sin embargo, su hermana había sido bastante valerosa como para desafiar las órdenes de su padre y fugarse con Sir Harvey Wychbold.

El general Sir Alexander Shaldon siempre había tratado a sus hijas con la misma rigidez que si fueran reclutas a sus órdenes.

Nunca se le había ocurrido que pudieran desobedecer las órdenes que él daba con tanta frialdad y decisión. Por ello, cuando Caryl se marchó dejando tan sólo una nota de explicación a su padre, éste se sintió consternado ante su audacia y había dicho con firmeza:

—Caryl no existe ya para nosotros. No te comunicarás con ella, Romara. ¡Jamás volverá a entrar en esta casa!

—Pero, papá, a pesar de lo que haya hecho, aún es tu hija —había intentado protestar Romara.

—Sólo tengo una hija, una sola hija —replicó el general—. ¡Y eres tú!

Pero ahora su padre había muerto, como resultado de las heridas sufridas en las innumerables campañas bélicas en las que había participado.

Por ello, cuando recibió la carta de Caryl, Romara se alegró de poder responder a aquel grito de auxilio.

«¿Qué habrá sucedido?» —se preguntaba continuamente, mientras la diligencia avanzaba con lentitud debido a que, como de costumbre, iba sobrecargada, tanto de pasajeros como de equipaje.

Caryl, se decía Romara, se había casado con el hombre que amaba, y después de todos los contratiempos que había tenido que sufrir para lograrlo, parecía increíble que algo marchara mal.

«Con toda seguridad estoy innecesariamente nerviosa» —pensó, tratando de ser sensata.

Pronto sabría lo ocurrido y trataría de ayudar a su hermana, se dijo, ya más tranquila, al bajar del coche de alquiler.

El cochero había bajado del pescante y estaba golpeando el llamado de la puerta. Después volvió al carruaje para bajar el baúl de Romara.

Ella comprendía que el cochero había quedado impresionado por la casa y se mostraba atento en espera de una propina generosa.

Por fortuna llevaba suficiente dinero para dársela y, cuando un criado de librea abrió la puerta y el cochero introdujo el baúl en la casa, Romara le dio las gracias y puso una moneda en su mano.

Luego volvió para mirar al sirviente, que la contemplaba con visible sorpresa.

—Soy la señorita Shaldon.

La expresión del hombre no se alteró.

—¿Es ésta la casa de Sir Harvey Wychbold?

—Así es, señorita.

—Entonces, milady me está esperando. ¿Quiere hacerme el favor de avisarle que he llegado?

El hombre dirigió una vaga mirada hacia la escalera, como si estuviera indeciso.

En aquel momento, se escuchó un grito y Caryl apareció en el vestíbulo, sumamente agitada.

—¡Romara! ¡Romara! —exclamó—. ¡Estás aquí! ¡Oh, gracias a Dios!

Echó los brazos al cuello de su hermana y la estrechó contra sí tan desesperadamente, que Romara se alarmó.

—Estoy aquí, queridita —dijo, procurando tranquilizarla—. Siento haber llegado tan tarde, pero la diligencia avanzaba más despacio que una tortuga.

Trataba de hablar con ligereza para aliviar la tensión; pero Caryl, tomándola de la mano, le hizo atravesar el vestíbulo hasta llegar a una puerta abierta.

—Estás aquí y eso es lo que importa —dijo—. Es mejor que hayas llegado en este momento pues Harvey no se encuentra aquí.

Romara creyó advertir que la voz de su hermana temblaba al pronunciar el nombre de su esposo. Entraron en un salón pequeño y bien amueblado y Caryl cerró la puerta enseguida.

—¡Oh, Romara, temía tanto que no vinieras!

Había lágrimas en los ojos de Caryl. Romara, no obstante, prefirió no alterarse. Se quitó su capa de viaje, la colocó sobre una silla y desató las cintas de su sombrero antes de preguntar:

—¿Qué ha sucedido? Comprendí, por tu carta, que estabas en un apuro.

—¡Un terrible apuro! —exclamó Caryl y las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas.

Romara colocó su bolso de mano y su sombrero sobre la capa y, acercándose a su hermana, le rodeó los hombros con un brazo.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. Imaginaba que eras muy feliz.

—¿Cómo… cómo puedo ser feliz?

—¿Qué te parece si nos sentamos y hablamos sobre eso? —propuso Romara con suavidad—. Y si es posible, me gustaría tomar algo. No tengo hambre, pero sí mucha sed.

—¡Sí, desde luego! Aquí hay champaña. ¿Quieres un poco?

—¿Champaña?

Caryl se dirigió a una mesa sobre la cual había una botella de champaña en un cubo con hielo, junto a un plato de emparedados. Al verlos, a Romara se le abrió súbitamente el apetito, pues a pesar de haber asegurado que no tenía hambre, había pasado mucho tiempo desde su última comida.

Caryl, comprendiéndolo, le dijo:

—Los emparedados han sido puestos para Harvey, pero estoy segura de que no notará nada si tomas uno o dos.

—¿No lo notaría? —repitió Romara, desconcertada—. ¿Quieres decir que no sabe nada de mi llegada?

Caryl le dio una copa de champaña y Romara, al mirarla con atención, observó cuánto había cambiado su hermana de aspecto.

Todavía era muy bonita, no se podía negar, pero estaba mucho más delgada que cuando salió de casa y bordeaban sus ojos sombras oscuras que antes no empañaban su mirada luminosa.

Sosteniendo un emparedado en una mano y una copa de champaña en la otra, Romara se acercó al sofá y se sentó.

—Me tienes muy desconcertada, queridita —dijo con su voz suave—, así que creo que será mejor que empieces por el principio y me digas exactamente por qué te sientes tan desgraciada y por qué querías que viniera a verte.

Bebió un sorbo de champaña, tratando de cobrar fuerzas.

Lentamente, Caryl tomó asiento a su lado.

Llevaba puesta una elegante bata adornada con orlas de finísimo encaje. Pero aquella luz de sus ojos, que le confería tan especial encanto, ya no existía; su boca descendía en las comisuras y había lágrimas en sus mejillas.

—Dime qué ha sucedido —la apremió Romara.

—Voy a tener un hijo —contestó Caryl—, y no… no estoy casada.

Por un momento, Romara se quedó paralizada de sorpresa. Luego, dejando la copa de champaña sobre una mesita que había a su lado, preguntó:

—¿He oído bien, Caryl? ¿No estás casada? ¡Pero Sir Harvey te pidió mil veces que fueras su esposa!

—Sí, lo sé —dijo Caryl—, pero cuando llegamos a Londres y me hizo suya, empezó a poner pretextos y excusas, hasta que comprendí que no pensaba casarse conmigo.

—¡Nunca en mi vida he oído cosa igual! ¿Cómo ha podido comportarse de forma tan despreciable?

—No es sólo eso —dijo Caryl con voz débil—. Está disgustado porque voy a tener un niño y temo, Romara, que se está cansando de mí.

Romara extendió los brazos y atrajo a su hermana hacia sí.

—No puedo creer que eso sea verdad, querida —dijo—. ¡Tiene que casarse contigo! ¡Por supuesto que tiene que hacerlo! Hablaré con él.

—No te escuchará y me temo que se molestará muchísimo porque te he pedido que vengas. No me deja ver a ninguna de sus amistades, ni ir a ninguna parte.

—¿Quieres decir que te pasas todo el día sola aquí?

—Era muy diferente cuando acababa de huir con él —contestó Caryl—. Íbamos al Convent Garden, a los jardines Vauxhall… Todo era muy emocionante. —Un conmovedor sollozo escapó de su pecho al añadir—: Yo amaba tanto a Harvey…

—Sé que le amabas, Caryl. Por eso comprendí, aunque papá estuviera tan disgustado, por qué te escapaste con él.

Caryl se cubrió el rostro con las manos.

—¿Cómo pude hacer algo tan estúpido? ¿Por qué no os hice caso a ti y a papá?

Su voz se quebró a causa de los sollozos.

Romara, desolada, la abrazó para consolarla, preguntándose al mismo tiempo qué podía hacer.

Era demasiado tarde, pensó, para lamentaciones. Ambas debían haber comprendido que su padre, a pesar de su severo carácter, siempre era un excelente juez del carácter humano.

Sir Harvey Wychbold le había parecido antipático y despreciable desde el primer momento.

Había conocido a Caryl cuando, encontrándose de visita en una casa cercana, insistió ante su anfitrión para que se la presentara. Desde aquel momento, la había asediado con infatigable persistencia.

Le enviaba notas y flores; la visitaba todos los días, hasta que el general le arrojó de su casa. Entonces había convencido a Caryl para que se vieran en secreto.

Para una joven que se veía cortejada por primera vez, resultaba algo fascinante y aquel hombre, tan experimentado en el arte de la seducción, consiguió hacerse amar por ella sin dificultad.

Pero Romara estaba desconcertada al pensar que Sir Harvey, un caballero por nacimiento, hubiera faltado a su promesa de casarse con Caryl y la hubiera reducido a aquel deplorable estado.

Como su padre había muerto, ella tenía ahora el deber de hacer que Sir Harvey comprendiera sus responsabilidades. Sin embargo, se le estremecía el corazón al pensar en llevar a cabo tan penosa tarea.

—Deja de llorar, queridita —le dijo a Caryl—. ¿A qué hora crees que llegará Sir Harvey?

—No tengo la menor idea —contestó Caryl—. A veces no llega hasta el amanecer… y sé que está con otra mujer que le atrae más que yo.

Tras aquellas palabras se produjo otra explosión de lágrimas y Romara no pudo hacer otra cosa que estrecharla contra su corazón y desear, inútilmente, que su padre estuviera vivo.

—No sabía qué hacer —dijo Caryl cuando por fin pudo hablar en forma diferente—, excepto pedirte que me ayudaras. Quizá hubiese debido regresar a casa, pero no tengo dinero.

—¿No tienes dinero? —exclamó Romara.

—Harvey nunca me da nada y no me permite ir de compras sin él.

Romara pensó que su hermana vivía en realidad como una prisionera, a pesar de verse rodeada de lujo.

Si regresaba a casa, sería muy difícil explicar su situación a la gente del pueblo y de los alrededores. ¿Cómo podían decirle a nadie que iba a tener un niño sin haberse casado?

Algo de la personalidad de su padre, que había heredado, hizo que Romara se jurase a sí misma que obligaría a Sir Harvey a cumplir sus obligaciones; pero no tenía idea de cómo lo conseguiría.

Se preguntó, desesperada, si existía algún pariente a quien Caryl pudiera pedir ayuda, pero los abuelos paternos habían muerto y el general había sido hijo único. En cuanto a los parientes de su madre, vivían todos en Northumberland.

—¿Para cuándo esperas el niño? —le preguntó a su hermana.

—Creo que… dentro de unos dos meses.

Romara pareció sorprendida.

—No se me nota mucho —explicó Caryl—. Además Harvey me compra trajes especiales para disimular el embarazo.

Aquélla era la razón, pensó Romara, de que no hubiera notado, desde el primer momento, que la figura de Caryl había cambiado. La bata que llevaba su hermana era muy amplia y envolvía todo su cuerpo.

Ahora, al mirarla con más atención, comprendió que, una mirada experimentada o curiosa, hubiera descubierto que no era ya la jovencita esbelta y grácil que abandonó su hogar.

—Me preocupa mucho el niño —dijo Caryl con voz que era casi un suspiro—. Harvey no me permite comprar nada para él, ni siquiera un chal. Me pregunto si me dejará tenerlo aquí con nosotros, pues le disgusta la idea.

—¿Y en qué otra parte pretende tener a su hijo?

—No sé. A él no le gustan los niños.

Estaba llorando de nuevo y Romara se angustió al pensar en el lío en que se había metido su hermana.

—Deja de llorar, Caryl, querida —le suplicó.

—Yo amaba a Harvey… y ahora que él ya no me quiere, no sé qué hacer —repuso Caryl, sollozando.

Era difícil comprender cómo alguien podía amar a un monstruo como aquél, pensó Romara, pero fue lo bastante prudente para no expresar sus pensamientos en voz alta.

Tomando su pañuelo, enjugó las lágrimas de Caryl. Después le hizo beber un poco de champaña.

—¡Detesto el champaña! —dijo Caryl con amargura—. Cuando me escapé con Harvey, lo bebía a todas horas porque él insistía en que lo hiciera, pero ahora me produce náuseas.

—Entonces, ¿quieres que pida café para ti? ¿O prefieres un poco de leche caliente?

—¡No, no! —exclamó Caryl rápidamente—. A los sirvientes les parecería extraño. No quiero que ellos sospechen mi estado.

—Pero, seguramente, ya lo saben.

—Sólo mi doncella. Es una buena mujer y creo que me guarda lealtad.

Romara movió la cabeza, dubitativa. No confiaba en que la doncella de Caryl fuera capaz de mantener en secreto tan importante noticia.

Pero se dio cuenta de que Caryl tenía miedo de todo y de todos. Aquélla no era la ocasión de tratar de convertirla en una mujer resuelta.

Todo el problema estribaba en que Caryl era muy manejable y no parecía tener mucha voluntad propia.

No era ella, desde luego, quien había tomado la decisión de fugarse; pero no había tenido la suficiente fuerza de voluntad para resistir los requerimientos de Sir Harvey.

«¿Qué haré? ¿Qué puedo hacer para solucionar esta situación?», se preguntaba Romara, angustiada.

Conocía poco a Sir Harvey, pues desde que el general le prohibiera entrar en su casa, Caryl había ido sola a sus citas secretas con él.

Le recordaba como un hombre apuesto, aunque de piel demasiado rojiza. Se vestía con elegancia rebuscada y tenía una forma atrevida de mirar, lo cual hacía que Romara se sintiera turbada ante él.

Su padre no se había dignado dar muchas explicaciones sobre las razones que tenía para detestar a Sir Harvey, ni para oponerse con tanta firmeza a que cortejara a su hija menor.

Sin embargo, cuando el general leyó la carta que Caryl dejara, había exclamado en un tono de profundo desprecio: «¡Ese libertino! ¡Ese sátiro despreciable!».

El general, sin duda, debía saber algo muy reprobable acerca de Sir Harvey para adoptar semejante actitud. Romara comprendía ahora que había tenido razón al oponerse a aquellos amores.

A Caryl se la veía agotada de tanto llorar, por lo que Romara tomó la iniciativa y se puso de pie, diciendo:

—Se está haciendo muy tarde, querida, y como ignoras a qué hora vendrá Sir Harvey, sugiero que nos vayamos a la cama y le demos la noticia de mi llegada por la mañana.

—Te advierto, Romara, que se pondrá furioso.

—No tengo miedo —dijo Romara con firmeza, tratando de convencerse a sí misma.

En aquel momento, se escucharon voces en el vestíbulo y Caryl lanzó una exclamación de terror.

—¡Es Harvey! —murmuró—. ¡Ha vuelto!

—Bueno, eso hace las cosas más fáciles —dijo Romara tranquilamente—. Puedo verle ahora y decirle por qué he venido.

Pero sintió un leve estremecimiento en su interior, si no de miedo, de inquietud ante la entrevista que iba a tener lugar y que sin duda sería muy desagradable.

La puerta que daba al saloncito se abrió violentamente y Sir Harvey apareció en el umbral, resplandeciente con su traje de etiqueta y congestionado por una inconfundible expresión de furia.

Permaneció inmóvil un momento, en actitud teatral, mirando a las dos mujeres que se encontraban una al lado de la otra.

Caryl lanzó un gemido casi infantil y después dijo con voz temblorosa:

—¡Has… has vuelto, Havey!

—¡Eso es evidente! —dijo él con brusquedad.

Enseguida, con los ojos fijos en Romara, preguntó:

—¿Qué demonios hace usted aquí?

—He venido a ver a mi hermana —contestó Romara con voz serena—, lo cual no debe sorprenderle, dadas las circunstancias.

—¿Qué circunstancias? —preguntó Sir Harvey. La torpeza con que pronunció la última palabra indicaba a las claras que había estado bebiendo.

No se encontraba borracho, pero no cabía duda de que el vino era responsable, no sólo de la inflamación de su rostro, sino también de la creciente cólera que le dominaba.

Avanzó hacia las dos jóvenes y, al llegar junto a Caryl, le dijo:

—Te he dicho, no una, sino docenas de veces, que no debes hablar con nadie sin mi permiso y menos acerca del lamentable estado en que te encuentras.

—Oh, Harvey, no es culpa mía.

—Entonces, ¿de quién es la culpa? —preguntó él—. ¿Aprenderás a mantener alguna vez la boca cerrada, grandísima estúpida?

Diciendo esto, abofeteó a Caryl con tanta fuerza, que la tiró sobre el sofá del que acababa de levantarse.

—¿Cómo se atreve? —gritó Romara—. ¿Cómo se atreve a golpear así a mi hermana?

La atención de Sir Harvey se concentró ahora en ella.

—Yo hago lo que me da la gana —replicó—. ¿Quién me lo va a impedir?

—¡Yo! —exclamó Romara—. ¡Y haré que se case con Caryl como prometió!

—¿Y cómo va a lograrlo? —preguntó Sir Harvey con voz amenazadora.

A menos que se case con ella, haré que todos sus amigos y todas las personas respetables de Londres conozcan su conducta. Y si es preciso, acudiré a la misma Reina a denunciarle.

Romara hablaba airadamente, pero con toda claridad. Sus ojos relampagueaban de furia y su rostro estaba muy pálido, pero se mantenía erguida con orgullo.

—¿Cree, so idiota, que puede interferir en mi vida? Si dice una sola palabra en contra mía en público, la mataré por ello. No tenga la menor duda: ¡la mataré!

Al decir esto cerró el puño, echó el brazo hacia atrás y lo estrelló en el rostro de Romara.

La joven se tambaleó y cayó de rodillas, mientras Caryl lanzaba conmovedores gritos, que sólo consiguieron enfurecer aún más a Sir Harvey. Levantando a Romara del suelo, la golpeó de nuevo y luego, tomándola por un brazo, la arrastró a través de la habitación.

Al llegar a la puerta, vio el sombrero, la capa y el bolso de la joven y los cogió con la otra mano.

Romara, nublada la vista y tambaleándose, tuvo que dejarse llevar, pues no era posible liberarse de la férrea presión de la mano de Sir Harvey.

El lacayo, que estaba de guardia en la puerta, miró a su amo, horrorizado.

—¡Abre esa puerta, Thomas!

El criado se apresuró a obedecer y Sir Harvey arrojó a Romara a la calle con todas sus fuerzas. Ella rodó por los escalones, quedando inmóvil sobre el pavimento.

Sir Harvey le arrojó sus cosas y el bolso, al caer, golpeó la cabeza de la joven. Entonces él la miró, satisfecho, desde la puerta.

—¡Eso le enseñará una lección que no olvidará fácilmente! —gritó.

Cerró la puerta con un violento empujón y el lacayo le echó después la llave.

Romara llevaba varios minutos inconsciente cuando, por la escalinata de la casa contigua, descendieron varios caballeros elegantemente vestidos. Bajaban con gran cuidado y evidente esfuerzo, tambaleándose visiblemente.

—¿Dó… onde empezaremos… a buscar? —preguntó uno de ellos.

—¿Dón… dee su… ugieres? —contestó otro.

Era obvio que les costaba trabajo hablar con claridad.

—Dee… beemos darnos pri… isa. Aarrui… naría… la di… versión que Trent… ca… ambiara de opinión.

—¡Ha ju… rado que… e lo haría! ¡Y Trent e… es hombre de p… alabra! ¡Os digo… que e… es hombre de… ppa… labra!

—Buueno… vamos, en… tonces… ¿qué… e esperamos?

El hombre que había pronunciado las últimas palabras se disponía a avanzar por la calle Curzon cuando vio a Romara tendida en el pavimento, frente a él.

—¿Qué tenemos aquí…? —preguntó.

—Paareece… una mujer —dijo otro.

—¡Claaro que es una… mujer, tonto! Pero ¿qué hace… aquí tirada?

—Taal vez… esté borracha —sugirió uno de los beodos, soltando una risotada estúpida.

—Y parece que se ha pegado con alguien. Tiene sangre… en la cara.

El que primero la había visto se inclinó sobre ella.

—¡Qué mujer tan horrible! —murmuró, lanzando enseguida una exclamación—. ¡Caramba! ¡Ees… too era lo que estábamos buscando!

—¿Qué? ¿Ésa… mujer?

—¡Miradla! ¿Habéis visto… alguna vez… a una mujer más fea… que ésta?

Brotó una exclamación de triunfo de labios de los juerguistas reunidos en torno a la muchacha.

—La mujer más… fee… aa de Londres. ¡Eso es lo que hemos en… encontrado!

—Entonces… nos la llevamos. ¡Levantadla!

No sin dificultad, pues ellos mismos apenas podían moverse, lograron levantar a Romara del pavimento.

La joven comenzó a volver en sí cuando era conducida hacia la casa de la cual habían salido aquellos hombres poco antes.

—¿Está Trent… dónde lo… dejamos? —preguntó uno de ellos.

—Creoo que sií. Vaamos a… veer.

Llevaron a Romara, dejando que sus pies arrastraran por la alfombra, a lo largo de un ancho corredor que conducía al comedor.

Sentado a un extremo de la mesa, con la cabeza apoyada en una mano mientras con la otra sostenía una copa de brandy, se encontraba un joven caballero y, junto a él, otro de expresión alelada y terriblemente embriagado, que llenaba su copa cada vez que la vaciaba.

Al llamado Trent le extrañó mucho que sus amigos, que habían dejado la mesa solo unos minutos antes, volvieran tan pronto.

—¿Qué traéis… ahí? —preguntó.

—Laa mujer que estáabaamos buscando —contestó uno de los que sostenían a Romara—. No hemos tenido que ir… muy leejoos, por suerte. ¡Dios… o tal vez…, esos ángeles de los que siempre hablas, Joshua…, nos la ha dejado… en la puerta!

—¿Áangeles…? ¿Qué… ángeles? —preguntó Joshua con voz vaga.

—¡Oh… que alguien se encargue de ponerle sobrio! —ordenó el otro caballero que sostenía a Romara.

—Temoo que está demasiado… borracho para recordar el seervicio —opinó alguien.

—Yo puee… doo… hacer cualquier seervicio —contestó Joshua, en tono ofendido—. Cuaalquier seervicio que queráis. ¡Soy clé… erigoo! ¿Quién dice que no soy… cle… clérigo?

—Estáa bien, muchacho… ya sabemos que eres clérigo —contestó el primer caballero—. Es el seervicio de bodas el que… queremos. ¿Recuerdas laas palabraas?

—¡Claaro… que las… recuerdo! ¿Quién dice que… no las recuerdo?

—¡Nadie! ¡Nadie! —se apresuraron a decir varios rápidamente—. Vamos… dile a Trent que la noo… via está aquí.

Al oír su nombre, el hombre que se encontraba sentado a la cabecera levantó la cabeza.

—¿Qué pasa? ¿De qué estáis… hablando? —preguntó.

Hablaba en un tono de voz más claro, menos afectado por el alcohol que los demás.

—Hemos encontrado lo que querías, Trent. ¡La mujer más fea de Londres! ¿Te vas a caasaar con eella…? ¿O ya te has arrepentido?

—¡Trent es uun hombre de paalabra! Eso es lo que digo yooo… y lo diigo otra vez… ¡Trent es un hombre de palabra!

¡Claro que lo decía en serio! —contestó Trent—. ¡Intento demostrarle a esa maldita mujer que no se puede jugar conmigo y me casaré antes que ella! ¡Eso es lo que he dicho… y eso es lo que haré!

—Eentonces… puedes casarte ahora. Aquí está la novia. Mírala, Trent. ¡No encontrarás mujer más fea en ninguna parte!

—¡Cuánto más fea, mejor! —contestó Trent, y su voz reflejaba una sorda furia.

—¡Ven, Joshua! —exclamó alguien—. Tienes que ponerte… de pie. Te daremos una silla para que… te apoyes.

Al decir esto, el caballero que hablaba dio vuelta a una silla de respaldo alto y otros dos hombres apoyaron a Joshua contra ella.

—¿Quieerees un libro de ooraciones? —le preguntaron.

—Me sé… de memoria… las paaalabraas —dijo Joshua, con la peculiar dignidad de los borrachos—. ¿Cóomo se llama… la noo… via?

Hubo un momento de consternación, mas el último hombre que había entrado en la habitación y que llevaba las cosas de Romara después de haberlas recogido del suelo, mostró el bolso de la joven.

Alguien lo abrió y volcó el contenido en la mesa.

Había tres soberanos de oro, varias monedas de valor inferior, un pañuelo, una llave y una carta.

Un caballero tomó la carta y la miró con ojos nublados.

—¿Queée… dice aquí? —preguntó, pero se contestó a sí mismo, diciendo—: Está… dirigida a… ¡señorita Romara Shaldon!

—¡Entonces… ése es su nombre! ¡No llevaría una carta… que no le hubiera sido… enviadaaa a… ella!

—Romara… Nunca había oído ese nombre…

—¡Eso no importa! Joshua… ¿estás oyendo? Joshua… el nombre de la novia es Romara.

—Ro… mar… a —repitió Joshua lentamente.

—Dejadlo tranquilo… lo hará bien —dijo alguien—. ¡Que Trent se p… pponga junto a la novia!

Con alguna dificultad, lograron colocarlos juntos.

Uno de los ojos de Romara estaba cerrado a consecuencia del golpe que había recibido en la cara y su ojo sano miraba sin pestañear lo que le rodeaba. La joven no acertaba a comprender.

Le escurría la sangre de la nariz hasta la barbilla y un corte que tenía en un lado de la boca también sangraba, pues el anillo de sello de Sir Harvey le había cortado la mejilla cuando el violento caballero la golpeó por segunda vez.

Se habían soltado las horquillas que sostenían su cabello, que le caía desordenadamente sobre los hombros.

Tenía realmente un aspecto grotesco, pero todo parecía indicar, a juzgar por la expresión de los hombres que la miraban, que era exactamente lo que buscaban.

Con lentitud, pero de forma sorprendentemente correcta considerando el estado en que se encontraba, Joshua inició el servicio religioso del matrimonio.

Lord Ravencar se removió en el lecho y gimió.

Su ayuda de cámara, que estaba limpiando el dormitorio, acercóse a su lado.

—¿Puedo traerle algo, milord?

—¡Sí, pronto! Café y una bolsa de agua para mi cabeza.

El sirviente se dirigió hacia el lavamanos y volvió con una bolsa de hielo, que colocó con mucha suavidad sobre la frente de su amo.

Luego sirvió una taza de café fuerte de la jarra de plata que se encontraba en una mesita, al lado de la cama.

—¿Quiere que le ayude a levantar la cabeza, milord? —preguntó.

Lord Ravenscar dijo, gimiendo de nuevo:

—Creo que podré hacerlo solo.

Se sentó sintiendo que la cabeza se le iba al hacerlo. A pesar de todo, los pocos segundos transcurridos con la bolsa de hielo en la frente habían hecho que se encontrase algo mejor. Bebió el café de un trago y se recostó otra vez, colocándose de nuevo la bolsa de hielo.

—Tengo la impresión, Hignet, de que anoche se me subieron un poco las copas —murmuró.

—Diría que algo más que un poco, si milord me lo permite.

—Debió de ser aquel maldito brandy —dijo Lord Ravencar con aire reflexivo—. Era excelente… ¡pero tomé demasiado!

—Demasiado, milord —convino Hignet.

Lord Ravencar guardó silencio y el ayuda de cámara se ocupó en arreglar las ropas de su amo, que había puesto sobre una silla, y en colocar junto a ellas un par de botas altas.

Tenían éstas el reluciente brillo que provocaba la envidia de todos los hombres elegantes de St. James.

Incluso, recordó Hignet, varios amigos de su amo habían tratado de sobornarle para que les revelara el secreto del limpiador especial de su invención con el que pulía las botas de su amo; pero Hignet era un hombre leal y estaba muy orgulloso del noble caballero al que servía.

—¡Hignet!

El ayuda de cámara acudió prontamente al lado de su señoría.

—¿Sí, milord?

—Tengo la impresión de que anoche sucedió… «algo».

—Así fue, milord.

—¿Qué fue?

—¿No tiene su señoría idea de lo que fue?

—Si la tuviera, no te preguntaría.

—No, milord.

Se hizo el silencio. Al cabo de un momento, Lord Ravenscar dijo:

—Estoy preparado para oír lo peor.

—Anoche, milord contrajo matrimonio.

Por un momento, Lord Ravenscar no movió un músculo. Después dijo con suavidad:

—Eso es lo que sospechaba que había sucedido.

Recordó entonces con claridad el momento en que se había dirigido a casa del padre de Atalie, donde ella le estaba esperando.

Había recibido el mensaje de su prometida a primera hora de la mañana y esperaba con creciente impaciencia a que dieran las cinco para acudir a la cita.

Recordó con cuánta ansiedad había subido la escalera hacia el salón del primer piso. Atalie estaba sola y se la veía más hermosa que nunca.

Atalie Bray había conquistado, del mismo modo que a todo Londres, los corazones de los caballeros que se enorgullecían de tener un gusto exigente.

Su belleza era sensacional, incluso para el elevado nivel de belleza femenina al que correspondían mujeres tan hermosas como la Duquesa de Devonshire, Lady Jersey y la Condesa de Bessborough.

A su lado, aquellas beldades aparecían como rosas casi marchitas junto a una orquídea blanca, tan exquisita, que incluso hombres como Lord Ravenscar, cínicos e indiferentes en lo que a mujeres se refería, habían sucumbido bajo su hechizo.

De hecho, Lord Ravenscar pensaba que se había enamorado por primera vez en su vida.

Aunque había tenido muchos idilios, lo cual no era de extrañar en un hombre joven, apuesto y rico como él, no había considerado hasta entonces la posibilidad de contraer matrimonio y estaba seguro de que Atalie apreciaba el honor que esto representaba.

Por su parte, ella le había hecho comprender que correspondía a su afecto, pero le pidió que esperase un poco, a fin de poder conocerse mejor.

Hechizado totalmente por su belleza, Lord Ravenscar se mostró dispuesto a hacer cualquier cosa que ella le pidiera, con tal de que, algún día, consintiera en convertirse en su esposa.

Nada hacía sospechar que ella no estuviera tan interesada en llevar su nombre, como él lo estaba en poseerla.

Atalie Bray, aparte de su asombrosa belleza, tenía muy poco a su favor. Su padre no era en modo alguno un aristócrata, aunque sí un caballero de buena familia.

Exclusivamente por su hermosura, se la aclamaba en el «gran mundo» y era aceptada por el grupo selecto que rodeaba al Príncipe de Gales en Carlton House, residencia del heredero de la corona.

Como esposa de Lord Ravenscar, todas las puertas del mundo social se abrirían para Atalie Bray y su posición en el país sería la envidia de todas las demás jóvenes casaderas y, ciertamente, de sus ambiciosas madres.

Confiado en que había logrado lo que su corazón deseaba y sin la menor duda de que su felicidad estaba asegurada para el futuro, Lord Ravenscar había pensado, al recibir el mensaje, que Atalie le llamaba a fin de comunicarle que podía anunciar el compromiso matrimonial a sus amigos y hacerlo publicar en The Gazette.

Atalie había vuelto el rostro hacia Lord Ravenscar cuando éste cruzó el salón, avanzando hacia ella.

El caballero llegaba ansioso de besarla, hasta dejarla sin aliento y de hacerle nuevamente la apasionada proposición de que se casaran lo antes posible.

¿Cómo podría seguir esperando? ¿Cómo, resistir su desesperado anhelo de que tan encantadora criatura fuera completamente suya?

Pero cuando llegó a su lado y trató de rodearla con sus brazos, Atalie había levantado una de sus manos para detenerle, diciendo:

—Espera, Trent. Tengo algo que decirte.

—¡Atalie, querida! Déjame besarte primero y hablaremos después.

Él no estaba interesado, mas, para darle gusto, esperó con una sonrisa en los labios, mientras sus ojos oscuros parecían devorar el bello rostro femenino. Pensaba que ninguna mujer podía ser más exquisita que aquélla.

Había ya pensado las joyas que le regalaría cuando fuera su esposa: brillantes que armonizaran con el resplandor de sus ojos, perlas para combinar con la transparencia de su piel, rubíes que expresaran el fuego que ardía en su interior cada vez que la tocaba y, por último, esmeraldas, porque éstas encerraban el mismo misterio de los ojos de Atalie.

—¡Dímelo! ¡Dímelo pronto! —exclamó por fin, al ver que la joven callaba.

—Me temo que esto te va a alterar un poco, Trent —había dicho ella con frialdad—, pero anoche acepté la proposición de matrimonio de Hugo Chester…

Trent Ravenscar conocía al Marqués de Chester, un jovencito agradable, pero bastante tonto, que había ingresado recientemente en el White Club.

—Quiero decir que voy a casarme con él —había añadido Atalie.

Lord Ravenscar la miró, estupefacto, pensando que no había oído bien.

Era imposible, completamente imposible, que Atalie, su Atalie, hubiera dicho tal cosa.

Ella, compadecida un poco, al parecer, había tratado de suavizar su voz:

—Lo siento, Trent. Te tengo cariño y creo que no hubiéramos llevado bastante bien; pero Hugo será duque, con el tiempo, y yo quiero ser duquesa.

Lord Ravenscar había pensado entonces en lo fácil que hubiera sido matarla, pero después, sin decir una sola palabra, giró sobre sus talones, atravesó la estancia y bajó lentamente la escalera por donde había subido corriendo unos momentos antes, lleno de ansiedad.

Había tomado su sombrero y su bastón de las manos de un sirviente y, saliendo a Berkeley Square, deambuló por las calles, sin rumbo fijo.

De algún modo, encontró el camino de regreso a su casa, y allí descubrió, pues lo había olvidado, que tenía invitados a cenar aquella noche.

Sus amigos le esperaban y le miraron con asombro al verle entrar en la habitación sin haberse cambiado de ropa, mas la expresión del rostro de él acalló las protestas y preguntas.

Fue entonces, recordó ahora Lord Ravenscar, cuando empezó a beber, mientras escuchaba las expresiones de conmiseración de sus amigos, sintiendo que resurgía de nuevo la ira contenida que estuvo a punto de causar que matara a Atalie.

Los Ravenscar eran famosos por su genio vivo y él pensaba con frecuencia que el nombre que su padre le había escogido —y que significaba «violento»— describía su carácter bastante bien.

—Violento de nombre y violento por naturaleza…, así es usted, señorito Trent —solía decirle su niñera cuando él cogía una de sus rabietas.

Sin embargo, sus ataques de furia no duraban mucho, aunque el de la noche anterior, pensó Lord Ravenscar con amargura, había durado lo suficiente para permitirle hacer una gran tontería.

Recordaba haber bebido sin mesura durante toda la cena, negándose a probar todos los platos preparados por el chef.

Entonces alguien, creía recordar que Anthony Garson, le había preguntado qué pensaba hacer.

—Lo he pensado ya —contestó él lentamente, con voz vibrante de ira—. ¡Voy a demostrarle a Atalie Bray que ella no es la única que puede casarse!

—¿Qué quieres decir con eso? —le había preguntado Anthony.

Lord Ravenscar recordó que había escogido las palabras con gran cuidado.

—Voy a casarme antes que ella —contestó—, incluso antes que anuncie su compromiso.

—¿Te propones que todos crean que tú la has plantado a ella? —había preguntado otro de sus amigos.

—¡Exactamente! Y me casaré de forma deliberada, ¡lo juro!, con la mujer más fea que pueda encontrar.

A sus palabras había seguido un clamor de entusiasmo. Lord Ravenscar levantó su copa.

—¡Brindo por mi esposa! —dijo—. ¡La mujer más fea de Londres, a la que preferiré por encima de la más hermosa!

Aunque el licor nublaba su mente, pensó con satisfacción que su venganza haría las delicias de los caricaturistas y los escritores de chismes sociales, que gozaban con las extravagancias de los miembros de la alta sociedad.

Los chismes lastimarían a Atalie, como ella le había lastimado a él. Tal era el propósito que perseguía.

Fue el Vizconde Garson quien se mostró inmediatamente dispuesto a convertir las palabras en acción.

—Tienes razón, Trent —dijo—. Es exactamente lo que debes hacer. Demuéstrale a Atalie lo que sucede cuando una mujer se atreve a plantar a un hombre como tú a cambio de un título de duquesa.

Mirando hacia los rostros encendidos de cuantos se encontraban en el comedor, había añadido:

—¿Qué estamos esperando? Vamos a buscar a la mujer más fea de Londres, para que Trent pueda casarse con ella aquí y ahora…, antes que nadie se entere del compromiso de Atalie con Chester…

—¡Muy bien, muy bien! —gritaron los demás.

—Como Joshua está aquí, él podrá casarles.

El vizconde señaló, al hablar, hacia el Honorable Joshua Meeding, que era uno de los más devotos admiradores de Lord Ravenscar.

Se le podía encontrar en todas las reuniones sociales, aunque realmente había sido ordenado sacerdote.

Era el hijo menor de Lord Meed. Se había consagrado a la Iglesia porque era la tradición de la familia, como lo era también que el hermano mayor ingresara en el Ejército y el menor en la Marina.

Pero Lord Meed se había encontrado inesperadamente en posesión de una gran fortuna, y como no había necesidad de que ninguno de sus hijos trabajara para ganarse la vida, Joshua se convirtió en un clérigo sin parroquia ni feligreses y en un caballero de vida alegre y despreocupada.

Era un golpe de mala suerte, pensó Lord Ravenscar ahora, que Joshua hubiera estado cenando con él precisamente la noche anterior.

De no haber estado él allí, hubiera tenido tiempo de que se le pasara la borrachera, comprendiendo entonces que ni siquiera por vengarse de Atalie, valía la pena que sacrificara su libertad.

Seguía molesto con ella; todavía se sentía humillado por su rechazo, después de haberle prometido que sería su esposa; pero, como sucedía siempre, a estas alturas su ira ya se había aplacado.

Ahora sólo quedaba una amargura que le volvía aún más escéptico respecto a las mujeres de lo que antes lo fuera.

¿Cómo pudo imaginar, ni siquiera por un momento, que Atalie, a pesar de su belleza, podía ser diferente a las demás mujeres que él había conocido y que siempre resultaban aburridas o mentirosas al cabo de un tiempo?

Invariablemente, sus encantos físicos no compensaban la falta de inteligencia que las caracterizaba.

«¡Me he portado como un perfecto imbécil!», pensó y de inmediato llamó a su ayuda de cámara:

—¡Hignet!

—¿Sí, milord?

—¿Dónde está la dama con la que me casé anoche?

—La señora Fellows la está cuidando, milord. La dama debió de sufrir algún tipo de accidente ayer.

El tono de voz de Hignet le reveló a Lord Ravenscar, que le conocía muy bien, que tenía algo más que decir.

—¿Qué clase de accidente, Hignet? —preguntó.

El ayuda de cámara vaciló un momento antes de decir:

—Me he enterado de lo sucedido cuando estaba hablando con el señor Feltham, el mayordomo de Sir Harvey Wychbold, que vive aquí al lado.

¿Y qué tuvo que ver Feltham con el accidente?

—No el señor Feltham… ¡Sir Harvey!

Lord Ravenscar esperó a que Hignet continuara. Sabía que éste era un chismoso incorregible, y que era sólo cuestión de segundos que la información que estaba tan ansioso de escuchar, saliera de sus labios.

—El señor Feltham me ha explicado que la dama que… que está ahora en esta casa, llegó anoche muy tarde a la residencia de Sir Harvey…

—¡No me digas que me he casado con una de las mujeres descartadas por Wychbold!

—¡No, no, milord! Ella no ha tenido nada que ver personalmente con Sir Harvey, ya que acababa de llegar. Pero, al parecer, el caballero se disgustó por algo y se desquitó con ella.

—¿Qué quieres decir con eso?

Sir Harvey la golpeó en la cara, milord, y la arrojó por la escalera de entrada. Eso explica lo que me dice la señora Fellows: la dama se encuentra inconsciente.

—¡Es inconcebible! —exclamó Lord Ravenscar—. ¿Me quieres decir que Wychbold le pegó realmente a una mujer?

—No sería la primera vez, milord.

Lord Ravenscar se sentó en la cama.

Recordó haber visto sangre durante la ceremonia del matrimonio, que ahora aparecía en su mente como en medio de una espesa neblina.

Podía escuchar la voz de Joshua diciendo:

«¿Aceptas a este hombre como tu esposo legítimo, ante Dios y ante los hombres?».

Pero no recordaba qué había contestado ella.

La había contemplado al terminar el servicio religioso, pensando que, era la mujer más fea que había visto en su vida.

«¡Mi esposa! —pensó—. ¡Mi esposa…!».

Se preguntó si existiría algún tipo de locura hereditaria en su familia.