Capítulo 8

Con las primeras luces del amanecer, Lydia se levantó de la cama y fue hacia la ventana para observar la Plaza Berkeley.

Había estado llorando hasta sentirse exhausta, pero aún así, no había podido dormir, experimentando una pena que se le antojaba aún más amarga al compararla con la felicidad que había disfrutado en el castillo.

Se daba cuenta de que había sido muy tonta al no comprender que estaba enamorada del marqués desde el momento en que le conoció. Siempre le había amado, estaba en sus sueños y en su imaginación desde que tenía memoria, aunque entonces para ella era el idílico Apolo, no como un ser humano, sino como el dios con quien lo relacionaba.

Recordaba una y otra vez el momento en que él entró en la biblioteca hablándole con tanta dureza que le hirió como un cuchillo. ¿Qué había dicho? No comprendía nada… no podía entender.

¿Sería algo que le dijera Lady Charlotte lo que desató su ira? Estaba tan cambiado después de su visita…

«¡Dios mío! ¿Qué puedo hacer?».

Regresaron a Londres en silencio durante todo el trayecto.

Si Lydia no se hubiese sentido tan triste, hubiera disfrutado de la sensación de la velocidad, pero viajaba con un hombre que parecía no importarle su propia destrucción.

Sin embargo, pudieron sobrevivir y llegar a Berkeley Square en un tiempo récord. Los caballos echaban espuma por la boca y Lydia se sentía exhausta.

Olvidando sus buenos modales, el marqués la precedió para entrar en la mansión.

—Que preparen mi «Landó» —le dijo al mayordomo—. Saldré después de que me haya cambiado.

—Muy bien, milord. ¿Cenará aquí su señoría?

—No, estaré fuera —replicó el marqués y, sin mirar siquiera a Lydia, subió las escaleras para ir a su habitación.

Ella permaneció en el vestíbulo, sintiéndose como abandonada.

—¿La señorita cenará en el comedor o desea que le suban la cena?

—No voy a tomar nada, gracias —contestó Lydia, esforzándose para contener el llanto.

A duras penas pudo controlar sus sentimientos hasta que la señora Denvers y las atentas doncellas hubieron salido de la habitación dejándola sola por fin. Entonces, escondiendo la cabeza en la almohada lloró desconsoladamente, como nunca lo había hecho en su vida.

Cuando empezaba a clarear, pudo oír un ruido que procedía de la calle y fue a mirar por la ventana. Un carruaje se había detenido junto a la puerta y el marqués descendía de él.

—¡Cuánto le amo! —murmuró Lydia—. Es el hombre más atractivo que he conocido en mi vida, aunque creo que le amaría lo mismo si fuera feo o contrahecho.

El marqués desapareció en el interior de la casa. Lydia miró su reloj; eran más de las cuatro de la madrugada.

No necesitaba preguntar dónde había pasado la noche el marqués. ¿Quizá Odette lo había entretenido como ella no podía hacerlo? Él estaba cansado de ella y el aburrimiento resulta peor que el odio porque es algo contra lo que no se puede luchar. Sintió frío y se metió de nuevo en la cama.

Le trajeron su desayuno a las nueve de la mañana y cuando la señora Denvers entró en la habitación media hora después, no pudo reprimir una exclamación al ver el rostro demacrado de Lydia.

—¿Qué le ha sucedido, señorita? ¿Se siente mal?

—No, no me pasa nada —contestó, pero al ver la expresión reservada del rostro de la señora Denvers, añadió—: me duele un poco la cabeza.

—No me sorprende en lo más mínimo —replicó la señora Denvers con el tono de voz de una niñera que reprende a un niño—, después de haber regresado a casa a una velocidad, que según me contaron, es suicida y de retirarse sin cenar nada… Lo que me extraña, es que no esté dolorido todo su cuerpo.

Lydia deseaba contestarle que el único órgano de su cuerpo que estaba afectado era su corazón, pero se sentía avergonzada de que sus sentimientos se reflejaban en su rostro con tanta claridad.

Con un esfuerzo, logró preguntar en un tono de voz normal:

—¿Sabe si su señoría tiene algo planeado para hoy?

La señora Denvers la miró sorprendida.

—Su señoría ya se ha marchado. ¿No le advirtió de que iba a salir fuera de Londres esta mañana?

—¿Fuera de Londres? ¿Adónde tenía que ir?

—Si su señoría no le dijo adónde viajaría, tal vez no desee que usted lo sepa… Su valet informó que hoy por la mañana tendrá lugar una pelea muy especial en Winbledon a la que acudirán todos los caballeros elegantes para apostar por los púgiles; uno de ellos es el representante del marqués.

Lydia sintió que se aligeraba el peso que sentía en el corazón. Si el marqués había ido a presenciar una pelea, no estaría ocupado con una atractiva Hetaira.

—Tengo entendido que las apuestas se inclinan hacia su oponente —le aclaró la señora Denvers—… pero no debía de contarle esas cosas, señorita. Lo cierto es que todos en esta casa tenemos gran interés en lo que concierne a su señoría y en esas peleas pueden cambiar de mano grandes sumas de dinero.

«Quizá si gana el púgil del marqués, éste se pondrá de mejor humor» —pensó Lydia—. «Y tal vez vuelva a ser amable conmigo… y hasta es posible que se quede a cenar».

—Madame Yvette ha mandado aviso de que tiene dos vestidos para prueba. ¿Le digo que venga o le gustaría visitar su taller?

—Iré al taller.

Pensó que cualquier cosa sería preferible a permanecer sentada, esperando y temiendo el regreso del marqués.

—No puede ir sola, señorita. Yo la acompañaré.

—Me parece muy bien. Como hace un día tan hermoso, viajaremos en el «Landó» abierto.

—Ordenaré que lo tengan listo para dentro de una hora. Voy a decir a Mary que venga para que la ayude a vestirse.

Lydia estaba preparada antes de la hora y bajó las escaleras, encontrándose a la señora Denvers que la estaba esperando, vistiendo una capa negra sobre su vestido de seda y su sombrero.

Lydia se acomodó en el asiento acolchado y la señora Denvers lo hizo frente a ella.

—Para mí es un lujo pasear en coche abierto bajo el sol. Casi nunca me es posible delegar el cuidado de la casa en otra persona.

—Usted lo mantiene todo tan perfecto…

—Muchas veces me he preguntado qué haría su señoría sin alguien así. Aunque se supone que un caballero no debe preocuparse del cuidado de la casa. Sólo se espera que alguien como yo debe mantener todo en orden hasta que él se case.

—¿Cree que el marqués se casará algún día?

—Por supuesto. Necesita un heredero, como todos los caballeros de su posición. Y además, las cosas no están tan mal ahora como hace algunos años.

—¿Quiere decir cuando perdió todas sus propiedades?

—Al principio pensé que su señoría cerraría la casa y nos despediría a todos. Hubo un tiempo en que hablaba de irse al extranjero y no regresar jamás. Pero eso fue durante la guerra y no hubiera podido hacerlo aunque hubiera querido. Durante un año sólo quedamos la mitad del personal de servicio, tanto en el castillo como Berkeley Square y a veces, cuando se acumulaban los sueldos vencidos, nos preguntábamos si cobraríamos alguna vez.

«Pero poco a poco nos fue pagando todo lo que nos adeudaba. Su señoría empezó a ganar dinero en las mesas de juego y entraron a trabajar de nuevo todos los que habían sido despedidos. Todo parecía ser igual que antes, excepto en algo tan importante, como que su señoría ya no era el mismo».

—Debe haberse sentido muy herido y humillado.

—Peor que eso. Se convirtió en otra persona. Aunque debo decir a usted que toda la servidumbre ha observado que su señoría ha vuelto a comportarse como antes del engaño del duque desde que usted llegó.

—¿De verdad lo cree usted así?

—Le estoy diciendo la verdad, señorita. Usted ha cambiado a milord. Ahora ríe y eso es algo que no se había oído en esta casa desde hacía muchos años y hasta parece más joven.

—Gracias… gracias por decírmelo.

—Si me perdona por decirlo, señorita, creo que eso es lo que a la señorita Gillingham le hubiera gustado que usted hiciera. Ella adoraba al señorito Arthur y no le hubiera gustado verlo en las condiciones en que se encontraba… Ahora tengo el presentimiento de que todo mejorará y todo se lo debemos a usted, señorita.

—Espero que tenga razón. Aunque para mí es muy difícil. Soy tan ignorante. Yo no soy como las atractivas damas que conoce su señoría.

—Eso no es cierto, señorita. No debe compararse con ellas. Usted es distinta… y creo que su señoría verá esa diferencia si le da un poco de tiempo.

«Tal vez sea una tontería estar tan deprimida» —se dijo Lydia, sintiendo que se le levantaba el ánimo.

Llegaron a la pequeña tienda de Madame Yvette; el cochero detuvo los caballos y saltó de su asiento para abrir la portezuela.

—Cuando Lydia se bajó, un lacayo le salió al paso diciéndole en voz baja:

—Disculpa, señorita Grimwood. El caballero que está en ese carruaje le estaría muy agradecido si accediera a intercambiar unas palabras con él.

—¿Un caballero?

Miró en la dirección que el lacayo indicaba y vio un «Landó» descubierto parado frente a ella, tirado por dos magníficos caballos.

—¿Quién desea hablarme?

El lacayo bajó aún más la voz.

—Su señoría el Duque de Accrington. Me pidió que le dijera que tiene algo muy importante que decirle y que puede ser de utilidad para el señor marqués.

Lydia escuchaba sorprendida. ¿Sería posible que el duque se hubiera arrepentido y quisiera reparar su incalificable acción?

—Su señoría la entretendrá sólo unos minutos.

Lydia miró a la señora Denvers que acababa de bajarse del carruaje.

—¿Me espera un momento? —le dijo siguiendo al hombre hasta el «Landó».

El lacayo abrió la puerta. El interior del carruaje estaba oscuro, pero Lydia pudo oír una respiración. De pronto, la asieron con fuerza empujándola dentro del carruaje con una violencia que la dejó sin aliento. Dio un grito al sentir que unas fuertes manos la arrojaron contra el asiento.

El cochero fustigó a los caballos mientras que una mano de hombre la echaba la cabeza hacia atrás poniéndole con fuerza una botella entre los labios.

Trató de gritar y de luchar, pero fue inútil. Un líquido espeso y nauseabundo llegó hasta su garganta y por la posición en que mantenían su cabeza, se vio forzada a tragarlo.

Todavía luchó unos segundos contra las manos que la sujetaban, comprendiendo que la habían drogado. Una horrible sensación de inconsciencia empezó a apoderarse de ella y pensó desesperadamente que nunca más volvería a ver a Sir Arthur.

* * *

Después de la victoria de su luchador, Jem Bart, y de cobrar la fuerte suma que había ganado, el marqués regresó a Londres de mejor humor.

Se sentía cansado. Apenas había dormido dos horas el día anterior y decidió que aquella noche cenaría en casa en compañía de Lydia.

Ni siquiera se había vuelto para mirarla cuando la dejó sola en el vestíbulo, pero aún sin verla, sabía que ella se sentía asustada y confundida por su comportamiento tan poco elegante.

Había ido al White’s Club para hablar con Alistair Merrill y al no encontrarlo, fue a verle a su casa, esperando encontrarle allí.

El sirviente le informó de que su señor no había regresado, pero que le estaba esperando de un momento a otro. Decidió esperarle y pidió que le llevaran una botella de vino.

Cuando Alistair Merrill entró en el pequeño salón a las dos de la madrugada, se encontró al marqués dormido en el sillón con los pies sobre la mesa y una botella casi vacía junto a él.

El coronel permaneció unos momentos mirando a su amigo y el marqués se despertó con el sentido de alerta habitual en un soldado acostumbrado a los toques de alerta.

—¡Llegas espantosamente tarde! —le dijo antes de que el coronel pudiera hablar.

—Yo también pensaba echarte una bronca. No esperaba recibir visitas.

—¿Dónde has estado?

—Escuchando algunos cuentos desagradables sobre ti y uno de tus amores.

—Supongo que sería Charlotte Hadleigh.

—Exactamente. Parece que has disgustado seriamente a milady porque habló mucho sobre el asunto… Como estaba interesado en lo que decía, me quedé a cenar en Merrill Park. Aún así, hubiera regresado más temprano si a mi maldito caballo no se le hubiera caído una herradura. Tuve que despertar al herrero de la aldea… todo eso me llevó un tiempo y naturalmente, no tenía idea de que estarías esperándome como una madre preocupada.

—¡No digas sandeces! Tengo noticias para ti y no se trata precisamente de las habladurías de ninguna dama celosa.

—¿A qué te refieres?

—Al paradero de los Grimwood.

—¿Dónde están? Todo el camino me he estado exprimiendo el cerebro tratando de imaginar dónde podía haberlos enviado mi tío.

—¿Alguna vez mencionó la Isla de Man?

—La Isla de Man —repitió lentamente el coronel—. Ahora que recuerdo… creo que hace mucho tiempo ganó una gran parte de esa isla en una partida de cartas. No recuerdo el nombre de su contrincante, pero tengo una vaga idea de las bromas de que fue objeto acerca de la forma en que administraría aquellas posesiones.

—Allí es donde envió a los Grimwood.

—¡Por supuesto! Es un lugar perfecto para esconderlos. ¿Cómo lo supiste? No comprendo cómo no se me ha ocurrido…

—No tenemos tiempo para entrar en detalles. Lo que tienes que hacer, Alistair, es ir allá inmediatamente, obtener una confesión de los Grimwood y regresar con la mayor premura.

—Me ocuparé de eso. Aunque lamento decirte que voy a necesitar dinero para conseguirme unos caballos. Y tal vez tenga que alquilar un barco para el viaje por mar.

—Encontrarás en tu escritorio doscientas libras y una bolsa de monedas. Si el viaje te cuesta más que eso, te lo reembolsaré.

—Siento mucho tener que pedirte un préstamo —dijo Alistair Merrill, acentuando las palabra «préstamo»—, pero sabes bien que por el momento ando bastante escaso de dinero.

—Este asunto nos afecta a los dos, Alistair. O ganamos o nos hundimos y esto también incluye a Lydia.

—¿Cómo piensas obligar al duque a reconocer que Lydia es su hija?

—Dejemos esos detalles para cuando regreses con la evidencia.

—Pareces estar muy seguro de que la obtendré.

—No hay razón para pensar que los Grimwood hayan muerto mientras tanto… Por lo menos, uno de ellos tiene que estar vivo. Si puedes lograr que el párroco, o alguna otra autoridad local atestigüe la confesión, ésta sería mucho más valiosa, aunque no creo que sea imprescindible. Le será muy difícil al duque rebatir una confesión cuando se la presentemos junto con Lydia.

—Oirá hablar de Lydia cuando regrese a casa.

—¿Por qué dices eso? ¿Qué pasó en Merrill Park?

—He estado allí esta mañana. Di como pretexto que iba de paso por allí y pregunté con toda naturalidad si podía quedarme a comer. La duquesa estuvo encantadora, como siempre. El duque está todavía en Londres y hablamos de distintos asuntos. Le conté que había conocido a Lydia y cómo me había asombrado su extraordinario parecido a los O’Keary.

Permaneció silencioso un momento, recordando los ojos grises de la duquesa fijos en su rostro.

—Apenas había empezado a hablar del asunto, cuando se presentó un anciano caballero llamado Sir Hugo Harrington. Estuvo contando a la duquesa que había cenado contigo en el castillo la noche anterior y describió el color de los cabellos de Lydia y cómo, por un momento, se había imaginado que era la propia duquesa quien estaba allí, en el salón de tu castillo.

—¿Y qué comentó la duquesa? —preguntó el marqués con ansiedad.

—Muy poco, hasta que Sir Hugo Harrington se hubo marchado. Entonces preguntó:

—¿Qué clase de persona es esa joven? Tú has hablado con ella… ¿Es una joven educada?

—Pensé que sería mejor decirle la verdad, y le conté que Lydia había sido criada por tu antigua institutriz y añadí: —«No es más que una niña, duquesa, joven e inexperta, de carácter dulce y gentil. Por supuesto, me temo que cambiará muy pronto con la clase de vida que lleva…».

—«¿La vida que lleva?» —repitió la duquesa en voz baja—. «¿Qué clase de vida?».

—Pretendí sentirme apenado y le dije: «No debería hablarle así, mi querida tía, pero sabe muy bien lo mucho que mi padre admiraba el color del cabello y la piel peculiar de los O’Keary. Creo que si él hubiera conocido a esta joven se sentiría intrigado como nosotros».

—«Dijiste algo acerca de la vida que llevaba… ¿Qué quisiste decir?» —me preguntó mi tía francamente sorprendida.

—«Bueno, para decirlo sin rodeos, está bajo la protección del Marqués de Thane. Sabe tan bien como yo que, ni sin motivos, le llaman el “Joven Diablo” y… no creo que sea lo más apropiado para una joven de diecisiete años vivir con él en su casa de Berkeley Square y frecuentar lugares como El Palacio de la Fortuna».

—¿Y qué contestó la duquesa?

—«¡No, no, eso no!» —exclamó y salió de la habitación.

—Por lo visto, el duque no la había informado de nada.

—No, no creo que la duquesa hubiera oído hablar de Lydia antes de que yo llegara a Merrill Park. Pero oyó lo suficiente antes de que yo me retirara. Tu amiga llegó escupiendo fuego.

—Me lo imagino.

—Estaba tan furiosa que no cuidó sus palabras al dirigirse a la duquesa. Criticó tu falta de escrúpulos al llevar al castillo a una «mujerzuela». Así la llamó. Le contó también a la duquesa los pormenores de la fiesta que ofreciste y cómo las bailarinas habían divertido a tus invitados con «los movimientos plásticos».

El coronel sonrió.

—Por la forma en que se expresó, cualquiera hubiera jurado que, no sólo las bailarinas, sino todos los invitados estaban completamente desnudos y ebrios cuando acabó la fiesta. Después le explicó con todo lujo de detalles cuánto te había reprochado la presencia de Lydia en el castillo.

—Te ruego que no me hagas oírlo de nuevo, por favor.

—Te ahorraré esa vergüenza —dijo riendo Alistair Merrill—. La duquesa la escuchaba muy seria con una expresión que no pude interpretar. Lo mismo podía sentirse escandalizada que disgustada. Honradamente no lo sé.

El marqués se puso de pie.

—Ahora ya sabe que Lydia existe. Vete a dormir, Alistair, y parte hacia la Isla de Man tan temprano como puedas. Te enviaré uno de mis mejores caballos para que empieces tu jornada.

—Es demasiada generosidad, Arthur.

—¿Generosidad? Esa palabra no encaja en toda esta operación. ¿Quieres saber la verdad, Alistair? Me disgusta profundamente, pero por desgracia, no nos queda otra alternativa.

El coronel no contestó. El tono que vibraba en la voz del marqués, le dejó sin saber qué decir.

El marqués fue hacia la puerta y cuando hubo atravesado el umbral, se volvió para mirar a su amigo.

—¡Buena cacería, Alistair! —dijo, alejándose a toda prisa.

El marqués regresó a Berkeley Square cuando despuntaba el alba. Se preguntaba si Lydia estaría dormida. Le hubiera gustado ir a cerciorarse, pero recordó que la señora Denvers cerraba con llave la habitación de Lydia y nadie pensaría que quería verla a esas horas sólo para pedirle disculpas.

Estaba decidido a reparar su comportamiento, pero ¿cómo podría explicarle lo que le había impulsado a regresar a Londres en tal estado de cólera, y que para descargar sus sentimientos se había servido de la persona más vulnerable?

De pronto pensó que sería mejor regresar a casa del coronel y pasar allí el resto de la noche. Por la mañana podría ayudarle en los preparativos de la marcha. Dio vuelta al «Landó» y fustigó a los caballos para llegar cuanto antes.

Después de despedir a Alistair y asegurarse de que todo estaba en orden, permaneció unos minutos de pie en el patio pensando en qué podía hacer. No deseaba regresar al castillo de momento. Necesitaba pensar en cómo le dirigiría a Lydia sin que resultara demasiado humillante para él. Decidió ir a ver a su luchador por si necesitaba algo, pese a que ya le había entregado una sustanciosa cantidad. Después pasaría por el Club White.

Eran casi las cuatro de la tarde cuando regresaba tras haber comido con sus amigos.

Al entrar al vestíbulo, encontró con sorpresa que la señora Denvers y el cochero principal le estaban esperando.

—¡Oh, milord! ¡Gracias a Dios que ha regresado! —exclamó la señora Denvers, en un estado lamentable de excitación.

—¿Qué ha pasado? —preguntó molesto el marqués entregando los guantes y el sombrero a uno de los sirvientes.

—La señorita Lydia… —contestó la señora Denvers, entre sollozos.

—¿La señorita Lydia? ¿Dónde está? Deseo hablar con ella.

—No podrá hacerlo, milord… Por eso le estábamos esperando… para decirle lo que ha ocurrido, ¡oh, ha sido horrible!

La voz de la señora Denvers se quebró y se llevó el pañuelo a los ojos.

—La señorita Lydia ha sido secuestrada, milord…

—¡Secuestrada! ¿Qué quiere decir con eso? ¿Qué es lo que ha pasado, Abbey?

—Es cierto, milord. La secuestraron delante de nuestros propios ojos. En mi vida había visto nada semejante…

—¿Qué fue lo que ocurrió? —insistió el marqués.

Los lacayos escuchaban la conversación con la boca y los ojos muy abiertos.

—¡Vamos al salón! —dijo molesto por lo que consideraba una indiscreción.

Cruzó la habitación y se detuvo de espaldas a la chimenea; la señora Denvers y Abbey esperaron respetuosamente junto a la puerta.

—¿Qué es lo que quieren decir con que la señorita Lydia ha sido secuestrada?

La señora Denvers le explicó que habían ido al taller de Madame Yvette y cómo Lydia se había bajado la primera del carruaje.

—Un lacayo de librea se acercó para hablarle. No pude entender lo que le decía, pero cuando llegué junto a ella me dijo que la esperara y siguió al lacayo hasta un carruaje que estaba esperando.

—¿Sabe quién puede ser el señor de ese lacayo?

—Llevaba una sencilla librea de color azul que no identifiqué con nadie —dijo el cochero—, pero conozco muy bien los caballos que tiraban del carruaje. Eran propiedad de Lord Mansell y los vendió en Tattersalls el año pasado. El par más magnífico que se ha exhibido en un salón de ventas. ¿Recuerda que le pedí a su señoría que los comprara, y que me dijo que no estaba interesado en ellos?

—¿Y quién los compró?

—Los compró el Duque de Accrington.

—¡Accrington! ¿Así que ha sido el duque quien ha secuestrado a la señorita Lydia? ¿Estás seguro, Abbey?

—A menos que haya vendido ese par de caballos, y estoy seguro de que no lo ha hecho, ha sido el duque quien se ha llevado a la señorita Lydia en su carruaje.

—¿Y por qué no los seguiste?

—Verá, milord. El carruaje estaba frente a nosotros. Tan pronto como introdujeron en él a la señorita Lydia, se cruzaron con nosotros en dirección a la calle Bond. Cuando pude darle la vuelta al «Landó», ya se había perdido de vista. Recorrí toda la calle de Bond, pero debieron dar la vuelta en alguna calle de Grosvernor o en Bruton. Hice lo que pude, milord.

—Sí, Abbey, de eso estoy seguro.

—¡Tenemos que encontrarla, milord, tenemos que encontrarla! —gritó la señora Denvers—. No podemos dejarla en poder de ese malvado. Será de noble cuna, pero su señoría sabe tan bien como yo la fama que tiene… y con toda razón, según he oído.

—El duque no hará daño a la señorita Lydia, al menos no en la forma en que usted está pensando. Pero nos será difícil encontrarla porque hay algo que si sé y es que querrá mantenerla bien oculta.

El cochero y la señora Denvers quedaron en silencio. Fue el propio marqués quien ordenó:

—Dile a Jim que venga.

—¿A Jim, milord?

—Sí. Estoy seguro de que es el hombre que necesito. Y ten los ojos y los oídos muy atentos, Abbey. Lo que quiero saber es a dónde se ha llevado el duque a la señorita Lydia y eso significa que tenemos que averiguar en qué dirección han viajado sus carruajes.

—Entiendo, milord, haré venir a Jim enseguida.

La señora Denvers permaneció allí en silencio, como esperando algo.

—La señorita Lydia no parecía la misma esta mañana. Parecía como si hubiera estado llorando toda la noche; estaba muy decaída. Pensé que debía decírselo a milord.

—Gracias, señora Denvers.

—Si hubiera ido con ella… si no la hubiera dejado ir sola… Me ordenó que la esperara, pero no debí haberla hecho caso… tenía que haber ido con ella.

—No debe culparse, señora Denvers. De no haberla secuestrado en ese momento, hubieran aprovechado cualquier otra ocasión. Puede estar segura.

—Nunca me lo perdonaré —dijo saliendo de la habitación mientras se limpiaba las lágrimas.

Un momento después, Jim aparecía en la recia puerta de caoba.

Jim era un pequeño mozo de cuadra que el marqués había visto rondando por las cuadras de los caballos de carreras en Newmarket y lo había tomado a su servicio debido a su extraordinaria habilidad para manejar a los caballos más indómitos.

Jim había recibido una patada en la cara cuando era niño y la ruda vida que había llevado no colaboró a mejorar su apariencia, pero sus manos eran tan suaves como las de una mujer y el marqués le hubiera dejado montar sus mejores caballos.

—¿Me ha llamado, milord?

—Supongo que ya te habrán informado acerca de lo que deseo.

—Rondaré por los establos del duque… Si yo no puedo averiguar dónde ha llevado a la señorita, creo que no hay nadie que pueda hacerlo.

—No pierdas tiempo. Averigua a dónde se ha dirigido el carruaje. No se puede secuestrar a alguien sin que nadie se entere.

—No, milord, eso es cierto.

Jim no parecía dispuesto a marcharse.

—¿Qué esperas? —le preguntó el marqués.

—Necesitaré algún dinero, milord. Si tengo que hacer hablar a alguien, lo hará mejor con el bolsillo lleno.

—Por supuesto —contestó el marqués tomando una moneda de oro de su bolsillo y poniéndola en la mano de Jim.

—Levante el ánimo, milord. No le fallaré.

Salió de la habitación antes de que el marqués pudiera reprenderle por hablarle con tanta familiaridad. Estaba acostumbrado a la forma de ser de Jim, que nunca adoptaba ningún protocolo. Nadie había conseguido hacerle hablar con respeto ni escoger sus palabras con cuidado.

Para el marqués las horas nunca habían pasado con más lentitud. Resultaba frustrante no poder hacer él mismo lo necesario para indagar el paradero de Lydia.

Se reprochó por no haber sabido prever que el duque intentaría jugarle una mala pasada. Nunca se debía subestimar a ningún oponente y el duque siempre había sido un adversario considerable.

No iba a ser fácil encontrar a Lydia. Se consoló pensando que si el duque la había llevado a la Isla de Man, Alistair Merrill la encontraría cuando llegara allá. Aunque presentía que el duque no iba a tentar a la suerte dos veces en el mismo lugar.

—¡Diablos! ¿Cómo podré encontrarla?

Al pronunciar estas palabras en voz alta se dio cuenta de que habían pasado tres horas desde que Jim se había marchado. En ese momento la puerta se abrió y apareció Chambers.

—¿Va a cambiarse antes de la cena, milord? El cocinero ruega a su señoría que le indique a qué hora desea que se le sirva la cena, milord.

El marqués estuvo a punto de replicar que no quería pensar en la comida, pero, reaccionando comprendió que quizá tendría que salir a medianoche y recorrer una larga distancia y no le ayudaría mucho sentirse débil. Además, su orgullo le obligaba a comportarse en la manera acostumbrada, como si no pasara nada.

—Me cambiaré inmediatamente, Chambers; informa al cocinero que bajaré a cenar dentro de media hora.

El marqués, al dirigirse hacia las escaleras, recordó la última vez que vio la delicada figura de Lydia, parada en el vestíbulo mirándole con el desconsuelo reflejado en su rostro.

Un pensamiento cruzó por su mente. El duque podría deshacerse de Lydia… La solución más fácil para su problema, era que ella muriera.

—¡Oh, Dios, sálvala! ¡No permitas que le ocurra nada!

Pronunció estas palabras en alta voz.

—¿Hablaba, milord? —preguntó Chambers.

—Estaba pensando en voz alta —contestó, aunque sabía que no era cierto. Sus palabras eran una plegaria, la primera que había pronunciado en muchos años; una plegaria por la salvación de Lydia, que le había salido inconscientemente, desde lo más profundo de su pensamiento.