Capítulo 7
Por un momento no pudieron hacer otra cosa que mirarse uno al otro.
A Victoria le pareció que mil luces habían explotado en el cielo y, como si viviera un sueño, oyó la voz de su padre:
—Debo explicarte, querida —dijo él dirigiéndose a su esposa—, que Su Majestad el Rey está, por desgracia, indispuesto y nos ha enviado en su lugar al Príncipe Vulkan.
Fu entonces que Miklos pareció volver a la vida y logró decir con una voz que no sonaba como la suya:
—¡Es un gran placer estar aquí!
El Gran Duque se lo llevó para presentarlo a los demás invitados.
Victoria los miró, sintiendo que el mundo se había vuelto de cabeza. No sabía si estaba dormida o soñaba, o si había ocurrido el milagro por el que tanto rezó.
Cuando se dirigieron a almorzar ella no quedó junto a Miklos, pero podía verlo sentado con la Gran Duquesa a la derecha y el Primer Ministro a su izquierda.
Era imposible pensar en nada que no fuera él, y no comprendía una palabra de lo que decían los invitados que tenía al lado.
No había oportunidad de hablar con él antes de que su padre lo llevara a hacer el recorrido programado por la ciudad. Ella sabía que no volverían hasta bien avanzada la tarde.
Los muros del palacio la ahogaban y Victoria salió al jardín para sentarse frente a una de las fuentes.
Pero veía los arcoíris que el agua formaba bajo la luz del sol. Sólo sentía que una increíble excitación parecía haberse apoderado de ella. Era como si la hubieran arrojado a lo alto del cielo y nunca más necesitara volver a la tierra.
Más tarde subió a su dormitorio para recostarse pensando en Miklos. Le resultaba imposible creer que él fuera el Príncipe Vulkan.
¿En dónde había estado todos esos años, desde que saliera de Salona?
¿Cómo había vuelto sin que nadie se diera cuenta de ello, justo en el momento en que estaba ella sentada en el bosque, cerca de la posada?
Sin reparar en cuáles fueran las respuestas, no importaban… ¡él estaba aquí!
Como las notas de una canción de amor que vibraran a través de su cuerpo, ella comprendió que se habían encontrado y que ahora ya no necesitaban separarse jamás.
Cuando se vistió para el banquete oficial que se daría esa noche en honor del Rey, recordó, con un vuelco en el corazón, que era tradicional que los invitados bailaran en el enorme salón de baile después de la cena.
Su padre había dicho que era innecesario que se bailara en esta ocasión, porque el Rey, sin duda, preferiría sentarse a conversar con personas inteligentes.
Él estaba pensando, desde luego, en lo que él mismo preferiría, la madre de Victoria había protestado:
—Tal vez el Rey no quiera bailar, pero como Victoria no tendrá baile de presentación en sociedad que le habíamos prometido, es justo que tengamos una orquesta.
—Nadie querrá bailar —gruñó el Gran Duque.
—Si tú prefieres quedarte sentado —había dicho la Gran Duquesa—, puedes hacerlo. Pero yo me sentiré feliz de poder bailar un vals, algo que no he hecho en mucho tiempo.
Victoria recordó que su padre había lanzado entonces una especie de bufido, como si pensara que la Gran Duquesa era demasiado vieja para tales frivolidades.
Sin embargo, ahora que sabía que podría bailar con Miklos de nuevo, Victoria sintió que su corazón palpitaba emocionado.
El banquete oficial tomó tanto tiempo que casi tuvo miedo de que se despidiera a la orquesta antes de que tuviera oportunidad de tocar.
Por fin, cuando ya casi pensaba que nunca saldrían del comedor, su padre, a quien le disgustaba las comodidades demasiado prolongadas, se dirigió hacia la amplia antesala adjunta al salón de baile.
Cuando oyó los acordes de un vals de Strauss, Victoria, sin hacer caso del cortesano que estaba conversando con ella, dio un paso hacia el príncipe y él, como si hubiera tenido exactamente la misma idea, avanzó a su encuentro al mismo tiempo.
Pensando que debía justificar de algún modo aquel impulso, Miklos dijo a la Gran Duquesa:
—Estoy seguro, señora, que usted deseara que su hija y yo iniciemos el baile, ¿no?
—¡Por supuesto, Su Alteza Real! —contestó la Gran Duquesa—. Es algo que debió habérseme ocurrido a mí.
Pareció un poco confusa por la omisión, pero Victoria pensó, con una sonrisa, que Miklos se había salido con la suya de una forma muy hábil y ya tomados de la mano se dirigieron más aprisa de lo que era correcto hacia el salón de baile.
Cuando él puso su brazo alrededor de la cintura de ella, Victoria levantó la vista para mirarlo y preguntó:
—¿Es cierto… realmente cierto… que estás… aquí?
—Yo me estoy preguntando lo mismo —contestó él—. Tenemos tanto que decirnos tú y yo. Pero todo lo que quiero por ahora es bailar contigo y, más que nada… ¡besarte!
La forma en que dijo aquello y el fuego que había en sus ojos hizo que Victoria se ruborizara.
Él no dijo nada más, pero ella se sintió como si, de pronto, se encontrara en el Paraíso.
Miklos la llevó bailando alrededor del salón y toda la desventura de Victoria, todo lo que había sufrido en los últimos días, desaparecieron ante el milagro de estar junto a él.
Después de que bailaron solos unos tres minutos, otra parejas se les unieron en la danza.
Pronto el salón de baile estaba lleno de parejas. Todos parecían aliviados de las restricciones que siempre afectaban las fiestas reales. Miklos se detuvo frente a uno de los grandes ventanales que conducían al jardín y tomando a Victoria de la mano se la llevó afuera.
Bajaron desde la terraza hacia los prados y Victoria no pudo menos que recordar, cuando se movieron con rapidez hacia los arbustos en flor, que el Príncipe Frederik se la había llevado de la misma forma al jardín del Palacio de Salona.
Ahora comprendió que esto era muy diferente. Estaba ahora con Miklos, el hombre a quien amaba y a quien ella pertenecía.
Les llevó sólo un minuto dejar atrás las luces del salón de baile. Los brazos de él la rodearon, ella levantó el rostro y los labios de Miklos descendieron sobre los suyos.
Él la besó hasta que el resto del mundo desapareció.
Una vez más la hizo subir a un cielo especial, en el que sólo existía el éxtasis y la gloria de sus besos. Sus cuerpos parecieron confundirse y convertirse en uno solo.
Sólo cuando aquella maravilla se volvió tan grande como para resultar casi insoportable, Miklos levantó la cabeza.
—¡Te amo! ¡Te… amo! —murmuró Victoria—. Pero pensé que nunca… volvería a… verte.
Su voz se quebró al recordar la agonía de esos días y Miklos contestó:
—¿Cómo es posible que tú seas la Princesa Victoria, hija del Gran Duque de Radoslav, la mujer que yo pensaba que estaba tratando de casarse con mi padre?
—¿Yo estaba… tratando de casarme con tu padre? —exclamó Victoria—. ¿Cómo puedes pensar tal cosa?
La idea le parecía tan ridícula que se echó a reír, a pesar de que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Estaba desolada… desesperada —declaró—, pensando que tal vez habías… muerto… o que te habían herido, y ahora… cuando pensé que ese horrible viejo iba a llegar a órdenes de aceptar su proposición, tú estás aquí… ¡Oh, Miklos, Miklos…! ¿Estoy soñando… o es ésta la realidad?
—Yo soy muy real, queridita —respondió él.
La volvió a atraer hacia sus brazos y la besó, hasta que ambos quedaron sin aliento.
—Vamos a causar un escándalo si nos quedamos aquí demasiado tiempo —dijo Miklos—, pero tengo que verte a solas. ¿Cómo puedo hacerlo?
Victoria sonrió.
—Eso mismo fue lo que el Príncipe Frederik… sugirió.
Los brazos de Miklos la oprimieron hasta que su abrazo resultó doloroso.
—Debe considerarse afortunado de que no lo haya matado, pues era lo que merecía —replicó furioso—. No tengo la intención, mi amor, de ir a tu dormitorio, ni de pedirte que vengas al mío, pero tengo que verte y hablar contigo. Debes comprender eso.
—Lo sé —contestó Victoria y lo deseo tanto como tú. Hay una escalera a la derecha de tu habitación, al fondo del corredor, que te llevará a una puerta que conduce al jardín.
Sonrió antes de agregar:
—Supongo que me iré a la cama antes que tú, así que la dejaré abierta, y estaré esperando detrás de los árboles, del otro lado del prado.
—Gracias, preciosa mía —dijo Miklos—. Entonces podrás decirme si todavía me amas, y yo te diré cuándo podremos casarnos.
Victoria lanzó un leve grito.
—¿Pue… puedo casarme contigo?
Miklos empezó a besarla de nuevo.
Debido a que él insistió, diciendo que no tenía intenciones de arruinar la reputación de Victoria, volvieron caminando con lentitud hacia el salón de baile.
Permanecieron unos minutos afuera, en la terraza, para que pudieran verlos quienes estaban bailando, y dar la impresión de que habían estado allí todo el tiempo.
Luego, al volver al salón de baile, Miklos cumplió con su deber. Bailó primero con la Gran Duquesa y con la esposa del Primer Ministro, y después con las esposas y las hijas de otros funcionarios.
Victoria bailó también, pero como no podía mirar a nadie que no fuera Miklos, fue un gran alivio para ella cuando su padre ordenó a la orquesta que tocara el Himno Nacional.
Era todavía temprano, y todos los invitados lamentaron que el baile hubiera terminado, pero no pudieron hacer otra cosa que dar las buenas noches, y cuando el último de los invitados se marchó, el Gran Duque exclamó:
—¡Gracias a Dios que ha terminado! Si quieren mi opinión, creo que no era necesario tener un banquete oficial y un baile en la misma noche.
—Estoy segura de que el Príncipe Vulkan disfrutó del baile —comentó la Gran Duquesa.
Miró al príncipe al decir eso, casi suplicándole que la apoyara y los ojos de Victoria brillaron alegremente cuando Miklos contestó:
—Lo disfruté muchísimo, señora. Sólo quisiera haber podido seguir bailando en un salón tan magnífico como éste y con tan notable orquesta.
—Espero que usted hará arreglos para que haya fiestas en Maglic —dijo el Gran Duque—; pero sin duda su padre, como yo, prefiere acostarse temprano.
Como si eso le recordara que ya había pasado su hora acostumbrada de dormir, dijo molesto:
—Vamos… ¿qué estamos esperando? Tenemos un día pesado frente a nosotros.
Se dirigió hacia la puerta y todos lo siguieron.
Victoria dio las buenas noches a Miklos, haciéndole una profunda reverencia.
Cuando la mano de él tocó la suya, Victoria sintió las profundas vibraciones que los unían, con tanta fuerza que hubiera querido aferrarse a Miklos y decir a todos cuánto lo amaba.
Pero se limitó a seguir con calma a su madre hacia la escalera principal, y sólo cuando llegó a su dormitorio dio vueltas por toda la habitación, bailando de pura felicidad.
Todo ahora había cambiado y ya no tendría que llorar con desesperación sobre su almohada, como lo había hecho todas las noches desde que saliera de Maglic.
Debido a que estaba acostumbrada a atenderse sola cuando era necesario, ya que su madre no había querido que fuera demasiado mimada, no tenía a una doncella esperándola, como era lo acostumbrado en la mayoría de los palacios.
Esta noche se dijo que eso le ahorraba un gran problema. Esperó hasta que comprendió que los lacayos ya habían apagado las luces y, abriendo la puerta de su dormitorio, salió de puntillas por el pasillo.
Miklos dormía en una parte diferente del amplio edificio y le habían asignado, desde luego, el magnífico dormitorio para visitantes reales que había sido preparado para su padre.
A Victoria no le costó trabajo deslizarse por pasillos desiertos hacia una escalera que conducía a la planta baja.
Ahí pudo evitar la parte que vigilaban los guardianes y llegar a la puerta del jardín sin ser vista.
Dio vuelta a la llave que estaba en la cerradura, abrió los dos cerrojos y salió al aire tibio de la noche.
Se movió por el césped hacia la vegetación que ocultaba la luz de la luna y se sentó en una banca de madera bajo uno de los árboles más frondosos.
Llevaba unos cinco minutos esperando cuando vio a Miklos aparecer en el umbral de la puerta del jardín.
Su alta figura, de anchos hombros, en su casaca blanca cubierta de condecoraciones, avanzó a su encuentro y Victoria pensó que él era tal como lo imaginó desde que lo vio por primera vez dirigiéndose hacia ella a caballo en el bosque de Salona.
Antes de que llegara a su lado, Victoria se puso de pie de un salto y corrió a sus brazos.
Él la oprimió con fuerza contra su pecho y sus labios descendieron hacia los de ella para sellarlos con un beso.
Era un beso ansioso, y le reveló a Victoria que él la había echado de menos tanto como ella a él, y que también había temido no volver a encontrarla nunca.
—Te… amo —dijo Victoria cuando pudo hablar.
—¡Y yo te adoro! —exclamó él con voz profunda—. Pero me pregunto, queridita mía, ¿cómo pudiste hacer algo tan peligroso y tan reprensible como ir a Salona simulando ser una pianista y vestida como campesina?
Victoria levantó la vista hacia él, sorprendida, antes de preguntar:
—¿No sabes por qué lo hice?
—No tengo la menor idea —contestó él—, a menos que fuera como expresión de rebeldía contra el protocolo de los palacios, que yo siempre he considerado insoportable.
—¡Me estaba rebelando contra la idea de casarme con tu padre!
—Jamás me lo hubiera imaginado. Desde luego, sólo el pensarlo debe haberte horrorizado.
—¡Prefería morir! —exclamó Victoria—. Pero, como quería ser… justa, pensé que debía conocerlo… sin que él se diera… cuenta de quién era… yo.
Miklos no dijo nada por un momento, pero después la tomó de la mano y la llevó a una parte más profunda de la arboleda.
Un poco más adelante, se veía un jardín acuático con pequeñas cascadas, que caían entre piedras y plantas hacia estanques llenos de peces.
Al ver a Victoria tan hermosa, Miklos le dijo:
—Comprendo que muchos hombres hayan querido casarse contigo. Pero debe de haberte aterrorizado la idea de casarte con un viejo, que tiene ideas muy anticuadas.
Victoria se estremeció, diciendo con repentino temor:
—¿No existe la posibilidad… de que él quiera todavía… casarse conmigo?
—Desde que volví a casa —contestó Miklos—, ha renunciado a la idea. De cualquier modo, su salud no se lo permitirá.
—¿Su salud? —preguntó Victoria.
—¡Cuando supo lo que Boris había estado planeando, tuvo un ataque al corazón! Por eso es que estoy aquí, en su lugar.
—¿Qué sucedió… exactamente con el Príncipe Boris?
Victoria se dijo que, después de todo, eso ya no tenía importancia.
Miklos estaba bien y se encontraba a su lado; aunque ella, desde luego, quería saber lo sucedido.
Él sonrió.
—Gracias a que tú me informaste, queridita, que iban a reunirse en el Viejo Monasterio, logré, no sólo evitar la sangrienta revolución que Boris había planeado en su afán de apoderarse del trono, sino asegurarme de que tal cosa no vuelva a suceder… cuando menos en mucho tiempo.
Victoria extendió las manos para aferrarse a él.
—¡Estaba desesperada de temor… pensando que estabas… luchando y que tal vez… te matarían!
—No me pasó nada —dijo Miklos—. Pero, por desgracia, tres de mis soldados murieron y doce de mis hombres resultaron heridos.
Victoria contuvo el aliento.
—¿Y el príncipe… también fue herido?
—Está en un hospital, junto a varios de sus cómplices. Pero como no deseaba que la gente de Salona se alarmara, todo ha sido acallado. Nada de lo que ocurrió apareció en los periódicos.
Victoria emitió un sonido que era un sollozo.
—Eso fue lo… que imaginé que… había sucedido —dijo—. Pero como… no sabía si estabas vivo… o muerto… pensé que nadie podía ser más… desventurada que yo, esta semana pasada.
Al advertir el dolor que reflejaba su voz, Miklos la rodeó con sus brazos y la estrechó contra sí.
—Temí que estuvieras sintiéndote así, preciosa mía —contestó—, pero no había nada que yo pudiera hacer al respecto, excepto venir a Radoslav a buscarte lo más rápidamente posible.
—¿Por eso llegaste antes de lo que planeabas?
—Por supuesto, y cuando mi padre cayó enfermo fue más fácil de lo que habría sido de otro modo. Su doctor le ha aconsejado completo reposo. ¡Así que se ha ido a hacer un largo crucero por el Mediterráneo, después del cual intenta abdicar en mi favor!
Victoria contuvo el aliento, pero no dijo nada, y después de un momento, Miklos añadió:
—Me temo, preciosa mía, que después de todo vas a encontrarte casada con el Rey de Salona.
Victoria lanzó un leve murmullo y preguntó en voz baja:
—No puedo creer que hayas… pensado en casarte… con la muchacha a la que conociste en el bosque vestida como… una campesina.
Miklos sonrió antes de decir:
—Intentaba casarme con una joven llamada Victoria, a quien había estado buscando toda mi vida, porque mi corazón y mi alma me decían que era la otra mitad de mí mismo.
Sus brazos la rodearon de nuevo y la oprimieron al añadir:
—Si yo me casaba con ella antes de que mi padre abdicara, sin importar lo que las reglas y el protocolo pudieran decir al respecto, pensé que iba a ser muy difícil que se negaran a tomarla como mi Reina.
—¿De veras… pensabas casarte… conmigo, pensando que era yo sólo familiar del profesor? —preguntó Victoria incrédula.
—Si los ministros ponían muchas dificultades y amenazaban con provocar una revolución similar a la de Boris —explicó Miklos—, te habría pedido, amor mío, que tuviéramos un matrimonio morganático. —¿Qué habrías contestado entonces?
—¿Necesitas hacer una pregunta tan tonta? —contestó Victoria—. Soy tuya, te pertenezco y, sin importar cómo puedan llamar a nuestro matrimonio, mientras sea yo tu esposa, ¡todo lo demás no tiene… importancia!
Habló con tal pasión que Miklos buscó sus labios y la besó hasta que ella sintió que se había entregado a él sin reserva.
—Te pertenezco —repitió ella—, y en tanto pueda estar contigo… nada importa… y no me preocupa lo que… nadie pueda hacer… o decir.
—Eso es lo que yo siento —dijo Miklos—, y por eso, amada mía, mientras no podía venir a buscarte la vida fue una agonía también para mí.
La estrechó con más fuerza y agregó:
—Ahora tengo todo lo que quiero, y cuento con la persona adecuada para ayudarme a realizar la enorme cantidad de trabajo que me espera en Salona.
Victoria lo miró sorprendida y él preguntó:
—¿En dónde crees que he estado todos estos años, desde que salí de casa?
—Me imaginé que estarías en París… divirtiéndote.
Miklos se echó a reír.
—Sí, estuve primero en París, no sólo para «divertirme»… sé con exactitud lo que quieres decir con eso, sino para hacer otras muchas cosas también.
—¿Qué clase de cosas?
—Fui a ver qué nuevos inventos tienen los franceses, además de escuchar su música encantadora y de bailar con atractivas mujeres.
Vio la expresión en los ojos de Victoria y se echó a reír con suavidad.
—¡No hay necesidad de que te pongas celosa, querida mía! Ninguna era tan hermosa como tú, y cuando las tocaba no sentía las vibraciones que hay entre nosotros y que percibí desde que nos conocimos.
Victoria lanzó un leve suspiro de alivio y él besó su frente antes de continuar diciendo:
—La verdad es que no permanecí mucho tiempo en París. De ahí fui a Inglaterra, y después a los Estados Unidos.
—¿Estuviste en América?
—Sí. Es un país joven, lleno de gente con ideas y eso era lo que yo buscaba.
—¿Ideas? ¿Por qué?
—Porque Salona, como tu propio país, es anticuado y está fuera de época. Ahora que he vuelto, la enfermedad de mi padre me ha dado lo que siempre he querido: manos libres para actuar.
Se detuvo antes de añadir con tono triunfal:
—Podré construir ferrocarriles, fábricas, y llevar a cabo mis proyectos que están surgiendo como hongos en otros países. No permitiré que mi propio país esté a la zaga de ningún otro.
Victoria unió las manos, en un gesto de entusiasmo.
—¡Suena muy emocionante! ¿Y yo… puedo… ayudarte?
—No sólo vas a ayudarme —contestó Miklos—. Vas a ser mi inspiración y me vas a impulsar a hacer más y más, hasta que nuestro país sea aclamado como uno de los más progresistas de Europa.
—¡Oh, Miklos, es una idea maravillosa! —exclamó Victoria—. Pero… ¿estás seguro de que… Salona está a salvo de que… el Príncipe Boris no volverá a… amenazarte, en cuanto se ponga bien?
—Cuando salga de hospital, y va a tardar bastante tiempo en hacerlo, intento mandarlo al exilio por el resto de su vida… Y lo mismo se aplicará a quienes conspiraron con él… cuando salgan de la cárcel.
—¿Cómo pudiste ser tan astuto para derrotarlos sin que hubiera gran derramamiento de sangre? —preguntó Victoria—. ¿Y sin sacrificar la vida de mucha gente inocente?
Ésa era una idea que la había abrumado desde el principio.
Pero ahora comprendió que había estado en lo cierto cuando se dio cuenta, desde el primer momento en que vio a Miklos, que él poseía un innegable aire de autoridad.
—Volví a casa —repuso él—, porque las personas leales a mi padre sospechaban lo que estaba ocurriendo. Me enviaron un mensaje urgente pidiéndome que volviera, pero no estaba muy seguro de cómo iban a recibirme. Por lo tanto, fui primero a un castillo de mi propiedad, que no está lejos de Las Tres Campanas.
Sonrió al decir eso y Victoria exclamó:
—¡Por eso, entonces, era que andabas cabalgando por el bosque!
—Acababa de tener una larga conferencia con gente de mi confianza. Me dijeron que estaban seguros de que Boris estaban planeando una revolución, pero no sabían con exactitud quiénes estaban involucrados y, lo que era más importante, quién estaba minando la lealtad del ejército.
—¡Era ese hombre llamado Luka! —exclamó Victoria.
—¡Exacto! Pero yo no lo supe hasta que tú me lo dijiste.
Victoria levantó la cabeza de su hombro.
—¡Oh, Miklos! Entonces, ¿te ayudé de verdad?
—Me diste la clave de toda la operación cuando me dijiste los nombres de los lugartenientes de confianza de Boris. Por eso mi plan pudo realizarse, sobre todo cuando me dijiste dónde iba a reunirse.
—¿Así que pudiste rodearlos y tomarlos por sorpresa? —preguntó Victoria.
—¡Eso fue lo que hicimos! Otra cosa que adoro en ti, queridita, es tu cerebro, que funciona con perfecta rapidez.
Él deseaba besarla de nuevo, pero ella le puso los dedos contra los labios.
—Primero —dijo—, necesito saber por qué estabas en el palacio esa noche.
—Tuve la impresión —contestó Miklos—, y mi sexto sentido nunca me ha fallado, de que estabas en dificultades. Ya había hecho los arreglos para que salieras de ahí, inmediatamente después del concierto. Después fui al jardín, para estar cerca de ti y para asegurarme de que todo marchaba de acuerdo con mis planes.
Extendió la mano para levantarle la barbilla y mirarla, antes de preguntar:
—¿Cómo te atreviste a hacer algo tan impropio como salir al jardín con el Príncipe Frederik?
—No… pensaba… hacerlo. Pero él… me sacó del Salón Jardín y me hizo bajar la escalinata, antes de que yo me diera cuenta de lo que estaba sucediendo.
—Bueno, pues sucedió —repuso Miklos con severidad—, y aunque no puedo culparlo por desearte, estoy muy enfadado contigo.
—Por favor… perdóname —suplicó Victoria.
—Supongo que tendré que hacerlo. Y te perdonaré por hacer algo tan alocado, tan peligroso y tan absurdo como fue vestirte de campesina. No puedo imaginarme en qué estaba pensando el profesor cuando te llevó con él.
—Como él me quiere mucho, le horrorizó pensar que tendría que casarme con un… viejo como tu padre, para darle otro hijo, porque el libertino Príncipe Vulkan se había marchado a disfrutar de la vida en otras tierras —replicó Victoria bromeando.
Los dedos de Miklos oprimieron su barbilla al responder:
—¡No puedo decidir si debo pegarte o besarte!
Victoria se echó a reír.
—¡Puedes hacer lo que quieras, en tanto me sigas amando! Tal vez te haya enfadado lo que hice, pero si no hubiera ido a Salona a espiar a tu padre, nunca nos habríamos encontrado en el bosque y no te habrías enterado a tiempo de lo que el Príncipe Boris estaba planeando hacer.
—¡Sabes defender muy bien tu caso! Pero veo que necesitas quién cuide de ti. Y aunque tenga que encerrarte, nunca te permitiré que vuelvas a correr riesgos de ese tipo.
—No habrá razón para que lo hagas —dijo Victoria—. Todo lo que yo estaba haciendo era rebelarme, como lo hiciste tú, contra las restricciones impuestas por personas viejas y sin imaginación, que han olvidado lo que significa estar enamorado… si es que lo supieron alguna vez.
La apasionada sinceridad con que hablaba hizo que Miklos sonriera con ternura y preguntara:
—Así que, mi vida, tú andabas buscando el amor, ¿no?
—¡Por supuesto! —reconoció Victoria—. Pero ¿cómo iba a saber que sería tan increíblemente afortunada y que lo encontraría en el bosque donde me había escon…?
No terminó la última palabra, porque los labios de Miklos estaban sobre los suyos.
Él la besó hasta que ella sintió que pequeñas llamas recorrían todo su cuerpo y comprendió que eran provocadas por la pasión que ardía en los labios de él.
Una vez más, el mundo pareció iluminarse con la luz de mil fuegos artificiales.
—Por favor… ¿podremos… casarnos muy pronto? —preguntó Victoria.
—Eso es con exactitud lo que intento hacer —respondió Miklos con firmeza—, y hablaré con tu padre mañana mismo.
—Tal vez a él le parecerá extraño que los planes de tu padre hayan cambiado y que seas tú ahora quien quiera casarse conmigo en su lugar.
—Creo que vas a descubrir que lo que tu padre realmente desea es que su hija sea Reina de Salona.
Victoria sabía que esto era verdad.
—¿Tendremos que estar… comprometidos… mucho tiempo?
—Deja todo en mis manos —contestó Miklos—. Intento decir a tu padre, en plan confidencial, lo que Boris trató de hacer. Le haré suponer que en nuestro país la situación no es muy estable y le insistiré en que lo que necesita es una boda real, seguida, en un futuro no muy distante, por una coronación. Eso, por supuesto, dará a la población cosas muy diferentes en qué pensar.
—Y, por supuesto —exclamó Victoria—, «todo el mundo ama a los enamorados».
—Todo lo que sé es que yo te amo a ti —dijo Miklos con voz grave, y estoy ansioso de decirte cuánto, para hacerte mía.
La besó de nuevo y luego añadió:
—No más disfraces, no más excursiones peligrosas a otros países. Por eso, preciosa mía, ésta es la última vez que nos encontramos en secreto, antes de casarnos.
—¡Oh, no… por favor! Quiero estar contigo… quiero que me beses.
—Eso es lo que yo quiero también, pero tengo que velar por ti y cuidarte mucho. ¡A las princesas no se les permite ser rebeldes! ¡Ése es privilegio de los príncipes!
—¡Lo cual considero muy injusto! —protestó Victoria.
—¿Hay algo más contra lo cual quiere rebelarte?
—Sólo contra el tiempo que tendré que esperar para poder estar contigo y que tú puedas… besarme.
Él se echó a reír.
—Cuando le haya pedido a tu padre tu mano —dijo él—, de forma especial, le diré que necesito declararme a ti con la debida formalidad y eso nos asegurará cuando menos un beso más antes de mi partida.
Victoria hubiera querido decirle que no era suficiente.
Pero él la estaba besando de nuevo, y sus besos, cálidos, apasionados, posesivos, le impedían hablar o pensar. Sólo podía sentir que él la transportaba a las estrellas.
* * *
Había grandes multitudes a los lados de la ruta que seguía la carroza abierta cuando el palacio quedó atrás y Su Alteza Real, la Princesa Victoria, deslizó la mano en la de su esposo, al tiempo que decía:
—Me encantó cada minuto de nuestra boda. No dejaba de pensar que estaba soñando, que no era posible que me estuviera convirtiendo en tu esposa, con el beneplácito de todos.
—Yo no dejé de pensar en lo mucho que te amo.
—Fue solo cuando nos estaban casando —continuó Victoria—, que comprendí que de verdad te llamas Miklos. Me hubiera resultado difícil pensar en ti con otro nombre.
—¿Qué importa cómo me haya llamado? —preguntó él—. Mientras viajé usé el nombre de Conde Miklos, porque no quería que todo cuanto hiciera llegara a oídos de mi padre, ya fuera por medio de los periódicos o de los entremetidos que nunca faltan.
—¿Se enfadó él mucho cuando te fuiste de casa?
—Teníamos constantes discusiones, porque yo veía que todo el país era anticuado y fuera de época. Los argumentos siempre terminaban cuando él decía que era el Soberano de Salona y que no iba a prestar atención a mis ideas, ni a las de nadie, hasta que yo ocupara su lugar.
—Comprendo lo frustrado que debes haberte sentido —exclamó Victoria con voz compasiva.
—Ahora él ya se ha resignado a llevar una vida cómoda, tranquila y sin presiones, bajo la luz del sol, hasta que muera —continuó Miklos.
Victoria miró a su esposo con expresión interrogante.
—¿Quieres decir que él… no va a volver a Salona?
—Me escribió una carta, que recibí apenas ayer, diciendo que es posible que vuelva por una semana o dos, para asistir a bautizo de nuestro primer hijo.
Miklos esperó para ver cómo se ruborizaba su esposa y cuando lo hizo pensó que era la cosa más bella que había visto en su vida.
—Por lo demás —continuó diciendo él—, está listo para abdicar y dejar todo en mis manos. Aunque añade en su carta con un poco de cinismo: «a menos que hagas un lío de todo».
—¡Nunca, nunca harás tú tal cosa! —protestó Victoria—. Eres tan listo y tan eficiente en todo lo que haces, mi querido Miklos, que sé que alcanzarás el éxito en todo lo que te propongas.
—Ambos tenemos que asegurarnos de que así sea —observó Miklos—, pero tengo la impresión de que, por difícil que parezca, triunfaremos porque estamos juntos.
—¡Claro que sí! —reconoció Victoria—. Y, mi amor, tú siempre te sales con la tuya. Pensé que mamá y papá se iban a desmayar cuando dijiste por primera vez que intentabas que nos casáramos en un mes.
Miklos se echó a reír.
—Convencí a tu padre de que sólo estaba pensando en la situación de mi país. ¡Ahora cree que tenemos rebeldes debajo de cada piedra y que un cañón apunta hacia nosotros desde la cumbre de cada montaña!
Victoria rió a su vez.
—Papá se asusta con facilidad, y creo que por eso está ansioso de que yo lleve pronto una corona en la cabeza.
—Todo lo que quiero es coronarte con besos —dijo Miklos con voz profunda—. Intento, preciosa mía, besarte desde la punta de la cabeza hasta las plantas de tus diminutos pies, esta noche y todas las noches, mientras te digo lo mucho que te amo.
De nuevo pequeñas llamas se encendieron en el cuerpo de Victoria y al mismo tiempo se sintió muy tímida.
Había contado cada segundo, cada minuto, cada hora que había pasado antes de poder estar con Miklos. Y aunque él había insistido en que se casaran antes de un mes, a ella le pareció que lo había esperado un siglo.
Ahora ya habían sido casados en la Catedral, y después de un banquete familiar en el palacio se dirigían al sitio donde pasarían su luna de miel: el castillo de Miklos, cercano a Las Tres Campanas.
Al avanzar en una carroza abierta tirada por cuatro caballos, Victoria recordó cómo Miklos había procurado enviarla a ella, al profesor y a los otros dos músicos a lugar seguro, la noche en que aplastó la revolución del Príncipe Boris.
Sólo Miklos, pensó ella, pudo haberlo hecho de forma tan rápida y con tan poca alharaca, de modo que pocas personas en Maglic se habían enterado de lo sucedido.
«¡Eres un hombre maravilloso!», se dijo.
Mientras se casaba, ella había orado pidiendo al cielo que le permitiera hacerlo feliz y ser tan buena esposa que él nunca dejara de amarla.
La carroza había tomado el camino que conducía a Las Tres Campanas y proseguía a través del desfiladero que separaba a los dos países.
Miklos le tomó la mano a Victoria y después de besarla le dio vuelta y presionó su boca contra la palma.
—¡Bienvenida a tu nuevo país, mi amada esposa! —dijo—. ¡Aquí empieza un nuevo capítulo de la vida de ambos!
—Un capítulo muy emocionante —observó Victoria—; pero, amor mío, dondequiera que yo viviera contigo sería el Paraíso.
Ella comprendió que él había contenido el aliento al oírla, y al mirarlo a los ojos advirtió el fuego que ardía en ellos.
—¿Cómo puedes ser tan perfecta? —preguntó él—. ¿Cómo pude ser tan afortunado y haberte encontrado?
—Eso es lo que me pregunto yo misma —dijo Victoria con suavidad—. Y le doy gracias a Dios de rodillas todas las noches, como le di las gracias hoy otra vez, cuando nos estaban casando, por poder ser tu esposa y cuidarte y amarte para siempre.
—Eso es exactamente lo que yo intento hacer con respecto a ti —prometió Miklos—. Y, mi amor, ningún hombre podría tener una esposa más hermosa y adorable que tú.
Debido a que estaba tan concentrada en lo que Miklos estaba diciendo, Victoria no se dio cuenta de que habían cruzado el desfiladero y que los caballos los llevaban por un camino zigzagueante que ascendía por la ladera de la montaña.
Por fin, cuando se detuvieron, ella vio el castillo de Miklos y pensó que parecía sacado de un cuento de hadas.
Era diferente a cualquier castillo que hubiera visto antes y mucho más pequeño y más hermoso de lo que había anticipado.
Brillaba como una piedra preciosa contra la oscuridad de los pinos del fondo.
Había sido construido en una pequeña saliente de la ladera, con la asombrosa vista de la llanura que se extendía enfrente. A un lado, una cascada descendía de la cumbre nevada de la montaña.
Cuando bajaron del carruaje y entraron a través de una reja exquisitamente tallada, ella pensó que el castillo parecía haber sido destinado a los enamorados.
Las habitaciones eran pequeñas; pero, como había podido comprobar en el salón de música del Palacio de Salona, el gusto de Miklos era soberbio.
Todos los detalles revelaban el buen gusto de un conocedor y él le explicó que allí había muchas cosas que había estado coleccionando toda su vida, procedentes de los países que había visitado.
Cuando Miklos la condujo a su dormitorio, ella no encontró palabras para expresar la impresión que éste le causaba.
La enorme cama, drapeada en terciopelo azul, estaba rematada por un artístico dosel y el techo había sido pintado por un artista que Miklos trajo de Italia. Dondequiera que ella miraba, encontraba bellos objetos creados por las manos de grandes maestros.
Pero lo más importante de todo, se dijo Victoria, era que Miklos estaba junto a ella.
Él le desabotonó la capa que ella había usado sobre su vestido de viaje y le soltó las cintas del sombrero.
La atrajo hacia sus brazos; le besó los ojos, las mejillas, la boca, el suave cuello y para Victoria no existió ya nada en el mundo más que él y la maravilla de su amor.
* * *
Más tarde, esa noche, después de cenar en un pequeño comedor decorado en azul y plata, de cuyas velas surgía una luz dorada, semejante a la que ardía en los ojos de ambos, Miklos la condujo al hermoso dormitorio.
Ahí sólo un candelabro de cristal, junto a la cama, con las velas encendidas. Nadie los estaba esperando.
Estaban solos.
Miklos descorrió las cortinas de la ventana y Victoria pudo ver las estrellas en el gran arco que formaba el cielo sobre la planicie que se extendía frente a ellos.
Brillaban en el firmamento unas cuantas luces parpadeantes, como si una o dos estrellas desearan dar luz y alegría a quienes todavía estaban en la tierra.
—¡Es precioso! —suspiró Victoria.
—Como lo eres tú también, mi hermosa esposa —dijo Miklos con voz ronca—. Eres tan hermosa, que tengo miedo de que escapes lejos de mí y vuelvas al bosque donde te encontré por primera vez.
—Nunca… haré eso —contestó Victoria—. Pero me temo que cuando gobiernes este fantástico país, estés demasiado ocupado… para acordarte de mí.
Al decir eso, ella comprendió que era imposible, porque el amor que se tenían era muy grande. Pero deseaba que él la tranquilizara.
Miklos no dijo nada. Empezó a quitarle las horquillas que sujetaban su cabello y éste cayó en ondas sobre sus hombros.
Con mucha lentitud y gentileza, le desabotonó el vestido.
Ella no se movió ni dijo nada para detenerlo. Sólo sintió que había dejado de ser ella misma y que la luz de las estrellas y la de las velas parecían envolverla en un torbellino.
Un leve suspiro escapó de sus labios cuando su vestido cayó al suelo y Miklos se quedó mirándola.
Victoria comprendió que él no sólo la amaba, sino que la adoraba por el ideal que ella simbolizaba en su mente.
Por un momento se miraron uno al otro. Su amor era tan espiritual, tan divino, que ambos dejaron de ser humanos para convertirse en dioses.
Pero, con un murmullo muy humano de deseo, Miklos la tomó en sus brazos y la llevó a las sombras de la gran cama de terciopelo.
La acostó en el lecho y después se reunió con ella.
La rodeó con sus brazos y la atrajo hacia su cuerpo, y cuando la sintió estremecerse, no sólo por el éxtasis a que la transportaba el amor, sino porque se sentía muy tímida, él comprendió que jamás en su vida había sido tan feliz.
Había buscado la belleza en todas partes y en todo lo que veía, pero nunca la había visto concretarse de un modo tan perfecto como en esos momentos.
—¡Te adoro, mi cielo! —exclamó con voz apasionada.
—¡Yo te amo… al extremo de que no hay nada… en el mundo entero, más que… tú!
Victoria se acercó un poco más hacia él, mientras continuaba diciendo:
—Tú llenas el cielo, la tierra, el mar, y ya no estoy sola. Soy tuya, de forma total y absoluta.
—¡Mi amor, mi preciosa, mi corazón, mi alma!
Miklos movió los labios sobre la suave piel femenina y su mano empezó a tocar el cuerpo de ella.
Victoria sintió el fuego que ardía en aquellos labios y la ávida boca encendió llamas en su propio cuerpo.
Luego, cuando Miklos la hizo suya, volaron juntos hacia las estrellas y encontraron el amor que nace de la eternidad y en ella se consume.
No hay fin posible para la maravilla de ese amor, y nadie se rebela contra él, ni ahora, ni nunca.
FIN