Capítulo 4

—¡Es preciosa! —exclamó Yola, cuando su carruaje salió de una de las amplias avenidas a la Plaza de la Concordia.

—Ha sido una completa transformación —reconoció el marqués—, de una ciudad casi medieval, de barrios inmundos y calles estrechas, a lo que es ahora. Y la clara visión del emperador ha sido interpretada en forma admirable por el Barón Haussman.

Habló con tanto entusiasmo que hizo a Yola decir casi involuntariamente:

—Habla usted como si admirara al emperador.

—Así es, lo admiro por lo que ha logrado —contestó el marqués.

—¿Y como hombre?

El marqués sonrió al decir:

—Creo que dejaré que juzgue a su majestad por usted misma, ya que sin duda alguna lo conocerá durante su estancia en París.

—¿Por qué piensa eso?

El marqués volvió a sonreír y a ella le pareció que lo hacía de una manera burlona.

—La forma en que apareció anoche, la envidia que causó entre las mujeres y la admiración de los hombres, sin duda le fueron relatados esta mañana al emperador, durante su petite déjeuner.

—Creo que está usted halagándome en exceso —protestó Yola.

—Pensaré que es usted una hipócrita —replicó el marqués—, si pretende que no estoy diciendo la verdad.

Continuaron avanzando en el carruaje, y mientras Yola admiraba los nuevos edificios, las hermosas fuentes y la magnificencia pasmosa de los Champs Elysées, sus pensamientos estaban concentrados en el marqués.

Había pensado, la noche anterior, que era sólo el hombre ocioso, perseguidor incansable del placer, que ella esperaba que fuera.

Aunque él había tratado de hablar a solas con ella en el jardín, eran interrumpidos a cada momento por mujeres que lo invitaban a su casa, a fiestas, a tête-à-têtes, todas decididas a atraer la atención del marqués.

«Eso es lo que a él le gusta» había pensado Yola, desdeñosa y se había ido a la cama segura de que su opinión era la misma que había sospechado que tendría.

Pero, por alguna razón, esa mañana parecía un hombre diferente.

Mientras le mostraba París, conduciendo con una habilidad que una experta como era ella no podía dejar de admirar, había una nota de seriedad en su voz que lo hacía aún más atractivo.

—Hay tanto de París que me gustaría mostrarle —dijo—, no sólo los esplendores de la nueva Opera y el Palacio de las Tullerías, sino también el París popular, los salones de baile donde se reúnen las vendedoras, que tienen toda la alegría espontánea de que carecen las fiestas de sociedad.

—Me gustaría ver ese lado de París también —contestó Yola.

—¿De veras? Se lo sugerí sólo para ver su reacción. Estoy seguro de que usted lo encontraría demasiado aburrido.

—¿Por qué piensa eso? —preguntó ella con voz aguda.

—Porque es diferente, supongo, a todo lo que ha conocido hasta ahora —contestó él.

—Está usted suponiendo muchas cosas sobre mí, que tal vez no sean ciertas —comentó Yola.

—Entonces, dígame cuál es la verdad.

Ella no contestó y después de un momento, el marqués continuó:

—Se está mostrando muy enigmática y misteriosa. ¿Es una pose, o hay alguna razón para ello?

—Creo que esa pregunta es muy poco cortés —contestó Yola.

El marqués rió de buena gana.

—No fue mi intención ser descortés. Lo que pasa es que estoy interesado en usted.

A Yola le hubiera gustado contestar: «Como está interesado en tantas otras mujeres». Pero se concretó a decir con suavidad:

—Me doy perfecta cuenta del honor que me hace al pasar tanto tiempo conmigo y expresar su interés.

—Ahora está siendo sarcástica.

—Pero, como usted mismo diría… es la verdad. Aun en el campo recibimos periódicos y veo su nombre entre los que están presentes en toda ocasión notable.

—¿Puedo preguntarle por qué se interesa en mí? —preguntó el marqués.

Yola comprendió que había sido un poco indiscreta y se apresuró a contestar:

—Siempre me han interesado los amigos de Aimée y ella lo ha mencionado cuando hablaba de las diferentes personas a las que conoce.

—Aimée es una mujer de una inteligencia excepcional. Nadie podría sostenerse en la posición de ella con tanto encanto y tanta dignidad.

Se detuvo y, volviendo su rostro por un momento para ver a Yola, preguntó:

—¿Es eso lo que usted desea también? ¿Un salón y un protector tan rico y distinguido como el duc?

Sólo por un segundo Yola pensó que su pregunta era insultante.

Luego recordó que, considerando sus labios rojos, el que anduviera sola con un hombre al que tenía tan poco tiempo de conocer y su amistad con Aimée, sólo podía sacarse una conclusión de su conducta.

Eso era lo que ella había querido y lo que se esforzaba en lograr. Al mismo tiempo, le produjo una fuerte impresión, nada agradable saber lo que él estaba pensando, y después de un momento contestó:

—No he… decidido todavía mi… futuro.

—¿Tiene alguna otra alternativa, aparte de causar sensación en París?

—Podría… casarme.

—Me imagino que ésa es una posibilidad —aceptó el marqués— y tengo la impresión de que eso es por lo que ha venido a París, para decidir si debe decir sí o no.

«Él es extremadamente perceptivo», decidió Yola, y después de un breve silencio respondió:

—No quiero hablar de mí misma. Cuénteme más de cómo era París antes que la mitad de la ciudad fuera derruida.

—¿Le interesa saber —preguntó el marqués—, que en 1851 había sólo trece kilómetros de alcantarillas subterráneas para satisfacer las necesidades higiénicas de toda la ciudad y que las condiciones de insalubridad que había en ella provocaban una cantidad anormal de muertes?

De nuevo se burlaba de ella, pero Yola se echó a reír.

—Aunque parezca extraño, estoy interesada —contestó—. He leído bastantes libros que describen cómo era París en el Siglo XVIII y la forma en que vivía la gente pobre en verdad me conmovía.

—Para mucha de esa gente las condiciones actuales no son mucho mejores que entonces —dijo el marqués—. Veamos, ese elegante vestido que llevaba usted puesto anoche debe haber costado unos mil seiscientos francos; pero las costureras que trabajan en esos vestidos ganan un promedio de tres francos a la semana.

—Ahora está tratando de hacerme sentir incómoda —protestó Yola en tono acusador—. Si las mujeres como yo no compráramos vestidos, habría centenares de costureras sin trabajo.

Continuaron un pequeño duelo de palabras, en una forma que Yola consideró excitante, hasta que el marqués la llevó de regreso a la Rué du Faubourg Saint-Honoré.

Al detenerse el carruaje frente a la puerta de entrada, el marqués preguntó:

—¿Cenará conmigo esta noche?

Yola titubeó.

Deseaba aceptar su invitación. Al mismo tiempo, no quería que él pensara que estaba ansiosa de conquistarlo, como parecían estarlo tantas otras mujeres.

Se dijo a sí misma que no tenía la menor importancia lo que el marqués pensara de su conducta.

De hecho había decidido ya que no se casaría con él, y una vez que estuviera segura de su decisión, entre más pronto volviera al castillo a enfrentarse con su abuela, mejor.

—Gracias —contestó por fin—. ¿Cómo debo arreglarme… tres chic, o va a llevarme a bailar a los barrios bajos?

—Haré eso en otra ocasión —contestó el marqués—, pero esta noche quiero hablar con usted.

—¿Sobre qué?

—¿Necesita preguntármelo? —contestó él, torciendo ligeramente los labios—. Y como en realidad tengo intenciones de hablar, no la voy a llevar al Café Anglais, ni a ningún otro sitio muy grande y lleno de gente. Cenaremos mejor en el Grand Vefour. Si usted no sabe ya cómo es, pregunte a Aimée sobre el lugar.

Cuando Yola preguntó a Aimée sobre el Grand Vefour, Aimée palmoteo.

—¡Así que planea tener una cena muy íntima contigo! —exclamó—. Eso es lo que hemos estado esperando. Ahora podrás juzgar por ti misma cómo es realmente. Es imposible hacerlo en una habitación llena de gente o cuando él está ocupado con sus caballos.

Aimée entonces explicó a Yola que el Grand Vefour estaba en el Palais Royal, que el Duc d’Orleans, que había sido en parte responsable de la Revolución, había convertido en un lugar de tiendas; restaurantes y salas de juego y que, gracias a este negocio el Duc d’Orleans era el hombre más rico de Francia.

—El Grand Vefour es interesante porque se ha conservado igual que en la época de la Revolución —dijo Aimée—. La comida es excelente, y es el lugar adonde va la gente cuando quiere estar en privado.

—¿Qué me pondré? —preguntó Yola.

No es necesario decir cuan importante tema femenino ocupó la mente de ambas por un buen rato.

Cuando finalmente Yola entró en el salón donde el marqués la estaba esperando, llevaba puesto uno de los trajes de Pierre Floret que fa favorecía aún más que el que había usado la noche anterior.

Era mucho más sencillo y el color verde hoja, muy pálido, hacía que su cutis se viera aterciopelado y se reflejara en sus ojos.

Sentía una extraña excitación al pensar en la velada que la esperaba; pero había también una leve insinuación de temor en sus ojos, porque nunca antes había cenado sola con un hombre. Le parecía que aquello era tan escandaloso que le daba miedo su propio atrevimiento.

El marqués vestía con impecable elegancia y tal vez, pensó Yola, no tan burlón como de costumbre, se quedó inmóvil por un momento, entró en la habitación y la contempló en silencio.

Entonces caminó hacia ella, para tomar su mano y llevársela a los labios.

—Un millón de hombres debe haberle dicho que es usted muy hermosa —dijo—, y yo sólo puedo decir que ése es un adjetivo muy inadecuado.

—Yo comprendo que usted ha tenido mucha práctica en decir cosas tan agradables como ésa —contestó Yola—, pero confieso que las escucho con gran satisfacción de mi parte.

—¿Por qué? —preguntó el marqués.

—Porque temía que me sentiría insignificante en París. Todo lo que había escuchado sobre la ciudad era tan abrumador que suponía que me ocultaría en un rincón, como un ratoncito del campo, y pasaría inadvertida.

—¿Y qué ha sucedido, en cambio?

—Que me encuentro cenando con el caballero más discutido de la Haute Societé —contestó Yola.

Ella trataba de ser provocativa; intentaba, si era posible molestarlo un poco. Pero, para su sorpresa, él echó la cabeza hacia atrás, en una alegre carcajada.

—¡Maravilloso! —exclamó—. ¡Estoy seguro de que pensó eso mientras se bañaba!

Para irritación suya, Yola sintió que se estaba ruborizando porque eso era exactamente lo que había sucedido.

—Ahora que ya ha dicho su parlamento —continuó el marqués—, permítame decirle que es usted encantadora y que es, sin duda, un crimen que la lleve a un lugar donde, a falta de un público más amplio, tendrá que brillar sólo para mí.

—Usted me lo advirtió. Y supongo que si hubiera insistido me habría llevado al Café Anglais.

—Todavía hay tiempo de que cambie de opinión —contestó él.

A Yola le molestó verlo tan seguro de sí mismo.

Sabía que la mayor parte de las mujeres preferirían estar solas con él, que recibir los aplausos de una multitud.

—Aimée me dice que la comida en el Grand Vefour es excelente, y en realidad, tengo mucha hambre —dijo Yola.

Ella se volvió hacia la puerta, y oyó que reía suavemente mientras la seguía, como si no hubiera logrado engañarlo.

Había un carruaje cerrado esperándolos afuera con dos hombres en el pescante, que ostentaban la librea de los Montereau. Nuevamente, los caballos eran extraordinarios.

De pronto se le ocurrió a Yola que la forma de vivir del marqués debía costar mucho dinero. En cuyo caso, se preguntó a sí misma, ¿quién estaba pagando todos sus lujos?

Su abuela había dicho que la familia Montereau perdió todo durante la Revolución, y ella había oído decir a su padre, que los padres del marqués vivían con mucha frugalidad en una casita en las afueras de París.

Estaba segura de que la razón por la que el marqués había vivido de niño en el Castillo de Beauharnais era porque al morir su padre, la madre había quedado en la miseria y el abuelo de ella se había compadecido de su situación.

En el castillo había buenos caballos y tutores que enseñaran a montar al joven marqués. De otra manera no los habría tenido a su disposición.

Así que, ¿de dónde le venía ahora tanta opulencia? Se preguntó Yola, y pensó llena de desprecio que el marqués debía recibir ayuda económica de las mujeres que lo amaban.

Aquella idea la asqueó y le pareció degradante pensar que la cena de la que iba a disfrutar sería pagada por otra mujer.

Como si él hubiera sentido la rigidez que trae consigo el replegarse en sí misma, el marqués se reclinó en un rincón del carruaje y la miró con ojos de expresión traviesa.

—¿Qué la está preocupando?

—¿Cómo sabe que algo me está preocupando? —preguntó Yola con frialdad.

—Tiene usted ojos muy expresivos. Siempre me han dicho que los ojos son el espejo del alma, pero los suyos revelan sus pensamientos, sus sentimientos y los impulsos de su corazón.

—Si está tratando de decirme que lee mis pensamientos —contestó Yola—, permítame decirle, monsieur, que aun así guardaré mis secretos.

—Me niego a que me llame monsieur —replicó el marqués—. Yo soy Leo para ti y tú serás Yola para mí, y nos tutearemos. ¿Quieres que te diga por qué?

—Sí —contestó ella, tratando de no mostrarse curiosa.

—Porque estamos iniciando un viaje de descubrimiento —contestó él—. Vamos a aprender mucho uno sobre el otro, tú y yo. Y lo primero que tenemos que hacer es quitar del ambiente todo lo que sea superfluo o lo que nos inhiba.

Yola pareció asombrada.

Era extraño oír que él deseaba descubrir cosas sobre ella, como ella deseaba descubrirlas acerca de él.

Entonces se dijo a sí misma que era el tipo de coqueteo que cualquier hombre, en la posición del marqués, haría a una mujer que iba a cenar sola con él.

Sólo hubiera querido tener más experiencia con otros hombres, para poder compararlo con ellos.

Como había conocido a muy pocos y ciertamente nunca había cenado con uno de ellos sola, le resultaba difícil, pensó, decidir cuándo el marqués estaba diciendo la verdad y cuándo estaba usando su famosa atracción personal como lo había hecho con tantas otras mujeres.

El Grand Vefour era, por cierto, un lugar que inducía a la intimidad.

Era muy pequeño y los muros y el techo estaban pintados con el mismo diseño de flores y frutas que tenía cuando se abrió por vez primera.

Había sólo unos cuantos sofás de terciopelo rojo en cada uno de los dos salones, y estaban separados tan discretamente uno de otro, que era imposible que se escuchara una conversación que se efectuara en voz baja.

Yola miró a su alrededor encantada.

El lugar era parte de la historia y se preguntó cuántos de los grandes personajes que figuraron en la Revolución habían visto reflejada su efigie en los espejos, como ella lo hacía ahora, o habían disfrutado de una buena comida allí, antes de dirigirse al encuentro de su propia muerte o a dar muerte a sus enemigos.

El marqués era obviamente un parroquiano muy bienvenido. Los recibieron con considerables caravanas y los condujeron a un rincón de la habitación.

A Yola le presentaron un largo menú manuscrito, pero ella lo cerró y dijo al marqués:

—Prefiero no hacer la selección yo misma, aunque me gustaría probar una de sus especialidades.

Fue inevitable una prolongada discusión con el capitán sobre los diversos platillos que iban a servirles y después sobre el vino. Yola esperó hasta que el marqués, una vez que terminó de dar la orden, se volvió en su asiento, para mirarla.

—¿Y bien? —preguntó él.

—¿Bien qué? —preguntó ella a su vez.

—¿Qué conclusiones has sacado sobre mí? He visto en tus ojos varias expresiones diferentes, la mayor parte de ellas de crítica.

—¿Por qué supones que eran de crítica? —contestó Yola.

—No es sólo lo que veo, es también lo que siento. Cuando hablamos anoche por unos momentos, tuve la impresión de que estabas sosteniendo un duelo de palabras conmigo.

Yola desvió la mirada hacia otro lado, para que él no pudiera ver la expresión asombrada de sus ojos.

—En lo que a mí se refiere —continuó el marqués—, no hay necesidad de que digas nada. Creo que sé lo que estás pensando y sintiendo, y esto me intriga como nada me había intrigado nunca antes.

—Yo no… creo que eso… sea cierto —dijo Yola, a quien le resultaba difícil saber qué contestar.

—Es una pérdida de tiempo negar algo que tú y yo sabemos que es del todo cierto —insistió el marqués—. Así que repito mi pregunta de anoche: ¿quién eres y de dónde vienes?

—Como eres tan perceptivo, no creo que haya necesidad de que yo conteste a eso con palabras.

—¿Cómo puedo tratar de retener un trozo de azogue con la mano? —preguntó el marqués—. Pero déjame decirte una cosa: antes de conocerte, habría apostado una considerable suma de dinero a que sería imposible que yo no supiera muchas cosas sobre una mujer, cualquier mujer, después de unas horas de conocerla.

Se detuvo antes de continuar en voz baja:

—Contigo es completamente diferente. Hay algo que no entiendo, algo a lo que no puedo dar un nombre, pero que, sin duda, está ahí.

—Entonces, tal vez, este «viaje de descubrimiento» te llevará más tiempo del que habías supuesto.

—Puedo tomar todo el tiempo que tú permitas. Yo no tengo prisa.

—Pero yo sí —contestó Yola—. Intento pasar muy poco tiempo en París.

—Entonces piensas que tu problema tendrá respuesta muy pronto… casarte o no casarte.

—Estaba casi segura de tener la respuesta antes de llegar.

El marqués la miró por un largo momento antes de decir:

—Y ahora estás insegura… ¿por qué?

Porque la atemorizó el hecho de que él se estaba mostrando demasiado intuitivo.

Pero Yola simplemente se encogió de hombros y contesto:

—Tal vez Aimée me ha hecho sentir envidiosa.

El marqués se quedó en silencio un poco de tiempo antes de decir:

—¿Pensarías en unirte a les expertes des sciences galantes, les grandes cocottes de París, que son indiscutiblemente una del las piezas de exhibición de la ciudad?

Yola se dijo a sí misma que no debía sentirse insultada por la pregunta o por el hecho de que el punto de vista de él sobre la posición de Aimée fuera diferente de como ella misma la juzgaba.

Trató de encontrar palabras con las cuales responder, pero entonces lo oyó reír suavemente, mientras decía:

—Tal vez estoy equivocado, pero algo me dice que no tienes la menor intención de entrar en ese mundo del que hablamos. Y si es así, ¿por qué te vistes como lo haces? ¿Y por qué ese color escarlata en los labios, que es del todo innecesario?

Yola contuvo la respiración.

Temió que el marqués, con su extraña percepción, pudiera penetrar más allá de su disfraz, pero luego se dijo a sí misma que tales temores eran ridículos.

Aun si sospechaba que no era tan mundana como estaba tratando de parecer, no podía tener idea de que estaba hablando con la chica que en el futuro podría convertirse en su esposa.

—Te dije que tenía miedo de parecer un ratoncito de campo en el brillante esplendor de París —dijo ella.

—¡Los ratones de campo no se parecen a ti! —contestó el marqués—. Pero, como un ratoncito, Yola, estás tratando de evadirme, de escapar, de impedir que te atrape. Pero tus esfuerzos por huir de mí, permíteme decírtelo, son del todo inútiles.

Yola se salvó del compromiso de tener que contestar aquello, porque en ese momento llegó el primer platillo ordenado.

Era, en realidad, delicioso, pero de algún modo había perdido el apetito, tenía la extraña sensación de que algo le oprimía la garganta y que le sería imposible pasar un bocado siquiera.

Bebió un poco de champaña y pensó que eso le producía una cierta alegría que hacía que su conversación fuera chispeante, como la bebida misma.

Mientras comían, el marques la hizo reír, pero aunque algunas veces se mostraba despreciativo respecto a la gente que conocía, era tan ingenioso en su forma de decir las cosas y en los giros que daba a sus frases, que Yola pensó que habría divertido mucho a su padre.

«Puedo comprender por qué papá simpatizaba con él» pensó «Al mismo tiempo, papá no podía saber que el marqués se había convertido en un consumado socialité».

A su padre nunca le había gustado la vida de la ciudad y estaba satisfecho permaneciendo en el castillo, excepto cuando viajaba, casi siempre, Yola lo sabía muy bien, para estar con madame Renazé.

Pero al ver al marqués tan elegante y meticulosamente vestido; al darse cuenta del ingenio que poseía, que la hacía reír tanto a ella y que atraía a la gente que lo había aplaudido la noche anterior, no podía imaginárselo en la tranquilidad del castillo.

«No» pensó ella, «aquí tiene ya su propio nicho, en el que brilla como si fuera un actor de renombre en el escenario. No le gustaría ser opacado por el castillo, que a través de los siglos ha visto miles de hombres como él llegar e irse».

Al mismo tiempo no podía menos de reconocer, aunque detestaba tener que hacerlo, que el marqués poseía una fascinación desusada.

Cuando terminó la comida y sólo quedó el café frente a ellos, el marqués se reclinó en su asiento, con una copa de brandy en la mano, y dijo:

—Ahora, continuemos nuestra conversación donde la habíamos dejado. Demasiada seriedad a la hora de la comida conduce a la indigestión.

—Yo no he venido a París a estar seria —contestó Yola.

—Como estás al borde de una decisión que afectará tu vida, nada podía ser más serio, ni más importante —la contradijo el marqués—. Cuéntame sobre ese hombre… ¿está enamorado de ti?

No esperó la respuesta de Yola, sino que añadió:

—¡Claro que lo está! Está absurda, locamente enamorado de ti. Tú eres todo lo que él ha buscado y anhelado encontrar en la mujer con la que soñaba casarse.

Había una nota en su voz, que hizo a Yola sentir que estaba hablando con demasiada intimidad. Pero antes que pudiera protestar, el marqués preguntó:

—¿Estás enamorada de él?

Yola movió la cabeza de un lado a otro.

—¡Entonces, ahí está tu respuesta!

—¿Por qué?

—Porque un matrimonio sin amor puede convertirse en un infierno en la Tierra.

—La mayor parte de la gente en Francia se casa sin amor, en matrimonios arreglados por sus padres.

—La mayor parte de las mujeres no son tan sensitivas como tú —contestó él—. ¿Podrías vivir con un hombre al que no amaras, que no fuera para ti algo muy especial, que ningún otro hombre podría ser?

—Eso es lo que… yo misma… pensé —dijo Yola, como si las palabras le fueran arrancadas a la fuerza—. Al mismo tiempo, ¿qué otra… alternativa tengo?

—No la que estás considerando —contestó el marqués con voz aguda—. Debías esperar hasta enamorarte.

—¿Y qué tal si eso no sucede nunca? Es sólo en los cuentos de hadas donde el final feliz es inevitable.

El marqués le tomó la mano.

—¿Me permites leerte el futuro? —preguntó—. ¿Puedo decirte que eres como la Bella Durmiente, que todavía no ha despertado ni ha comprendido lo que significa el amor? Un día lo sabrás y entonces te darás cuenta de que nada más que eso tiene importancia en el mundo.

Yola se sintió tan asombrada de la seriedad con que había hablado el marqués, que lo miró fijamente. Los ojos de él se clavaron en los suyos y Yola desvió la mirada, temerosa de que él pudiera leer sus pensamientos.

Con un enorme esfuerzo se obligo a decir:

—¿Cómo sabes que yo no… he estado ya… enamorada… que no lo estoy… en este… momento?

—No podrías engañarme aunque quisieras —contestó el marqués.

—No estoy tratando de hacerlo. Estoy diciendo simplemente que supones muchas cosas con las que no estoy dispuesta a mostrarme de acuerdo.

—Mírame, Yola.

Ella quería negarse, pero de alguna manera, sin que su voluntad interviniera, se encontró mirándolo a los ojos, con el rostro de él muy cerca del de ella.

—Podría jurar, por todo lo que me es sagrado, que tú no solo nunca has estado enamorada, sino que ningún hombre te ha tocado jamás.

Sus palabras causaron una fuerte impresión en Yola y sintió que sus dedos temblaban en los de él, que todavía tenía asida su mano, y le fue imposible evitar que el color subiera a sus mejillas.

—Sabía que no estaba equivocado —dijo el marqués, y había una nota de triunfo en su voz. Yola retiró la mano.

—Creo qué es hora ya de que nos vayamos.

—Por supuesto —aceptó el marqués.

Pidió la cuenta. Entonces, mientras colocaba sobre los hombros de Yola la capa de terciopelo verde que hacía juego con su vestido, el marqués preguntó:

—¿Adonde te gustaría ir?

Estaba a punto de contestar que no sabía, cuando un hombre salió de otro de los reservados y caminó hacia su mesa.

Cuando llegó hasta ellos, Yola levantó la mirada y comprendió que era el Príncipe Napoleón.

Mademoiselle Lefleur —dijo—. Me siento encantado de volver a verla.

Le besó la mano y luego se volvió hacia el marqués.

—Debía haber adivinado, Leo, que me tomarías la delantera. En realidad, pregunté a la adorable Aimée anoche si mademoiselle estaba libre para cenar conmigo, pero me dijo que ya tenía compromiso.

El príncipe levantó las manos en un gesto teatral.

—¡Leo… es siempre Leo! —dijo a Yola—. ¡Una noche de éstas, yo o algún otro caballero frustrado, lo vamos a ahogar en el Sena!

—¿Podría usted ser tan cruel? —preguntó Yola.

—¿Con él? ¡Claro que sí! —contestó el príncipe—. ¿Con usted? ¡Jamás!

—Nos marchábamos en estos momentos —dijo el marqués.

—Entonces les diré lo que voy a hacer —habló el príncipe—. Los llevaré a ambos a una fiesta que ofrece una amiga mía. La reunión divertirá a mademoiselle Lefleur. Y mi amiga, desde luego, estará encantada de recibiste, Leo.

—¿De quién se trata? —preguntó el marqués.

—¿De quién sino de la fascinante La Paiva? —contestó el príncipe.

A pesar de ella misma, Yola se puso rígida.

Había aprendido, a través de las muchachas de la escuela, los nombres de las más famosas cortesanas de París y sabía que La Paiva era la más importante de todas ellas.

Todos los periódicos hablaban de sus joyas y, su casa de los Champs Elysées, que su amante, un millonario alemán le había regalado, era tan fantástica que los reporteros no encontraban calificativos para describirla.

Yola había leído del baño de La Paiva, hecho de ónix macizo, con llaves esculpidas en oro y recubiertas de piedras preciosas.

Sabía de la forma opulenta en que iba vestida y enjoyada, cuando asistía a las carreras en Longchamps, a los estrenos teatrales y a la ópera, y que su palco en el Théatre des Italiens estaba frente al palco imperial.

Tal vez los periódicos franceses dejaban algunos acontecimientos sin comentar, pero a La Paiva le dedicaban columnas enteras, día tras día, semana tras semana, y en ese año de la Exposición internacional más de un escritor había mencionado que no había parisina más interesante, ni más espléndida que La Paiva.

Al mismo tiempo, Yola se daba perfecta cuenta de que La Paiva simbolizaba a las demi-mondaines de las que madame Renazé y Aimée habían hablado con tanto desdén.

Como madame había dicho, tanto ella como Aimée eran de hecho una segunda esposa para un hombre, y nunca habrían manchado sus labios con ese nombre ordinario que describía a La Paiva y su tipo de cortesana.

Yola estaba a punto de decir al príncipe que no tenía intención alguna de ir a una fiesta de una mujer así, pero el marqués intervino en ese momento.

—Su Alteza Imperial es muy amable —contestó él—, y le agradezco, señor, que haya pensado en nosotros, pero desafortunadamente mademoiselle y yo tenemos un compromiso anterior.

—¿De veras? —preguntó el príncipe—. ¿En dónde?

—En la casa de unos amigos, señor, que nos esperan después de la cena. Hemos prometido reunimos con ellos y no quisiéramos desilusionarlos.

El príncipe se encogió de hombros, como si hubiera aceptado la derrota y entonces dijo:

—Si no los entretienen demasiado tiempo, reúnanse conmigo, aunque sea por una media hora.

No esperó a que el marqués le contestara, sino que tomó la mano de Yola entre las dos suyas y murmuró:

—Quiero que venga. Quiero verla otra vez, ¡hay tanto que quiero decirle!

Hablaba de un modo que nadie, por joven o inocente que fuera, hubiera dejado de comprender. Como Yola lo mirara con expresión de incertidumbre, el príncipe agregó con suavidad:

—Anoche perdí el corazón. No puede ser tan cruel como para no permitirme que le hable sobre ello.

—Su Alteza Imperial es muy amable, pero como el marqués le ha dicho ya, habíamos adquirido antes un compromiso.

—¿Por qué no lo deja ir solo y se viene conmigo? —preguntó el príncipe—. Le aseguro que él no sé quedará solo y triste mucho tiempo.

—De eso estoy segura —contestó Yola—, pero pienso que Su Alteza Imperial no querrá que yo parezca descortés con mis amigos.

—Con toda franqueza, no me interesa en lo más mínimo lo que usted les parezca a ellos —contestó el príncipe—. ¡Todo lo que quiero es que usted sea cortés, y quizá algo más, conmigo!

El brillo de sus ojos reveló a Yola que estaba dispuesto a pelear para salirse con la suya, pero ella retiró su mano y dijo:

—Lo siento, monsieur.

—Sería un consuelo poder creer que de veras lo siente —contestó el príncipe—, pero espero verla mañana. ¿Puede cenar conmigo?

Yola contuvo el aliento, pero de nuevo intervino el marqués.

—Es una gran pena, señor, pero he hecho arreglos para llevar mañana al teatro al duc, Aimée y a mademoiselle.

El príncipe miró furioso al marqués y resultó obvio que sospechaba que aquello no era verdad.

—¡Maldito seas, Leo! ¡Ésta no es la primera vez que resultas un estorbo y, con franqueza, lo resiento profundamente!

—Y yo lamento con toda sinceridad, señor, que considere esto como una cosa personal —dijo el marqués—. Es sólo que la visita de mademoiselle a París es tan corta, que ya se ha preparado un programa completo para ella.

—¡Entonces puede ser cancelado! —dijo el príncipe, casi escupiendo las palabras—. ¡Y de algo pueden ustedes estar seguros… yo me encargaré de que lo sea!

Una vez más tomó la mano de Yola entre las suyas.

—Es usted fascinante, irresistible, y le aseguro que no me daré por vencido fácilmente.

Besó su mano, y sus labios permanecieron más tiempo del necesario en la piel suave de ella. Entonces, con una mirada de furia al marqués se dirigió de nuevo al salón privado del que había salido dejándolos solos.

El marques colocó su mano bajo el codo de Yola y dijo:

—¡Entre más pronto nos vayamos de aquí, mejor!

El carruaje estaba afuera y cuando subió a él, Yola se dijo a sí misma que de no haber estado ahí el marqués, habría sentido mucho miedo.

El príncipe, hombre dominante que pertenecía a la realeza, consideraba presuntuoso de parte del marqués obstaculizar sus planes y fuera de lo común que una mujer como Yola no cediera al instante a sus requiebros.

Ya con la puerta cerrada y los caballos en marcha, ella preguntó muy nerviosa:

—¿No te acarreará esto… —Dificultades?

—¿Estás pensando en mí?

—Por supuesto —contestó ella—. Y gracias por protegerme. Comprendí que eso era lo que estabas haciendo.

—¿Estás absolutamente segura de que no te hubiera gustado aceptar la invitación del príncipe? Después de todo, es un hombre muy importante.

—No tengo… deseos de estar… a solas con el… príncipe.

Hizo un esfuerzo por hablar con calma, pero había un perceptible estremecimiento en su voz cuando dijo «a solas» que el marqués notó.

—Esta clase de vida no es para ti —dijo él con voz aguda. Yola no contestó y él le preguntó:

—¿Cuántos años tienes?

La pregunta era firme y, como no la esperaba, Yola tartamudeó para decir lo que ella y Aimée habían decidido que diría.

—Te -tengo… ve-veintidós años… casi veintitrés.

—¡No lo creo!

Yola guardó silencio y después de un momento él continuó:

—Puedo creer que acabas de salir del convento y que no has visto nada de los hombres y las mujeres del mundo… de ningún tipo de mundo. Por lo demás, estoy seguro de que eres mucho más joven.

—Siempre he sabido que es incorrecto hablar de la edad de una dama —dijo Yola en una voz muy baja.

—El número de años no importa en realidad —dijo el marqués—. Es lo que sientes y lo que eres lo que cuenta. ¡Y yo sé en el fondo de mi corazón que eres poco más que una niña y no estás capacitada para enfrentarte a un hombre como el príncipe!

—Entonces no… trataré con… él. No puede forzarme a estar… con él.

—Usará todas las armas a su alcance para conseguir lo que se propone —dijo el marqués—. ¡Nadie rechaza sus pretensiones… ninguna mujer se le niega! Te abrumará y perseguirá, como el cazador persigue a su presa, hasta que te capture.

Yola dio un involuntario gritito de horror y dijo:

—Estás tratando de… asustarme. Nadie me puede obligar a aceptar las solicitaciones del príncipe. ¡Creo que es un hombre… horrible!

—¿Prefieres estar conmigo?

Antes de poder pensar en lo que iba a decir, Yola declaró la verdad.

—Por supuesto, sin la menor duda.

—Eso era lo que quería oír. Y no tengas miedo… yo me encargaré de que el príncipe no te asuste.

—Pero ¿qué podría hacerte… a ti?

—Puede volverse muy desagradable —dijo el marqués, con una nota de seriedad en su voz—. Pero creo que no sea muy probable que lo haga. Si la gente pregunta la razón de su enemistad conmigo y se da cuenta de que es despecho por una mujer, eso dañaría su reputación de irresistible donjuán.

—Espero que… tengas razón —dijo Yola nerviosa.

—Olvidemos el incidente.

El marqués extendió el brazo sobre el respaldo del asiento de modo que quedó detrás de ella.

—No debemos pensar en lo sucedido —añadió en un tono encantador—. En cambio, me gustaría decirte lo que he sentido esta noche, desde que hemos estado juntos y solos.

Había una nota diferente en su voz y Yola pensó de pronto, que en cierta forma, el marqués era todavía más peligroso de lo que había sido el príncipe.

Sabía que iba a empezar a cortejarla y como tenía miedo de sus propios sentimientos y se sentía insegura y desconcertada, exclamó:

—¡No!

—¿Por qué dices eso? —preguntó el marqués.

—Porque no… quiero que… digas lo que… creo que intentas… decir.

—¿Así que eres tan perceptiva cómo yo?

—Sólo en esto… creo.

—Sabías que iba a decirte lo mucho que me atraes, cómo he estado pensando en ti desde que hiciste esa dramática entrada anoche, tan hábilmente preparada por ti y por Aimée.

Yola lo miró asombrada y advirtió que él estaba muy cerca de ella.

Las nuevas luces de gas instaladas por el Barón Haussman, brillaron sobre el rostro del marqués cuando el carruaje pasó junto a ellas y la expresión de sus ojos hizo que su corazón diera un salto.

—Lo sabes sin que necesite decírtelo —dijo el marqués—, que quiero besarte, que lo deseo más intensamente de lo que he deseado nada en mi vida.

—¡No! —dijo Yola de nuevo, volviendo la cabeza hacia la ventanilla.

El marqués miró su perfil por un momento. Entonces le preguntó con mucha suavidad:

—¿Cuántos hombres te han besado ya?

Yola no contestó y después de un momento él dijo:

—No necesitas contestarme esa pregunta. ¡Oh, querida mía!, eres muy transparente. Es como mirar una corriente de agua clara…

—Creo que debíamos… volver a casa —interrumpió Yola, un poco nerviosa.

—He dicho al carruaje que nos lleve al bois —contestó el marqués—. Hay algo que quiero mostrarte cuando no está invadido por el mundo de la moda y cuando los ruiseñores pueden oírse en el silencio.

Yola pensó que si era sensata protestaría ante la idea e insistiría en que se fueran directamente a la casa.

Pero en lugar de hacer esto se alejó un poco más del marqué, hacia su propio rincón del carruaje. Y se dio cuenta de que él no se acercaba otra vez a ella, sino que se mantenía en su lugar.

Había retirado el brazo del respaldo, y de la espalda de ella, y se concretaba a mirarla; pero como tenía miedo de la expresión que había en los ojos de él, no se atrevió a mirarlo.

El carruaje llegó en poco tiempo al bois y tal parecía que tenían muy poco qué decirse, por lo que guardaron silencio.

Y, sin embargo, Yola tuvo la extraña impresión de que se comunicaban sin palabras.

Cuando el carruaje se detuvo, el lacayo saltó a tierra para abrir la puerta. El marqués bajó y la ayudó a hacer lo mismo. Él tomó la mano de Yola en la suya y la deslizó bajo su brazo; entonces la condujo por un pequeño sendero a través de los árboles, que serpenteaba por el interior del bosque, hasta detenerse en un pequeño jardín de rocas.

Era una de las atractivas innovaciones ordenadas por el emperador, quien había transformado el bosque, hasta entonces lleno de malhechores y pillos, en un oasis de belleza.

Yola recordó que alguien había dicho que sólo pudo realizarlo «la mano de un mago» y eso fue lo que ella misma sintió cuando observó lo que el marqués la había llevado a que viera.

Había una pequeña cascada que caía hacia un estanque y la luz de la luna, que se abría paso entre las nubes, le daba la apariencia de plata bruñida.

Después el agua se deslizaba, convertida en un arroyo cantarino, entre azaleas y primaveras.

La fragancia de las plantas en floración llenaba el aire.

Se quedó contemplando la belleza conmovedora del lugar. Entonces oyó al marqués decir con suavidad:

—Te traje aquí porque esta noche pareces una ninfa, una ninfa de la cascada… eres como un espíritu del agua que encanta y divierte a un simple mortal, de modo que este encuentra difícil capturarlo, porque se le escapa de entre las manos como el agua.

Algo en la forma en que él hablaba y la profundidad de su voz hizo a Yola sentir como si vibrara con cada una de sus palabras.

Entonces, sin poder evitarlo, volvió la cabeza para ver el rostro de él, bañado por la luna.

Había una expresión en sus ojos que ella no había visto antes que lo hacía verse diferente y, sin embargo, más familiar en una forma extraña e inexplicable, como si ella lo hubiera conocido mucho antes, y acabara de encontrarlo de nuevo.

Por un momento se quedaron mirando uno al otro, con sólo el murmullo de, la cascada rompiendo el silencio. Inesperadamente, él la tomó en sus brazos y la besó en los labios.

Era la primera vez que un hombre la besaba y Yola sintió que una ola de emoción recorría su cuerpo. Los brazos del marqués la oprimían con tanta fuerza que casi no podía respirar, hasta que dejó de pertenecerse y se convirtió en parte de él.