Capítulo 3

Mientras el conde la llevaba de regreso a casa, Vivian no estaba segura de si se alegraba o no de lo que habían acordado.

La princesa había bajado la escalera y, al llegar al vestíbulo, el conde, que venía detrás de ella, dijo:

Mademoiselle Bernier está aquí, esperándote.

—Eso veo —respondió la princesa y acercándose a Vivian le dijo secamente—: todo está arreglado. Te quedarás aquí. Tienes mucho que hacer para mí y necesito que empieces a trabajar enseguida.

Vivian la miró preocupada y luego dijo en voz baja:

—Tengo que recoger mis cosas, alteza. Por favor, ¿podría venir mañana?

—Supongo que sí —asintió la princesa de mala gana—, pero necesito ese camisón inmediatamente —miró al conde—. Axel, explícale lo que tenías en mente, y mañana ella deberá traerme todo lo necesario para su confección para ver si es exactamente como tú deseas.

Su tono de voz se suavizó al pronunciar las últimas dos palabras. Le dirigió al conde una mirada que hizo que Vivian, avergonzada, bajara los ojos.

—Deja todo de mi cuenta —contestó el conde con una leve sonrisa—. Creí que yo era un experto en cañones, pero ahora tengo una segunda profesión: diseñador de camisones.

La princesa se rió.

—Muy bien. Haz lo que quieras. Pero si no me gusta tú tendrás que pagarlo.

—Será un privilegio —contestó el conde.

Ella se rió de nuevo y entró en el salón, donde la esperaban los otros comerciantes.

—Ven y ayuda a elegir un vestido para el baile de la próxima semana —le gritó al conde desde la puerta.

—Te elegiré un vestido tan pronto como haya terminado de decidir que llevarás cuando no estás vestida —respondió él y ella le dedicó una de sus encantadoras sonrisas antes de marcharse y cerrar la puerta.

El conde miró a Vivian.

—Supongo que necesitará dinero para comprar telas, hilos, encajes… —dijo.

—Sí, por favor —respondió ella—. ¿Y qué clase de camisón desea su alteza imperial?

—Venga conmigo y se lo explicaré —contestó el conde y la llevó al pequeño salón donde habían charlado el día anterior.

Cuando un lacayo cerró la puerta y se retiró, el conde le explicó a Vivian:

—Le dije a la princesa que su madre había muerto y que usted estaba pensando abandonar París. Entonces ella sugirió que se quedara aquí.

—Le estoy muy agradecida —respondió Vivian—, pero comprenderá que todo esto es un poco alarmante.

Miró a su alrededor, y al ver los elegantes muebles que la rodeaban pensó en la pequeña y deprimente buhardilla en la que había vivido durante los últimos dos años.

—Sé que al principio será difícil —dijo el conde—, y tendrá que vivir con la servidumbre pero será mejor que morirse de hambre en aquel horrible lugar.

—Sí, por supuesto —asintió Vivian.

—Ahora dígame cuánto dinero necesita para comprar los materiales necesarios para hacer un camisón blanco, con ribetes de plata y forrado con tela de color rosa.

—Parece muy bonito.

—Lo será cuando usted lo haga.

—Me temo que los materiales serán caros.

—Eso no tiene importancia. Voy a ver al chambelán de la princesa o a su secretario para que pueda pedir los materiales que necesita en cualquiera de las tiendas más conocidas.

El conde se dirigió hacia la puerta y le dijo a Vivian:

—Quédese aquí hasta que yo regrese.

Salió y Vivian se sentó en un sillón.

Sentía que la cabeza le daba vueltas. Apenas podía creer que todo aquello estuviera sucediendo. Era una solución a sus problemas, pero también era un paso hacia lo desconocido.

Y se hubiera preocupado aún más si hubiera sabido que la razón por la cual el conde no la había llevado a conocer al chambelán era porque a éste le agradaban especialmente las mujeres bonitas.

Vivian era una muchacha tan atractiva que había temido que la princesa se negara a contratarla.

Afortunadamente, Paulina había estado demasiado ocupada pensando en sí misma y casi no se había fijado en Vivian.

El día anterior, vestida de negro, parecía bastante atractiva para ser una costurera. Pero ahora, el conde se había dado cuenta de que, vestida con elegancia, sería una compañera envidiable para presentarla en los salones elegantes de París.

Después de hablar con el secretario del chambelán, el conde regresó meditando cómo decirle a Vivian que debía cambiar su aspecto, pero luego comprendió que no era la ropa, sino su cara, lo que tendría que cambiar.

Vivian se levantó cuando le vio entrar.

—Todo está arreglado —le informó él y le dio tres tarjetas que llevaban el emblema de la princesa y la firma del chambelán.

—Esto le permitirá conseguir el material que desee en cualquiera de las tiendas de importancia —dijo él.

—Gracias —respondió Vivian.

—También he concretado su sueldo —continuó diciendo el conde—. Recibirá ochocientos francos al año, pagaderos mensualmente y, por supuesto, casa y comida.

—¡Es demasiado! —exclamó ella.

—Ya verá como no lo es en París —respondió él, recordando las extravagancias de la princesa, quien pagaba más que eso por un sombrero nuevo. Pero entonces pensó que Vivian conocía muy bien el valor de un franco y explicó:

—Ésta es una casa imperial y el emperador desea que a todos sus sirvientes, sin importar su rango, se les pague bien.

—Le estoy muy agradecida.

—La llevaré a su casa —sugirió el conde.

Abrió la puerta para dejar pasar a Vivian y cuando ella salió se dio cuenta de que, teniendo en cuenta que ella era costurera, debía haber pasado él primero.

Cuando ya iban en el coche, ella le dijo en voz baja:

—Espero no hacerle quedar mal.

—Es a la princesa a quien tiene que dar gusto, no a mí —respondió el conde—. Yo no sé si me quedaré mucho tiempo en París.

—¿Se marcha usted?

No sabía por qué, pero le aterrorizaba la idea.

—Quizá tenga que regresar a mi casa en cualquier momento. Por eso me gustaría darle algunos consejos antes de partir.

—Escucharé cualquier cosa que me quiera decir.

—Es difícil hablar aquí —observó el conde—. Le sugiero que cuando termine de recoger sus cosas cene conmigo esta noche.

Vivian se volvió, sorprendida.

—¿Cenar? —preguntó aturdida.

—Sería mucho más fácil charlar en algún restaurante tranquilo.

—Pero ¿qué pensará la princesa?

Vivian pensó que a la princesa le parecería un insulto que el hombre que a ella le gustaba saliera con una sirvienta.

—La princesa no sabrá nada —respondió el conde—. Ella cenará en una fiesta a la cual yo no he sido invitado.

Vivian permaneció en silencio y dijo un momento después:

—¿No estaría mal? —No estaba muy segura de lo que quería decir; ya que no estaba acostumbrada a que la invitaran a cenar.

Nunca había cenado a solas con un hombre y presentía que a su madre no le habría gustado.

El conde pareció meditar la pregunta y después respondió:

—Quizá no sea muy normal y frecuente, pero no está mal. No se me ocurre una dama de compañía adecuada y, además, no creo que la necesitemos.

—No, supongo que no —respondió Vivian.

Sentía que el corazón le latía con rapidez y que crecía una excitación dentro de ella que no podía evitar.

—Muy bien, entonces vendré a buscarla a las siete —dijo el conde.

Al llegar frente a la casa, Vivian preguntó:

—¿Qué debo ponerme?

Era una pregunta muy femenina y él sonrió:

—Iremos a un lugar tranquilo. Si tiene algún vestido de noche sencillo, póngaselo. Si no lo tiene, lo que lleva puesto ahora le queda muy bien.

—Pero no va de acuerdo con mi posición —señaló Vivian—. Me di cuenta de que usted lo pensó cuando estábamos en el palacio.

—Pero también pensé que la ropa que lleve puesta tiene poca importancia, ya que sería difícil cambiar la forma de su cara y el tamaño de sus ojos.

Ella se estremeció ante el tono de su voz.

Los caballos se detuvieron y el lacayo se bajó para ayudar a Vivian a descender del carruaje.

—A las siete —replicó el conde.

Vivian no miró hacia atrás mientras se dirigía a la casa. Pero cuando llegó a la buhardilla, donde había vivido durante tanto tiempo, corrió hacia los baúles que estaban junto a la pared.

Comenzó a sacar los vestidos que estaban en el fondo, buscando algo que al conde pudiera parecerle bonito.

El conde fue puntual, Vivian ya le estaba esperando a la entrada.

De pronto el pequeño vestíbulo le pareció tan desagradable, que se preguntó cómo había sido posible que su madre y ella hubieran soportado pasar por allí todos los días.

El papel se caía de las paredes y la alfombra estaba gastada y necesitaba una buena limpieza.

Cuando los caballos se detuvieron frente a la casa, Vivian vio que tiraban de un carruaje cerrado provisto de un lacayo y un cochero.

El primero se bajó para abrir la puerta y el conde apareció elegantemente vestido. Vivian contuvo la respiración.

Hacía tiempo que no había visto a un caballero tan bien vestido, y recordó los bailes y fiestas a los que había asistido con su familia, cuando llegaron a París.

Al ver al conde, Vivian deseó haber elegido un vestido más elegante para esa noche.

Como debía llevar luto por su madre, no había querido ponerse un vestido de color claro. En el baúl de su madre había encontrado uno de gasa de color malva, de manga corta, que parecía menos formal que los demás.

Había una larga capa de terciopelo del mismo color, una de las pocas cosas que no se habían vendido por no tener adornos de piel.

Vivian se había sentido complacida con su aspecto, pero ahora temía que el conde se avergonzara de que le vieran con ella y le dirigió una mirada ansiosa.

El le cogió la mano y se la llevó a los labios.

—No sólo es usted puntual, algo raro para su sexo, sino también muy bella. Vivian se ruborizó y no supo qué responder.

El conde la condujo hasta el carruaje y Vivian se sintió muy emocionada al apoyarse en los suaves cojines y tener una manta sobre las rodillas.

—Pensé llevarla a un lugar tranquilo donde pudiéramos charlar —empezó a decir el conde—, pero quizá prefiera un restaurante más elegante, donde pueda ver a la gente y dejarse ver.

—No, por supuesto que no —repuso Vivian—. Además, estoy segura de que no sería correcto que le vieran conmigo.

—Por mí no hay problema —respondió el conde—, pero usted empezaría a recibir muchas invitaciones que le costaría trabajo rechazar.

Para mí es muy emocionante ir a cualquier parte. Nunca he cenado en un restaurante en París —contestó Vivian.

«Pero a mi madre le hubiera parecido vulgar cenar en cualquier lugar que no fuera ni su casa ni la casa de sus amigos», pensó Vivian.

—Soy soltero, así que usted no podría venir a la casa donde estoy hospedado. Y como deseo hablarle a solas, no nos queda otra alternativa —explicó el conde.

—Comprendo —asintió Vivian, pero no pudo evitar pensar en los lugares a los que Louise siempre deseaba ir y se alegró de no haber aceptado nunca las invitaciones.

El carruaje se detuvo en una placita llena de arbustos, en la que había varios restaurantes.

El lacayo ayudó a Vivian a bajar. El conde y Vivian entraron en un restaurante muy diferente a lo que la joven había imaginado. En lugar de un gran salón lleno de mesas había varias habitaciones pequeñas, con unas pocas mesas en cada una.

Las paredes estaban adornadas con cuadros y espejos. Las flores que había colocadas en cada mesa perfumaban el ambiente.

Los recibió una señora vestida de negro y los guió a una mesa situada en el extremo de uno de los saloncitos que estaba aislado de los demás.

Cuando se sentaron un camarero les llevó la carta.

Vivian la miró y se sintió perdida. Había una enorme lista de platos para elegir y ella ya se había olvidado del nombre de la mayoría.

—Sé que tiene hambre —dijo el conde—, y por lo tanto yo voy a elegir por usted. Cuando se ha comido poco durante mucho tiempo es un error tomar comidas fuertes, difíciles de digerir.

Vivian se sintió agradecida de que él eligiera por ella y después el conde pidió el vino y se echó hacia atrás para poder mirarla mejor.

—Su primera cena en un restaurante —repitió él—. Tengo la impresión de que también es la primera vez que cena a solas con un hombre que no sea su padre. —Sí— respondió ella. —Es cierto.

—Entonces es un honor para mí ser el primero. Debemos convertirla en una ocasión muy especial, sobre todo porque es algo que no volverá a suceder.

—¿Cuándo se marcha usted? —preguntó ella.

—No lo sé —respondió el conde—, pero ambos sabemos que tenemos que disfrutar al máximo esta noche y después, quizá, olvidarnos de que nos conocemos.

Vivian sintió una extraña sensación que no pudo comprender.

Después de aquella noche ella sería una sirvienta más en el Hotel de Charot y el conde le hablaría sólo para darle alguna orden. Jamás podrían ser amigos, como lo eran en aquel momento.

—Olvídese de mañana —sugirió él, como si de nuevo supiera lo que ella estaba pensando—, y vamos a disfrutar de este momento. Hábleme de sus gustos.

Haciendo un esfuerzo, Vivian respondió:

—Leer, cuando encuentro libros, y montar cuando consigo un caballo.

Debí haber adivinado esas dos cosas. ¿Y qué más?

Vivian hizo un gesto con las manos.

—Solía tocar un poco el piano, pero ahora ya no tengo práctica y me temo que nunca tuve aptitudes para la pintura, como mis amigas.

En aquel momento se preguntó si había cometido un error. A las chicas inglesas, desde pequeñas, se les hacía dibujar o pintar, pero no sabía si sería lo mismo en las familias francesas. Intentando cambiar de tema, comentó:

—Me gustan mucho sus caballos.

—No son míos —respondió el conde—. Pertenecen al vizconde de Cleremont, un amigo que me los ha prestado. Me hospedo en su casa, en los campos Elíseos.

—¡Conozco el palacio de Cleremont! —exclamó Vivian—. A menudo he admirado el escudo de armas que tiene sobre el pórtico.

—Mi amigo, el vizconde, también lo admira —comentó el conde sonriendo—. Como usted seguramente sabe, él pertenece a una familia muy antigua, emparentada con el emperador Carlomagno.

Vivian volvió a cambiar de tema para no admitir su total ignorancia sobre las familias francesas.

—He oído decir que Suecia es un país muy bello.

—Eso pienso yo; pero claro, yo nací allí —dijo el conde—. Me gustaría que pudiera ver los caballos que poseo. Tengo varios que considero extraordinarios.

—Yo tuve un caballo y lo quería mucho. Era muy brioso, pero hacía todo lo que yo quería.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó el conde.

—Dragonfly —respondió Vivian e inmediatamente se dio cuenta de que había pronunciado el nombre en inglés y, durante un momento, creyó desfallecer.

—Así que su caballo tenía un nombre inglés —indicó el conde.

—Vino de Inglaterra —repuso Vivian rápidamente—. Mi padre lo compró durante el armisticio.

Su excusa le pareció a ella misma poco verosímil, pues si era verdad aquello, le hubiera dado muy poco tiempo para entrenar y montar el caballo.

Afortunadamente, el camarero llegó en aquel momento con una botella de vino.

El conde lo probó y mostró su aprobación con un movimiento de cabeza y el camarero le sirvió una copa a Vivian.

Ella le miró indecisa.

—Hace tanto tiempo que no he tomado ninguna bebida alcohólica que quizá sea un error hacerlo ahora —dijo.

—No si la toma después de cenar —señaló el conde—. Y entonces yo la vigilaré y no le permitiré que beba demasiado.

Algo en la voz de él la hizo sentirse cohibida, y para no mirarle cortó un trozo de pan y lo untó con mantequilla.

El pan estaba muy tierno, y como ella tenía hambre pensó que estaba muy rico, pero el conde le retiró el plato.

No quiero que coma nada hasta que vea lo que he pedido para usted. La comida aquí es excelente.

Vivian sonrió.

—Tengo hambre y es difícil esperar.

—Lo sé, pero también sé que le costara trabajo no devorar lo primero que venga. Y después, como ha estado sin comer tanto tiempo, no podrá comer nada más.

—¿Cómo sabe eso? —preguntó Vivian.

—Yo también he pasado hambre en algunas ocasiones —respondió el conde—. ¿Cuándo? —insistió ella sorprendida.

—Cuando he viajado —respondió él, pero ella pensó que su respuesta no era sincera.

La comida resultó tan deliciosa que, como el conde había anticipado, Vivian se comió hasta el último bocado del primer plato y casi no pudo probar el segundo.

—Va a desilusionar al propietario del lugar —le advirtió el conde, pero fue inútil.

Los meses de privación habían dejado su huella y no pudo comer más. El conde acabó de cenar solo.

Cuando el camarero les llevó el café el dijo:

—Ahora yo le voy a hablar sobre usted, Vivian.

Ella le miró sorprendida, pues él la había llamado por su nombre de pila y él continuó:

—Me preocupa lo que le pueda suceder en el futuro y le suplico que tenga cuidado de no meterse en una situación de la cual no pueda salir.

—Creo que no entiendo lo que quiere decir.

—¿Qué edad tiene?

—Diecinueve años. Cumpliré los veinte dentro de dos meses.

—¿Y su padre murió hace cuántos años?

—Dos.

—¿Desde entonces vivió sola con su madre?

—Sí.

—No entiendo qué les ocurrió a los amigos que tenía en vida de su padre. Vivian bajó los ojos.

—Mi madre estaba enferma —contestó con voz temblorosa—, y éramos tan pobres que no podíamos invitar a nadie ni esperábamos que nadie nos invitara.

—Creo entender —observó el conde—, pero me parece extraño que dos personas tan interesantes como usted y su madre no hayan tenido docenas de amigos que las ayudaran cuando empezaron a tener problemas.

—Quizá éramos demasiado orgullosas para aceptar caridad —repuso Vivian tratando de encontrar una explicación.

—Para mí, la amistad significa querer a alguien sin importar su condición y, sobre todo, apoyarle cuando tiene dificultades.

Vivian opinaba lo mismo y respondió:

Eso mismo pienso yo, pero la naturaleza humana es muy frágil.

—¿Es eso con lo que se ha encontrado?

—No. También he encontrado bondad como en el caso de usted.

Había hablado sin pensar y se ruborizó.

—Gracias —respondió el conde—. Deseo ayudarla, Vivian. Lo deseo intensamente, pero no sé cómo hacerlo. Estoy en París de paso, ya lo sabe. Y tal vez tenga que marcharme en cualquier momento. No estoy seguro de si he hecho lo correcto al llevarla a vivir al palacio de la princesa.

—Será mucho mejor que estar sola, sin mi madre.

—Eso mismo pensaba yo hasta que la vi esta mañana.

—¿Cometí alguna indiscreción?

—No. Desde ayer sospeché que no era la simple costurera que pretendía ser, pero sentí pena por usted, pues vi que estaba a punto de morir de hambre. Sin embargo, esta mañana… —hizo una pausa y continuó—: cuando la vi con su vestido color malva supe que mis sospechas eran ciertas. Usted es una dama y nació en un ambiente muy diferente al que vive ahora.

—Ser bien nacida no evita tener hambre —señaló Vivian con una sonrisa—, y dudo que mi árbol genealógico me proporcione un solo trozo de pan.

—Tiene suerte de coser tan bien.

—Mi madre bordaba de maravilla y también hacía tapices. Era lo único que sabíamos hacer para sacar dinero.

—Estoy preocupado —respondió el conde.

—¿Por qué?

—Porque pienso qué le sucederá el año próximo y el siguiente.

Vivian iba a responder que lo único que podía ayudarla sería el fin de la guerra pero dijo:

—Quizá me vuelva indispensable para la princesa y pueda viajar con ella.

—¿Por qué dice eso?

—Sé que hace poco regresó de Roma, y como ése es el país de su esposo, es probable que tenga que volver.

—Supongo que sí —convino el conde—, pero no me tranquiliza en absoluto imaginarla rodeada de italianos; que, aunque son fascinantes para las mujeres, son poco fiables.

De pronto el conde dio un puñetazo en la mesa.

—¡Por Dios! —exclamó—. ¿No entiende lo que estoy tratando de decirle?

Llevando esa vida, ¿cómo va a encontrar un esposo?

—¿Un esposo? —preguntó Vivian sorprendida.

—Ésa es la meta de todas las jóvenes y el matrimonio es algo que tendrá que hacer usted sola, ya que no hay nadie que la pueda ayudar.

—Hasta ahora no he podido pensar en el matrimonio —murmuró Vivian.

—Pero usted, al igual que todo el mundo, necesita amor. Sin embargo, el amor que le ofrecerán en el Hotel de Charot no incluye un anillo de boda.

Vivian le miró sorprendida.

¿Quiere decir que…?

—¡Por supuesto que eso es lo que quiero decir! —interrumpió el conde—. Usted es muy bella; el palacio siempre está lleno de hombres que vienen a visitar a la princesa, pero cuando la vean a usted no le quitarán los ojos de encima —hizo una pausa antes de continuar—: además, está toda la servidumbre, el chambelán, el palafrenero y, muchos otros hombres que usted no sabrá como rechazarlos. —Me está asustando.

—Eso precisamente es lo que quiero —respondió el conde—. Quiero que esté preparada para lo que le espera. ¡Dios mío! Cómo me gustaría poder encontrar otro lugar a donde llevarla.

Vivian permaneció callada durante un momento y luego dijo:

—Comprendo lo que está tratando de decirme. Pero creo que olvida que yo sé lo que está bien o mal y jamás haría nada de lo que mis padres pudieran avergonzarse.

El conde sonrió.

—¿Cree que no lo sé? —preguntó—. Su belleza y su inocencia saltan a la vista. Por desgracia en esta ciudad eso también puede convertirse en un atractivo irresistible para un gran número de hombres que están hartos de las mujeres fáciles. Vivian habló como en sueños.

—Cuando usted se vaya, ¿no podría llevarme consigo?

Realmente no había querido decir eso. Pensó que, desde Suecia, podría regresar a Inglaterra.

El conde la miró incrédulo y respondió:

—¿No cree que lo haría si pudiera? ¡Pero es imposible! Hay razones, de las que no puedo hablarle, por las cuales no debo relacionarme con usted.

La forma de hablar del conde sorprendió a Vivian. Al mirarle vio algo en aquellos ojos que le impidió apartar los suyos.

Entonces el conde exclamó:

—¡Esto es una locura! Voy a llevarla a su casa.

Pidió la cuenta y Vivian, sintiendo que el mundo se le había caído encima, no supo qué hacer.

El corazón le latía con fuerza. Sabía que el conde se iba a alejar de ella y, con todas sus fuerzas, deseó retenerle.

Salieron a la calle y subieron al carruaje que los esperaba. A Vivian le pareció que el conde se sentaba lo más lejos posible de ella.

Cuando se pusieron en marcha, le miró. El estaba mirando al frente y Vivian pensó que estaba enfadado.

Con voz muy débil, que él casi no pudo oír, ella dijo:

—Si le he ofendido, lo siento. No he querido hacerlo. Ha sido una velada maravillosa para mí y he estado muy contenta hasta que usted se ha enfadado.

—No estoy enfadado con usted —respondió el conde.

Se volvió para mirarla dejando escapar una exclamación y luego, alargando los brazos, la abrazó.

Sin decir una palabra la hizo echar la cabeza hacia atrás y, de pronto, sus labios se posaron sobre los de ella.

Durante un momento Vivian no comprendió lo que sucedía. Pero cuando los labios de él se apoderaron de los suyos, experimentó una sensación maravillosa.

Entonces supo que aquel beso, su primer beso, era muy diferente a lo que había imaginado.

Era algo tan maravilloso que le pareció flotar en el aire y que el conde la transportaba al cielo.

Sintió como todo su cuerpo respondía y experimentaba sensaciones nuevas que ella no sabía que existían.

Los brazos de él la estrecharon aún más. Los labios de ella eran muy suaves y los de él cada vez más exigentes.

Cuando el conde levantó la cabeza ella se estremeció, pero no de miedo, sino por algo que nunca había conocido antes.

—¿Qué me has hecho, Vivian? —preguntó él—. Mi amor, no sabes cómo he luchado contra esto, pero es demasiado para mí.

Su tono de voz la hizo ruborizarse. Quiso esconder la cara en el hombro del conde, pero él se la levantó con un dedo para poder mirarla a los ojos.

—He pasado la noche en vela y me dije que, si era inteligente, me apartaría de ti. Pero no he podido hacerlo.

—¿Por qué? —susurró Vivian.

—Porque te deseo —respondió él—. Porque me atraes como nadie lo había hecho antes y porque tu cara y tus ojos me han hechizado.

De nuevo sus labios se posaron sobre los de ella y la volvió a besar apasionadamente.

Era como si él pensara que la perdía y que debía hacerla suya. Vivian sentía que una especie de fuego le recorría el cuerpo.

Era algo tan maravilloso que ella pensó que no podía ser real.

Entonces el conde la apartó de su lado.

—¡Me estoy comportando de una manera reprobable! —exclamó—. Esto no ha debido ocurrir. Me avergüenzo de mí mismo, pero me vuelves loco, amor mío.

—¿Tiene eso importancia? —preguntó Vivian.

—Trato de pensar en ti —repuso el conde.

—Te quiero.

Ella no había pensado decirlo, fue algo espontáneo que dijo casi sin darse cuenta.

Sabía que lo que ella sentía era amor, un amor bello y puro.

Con mucha gentileza, el conde la estrechó otra vez entre sus brazos.

—No debes amarme —dijo él—. Debes olvidarme. Voy a marcharme ahora mismo.

—No, por favor, no hagas eso —replicó Vivian llorando—. Te quiero como jamás pensé que era posible amar a alguien. Yo no sabía que el amor fuera así. —¿Cómo?— preguntó el conde.

—Tan maravilloso, es como estar cerca de Dios.

Estaba muy emocionada y el conde, suspirando, la abrazó y le besó el cabello.

—Mi precioso y dulce amor —susurró él—. Esto nunca debió ocurrir.

—¡Pero ha sucedido! —exclamó Vivian—. Creo que desde el primer momento en que te vi supe que eras diferente a cualquier otro hombre que yo hubiera conocido antes. Y luego, cuando fuiste tan amable conmigo, sentí que tenías que ser parte de mi vida.

—Quizá esté escrito así —observó el conde—. Estaba planeado que nos reconociéramos al vernos. Pero no ahora, no en este momento.

—Pero ¿por qué? No entiendo porqué.

—No te lo puedo explicar —respondió el conde—. Todo lo que sé es que quise ayudarte desde el primer momento, pero no pensé que algo así pudiera suceder.

Ahora debo irme y debemos olvidarnos uno del otro.

—¿Cómo puedo hacer eso? —preguntó Vivian.

Comprendiendo la amarga realidad, suspiró y le abrazó.

—¡No me dejes, por favor, no me dejes! —suplicó—. Sé que aunque tú digas que no debe ser, fue Dios quien nos unió.

Sollozó antes de continuar:

—Me sentía tan sola, tan infeliz… y sin embargo, ahora todo es maravilloso.

Te quiero con todo mi ser y nadie puede cambiarlo.

—Mi vida, mi preciosa —dijo el conde emocionado—. No soy digno de tu amor. Es algo perfecto que yo no esperaba encontrar al menos no en París.

—Nosotros lo hemos encontrado —insistió Vivian—, y para bien o para mal, ya ha sucedido y nada que digamos o hagamos puede evitarlo.

El conde la abrazó con más fuerza y la besó en la frente, con una ternura que hizo que sus ojos se llenaran de lágrimas.

—Por favor, no te vayas —suplicó—. Si lo haces sólo desearé morir. Si tú no estás ya no tendré deseos de seguir viviendo.

—No debes decir eso —le reprochó con firmeza.

—Pero es cierto —insistió Vivian—. Yo siempre pensé que el amor era algo tranquilo, suave y romántico… como la luz de la luna y el perfume de las flores.

Pero lo que siento por ti es algo tan intenso que no se puede expresar con palabras.

También es un dolor que parece destrozarme.

—¿Y qué crees que siento yo? —preguntó el conde.

Entonces la besó de nuevo hasta que les fue imposible pensar.

El carruaje se detuvo, y como si volvieran de otro mundo, Vivian se separó lentamente del conde y esperó a que el lacayo abriera la puerta.

—¿Te veré mañana? —preguntó Vivian con cierto temor.

—Nos veremos mañana —respondió él—. Vendré a buscarte temprano para llevarte al Hotel de Charot.

—¿Y no te irás de París sin avisarme?

—Te juro que no lo haré. Ni siquiera estoy seguro de tener el valor de irme, aunque sé que es lo que debo hacer.

—Quédate, por favor.

El no pudo responder, pues en ese momento el lacayo abrió la puerta.

Vivian se bajó del carruaje con lentitud y el conde la siguió y abrió la puerta de la casa.

A ella le pareció que había transcurrido muchísimo tiempo desde que salió de aquel recibidor oscuro y maloliente.

Permaneció en la puerta y extendió su mano.

El conde la sostuvo por un momento entre las suyas, pero no la besó. Miró a Vivian a los ojos y le dijo con una voz que parecía un grito de desesperación.

—Buenas noches, mi amor, mi único amor.

Se alejó, y como ella no podía soportar verle partir, cerró la puerta y comenzó a subir por la escalera.