II. Anotaciones de Rarus

Gran revuelo en la casa. C. asume hoy sus funciones.

El muy esperado sobre de Nepos acaba de llegar. El señor de Asia se tomó su tiempo; pero lo importante es que el sobre ya está acá. Demás está decir que la túnica de pretor no estuvo lista a tiempo. Hubo una escena terrible con el modisto. A último momento se sujetaron los galones a la toga con algunas puntadas. C. llegó al Foro con una hora de retraso. Cosas extrañas que ocurren en la capital del mundo: un modisto no entrega las vestiduras al máximo funcionario judicial del país si no se le abona al contado.

La ceremonia fue, sin embargo, muy digna. Había bastante gente. Aún reina el terror en la ciudad, pues las investigaciones vinculadas con el frustrado golpe amenazan a casi todos los hogares. Los clubes callejeros han puesto todas sus esperanzas en las escenas conmovedoras de C. Una anciana se abrió paso entre el público y, acercándose a C., le tiró de la manga y gritó:

—¡No olvides a Tesio!

La pobre mujer debía creer que el nuevo pretor conoce a todos y cada uno de los miembros de los clubes callejeros.

C. detuvo a sus lictores con palabras amables cuando estos pretendieron arrancar a la anciana de su lado.

Al ponerse nuevamente en marcha, dijo con voz bastante audible:

—Me interesan menos los delitos de los humildes que los de los poderosos.

La frase se divulgó al instante.

También se advirtió con complacencia que en lugar de dirigirse antes que nada al Capitolio para presentar sus respetos a los nuevos cónsules «como se estila» entre los pretores, comenzó en seguida con su trabajo. Evidentemente prefirió —como se vio poco después— que los «padres» fueran al Foro.

Apenas se había sentado en su silla de marfil y apenas lo habían rodeado sus seis lictores, cuando ordenó con voz grave, apropiada para el cargo, que se hiciera llamar al curador del templo de Júpiter para rendir cuenta ante el pueblo de su administración. La sensación fue descomunal.

¡El curador es Catulo, el viejo gran hombre del Senado!

La ceremonia en la Curia no había terminado aun cuando aparecieron los lictores de C. para citar al Foro al hombre más viejo y más respetado de la venerable asamblea, para que rindiera cuenta de la administración de los fondos empleados en la reconstrucción del templo de Júpiter en el Capitolio. El Senado en pleno, muy excitado, siguió al anciano que abandonó la alta casa en estado de extrema confusión.

C. estaba aún en pleno discurso cuando llegaron todos a la carrera. El nuevo pretor abundó en inequívocas insinuaciones sobre las planchas de bronce bañadas en oro del techo del templo. Recordó luego que los dineros se habían reunido como donaciones voluntarias de toda Italia y pronunció luego la siguiente frase:

—Los labradores itálicos no han enviado esas donaciones, en lugar de comprarse arados, para que los señores romanos se construyan una villa, en lugar de edificarles un templo.

Pero lo primero que oyeron los «padres» afectados, al llegar allí, fue el nombre de Pompeyo.

C. exigió que se confiara la terminación del templo a Pompeyo el Grande, en reemplazo de Catulo. Ese nombre, el nombre de Pompeyo, debía quedar grabado en el templo, pues ese nombre, Pompeyo, era un nombre que inspiraba confianza, etcétera… El curador actual debía, sin embargo, presentar los libros.

La gritería indignada de los senadores interrumpió anunciando que —siendo el mediodía— se levantaba la sesión hasta más tarde.

El nuevo pretor se retiró a sus oficinas, los senadores se concentraron en la casa de Catón para conferenciar y el pueblo, con alegre expectación, se instaló en el Foro para no perder su lugar.

C. se tendió a almorzar rodeado de algunos señores que lo felicitaban por la maestría con que había deslizado, en cinco frases, no menos de once veces el nombre de Pompeyo, cuando apareció… Cicerón. Se aproximó muy sonriente a C., mostrándose divertido por la situación. Aportó, inclusive, algunos chistes. Sin embargo, no tardó en hacerse evidente que venía como mediador enviado por el Senado. Expresó su «convicción» de que C. debía estar satisfecho por el éxito de su pequeña campaña… Sin duda, había logrado ensombrecer el nombre de Catulo con las más graves sospechas. Esas sospechas subsistirían aun cuando este presentara libros llevados con la máxima perfección. Lo más que se diría en ese caso sería que sus tenedores de libros eran magníficos. Lo peor era que Catulo nunca consentiría en exhibir sus libros, ya que eso significaría para él la indigna aceptación de una sospecha.

—¡Cómo es posible —dijo con intención— que alguien se ponga de pie y pronuncie un largo discurso asegurando que no ha robado dos cucharitas a su madre!

Realmente, por dignidad, Catulo no podía responder ni una sola palabra a aquellas acusaciones. Por otra parte, el anciano se había retirado a su casa, enfermo por el disgusto.

Cicerón continuaba hablando cuando llegó un mensajero con una carta de Catulo para C.

C. la leyó, la guardó y dijo a Cicerón:

—Catulo me dice que los libros están en orden.

La multitud pareció decepcionada cuando, después de la pausa del mediodía, C. anunció que el caso seguiría su trámite normal y se dedicó a otros asuntos sin importancia.

Por la noche, Fulvia y su amigo Curión estuvieron en casa. Yo había visto a Curión por última vez aquel memorable 4 de diciembre, en que C. pronunció su discurso en el Senado pidiendo amnistía para los catilinistas. Fue precisamente Curión quien le salvó la vida cuando lo asaltaron los muchachones de las huestes de Cicerón al salir de la Curia. En aquella oportunidad me conmovió su amor por C.; pero una semana después me enteré de que tenía en su poder pruebas de la vinculación de este con Catilina y que lo que buscaba era extorsionarlo con todas las reglas del arte… o cobrar los 200 000 sestercios de recompensa por su cabeza.

—Mi estimado Curión —dijo C. durante la comida—, como pretor me corresponde conducir la investigación sobre las personas complicadas en la conjuración de Catilina. Por lo visto, yo mismo soy una de esas personas. Parece ser que un tal Vettio tiene una carta escrita por mí y dirigida a Catilina. Mañana mismo comenzaré a investigar esa acusación y ¡pobre de mí si descubro que efectivamente tengo algún reproche que hacerme! Ya ve, si usted quiere la recompensa tiene que apresurarse.

Curión festejó sus palabras con risas. Pero yo sé que esta misma noche concurrió a casa de Novio Niger, enemigo de C., quien conduce la investigación.

2-1

C. ha prometido apoyar mañana al tribuno de la plebe Nepos, en su moción de que se llame a Pompeyo para que, con sus legiones asiáticas, combata a Catilina. Esto le ha ocasionado serias dificultades en el día de hoy. Tenía que terminar de una vez por todas con la sospecha que pesa sobre él respecto de su apoyo a Catilina, por eso no podía oponerse a que su subordinado Niger extendiera la investigación a su persona. Esta investigación debía llegar a resultados negativos en lo que a él respecta; pero solo en lo que a él respecta, pues la conjuración en general debía aparecer como enorme y amenazante; de lo contrario no constituiría un argumento para exigir el regreso de Pompeyo. C. solucionó la dificultad como si se tratara de un juego. En las primeras horas de la mañana dejó que Novio Niger —un joven malhumorado que padece de una enfermedad hepática crónica— condujera por sí solo la investigación. Hizo que se concentrara en varios casos secundarios, contra gladiadores, pequeños comerciantes y hasta algunas docenas de miembros de clubes callejeros, para que no se le atribuyera parcialidad. Él mismo concurrió al Senado y exigió que Curión lo acusara públicamente. Curión aseguró que había oído decir al propio Catilina que se mantenía en contacto permanente con C. Este no desmintió que hubiese existido una relación, pero rogó a Cicerón que exhibiera la carta que le había enviado pocos días antes de la acusación a Catilina, previniéndolo y descubriendo algunos hechos. Cicerón confirmó con frases agrias la existencia de aquella carta y el Senado, que de todas maneras no tenía intención de llevar las cosas muy lejos, negó a Curión la recompensa por entrega de un conjurado. De allí, C. se dirigió al Foro a entendérselas con Niger. Tomó asiento en su silla de marfil y, con tono cortante, dijo al joven que había oído que los encargados de la investigación habían reunido material contra él, el propio pretor. Él no tenía conciencia de haber cometido falta alguna, pero pasaría sin decir palabra de su silla curul a la cárcel si se presentaban pruebas concluyentes en su contra. De no ser así, sería Novio Niger quien iría a parar a la cárcel por haber acusado sin fundamentos a un superior. Niger comenzó a ponerse más amarillo que de costumbre y envió a algunos empleados del tribunal en busca de Vettio, el hombre que había asegurado poseer la carta de C. a Catilina. Este Vettio se había negado a entregar el documento a las autoridades antes de que se abriera el caso. Se esperó en silencio. C. permanecía sentado calentando sus manos finas y fuertes sobre un brasero. Hacía frío.

Los lictores regresaron informando que no habían encontrado a Vettio en su casa. Según parece, ya la noche anterior había recibido una citación. C. arrojó una rápida mirada a Niger y ordenó que se detuviera a Vettio por desacato a la justicia. Niger dictó la habitual orden de embargo, no sin cierta elegante dignidad. Los lictores partieron nuevamente (más tarde me enteré de que, efectivamente, todo el mobiliario de aquel desdichado había sido rematado en el lugar, al mejor postor). Vettio apareció. Sus vestidos estaban desgarrados y tenía una herida en la cabeza. Farfulló algo acerca de un asalto de que había sido víctima mientras se dirigía al Foro. La carta había desaparecido. C. se puso de pie con tanta violencia que tumbó su silla. Ordenó la prisión del hombre y se fue. Por la noche también hizo detener a Novio Niger como había amenazado.

El hombre de la calle ha comprendido así que el nuevo pretor considera injustos los juicios de Niger respecto de los miembros de los clubes callejeros; pero, al mismo tiempo, se ha alcanzado el objetivo perseguido, es decir, crear la sensación de una peligrosa y extensa conspiración contra el Estado. ¡Una obra maestra!

Cuando, por la noche. Glauco le entregó la carta que le había arrebatado a Vettio, C. dijo secamente:

—Si quieren orden y tranquilidad, en lugar de asaltos a plena luz del día, no tendrán más remedio que llamar a Pompeyo.

Por la noche tuvo una larga conferencia con Nepos.

3-1

Una helada tormenta de enero volaba los techos de las ruinosas casas de alquiler de Craso cuando nos dirigimos al Foro. Los lictores tiritaban. C. iba envuelto hasta la barbilla en su gran capa de paño galo. El Foro estaba atestado de esclavos gladiadores que Nepos había hecho traer en carretas de la Campania durante la noche. Estaban malhumorados y muertos de frío. Entre ellos vi algunos lisiados de guerra, veteranos de Pompeyo. Las agencias de cambio habían cerrado. Se esperaban desórdenes. Nepos ocupaba ya el banco frente al templo de Castor. Cuando C. se sentó junto a él esperé que el tribuno de la plebe —que es tan estrecho de caderas como había dicho Fulvia— comenzara en seguida con la lectura de su moción. Sin embargo, Nepos no parecía dispuesto a comenzar. Junto al banco se había colocado un biombo de pergamino para atajar la corriente. En dos oportunidades el biombo se tumbó, cediendo a la presión del viento; en las dos oportunidades el coronel se puso de pie para fiscalizar el trabajo de reinstalación. C. permanecía en inmóvil espera. Embozado en su capa, parecía un gigantesco buitre al acecho.

Luego apareció Catón entre la multitud de gladiadores, trepó dificultosamente las escalinatas del templo y se sentó entre Nepos y C. Tenía derecho a hacerlo en su calidad de tribuno. Parecía sorprendido de que nadie le hubiera cerrado el paso; pero la gente armada no estaba allí para atacarlo a él, sino para defender a C. y a Nepos.

Ambos sabían perfectamente que esa moción nunca sería aprobada, como tampoco había sido aprobada la primera presentada por Nepos el 10 de diciembre. Se trataba simplemente de dar pie a una explosión de violencia, para que Pompeyo pudiera sacar provecho de aquella agresión a su tribuno de la plebe.

La comedia se desarrolló ágilmente. Nepos se puso de pie y se dispuso a pronunciar su discurso. Catón no lo dejaba hablar interrumpiéndolo continuamente y llegando a taparle la boca. (Con esto se cumplió uno de los principales temores de Nepos: «Catón no es de los que se lavan las manos», había dicho la noche anterior.) Nepos perdió la paciencia e hizo señas a algunos gladiadores que estaban apostados en las proximidades. Catón, muy congestionado —había estado bebiendo por la mañana—, le arrancó el manuscrito de la mano. Los gladiadores lo tomaron por los brazos y lo hicieron retroceder. Un lisiado de guerra le asestó un puntapié con su pie sano. Desde abajo llovieron piedras… expresamente traídas. Catón se desprendió y corrió al interior del templo. Era una figurilla cómica. C. contempló toda la escena con aire aburrido y luego invitó a Nepos a que continuara con la lectura de su moción. Este explicó que no estaba en condiciones de hacerlo pues se le había arrebatado su manuscrito. Se explayó sobre ese acto de arbitrariedad hasta que regresó Catón, ahora también a la cabeza de un grupo armado. Estos individuos golpeaban de veras. Blandían enormes garrotes y buscaban asestarlos en las cabezas. C. se puso lentamente de pie y se retiró al templo, como si hubiera perdido interés en los acontecimientos.

No le resultó muy fácil salir de allí después. Tuvo que quitarse la capa y hasta la toga de pretor, y vestirse con las ropas de un gladiador para poder abandonar el edificio por la puerta posterior.

Al llegar a casa tomó en seguida un baño caliente. Nos enteramos de que el Senado ha ordenado su destitución y también la de Nepos. No importa, eso ya se va a arreglar.

Nepos ya va rumbo a su barco. Pompeyo se alegrará de esa violación de derechos. ¡Impedir el uso de la palabra a un tribuno de la plebe significa atentar contra los derechos más sagrados del pueblo!

23-1

En el tercer día de viaje en carreta por el camino militar hacia Arretium encontramos a unos comerciantes que bajaban de Florencia. Me enteré por ellos de que la batalla entre las tropas de Antonio y las de Catilina estaba librándose ya, en un lugar que llamaron Pistoya. Teniendo en cuenta que desde allí hay dos días de viaje, por lo menos, es muy probable que la batalla haya terminado ya. Los comerciantes tenían mucha prisa pues, por alguna razón de negocios, querían llegar a Roma antes de que se conociera el resultado. Por otra parte, el viento helado que azotaba el toldo contra el armazón de madera del techo me impidió oír bien lo que decían. Fue poco lo que entendí. El temor de llegar demasiado tarde no me abandonó en todo el día y me siguió acosando durante la noche.

Llevaba documentos en regla para Cebio. Aun cuando hubiera caído prisionero, con esos papeles podría al menos llevarlo de regreso a Roma.

Por la tarde llegamos a Arretium y nos enteramos de que aún no se conocía el resultado de la batalla. Sin embargo, se comentaba que durante la última semana habían pasado por allí centenares de desertores del ejército de Catilina que hablaban de una dispersión de su fuerza. Nosotros no tropezamos con ninguno.

Atravesamos Florencia en la grisácea claridad del amanecer. La ciudad parecía muerta. Inmediatamente después de dejar Florencia encontramos a unos campesinos que venían de la zona de batalla. Esa gente no había luchado pero había visto luchar. Sus rostros estaban fatigados y pálidos que daban miedo. Informaron que la lucha continuaba, pero que Catilina no tenía la menor perspectiva de triunfo ya que a su retaguardia, en la ladera norte de las montañas, estaban las tropas frescas de Quinto Metelo esperándolo, por si lograba zafarse de la tenaza del ejército de Antonio. Él y los que lo rodeaban no tenían más perspectivas que la muerte. Sentí náuseas y tuve que vomitar.

En Florencia había subido un campesino a la carreta. También él tenía algo que contar. Los catilinistas se habrían quedado sin víveres, eso les habría impedido atravesar los pasos montañosos hacia las Galias y los habría forzado a presentar combate. Su última batalla se libraba bajo el mismo signo que había presidido todo aquel alzamiento: el signo del hambre.

El carretero, un muchacho romano con el corazón bien puesto, llamado Pisto, hizo callar al campesino, que me miró con curiosidad. Me sumí en el intranquilo sueño del agotamiento.

Cuando desperté, vi que nuestra carreta se había detenido al paso de otros carros. Nos habíamos cruzado con una larga caravana de heridos. Los acompañantes corrían de aquí para allá lanzando maldiciones; los heridos, indiferentes a todo, con vendajes provisorios, iban tendidos en carros que en su mayoría no tenían techo. Fueron examinados nuestros documentos. Yo miraba a los soldados romanos como si fueran enemigos. La batalla había terminado hacía ya muchas horas. Catilina había sido derrotado y muerto, también habían muerto todos los que lo acompañaban. En el instante que escuché eso, renació en mí la esperanza. Lo más curioso es que no cesaba de repetirme: «¡Qué suerte no haber llegado demasiado tarde!»

Nos cruzamos con restos de tropas que marchaban en dirección contraria a la nuestra y pasamos junto a otras acampadas. Los soldados parecían sombríos, no cantaban, nadie hubiera dicho que eran los triunfadores. No vi un solo prisionero, ¡ni uno solo!

Sin embargo, seguí negándome a reconocer el significado de este hecho. En una encrucijada encontramos a una compañía que llevaba como trofeo la insignia bajo la cual habían combatido los catilinistas, el águila de Mario. La llevaban a Fésula. Bajo esa misma insignia los soldados romanos habían defendido una vez su tierra contra los ataques de los cimbrios.

Caía la tarde cuando llegamos al campo de batalla, en las afueras de Pistoya.

Mi primera impresión fue que allí no había mucho que ver. Pequeños piquetes cavaban el suelo helado a la luz de las antorchas. Otros piquetes buscaban en los montones de caídos, cuyos despojos se distinguían apenas como si fueran jirones de paño. Había nevado poco antes de la batalla y aún se veían restos de nieve entre los arbustos.

Descendí de la carreta. Mis piernas flaqueaban. Caminé por la calle sin saber bien lo que hacía. A izquierda y derecha yacían aquellos jirones y temblaba la luz de las antorchas. El viento había dejado de soplar: por lo menos yo dejé de sentir frío. El cochero marchaba a mi lado mirándome, de cuando en cuando, de rabillo de ojo. Un piquete nos detuvo una vez más para examinar nuestros documentos; de labios de aquella gente pude oír algo más acerca del desarrollo de la batalla. Sin embargo, no recuerdo lo que dijeron. Lo único que me quedó grabado es un detalle que mencionó un oficial: Catilina había preferido luchar contra Antonio porque las suyas eran tropas reclutadas entre los desocupados de la capital. La tropa de Metelo estaba constituida por robustos hijos de campesinos, recién reclutados en el Piceno. Sin embargo, la lucha no podía haber sido más encarnizada. Eran proletarios contra proletarios. Mi cochero (Pisto) trató de averiguar cómo se podía hacer para dar con una persona determinada. Un legionario dijo, encogiéndose de hombros:

—Son por lo menos siete mil.

Seguimos andando, esta vez a campo traviesa. En una oportunidad me detuve y observé desde alguna distancia a un piquete que depositaba los muertos en las fosas recién cavadas. Era un piquete numeroso y las fosas eran grandes… estaban bordeadas por sogas. Aquello se parecía mucho a la división del Campo de Marte para los comicios.

Seguimos andando hasta llegar a campo abierto. También aquí se divisaban a cada paso los oscuros montones; sin embargo, no había soldados que enterraran aquellos cuerpos.

No me agaché ni una sola vez para tratar de distinguir un rostro. Sin embargo, tenía la sensación de estar buscando. Para conservar aquella sensación me concentré en mis pensamientos. Era imposible distinguir aquí al amigo y al enemigo. Todos eran romanos y todos llevaban el uniforme de Roma. Todos pertenecían a la misma clase social. Habían obedecido las mismas voces de mando al lanzarse unos sobre otros. El ejército de Catilina no estaba constituido por hombres con los mismos intereses, como tampoco lo estaba el de Antonio. Allí habían luchado, hombro a hombro, los antiguos colonizadores militares de Sulla con los campesinos de Etruria, a quienes se había arrebatado las tierras para entregárselas a los primeros. Estos a su vez habían sido desposeídos por los terratenientes. Incapaces de resistir a la perspectiva de una vida tolerable como la que les ofrecía Catilina, desesperados, habían luchado contra los veteranos pagados por el señor Cicerón. Estos habían llegado a Roma dejando atrás sus tierras carcomidas por las hipotecas y allí —al igual que los endeudados campesinos de la Campania— no habían podido resistir a la perspectiva de los 50 sestercios diarios que se les ofrecía en las filas de ese ejército. Ni los triunfadores ni los derrotados habían alcanzado las riquezas de las dos Asias, motivo de aquellas luchas. Los soldados de los reyes asiáticos no habían sabido defenderlas; los de los generales romanos no habían sabido conquistarlas.

Entre los catilinistas caídos no se encontró un solo esclavo. Catilina había tenido que separar de sus filas a los esclavos después de los sucesos del 3 de diciembre. Solo habían luchado, pues, romanos contra romanos.

Horas después, el cochero me condujo a la carreta. En el camino de regreso vimos que un soldado señalaba con ademán vago un lugar en aquel campo oscuro y decía:

—Allí está, en medio de un montón de los nuestros.

Supongo que se refería a Catilina.

7-4

Nos hemos mudado a la residencia oficial del gran pontífice. La vieja casa de la Suburra estaba prácticamente inundada de acreedores cuando la dejamos. Creo que se disputaban hasta la última columna del atrio. Aquí, en la vía Sacra, no se han terminado aún las reformas. No hay dinero, naturalmente. Pompeya se aloja en una sala.

La última esperanza de C. y de sus acreedores es el regreso de Pompeyo. Lo malo es que el Conquistador de Oriente debe regresar con sus legiones y eso no es muy fácil. El Senado está otra vez muy fuerte.

Si no fuera por Clodio con frecuencia no sabríamos qué hacer para mantener la casa. Él contribuye con pequeñas sumas.

Por mi parte trato de aturdirme como puedo. Todas las noches asisto a carreras de perros.

19-6

Se nos ha adjudicado la provincia de España para el próximo año.

Nos había llamado la atención una construcción de madera que se levantaba a mano derecha del camino. Después de observarla detenidamente pudimos comprobar que se trataba de la mitad de un barco de guerra. Estaba asentado sobre un peñasco que sobresalía del bosque de pinos de la ladera inferior, y lo rodeaban árboles enanos. Mi Sempronio averiguó en la taberna que se trataba de la mitad delantera de un barco de guerra que el poeta Vastio Alder había hecho trasladar a su parque. Con ese barco había conquistado la ciudad de Acmé hace algunos decenios. Por la noche, conocí al poeta en casa de Spicer. Habían cenado juntos. El poeta tenía algo de momia. Era fácil imaginar a sus sirvientes envolviéndolo por la noche en vendajes blancos, destinados a preservar su integridad. Solo vivía para su fama, que provenía tanto de sus versos como de sus campañas guerreras. Su valor personal estaba fuera de toda duda. Había luchado espada en mano a la cabeza de sus legionarios, en luchas cuerpo a cuerpo. Sin embargo, su espada podía muy bien haber salido de una tienda de antigüedades de la Vía Campania antes que del arsenal del Estado, y es muy probable que haya escogido los escenarios de sus hazañas guerreras de acuerdo con las posibilidades que ofrecían de emplear palabras raras en su ulterior descripción. Había enriquecido el idioma latino con más palabras que ningún otro escritor anterior a él.

Era caballeresco y absolutamente natural en el diálogo. Su modestia era exquisita.

Aparentemente, nuestro anfitrión lo había informado acerca del motivo de mis visitas. Con mucha amabilidad llevó la conversación al objeto de mi interés.

—Un gran hombre —dijo mientras su mano amasaba figuritas con la miga de pan—. Una figura como la que necesitan los historiadores. El hombre del pueblo y el hombre del Senado. Una personalidad así va pasando de libro en libro a través de los milenios. Basta con unas pocas pinceladas. Dudo, y discúlpeme usted, Spicer, de que un poeta que quisiera escribir sobre él pudiera dedicarle más de dos líneas. No todo lo que presenta superficie recibe pátina…, y el arte es pátina, ¿no es así? Tomemos por ejemplo una silla etrusca: es un objeto eminentemente útil. Después de cuatro generaciones adquiere valor artístico. «¡Qué madera!», comentamos. Para la poesía, el hombre del cual hablamos es una cosa en la que Bruto clavó su acero. Usted puede repetir mil veces: «¡Es el fundador del Imperio, una usance en escala mundial!» Pero esa usance no recibe pátina… Pero después de todo ¿por qué siempre el arte? Yo soy, desgraciadamente, muy parcial.

El silencio se hizo tan absoluto en el agradable aposento que hasta nosotros llegaban los ladridos de los perros junto a las barracas de los esclavos. El banquero y antiguo alguacil ejecutor permanecía repantigado en su asiento; era una figura gris, grande, huesuda, sumida en el silencio. La luz caía directamente sobre la cabeza del poeta, que hubiera parecido modelada en cera a no ser por sus vivaces ojos negros.

Hubo una larga pausa antes de que el poeta continuara hablando. Su palabra era un poco vacilante, como si le costara hallar el término apropiado; su forma de expresión no era rutinaria.

—Naturalmente, también en la vida del fundador de un Imperio puede haber aventura. La gran usance se olvidó una vez de sí misma. La grita a que eso dio motivo en las casas de cambio no se ha acallado aún. Ya sabe usted a qué episodio me refiero, porque el peligro no es más que un episodio en la vida de nuestra usance. Me refiero a Catilina. El estigma. La conjuración. Cartas y puertas cerradas. Puñales y juramentos. Programas en todos los bolsillos y señales que se daban en el Senado. Si toco la nuez de Adán con el dedo eso quiere decir: ¡infierno, abre mazmorras! Listas de proscritos. El poder. La policía… El dedo no toca la nuez de Adán: ¡traidor! Nuevos cabildos. Cicerón ha convocado al Senado a sesión nocturna. El jinete que atraviesa la noche. Los bancos cierran. El baño de sangre… Y por fin la investigación policial. Se lo acusa a uno de haber vivido; se desmiente esa acusación: no se ha vivido, se ha estado en la cama, con un esclavo… Sí, se tiene un testigo.

El poeta sonrió despectivo. Ahora jugaba con las miguitas de pan.

—¡Nuestra usance mezclada en la sucia conspiración de Catilina! Mezclada en ella por una carta, probablemente redactada en su célebre prosa concisa. ¿Qué puede lograr eso? ¿Abrir un agujero con la punta del zapato en el finísimo manto de brocado sobre el que están sentados las sibilas y los comerciantes en granos y ver lo que repta por allí, hacia las siete colinas, desde los siete pantanos? Lo que vomitan las infectas pocilgas de Craso, para que se mezcle con esos seres, ni hombres ni animales, que llegan en retirada desde las rancias tierras laborables, allá en la lejanía, para asistir también a la repartija. Ellos no llevan águilas; no, más bien otras aves. El Júpiter del Capitolio se rasca aun cuando recuerda aquellas semanas. Sí, allí encontraría el gran demócrata sus votantes… Aquellos que fueron derrotados en Zama y en las dos Asias viven muy cerca. Allí mismo, en el sótano. De esto puede resultar otro desfile triunfal… ¡Por favor, colóquese a la cabeza, emperador empenachado en rojo! ¡Por favor, permanezca sobre su corcel de guerra! En ese desfile arrastrarían probablemente una chacra de la Campania como botín… una chacra y todos los panes de Italia, los «señores del mundo, que no podían ser señores de su casa». ¡Pero de qué estamos hablando! ¡Si nuestra usance no tiene nada que ver! ¡Salustio lo ha demostrado! La usance es mansa como un cordero, come de la mano; ni siquiera vivió. Disculpe usted.

Calló nuevamente por unos instantes, como si escuchara el suave murmullo del lago. Luego, como ninguno de nosotros hablara, continuó:

—Y, sin embargo, eso fue la base de todo. En el momento oportuno, cuando las investigaciones sobre dineros mal empleados se tornaban una amenaza, se señalaba siempre el vapor que subía desde allí abajo, se murmuraba algo acerca de una revolución, se hacía un gesto vago en dirección a los barrios bajos. La policía entendía y empleaba entonces más tacto. Una incidental mención a la masa hambrienta (en concisa prosa militar) y el Senado devolvía el saludo. Por supuesto que uno mismo estaba en contra de aquel torrente infecto, se limpiaba las salpicaduras que habían alcanzado la toga. Se sabía que ellos aprovecharían su «liberación» para sentar sus bastardos lisiados en las faldas de las vestales, para cultivar rábanos en lugar de crisantemos en los invernaderos, para tapar los agujeros de sus barracas con valiosos lienzos griegos, para cagarse en la gramática, siempre disculpados por un par de literatos que hablaban de educación descuidada. Se sabía todo esto, se tenía una cultura griega. Se sabía, pero había que hacer política. Se hizo política, hasta que finalmente se hizo entrar el diluvio en la Curia… o por lo menos se hizo entrar su espuma. Por supuesto, no al campesino hambriento, sino a su perseguidor, el logrero. Por supuesto, no al artesano fundido, sino a su acreedor hipotecario. No, el señor no olvidó la «necesidad», el gran demócrata recordaba la «desesperación de los despojados». ¿Cómo, si no, iba a extorsionarlos? El Senado era muy pequeño. Había que ampliarlo. Los ladrones privilegiados eran muy pocos; debía complementárselos con ladrones no privilegiados. Bajo la mirada amenazadora del dictador temblaban aquellos a quienes su policía alcanzaba el botín y temblaba la mano que lo había tomado directamente. ¡Y esa lepra que se había prometido oprimir, excluir, diezmar, a cambio de tantos sobres cerrados! ¡Y bien! ¿No estaban acaso diezmados ellos también cuando inundaron la Curia? ¿No eran acaso una pequeña parte de la lepra? Realmente solo eran la parte de la lepra que podía hacer sonar los dineros. Una parte pequeña, pero fuerte, que se hacía oír. Hay que gritar cuando se quiere regatear. Recuerde usted lo que es un Senado… ¿No parece un mercado? ¿Quiere un tema de pintura apropiado para la época? «Senadores romanos buscando piojos.» ¡Sí, indudablemente, ese dependiente suyo fue un gran hombre, Spicer!

Cuando Vastio Alder se retiró —temprano porque, como él mismo lo dijo, su salud dejaba bastante que desear— Spicer y yo lo acompañamos un trecho.

—Se ha ido así, repentinamente —dijo el anciano banquero en voz baja—, porque quiere ir a asentar su charla por escrito. Los últimos minutos los pasó como si hubiera estado sentado sobre alfileres. ¿No observó cómo trataba desesperadamente de memorizar lo que estaba diciendo ante un público tan poco numeroso?

La diferencia entre el banquero y su huésped era enorme, indescriptible. Ambos eran de origen humilde; Spicer, hijo de un liberto; Vastio mismo un liberto. Ambos habían jugado de niños en la gran capital, ambos habían estado como hombres en el Senado de César… Pero el banquero todavía hacía ruidos al comer y el poeta y soldado había llegado tan lejos que casi volvía a hacer ruidos al comer.

Por unos instantes permanecimos observando la lámpara del poeta que se iba perdiendo en el descenso. Su palazzo estaba sobre una colina separada de la nuestra por un profundo valle cubierto de maleza. El edificio brillaba a la luz de la luna casi llena, a través de un olivar poco denso. Desde aquí no se alcanzaba a divisar el peñasco con la proa del barco. Cuando lo mencioné, a título de curiosidad, Spicer dijo de mal talante:

—Si ha quedado algo de ese barco, hay que agradecérselo al arte de nuestros ingenieros. Se puede imaginar el trabajo que dio subir esa reliquia hasta la colina. Para colmo, les prohibió dañar uno solo de sus árboles en la operación. Requirió más talento hacer subir esas tablas hasta aquí que llevarlas en su tiempo hasta Acmé.

—La costumbre de nuestro famoso amigo de colocar reliquias sobre los peñascos tiene su lado flaco —comentó Spicer cuando tomamos nuevamente asiento—, pero algo de esa grandeza falta en las anotaciones del pequeño Rarus. En ellas se advierte el optimismo del hombre pequeño, en pequeño, y su pesimismo, en grande. Su representación de los sucesos del año 91 ofrece en conjunto un cuadro excesivamente pesimista.

Agitó en el aire el delgado rollo que yo le había devuelto y lo depositó nuevamente sobre la mesa.

—C. quedó, después de los desafortunados sucesos de la conjuración de Catilina, en otra posición; una posición, sin duda, más afianzada. En la política sucede lo mismo que en la vida puramente comercial. Las deudas pequeñas no son una recomendación; las deudas grandes son ya otra cosa. Un hombre que tiene deudas realmente grandes inspira respeto. Ya no es él solo el que tiembla por su crédito; también tiemblan sus acreedores. Hay que arrimarlo a grandes negocios para evitar que sucumba a la desesperación. No se puede evitar su trato, pues es preciso intimarlo constantemente. En resumen, ese hombre se convierte en una potencia. Así ocurre con el político que ha sufrido suficientes derrotas. Su nombre está en todas las bocas. Los que lo han seguido están en mala situación, por lo tanto siguen necesitando de él. Se han acostumbrado a él y solo de él esperan un mejoramiento de su situación. Tampoco lo dejan caer los que le han confiado encargos… Sabe demasiado para abandonarlo. La principal dificultad estriba en llegar a los grandes negocios, cuando se ha llegado a ellos es difícil para los demás sacarlo a uno de allí. No tiene mayor importancia que los manejos de un hombre tengan siempre buenos resultados; lo importante es que tengan resultados. Mientras más grandes sean esos resultados, tanto más grande será ese hombre. El asunto de Catilina elevó a C. a la superficie. Es verdad que esos sucesos arruinaron al «partido» democrático, pero en lo que a él respecta, lo pusieron a la cabeza del partido. La derrota había sido muy grande, pero si se quería obtener algo más de los vencidos, había que recurrir a él. Él recibía hasta los puntapiés. La causa democrática estaba realmente arruinada. El Senado no había reparado en gastos para humillar a la City. Los repartos de trigo insumían anualmente un octavo del presupuesto oficial: 25 millones de sestercios. Pero esa suma no era dinero desperdiciado, sin entrar a considerar que no se trataba de dinero propio. Los ingresos fiscales habían ascendido a más del doble con la conquista del Asia, La participación de la City en esas ganancias se había reducido considerablemente. Pompeyo el Grande tenía que pensarlo muy bien antes de exigir al Senado algo más que un triunfo. Las organizaciones democráticas en las que se habría podido apoyar ese mismo otoño, habían quedado reducidas a escombros. La City había traicionado al hombre humilde con todas las reglas del arte, excepto aquella que prescribe que la víctima no debe advertir la traición. Después del definitivo y brutal exterminio de los catilinistas, la masa había sufrido un cambio de opinión. Los vencedores de Pistoya describían el valor de los desesperados rebeldes en cuyas mochilas no se halló ni un mendrugo de pan. Narraban esto en las ruinosas casas de alquiler con verdín en las paredes y ante hombres asfixiados por los bancos o despojados ya de todo. Y el demócrata Cicerón había combatido aquel alzamiento, y Pompeyo el Grande se había disputado con él ese honor. Pompeyo había perdido su popularidad… pero el Senado conservaba su fuerza. La policía de la capital se había duplicado; sus legajos estaban repletos de documentos comprometedores. Los clubes callejeros estaban totalmente disueltos. El Senado podía reclutar nuevas legiones entre los campesinos de toda Italia cuando lo considerara necesario. Los labradores no tenían interés en la solución del problema agrario que significaba para ellos la competencia de los desocupados de la ciudad. ¡Como si no bastara con las importaciones de esclavos de Pompeyo!

»La bancarrota de la City era absoluta. Cada vez eran mayores sus ansias de tener a Pompeyo. Necesitaban urgentemente el «hombre fuerte»; esperaban mucho de su energía. En el Foro resonaba nuevamente el eco de sus hazañas. «Su genio está probado —decían los banqueros—; lo ha demostrado en Asia. Si supo terminar con Mitríades ¿por qué no habría de acabar con nuestro Catón? El hombre tiene una fama que defender.»

»Naturalmente, C. también esperaba a Pompeyo. Si Pompeyo regresaba con sus legiones, no habría investigación sobre los sucesos de enero, que se reabrirían no bien dejara C. su cargo en el otoño. En el instante que dejara de ser juez, se convertiría en reo. Su esperanza era pues la dictadura de Pompeyo.

»Pero el Gran Pompeyo se embozaba en su silencio. Concluía sus negociaciones asiáticas y parecía no querer saber nada de política. Seguía celebrando contratos con la City sobre percepción de impuestos y derechos aduaneros. Esos contratos necesitaban la aprobación del Senado; pero él regresaría con sus legiones y los contratos cuya sanción deseaban fervientemente las legiones triunfantes no podían ser malos. La City mostraba optimismo; pero los valores asiáticos estaban muy bajos. Para conocer la verdadera opinión de la City acerca de los informes bélicos, hay que leer los informes bursátiles.

El anciano me miró unos instantes con aire pensativo. Parecía estar meditando hasta qué punto podía hablar conmigo. Quizá hubiera descubierto en mi rostro un aire de aburrimiento. Sabía muy bien que yo no compartía su innato interés por el desarrollo de los negocios, y por los negocios en general. Aún no había llegado al punto de poder extraer conclusiones de un análisis puramente comercial de los grandes acontecimientos históricos, de los sucesos de trascendencia histórica universal. Mi actitud era simplemente de paciente espera.

Repentinamente, el banquero volvió a hablar.

—Le diré cómo nos arreglamos con las consecuencias del escándalo de Catilina. Nosotros, porque en eso tuve intervención yo también. Como usted sabrá, Pompeyo no regresó con sus legiones. Lo hizo sin ellas. A principios del año 92 nadie creía que el gran conquistador de las dos Asias hiciera semejante cosa. Craso, enemistado a muerte con Pompeyo, había huido a Macedonia al regreso de este. El Senado mismo esperaba que Pompeyo, que había arribado a Brindisi con una gigantesca flota, le trajera serias complicaciones cuando Craso apareció nuevamente en el Foro. C. lo vio y comprendió que Pompeyo regresaría sin su ejército. Craso estaba bien informado.

»C. me hizo llamar esa misma tarde. Estaba de pie junto a una estatua de Minerva y daba órdenes a una docena de esclavos que empacaban sus cosas.

»— Pompeyo regresará como hombre privado —dijo—. Craso está de regreso. Tengo intenciones de partir hacia mi provincia. ¿Puede arreglar usted este asunto?

»—¿Es forzoso que parta? —le pregunté.

»—Sí —respondió mirándome fijamente—, si usted me lo permite.

»Yo había unificado en mis manos la mayor parte de sus obligaciones. Para el banco que, junto conmigo, había ordenado sus enredadas finanzas (era casi su único negocio), su partida podía representar un golpe mortal.

»—¿Hay alguien que pueda salir fiador por usted? —pregunté.

»—No —replicó y continuó dando instrucciones a sus esclavos.

»—Entonces es imposible dejarlo partir a su provincia —dije muy seriamente—. Usted debe 30 millones.

»En realidad sus deudas ascendían a mucho más. Por ese entonces yo no sabía nada de sus locas especulaciones con tierras. Por supuesto, él tampoco las mencionó. Sin embargo, dijo:

»—Debo más aún. La situación de los acreedores es desesperada, mi estimado Spicer. Espero por su bien que no haya dejado definitivamente su antigua ocupación.

»Le dije que sí, que lo había hecho y que de ningún modo pensaba darme por vencido. Me fui indignado, mientras él, con su indiferencia habitual, seguía vigilando los preparativos.

»En esa casa el derrumbe era total. Podía seguir viviendo en ella porque no le pertenecía a él sino al Estado. Su mujer, Pompeya, había salido de allí luego de un terrible escándalo con Clodio.

»Durante la festividad de Ceres (que se celebraba entre las damas de la nobleza y las vestales y en la que estaba absolutamente prohibida la presencia de hombres), Clodio, aprovechando que ese año se había realizado en casa de C. por ser pretor, se había introducido, vestido de mujer, para acostarse con Pompeya. Se le había descubierto y ahora estaba a la espera de un proceso por sacrilegio.

»C. dependía de su mujer. Clodio «el de la cabeza bañada en ungüentos», como lo llama Rarus, había tratado en vano de apaciguarlo asegurándole que no se había introducido en la casa por Pompeya sino por su hermana Clodia, con la que mantenía relaciones de las que toda la ciudad estaba enterada. Que solo estaba celoso de Pompeya por Clodia. C. lo había arrojado de su casa y había repudiado a Pompeya. Esa noche, cuando regresé, debí intervenir, desgraciadamente, en ese desagradable asunto. Llevaba gente conmigo y una orden judicial por la que se exigía la permanencia de C. en la ciudad. Aposté unos cincuenta hombres alrededor del edificio antes de entrar. Sabía que era muy rápido cuando estaba en peligro.

»Ante todo hice que me enseñara los papeles que indicaban los ingresos fiscales de la provincia de España. Eran (entre derechos aduaneros, impuestos y tributos) unos 25 millones. La cosa no tenía solución.

»—Para España eso ya era demasiado. ¿Cómo va a hacer para sacar algo en provecho propio?

»—Lo haré porque debo hacerlo.

»—Estrujando, sacará unos diez millones y lo acosarán con los procesos.

»—Sacaré 20 millones y no habrá procesos. Presentaré mi candidatura al consulado desde España.

»Ante esa respuesta sentí que algo se quebraba dentro de mí, lo recuerdo perfectamente. Por un instante pensé si debía echarme a llorar. Yo tenía familia. Por fin, me decidí a seguirlo hasta el final. Era una locura, pero ese hombre me inspiraba confianza. No había nada que hacerle, ese hombre me inspiraba confianza.

»Entramos en detalles y la conversación recayó sobre su ruptura con Clodio. El único que lo podía ayudar, y así se lo dije, era Craso. Solo quedaba un camino para obligarlo a prestar ayuda. Había que volver al asunto de Catilina, sacarle un poco más el jugo. C. era aún pretor a la sazón. Podía citar a Craso ante su estrado judicial. Cuando mencioné el problema de las pruebas, surgió el nombre de Clodio.

»En algún rincón de los clubes se conservaba aún una prueba de que Craso había apoyado con sus dineros el movimiento catilinista. Esas pruebas estaban en manos de Clodio; él las había conservado para protegerse. Debía sacarlas a relucir. C. estuvo de acuerdo en que yo fuera en busca de Clodio.

»Frente a la casa estaban los carros que llevarían el equipaje de C. Como medida de precaución hice que mis hombres se incautaran de ellos… Yo no sabía si Clodio accedería a mi solicitud.

»Contra mis temores, Clodio me siguió en el acto. Los señores se saludaron con frialdad, pero la conversación se desarrolló sin tropiezos. Clodio necesitaba del testimonio de C. en su proceso y estaba dispuesto a pagarlo con las pruebas contra Craso. Habíamos llegado ya a ese acuerdo cuando entró la madre de C. Era una anciana menuda y muy distinguida, pero no tenía pelos en la lengua. No se hizo ninguna violencia cuando vio al hombre que había mancillado la honra de la familia en compañía del caballero agraviado; simplemente dijo lo que pensaba… No solo se lo dijo a Clodio, sino también a su hijo. Le dijo que lo menos que esperaba de él era que arrojara de allí a aquel individuo. Sus expresiones fueron bastante más enérgicas que las que estoy empleando. Me sorprendió comprobar con qué expresiones defendían los aristócratas su honor familiar.

»C., que necesitaba la ayuda de Clodio, quedaba en una postura muy desairada. Sin embargo, supo comportarse a la altura de las circunstancias; y cuando su madre le preguntó si estaba dispuesto a colocar sus «limpios negocios» por encima de su honor, respondió con firmeza y dignidad:

»—¡Sí!

»Se resistió con toda decisión a mezclar los problemas políticos con los sentimientos privados. A través de sus breves frases tuve la sensación de que estaba convencido de que en esos instantes se estaban decidiendo los destinos del mundo romano. Su madre, muda de indignación, tuvo sin duda una sensación muy distinta. Sin embargo, dejó la habitación sin insistir.

»Cerraron trato. Yo partí con Clodio en busca de las pruebas y C. mandó llamar a Craso.

»La conversación con Craso no se borrará de mi memoria. El gordo se limitó a reír cuando le propusimos que saliera de fiador por las deudas de C., que se elevaban a 30 millones.

»—¿Y por qué quieres volar? —preguntó.

»—En ciertos círculos se me guarda rencor por haber propiciado la vuelta de Pompeyo.

»—¡No digas! —exclamó Craso—. En ese caso deberías pedir a tu amigo Pompeyo que salga de fiador, ¿no te parece?

»—No tengo nada que pueda ofrecerle a cambio —manifestó C. con el mayor desenfado.

»—¿Y a mí sí tienes algo que puedas ofrecerme? —preguntó Craso divertido.

»— Quizá —replicó C.—. Tú sabes que soy pretor.

»—¡Si lo sabré! Como que me costó 10 millones.

»—Valía la pena —afirmó C. con indiferencia—. He podido zafarme del asunto de Catilina.

»—Ese era el objeto del negocio de la pretura y no el llamado a las legiones asiáticas —dijo Craso.

»Había un matiz de irritación en sus palabras.

»C. lo miró fijamente, pero no sin cierta simpatía. Por fin dijo:

»—Espero que tú también te puedas zafar.

»Craso saltó como si lo hubiera picado una avispa.

»—¿Qué quieres decir?

»—En mi calidad de pretor —dijo C. impasible— he recibido material de prueba en tu contra y, en mi calidad de dirigente de los clubes, he conservado ese material, mi querido amigo.

»—¿Qué clase de material de prueba? —preguntó Craso, ronco.

»—Un par de bolsitas de dinero que llevan estampado el nombre de la compañía. No cabe la menor duda de que se ha tratado de donativos a organizaciones ilegales.

»Craso resollaba pesadamente.

»—Esto es extorsión —dijo.

»—Sí —admitió C. con la mayor frescura.

»—¿De manera que lo que quieres es venderme un par de bolsitas de cuero por 30 millones de sestercios?

»—No —replicó C. no sin amabilidad en su tono—. No creo que valgan esa cantidad. Lo único que se te pide es que salgas de fiador. Te devolveré los 30 millones no bien vuelva de España. Solo quiero poner a prueba tu confianza en mí.

»—No te tengo confianza —dijo el Verdín, angustiado.

»—Entonces no dormirás tranquilo.

»—¿Dónde están las bolsitas? Quiero verlas antes de entrar a hablar de temas que no me interesan.

»Comprendí perfectamente lo que sentía. Coloqué cinco bolsitas de cuero sobre la mesa. El gordo las miró y permaneció en silencio unos instantes pensando primero en los denarios con los que había entrado en esa campaña y luego en los denarios que le costaría salir de ella. Luego comencé a ayudarle a ordenar sus ideas sobre las finanzas de su lugarteniente. El grupo Pulcher, muy comprometido en los valores asiáticos, había sufrido mucho con el desastre financiero de diciembre y tenía que ver algún dinero, máxime teniendo en cuenta que detrás de ellos estaba el gran Afranio Cullo. Yo mismo representaba unos 11 millones. Craso salió garante por 6 de esos millones, y además prometió «hablar seriamente» con algunos otros acreedores. Llegamos a un acuerdo.

»C., mientras tanto, leía una novela griega sentado en un rincón.

»Algunos historiadores afirman que Craso salió de fiador porque sabía apreciar su espíritu de empresa y su ambición. Yo les puedo asegurar que no lo apreciaba nada.

Afuera se oyeron voces en la noche. El anciano interrumpió su relato y escuchó. Las voces parecieron alejarse y por fin se acallaron. Se puso de pie y, agachándose, llenó mi garrafa con el contenido del ánfora de barro cocido. Mientras servía se detuvo una vez más y escuchó. Afuera reinaba un completo silencio. Se sentó y continuó su narración.

—No tengo reparos en admitir que me impresionaba la forma en que trataba a sus acreedores. Esa indudable superioridad procedía de su concepto del dinero. No era codicioso, no quería transformar lo «tuyo» en «mío»… Simplemente no advertía diferencia alguna entre lo «tuyo» y lo «mío». Con frecuencia me ha sorprendido que su abierta despreocupación por las deudas, lejos de atemorizar a sus acreedores, los contagiara. Le he narrado en detalle la conversación con Craso porque en ella se refleja su famoso «permanente buen humor».

»A todo esto, nos estaba engañando tanto a mí como a Craso. No mencionó para nada sus especulaciones con tierras. No entraré en detalles de cómo se las arregló para darle largas a esas operaciones a través del año de su proconsulado en España. Rarus informa al respecto en sus anotaciones sobre el año 94. En el año 92 solo estaban enterados de esas especulaciones con tierras Pulcher y algunos otros bancos estrechamente vinculados con él. No por nada quiso que diéramos preferencia a esos acreedores. En España trabajó casi exclusivamente con el grupo Pulcher.

El banquero se detuvo otra vez bruscamente y se echó hacia atrás en actitud alerta. Las voces de afuera se oían otra vez. Llegaban de la dirección en que estaban las barracas de los esclavos. Ahora se mezclaban con los ladridos de los perros de los guardianes.

Oímos pasos apresurados y en la ventana apareció la figura del capataz galo. Nos informó que se había escapado uno de los esclavos.

—Lleven los perros —ordenó Spicer—. Pero llévenlos con la correa, no vaya a ser que vuelvan a perder uno.

Golpeó uno de los platos de latón y ordenó que le alcanzaran un abrigo. Salimos. Pasamos junto a las barracas. Desde su interior llegaban los chasquidos de los látigos de cuero y los gritos de dolor de los supuestos cómplices. Marchamos tras los esclavos que llevaban los perros. No era necesario iluminar el camino con antorchas, la noche era suficientemente clara para la búsqueda.

El anciano marchaba en silencio. Sus movimientos eran macizos y enérgicos. Cada uno de ellos parecía bien meditado. Su aspecto era sombrío.

En una curva del camino encontramos al veterano de la campaña a las Galias. Con él iba un perrito al que le costaba trabajo retener, pues se empeñaba en seguir a la jauría.

Spicer le preguntó secamente si había visto al fugitivo. El hombre bajo y ancho lo miró de lleno y movió lentamente la cabeza expresando negación. Inmóvil, nos siguió con la mirada mientras nos alejábamos.

—Estoy seguro de que sabe algo —dijo Spicer con reprimida excitación—. Estos muertos de hambre se protegen los unos a los otros.

No llegamos muy lejos; no era mucho lo que podíamos hacer. Cuando entramos otra vez en la biblioteca se oían aún los aullidos salvajes de los gigantescos mastines que se alejaban rumbo a la orilla del lago.

El anciano se sirvió un vaso de vino. Sus manos no temblaban pero su voz revelaba lo mucho que le costaba conservar el dominio sobre sí mismo. Su rostro, habitualmente gris, tenía ahora una tonalidad cenicienta.

—No —dijo, respondiendo a mi pregunta acerca de la suerte que correría el fugitivo—; nunca hago matar a nadie. Me ha costado dinero. No soy de esos estúpidos que hacen romper los huesos a gente que trabaja para ellos en los olivares. Por otra parte, la pena de muerte no atemoriza a esta gente. Ellos no se aterran a la vida como nosotros.

Se fue tranquilizando, poco a poco, mientras hablaba de la administración de César en España, que —como es sabido— puede calificarse de clásica. Sin embargo, mientras hablaba, seguía atento a los ruidos de la noche y su relato fue más mordaz que lo habitual. Al cabo de mucho tiempo comprendí por qué no solo evitaba hermosear los hechos, sino que se esmeraba en subrayar lo brutal y lo violento.

—C. —continuó el banquero— abandonó Roma con tanta prisa que ni siquiera recogió las instrucciones del Senado respecto de la composición, equipamiento y paga de su ejército. Creo que fueron sus numerosos acreedores los que difundieron la elogiosa versión de su «partida maravillosamente rápida». Pero eso sí, no dejó Roma sin recoger las instrucciones del grupo Pulcher. Este equipo estaba encargado del aprovisionamiento del ejército de Pompeyo con el hierro de las minas etruscas. Esas minas, las más grandes de Italia, estaban ya bastante agotadas. La administración de España conducida por C. fue realmente la primera administración racional, es decir, llevada con criterio comercial.

»No es fácil advertirlo a través de la descripción que de ella hacen los historiadores. Por ciertos motivos, especialmente para tener ocasión de celebrar un triunfo, C. se vio forzado a presentar todo bajo un aspecto bélico. Se habló de una campaña contra los pueblos montañeses que solían descender al valle para saquear a sus pobladores. Se habló de un pueblo montañés que había abandonado sus ciudades para refugiarse en las montañas y que había sido traído de vuelta. Este es el estilo habitual de los informes de los gobernadores. Las acciones de C. fueron mucho más interesantes.

»Lo más importante, lo realmente nuevo, fue que trató a los comerciantes españoles no solo como a españoles, sino también como a comerciantes. Los apoyó en todo sentido, aun contra sus propios compatriotas.

»Lo primero que había que hacer era devolver la paz a España. Para ello era preciso recurrir a cualquier medio, aun al más violento.

»Su más famosa medida civilizadora la constituyó el establecimiento de los pueblos montañeses lusitanos en los valles de los ríos. Los comerciantes lusitanos se quejaban amargamente de la absoluta falta de mano de obra en las minas de plata, cobre y hierro. Los pobladores de la montaña preferían llevar una contemplativa existencia pastoril en sus altiplanicies a trabajar en las minas. Los industriales señalaban, con mucha razón, que aquella gente eludía con facilidad el ataque de los cobradores de impuestos, favorecidos por la situación de esas tierras, difícilmente abordables.

»Los gobernadores romanos habían pasado muchos decenios sin escuchar las quejas del comercio local y no habían tomado partido en la lucha entre la burguesía lusitana y los renitentes pueblos pastoriles. Los pueblos montañeses ocupaban una escala muy baja en la civilización. Apenas si había esclavos. No se estaba en condiciones de explotar la considerable riqueza mineral sin ayuda extranjera. Esto se debía en parte a la falta de mano de obra apropiada.

»Sin embargo, el ejército romano no intervino hasta que C. se enteró de que en esas regiones aún se practicaban sacrificios humanos. Ese signo de barbarie exigía una acción rápida y enérgica. Habría pérdidas de vidas humanas, pero valía la pena ese sacrificio. Las cohortes romanas que, en ausencia de caminos, marcharon por un brazo de mar creyendo que se trataba del lecho de un río seco, y que fueron arrastradas por la creciente con todo su equipo, no perdieron la vida inútilmente. En esas mismas orillas se levantan hoy las villas de comerciantes romanos y nativos. Y los valles que entonces se llenaron del ruido de las armas y los ayes de los heridos, hoy repiten el eco del pacífico martilleo en las minas y de las alegres voces de los esclavos.

»La breve campaña no fue incruenta, y no todas las operaciones de C. fueron victoriosas. Pero sus soldados lo querían bastante. Las gratificaciones que daba eran razonables. Pudo exigir un triunfo en Roma con la conciencia tranquila, y para sumar los cinco mil enemigos muertos que se estipulaban como mínimo para esa celebración no fue preciso que incluyera a la población civil, como lo habían hecho ciertos generales.

»Las cohortes romanas lucharon en esta campaña, hombro con hombro, con las cohortes nativas; un tercio del ejército estaba constituido por lusitanos. La actitud de los publícanos romanos, y por lo tanto de la City, era también en extremo cordial. C. logró, con ayuda del grupo Pulcher, una rebaja en los impuestos de su provincia, probando que su población había sufrido mucho con sus operaciones militares. Antes de la subasta de los derechos de percepción de impuestos celebró un acuerdo entre los diferentes postores y el grupo Pulcher a fin de evitar el habitual sobrepujamiento. Dejó las minas en manos del comercio local y obtuvo una moratoria para las deudas de los lusitanos. Halló una forma aceptable de poner a la industria nativa en condiciones de seguir trabajando y liberarse de sus deudas empleando a fondo la mano de obra de su tierra. Dos tercios del rendimiento de las minas iba a parar a manos de la City.

»La campaña a las montañas proporcionó un rico botín de esclavos. Pero eso no bastaba, naturalmente. Los antiguos pastores, habituados a la vida de ocio de su altiplanicie, abandonaban una y otra vez la ciudad y debían ser traídos de regreso por la fuerza. C. hacía lo que podía.

»Su éxito marcó rumbos y contribuyó más que nada a popularizar el nuevo sistema. A pesar de la disminución de los impuestos, los ingresos oficiales aumentaban continuamente y la City tenía sobrados motivos para estar satisfecha. Recibía minerales en la cantidad que deseaba. Hoy emplea más de 40 000 esclavos en los yacimientos de las montañas y extrae anualmente sus buenos 45 millones de las minas de plata.

»La intervención de C. en la pacificación de la provincia fue también altamente satisfactoria. Los historiadores no se han puesto aún de acuerdo respecto de la fuente de sus ganancias. Brando opina que se limitó a aceptar dinero, ya que tuvo oportunidad de recibir cuantiosas pruebas de gratitud de parte de los españoles por su desinterés. Insiste en que C. solo aceptó donaciones voluntarias. Nepos opina que las personas que están a la cabeza de un ejército son demasiado orgullosas para mendigar y supone que C. ordenó esas donaciones. Algunos opinan que obtuvo ese dinero de las arcas del enemigo, otros de las de sus aliados; algunos aseguran que los extrajo de los tributos, otros que eran su participación en las minas de plata; algunos dicen que se vendió en España, otros que se vendió en Roma. Todos tienen razón. Como todo el mundo sabe, C. era capaz de hacer varias cosas a la vez. Hizo 35 millones en un solo año. Cuando regresó era otro hombre. Había demostrado lo que había en él y también había demostrado lo que había en esa provincia… Su famosa frase de que «prefería ser el primero en España al segundo en Roma», era muy justificada.

»Quedó demostrado que mi confianza en él era fundada. Nuestro pequeño banco dejó de ser un banco pequeño.

El pequeño galo había vuelto a aparecer en la habitación. Estaba pálido y nervioso, físicamente agotado.

—No conseguimos nada —dijo.

El anciano lo miró sin expresión y me pareció que el galo empalidecía aún más. Se volvió rápidamente y salió.

El anciano volvió su rostro tosco hacia las ventanas que asomaban a la noche. Se mantuvo algunos minutos en silencio y luego continuó con voz monocorde:

—El hombre nuevo volvió a una nueva Roma. La democracia se levantaba otra vez de su terrible derrota del año 92. El problema de cómo habría de digerirse ese medio mundo conquistado por Pompeyo no se había resuelto aún. La situación se había hecho nuevamente insostenible. La actividad de la City no podía evitarse ni ejercerse. Enormes masas de esclavos llenaban Roma e Italia. Pero mientras mayor era la abundancia de mano de obra, tanto menos era el trabajo. Las industrias se iban hundiendo por efecto de los repartos de trigo. Los propietarios de los grandes latifundios comenzaron a sentir la necesidad de pasar del cultivo del trigo a la viticultura y a la olivicultura. Buscaron arrendatarios.

El anciano se puso de pie y extendió la mano hacia el cofrecito que contenía los rollos.

—En estas anotaciones verá que la democracia se concretó por fin.

Regresé a mi villa sumido en hondos pensamientos. Entre los pliegues de mi túnica llevaba las anotaciones de Rarus sobre los años 94 y 95. La noche era cálida, el cielo estaba ahora cubierto. El fugitivo había tenido suerte. Al pasar por las barracas de los esclavos no oí un solo ruido.