9. Ejemplo de sequía

Durante aquel amargo y seco invierno seguí la estrategia de Ted. Efectué una infinita cantidad de viajes y conversaciones, viviendo en habitaciones extrañas de hotel, comiendo en toda clase de restaurantes, despertando por las mañanas y esforzándome en recordar en qué ciudad y en qué día de la semana me encontraba. Pero los jóvenes ingenieros e investigadores empezaron a venir al Laboratorio. De uno en uno; de dos en dos; vinieron para pasarse unos pocos días, miraron y escucharon a Ted y a Tuli y volvieron a su trabajo con una nueva luz en sus ojos. Para marzo recibimos diversas consultas de varias compañías. Querían hacer negocio con nosotros.

* * *

El meteorito era un pedazo de roca no mayor que el puño de un hombre. Durante millones de siglos había orbitado en torno al sol sin acercarse a menos de treinta millones de kilómetros de otro cuerpo sólido de su propio tamaño. Pero en un punto inevitable del tiempo, el sol lejano y los planetas se alinearon de tal forma que el meteoroide se vio arrastrado a menos de unos pocos millones de kilómetros de la Tierra. Fue lo bastante cerca. La poderosa gravedad terrestre atrajo la piedrecita; ésta adquirió velocidad y comenzó a «caer» hacia el planeta azul. Chocó contra la atmósfera marchando a unos veinte kilómetros por segundo, formó una onda de choque que calentó el aire en su torno hasta hacerlo incandescente. La propia roca comenzó a hervir y a disiparse; para cuando se había hundido a unos cuarenta kilómetros de la superficie de la Tierra, no quedaba nada de ella si no una fina rociada de granitos microscópicos de polvo. Durante días el polvo fue cayendo. Algunos de los granitos resbalaban por encima del Oeste Medio americano y fueron lavados del aire por la lluvia. Parte de la substancia del meteoroide llevó al suelo en forma de gotitas y eventualmente manó hasta el mar. Pero, sobre Nueva Inglaterra, los granos de polvo permanecieron días en el aire. Las condiciones parecían buenas para la lluvia: había humedad en la atmósfera y un núcleo de polvo; los vientos venían del océano. Pero no llovió.

* * *

—Así que has logrado pasar un año sin cerrar —dijo mi padre. Parecía complacido y turbado a la vez mientras yo le contemplaba desde la pantalla visora de mi despacho.

—Pareces sorprendido —dije.

—Lo estoy.

Arrellanándome en mi silla giratoria y entrelazando las manos detrás de la cabeza, admití.

—Yo también… un poco.

—Las predicciones a largo plazo han sido muy exactas —dijo mi padre—. Esta primavera ha sido tan áspera como la del año pasado, pero los dragados han funcionado con uniformidad. Incluso hemos logrado recuperar lo que perdimos la pasada primavera.

—Ted trabajó mucho en esas predicciones.

Mi padre soltó una risita.

—¿Todavía no te ha arruinado?

—Aún no. Lo ha tratado unas cuantas veces, pero hemos logrado mantenerlo a raya, hasta ahora. Ya produce sus predicciones con dos semanas de anticipación. Quise que las extendiese hasta cuatro, pero me cortó en seco. Dedica todos sus esfuerzos y el presupuesto a investigadores sobre el control del tiempo.

—Una predicción de cuatro semanas seria valiosísima.

—Lo sé. Pero Ted está decidido. Tenemos las predicciones de quince días y las predicciones generales climatológicas de noventa días… Ya sabes, se predice la temperatura media y la precipitación de una zona dada y se muestran las posibilidades de tormenta.

—Sí, he visto eso. Es cosa buena.

Asentí.

—Bien, cada miércoles proporcionamos las predicciones quincenales; eso nos da un margen de seguridad. Y las predicciones a noventa días se emiten una vez al mes. Para hacer algo más necesitaríamos mayor personal técnico cuyo gasto no podemos sufragar todavía. Ted tiene a una brigada muy pequeña trabajando sólo en investigaciones, claro.

—Claro.

—No creas que se ha encerrado en alguna torre de marfil, papá. Cada vez que tuvimos dificultades con las predicciones, abandonó la investigación para ayudar a aclarar las cosas. Y ha pasado mucho tiempo mostrando a posibles clientes de qué modo podemos servirles. Es nuestro equipo estelar, todo en un solo hombre.

—Parece como si estuvieseis en muy buena forma —mi padre parecía casi feliz.

—Seguimos a flote. Hemos firmado contrato con cuatro nuevos clientes, además de las empresas Thornton, y hay otras tres compañías con las que celebramos conversaciones para firmar el contrato.

—Bueno, Ya has levantado la compañía. Tus amigos se ganan el sueldo. Posees la experiencia de un año, y te has divertido. Ahora quiero que vuelvas a casa, hijo. Te necesito aquí.

—¿A casa? —me levanté de la silla y me agarré con fuerza al escritorio, empleando ambas manos—. Pero yo nunca…

—Thornton Pacific es tu compañía, Jeremy, no este negocio del tiempo.

—¡No puedes esperar que me marche de aquí!

—Claro que puedo —contestó con firmeza—. Quiero que vuelvas a tu casa, donde tienes tu sitio.

—Ahora no puedo marcharme.

—¡Querrás decir que no quieres!

—¿Me estás ordenando que vuelva a casa?

—¿Es eso lo que deseas que haga?

Para entonces ya estaba sentado en el borde de mi silla. Mi padre y yo nos mirábamos fulminantes.

—Escucha, papá. El primer Jeremy Thorn invirtió su dinero en los navíos clipper cuando todos sus consejeros y amigos respaldaban el canal del Erie. El abuelo, Jeremy II, metió a la familia en el negocio de los aviones. Tú mismo te fuiste a Hawái y entraste en el negocio submarino. Está bien… sigo la costumbre de la familia. Me quedo aquí y lo que busco es el control del tiempo.

—Pero eso es imposible.

—También lo eran los aviones y los dragados en el fondo del mar.

—¡Está bien! —gritó—. Sé un estúpido tozudo. ¡Pero no creas que podrás venir corriendo a casa buscando seguridad cuando se deshinche el globo de tus sueños! Te quedas solo, así que no me pidas ni ayuda ni consejo.

—¿Es el mismo discursito que te hizo el abuelo antes de que te fueras a Hawái?

Cortó la comunicación. La pantalla quedó negra. Ya estaba solo.

¡Y me gustó! Jamás había trabajado de verdad antes de empezar Eolo; nunca realmente hundí mis dientes en un trabajo que otros no hubieran hecho antes. Ahora laboraba día y noche. Pasaba la mayor parte del tiempo en el despacho, mucho más que en mi cuarto del hotel. Me olvidé de la TV y de navegar, e incluso de visitar Thornton. Pero no creo que me hubiese divertido tanto jamás, por lo menos la diversión que me proporcionaba construir algo que valiese la pena, como lo que realicé al poner Eolo en el buen camino.

Una noche, bien tarde, una semana después de la explosión de mi padre, Ted asomó la cabeza en mi despacho.

—¿Aun trabajando?

Alcé la vista del contrato que Intentaba leer.

—En este trabajo hay mucha letra pequeña que considerar.

—Fuera tenemos a una amiga nuestra. Me la llevaba a cenar y quiso venir a saludarte. En los últimos quince días no la has visto mucho.

—¿Barney? ¿Dónde está?

—Abajo, en mi taller, con Tuli.

—¿Tuli está todavía aquí? ¿Qué ocurre esta noche?

Ted se apoyó indiferente en el quicio de la puerta, su corpachón llenando toda la abertura.

—Estamos haciendo unos cálculos sobre la sequía. Barney los repasa.

Cerré la carpeta y la coloqué en el cestillo de mi escritorio.

—Eso debe ser muy especial —dije, poniéndome en pie—. Pudisteis haber utilizado el grupo de calculadoras de Eolo para comprobar vuestras cifras.

—Ya se hizo. Barney efectúa una doble comparación… y ve si Rossman ha hecho algo por el estilo.

Bajamos por un pasillo hasta los dominios de Ted. No tenía un despacho normal; su cuarto era lo bastante grande como para jugar al corro. Allí habla toda clase de cosas: un escritorio con una mesa a un lado y una consola electrónica al otro, media docena de archivadores, un maltrecho diván que de algún modo sacó clandestinamente de la Fuerza Aérea, una mesa de conferencias rodeada por el conjunto más dispar de sillas y no menos de cuatro cafeteras, plantadas en fila sobre el alféizar. Fuera de la ventana había una pequeña estación climatológica automática.

Toda la pared frontera a la puerta estaba cubierta por un mapa visor de los Estados Unidos continentales. Había trabajado sin descanso durante semanas para construir el mapa exactamente tal y como lo quería.

Barney y Tuli se sentaban a la mesa de conferencia. Cuando entramos, ojeando papeles y notas, en parte impresas por el computador y en parte garabateadas a mano por Ted.

Ella alzó la vista al vernos.

—Jerry, ¿cómo estás?

—Estupendamente. ¿Y tú?

—Evidentemente se encuentra en forma maravillosa —bromeó Ted—. Ahora, ¿qué hay de los números, Barney?

—No puedo encontrar en ellos ningún error llamativo —dijo encogiéndose de hombros—. Claro, no he tenido tiempo en realidad para examinarlos concienzudamente…

—Podrías utilizar nuestro computador —sugirió Ted. Tuli habló con su forma peculiar tranquila:

—El computador funciona a cualquier hora del día o de la noche. Se ve libre por entero de las flaquezas humanas, como, por ejemplo, de la necesidad del sueño.

—Está bien, voy a pedirte un favor —dijo Ted, agitando las manos—. Me sentiría mejor acerca de los números si Barney los controlara.

—¿Puedo empezar mañana por la noche? —preguntó ella.

—Después de la cena —dije yo.

—Está bien, cenaremos juntos —repuso Ted.

—¿Y de cualquier forma, a qué viene todo esto? —fue mi pregunta.

En vez de responder, Ted marchó hasta la consola que tenía ante el escritorio y oprimió unos cuantos botones. Un mapa del tiempo apareció en la pantalla iluminada: líneas y símbolos que mostraban masas de aire y núcleos tormentosos cruzando la nación y además el informe del tiempo en cada ciudad importante.

—He aquí el aspecto que tiene ahora —dijo Ted—. Los números del rincón inferior de la derecha son totales de precipitación en Nueva Inglaterra. Hasta ahora en este año, casi hemos tenido la mitad de la lluvia media de la región.

—Y de la nieve también —añadió en voz baja Tuli.

—Ese montón de cálculos que os enseñé —continuó Ted, sentándose tras el escritorio, es una predicción general para Nueva Inglaterra todo lo más anticipada que he podido hacer y sin perder demasiado el coeficiente de seguridad. Llega hasta fin de año.

—Siete meses —murmuró Barney—. La exactitud no creo que sea muy alta…

—Quizá no, pero echa un vistazo. —Ted manejó los botones de la consola y contemplamos como los sistemas del tiempo se desplegaban a través de la superficie del continente. El aire cálido de verano subía desde los trópicos, las tempestades de última hora de la tarde mostraron brillantes símbolos de trecho en trecho, masas de aire más frío venían del norte y del oeste, disparando filas de chubascos a lo largo de sus frentes. Se podía ver cómo el otoño se apoderaba de la nación y los huracanes alcanzaban Florida y la Costa del Golfo. Luego llegó el aire ártico, invernal y amargo, con pequeños símbolos en forma de estrellas indicando que la nieve salpicaba los dos tercios norte del país.

—Ahora estamos a treinta y uno de diciembre —dijo Ted cuando el mapa dejó de cambiar—. Feliz año nuevo.

—No muy feliz —observó Tuli—, si esas cifras de precipitación son correctas.

Consultó los números: Nueva Inglaterra había recibido menos de la mitad de la cantidad de precipitación normal.

—Un ejemplo de sequía —dijo Ted—. Y bastante duro. Esta zona de la nación va a tener dificultades. Mientras que el Oeste Medio sufrirá inundaciones.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Barney.

—Impedirlo.

—¿Cómo?

—No lo sé… todavía. Pero voy a hacer que la misión de este laboratorio sea averiguarlo.

Volviéndose hacia Ted y dejando de mirar al mapa, dije:

—Necesitaremos encontrar mucha mayor cantidad de dinero para trabajar en un problema de este tamaño.

—Trabajaremos en ello —respondió Ted con firmeza—. Preocúpate por el dinero. Y si encuentras gente que quiera pagarnos, estupendo. Pero, de cualquier forma, trabajaremos en el asunto.

Se volvió a Barney.

—¿Rossman hace algo por el estilo?

—No, que yo sepa. Claro, sus predicciones oficiales jamás se adentran tanto en el futuro.

—¿Y extraoficialmente?

—Creo que está tratando de descubrir qué tipo de técnica empleáis para la predicción. Tiene a un grupito de gente efectuando para él un trabajo especialísimo. Es muy secreto. Por lo menos, nadie ha querido hablarme de ello.

Ted no contestó, pero frunció el ceño.

Aquella noche utilicé la acera movible para volver al hotel. Era una noche hermosamente cálida, con una luna plateada en un cielo sin nubes y salpicado de estrellas. De pronto me encontré deseando que lloviera.

* * *

Mientras Ted estudiaba el sistema general de la sequía decidí echar un vistazo al clima político de Nueva Inglaterra. Descubrí que la mayor parte del personal que pertenecía al gobierno de los seis estados consideraba molesta la sequía, pero no grave. Nadie parecía terriblemente preocupado; las centrales de conversación de agua salada impedirían que la escasez fuese notable en las ciudades costeras y los pantanos interiores todavía tenían muy buen aspecto.

Pero iba a celebrarse una reunión de los Directores de Recursos de los estados de Nueva Inglaterra, una más perteneciente a las series de reuniones regionales de diversos departamentos de los gobiernos estatales. Ésta era para la gente que se preocupaba por los recursos naturales… como, por ejemplo, del agua.

Arrinconé a Ted en el laboratorio sintético de Tuli y le hablé de la reunión.

—Va a celebrarse en el fin de semana del Cuatro de Julio.

—¿Y vas a estropearte este fin de semana para hablar con un puñado de burócratas? —mostraba un evidente disgusto.

—Vamos a estropeárnoslo —repliqué—, para hablar con las personas que pueden comprar el alivio a la sequía… si sabes vendérselo.

—¿Si yo sé venderlo? ¡Y aun me insultas! Está bien, patrón, puesto que quieres fuegos artificiales para el Glorioso Cuatro, los tendrás.

Tuve que poner en movimiento varias influencias para conseguir que me incluyeran en el orden del día de las conferencias. Por último necesité hablar con el congresista Lynn; pertenecía al Comité de Ciencias y Recursos Naturales de la Cámara de Representantes y ayudaba en los preparativos para la reunión.

El mayor trabajo fue que Ted se preparase para hablar al grupo de profanos en meteorología. La primera vez ensayó su discurso, pasó cincuenta minutos mostrando diapositivas y explicando la ciencia de la meteorología. Tratamos de convencerle para que desistiese de tanta ciencia.

—Hay que simplificarlo —insistí—. Esas personas no entienden de meteorología. Ni siquiera yo puedo comprender la mayor parte de tus palabras.

Se sentó en el diván de mi oficina y cruzó los brazos como un niño tozudo.

—¿Qué quieres que haga, que les cuente cuentos de hadas?

—¡Exacto! Exacto del todo —contesté—. Cuentas un cuento de hadas… una historia de horror. Enséñales lo mala que será la sequía y luego les muestras lo suficiente para convencerles de que puedes vencerla.

—¿Es eso noble? —preguntó Tuli.

—Si se habla con personas que no comprenden la naturaleza del problema —repuso Barney—, hay que emplear un idioma que penetre hasta ellas.

—Bueno —dijo Ted con un encogimiento de hombros—. La conversación será comercial, no científica.

* * *

Tómese la energía de una tormenta adulta y comprímasela en una especie de estrecho embudo para que la velocidad del viento alcance los quinientos nudos, causando una especie de seminario dentro de su estructura rotativa. Tales vientos chocarán contra una pared con la fuerza de un millar de libras por pie cuadrado. Y el vacío inmediatamente detrás del viento hará que la presión normal del aire dentro de un edificio haga estallar las paredes hacia el exterior. Tal cañón constituye una estupenda arma, especialmente en una ciudad superpoblada. Se llama tornado.

Era una tarde gris y triste en Tulsa, con espesas nubes bulbosas volando bajas. El mapa del tiempo mostraba un frente frío y muy activo acercándose desde el noroeste, empujando al opresivo aire húmedo tropical. Una alarma de tornados fue emitida por el Departamento Meteorológico y los aviones estaban sembrando algunas de las nubes, tratando de dispersarías antes de que asomara el peligro. El centro comercial, sin embargo, estaba atestadísimo; mañana, día Cuatro, las tiendas cerrarían. El cañón bajó de las nubes de pronto, silbando y retorciéndose como una supergigantesca serpiente, escupiendo relámpagos. Tocó un estanque e inmediatamente lo dejó seco. Barrió un aparcamiento y golpeó a los principales edificios comerciales. Estallaron. Todo ocurrió en treinta segundos. Cuarenta y dos muertos, más de un centenar de heridos. El cañón desapareció y poco después las nubes se disipaban. El sol brilló sobre cinco acres de profunda devastación.

* * *

Ted y yo vimos las consecuencias del tornado en el noticiero de la TV mientras marchábamos en helicóptero a la reunión que se celebrarla en la mañana del día Cuatro.

—En lugar, de correr un riesgo con el control del tiempo —murmuró Ted, señalando hacia las ruinas que aparecían en la pantalla de TV—, prefieren sentarse y dejar que eso suceda.

La conferencia tenía lugar en un, hotel veraniego de las, montañas Berkshire. Volábamos sobre arboladas colinas y ondulado terreno agrícola. Mientras más nos dirigíamos hacia el oeste, sin embargo, se veían más retazos pardos entre el verde. Los lagos y estanques eran muy pequeños; se podía distinguir los bordes fangosos y rocosos que normalmente quedaban debajo del agua.

—Un arroyo seco —me señaló Ted—. Y ahí hay otro.

—La situación parece muy grave —dije, mirando las gargantas arenosas que hablan sido ríos.

—Eso no es nada. Aguarda a que pase otro par de meses. Y el próximo verano será hermosísimo.

—Pero tus predicciones no llegan tan lejos.

—Esta especie de sistema dura cuatro o cinco años antes de cambiar, a menos que ocurra algo extraordinario… como el control del tiempo.

El hotel hervía de miembros de la conferencia. Habían venido de todos los seis estados de Nueva Inglaterra, de Nueva York y de Washington. Llegamos poco antes del almuerzo, a tiempo para una breve ceremonia en el exterior en honor del día Cuatro.

Mientras nos abríamos paso a codazos a través de la multitud hacia uno de los cuatro restaurantes del hotel, Ted murmuró:

—¡Hay aquí más políticos de los que vi jamás reunidos bajo el mismo techo!

Comimos con rapidez y luego fuimos a uno de los gerentes del hotel para que nos indicase cuál era la sala de conferencias en donde teníamos que hablar. Era una habitación pequeña, sin ventanas, con un proyector de diapositivas instalado en un extremo y una pantalla en el otro.

—Llegamos temprano —dijo Ted mientras el gerente cerraba la puerta a su espalda—. Aquí no hay nadie.

—Pondré tus diapositivas en el proyector —anuncié.

Estaba colocando la última cuando se abrió la puerta y un hombre de unos treinta y cinco años entró.

—Soy Jim Dennis —dijo, tendiéndonos la mano.

El congresista Dennis tenía un rostro redondo y agradable, ligeramente rojizo, con una lenta sonrisa y unos ojos que parecían meditar mucho más allá de la superficie de las cosas. Casi tenía mi propia estatura y era de una constitución mediana.

—¿Por qué un congresista de Lynn se preocupa de la sequía? —preguntó Ted—. Lynn posee una planta desalinizadora.

Dennis meditó un momento antes de responder.

—Exactamente yo no diría que estoy preocupado… sino interesado. Pertenezco a la Cámara del Comité de la Ciencia. Hemos oídos algunos comentarios sobre la sequía, pero los expertos siguen diciéndonos que no hay problema, que no hay problema en absoluto. Lo dijeron cada vez más alto durante el pasado mes. Ahora parece que ustedes si creen que hay problema.

—¿No se fía de los expertos? —inquirió Ted.

Dennis sonrió:

—No, cuando todos están de acuerdo.

A los pocos minutos nuestro público empezó a llegar. El congresista Dennis conocía a cada cual por su nombre y nos los presentó a medida que penetraban en la sala. Para cuando empezamos, once hombres estaban sentados en torno a la mesa de conferencias. Todos procedían de los departamentos agrícolas de los estados de Nueva Inglaterra, excepto uno que representaba a la oficina del Departamento de Meteorología de Boston, un tal señor Arnold.

«Debe ser alguien nuevo», escribió Ted en su libreta para que yo lo leyese. «Nunca le vi en Climatología».

Después de que todos se hubieran sentado, Ted empezó su discurso. Las diapositivas eran principalmente fotos del gran mapa que existía en Eolo, describiendo en una secuencia gráfica como persistiría la sequía y empeoraría durante el resto del año.

—Y todavía estamos pendiente abajo —resumí—. La sequía ni siquiera ha llegado aún al fondo; queda por venir lo peor.

—Espere un momento ahora —interrumpió Arnold. Era un hombre enjuto, de marcados rasgos, el pelo ralo y peinado para cubrir las zonas calvas.

Ted apagó el proyector y las luces de la habitación se encendieron.

—¿Cuánta fe podemos tener en esas predicciones? —Preguntó Arnold—. Seis meses de anticipación son demasiado para sacar conclusiones concretas.

—Media docena de grandes firmas comerciales están adquiriendo nuestras predicciones a largo plazo. Y aun cuando las predicciones con seis meses de antelación no son tan de confianza como nuestras predicciones quince días, siguen mostrando la tendencia general. La sequía va a estar con nosotros durante largo tiempo.

—Hay una gran diferencia entre dos semanas y seis meses.

Ted caminó despacio hasta la silla del meteorólogo, su rostro enrojeciéndose. Antes de que pudiesen decir nada, intervine yo.

—Creo que nuestro método de predicción es mucho más detallado que el del Departamento de Meteorología, por lo que una predicción de seis meses será considerablemente más exacta de lo que usted pueda imaginar a primera vista.

Ted, cerniéndose sobre el señor Arnold, añadió con una voz a duras penas controlada.

—El lunes por la mañana enviaré a cada uno de ustedes una predicción regular semanal. Se predecirá con exactitud las condiciones del tiempo, hora a hora, para cada sección de Nueva Inglaterra durante los siguientes catorce días. Compárenla con cualquier otra predicción que quieran ustedes… no existirá ninguna tan segura o tan detallada.

—Eso queda fuera de la cuestión —dijo uno de los demás—. No veo dónde pueda afectarnos en la realidad la sequía. Después de todo, tenemos las plantas desalinizadoras… no hay escasez de agua, poseemos todo el océano para aprovisionamos.

—Eso está bien, para aquí, en Rhode Island —le contestó su vecino—. Una planta desalinizadora cubre todas vuestras necesidades. Pero en New Hampshire ya notamos la escasez. Las granjas lecheras y algunas plantas industriales se quejan de la mala calidad del agua y de la escasez actual.

—Lo mismo ocurre en Massachusetts Occidental —asintió el hombre que estaba enfrente. Gesticulando con un largo cigarro añadió—: Según la gente de Washington, no podremos construir otra planta desalinizadora antes de dos años. Para entonces el daño ya estará hecho.

—Pero todo esto es cuestión de control y conservación de agua durante años y se han dado algunos pasos muy notables. Lo hacemos tan bien en ese aspecto como se podría esperar y ciertamente no hemos mejorado en absoluto de la noche a la mañana. El problema es que puede que no haya bastante agua asequible si el señor Marrett tiene razón y continúa la sequía.

—Seguimos utilizando sólo el siete por ciento de la lluvia que en la actualidad cae —dijo Arnold—. El resto se pierde en el mar.

—Puede que sea verdad —asintió Dennis tranquilo—, pero, por ahora, no podemos hacer nada mejor.

Ted volvió a la cabecera de la mesa.

—Hagamos frente a los hechos. Todo el trabajo que han invertido ustedes en gobernar el agua y controlar el envenenamiento de la atmósfera se ha visto casi superado por el crecimiento de la población y de la industria. Corran ustedes todo lo que puedan para permanecer delante del problema. Ahora la sequía va a hacerles flaquear las piernas. A menos que algo cambie condenadamente pronto, no van a tener más remedio que recurrir al racionamiento de agua.

—Podríamos perder millares de millones de dólares… en productos agrícolas, productos industriales…

—Sin mencionar nuestros empleos —murmuró alguien.

—¡Entonces tienen que actuar! —saltó Ted. Todos prestaban la máxima atención y lo miraban—. Podemos derrotar a la sequía. Podemos acabar con ella, efectuando cambios deliberados y controlados en el tiempo.

Ahora se miraron uno a otro y empezaron a murmurar.

—Si se refiere usted a la siembra de nubes, eso se ha intentado ya y…

—Es inútil sembrar nubes cuando las condiciones no son apropiadas —respondió Ted—. Hablo de preparar las condiciones que deseamos que se presenten para que la lluvia caiga naturalmente. Control del tiempo… ruptura del sistema de sequía.

—Pero si no hay humedad en el aire, ¿cómo…?

—Escuchen. Hay seis veces más agua moviéndose por encima de nuestras cabezas ahora mismo que la que existe en todos los lagos y ríos de Nueva Inglaterra. Todo lo que tenemos que hacer es obligarla a caer aquí, donde la necesitamos.

—¿Y usted puede conseguir eso?

—Podemos ofrecer predicciones del tiempo a largo plazo. Podemos conseguir productos químicos y fuentes de energía para cambiar el tiempo. Podemos predecir cuáles serán los cambios, de modo que afirmaremos de antemano si harán daño o harán bien.

—¿Han hecho ustedes algo de eso en realidad?

—En la escala necesaria para vencer la sequía, no.

—¿Y en alguna escala? ¿Se ha hecho?

Ted me miró de reojo y sonrió.

—Si no se hubiese hecho, no estaríamos aquí ahora.

—¿Y cómo esperan quebrantar la sequía? —preguntó Arnold, con una pizca de acidez en su tono.

—Si supiera la respuesta estaría haciendo el trabajo. Pero sé cómo obtener esa respuesta.

—¿Cómo?

Ted levantó los dedos y empezó a contar empleándolos.

—Primero, realizaré un estudio teórico de las condiciones necesarias para la lluvia normal. Esto será en parte un estudio histórico de los archivos locales para ver cuáles son los sistemas ordinarios, desde el nivel del sol hasta la ionosfera. Al mismo tiempo produciremos valores de computador de sistemas de tiempo a gran escala para ver cómo afectan a la situación de Nueva Inglaterra.

—¿Gran escala?

—Sistemas nubosos y atmosféricos planetarios… principalmente del hemisferio norte.

Sus ojos se desorbitaron, pero siguieron escuchando.

—Segundo: después de que obtengamos un asidero en las condiciones que se necesitan para la lluvia normal, las compararemos con esta condición de sequía. Luego generaremos una serie de experimentos de laboratorio y de simulaciones de computador para ver si podemos efectuar sencillos cambios en el tiempo que pongan en movimiento a la última clase duradera de cambio que deseamos.

Miró a los dos lados distintos para ver si le seguían en sus explicaciones.

—Bien, la atmósfera es como uno de esos juegos infantiles llamados tentetiesos. Se resiste a cambiar. Posee un poder tremendo de equilibrio. Si se la golpea desde un lado oscilará varias veces hasta recuperar la posición inicial.

—Pero cambia —dijo uno de los hombres.

—¡Claro! El tiempo cambia minuto a minuto y el clima también cambia… como esta sequía… Pero los cambios del clima son lentos y entrañan enormes cantidades de energía. No podemos competir con el equilibrio energético natural de la atmósfera… Es demasiado grande y nosotros excesivamente pequeños. Sería como si un hombre tratase de luchar contra un mamut.

El congresista Dennis soltó una risita.

—Los hombres acabaron con los mamuts.

—De acuerdo —asintió Ted—. Pero no a fuerza de músculos. Con sus cerebros.

—¿Dónde quiere ir a parar? —Preguntó Arnold.

—Sólo a esto: tenemos que buscar situaciones naturales en el sistema de sequía en donde podamos desequilibrar las balanzas un poquito y producir grandes cambios a nuestro favor. No podemos obligar a la atmósfera a cambiar por completo su equilibrio natural… pero podemos hallar posibilidades de disparar el cambio que deseamos con sólo un codacito en el tiempo y lugar adecuados.

—Una o dos simples modificaciones no cambiarán sistemas tan profundamente impresos como éste —dijo Arnold.

—Quizá no. Pero en el laboratorio podemos echar un vistazo a todos los cambios posibles que sean realizables. Y con estas predicciones a largo alcance podremos ver que romperán la sequía y luego producirlos.

—Eso es picar muy alto —comento Arnold—. No se puede ir trasteando con el tiempo y…

—¡No trasteando! —saltó Ted—. Efectuamos experimentos controlados, basados en predicciones teóricas y en simulaciones de computador, del mismo modo que los ingenieros diseñan aviones y cohetes.

Apoyó sus grandes puños en la mesa y dijo:

—En lugar de quedarnos sentados viendo cómo la sequía nos arruina, quiero ver cómo la inteligencia humana se pone a trabajar para impedirlo. No es preciso que nos crucemos de brazos y esperemos a que la naturaleza siga su curso, como ningún enfermo aguarda a curarse por sí solo sin utilizar medicinas. Podemos vencer esta sequía; hagámoslo.