El señor K. contemplaba un día una pintura que representaba ciertos objetos bastante caprichosamente.

–A algunos pintores -dijo- les ocurre lo mismo que a muchos filósofos cuando contemplan el mundo. Tanto se preocupan por la forma que se olvidan de la sustancia. En cierta ocasión, un jardinero con el que trabajaba me dio una podadera con el encargo de que recortase un arbusto de laurel. El arbusto estaba plantado en un macetón y se empleaba en las fiestas como elemento decorativo. Había que darle forma esférica. Comencé por podar las ramas más largas, mas por mucho que me esforzaba en darle la forma apetecida, no conseguía ni siquiera aproximarme. Una vez me excedía en los cortes por un lado; otra vez, por el lado opuesto. Cuando por fin obtuve una esfera, resultó demasiado pequeña. El jardinero me comentó decepcionado: «Muy bien, la esfera ya la veo, pero ¿dónde está el laurel?»

Servicios entre amigos

Para dar un ejemplo lo más elocuente posible de cómo prestar un buen servicio a un amigo, el señor K. relató la siguiente historia: «Tres muchachos fueron a consultar su caso a un viejo árabe:

–Nuestro padre ha muerto -le dijeron-. Nos ha dejado diecisiete camellos y ha dispuesto en su testamento que el mayor se quede con la mitad; el segundo, con un tercio, y el menor, con un noveno del total de camellos. Ahora, sin embargo, no podemos ponernos de acuerdo sobre la división. ¡Decide tú por nosotros!

El árabe meditó y luego dijo:

–Por lo que veo, para poder dividir bien, os falta un camello. Yo no tengo más que un camello, pero está a vuestra disposición. Tomadlo, haced la división y traedme lo que os sobre.

Agradecieron los jóvenes el servicio prestado y se llevaron el camello. Entonces dividieron los dieciocho camellos que había en total de tal modo que al mayor le correspondieron nueve, es decir, la mitad; al segundo, seis, es decir, el equivalente de un tercio, y al tercero, dos: la novena parte según lo dispuesto. Cuándo cada uno hubo retirado su parte, se encontraron con que sobraba un camello. Con renovada gratitud devolvieron los tres hermanos el animal a su anciano amigo.»

El señor K. calificó aquel acto de auténtico servicio entre amigos, puesto que no había exigido ningún sacrificio especial.

Responsabilidad

El señor K., que era partidario del orden en las relaciones humanas, estuvo durante toda su vida envuelto en conflictos. En cierta ocasión se vio implicado una vez más en un asunto harto desagradable que hacía necesaria su asistencia a varias citas en diversos puntos de la ciudad bastante distantes entre sí, en el transcurso de una misma noche. Como estaba enfermo, rogó a un amigo suyo que le prestara su abrigo. El amigo accedió, a pesar de que ello le obligaba a cancelar una pequeña cita que él mismo tenía. A últimas horas de la tarde, la posición del señor K. había empeorado hasta tal punto que las entrevistas de nada servían ya, y era preciso adoptar nuevas medidas. A pesar de ello, y no obstante lo escaso que andaba de tiempo, el señor K. se apresuró a recoger puntualmente el abrigo que ya no necesitaba, para cumplir así su compromiso.

El niño indefenso

Hablando en cierta ocasión del vicio que suponía el hecho de sufrir en silencio la injusticia, relató el señor K. la siguiente historia: «Un transeúnte preguntó a un niño que lloraba amargamente por la razón de su congoja.

–Había logrado reunir dos monedas para ir al cine, pero vino un chico y me arrebató una -explicó el niño, señalando a un muchacho que estaba a cierta distancia.

–¿Y no pediste auxilio?

–Claro que sí -contestó el niño, y sus sollozos se hicieron aún más intensos.

–¿Nadie te oyó? – preguntó el hombre, acariciando tiernamente al muchacho.

–No -sollozó el niño.

–¿Es que no sabes gritar más fuerte? – preguntó el hombre-. En ese caso, dame también la otra.

Y tras quitarle la moneda que le quedaba, el hombre siguió tranquilamente su camino.»

Sobre si existe un dios

Alguien preguntó al señor K. si existía un dios. El señor K. respondió:

–Te aconsejo que medites si tu comportamiento variaría según la respuesta que se diese a esa pregunta. Si permaneciese inalterable, la pregunta sería ociosa. Si, por el contrario, tu conducta variase, en tal caso puedo ayudarte diciendo que tú mismo habrías zanjado la cuestión: Efectivamente, necesitarías ese dios.

Conversaciones

–No podemos seguir conversando -dijo el señor K. a cierto individuo.

–¿Por qué razón? – preguntó éste sorprendido.

–No consigo decir nada razonable cuando usted está delante -se lamentó el señor K.

–Pero si eso a mí no me molesta -dijo el otro, tratando de consolarle.

–Le creo -replicó el señor K. irritado-, pero a mí sí.

Hospitalidad

Cuando el señor K. aceptaba la hospitalidad de alguien siempre dejaba su habitación tal y como la había encontrado, pues no era de esos individuos que tratan de marcar lo que los rodea con el sello de su personalidad. Antes bien, se esforzaba por modificar su personalidad para acomodarla al ambiente de la casa en que se alojaba, siempre y cuando -eso sí- ello no fuera en detrimento de los objetivos que se había fijado.

Cuando el señor K. ofrecía su hospitalidad a alguien, cambiaba de sitio por lo menos una silla o una mesa para complacer a su huésped.

–¡Es preferible que sea yo quien decida lo que más le conviene! – solía decir.

El señor K. en casa ajena

Cuando el señor K. se alojaba en casa ajena, lo primero que hacía, antes de retirarse a dormir, era buscar todas las salidas que tenía la casa en cuestión. Cuando le preguntaron el porqué, el señor K. contestó con cierto empacho:

–Es una vieja manía. Soy partidario de la justicia; por eso me gusta que la casa que habito tenga más de una salida.

La sabiduría del sabio reside en su

actitud

Una vez visitó al señor K. un profesor de filosofía, que se pasó todo el tiempo hablando de su propia sapiencia. Después de haberle aguantado un buen rato, el señor K. dijo a su visitante:

–No estás sentado a gusto, no hablas a gusto, ni piensas a gusto.

El profesor de filosofía se ofendió y dijo:

–No me interesan los comentarios sobre mi persona, sino sobre el contenido de mi discurso.

–Tu discurso -replicó el señor K.– carece de contenido. Te veo andar torpemente, y por más que te observo, no te veo llegar a ninguna parte. Te expresas con oscuridad, y por más que hablas, tus palabras no arrojan luz. Cuando veo tu actitud, deja de interesarme tu objetivo.

Cada vez que el señor K. amaba a

alguien

–¿Qué hace usted -preguntaron un día al señor K.– cuando ama a alguien?

–Hago un bosquejo de esa persona -respondió el señor K.– y procuro que se le asemeje lo más posible.

–¿El bosquejo?

–No -contestó el señor K.-. La persona.

El señor K. y la consecuencia

Un día planteó el señor K. a uno de sus amigos el siguiente problema:

–Desde hace algún tiempo mantengo cierta relación con un hombre que vive enfrente de mi casa. Yo no tengo ganas de continuar ese trato, pero lo malo es que si bien no veo motivos para continuar como hasta ahora, tampoco encuentro justificación alguna para interrumpir esa relación. Ahora bien, he podido averiguar que cuando mi vecino compró la casita que antes sólo tenía en alquiler, mandó arrancar un ciruelo que había delante de su ventana y que le quitaba la luz. Mi pregunta es si debo tomar ese hecho como pretexto cara a los demás, o por lo menos frente a mí mismo, para romper con él.

Al cabo de algunos días, el señor K. informó a su amigo:

–Por fin he roto con mi vecino. Figúrese que hacía ya meses que había solicitado del antiguo casero que arrancara aquel árbol porque le quitaba la luz. Mas en cuanto la casa pasó a ser de su propiedad, mi vecino mandó arrancar el árbol, cuajado como estaba de fruta todavía verde. He roto con él por su comportamiento inconsecuente.

La paternidad de las ideas

Alguien reprochó al señor K. el que sus ideas fuesen con demasiada frecuencia hijas del deseo. A lo que replicó el señor K.:

–Jamás existió una idea cuyo padre no fuera el deseo. Únicamente cabe discutir sobre la atribución a tal o cual deseo. No hay que llegar al extremo de sospechar que un niño determinado podría no tener padre, pues basta con recelar que el establecimiento de la paternidad presenta en tal caso grandes dificultades.

Originalidad

–Son hoy incontables -se lamentaba el señor K.– los que se jactan en público de poder escribir sin ayuda de nadie grandes libros, y esto es algo por lo demás generalmente aceptado. El filósofo chino Chuang-Tseu escribió en su madurez un libro de cien mil palabras integrado por citas en sus nueve décimas partes. Hoy ya no es posible escribir libros como ése: falta el espíritu. Por eso se fabrican las ideas en el taller personal y a quien no produce en cantidad suficiente se le tacha de holgazán. Claro que tampoco hay pensamientos que uno pueda hacer suyos, ni fórmulas que uno pueda citar. ¡Qué poco necesitan todos ésos para desarrollar su actividad! ¡Una pluma y unas cuartillas es cuanto pueden mostrar! Y sin ayuda de nadie, con el escaso material que un solo hombre puede llevar en sus brazos, ellos levantan sus chozas. ¡No conocen edificios más grandes que aquellos que es capaz de construir una sola persona!

Éxito

Al ver pasar a una actriz, el señor K. comentó:

–Es hermosa.

Su acompañante dijo:

–Ha tenido éxito últimamente gracias a su belleza.

–Es hermosa gracias a que ha tenido éxito -replicó, irritado, el señor K.

Sobre la alteración de la regla que

dice:

«Cada cosa a su tiempo

En cierta ocasión, siendo huésped de una familia a la que no conocía demasiado, el señor K. advirtió que sus anfitriones habían dispuesto ya sobre una mesilla instalada en un rincón del dormitorio, si bien perfectamente visible desde el lecho, el cubierto para el desayuno. Después de alabar mentalmente a sus anfitriones por la prontitud con que se habían liberado de sus obligaciones con él, el señor K. sigue dándole vueltas al asunto y se pregunta si también él habría preparado el cubierto para el desayuno antes de acostarse. Tras meditarlo un rato, el señor K. llega a la conclusión de que aquel modo de obrar sería en él lo correcto en determinadas circunstancias. Asimismo le parece correcto el que también otros se ocupen de vez en cuando de esa cuestión.

El señor K. y los gatos

Al señor K. no le gustaban los gatos. No le parecía que fuesen amigos del hombre; por eso él tampoco quería ser su amigo.

–Si tuviéramos los mismos intereses -decía-, su actitud hostil me traería sin cuidado.

Sin embargo, al señor K. le fastidiaba tener que echar a los gatos de su silla.

–Tumbarse a descansar cuesta trabajo -explicaba-, y ese trabajo merece verse coronado por el éxito.

Cuando los gatos acudían a maullar frente a su puerta, el señor K. se levantaba, aunque hiciera frío, y los dejaba entrar al calor.

–Los gatos hacen sus cálculos -comentaba-; cuando llaman, se les abre. Si se les deja de abrir, no vuelven a llamar. Llamar representa ya un progreso.

El animal favorito del señor K.

Preguntado por su animal preferido, el señor K. respondió que el elefante, y dio las siguientes razones: En el elefante se combinan la astucia y la fuerza física. La suya no es la escasa astucia necesaria para eludir una persecución o atrapar una presa, sino la astucia que tiene a su disposición la fuerza para realizar grandes empresas. Por donde quiera que pasa, este animal deja una huella bien visible. Tiene además buen carácter y sabe aceptar una broma. Es tan buen amigo como buen enemigo. Es muy grande y pesado y, sin embargo, es también muy rápido. Su trompa proporciona a un cuerpo enorme hasta los alimentos más pequeños: por ejemplo, nueces. Tiene orejas móviles: no oye más que lo que le conviene. Vive muchos años. Es muy sociable, y no sólo en su trato con otros elefantes. En todas partes se le ama y se le teme a un tiempo. Una cierta comicidad es la causa de que a veces incluso se le adore. Tiene una piel muy espesa: contra ella se quiebra cualquier cuchillo, pero su natural es tierno. Puede ponerse triste. Puede también enfadarse. Le gusta bailar. Se interna siempre en la espesura para morir. Le encantan los niños y otros animales de pequeño tamaño. Es gris y sólo llama la atención por su masa. No es comestible. Es buen trabajador. Le gusta beber y se pone alegre. Hace algo en pro del arte: proporciona marfil.

La Antigüedad

Ante un cuadro del pintor Lundström, que representaba unos jarros de agua, comentó el señor K.:

–¡Un cuadro de la antigüedad, de una época bárbara! En aquella época los hombres no sabían distinguir ya nada: el círculo no parecía ya redondo; ni la punta, puntiaguda. Los pintores se veían obligados a recomponerlo todo para mostrarles a los clientes algo definido, unívoco y preciso; veían a su alrededor tantas cosas vagas, fugitivas, dudosas; tenían tanta hambre de integridad que estaban dispuestos a celebrar a un hombre por el solo hecho de que no comerciase con su propia locura. El trabajo se repartía entre muchos; esto se ve perfectamente en este cuadro. Quienes determinaban la forma de los objetos no se preocupaban por su función; con este cántaro no se puede servir agua. En aquella época hubo seguramente muchos hombres a quienes se consideraba sólo como objetos útiles. También de eso tenían que defenderse los artistas. ¡Una época bárbara, la antigüedad!

Alguien hizo observar al señor K. que el cuadro era de la época actual.

–Sí -dijo con tristeza el señor K.-, de la antigüedad.

De la administración de la justicia

El señor K. solía citar como ejemplar en cierto sentido una disposición legal de la vieja China según la cual, para los procesos importantes, se reclamaba la presencia de jueces procedentes de las provincias más apartadas. Resultaba mucho más difícil sobornar a esos jueces (por ello no necesitaban ser tan incorruptibles), ya que los propios jueces locales, que se las sabían todas y que debían lógicamente de sentir inquina hacia sus colegas, los mantenían constantemente vigilados. Por otra parte, los jueces forasteros no conocían por propia experiencia los usos y costumbres de la región. La injusticia cobra a veces carácter de ley a fuerza de repetirse. A los recién llegados había, pues, que informarles de todo, y así eran capaces de advertir más fácilmente cualquier irregularidad. Finalmente, no se veían obligados a sacrificar, en aras de la objetividad, muchas otras virtudes como la gratitud, el amor filial, la credulidad frente a amigos y conocidos, ni necesitaban tampoco tener el valor suficiente para crearse enemigos entre el vecindario.

Una buena respuesta

Preguntaron a un proletario en el tribunal qué fórmula elegía para su juramento: la religiosa o la laica. «No tengo trabajo», contestó.

–No fue aquello simple distracción -comentó el señor K.-. Con su respuesta aquel hombre quiso dar a entender que se hallaba en una situación en que ese tipo de preguntas, y tal vez incluso el mismo proceso, carecían de sentido.

Sócrates

Tras leer un libro de historia de la filosofía, el señor K. se expresó desfavorablemente sobre los intentos de los filósofos de presentar las cosas como incognoscibles por principio.

–Cuando los sofistas aseguraban saber mucho sin haber empero estudiado nada -comentó- salió el sofista Sócrates con la arrogante afirmación de que él sólo sabía que no sabía nada. Lógicamente debió haber añadido: pues yo tampoco he estudiado nada. (Para saber algo es preciso estudiar.) Pero parece ser que no dijo más. Por otro lado, el enorme aplauso con que fue recibida su primera frase (aplauso que duró dos mil años) probablemente hubiera ahogado cualquier otra afirmación ulterior.

El embajador

Hace poco hablaba yo con el señor K. sobre el caso del embajador de una potencia extranjera, el señor X., que había cumplido en nuestro país ciertos cargos de su gobierno y que -según pudimos averiguar con consternación- fue objeto de graves medidas disciplinarias al regresar a su patria.

–Le reprocharon el que, para mejor cumplir su misión, se hubiera comprometido demasiado con nosotros, el enemigo -dije-. ¿Cree usted que de no haberse comportado como lo hizo hubiera tenido el mismo éxito?

–Seguro que no -respondió el señor K.-. Tenía que comer bien para poder negociar con sus enemigos, tenía que adular a criminales y reírse de su propio país para lograr su objetivo.

–Así, pues, ¿actuó como debía? – pregunté.

–Sí, naturalmente -respondió distraído-, actuó como debía.

El señor K. hizo ademán de despedirse, pero le retuve por la manga.

–¿Por qué fue entonces tan vituperado a su regreso? – exclamé con indignación.

–Tal vez se haya acostumbrado a la buena mesa, haya continuado el trato con delincuentes; tal vez sus juicios no sean ya tan certeros -dijo el señor K. con indiferencia-; por eso tuvieron que imponerle un castigo disciplinario.

–¿Y eso, según usted, es justo? – pregunté horrorizado.

–Evidentemente, ¿qué otra cosa podían hacer? – dijo el señor K.-. Tuvo el valor y el mérito de aceptar una misión suicida. Murió en el empeño. ¿Le parece que en lugar de enterrarlo debían haber dejado que se pudriera al aire libre, para luego soportar su hedor?

El instinto natural de propiedad

Tras oír a alguien, en una reunión, calificar de natural el instinto de propiedad, el señor K. contó la siguiente historia de un pueblo que siempre se ha dedicado a la pesca: «En la parte sur de Islandia vive un pueblo de pescadores que han dividido el mar que baña su costa mediante boyas firmemente ancladas y se han repartido las parcelas resultantes. Esos hombres están tremendamente apegados a sus campos marinos, que consideran de su exclusiva propiedad. Se sienten vinculados por lazos profundos a esos campos, a los que no renunciarían aunque en ellos no quedase un solo pez. Desprecian a los habitantes de los puertos próximos, a quienes venden su pesca, pues los consideran una raza superficial y totalmente alejada de la naturaleza. Se auto-califican de "fieles al agua". Cuando capturan peces de gran tamaño, los conservan en tinajas, les dan nombres y los convierten en objetos de su propiedad. Parece ser que desde hace algún tiempo les va mal económicamente, pero rechazan con resolución cualquier intento de reforma, hasta el punto de que han derribado ya varios gobiernos que intentaron violar sus costumbres. Estos pescadores constituyen una prueba irrefutable del poder del instinto de propiedad, al que el hombre está sometido por naturaleza.»

Si los tiburones fueran hombres

–Si los tiburones fueran hombres -preguntó al señor K. la hija pequeña de su patrona-, ¿se portarían mejor con los pececitos?

–Claro que sí -respondió el señor K.-. Si los tiburones fueran hombres, harían construir en el mar cajas enormes para los pececitos, con toda clase de alimentos en su interior, tanto plantas como materias animales. Se preocuparían de que las cajas tuvieran siempre agua fresca y adoptarían todo tipo de medidas sanitarias. Si, por ejemplo, un pececito se lastimase una aleta, en seguida se la vendarían de modo que el pececito no se les muriera prematuramente a los tiburones. Para que los pececitos no se pusieran tristes habría, de cuando en cuando, grandes fiestas acuáticas, pues los pececitos alegres tienen mejor sabor que los tristes. También habría escuelas en el interior de las cajas. En esas escuelas se enseñaría a los pececitos a entrar en las fauces de los tiburones. Estos necesitarían tener nociones de geografía para mejor localizar a los grandes tiburones, que andan por ahí holgazaneando. Lo principal sería, naturalmente, la formación moral de los pececitos. Se les enseñaría que no hay nada más grande ni más hermoso para un pececito que sacrificarse con alegría; también se les enseñaría a tener fe en los tiburones, y a creerles cuando les dijesen que ellos ya se ocupan de forjarles un hermoso porvenir. Se les daría a entender que ese porvenir que se les auguraba sólo estaría asegurado si aprendían a obedecer. Los pececillos deberían guardarse bien de las bajas pasiones, así como de cualquier inclinación materialista, egoísta o marxista. Si algún pececillo mostrase semejantes tendencias, sus compañeros deberían comunicarlo inmediatamente a los tiburones. Si los tiburones fueran hombres, se harían naturalmente la guerra entre sí para conquistar cajas y pececillos ajenos. Además, cada tiburón obligaría a sus propios pececillos a combatir en esas guerras. Cada tiburón enseñaría a sus pececillos que entre ellos y los pececillos de otros tiburones existe una enorme diferencia. Si bien todos los pececillos son mudos, proclamarían, lo cierto es que callan en idiomas muy distintos y por eso jamás logran entenderse. A cada pececillo que matase en una guerra a un par de pececillos enemigos, de esos que callan en otro idioma, se les concedería una medalla de varec y se le otorgaría además el título de héroe. Si los tiburones fueran hombres, tendrían también su arte. Habría hermosos cuadros en los que se representarían los dientes de los tiburones en colores maravillosos, y sus fauces como puros jardines de recreo en los que da gusto retozar. Los teatros del fondo del mar mostrarían a heroicos pececillos entrando entusiasmados en las fauces de los tiburones, y la música sería tan bella que, a sus sones, arrullados por los pensamientos más deliciosos, como en un ensueño, los pececillos se precipitarían en tropel, precedidos por la banda, dentro de esas fauces. Habría asimismo una religión, si los tiburones fueran hombres. Esa religión enseñaría que la verdadera vida comienza para los pececillos en el estómago de los tiburones. Además, si los tiburones fueran hombres, los pececillos dejarían de ser todos iguales como lo son ahora. Algunos ocuparían ciertos cargos, lo que los colocaría por encima de los demás. A aquellos pececillos que fueran un poco más grandes se les permitiría incluso tragarse a los más pequeños. Los tiburones verían esta práctica con agrado, pues les proporcionaría mayores bocados. Los pececillos más gordos, que serían los que ocupasen ciertos puestos, se encargarían de mantener el orden entre los demás pececillos, y se harían maestros u oficiales, ingenieros especializados en la construcción de cajas, etc. En una palabra: habría por fin en el mar una cultura si los tiburones fueran hombres.

El elogio

Al enterarse de que sus antiguos pupilos le elogiaban, comentó el señor K.:

–Cuando los discípulos ya hace tiempo que olvidaron los errores de su maestro, éste aún los recuerda.

Espera

El señor K. estuvo esperando algo todo un día, luego una semana y por fin un mes entero. Al fin se dijo: «Podría haber esperado perfectamente un mes, pero no ese día ni esa semana.»

El esclavo de sus fines

El señor K. formuló en una ocasión las preguntas siguientes:

–Todas las mañanas mi vecino pone música en un gramófono. ¿Por qué pone música? Dicen que para hacer gimnasia. ¿Por qué hace gimnasia? Porque, según dicen, necesita fortalecer sus músculos. ¿Para qué necesita fortalecer sus músculos? Porque, como él mismo asegura, ha de vencer a los enemigos que tiene en la ciudad. ¿Por qué necesita vencer a sus enemigos? Porque, según he oído decir, no quiere quedarse sin comer.

Tras enterarse de que su vecino ponía música para hacer gimnasia, hacía gimnasia para fortalecer sus músculos, fortalecía sus músculos para vencer a sus enemigos y vencía a sus enemigos para comer, el señor K. preguntó:

–¿Y por qué come?

El arte de no sobornar

El señor K. recomendó a un comerciante a alguien a quien consideraba insobornable. Al cabo de dos semanas, el comerciante fue a ver al señor K. y le preguntó:

–¿Qué quisiste decir con insobornable?

El señor K. respondió:

–Cuando te digo que el hombre al que das empleo es insobornable, quiero decir que no le puedes sobornar.

–¡Ajá! – exclamó, afligido, el comerciante-. Lo malo es que tengo mis motivos para pensar que el hombre que me recomendaste se deja sobornar por mis enemigos.

–Ignoro todo eso -dijo el señor K. con indiferencia.

–Lo peor de todo -explicó en tono amargo el comerciante- es que siempre abunda en lo que yo digo, es decir, que también se deja sobornar por mí.

El señor K. sonrió vanidoso.

–De mí no se deja sobornar -dijo.

Patriotismo: odiar las patrias

El señor K. no consideraba necesario vivir en un país determinado. Decía:

–En cualquier parte puedo morirme de hambre.

Pero un día en que pasaba por una ciudad ocupada por el enemigo del país en que vivía, se topó con un oficial del enemigo, que le obligó a bajar de la acera. Tras hacer lo que se le ordenaba, el señor K. se dio cuenta de que estaba furioso con aquel hombre, y no sólo con aquel hombre, sino que lo estaba mucho más con el país al que pertenecía aquel hombre, hasta el punto de que deseaba que un terremoto lo borrase de la superficie de la tierra. «¿Por qué razón -se preguntó el señor K.– me convertí por un instante en un nacionalista? Porque me topé con un nacionalista. Por eso es preciso extirpar la estupidez, pues vuelve estúpidos a quienes se cruzan con ella.»

Hambre

A una pregunta acerca de la patria, el señor K. había dado la siguiente respuesta:

–En cualquier parte puedo morirme de hambre.

Alguien que le escuchaba atento le preguntó entonces por qué decía que se moría de hambre cuando en realidad tenía qué comer. El señor K. se justificó diciendo:

–Seguramente quise decir que puedo vivir en cualquier parte si es que acepto vivir donde reina el hambre. Admito que hay una gran diferencia entre pasar uno mismo hambre y vivir donde reina el hambre. Permítaseme, no obstante, aclarar en mi descargo que, para mí, vivir donde reina el hambre, si bien no es tan grave como pasar hambre, no deja por ello de ser grave. El hecho de que yo pasara hambre no tendría demasiada importancia para otros; es, sin embargo, importante el que me oponga a que reine el hambre.

Propuesta para el caso de que la

propuesta

no sea aceptada

El señor K. recomendaba acompañar, siempre y cuando fuera posible, toda propuesta conciliadora de una segunda propuesta para el caso de que aquélla no fuera aceptada. En cierta ocasión, por ejemplo, tras haber aconsejado a alguien que se encontraba en un aprieto que procediera de determinada manera, pues así perjudicaría al menor número posible, el señor K. le señaló un segundo modo de proceder que, aunque menos inofensivo que el primero, no llegaba, sin embargo, a ser brutal.

–A quien no puede hacerlo todo -dijo- no se le debe dispensar de hacer al menos parte.

El funcionario indispensable

El señor K. oyó unos comentarios elogiosos a propósito de un funcionario que tenía ya bastante antigüedad en su cargo y del que se decía que, por su eficacia, resultaba indispensable.

–¿Qué significa eso de que es indispensable? – preguntó el señor K. irritado.

–El servicio no funcionaría sin él -explicaron quienes le habían ensalzado.

–¿Cómo puede ser un buen funcionario si el servicio no funciona sin él? – preguntó el señor K.-. Ha tenido tiempo más que suficiente para organizar el servicio de tal forma que su persona no sea indispensable. ¿En qué ocupa entonces su tiempo? Yo mismo os lo diré: ¡en hacer chantaje!

Preguntas convincentes

–He observado -dijo el señor K.– que mucha gente se aleja, intimidada, de nuestra doctrina por la sencilla razón de que tenemos respuesta para todo. ¿No sería conveniente que, en interés de la propaganda, elaborásemos una lista de los problemas para los que aún no hemos encontrado solución?

Las fatigas de los mejores

–¿En qué trabaja usted? – preguntaron al señor K. El señor K. respondió:

–Me está costando una fatiga enorme preparar mi próximo error.

Afrenta soportable

Alguien acusó a un colaborador del señor K. de adoptar una actitud hostil hacia éste.

–Sí, pero sólo a mis espaldas -dijo el señor K., defendiéndole.

Dos ciudades

El señor K. prefería la ciudad B. a la ciudad A. «En la ciudad A. – decía- se me quiere; pero en la ciudad B. me trataban con amabilidad. En la ciudad A. todos procuraban serme útiles; pero en la ciudad B. me necesitaban. En la ciudad A. me invitaban a la mesa; en la ciudad B. me invitaban a la cocina.»

El reencuentro

Un hombre que hacía mucho tiempo que no veía al señor K. le saludó con estas palabras:

–No ha cambiado usted nada.

–¡Oh! – exclamó el señor K., empalideciendo.

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06/05/2008

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