* * *

Ya la pirámide estaba casi completa. Su vértice sobresalía de los mamparos de acero, y una línea adicional, de escudos de metal, ascendía hacia la parte alta de la pirámide, protegiendo a los hombres que escalaban hacia el pináculo. Los trabajadores se movían lentamente, enlazados entre sí, por medio de largos cables, y daban forma a las últimas cornisas y revestimientos, arrastrados juntos como esclavos ciegos.

Abajo, se alejaban los enormes tractores y mezcladoras, mientras construían las largas rampas que partían de la base de la pirámide. Éstas tenían tres metros de espesor y su altura era lo doble en el punto más profundo. Surgían de la negra tierra, extendiéndose desde el cuerpo de la pirámide como los miembros de alguna esfinge decapitada.

Mirándolas desde su atalaya, en la pirámide, el hombre de rostro de hierro bautizaba a las rampas, en su mente, llamándolas las puertas del remolino.

Capítulo V

Los Animales de Carroña

–Pat.

La muchacha se estremeció, murmuró algo mientras permanecía medio dormida en sus brazos, sobre el viejo colchón contra la pared, y se acercó más a él.

Con su mano libre, Lanyon le alisó suavemente los cabellos rubios y la besó quedamente en la frente, cuidando de no rozarle la piel con su áspera barba de cuatro días. Estrechándose contra él, ella se sentía tibia y cómoda, abrigada con el chaquetón de cuero alrededor de sus hombros, mientras que su propio abrigo cubría sus piernas.

Lanyon le miró el rostro. Ella sonreía y movía sus párpados, levemente, al acercarse a la conciencia. Suspiró hondo y levantó con lentitud la cabeza.

–¿Steve? – Se agitó, abrió los ojos somnolientos, y libró sus piernas del abrigo.

Él se inclinó y la besó gentilmente en la boca.

–Está bien, querida. Duerme. Voy a echar una mirada.

La cubrió cuidadosamente, se puso en pie y pasó al otro lado de la casamata, inclinando la cabeza para evitar golpearse con el techo. Afuera, el aire silbaba interminablemente, con la turbulencia que creaba alrededor de la colina, haciendo difícil el cálculo de su velocidad.

Lanyon buscó en sus bolsillos, encontró un paquete de cigarrillos baratos que descubriera en una alacena del campo aéreo, encendió uno, cuidadosamente, y se acercó a la mirilla. Estaba bloqueada con un montón de piedras y tabiques. Retiró algunos de ellos y pudo dejar una estrecha abertura por la que contempló los restos de la presa, el valle de Genova y el mar. Miró su reloj. Eran las 7:35 de la mañana. Las nubes de vapor y polvo colgaban a no más de doscientos metros de altura y la visibilidad era muy relativa.

La casamata estaba construida en la boca de una de las cuevas, en el acantilado que dominaba el lado oriental de la presa. Abrigada por el farallón que se levantaba hasta noventa metros más arriba y remetida tres metros en la caverna, proporcionaba un excelente punto de ventaja desde el cual podía verse el valle. Lanyon notó que la presa ya no existía y que de la cortina original, quedaba tan sólo un angosto y destruido borde de concreto. El vaso estaba vacío, y el lecho sembrado de guijarros y fragmentos de roca, procedentes de las colinas circunvecinas.

Lanyon se preguntó si los grandes ríos del mundo fueron vaciados de modo semejante. ¿Era ya el Amazonas una faja de arena de una milla de ancho, y el Mississippi una playa interior de dos mil de longitud?

A tres millas de distancia, la línea de la costa era sólo un manchón borroso, pero el puerto de Genova parecía estar cercado por un anillo de restos de barcos naufragados. Casi con toda certeza, el Terrapin aún estaría en su lecho de la base submarina, a menos que la hubieran abandonado y la nave enviada a otra misión especial, en cuyo caso, posiblemente, yacía en el fondo del océano. Las posibilidades de llegar a la base parecían escasas, pero, durante los días pasados, se las arreglaron para viajar desde el campo aéreo hasta su refugio actual, y con un poco de suerte se mantendrían en movimiento.

Lanyon aspiró el humo del cigarrillo, mirando una gran cabaña de madera volar por los aires, a quince metros de altura y a media milla de distancia. Aún estaba intacta, girando lenta, aparentemente recién arrancada de algún sitio protegido. Repentinamente, chocó contra el costado de una de las colinas y se desintegró instantáneamente, como un proyectil estallando en una infinidad de fragmentos no mayores que una caja de fósforos.

Volvió a tapar la abertura, cuidadosamente. Patricia dormía aún, aparentemente exhausta. Llegaron a la casamata, dos días antes, tras de una frenética carrera, a noventa millas por hora, en un coche ajustado con piezas de los demás vehículos destruidos en la base aérea. Aquí tenían suficiente comida para algunos días más: dos o tres latas de cerdo salado que encontraron en el sótano, una canasta de duraznos podridos y media docena de botellas de áspero vino.

Lanyon se deslizó por la puerta, hacia la parte posterior de la cueva. A diez metros de la casamata, el piso se inclinaba hacia abajo y se extendía en una amplia galería que fue usada como dormitorio por las tropas que guardaban el puesto de vigilancia de la presa. Las paredes tenían hileras de literas y en el centro estaban dos largas mesas cubiertas de residuos de comida. El agua goteaba de una docena de grietas en el techo, formando charcos en el piso o escurriendo hacia las otras cuevas a las que conducía la galería.

Lanyon tomó un vaso de lámina, recogió algo del agua que goteaba del techo y lo puso sobre la mesa. Pisando sobre los desperdicios de papeles mojados y cabos de cigarrillos, se dirigió hacia la parte trasera de la galería, y siguió uno de los pasadizos que había sido dotado de un sencillo pasamano. Se encorvaba ligeramente hacia abajo, y parecía ser la salida de emergencia hacia la cañada que existía detrás del acantilado. Un camino lateral los condujo a la cañada, pero Lanyon no pudo controlar el vehículo, cuando llegaron, y continuaron hasta el pie del acantilado, donde tuvieron que salir del automóvil para escalar hasta la casamata.

En algunos sitios, la cueva tenía orificios en la pared del farallón, y, a través de ellos, Lanyon podía ver las paredes de la cañada, a veinte pasos de distancia. El aire circulaba con violencia, pero aún se sostenían algunos matorrales espinosos y abetos en los rocosos bordes. Posiblemente pudieran, él y Patricia, usar esa ruta si continuaba en la dirección adecuada.

Salió de la cueva, en el fondo de la barranca, y miró en su alrededor. Las paredes subían a noventa metros de altura, y de sus bordes caía una constante lluvia de guijarros, hasta los pies de Lanyon. Pegado a las paredes, se deslizó entre los remolinos de aire, tratando de ver hacia dónde conducía el angosto corredor. Los salientes de las rocas le protegían de la lluvia de proyectiles, mientras pudo apreciar que el sistema de hondonadas y barrancas corría, aparentemente, en dirección suroeste, hacia Genova y el mar.

A cien metros de distancia, volvió sobre sus pasos y entró nuevamente en la caverna.

Patricia estaba sentada, peinando sus cabellos, cuando llegó a la casamata. Su aspecto aún era fresco a pesar de los cinco días de privaciones e incomodidades.

–Hola, Steve -sonrió-. ¿Sucede algo?

–Aún sopla con fuerza -le respondió-. Parece que se acerca a las doscientas millas por hora. ¿Cómo te sientes?

–Maravillosamente. Ésta es la clase de vida que necesitaba. – Le tomó la mano y le hizo sentarse a su lado.

Lanyon la cogió en sus brazos y se debatió juguetonamente con ella, sobre el colchón. La besó en los labios y se enderezó mirando su reloj.

–Pat, me duele tener que interrumpir la fiesta, pero si vamos a salir de aquí más vale empezar a movernos. ¿Te sientes con las fuerzas suficientes?

Ella asintió.

–Lo bastante. ¿Qué tenemos que hacer?

–Hay una cañada que parece ir en dirección de la ciudad. Con suerte quizá podemos llegar hasta los suburbios, y encontrar algún vehículo militar. – Miró nuevamente su reloj-. Me temo que si no regresamos pronto, Matheson pueda echar a pique la nave, accidentalmente. O que haya sido enviada a otra misión suicida.

Se levantó y sacó una lata de la mochila del ejército italiano, que colgaba bajo la mirilla de la casamata. La abrió y la dio a Patricia. Fue a la cueva y regresó con el vaso de lámina, conteniendo agua de las filtraciones.

–Vale la pena tratar de comer algo de esto, aunque no soportemos mirarlo. Si te consuela, te diré que no es mucho peor que lo que comemos a bordo del Terrapin.

Patricia forzó un poco de la carne, en conserva, dentro de su boca, haciendo un gesto.

–Demontres, no sé si me iré contigo después de todo. – Hizo una pausa con la preocupación reflejada en el semblante-. Steve, ¿crees realmente que me dejarán ir a bordo? Sé que tú eres el capitán, pero después que se hayan puesto cómodas las esposas de los almirantes, quizá no quede sitio para una empleada de la NBC.

Lanyon le sonrió.

–Descuida. No hay esposas de almirantes en los alrededores, para no hablar de los almirantes. Tú subirás a bordo así tenga que llegar hasta el casamiento contigo.

–¿Hasta? -dijo Patricia en tono de queja-. Bueno, gracias.

Un remolino de aire azotó la casamata, aflojando las piedras que cerraban la mirilla y arrojando una nube de polvo sobre sus cabezas. Lanyon la tomó de la mano y la ayudó a ponerse de pie. La besó nuevamente.

Entrando a la cañada, se movieron cautelosamente a lo largo de la pared oriente, abrigándose bajo los salientes de la roca mientras caía la lluvia de piedras y adelantando cuando disminuía ésta. El aire se arremolinaba a su alrededor, explotando con salvaje furia cuando los vórtices de las corrientes barrían los bordes de la barranca y se clavaban en las gargantas de piedra.

Llegaron hasta el punto, explorado previamente por Lanyon, donde se dividía la cañada, la que se abría gradualmente hacia el lado norte, extendiéndose en un ancho valle, a través del cual se movía la corriente de aire como una enorme ola sobre el piso rocoso, levantando todos los fragmentos de rocas sueltos y todo vestigio de vegetación Lanyon se dio cuenta de que si se aventuraban en el valle, la presión negativa haría que fueran arrebatados y elevados por el aire, para ser arrojados en las lejanas colinas del oeste.

El ramal del sur no era más que una angosta fisura en la roca, que se extendía hacia el sureste en un ángulo ligeramente inclinado. Alguna vez sirvió de lecho a algún arroyo, porque las piedras eran pulidas y tersas, y aún conservaban cierta humedad en su lecho de arena.

Por espacio de media hora, avanzaron por la brecha, en dirección de los suburbios de la ciudad, según calculó Lanyon. Encontraron que la cañada se convertía en un angosto cañón, de fondo plano, protegido por una de sus elevadas paredes, donde todavía existían algunos árboles.

Patricia tiró del brazo de Lanyon.

–Mira Steve. Allá. ¿No es aquello una granja? Lanyon miró en la dirección indicada y vio la silueta de lo que alguna vez fuera un muro almenado que corría a lo largo de un camino que cruzaba el extremo opuesto del cañón.

–Parece ser parte de un viejo castillo -comentó Lanyon-. Tal vez encontremos a alguien más, allí. Vamos.

A su derecha, el terreno se empinaba hasta la cresta del acantilado, a unos cuarenta y cinco metros de altura. En lo alto estaban los restos de lo que fuera un antiguo monasterio, un pesado edificio de piedra, de dos pisos, que contaba con cinco o seis siglos de existencia. La planta superior y el techo ya habían desaparecido, pero la parte baja, bajo el nivel de la cresta de roca, aún estaba intacta, enraizada en las enormes rocas.

El ruinoso muro encerraba los huertos y el jardín. A medio camino, un pórtico de arcadas conducía a un patio entre edificios de poca altura. Lanyon tomó el brazo de Patricia y avanzaron, inclinándose bajo la protección del muro, hasta llegar a la entrada. Se detuvieron y Lanyon golpeó en las pesadas puertas de madera.

–¡No hay nadie! – gritó a Patricia-. Veamos si podemos entrar. – Pasaron por el patio, protegiéndose siempre en los muros, probando en las ventanas y postigos. Todas las entradas estaban cuidadosamente aseguradas. Las puertas del edificio principal tenían, además, la protección de barrotes cerrados por medio de candados. Lanyon señaló la piedra circular que hacía las veces de tapadera de la tolva del granero, remetida entre las baldosas.

–Tal vez sea posible pasar por aquí. – Sacó su navaja, la abrió e insertó la hoja en el borde, hasta lograr levantarla unas pulgadas. Finalmente pudo desprenderla, la puso a un lado y se asomó al interior. Un tubo de metal pulido conducía a uno de los silos de almacenamiento, donde el grano llenaba a medias los enormes cajones de madera. Hizo descender a Patricia, sosteniéndola por las manos, hasta dejarla caer de la menor altura posible y después la siguió, enterrándose en el grano hasta la cintura. Salieron del depósito y avanzaron bajo el techo abovedado, hasta una escalera que los condujo a otro almacén. En éste, la luz se filtraba, en algunos puntos, a través de angostas rejas, dejando ver un dédalo de corredores, columnas y bóvedas. Continuaron avanzando. El siguiente almacén estaba vacío. Lo cruzaron y descendieron por un corto tramo de viejos escalones, hasta el sótano del cuerpo principal del monasterio.

–Parece que este sitio ha estado abandonado durante algún tiempo -comentó Lanyon a Patricia-. Los campesinos de la vecindad probablemente trabajaban la tierra y guardaban su grano aquí.

Llegaron hasta unas pesadas puertas de madera, al final del corredor. Lanyon hizo girar el cerrojo y se asomó para encontrar la más absoluta oscuridad. Sacando su lámpara de mano, la encendió y dejó escapar un silbido.

–Parece que me equivoqué.

Contemplaban un gran almacén, de unos treinta metros de longitud, cuyo piso y pared estaban excavados en la roca viva y cuyo techo pesaba sobre enormes vigas. A lo largo del cuarto, se extendían hileras de cajas y paquetes.

–Los monjes deben haber almacenado todo antes de partir -murmuró Lanyon. Se encaminaron por uno de los pasillos, formados entre los objetos almacenados. Ante su vista apareció, iluminada por la lámpara, una gran máquina lavadora, de esmalte blanco.

Oprimió el brazo de Patricia para llamar su atención.

–Bastante modernos, ¿no lo crees? – Moviendo la lámpara, vieron que, en el almacén, había media docena de máquinas más, aún envueltas en sus empaques originales de fábrica.

Deteniéndose, empezó a examinar las pilas de cajas, con más cuidado.

–Esto no ha sido usado -comentó Patricia.

Lanyon asintió.

–Lo sé. Hay algo curioso en todo esto. Mira eso. – Dirigió el rayo de luz hacia la pared, donde estaban dos docenas de receptores de televisión, como en una exhibición de escaparate. A un lado, estaban dos fonógrafos de brillante cubierta de plástico y, atrás, un montón de radios, aspiradoras eléctricas y estufas, coronadas por cajas conteniendo planchas, secadores de pelo y otros artículos domésticos. Todo bien ordenado.

Lanyon recorrió lentamente el pasillo, haciendo girar la luz para ver, a la izquierda, una masa compacta de herramientas y artículos de ferretería.

–Tal vez alguna tienda empleaba este sitio como almacén -sugirió Patricia-. Aunque el surtido es algo extraño. – ¿Cómo traerían todo esto hasta aquí? – preguntó Lanyon cuando llegaban al extremo de la habitación y abrían las pesadas puertas de roble-. Me parece que…

Al abrir la puerta, vio a lo lejos algunas luces y a cuatro o cinco hombres moviendo un objeto voluminoso. Cerró la puerta y apagó la lámpara en los momentos en que alguien lanzaba una exclamación de sorpresa.

–¡Steve, nos han visto!

–Escucha, no estoy seguro de quiénes se trata. Me parece que son saqueadores. Más vale marcharnos de aquí.

Encendió la lámpara nuevamente y corrieron a través del almacén. Al llegar a la puerta, Lanyon vio una figura enorme, deslizándose silenciosamente entre las columnas del almacén contiguo. El hombre notó la luz de la lámpara y retrocedió inmediatamente a la oscuridad.

Lanyon retrocedió y empujó a Patricia a un lado de la puerta, junto a los aparatos de televisión, y sacó su automática de la funda.

–Espera aquí -murmuró-. Trata de no moverte. Alguien ha entrado tras de nosotros. Veré si puedo deslizarme a sus espaldas. – Sintió la mano de ella estrechar la suya, cálidamente. Se deslizó por la entrada y se agachó tras de uno de los pilares, justamente cuando las puertas del otro extremo del almacén se abrían y las lámparas iluminaban el montón de mercancía.

Lanyon empezó a deslizarse hacia un pilar central que se erguía en el centro de la cámara. Más adelante, pudo escuchar que alguien se movía por el embaldosado.

Estaba a la mitad del camino, cuando a sus espaldas se encendió una hilera de focos, en uno de los muros, inundando el almacén con luz brillante. Las voces se dejaron escuchar nuevamente y el sonido de muchos pies despertó los ecos en las bóvedas.

Dio media vuelta y regresó corriendo, llegando a la puerta cuando Patricia lanzaba un grito.

Deslumbrado por la luz durante un instante, pudo ver, después, a dos hombres de rostro atezado, vestidos con trincheras, saltando entre las cajas, y a un tercero, caminando ágilmente por el pasillo, con una Mauser en una mano, apuntando hacia Patricia.

El disparo sonó como una explosión en el local cerrado. Uno de los aparatos de televisión, próximos a Patricia, estalló en una cascada de vidrios rotos. El hombre de la Mauser se detuvo, y levantó nuevamente el arma.

Lanyon se dejó caer sobre una rodilla, extendió el brazo y, apoyando el codo en su mano izquierda, disparó rápidamente. El pistolero cayó de espaldas, derribado por la pesada bala que le atravesó el pecho, y los otros dos se tiraron entre las cajas.

Lanyon se volvió para ver si Patricia estaba bien, pero alcanzó a percibir de soslayo, en ese mismo instante, que alguien se inclinaba sobre él. Se las arregló para esquivar, a medias, el golpe que descargaron sobre su cabeza, dejándose rodar por el piso. Al empezar a ponerse en, pie, el hombre le pateó ferozmente en el pecho y Lanyon cayó de espaldas, con las costillas laceradas por el dolor, tratando de levantar nuevamente la automática.

Los otros dos le cayeron encima, golpeándole el rostro con los puños. Una pesada bota pisó su mano, lanzando lejos su arma. Luego lo levantaron, arrojándolo contra las cajas de empaque. Tuvo una confusa imagen de Patricia, caída de rodillas, y entonces un tipo grande, con el rostro encendido, le golpeó en la frente con el cañón de la 45. Lanyon se desplomó mientras el hombre apuntaba con la pistola a su cabeza, entrecerrando los ojos.

Los otros dos esperaron, manteniendo, uno de ellos, una rodilla en la espalda de Patricia, para inmovilizarla en el piso. Lanyon rodó torpemente, tratando de limpiar la sangre de la herida que cruzaba su frente, sin darse apenas cuenta del cañón de la pistola, a unas pulgadas de su cabeza.

De pronto, el hombre hizo una pausa, bajó la pistola y abrió el impermeable de Lanyon, tomándolo por las solapas de la chaqueta y tocando con los dedos las insignias de la Armada. Guardó la pistola en su cintura y levantó el rostro de Lanyon, pasando sus toscos dedos por las mejillas lastimadas.

Dio unas palmaditas suaves en el rostro de Lanyon y una amplia sonrisa se extendió por su rostro. Tomó a éste por los hombros y le sacudió con sus fuertes brazos.

–¡Eh, capitán! – le dijo-. ¿Está bien, muchacho?

Cuando Lanyon se recobró y le miró, aquél dio un paso atrás e hizo un gesto a sus hombres para que ayudaran a Patricia a ponerse en pie. Entonces sonrió a Lanyon y habló a uno de los otros en italiano, señalando al comandante con el pulgar. El hombre asintió, y habló a Lanyon.

–Usted ayudó a Luigi en Vintemille -dijo a Lanyon con naturalidad-. Él pregunta cómo se siente.

Lanyon contempló a Luigi, mientras se daba masaje en el adolorido cuello. Vagamente recordó al gran italiano, desesperado en la iglesia dañada por el viento, hurgando entre los escombros como un toro furioso, buscando afanosamente a su esposa.

Patricia llegó tambaleante a su lado, y él la abrazó, oprimiendo su cabeza contra su pecho.

–¿Estás bien, Steve? – murmuró ella-. ¿Quiénes son? ¿Qué van a hacer con nosotros?

Lanyon trató de recuperar la compostura y se las arregló para sonreír a Luigi. Habló al intérprete, un hombrecillo de rostro delgado, vestido con una camisa a rayas.

–Seguro, me acuerdo muy bien. Dígale que estoy entero, pero que me gustaría tomar un poco de agua. – Mientras el hombrecillo traducía sus palabras, Lanyon dio unas palmaditas en el hombro de Patricia-. Lo encontramos en un pueblecillo al venir de Genova. Su familia estaba atrapada en una iglesia. Le ayudamos a sacarlos.

Luigi hizo un gesto de asentimiento al intérprete y éste les indicó la salida en el otro extremo del almacén. Salieron lentamente, evitando el cuerpo del pistolero que yacía en el piso, en medio de un charco de sangre. Luigi levantó la pistola Mauser y la puso en su cintura, junto a la.45 de Lanyon. Entraron al corredor y se detuvieron ante una puerta que los condujo a un cuarto de techo bajo, donde una sola lámpara alumbraba una desnuda mesa de madera. En los muros se insertaban cuatro camastros, con las ropas de cama revueltas y sucias.

Uno de los hombres apagó las luces del corredor y cerró la puerta, pero no antes de que Lanyon notara una máquina de imprenta, colocada sobre una pequeña plataforma con ruedas más adelante.

Luigi acercó una silla a la mesa, y Lanyon se dejó caer en ella. Patricia se sentó en el borde de un camastro, a sus espaldas. Luigi ladró un par de órdenes a sus hombres y uno de ellos salió para regresar, un momento después, con una jarra llena de agua, mientras que el pequeño intérprete hurgaba en la alacena que se encontraba encima de la chimenea, para sacar un vaso sucio. Luigi lo tomó, quitó el corcho a una botella de chianti, vertió un poco en el vaso y lo entregó a Patricia; después empujó la botella en dirección a Lanyon.

Lanyon tomó un trago del áspero vino y después regresó la botella a Luigi al otro lado de la mesa. Se limpió el rostro y el cuello, y arrancó un bolsillo de su camisa, para poner el trozo de tela sobre la herida de la frente.

Luigi acercó una silla y se sentó. Movió un pulgar señalando por encima de su hombro.

–¿Barco? ¿Tú? – Habló al intérprete.

–Luigi pregunta si regresa para su barco.

Lanyon asintió.

–Eso tratamos. ¿Cómo podemos llegar allá… a la baso de submarinos? ¿Conocen algún camino cubierto?

El intérprete tradujo a Luigi las palabras de Lanyon, y los dos se miraron en silencio, por un momento. Después, Luigi frunció el ceño y murmuró algo.

–Viento muy fuerte -explicó el intérprete-. No se puede pasar por las calles. Los hoteles, las casas… -chasqueó los dedos-… ¡todos abajo!

Lanyon miró su reloj. Eran las 2:30. Pronto oscurecería; sería imposible moverse hasta la siguiente mañana.

–*¿Y qué hay de lo que tienen en las bodegas? – preguntó bruscamente-. ¿Cómo lo trajeron hasta aquí?

Hubo largas consultas, durante las que el intérprete se encogió de hombros repetidamente y Luigi pareció tratar de tomar una decisión.

Lanyon habló a Patricia por encima del hombro.

–Deben de estar saqueando las tiendas y las bodegas de la ciudad. Posiblemente eso esté penado con la muerte a estas alturas. Supongo que teme que lo delatemos con el gobernador militar.

El otro hombre, de mayor edad, se unió a la discusión, alegando animadamente mientras que Luigi manoseaba nerviosamente las culatas de las pistolas. Finalmente pareció tomar una determinación. Dijo algunas palabras en tono cortante y los otros callaron.

Luigi sonrió lentamente a Lanyon y sacó de un bolsillo un trozo de papel doblado. Cuidadosamente lo extendió, con sus toscas manos de labriego, y apareció un arrugado plano de la ciudad, marcado groseramente con círculos hechos a lápiz, señalando una serie de zonas.

El intérprete señaló el plano. – Los llevaremos -dijo a Lanyon tras de que él y Luigi cambiaron algunas palabras, en voz baja-. Pero, ustedes saben… -hizo un gesto poniendo sus dedos sobre los ojos.

–¿Vendados? – sugirió Lanyon.

–Sí, vendados. – El intérprete sonrió, y continuó lentamente-. Y vendados después, ¿entiende usted?

Lanyon asintió. Luigi los miraba atentamente, calculando.

–Parece que eso los hace felices -dijo Lanyon a Patricia.

–¿Cómo nos llevarán? – preguntó ella.

Lanyon se encogió de hombros.

–Sótanos, subterráneos, bodegas. Una ciudad vieja, como Genova, debe estar formada por un enjambre de pasadizos secretos. Supongo que este monasterio se comunicaba con la ciudad por medio de uno de estos túneles, para comodidad de los monjes los sábados por la noche. Creo que tendremos suerte, pues han podido traer, hasta acá, equipo bastante grande. El único problema es cómo llegar a la base una vez que lleguemos al centro de la ciudad. Tenemos que rezar para encontrar un medio de transporte. No hay la menor posibilidad de avanzar ni cinco metros en campo abierto, por nuestros propios medios.

Miró al gran italiano trazar una ruta en el plano y se dirigió al intérprete.

–Dígame, ¿está bien su esposa? Ella estaba en la iglesia.

Cuando el intérprete asintió, añadió.

–Dígale a Luigi que siento lo del tiroteo.

El intérprete sonrió y soltó una risita.

–Está bien -dijo-. Nos tocó más a nosotros, ¿verdad?

En fila india, con Luigi y el intérprete a la cabeza, seguidos por Lanyon y Patricia, y el tercer hombre a la retaguardia, entraron al túnel que se iniciaba en el monasterio.

El pasadizo fue abierto directamente a través del terreno calizo blando del acantilado, y cubría una milla de distancia, conectando al monasterio con tres iglesias. De dos metros de altura y casi un metro de ancho, no debió haber sido muy cómodo para transportar la mercancía. Lanyon encontró difícil calcular a qué profundidad se encontraban. Al emerger, en la cripta de la iglesia más cercana, otra vez pudo oír el viento rugiendo por encima, con su aullido predominante, cortando las ruinas de la nave del templo. El túnel entraba nuevamente bajo tierra y pronto se dejaron de escuchar los sonidos del vendaval.

Gradualmente, Lanyon notó que el aire empezaba a dar señales de movimiento en el pasadizo. Las corrientes del viento cambiaban con frecuencia y, a veces, alguna ráfaga de polvo y arena les azotaba el rostro. En esas ocasiones, Luigi se detenía y apagaba la lámpara. Era obvio que tenia más temor de las autoridades militares, que del viento. No se detuvieron.

–¿Qué velocidad tiene ahora? •-preguntó Lanyon al intérprete, mientras descansaban, esperando que Luigi regresara de un reconocimiento del camino.

–Trescientos kilómetros por hora -dijo el hombre-. Tal vez más.

Lanyon señaló hacia arriba con un dedo.

–¿Y que hay de Genova? ¿Está bien la gente?

El intérprete rió. Abrió los brazos con un movimiento súbito.

–¡Todos fuzzzzzz! -dijo-. Se los llevó el viento. Todo cayó. Luigi salva cosas… radios, sinfonolas, usted sabe, televisiones. Todo para mañana.

Lanyon sonrió, interiormente, ante la ingenuidad del hombre y su optimismo al creer que, cuando el viento cediera, sus existencias de aparatos de televisión y máquinas lavadoras serían fácilmente negociables. Lo único que podía ser de uso inmediato era la imprenta. Después del holocausto, las burocracias del mundo que se reorganizaran tendrían que mantener sus imprentas trabajando día y noche para llenar el vacío dejado por el viento.

La segunda iglesia se había derrumbado sobre la cripta, así que se tenía que pasar por una desviación, apuntalada con pedazos de viga, entre los montones de cascajo. Ahora el viento llenaba el paso subterráneo, soplando a una velocidad constante de unas diez o quince millas por hora. Ya estaban en la parte media de la ciudad y el túnel aprovechaba las antiguas murallas de la población, para entrar al centro de la moderna Genova, muy cerca de la bahía. El piso estaba resbaloso por la humedad, y un par de veces él y Patricia perdieron el paso.

El pasadizo se abría en medio de un laberinto de cúpulas, con aspecto de tumbas, y bodegas de vino abandonadas, en cierto punto cercano a la plaza principal. Algunas escaleras ascendían a las galerías superiores. Luigi sacó su piano y empezó a conferenciar con el intérprete, señalando en varias direcciones a su alrededor.

Lanyon se acercó a ellos. Indicó el techo y dijo:

–¿Por qué no salimos a la calle a ver si podemos localizar algún camión militar?

Luigi movió la cabeza, lentamente, con una sonrisa torva, y habló al intérprete. Éste tomó a Lanyon por el brazo y le llevó, a través de una rampa, hasta la galería que estaba encima. Ascendieron por una escalera, dejando a Patricia y sus otros dos acompañantes en un sitio, a bastante profundidad, y siguieron por un sendero a lo largo de los pesados bloques de la muralla original. Más adelante, estaba una abertura de un pie de ancho. El intérprete le indicó la mirilla y Lanyon pudo ver que la cubría una gruesa pieza de plástico transparente, y que permitía una vista sobre toda la ciudad.

Directamente debajo, estaban los restos de algún edificio que se vino a tierra, dejando al descubierto la sección de la antigua muralla. Los trazos rectangulares de los cimientos sugerían que pertenecían a un edificio de oficinas de gran tamaño, pero del cual no quedaba casi nada.

Más allá, Genova se extendía hasta el mar, a una milla de distancia.

Pareció a Lanyon que se encontraban bajo un pesado fuego de artillería. Por todos lados, los restos de las casas y comercios se derrumbaban estrepitosamente, estallando en nubes de cascajo y polvo que se desvanecían en unos cuantos segundos, barridos hacia el mar por la interminable corriente de aire. La escena hacía recordar a Lanyon el Berlín de la Segunda Guerra Mundial, un vasto desierto de ruinas desoladas, muros aislados, edificios de los que sólo quedaba la estructura metálica y calles que desaparecían bajo los montones de mampostería, dejando una tierra muerta y desolada, desprovista de toda forma reconocible.

Hacia el suroeste, a media milla de distancia, una enorme masa de niebla cubría el área del puerto, oscureciendo las nubes de polvo rojizo que la cubrieran la pasada semana. Lanyon apenas pudo distinguir los techos cuadrados de la base naval, visibles ahora, ya que los edificios intermedios ya no existían.

El intérprete le llamó y dejó la mirilla para regresar a donde los aguardaban los demás. Repentinamente, Lanyon empezó a dudar que lograran llegar a la base. Era patente que ningún transporte circulaba ya, y que los túneles no se extenderían hasta el área de los muelles, por no mencionar los límites de la base.

Patricia le miró ansiosamente y él le sonrió para animarla. Juntos continuaron, tras de Luigi, descendiendo por una angosta escalera de caracol que los llevó a un túnel lateral. Aquí las piedras eran de origen más reciente. Los escalones se hallaban menos gastados y estaban dotados de un pasamano hecho de tubo. Lanyon se preguntaba a dónde los conduciría la escalera, cuando Luigi llegó abajo y abrió una puerta.

De inmediato recibieron, en pleno rostro, una ráfaga de aire enrarecido.

Estaban en las cloacas. Con las manos cubriéndose la boca, pasaron a un angosto pasillo de piedra que corría paralelamente al sumidero, una larga caverna de cinco metros de diámetro que se extendía en la distancia. Estaba casi totalmente seca, pero aún corría por el fondo una angosta corriente líquida cuya superficie agitaba el aire.

Encendiendo su lámpara, Luigi examinó el techo y la bóveda de tabiques, manchados por la humedad, desnivelada aquí y allá por el impacto de algún edificio que fuera demolido en la superficie. Caminaron por el pasillo. Cien metros más adelante, cruzaron un pequeño puente que les llevó a través de una angosta arcada, a otra cloaca paralela, que se dividía y se extendía en dirección de la bahía. Otros drenajes más pequeños, se incorporaban a trechos, pero durante la mayor parte del camino pudieron permanecer en el borde y sólo un par de veces se vieron forzados a vadear la corriente para evitar alguna obstrucción.

La cloaca se ampliaba casi al tamaño de un túnel del ferrocarril subterráneo. Tratando de adivinar hacia dónde se dirigían, Lanyon percibió de súbito un segundo olor, agudo y picante, que predominó sobre el de la cloaca. ¡Salitre! Estaban cerca del mar. Entonces recordó que, al llegar con el Terrapin a la bahía, vio las bocas de media docena de tubos de albañal, justo al pie del malecón, a doscientos metros de la base submarina. Un largo rompeolas de concreto, coronado por una doble cresta del mismo material, se internaba en la bahía, separando la base del resto de la ensenada. Se devanó los sesos tratando de imaginar cómo poder salvarlo.

–¡Steve! ¡Cuidado! Se detuvo y se volvió hacia Patricia, quien señalaba hacia la parte delantera de albañal. Luigi y los otros se detuvieron, viendo un poderoso torrente de agua que entraba desde el mar. El nivel subió unas cuantas pulgadas antes del borde y después retrocedió lentamente.

–Parece que algo se derrumbó y dejó pasar el mar durante un momento -dijo Lanyon a Patricia-. Estas cloacas están ligeramente bajo la superficie del agua, pero tal vez el viento ha hecho descender el nivel lo suficiente como para que podamos salir.

La velocidad del viento, que entraba, aumentaba con rapidez. Al doblar un recodo, vieron súbitamente la luz del día a cincuenta metros de distancia. Más allá de la boca del albañal, el mar se elevaba como una cordillera de enormes montañas grises, coronado de picachos de espuma, alejándose de la orilla hacia la distante neblina.

Avanzaron cautelosamente hacia la salida. Unos diez metros del enladrillado estaban destruidos, dejando la salida bajo la parte del terreno que se proyectaba encima de sus cabezas. Los pesados pilotes del malecón de concreto, aparecían ahora entre el fondo lodoso de la bahía. Luigi señaló en dirección de la base de submarinos. Lanyon vio que el rompeolas estaba demolido y que yacía de costado convertido en una serie de enormes trozos de concreto.

–Aquí los dejamos -le dijo el intérprete-. Por la derecha, a cien metros, llegarán al muelle. Entonces, todo está bien,

Lanyon asintió y tomó a Patricia por el brazo. Asomando por el borde de la cloaca, donde escurría lo último del agua de mar, ayudó a la muchacha a descender hasta el lecho lodoso, tres metros más abajo. Ella se hundió hasta las rodillas en el viscoso fango y vadeó lentamente, a través del cieno, hacia el terreno firme, bajo el albañal, apoyándose en los pilares de concreto.

Lanyon miró a Luigi, le estrechó firmemente su robusta mano y le dio unas palmadas en el hombro.

El italiano le sonrió y, quitándose la.45 de la cintura, la entregó a Lanyon.

Éste se volvió hacia el intérprete.

–Dígale que votaré por él si se presenta como candidato para la alcaldía de Genova.

Luigi rió a carcajadas, palmeó en la espalda a Lanyon y le ayudó a descender por el borde de la cloaca. Lanyon se sumergió, también, hasta las rodillas en el suave y negro fango, saludó con un ademán a las figuras que se recortaban en la boca del túnel y vadeó, con cuidado, hasta los pilares que abrigaban a Patricia. La tomó del brazo y avanzaron a lo largo del muro, pasando sobre la maraña de viguetas retorcidas, que era todo lo que quedaba del rompeolas en aquel punto. Ya dentro de la base, aún los abrigaba el saliente del muelle, pero la corriente de aire tiraba de ellos como una aspiradora gigantesca.

Se asieron a los manojos de algas marinas y a las colonias de lapas adheridas a los pilares, y Lanyon señaló el techo del primer albergue submarino, a quince metros de distancia. Con un sobresalto de temor, se dio cuenta de que el mar, al retroceder, dejaba expuesto el piso del dique, y que, aunque esto les permitiría llegar al interior, también significaría que posiblemente el agua sería insuficiente para poner a flote el Terrapin. Por fortuna, el submarino estaba anclado en la parte más lejana del semicírculo de esclusas, y el viento empujaba al mar en esa dirección.

Llegaron a la primera esclusa y se arrastraron hacia las puertas. Más allá, los postigos de acero se levantaban hasta el techo. Corrieron hasta la reja y, a través de los barrotes, Lanyon pudo ver el casco varado de uno de los submarinos de clase K, yaciendo sobre su costado en la grisácea y tenue luz.

Una pequeña puerta permanecía abierta y por ella pasaron al vestíbulo del albergue. Pasaron bajo la quilla del submarino varado, inclinado en un ángulo de cuarenta y cinco grados.

Alcanzaron la escalera del muelle de carga, la subieron y llegaron al corredor que llevaba a la cubierta de controles, en el extremo del albergue.

–Bien, Pat, llegamos hasta aquí -dijo Lanyon, mientras se detenían un momento en el corredor, para recobrar el aliento. Sacó la linterna de su chaqueta y la encendió.

–No parece que alguien esté por aquí, Steve. ¿Crees que aún te aguarde el Terrapin?

–Sólo Dios sabe. Si no es así, regresaremos a refugiarnos en el submarino encallado.

Arribaron a la cubierta de control y se asomaron a las oficinas abandonadas. Los pesados muros de concreto, de la base, aún resistían sin ninguna dificultad, pero en algún sitio se desprendió un ventilador y el aire entraba por la ventanilla, barriendo los papeles de los escritorios y estantes. Por todos lados se veían objetos en desorden, cajones sacados, botellones de agua destrozados y maletas rotas, extendidas en el piso.

–Partieron apresuradamente -comentó Lanyon-. Me parece que el sitio es bastante bueno para resistir. ¿A dónde habrán ido todos?

Aceleraron el paso a lo largo del oscuro corredor de comunicación, cruzando los muelles de control de los tres diques siguientes. Al pasar por el quinto, el piso tembló ligeramente y Lanyon tropezó y chocó contra el muro.

–¡Cielos, no creí que se pudiera mover este sitio! El mar debe estar rompiendo contra la entrada, empujando toda la unidad hacia la playa.

–Vamos Steve, démonos prisa -dijo Patricia. Se aferró a su brazo mientras corrían por el pasillo. Entraron al último muelle de control y bajaron por la escalera hacia el botalón de carga. Al llegar abajo, se abrió la puerta del dique, las luces se encendieron y salieron dos marineros. Abrieron la boca al ver a Lanyon y Patricia, con las ropas convertidas en harapos, cubiertos de fango hasta la cintura y el rostro del capitán apenas reconocible bajo la barba y las magulladuras. Por un instante, sus manos se movieron en dirección de sus pistolas, pero después, uno de ellos saltó a la posición de firme, saludando marcialmente.

Asomó la cabeza por el umbral de la puerta y gritó:

–¡Atención! ¡El Comandante Lanyon sube a bordo!

Lanyon extendió una mano y oprimió afectuosamente el hombro del marinero, y pasó al angosto muelle.

El agua profunda se arremolinaba en la esclusa, entrando por las puertas abiertas, a doscientos metros de distancia.

¡Y cabalgando sobre las olas, la cubierta aliñada y los periscopios bajo ésta, se hallaba el Terrapin!

Paul Matheson aguardó mientras que Lanyon se secaba con una toalla, después de ducharse, para vestir un uniforme limpio.

–Estamos listos para partir, Steve. Hemos enviado una ronda por la base. No queda nadie.

–Bien, Paul. A propósito, ¿cómo está la chica que vino a bordo, conmigo?

–¿La señorita Olsen? Está bien. Un poco aturdida aún, pero se repondrá pronto. Parece que las pasaron duras para regresar. Ella está compartiendo un camarote con tres enfermeras del ejército. Bastante incómodas. Llevamos unos sesenta pasajeros, extras.

–Siento traer otro, Paul. Sin embargo, puede ocupar el sitio de Van Damm. Si te consuela, ella es de la NBC; probablemente está tomando todo esto en cinemascope. Recuerda, no basta hacer historia, se necesita que alguien lo registre todo.

Lanyon se abotonó la camisa, mirando la orden de partida, procedente de Túnez, que estaba sobre la mesa.

–¿Portsmouth, Inglaterra? ¿Crees que tendrán allí más cadáveres qué recoger?

Matheson movió la cabeza.

–No. Creo que son gentes de alto vuelo de la embajada y la fuerza aérea. Tal vez sea el embajador y su familia. No sé dónde les daremos acomodo.

Rió con facilidad y Lanyon notó que Matheson parecía haber madurado considerablemente durante los pocos días transcurridos. Tenía un aire de autoridad y confianza que sugería que también tuvo sus propios problemas personales.

Lanyon dio la orden de salida.

–Paul, esto llegó hace tres días. De acuerdo con las ordenanzas, debiste haber partido de inmediato.

Matheson se encogió de hombros.

–Bueno, no podía abandonar al capitán, ¿no es así? – vaciló-. En realidad, dos órdenes más llegaron cuando rehusamos partir, seguidas de un escándalo hecho por dos buscabullas de la Unidad Provost que nos acompañan. Hubo un ligero problema. Sabían que podíamos partir en cualquier momento, así que tuve que emplear un poco de persuasión de la vieja escuela.

Sonrió a Lanyon y acarició la culata de su pistola que llevaba encajada en el cinturón.

Lanyon asintió.

–Me pregunto para qué hiciste eso. Aunque tal vez fue para impresionar a las enfermeras. Muy bien, Paul. Vayamos arriba para echar a andar el cacharro.

Subieron a la torrecilla. En el extremo más lejano, Lanyon podía ver el mar embravecido, azotando la abertura de comunicación con la bahía, y escuchar el rugido ensordecedor del viento, aullando como una docena de trenes expresos.

El dique se cimbraba ante el impacto del mar, y grandes grietas aparecían en el techo y los muros. El Terrapin estaba al pairo en el fondo del dique, con una doble hilera de llantas de camión atadas al casco para protegerlo.

Largaron las últimas amarras y avanzaron impulsados por los poderosos motores, dejando una hirviente estela de espuma y aguas turbulentas tras de las dobles hélices.

Llegaron al centro del dique, a cincuenta metros de la entrada; el oleaje, que entraba del mar, levantaba la proa, elevando el submarino casi hasta el techo.

Lanyon estaba comprobando el timón delantero, cuando Matheson le golpeó en el hombro, súbitamente. Levantó la vista al tiempo que el timonel gritaba y señalaba en dirección de la entrada.

Una voluminosa sección del techo, de todo el ancho de la esclusa y de doce metros de largo, se inclinaba lentamente hacia abajo, aplastando las dos puertas de acero como si fueran un alambrado de gallinero. A través de la ancha grieta, enormes olas se desbordaban como el agua de una represa que se rompe, azotando la proa del Terrapin.

–¡Todo a popa! ¡Todo a popa! – rugió Lanyon en el tubo de órdenes, asiéndose del borde de la torreta al entrar en reversa los motores para hacer al submarino volver sobre su estela. Retrocedieron cincuenta metros y Lanyon detuvo el submarino y contempló cómo la sección del techo, que se derrumbaba, quedaba presa entre las columnas de la entrada, colgando verticalmente de las vigas de acero del techo, firmemente apuntalada por el furioso mar.

Matheson golpeó la borda, con la frustración y la ira llevándolo al borde de la histeria.

–¡Estamos atrapados, Steve! ¡Nunca se podrá mover ese obstáculo!

Lanyon le ignoró y habló por el tubo.

–¡Sección de torpedos de estribor! ¡Alerta! Carguen el tubo número dos con torpedos HE.

Mientras esperaba la señal de que sus órdenes habían sido cumplidas, se volvió a Matheson.

–Nos abriremos paso, Paul. Solamente con los torpedos es posible mover esa masa de concreto. Es nuestra única salvación.

A la señal de la sección de torpedos, hizo retroceder la popa del Terrapin, hasta la pared trasera, de tal modo que se extendían ciento cincuenta metros entre ellos y la entrada. Entonces, cuidadosamente alineando la proa con el blanco, ordenó a través del tubo. – ¡Cierren los compresores! ¡Abran las bocas de descarga! – Hizo una pausa mientras la proa se balanceaba ligeramente, y después la realineó con el blanco.

–¡Fuego!

El torpedo salió del tubo entre un remolino de burbujas, y se deslizó, rápidamente, bajo la superficie del agua, como un enorme tiburón. Lanyon lo siguió con la vista hasta que estuvo a veinte metros de la entrada y se encogió entonces, gritando a los otros.

Se echaron sobre el piso y él tomó el tubo y gritó.

–¡A toda máquina! ¡A toda máquina!

Las hélices lanzaron al Terrapin hacia adelante y, en ese momento, el torpedo hizo explosión contra su blanco. Hubo un vivido resplandor que llenó la esclusa, seguido de una colosal erupción de concreto y agua, que salió de la entrada como el corcho de una botella de champaña. Simultáneamente, una ola de cinco metros de altura barrió el dique en toda su longitud, llevando una avalancha de metal y concreto. El Terrapin se movía a toda marcha, a quince nudos, cuando se encontró con la masa de agua y escombros, a la mitad del dique. Su marcha disminuyó ligeramente ante el impacto de la ola, y su torrecilla golpeó las paredes, arrancando una sección del muelle. Durante un momento se elevó su proa, al pasar por la entrada, para salir a la bahía, y un momento después se sumergió limpiamente entre un rugido de aire desplazado.

* * *

Finalmente se terminó la pirámide.

Deslizándose angustiosamente por los tersos costados, los escasos trabajadores restantes desmantelaron las maltrechas formas, dejando que el equipo quedara donde caía, al pie de la pirámide. Uno por uno, volviéndose a mirar brevemente al vértice grisáceo, por última vez, se dirigieron a una sencilla trampa, hundida entre las dos rampas. Rápidamente desaparecieron de la vista, quedando solamente una figura a la sombra de los rompevientos. Durante un instante permaneció ante la lluvia de polvo que pasaba por encima de la protección de tas planchas de acero, inclinando el cuerpo contra el aire que explotaba a su alrededor. Después dio media vuelta y también pasó por la puerta de la trampa, cerrándola a sus espaldas.

El viento aumentó. Soplando contra los mamparos acerados, los arrancó haciendo saltar los cables uno tras otro, fracturando las columnas de concreto, en su base y entrando por las enormes aberturas.

Repentinamente la presión fue demasiado grande; al llegar a su climax, la destrozada barrera explotó y las planchas volaron por los aires rebotando en los costados de la pirámide, arrastrando consigo los colgantes restos de los cables rotos, los cimientos de las columnas, y los contrafuertes. Ya sin protección, las hileras de vehículos estacionados al amparo de las planchas se balancearon y chocaron entre sí, y finalmente se soltaron rodando contra los flancos inferiores de la pirámide, adquiriendo rápidamente velocidad, para salir finalmente, girando en el remolino, hacia la oscuridad.

Ahora sólo quedaba la pirámide.

Capítulo VI

Muerte en los Subterráneos

Haciendo una pausa para dejar pasar la lluvia de yeso que caía del techo, Marshall entró a la Unidad de Inteligencia. Los restos del personal, Andrew Symington, un cabo y una de las mecanógrafas de la Armada, estaban sentados bajo la tenue luz del refugio de emergencia, rodeados por los teletipos, radio-consolas y pantallas de televisión. La escena recordó a Marshall las últimas horas de Hitler en su fortaleza subterránea. Por todas partes se hallaban regados los boletines y hojas escritas a máquina, y un juego de tazas de té, sucias, estaba encima de la tapa de una maleta olvidada. Las cubiertas de los escritorios se encontraban llenas de ceniza de cigarrillo.

Por encima del tableteo de los teletipos y la charla de la radio, se podía escuchar el sonido del viento, despertando los ecos a través del ventilador cuyo ducto subía hasta el Mall, a veinte metros por encima de ellos. El personal de la Oficina de Guerra y del Comando de Operaciones partió en sus Centurión, por la mañana, hacia los puestos de mando periféricos. El Arco del Almirantazgo cayó a tierramedia hora antes, arrastrando consigo las oficinas que albergaran al Comando de Operaciones durante las tres semanas previas. Inteligencia era ahora un lujo del que pronto prescindirían.

El viento llegaba a las 250 millas por hora y, los que aún resistían, estaban más interesados en asegurar las necesidades mínimas de subsistencia; alimentación, calefacción y cincuenta pies de concreto por encima de la cabeza, que en enterarse de lo que ocurría en el resto del mundo, sabiendo plenamente que, en todas partes, la gente estaba haciendo exactamente lo mismo. La civilización se escondía. La misma tierra estaba siendo desprovista de su costra, casi literalmente; metro y medio de las capas superiores del suelo, viajaban ahora por los aires, llevados por el viento.

Se sentó en el escritorio, atrás de Symington, dio unas palmadas al técnico en el nombro y saludó a los otros dos con un gesto. La chica llevaba audífonos sobre sus cabellos desordenados, y estaba demasiado atareada respondiendo a las llamadas que llegaban interminablemente, procediendo de los vehículos y unidades atrapadas en sótanos y refugios profundos, para tener tiempo de preocuparse por su aspecto, por más atractiva que fuera (Marshall, deliberadamente, la retuvo con el CO, para levantar la moral), pero cuando le vio, pasó una mano por sus cabellos y le sonrió valerosamente.

–¿Cómo va todo, Andrew? – preguntó Marshall.

Symington se recargó en el respaldo de la silla y se frotó los ojos durante un momento, antes de responder. Se veía exhausto y su rostro era color ceniza, pero se las arregló para sonreír débilmente.

–Bueno, jefe, me parece que podemos empezar a prepararnos para la rendición. Creo que la guerra ha terminado.

Marshall rió.

–Justamente estaba pensando que, este sitio, da la impresión de que los rusos se hallan a doscientos metros de distancia. ¿Cómo están el primer ministro y el jefe del estado mayor?

–Llegaron a Leytonheath, hace un par de horas. La mina de Sutton Coldfield se ha inundado con manantiales subterráneos, quizá el agua se filtró por una grieta que llega hasta el Mar del Norte, por lo que se han visto forzados a meterse en los refugios del aeropuerto.

–¿Cuáles son las últimas noticias de meteorología? ¿Hay alguna esperanza de un respiro en el tiempo? Symington se encogió de hombros.

–Dejaron de transmitir hace una hora. Se retiraron a Dulwich. No creo que hayan sabido más durante la última semana, que tú o yo. Todo lo que han hecho es humedecerse el dedo con saliva y sostenerlo por encima de su cabeza. La última velocidad registrada es de 255. Hubo un incremento de 4.7 sobre las 11 a.m. de ayer.

–Un descenso considerable, creo yo -dijo Marshall con optimismo.

–Sí, pero ello es debido a la tremenda masa de partículas del suelo que arrastra el viento. El cielo está completamente negro.

–¿Y qué noticias hay de ultramar?

–Hay una señal de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, en Nueva Jersey. Aparentemente Nueva York está borrado del mapa. Manhattan se halla bajo olas de treinta metros, la mayoría de los rascacielos y manzanas de oficinas han caído. El Empire State Building se desplomó como una chimenea de ladrillos. La misma historia por todas partes. Las listas de bajas suman millones. París, Berlín, Roma, nada sino escombros y gente oculta en los sótanos.

El refugio se estremeció bajo el impacto de un edificio que caía encima, como una carga de profundidad sacudiendo a un submarino. Los bulbos de la luz danzaron al extremo de sus alambres. El polvo se desprendió del techo. Involuntariamente, los ojos de Marshall se dirigieron a la boca del ducto de ventilación, con la mente salvando la distancia de sólida tierra que lo separaba del garage, en el sótano que estaba sobre sus cabezas y donde el enorme supertractor aguardaba para llevarlo a sitio seguro.

El cabo que vigilaba las pantallas de TV, habló.

–¿Cuándo empacamos, señor? – preguntó ansiosamente-. Me parece que nos queda poco tiempo.

–No se preocupe -le dijo Marshall-. Saldremos con bastante seguridad. Tratemos de sostenernos tanto como sea posible. Ustedes tres son el único grupo de información que aún opera en toda Europa. – Había un dejo de orgullo en la voz de Marshall, el orgullo de un hombre que ha creado un equipo perfecto y que aborrece verlo desbaratarse aun cuando ya haya realizado su propósito. Sonrió a todos para darles ánimo-. No se puede saber, Crighton; tal vez usted sea la primera persona en ver al viento alcanzar su ápice y empezar a amainar. Symington tomó un rimero de reportes del teletipo, los extendió sobre su escritorio, anclándolos con monedas contra la corriente de aire.

–Esta es la situación en las provincias: se estima que 300,000 personas se han refugiado en las minas de carbón, alrededor de la ciudad. Noventa y nueve por ciento de ella está destruida. Ayer barrían las ruinas tremendos incendios, producidos en las refinerías de West Bromwich, terminando lo poco que dejó el viento. Las bajas se estiman en 200,000.

–Parecen ser pocas -comentó Marshall.

–¡Probablemente lo sean! El Homo Sapiens es muy tenaz, pero la mayoría de la gente se encerró, en los sótanos, con un paquete de emparedados y un termo con chocolate. – Continuó-. Manchester: ayer se produjeron muchas bajas cuando se desplomó el techo de la estación de London Road. Por alguna razón, las autoridades concentraron allí a la gente y hay unos veinte mil atrapados entre las plataformas.

Marshall movió la cabeza, mientras Symington continuó con voz firme. Parecía haber una deprimente uniformidad en los reportes. Escuchando uno de ellos, ya se conocían los demás. La misma imagen surgió; la total población de una de las regiones más industrializadas del globo, equipada con elaborados sistemas de comunicaciones y transportes, enormes reservas de combustibles y alimentos, dotada de grandes contingentes armados, fue sorprendida, completamente impreparada, por un aumento relativamente ligero de una de las más antiguas constantes de su medio ambiente natural.

En general, la gente mostró menos resolución y flexibilidad, menos visión, que un animal salvaje en un caso análogo. Sus instintos de supervivencia, básicos, estaban ya tan embotados, tan habituados a mecanismos destinados a servir a apetitos secundarios, que fueron totalmente incapaces de protegerse a sí mismos. Tal y como Symington denotara, eran las indefensas víctimas de un optimismo, profundamente arraigado, acerca de su derecho a sobrevivir, de su dominio del orden natural que les garantizaba contra todo, a excepción de su propia locura, en la que hacían exageradas suposiciones acerca de su propia superioridad.

¡Ahora pagaban el precio de esto! ¡En verdad sembraron vientos y cosecharon huracanes!

Escuchó a Symington completar el cuadro. – Unas cuantas unidades de la marina están operando en las bases, en las áreas de Portsmouth y PIymouth… las defensas y arsenales se encuentran allí, en construcciones subterráneas, pero, en general, se está desintegrando el control militar. Las operaciones de rescate han dejado virtualmente de existir. Hay algunas cuantas patrullas del ejército acompañando a las multitudes del sistema subterráneo de Londres, pero nadie puede adivinar cuánto tiempo puedan conservar el control.

Marshall asintió. Se dirigió hacia los receptores de TV. Tenían seis aparatos con imágenes trasmitidas por cámaras automáticas, montadas en torres de concreto que Marshall construyó en diversos puntos de Londres. Las pantallas tenían letreros que indicaban: Camden Hill, Westminster, Hampstead, Mile End Road, Battersea, Waterloo. Las imágenes temblaban y se borraban, ocasionalmente, con señales de interferencia, pero las escenas que revelaban eran bastante claras. La pantalla del extremo derecho, que correspondía a Mile End Road, estaba en blanco, y el cabo trataba de ajustar los controles para tratar de obtener nuevamente una imagen.

Marshall estudio las otras escenas y tocó a Crighton en el hombro.

–Yo no me molestaría -señaló la pantalla de Hampstead, apuntando a través de la nube de polvo que barría los destrozados techos. La cámara se movía automáticamente, de izquierda a derecha, en oscilaciones de tres segundos; al acercarse a su máximo campo de visión, a la izquierda, Marshall puso su dedo sobre la pantalla, señalando un cono de concreto grisáceo irguiéndose sobre la desolación que cubría varias millas en el horizonte. Cuando la tormenta de polvo se aplacó momentáneamente, reveló la silueta rectangular de la torre del Mile End y pudieron ver una pila de escombros que yacía a su alrededor, los restos de un edificio de diez pisos que fue arrastrado a través del piso. La torre aún estaba en pie, pero la base de la cámara, a quince metros de altura, fue desprendida totalmente.

Marshall apagó el aparato y se sentó frente a la pantalla que cubría el área de Westminster. Su torre trasmisora estaba montada sobre un resalto de seguridad, al final de Whitehall, a sólo unos cientos de metros de donde ellos se encontraban. Se instaló ante un panorama de 180 grados y apuntaba en dirección de Whitehall, hacia Trafalgar Square. El camino desaparecía bajo enormes montañas de escombros, llevado a través del pavimento desde los cascarones de los ministerios del lado oriental. La Oficina de Guerra y el Ministerio de Agricultura ya no existían. Atrás, las torres de la Corte, de Whitehall desaparecieron; sólo restaban algunos tramos de mampostería contra el panorama del cielo ennegrecido.

La cámara se movió lateralmente, siguiendo los destrozados restos de un ómnibus de dos pisos, que era arrastrado por el viento a través de las ruinas. Arrojado sobre los despojos de la Oficina del Exterior y Dowing Street, acabó con lo que quedaba del pórtico del Ministerio del Interior, y fue lanzado al Parque de Saint James. A lo largo del horizonte, estaban los destrozados esbozos que restaban de la Galería Nacional y los clubes de Pall Mall, con los restos masivos y rectangulares, aquí y allá, de algún hotel o manzana de oficinas.

Marshall contempló los últimos momentos del Picadilly Hotel. La columnata entre las alas aún estaba intacta, pero, justamente cuando la cámara se movió, dos de las columnas se torcieron y se estrellaron en la fachada del hotel, haciendo tremendos agujeros en los muros. En un momento, antes de que la cámara se retirara de su campo de visión, el frente del hotel se vino abajo, entre nubes de polvo y cascajo. Una de las alas se inclinó y se estrelló en el piso, arrastrando los restos de un edificio de oficinas que estaba a sus espaldas. La otra ala se levantó un instante, entre el caos, como la proa de un trasatlántico, en medio de una tormenta, para caer después en una muda avalancha.

Al moverse la cámara hacia las casas del parlamento, Marshall vio que pesadas olas rompían entre las ruinas de la Casa de los Lores. El viento empujaba el mar, dentro del estuario del Támesis, y lo desbordaba hasta Windsor, barriendo con las esclusas y subiendo encima de las márgenes, donde completó la destrucción iniciada por el viento. La familiar fachada de Westminster, hacia el Támesis, había desaparecido, y las olas cubrían sus cimientos, salpicando los restos del Big Ben.

Súbitamente, al cabo dio un salto hacia adelante, señalando en dirección de la pantalla de Hammersmith.

–¡Señor! ¡Pronto! ¡Están tratando de salir! Se agruparon alrededor del aparato, mirando la pantalla. La cámara estaba montada sobre la avenida Hammersmith. A treinta metros de distancia de la cámara, se hallaba la entrada del ferrocarril subterráneo. Aún cuando los altos edificios de oficinas estaban reducidos a unos cuantos muros, emergiendo de montones de escombro, la entrada de la estación tenía un recio contrafuerte de concreto que llegaba hasta la avenida, con tres puertas giratorias, fijas en la cubierta hemisférica.

Con las puertas abiertas ahora, se veía una masa de gente desesperada, luchando entre sí y tratando de adelantarse en un frenético esfuerzo por escapar de la estación. Algunos vacilaban al asomar a la calle, pero pronto eran empujados, al espacio abierto, por la presión de la muchedumbre que pugnaba a sus espaldas.

Como pétalos arrancados de una flor azotada por el viento, se soltaban de los marcos de las puertas, daban unos cuantos pasos vacilantes en la calle y eran arrastrados por las ráfagas de aire que los enviaban dando vueltas como muñecos que se desintegraban al chocar contra los desgarrados dientes de las estructuras de acero que sobresalían de los escombros.

La cámara se alejó de la escena y apuntó hacia el este, al rostro de la tormenta. El panorama se oscureció por las nubes de piedras que volaban ante la cámara como incontables balas de ametralladora, durante un duelo de artillería.

Symington estaba hundido en su silla, mirando sombríamente la pantalla. En el otro lado de la mesa, Crighton y la mecanógrafa contemplaban la escena en silencio, con los rostros contraídos. Los bulbos de la luz se estremecían espasmódicamente, mientras temblaba el subterráneo, iluminando el fino polvo que caía del techo. Éste flotaba lentamente a través de la boca del ventilador, donde era succionado.

La cámara volvió a la estación del subterráneo. El torrente de gente aún trataba de abandonar el refugio, pero ya se percataban de la futilidad de salir abiertamente al viento y trataban de alejarse a lo largo de la protectora pared del contrafuerte de concreto. Pero no bien avanzaban diez o quince pasos, cuando sentían nuevamente la fuerza irreprimible de la corriente de aire y eran lanzados inexorablemente a lo alto.

Marshall golpeó su puño en la palma de su otra mano. – ¿Qué tratan de hacer? – gritó exasperado-. ¿Por qué no se quedan donde están los grandísimos tontos, por el amor de Dios?

Symington movió lentamente la cabeza.

–Deben de estar inundados los túneles. El río está a sólo media milla de distancia y el agua probablemente es bombeada por la enorme presión. – Miró a Marshall y sonrió débilmente-. O tal vez están cansados, aterrorizados a tal punto que la escapatoria es la única solución posible, aun cuando esto les signifique la muerte.

Marshall asintió y consultó su reloj. Miró a su alrededor, durante unos instantes, deteniendo la vista un momento en cada uno de sus tres compañeros y empezó a moverse en dirección de la puerta, donde las hileras de teletipos se agrupaban contra la pared.

–Ya no llega casi nada -dijo a Symington-. Parece que llegó la hora de retirarnos. Nos puede tomar hasta un par de días para llegar a la base norteamericana de Brandon Hall. No tiene caso tratar de ser héroes. Comuníquense con ellos y vean si pueden recogernos hoy. Volveré en una media hora.

Se encaminó rápidamente a lo largo del corredor oscuro, hasta una pequeña escalera en el extremo del piso, y subió al nivel superior. Su oficina estaba a medio camino, a espaldas del cubo del ascensor y de la salida de emergencia.

Abrió la puerta y entró. Deborah Masón, con un grueso impermeable ceñido, con un cinturón, a su esbelta cintura, estaba sentada en el sofá junto a su maleta. Se puso en pie y le echó los brazos al cuello.

–¿Estás listo, Simon? – preguntó ansiosamente-. No puedo esperar para salir de aquí.

Marshall la estrechó contra su cuerpo y sonrió.

–No te preocupes, querida. Todo está listo.

La pequeña habitación estaba llena de equipo; una caja de máscaras contra gas y un aparato de radio-teléfono estaban sobre el escritorio; estuches de empaque y maletas se apilaban contra los muros. Marshall comprobó que la puerta estaba cerrada y tomó asiento ante su escritorio y llamó a la bodega del transporte, en la parte superior.

–¿Kroll? – preguntó en voz baja-. Marshall al habla. Prepárese para partir dentro de diez minutos. – Hizo una pausa, apartando la vista de Deborah y bajando más aún el tono de la voz-. Mientras tanto, ¿puede bajar a mi oficina? Use la escalera posterior. Necesito que me ayude con algo.

Colgó el teléfono. Deborah le miraba suspicazmente, con los labios temblorosos.

–Simon, ¿para qué quieres que baje Kroll?

Marshall empezó a encogerse de hombros, pero Deborah le interrumpió.

–¿Acaso Symington y los otros dos no vienen? No irás a dejarlos, ¿verdad?

–¿Symington? Por supuesto que no, querida. Es invaluable para nosotros. Pero necesitamos a Kroll para ayudarnos a persuadirlo de venir.

Se levantó y se encaminó.hacia una de las maletas, pero Deborah le detuvo.

–¿Y qué hay de Creighton y la chica? – insistió.

Marshall vaciló, mirando a Deborah fijamente, inmóvil.

–¡Simón! – Deborah le tomó de los brazos-. Han trabajado para ti durante meses; ambos confían en ti por completo. No puedes abandonarlos así. Hardoon puede emplearlos en algo.

Marshall apretó los dientes y apartó a Deborah.

–Por el amor de Dios, Deborah, no empieces con sentimentalismos. No me gusta hacerlo, pero los tiempos son difíciles. La gente muere por millones. ¿Desearías cambiar lugar con alguno de ellos?

–No, desde luego -dijo Deborah con firmeza- pero ése no es el caso. Hay lugar para ellos.

–En el Titán, sí. Pero en la Torre… no puedo estar seguro. Hardoon es voluble; no tengo verdadera autoridad sobre él. Les dejaré aquí, pronto les recogerán.

Miró a Deborah, pero ella no abandonó su gesto determinado.

–Muy bien -explotó con irritación Marshall-. Correré el riesgo.

Levantó la maleta y la llevó al sofá. Era de tamaño mediano, con pesadas costillas de metal que parecían haber sido colocadas posteriormente a la manufactura original.

Sacó una llave del bolsillo e hizo accionar las dos cerraduras y, cuidadosamente, levantó la tapa. Dentro estaba un pequeño aparato de radio, equipado con un poderoso generador. Marshall lo hizo funcionar y se inclinó al piso para levantar un largo trozo de alambre. El extremo de éste tenía un enchufe que conectó a la antena del transmisor. Siguiendo el alambre tras del sofá, comprobó, que su otro extremo corría por el muro hasta desaparecer por una pequeña abertura, en la puerta de emergencia.

Regresó satisfecho a su escritorio y conectó el alambre a la lámpara de su escritorio. Ajustó cuidadosamente el sintonizador, hasta que se encendió una pequeña luz roja. Entonces se colocó los audífonos y levantó el diminuto micrófono.

–Hardoon Tower, Almirante Negro llamando a Torre Hardoon -empezó a repetir rápidamente. Deborah se aproximó y permaneció junto a sus espaldas.

En el momento de recibir la respuesta, la angosta puerta de la oficina se abrió lentamente. Un hombre alto y robusto, vestido con traje de plástico y yelmo de fibra de vidrio, entró a la habitación. Su rostro estaba oculto por la visera del casco y la ancha cinta de metal que lo mantenía en su sitio, pasando por la barbilla, pero se alcanzaba a distinguir una boca cruzada por la huella de una herida, una nariz aguda, pómulos bien marcados y ojos duros. Las manos del hombre no estaban cubiertas por guantes, pero las mangas de su uniforme se ajustaban herméticamente, a sus gruesas muñecas, por medio de cintas de hule. En el centro de su yelmo, destacaba un simple triángulo blanco, como la sección vertical de una pirámide.

Marshall le hizo una seña para que entrara.

–…digan a R. H. que.saldremos en cinco minutos, llegaremos a la Torre aproximadamente a las 4:00 horas -continuó Marshall ante el micrófono-. Todo ha terminado aquí, las agencias del gobierno se retiraron ayer. El Titán llevará el emblema de la Marina de los E. U. Es demasiado peligroso moverse sin ninguna insignia distintiva, y los únicos tractores grandes que hay por aquí son norteamericanos. Así nadie tratará de detenernos. ¿Qué fue eso?

Marshall hizo una pausa, mirando la alta figura de Kroll, de pie, a su lado, mientras repetía la pregunta.

–Los traeré conmigo. Son técnicos en comunicaciones; nos serán útiles. ¿Qué? Sólo son tres personas. No se preocupe, veré personalmente a R.H. a propósito del asunto. – El rostro de Marshall empezó a ponerse tenso, mientras escuchaba por los audífonos. Empezó a decir-: Escuche, no me importa qué órdenes haya dado R.H… -entonces se arrancó los audífonos abruptamente y apagó el aparato.

–¡Maldito estúpido! – saltó-. ¿Quién cree ese operador que es? – Su cara estaba ensombrecida por la ira, después se compuso lentamente. Guardó la antena, audífonos y micrófono, y cerró la maleta.

–Tengo que cuidarme de R.H. – dijo reflexivamente a Kroll-. Es un tipo duro. Únicamente porque las Comunicaciones han cedido la prioridad a la Construcción, los chicos de la Torre se ponen difíciles.

Kroll asintió, casi imperceptiblemente, como si acostumbrara economizar las conversaciones, al máximo.

–Ha habido mucha reorganización -dijo suavemente-. Grandes cambios, reajustes. También la construcción ha cedido el sitio de honor. Lo principal, ahora, es el departamento de Seguridad.

Marshall pensó durante algunos instantes.

–¿Quién está a cargo? – preguntó.

–R.H. El jefe en persona. – Entretanto, miraba a Deborah, de arriba a abajo, con marcado interés y ella retrocedió ligeramente.

Kroll echó una mirada en derredor.

–Más vale movernos, ¿eh? – añadió en tono brusco.

–Buena idea -dijo Marshall, notando el cambio en Kroll-. Gracias por la noticia. A propósito, ¿en qué departamento está usted ahora? ¿Seguridad? Me imagino que lo ascendieron.

Kroll asintió, mirando a Marshall sin ninguna deferencia. Se dirigió hacia la puerta y señaló con el pulgar, en dirección del corredor.

–¿Dónde están los demás? ¿En el nivel más profundo?

–Espere. – Marshall se volvió hacia Deborah, la tomó por el brazo y la llevó hasta la puerta de emergencia-. Querida, puede haber dificultades aquí. Espera arriba. Todo estará bien para cuando te alcancemos.

La muchacha vaciló, pero Marshall le sonrió.

–Cree en mí, Deborah, te doy mi palabra de que ellos vendrán con nosotros. Te veré en un momento.

Ella salió de la oficina, aparentemente satisfecha con su promesa. Marshall se volvió a Kroll.

–Espere aquí. Los traeré.

Kroll conservó la mano sobre el picaporte, mirando a Marshall por encima del hombro. Los dos hombres parecían llenar por completo la pequeña oficina.

Kroll se encogió levemente de hombros, escuchando el sonido de los pasos de Deborah, al alejarse por las escaleras. – ¿Para qué molestarse? – preguntó lacónicamente-. Arreglemos todo allá mismo. No quiero dejar sucia su oficina. Alguien puede entrar y descubrirlos.

Marshall extendió una mano y retiró la de Kroll, del picaporte.

–Los llevo conmigo -dijo calmadamente-. No los vamos a arreglar aquí ni en ninguna parte. – Abrió la puerta, pero de inmediato le impidió que terminara de hacerlo la pesada bota de Kroll. Marshall miró la puntera metálica, interpuesta en su camino, y levantó la vista para mirar a Kroll con la ira palpitando en sus sienes.

–¡Retírese de esa puerta! – estalló-. ¿A qué demonios se imagina que estamos jugando?

Empezó a empujar a Kroll con el hombro, pero éste, súbitamente, dio media vuelta para apoyar su espalda en la puerta y cerrarla violentamente, con un seco golpe de su talón.

Miró a Marshall con Maldad.

–Deténgase, Marshall. Ya recibió sus órdenes de la Torre, hace dos minutos. A R.H. no le gusta perder el tiempo.

Marshall movió la cabeza.

–Escuche, Kroll, cállese y acate mis órdenes. Cuando lleguemos a la Torre, discutiré ese asunto con R.H. En tanto, no quiero que usted me diga lo que debo hacer. Llevaré a esos tres conmigo.

–¿Para qué? Nunca los admitirán. R.H. acaba de echar fuera a doscientos trabajadores, del equipo de Construcción, que estuvieron en la Torre desde el principio.

Marshall le ignoró, estaba a punto de tomar a Kroll del cuello para quitarlo del paso, cuando alguien golpeó con los nudillos en el vidrio esmerilado. Kroll retrocedió, metió la mano derecha rápidamente en su chaqueta y la sacó, en una fracción de segundo, con una pesada automática.45, que parecía un juguete en su robusta mano.

Marshall le hizo una señal para que se ocultara detrás de la puerta y la abrió para enfrentarse con Symington

–Hola Andrew. ¿Qué ocurre? – Marshall retrocedió, haciendo entrar a Symington. Kroll permaneció detrás de la puerta.

–Lamento molestarlo, jefe -empezó a explicar Symington-. Creighton escuchó que alguien entraba por la salida de emergencia y fue al garaje. Aparentemente es uno de esos grandes tractores… -Se detuvo, percibiendo la pesada figura de Kroll a sus espaldas-. ¿Qué es lo que…? – empezó a decir, trató entonces de retroceder hacia el corredor, pero Kroll le tomó por el hombro, con su mano izquierda, y le retuvo, mientras su mano derecha dejaba caer sobre su cabeza el pesado cañón de la automática.

El golpe llevaba la fuerza letal del vigor de Kroll. Marshall se lanzó sobre la mano armada, empujando, al mismo tiempo, a Symington, hacia el piso. Ambos se enfrascaron en un violento forcejeo, mientras que Symington se debatía entre sus pies. Cuando se separaron, éste se arrojó a la puerta, antes de que los dos hombres se repusieran, y la cerró tras de salir por ella.

Marshall no pudo evitar que Kroll disparara a través del vidrio deslustrado, a la borrosa imagen que se movía en el corredor. El sonido del disparo rugió como una bomba explotando en la pequeña oficina. Los pedazos del vidrio salpicaron las paredes del corredor, y, a través de la abertura, Marshall vio a Symington ser empujado por la fuerza de la bala, para caer después de cara al suelo.

Kroll abrió nuevamente la puerta y salió al corredor. Con Marshall en los talones, corrió hasta donde estaba Symington, miró la yaciente figura de reojo y se dirigió hacia el corredor, blandiendo la automática, amenazadoramente.

Marshall se arrodilló al lado de Symington. Una mancha tibia y húmeda se extendía en la herida, debajo de su omóplato izquierdo. Volvió al herido boca arriba y se percató de su respiración entrecortada. Por fortuna, la bala lo hirió oblicuamente, abriendo un surco, de tres pulgadas de longitud, sin penetrar en la caja torácica. Marshall ayudó a Symington a ponerse en pie y le llevó hasta la oficina, donde le instaló en el sofá.

A sus espaldas se abrió la puerta de emergencia y apareció Deborah, con los ojos abiertos por la ansiedad.

–Simon, ¿qué ha pasado? – Miró a Symington sin comprender-. Prometiste…

Marshall la hizo tomar asiento en el sofá.

–Quédate con él, atiéndelo. Creo que está bien. Kroll se ha vuelto loco. Tengo que detenerlo antes de que mate a los otros dos.

Cuando retornó al corredor, Kroll bajaba cautelosamente por la escalera. Marshall sacó la.38, de cañón corto, de su funda debajo del brazo, y avanzó tras él. Apenas desapareció el yelmo que cubría la cabeza de Kroll, en la breve escalera, cuando un segundo disparo rugió en el piso bajo. Creighton y la mecanógrafa estaban armados, como Marshall, con revólveres calibre.38, para protegerse contra intrusos enloquecidos por el hambre.

Escuchó la.45 de Kroll, una vez, seguida de dos disparos más agudos, procedentes del cuarto de comunicaciones, en el extremo opuesto. Descendió cautelosamente por la escalera, buscando la figura de Kroll entre las sombras y los ángulos del corredor y escuchó el suave roce de sus suelas de hule, moviéndose en dirección del corredor de servicio que unía las oficinas y ofrecía una entrada posterior al ascensor de emergencia.

A través de la puerta abierta del cuarto de comunicación, Marshall alcanzó a ver el uniforme pardo de Creighton, agazapado tras de la línea de teletipos. Retrocedió al ver moverse la 38.

El corredor de servicio se desviaba inmediatamente a su izquierda, doblando en ángulo recto, alrededor de las oficinas. Marshall extendió la mano que sostenía el revólver, apuntando hacia el techo. Disparó dos veces, en rápida sucesión, y se lanzó a través del espacio descubierto hacia el abrigo del corredor.

Contuvo el aliento y escuchó a Creighton disparar de nuevo, en dirección de la escalera, y gritar algo a la muchacha, perdiéndose sus palabras entre los estruendosos ecos de los disparos.

Siguiendo a Kroll, Marshall se movía rápidamente, a lo largo del oscuro corredor de servicio, asomándose brevemente en la primera de las oficinas, vio un enjambre de escritorios bajo la tenue luz del bulbo.

Una segunda oficina y el cubo del elevador le separaban del cuarto de comunicaciones, en el extremo opuesto. Avanzó cuidadosamente alrededor de las esquinas del cubo. Por fortuna, la puerta de emergencia, que comunicaba con el corredor de servicio, estaba bloqueada por los trasmisores de TV. Tan pronto vieran Creighton y la muchacha a Kroll, en el momento de abrir la puerta, vaciarían sus armas a través de la delgada hoja de madera contrachapada.

Marshall dio vuelta al ángulo final, alrededor del cubo, y para su sorpresa lo encontró vacío. La puerta de emergencia estaba abierta; una angosta franja de luz cruzaba el corredor. Marshall avanzó y se asomó por la abertura.

No había nadie en el cuarto. Creighton y la muchacha habían salido.

De pronto, en el corredor principal, dos disparos interrumpieron nuevamente el silencio, seguidos por un agudo grito de terror, y, después, un agonizante minuto más tarde, por un tercer disparo.

Marshall abrió la puerta de emergencia y apartó, de un puntapié, la mesa que sostenía dos de los televisores, para cruzar la habitación.

Crighton y la muchacha yacían juntos en el corredor, de cara al suelo, con la cabeza volteada en dirección del muro y las manos extendidas. La muchacha estaba caída, con el pelo enmarañado sobre la cara y las ropas en desorden.

Más allá, esperando a Marshall, al lado de la escalera, destacaba la negra figura de Kroll, con la automática en la mano.

–Gracias por cubrirme dijo. Señaló a la oficina cercana-. Yo estaba allí. Creo que trataron de llegar aquí cuando lo escucharon ir por el corredor.

El pesado aire del refugio tenía emanaciones dulzonas que hacían arder los ojos de Marshall. Se inclinó sobre los cuerpos, los examinó cuidadosamente. Un pañuelo húmedo estaba en la mano de la muchacha, como una flor muerta. Durante largos instantes lo contempló, hasta que gradualmente se percató de las botas de Kroll, a medio metro de distancia.

Empezó a levantarse y vio entonces la automática, en la mano de Kroll, apuntando a su rostro.

Marshall sintió disminuir su valor.

–¿Qué sucede, Kroll? – pudo decir con voz firme. Avanzó hacia Kroll, quien retrocedió y lo dejó pasar, sin dejar de apuntar la.45 en dirección de su cabeza.

–Lo siento mucho, Marshall -dijo llanamente-. R.H.

–¿Qué? ¿Hardoon? – Marshall vaciló, calculando la distancia hasta la escalera. Kroll estaba a unos pasos a sus espaldas. ¡Así que Hardon decidió deshacerse también de él, ahora que terminaba de servir a sus propósitos! Debió de darse cuenta de que Kroll fue enviado únicamente para matarlos-. ¡Pero eso es una locura! Sí, tal vez esté equivocado. Cuando estuvo a dos metros de la escalera, se lanzó de pronto hacia adelante, zigzagueando, y pudo poner la mano izquierda en el pasamano.

Apuntando cuidadosamente, Kroll le disparó en dos ocasiones, primero en la espalda, derribando a Marshall el impacto de la bala, y después en el estómago, mientras se tambaleaba torpemente, agitando los brazos como aspas de molino. Su poderoso cuerpo se desplomó en un rincón.

Estaba a tres metros de distancia de Kroll, quien esperó, en silencio, hasta que el angosto hilo de sangre, que escurría por el piso de concreto, llegara a sus pies. Entonces subió rápidamente por las escaleras.

–¡Simón!

La muchacha estaba agazapada tras de la puerta, con las manos en el rostro. Al ver a Kroll, gritó y retrocedió, casi tropezando con el cuerpo de Andrew Symington, quien permanecía casi inconsciente, en el piso.

Kroll guardó nuevamente la.45, en su chaqueta, y avanzó hacia Deborah, arrinconándola tras del escritorio.

–¿Dónde está él? – gritó ella-. ¿Simón? ¿Qué le ha…?

Kroll la envió contra la pared, con un golpe de revés, haciéndola caer.

–¡Cállese! – gruñó.

Escuchó cuidadosamente los sonidos del refugio, dando un puntapié a la muchacha, cuando ésta trató de interrumpirlo, y levantó el teléfono.

Mientras esperaba, miró a Deborah y notó los rizos rubios que cubrían su nuca, entremezclándose con los cabellos castaños. Eran suaves y sedosos, más delicados que nada que hubiera visto jamás. Como un robusto toro hipnotizado por una mariposa, los contempló, fascinado, sintiendo hervir la sangre e ignorando la voz del teléfono.

–Todo listo -dijo lentamente al teléfono-. Sólo uno de ellos. – Miró a Deborah-. En diez minutos más, habré terminado.

Arrastrándose penosamente, Marshall llegó hasta el cuarto de comunicaciones, se puso en pie y se dejó caer en una silla, frente al trasmisor de radio. Durante algunos minutos tosió incontrolablemente, luchando por hacer llegar más aire a sus pulmones, ahogándose en el enorme lago de hielo que llenaba su pecho. Sus ojos miraron el rastro de sangre que se iniciaba en el piso, bajo su silla, y que se extendía hasta el corredor, más allá de los dos cuerpos inermes. No podía recordar cuántas horas pasaron desde que inició su penosa marcha, a rastras, para llegar al aparato de la radio, pero la vista de los cadáveres le reanimó momentáneamente, haciéndole percatarse de que su gran energía se extinguía rápidamente, y se inclinó hacia adelante, descansando sobre sus codos, para encender el trasmisor.

El refugio estaba en silencio. El sistema de ventilación se hallaba muerto y el aire flotaba inmóvil y enrarecido, aún impregnado de las acres emanaciones de la cordita. A lo largo del muro, que se encontraba a sus espaldas, por fin estaban quietos los teletipos, y el único sonido procedía de los receptores de TV. Sólo dos de las pantallas mostraban imágenes.

Marshall hizo una pausa para controlarse, tratando de conservar la lucidez durante algunos minutos más. La herida de su pecho ardía como si una lanza estuviera clavada en su pecho y se removiera a cada respiración.

Media hora más tarde, cuando ya casi dejaba de existir, el trasmisor dio señales de vida. Asiendo el micrófono, con ambas manos, lo llevó a sus labios y empezó a hablar cuidadosamente, repitiendo insistentemente su mensaje una y otra vez, sin atender a las respuestas que venían del otro lado de las ondas. Su voz se convirtió, finalmente, en un murmullo indescifrable.

El micrófono se escurrió entre sus dedos y cayó al piso. Giró sobre su silla, ligeramente, para ver las pantallas de los aparatos de televisión. Ya sólo se trasmitía una sola imagen, una nube blanca de polvo que cruzaba la pantalla, de izquierda a derecha, sin variar su velocidad y dirección.

La vista se le empezó a nublar y Marshall dejó caer la cabeza sobre el pecho. Su bien cincelado rostro permanecía casi en reposo, mientras la piel se ensombrecía alrededor de sus ojos y de sus sienes. Se sintió descender hacia el fondo de un lago de hielo. El aire se hizo más frío. El silencio reinó en los desiertos corredores del refugio.

Capítulo VII

Las Puertas del Remolino

–¿Cómo está?

–No tan mal. Confusión regular. Una ligera fractura sobre la oreja derecha. Quemaduras de segundo grado en las palmas de las manos y en las plantas de los pies.

–Se repondrá, ¿cree usted?

Las voces se alejaron. Donald Maitland se agitó placenteramente, medio dormido, casi disfrutando la sensación de tibia somnolencia aunada a una ligera náusea. A veces regresaban las voces, en ocasiones escuchaba el ascenso y descenso de sus tonos, al moverse entre los pacientes; o discutiendo su propio caso, cerca de él, oyendo con toda claridad.

Por fin mejoraba. Volviéndose perezosamente, trató de ponerse cómodo, buscando la caricia almidonada de las sábanas contra su rostro.

Pero no pudo encontrarlas. Dondequiera que buscaba, la cama y almohada eran duras y rígidas, hasta que se dio cuenta de que sus brazos estaban en moldes de yeso.

Deseaba poder despertar. Entonces volvería el sueño nuevamente, adormeciendo el dolor que taladraba su cabeza y sus hombros, amortiguando la náusea que le impulsaba a vomitar.

–Parece mucho mejor. ¿No le parece?

–Sin duda. Pero esas quemaduras son de algún cuidado. ¿Cómo diablos se quemó en esa forma?

–No recuerdo con exactitud. Creo que estaba atrapado en el cuarto de calderas de una estación generadora. Tal vez son quemaduras de carburo…

Las voces se alejaron al retornar él a la conciencia. Maitland se estiró y flexionó sus piernas, apoyando los pies en la piecera de la cama.

¿Quemaduras?

–¿Cómo? Recordaba haber quedado atrapado en la estación del subterráneo, en Knightsbridge. ¿Fue transferido a otro centro de hospitalización estando confusa su identidad?

Las voces vagaron cerca de su cama, murmurando acerca de otro paciente. Maitland sintió frío y la cabeza pesada. Deseaba llamarlos, decirles que confiaban demasiado.

Se alejaron lentamente, perdiéndose sus voces en el sonido de algún ventilador enorme.

¿Quemaduras?

Con un esfuerzo, abrió los ojos y movió la cabeza.

¡Estaba ciego!

Se sentó y palpó la cama a su alrededor, deseando que regresaran, esperando sentir unas manos que lo volvieran a acostar, escuchar las primeras palabras de consuelo.

Tocó algo de forma angular y textura áspera.

¡Un tabique!

Lo puso entre sus rodillas. ¿Qué hacía un tabique en su cama? Sus dedos palparon la rugosa superficie, arrancando pequeños trozos de mortero.

"Miró" a su alrededor, esperando atraer la atención, pero las voces se desvanecieron: el sitio estaba vacío.

Se sintió súbitamente exhausto, soltó el ladrillo y se dejó caer de espaldas.

Las voces volvieron al instante.

–¿Cómo están las gráficas?

–Muy bien. Le sacaremos los brazos de los moldes, mañana.

Maitland sonrió. Quizá estaban en la oscuridad, incapaces de ver que sus manos estaban bajo las sábanas.

Flexionó los dedos y recogió otro objeto de la cama. Una lámpara de mano. Instintivamente la encendió.

El rayo de luz llenó el pequeño cubículo, mostrando montones de ladrillos, destrozados a ambos lados; una viga de concreto, de dos pies de ancho, atravesada sobre sus rodillas; y un letrero pintado en una lámina de metal El letrero rezaba:

VENTA DE SALDOS.

Durante unos momentos, Maitland lo contempló, tocando las letras con los dedos.

Y, ordenando sus pensamientos, movió la linterna.

No estaba en un hospital como imaginara, sino aún atrapado en el túnel. Las voces, los diagnósticos, la tibia cama, todos fueron productos de su fantasía, manifestaciones de los deseos de su exhausto cuerpo.

La cabeza le dio vueltas. Maitland alumbró sus manos, dando masaje a la piel lacerada. Se sorprendió, a medias, al ver que no estaban quemadas y se preguntó por qué su mente produjo ese detalle tan particular. Quizá recordara algún caso clínico de sus antiguos pacientes.

Mirando nuevamente a su alrededor, buscó alguna posible salida, pero el angosto espacio, en el que yacía, parecía completamente cerrado.

Exhausto, se dejó caer de espaldas, aún conservando la lámpara encendida.

–Creo que se levantará mañana. ¿Cómo se siente?

–Muy bien, gracias, señor. ¿Alguna, noticia del viento?

Las voces regresaban. Ahora el paciente se unía a ellas. Demasiado cansado para comprender por qué persistían las alucinaciones en forma tan vivida, aun cuando hubiera recuperado el conocimiento. Maitland permaneció acostado, haciendo girar su cabeza para buscar una posición más cómoda.

Escuchó las voces con atención y su mente las analizó automáticamente. Era la primera vez que conociera agentes alucinantes de esa índole.

Al mover la cabeza, se dio cuenta de que un tubo, de unos dos pies de diámetro, sostenía su cabeza parcialmente. Cuando oprimía su oreja izquierda contra el tubo, podía escuchar las voces con mayor claridad.

Abruptamente se enderezó y se afirmó sobre sus rodillas. Quitó todo el escombro que le fue posible y examinó el tubo, pegando su oído a éste.

En la mayoría de las posiciones que adoptó, no pudo oír nada, pero debido a algún fenómeno acústico, en una pequeña área de unas cuantas pulgadas cuadradas, las voces se escuchaban con toda claridad. Obviamente el tubo de ventilación, ahora en desuso, llegaba hasta la estación, a unos cuantos metros por debajo, y reflejaba las voces de los doctores atendiendo a sus pacientes, y, en particular, a un trabajador quemado en la planta de energía, cuyo camastro estaba directamente bajo la boca del ducto.

Éste era de hierro galvanizado, de un espesor de un octavo de pulgada, pero no había nada, entre los escombros, que pudiera servir para cortarlo. Golpeó con los puños sobre el tubo, gritó con los labios pegados contra sus redondas paredes, aplicando el oído, después, al área acústica, para tratar de recibir una respuesta. Lo golpeó incansablemente, con un tabique, sin ningún resultado.

Finalmente recogió la linterna, escogió cuidadosamente el punto de reflexión del sonido y empezó a golpear, sistemáticamente, cada vez que escuchaba las voces de los doctores, los tres puntos y tres rayas del código internacional de auxilio.

Dos horas más tarde, varias eternidades de angustia después de que se terminaron las baterías de la lámpara, escuchó una voz que respondía a su llamada de socorro.

A partir de las seis, se empezó a llenar el salón. Una de las camareras, que atendían la cantina, puso en marcha el fonógrafo y atenuó las luces, disimulando la pintura color crema que cubría los muros de concreto y logrando así que el subterráneo recreativo, a treinta y cinco metros bajo la superficie, de la base aérea de los Estados Unidos, en Brandon Hall, se convirtiera en un atractivo cocktail lounge de Mayfair.

Donald Maitland no terminaba todavía de maravillarse del efecto de la ilusión. Aquí, por lo menos, existía un oasis de esperanza. Más allá del salón recreativo, con su barra de cromo y cuero rojo, su oropel y sus luces, había secciones tan yermas como cualquier puesto de la Línea Sigfrido, pero en cuanto a los oficiales uniformados, acompañados de sus esposas, y los civiles de mayor rango empezaban a llegar aquí, poca evidencia tenían de las ráfagas de viento a 350 millas por hora que azotaban al mundo.

Sus cinco días, en Brandon Hall, los pasó principalmente en el área recreativa. Por fortuna, sus heridas eran relativamente leves y en poco tiempo sería dado de alta. Charles Avery se acercaba, llevando sus bebidas a la mesa. Los americanos eran expertos en proporcionar las amenidades de la vida civilizada, con un esfuerzo mínimo y sin ninguna pompa, y él ya empezaba a olvidar la trágica muerte de Susan y su correspondiente juicio de sí mismo.

–A trescientas cincuenta millas por hora -observó sombríamente Avery, tratando de hacer desaparecer las arrugas de su chaqueta de cirujano militar-. Queda muy poco allá arriba. ¿Cómo te sientes?

Maitland se encogió de hombros, escuchando el lento ritmo de un foxtrot que oyera por última vez, años antes, cuando llevara a Súsan al Milroy.

–Muy bien. No puedo decir exactamente que ansío volver al servicio activo, pero estoy bastante dispuesto a hacerlo. Ha sido muy grato estar aquí. Estos cinco días me han dado la primera oportunidad, en muchos años, de ver las cosas con calma. Lamento tener que partir.

Avery asintió.

–Francamente, yo no lo sentiría. Hay pocas cosas en las que se pueda ayudar. Los americanos aún están enviando algunos vehículos, pero, en general, todo se está paralizando. El contacto, entre unidades separadas es bastante limitado, y las noticias del exterior llegan con mucha lentitud.

–¿Qué tal la pasa Londres?

Avery movió la cabeza, mirando su vaso.

–¿Londres? Ya no existe. No más que Nueva York, o Tokio, o Moscú. El monitor de TV de la torre, en Hammersmith, sólo muestra un mar de escombros. No queda un solo edificio en pie.

–Es asombroso que las bajas sean tan leves.

–No sé si realmente lo sean. En lo personal, creo que medio millón de personas han perecido en Londres. Hasta donde podemos imaginarnos, en Tokio o Bombay, las bajas son de un cincuenta por ciento. Hay un límite físico de lo que puede resistir un individuo sometido a una corriente de aire de 350 millas por hora. Gracias a Dios por el sistema de subterráneos.

Maitland le hizo eco. Después de su rescate, en Knightsbridge, se asombró por la eficiencia de la organización que existía bajo el nivel de la calle, un mundo de túneles laberínticos y ductos llenos de incontables miles de seres, casi inmóviles, amontonados en las plataformas, a oscuras, con sus escuetos equipajes, esperando pacientemente que el viento cesara, como los habitantes de alguna enorme y siniestra galería de muertos, esperando su resurrección.

Un aspecto afortunado de la sobrepoblación de los complejos metropolitanos y grandes ciudades del mundo, era que la expansión forzó a la construcción a tener lugar no sólo hacia arriba, sino hacia abajo. Millares de edificios invertidos descendían desde el nivel de la calle, estacionamientos de automóviles, salones de cine subterráneos, subsótanos y sub-subsótanos; que ahora ofrecían un abrigo tolerable, aislado del ululante viento por los derrumbes de las estructuras superiores. Millones estarían aferrándose a la vida en esos refugios, hacinados entre muros de concreto, con los oídos ensordecidos por el rugido del elemento, completamente aislados de otro contacto.

¿Qué ocurriría cuando empezaran a terminarse las reservas de provisiones?

–Las seis y quince Donald -le interrumpió Avery. Terminó su bebida y se puso en pie, listo para partir-. Desde ahora trabajo en la Recepción de Heridos. Los americanos están embarcando a casi todos sus altos jefes militares hacia las bases de Groenlandia. Allá, la velocidad del viento, es de cincuenta millas por hora menos que aquí. Se rumora que están acondicionando algunos subterráneos de proyectiles intercontinentales, en el Ártico, y que algunos miembros de la OTAN serán invitados. Desde ahora voy a tener los ojos bien abiertos, por si acaso llega algún general con un tobillo dislocado para quien pueda hacerme indispensable como dama de compañía o algo por el estilo. Te aconsejo que hagas lo mismo.

Maitland se volvió y miró a Avery con curiosidad y se sorprendió al ver que el cirujano hablaba en serio.

–Admiro tu sagacidad -le dijo-. Pero espero que podamos ver por nosotros mismos, si fuera necesario.

–Bueno, no podemos -rezongó Avery-. Seamos francos, no lo hemos hecho desde hace ya bastante tiempo. Sé que parece despreciable, pero la adaptabilidad es la única calificación verdadera para la superviviencia. Por el momento, está tomando lugar una forma de selección natural bastante siniestra. Búrlate si quieres, estoy dispuesto a concederte ese derecho póstumo. – Hizo una pausa durante un momento, esperando la respuesta de Maitland, pero éste Último se limitó a mirarlo sin decir nada, y Avery preguntó-: A propósito, ¿has oído algo de Andrew Symington?-Hasta donde sé, está aún en la sección de información de Marshall, en Whitehall. Dora acaba de tener un bebé; desearía visitarla antes de irme.

Mientras salían del bar, se cruzaron con un norteamericano comandante de un submarino, quien venía acompañado por una esbelta rubia en uniforme marrón, con insignias de prensa. Su rostro y cuello estaban cubiertos por diminutas lesiones, las cicatrices típicas de la exposición prolongada al viento, 'pero ella aparecía tan calmada siguiendo de cerca al norteamericano, con una natural intimidad, que Maitland pudo darse cuenta de que esos dos, quienes obviamente pasaron un periodo de lucha contra el viento, juntos, eran los primeros que veía que parecían habérselas arreglado para conservar su mundo privado, intacto.

Tomó asiento en la sala de conferencias de la Unidad de Reacomodo de Personal, y se asombró de lo que su carácter se beneficiara con las penas pasadas, y los méritos que esto le reportara, como diría un budista. ¿Podía realmente pretender tener una superioridad moral sobre Avery, por ejemplo? A pesar de haber estado a punto de morir en Knightsbridge, hasta entonces no tuvo mucha influencia para determinar su propio sino. Los acontecimientos le empujaban a su propio paso. ¿Cómo se conduciría cuando tuviera oportunidad de hacer una decisión personal?

Maitland fue asignado á uno de los grandes tractores Titán, que transportaba gentes importantes y personal de las embajadas a la base submarina de Portsmouth. Muchos de los pasajeros sufrían de heridas graves recibidas antes de su rescate, y requerían una atención especial durante el viaje.

Escuchando las órdenes, Maitland tuvo la impresión de que, como Avery sugería, los americanos se retiraban en número considerable, llevando consigo hasta a los heridos de gravedad. Cuando el último convoy hubiera salido pare Groenlandia, ¿dejaría de ser útil Brandon Hall? La base británica más cercana estaba en Biggin Hill, y si el viento continuaba aumentando durante la siguiente semana, sería difícil de alcanzar. Además, ¿qué clase de bienvenida recibirían si iban para allá?

El capitán confirmó sus dudas.

–¿Hasta dónde hay un contacto efectivo entre bases d los alrededores de Londres? – preguntó Maitland,.una ve que terminó la reunión-. Me siento como si nosotros mismo colocáramos las tapas sobre nuestros respectivos agujeros y los cerráramos herméticamente.

El capitán asintió sombríamente.

–Así ocurre más o menos. Dios sabe qué ocurrirá cuando decidan cerrar este sitio. Ahora no la pasamos mal, pero estamos a bordo de una nave que se hunde. Sólo tenemos combustible para el generador, suficiente para una semana, y, cuando se termine, este sitio va a estar bastante frío. Los cimientos tienen grietas y el agua de los manantiales subterráneos se está filtrando. Por el momento, tenemos que bombear unos cuatro mil litros por hora.

Maitland recogió su maletín y su bolsa de viaje del dormitorio del hospital. Antes de salir, pasó a la sala de mujeres para ver a Dora Symington.

–Hola, Donald -lo saludó Dora. Le sonrió valerosamente y le mostró al niño-. Le he estado diciendo que se paree» a Andrew, pero no estoy segura en que esté de acuerdo. ¿Qué te parece?

Maitland miró el pequeño rostro del niño. Le hubiera gustado pensar que simbolizaba la esperanza y el valor, el nuevo mundo renaciendo del cataclismo que terminara con el viejo, pero, sin embargo, se sentía muy deprimido. El valor de Dora, su patético alojamiento con sus muros improvisados y sus montones de ropas húmedas, le hicieron darse cuenta de cuan impotentes eran y de lo cerca que estaban del centro del remolino.

–¿Has tenido noticias de Andrew? – preguntó ella, cautelosamente.

–No. Pero no te preocupes, Dora. Está en la mejor compañía posible. Marshall sabe cuidar de sí mismo y de los demás.

Habló con ella durante algunos minutos y después se excusó, para tomar uno de los ascensores hacia la sala de transportes.

Aún allí, a veinte metros bajo la superficie de la calle, amparados por tres metros de concreto, con un refugio diseñado para resistir hasta la explosión de bombas nucleares, se notaba de inmediato la presencia de la tormenta que rugía en la superficie. A pesar de las enormes escotillas herméticas y de las rampas superpuestas, los angostos corredores estaban cubiertos por el cascajo negro y arenoso, forzado por la tremenda presión, y el aire estaba húmedo y frío debido a que la corriente de aire acarreaba enormes cantidades de vapor de agua; en algunos casos, el contenido de lagos enteros, tales como el Caspio y los Grandes Lagos, fueron totalmente vaciados y sus lechos yacían desprovistos de toda humedad.

Los conductores y el personal de superficie, todos enfundados en pesados trajes de plástico y acolchados con hule espuma, deambulaban entre la media docena de tractores Titán, agrupados alrededor de la estación de servicio.

Su propio Titán era el quinto en la fila, un gigantesco rastreador de seis orugas, con costados inclinados, de más de veinticinco metros de largo y seis de ancho. La pintura gris, del vehículo, lucía deteriorada y las planchas, de tres pulgadas de grueso, mostraban las cicatrices de donde las piedras y cascajo, que llevaba el viento, golpearan al vehículo, casi borrando el emblema de la Marina de los E.U.

Un hombre de rostro delgado y hombros anchos, vestido con uniforme azul, dejó, por un instante, la discusión que tenía con dos mecánicos que trabajaban en una de las orugas, ajustando una enorme abrazadera. El cuello de su chaqueta ostentaba las insignias de teniente de la Real Marina Canadiense.

–¿Doctor Maitland? – preguntó con voz profunda y agradable. Cuando aquél asintió, éste extendió la mano y estrechó firmemente la del interpelado-. Me alegra llevarlo a bordo. Mi nombre es Jim Halliday. Bienvenido a la Bella de Toronto. -Señaló el Titán con el pulgar-. Saldremos dentro de media hora. ¿Le gustaría tomar un café?

–Buena idea -concedió Maitland. Halliday le quitó de las manos el saco de lona donde llevaba sus pertenencias, se encaminó hacia la parte delantera del tanque y lo envió por la escotilla del conductor. Mientras Halliday se les unía, Maitland dijo:

–Pensaba dejarlo en el retén por si acaso tuviéramos que efectuar una retirada rápida.

Halliday movió la cabeza, tomando a Maitland por el brazo.

–Si gusta, puede hacerlo, doctor. Francamente, le recomiendo que se instale a bordo de la nave. No tengo mucha confianza en este sitio.

Recogieron su café en la cantina y se sentaron en el extremo de una de las largas mesas de madera. Maitland examinó cuidadosamente el rostro de Halliday. El canadiense parecía sólido y resuelto. Intercambiaron brevemente sus historias personales. A esas alturas, según notaba Maitland, se vivían demasiadas historias de desastres, demasiados episodios de heroísmo, confirmados y no confirmados; era tal la confusión de eventos trágicos y dramáticos que, aquellos que aún sobrevivían, se limitaban a la más elemental autoidentificación. Además, existía el aturdimiento gradual que empezaba a afectar a todos, embotando sus sensibilidades por la miseria y las privaciones. El resultado era una preocupación, en aumento, de solidificar la propia seguridad personal, una resistencia, tal como la que viera en un hombre básicamente confiado como Halliday, para depositar alguna fe en la durabilidad de otros.

–En nuestro último viaje llevábamos solamente tres pasajeros -explicó Halliday- por lo cual no hubo necesidad de un médico. Es obvio que pronto cerrarán la unidad.

Maitland asintió.

–¿Y qué ocurrirá entonces con nosotros?

Halliday lo miró brevemente y después aplastó la punta de su cigarrillo entre los asientos del café.

–Lo dejo a su imaginación. Francamente, estamos muy abajo en la escala de la importancia. Mientras sea posible el movimiento en la superficie, los grandes tractores tendrán un papel valioso, pero ahora, bueno… casi todos los personajes importantes han ido a donde desean estar. ¿Ha estado arriba, recientemente?

–Hace una semana que no.

–Es difícil de describir, bastante arduo. Hay una rugiente pared sólida de aire negro, que ya no es aire, sino más bien una avalancha horizontal de polvo y rocas, algo así como estar sentado justamente atrás de un motor de turbina, recibiendo en el rostro el impacto del escape. No se puede ver a dónde demonios se va. Los caminos, señales y demás, yacen bajo toneladas de escombros. Nos guiamos por la onda trasmitida entre este lugar y Portsmouth. Cuando las estaciones terminen sus actividades, terminará nuestro trabajo. Sólo ayer perdimos una de las unidades: su radio se descompuso cuando estaban en algún sitio, al sur de Leatherhead. Trataron de regresar por medio de la brújula y fueron directamente al río.

Al aproximarse al tractor, Maitland vio un grupo de pasajeros aguardando, dos hombres y una mujer joven. Todas las escotillas, de la sección posterior del vehículo, estaban siendo aseguradas, y parecía que los tres eran el único complemento y que viajarían en la sección delantera dejando vacía la parte trasera. Como Halliday dijera, parecía un desperdicio de combustible y personal. Maitland sintió una sensación súbita de resentimiento hacia los tres pasajeros. El Titán hubiera sido mejor empleado en el rescate de Andrew Symington y Marshall.

Uno de los pasajeros era un hombrecillo de rostro regordete, con bigote de cepillo, y, los otros dos, un norteamericano alto con trinchera de la marina y una muchacha usando un gorro de piel, provisto de anteojos. Al acercarse, ella deslizó su mano bajo el brazo del norteamericano y pudo reconocer en ellos a la pareja que viera en el salón recreativo.

Halliday llamó a Maitland y le presentó los pasajeros.

–Comandante Lanyon, éste es el doctor Maitland. Vendrá a Portsmouth con nosotros. Si desea que le tomen la temperatura, señorita Olsen, sólo tiene que pedírselo.

Maitland saludó al trío con una inclinación de cabeza y ayudó a la joven, la reportera de la NBC, a subir la grabadora de cinta por la escotilla de estribor. Ella y el comandante Lanyon habían llegado a Inglaterra, procedentes del Mediterráneo, y vinieron a Londres en compañía del tercer miembro del grupo, un corresponsal de la Prensa Asociada llamado Waring, con la pretensión de reunir material para sus servicios de información en los Estados Unidos. Por desgracia, sus esperanzas de que el viento amainara, no se realizaron y regresaban con las manos vacías en ruta hacia Groenlandia.

Diez minutos más tarde, los siete -tres pasajeros, Maitland, Halliday, el conductor y el radioperador- quedaban encerrados en la sección delantera del Titán, un angosto compartimiento de quince pies de largo por seis de ancho, lleno de equipaje, aparatos y provisiones. En las paredes colgaban asientos de lona y en éstos se acomodaron Maitland y los pasajeros, mientras que Halliday tomaba su puesto ante el periscopio, atrás del conductor, con el operador de la radio a su costado. Una sola luz, tras de una rejilla en el techo, arrojaba una tenue claridad en el compartimiento, disminuyendo o aumentando en intensidad al variar la velocidad de las máquinas.

Durante media hora, apenas se movieron, avanzaron hacia adelante o hacia atrás, unos cuantos metros, en respuesta las instrucciones trasmitidas por radio. El rugido de las máquinas impedía la conversación y Maitland se sumergió en un ensueño vago, interrumpido por saltos bruscos que le despertaban a una realidad inquieta.

Finalmente, se empezaron a mover hacia adelante, inclinándose el vehículo hacia atrás, en un ángulo de diez tirados, mientras ascendían por la rampa de salida.

El aire del interior se enfrió súbitamente, como si se hubiera puesto en marcha una poderosa unidad frigorífica dentro de la cabina. Parecía que se movían a lo largo de un túnel excavado a través de un iceberg, y Maitland recordó que alguien le dijo, en la base, que la temperatura del aire, en la superficie, estaba descendiendo a razón de un grado diario. La corriente de aire que cruzaba sobre los océanos, arrastraba una enorme cantidad de agua evaporada y, en consecuencia, enfriaba la superficie de la Tierra.

El Titán se niveló en la esclusa de la salida final, y subió penosamente la última rampa.

De inmediato, el pesado vehículo se balanceó inestablemente, buscando el equilibrio sus ruedas y orugas, mientras se escuchaba el familiar tableteo de millares de proyectiles que se estrellaban contra su superficie. El ruido era enervante; pareciendo amainar por momentos, se reanudaba con mayor violencia al cruzar una nube, de partículas sólidas, de mayor densidad.

De pie tras del conductor, Halliday dirigía el Titán mirando a través del periscopio. Ocasionalmente, cuando se movían en campo abierto, dejaba que el conductor siguiera la dirección del rumbo proporcionado por el radioperador, y venía hasta donde estaban los pasajeros, inclinándose para intercambiar algunas palabras.

–Pasamos por Biggin Hill -les dijo tras de que hubieron viajado durante media hora-. Aquí estuvo una base de la Real Fuerza Aérea, pero se abandonó después de que la pared de uno de los refugios se vino abajo. Cerca de quinientas gentes quedaron atrapadas; sólo seis pudieron salir.

–¿Puedo echar un vistazo afuera, capitán? – preguntó Patricia Olsen-. He estado tanto tiempo bajo tierra que ya me siento un topo.

–Seguro -concedió Halliday-. Aunque no queda nada por verse. Todos se adelantaron, balanceándose de lado a lado como pasajeros del ferrocarril subterráneo, mientras el tractor se bamboleaba bajo el impacto del viento.

Maitland esperó hasta que Lanyon y Patricia hubieron terminado y acercó sus ojos a la mirilla binocular.

Haciendo girar el periscopio, vio que avanzaban a lo largo de los restos de la Autopista número M5, hacia Portsmouth.

Poco quedaba del camino. Los prados laterales y centrales desaparecieron, dejando en su lugar una brecha de metro y medio de profundidad. Aquí y allá surgía la base de algún poste de concreto o un paso a desnivel destrozado, atravesando sobre el camino, pero fuera de eso, el paisaje se veía totalmente desolado. Ocasionalmente se observaba una sombra oscura, los restos de alguna estructura que pasaba llevada por el viento, dando tumbos sobre el piso.

Maitland descansó contra la montura del periscopio. Con la capa superior del suelo, barrida por el huracán, y con ella el sistema de raíces que mantenía unida la tierra y que ofrecía una base firme para las cosechas y contra las fuerzas erosivas de la lluvia y el viento, la superficie del globo se convertiría en polvo tal y como el campo de Oklahoma desapareció en el aire, en 1920.

Al retirarse del periscopio, vio a Halliday al lado del radioperador. Una señal les llegaba de Brandon Hall, y el operador se quitó los audífonos y los entregó al capitán.

–Malas noticias, doctor -dijo el operador-. Llegó un boletín de Brandon Hall acerca de un amigo suyo, Andrew Symington. Aparentemente ayer atacaron la unidad de información de emergencia, en los subterráneos del almirantazgo. Marshall y tres de los otros fueron muertos a tiros.

Maitland preguntó ansiosamente.

–¿Andrew? ¿Está muerto?

–No, no lo creen así. No ha sido encontrado su cuerpo. Marshall se las arregló para dar aviso antes de morir. Los pistoleros trabajaban para alguien llamado Hardoon. Hasta donde puedo entender, parece que tienen un ejército privado operando desde una base secreta, en el área de Guilford.

–Me he topado con Hardoon antes -interrumpió Maulando-. Marshall también trabajaba para él. – Rápidamente les contó acerca de su descubrimiento del equipo militar, en las bodegas de Marshall, y de sus guardias uniformados-.Hardoon debió decidir deshacerse de Marshall; probablemente ya no le era útil. Sin embargo, ¿qué pudo haber ocurrido a Symington?

Halliday inclinó la cabeza con aire de duda.

–Bueno, tal vez esté bien -dijo, mostrando simpatía. Es difícil decirlo.

–No se preocupe -dijo Maitland confiado-. Symington es un ingeniero electrónico de «primera fila, bastante más valioso para Hardoon que un magnate de la TV como Marshall. Si no fue encontrado su cadáver en los subterráneos, tal vez esté con vida aún. Los hombres de Hardoon no perderían el tiempo en llevar un cadáver. – Hizo una pausa, escuchando el viento-. Todas aquellas cajas estaban rotuladas "Torre Hardoon". Allí debe estar la base secreta.

Halliday movió la cabeza.

–Nunca oí hablar de ello. Creo que' el nombre de Hardoon es familiar. ¿Quién es él? ¿Un político influyente?

–Es un magnate hotelero y armador de barcos -le dijo Maitland-. Un excéntrico enloquecido por el poder. Sabe Dios dónde está la Torre Hardoon.

–Parece el nombre de un hotel -comentó Halliday-. Si es así, no estará en pie, délo por seguro. Siento lo de su amigo, pero como usted dice, probablemente estará a salvo allí.

Maitland asintió, descansando sobre el aparato de radio y trató de pensar en dónde pudiera estar la Torre Hardoon. Notó que el operador le miraba pensativamente, y estaba a punto de alejarse para reunirse con el trío, en la parte posterior de la cabina, cuando el hombre le dijo:

–El sitio de Hardoon está cerca de aquí, señor. A unas diez millas de distancia, en Leatherhead.

Maitland se volvió.

–¿Está usted seguro?

–Bueno, no con absoluta certeza -dijo el operador-. Pero tenemos mucha interferencia con una estación que opera en Leatherhead. Usa una onda muy especial, definitivamente no es una instalación del gobierno.

–Tal vez sea de otra clase -dijo Maitland-. Alguna estación meteorológica, de policía o un trasmisor particular de algún funcionario.

El operador movió la cabeza. – No lo creo así, señor. En Brandon Hall trataron di identificarla; teníamos a algunos expertos en radio. Uno de ellos se refirió a Hardoon.

Maitland se volvió a Halliday.

–¿Qué le parece, capitán? Este hombre tiene razón, probablemente. Podemos desviarnos a Leatherhead.

Halliday movió la cabeza con firmeza.

–Lo siento, Maitland. Me gustaría hacerlo, pero nuestro tanque de reserva tiene solamente setecientos cincuenta litros, apenas para regresar.

–¿Y por qué no desconectamos la sección trasera? – preguntó Maitland-. De todos modos no.sirve de nada.

–Tal vez no. ¿Pero qué se supone que debemos hacer si localizamos a ese tipo Hardoon? ¿Ponerle bajo arresto?

Halliday regresó al periscopio, indicando que la discusión terminaba, y se inclinó sobre el objetivo, escudriñando el camino. Maitland se quedó atrás de él, indeciso, mirando la señal del rumbo en la pantalla del navegante. Lo seguían cuidadosamente, observando una ruta crítica entre una corriente de puntos -error hacia la izquierda- y una corriente de rayas -error hacia la derecha. En ese momento, deliberadamente se apartaban tres grados fuera de rumbo, para aprovechar los firmes cimientos de la carretera. Halliday seguía una curva del camino, y el compás de la radio giraba constantemente de 145o a 150o, y después a 160 o. Desocupado por el momento, el radioperador trataba de sintonizar el receptor de onda ultracorta. Localizó una señal insistente e hizo un gesto a Maitland.

–Ésa es la señal de Hardoon, señor.

Maitland movió la cabeza. Se aproximó al radioperador, como para oír la señal con más claridad, y lentamente sacó su linterna de mano, del bolsillo trasero del pantalón, asió el cilindro del reflector, firmemente sujeto en su mano derecha, y avanzó entre el operador y el compás, que aún giraba. Cuando quedó satisfecho de que el operador no recordaría ya el rumbo preciso, levantó la lámpara y, con un rápido golpe de revés, destrozó totalmente la pantalla de cristal.

Rápidamente empezó a destruir el aparato, golpeando el gabinete de los bulbos. Gritando a Halliday, el operador se puso en pie y trató de retirar a Maitland. Halliday se apartó del periscopio y tomó a Maitland por los hombros. Los tres hombres se debatieron, amortiguando a sus golpes el balanceo del vehículo y sus pesados ropajes, para caer finalmente al piso.

Mientras luchaban, el tractor, siguiendo aún el curso circular que Halliday diera al conductor, se inclinó violentamente al abandonar la carretera y se deslizó con rapidez por el terraplén.

Halliday puso a Maitland en pie, quien tenía el rostro congestionado por la ira. Lanyon se les unió y ayudó a levantarse al operador de la radio. El cabo se acercó al aparato, tambaleándose, y contempló con expresión vacía la destruida consola.

Miró a Halliday con indignación.

–¡El aparato está totalmente deshecho, capitán! ¡Sólo Dios sabe cuál era nuestro rumbo!

Halliday estrujó las solapas de la chaqueta de Maitland

–¡Maldito loco! ¿Se da cuenta de que estamos completamente perdidos?

Maitland se soltó.

–No, usted no lo está, capitán. Me duele forzarlo, pero es el único modo de hacerlo. Mire.

Extendió la mano hacia el trasmisor de onda ultracorta y aumentó el volumen, hasta que el mismo ruido insistente, de la misteriosa estación, dominó el sonido del viento. Con una mano hizo girar el aparato hasta que, en un ángulo de 45', con respecto al eje lateral del tractor, adquirió su máxima intensidad.

–Ese es nuestro nuevo rumbo. Sígalo y nos llevará directamente a la Torre Hardoon.

–¿Cómo puede estar seguro? – saltó Halliday-. ¡Puede ser cualquier otra cosa!

Maitland se encogió de hombros.

–Tal vez, pero es nuestra única oportunidad. – Se volvió hacia Lanyon, explicándole rápidamente lo que ocurrió a Andrew Symington.

Lanyon lo meditó durante algunos minutos, dirigiéndose después hacia Halliday, quien atisbaba por el periscopio.

–Parece que no tenemos otra alternativa, capitán. Está a sólo unas cuantas millas de distancia y una pequeña, desviación no nos afectará. Y siempre hay la posibilidad de que si ese tipo Hardoon planea algún golpe de fuerza, cuando el viento se calme, tal vez nos anticipemos a sus movimientos. Halliday crispó los puños, rezongando con ira, pero movió la cabeza afirmativamente y volvió al periscopio.

Cinco minutos más tarde volvieron a la carretera, para abandonarla poco después, y siguieron un camino lateral hacia Leatherhead, yendo tras la señal de onda ultracorta. Maitland pensaba que tendrían dificultad en localizar la Torre, pero Halliday pronto notó algo que confirmaba sus sospechas acerca de Hardoon.

–Mire usted mismo -dijo Halliday-. Este camino ha sido usado regularmente durante las últimas cuatro o cinco semanas.

Lanyon tomó el periscopio y confirmó la observación.

–Vehículos grandes, – comentó-. Deben de haber llevado cargas bastante pesadas. – Hizo un gesto y añadió-: Parece que Pat, tal vez, va a obtener una historia después de todo.

Siguieron la señal, que aumentaba constantemente en intensidad, hacia las propiedades de Hardoon, en Leatherhead, guiados por las señales de actividad reciente, a lo largo del camino, y ayudados por el viento que les hacía avanzar a 25 millas por hora.

Dos horas más tarde, vieron por primera vez la Torre de Hardoon.

Maitland estaba en su guardia de quince minutos, ante el periscopio, cuando el operador le dijo que entraban a la zona de mayor intensidad de la señal.

–Puede estar en cualquier sitio dentro de un área de un par de millas a la redonda -reportó, haciendo girar la antena direccional sin que se alterara la intensidad del sonido-. A partir de este momento, tendremos que hacer contacto visual.

Maitland atisbó por el periscopio. Adelante, el camino se ampliaba hasta convertirse en una arrugada franja de concreto destrozado, de unos cien metros de ancho, salpicada con enormes parches blancos y grises, que sugerían que alguna enorme obra de caminos se había efectuado recientemente. El tractor avanzó por el centro del camino, a quince millas por hora. A doscientos metros más adelante, el camino desaparecía en la penumbra de la corriente del viento. Al lado del camino la tierra era oscura y negra, desprovista de toda vegetación, y mostraba algunos voluminosos objetos que rodaban, tales como troncos de gigantescos árboles, bloques de mampostería, todos moviéndose de izquierda a derecha a través del camino.

Más adelante, a bastante altura, algo se vislumbró por un momento: una área de cielo claro, destacando entre la nube de polvo. Maitland lo ignoró, buscando cuidadosamente al nivel del piso.

Unos segundos después, se dio cuenta de que la faja de aire claro aún estaba frente a él.

Justamente delante, con su imponente masa velada por la tormenta de polvo, se erguía una enorme estructura piramidal, con lados de treinta metros de longitud en la base, y que se angostaban hasta el vértice, a veinticinco metros de altura. El tractor estaba ahora a un cuarto de milla de distancia y, aunque parcialmente oscurecida, la pirámide era la primera estructura que Maitland veía, durante semanas, que conservara un perfil definido. Aun desde esa distancia podía apreciar sus líneas rectas, el vértice perfectamente acabado en punta, cortando la negra corriente de aire como la proa de un trasatlántico.

Hizo un gesto a Halliday para que mirara por el periscopio. Mientras el capitán lanzaba una exclamación de sorpresa, Maitland llamó a Lanyon.

–Parece que la fortaleza de Hardoon está allá adelante, a tres o cuatrocientos metros. Es una pirámide de concreto.

–¡Fantástico! – dijo Halliday sobre su hombro, apuntando el periscopio-. ¿Quién piensa ese maniático que es, Keops? Debe haberle tomado años.

Pasó el periscopio a Lanyon, quien asintió lentamente.

–Necesitó años o millares de hombres. Los caminos indican que ha habido un equipo de construcción de proporciones extraordinarias.

Se acercaron a la pirámide. A doscientos metros de distancia, el tractor golpeó un obstáculo de poca altura y pudieron ver que era un muro bajo, de tres metros de altura, que surgía del suelo y corría en dirección de la esquina del lado derecho de la pirámide. El muro era de tres metros de ancho, un masivo contrafuerte de concreto reforzado. Mientras se movían a lo largo del mismo, una segunda rampa aparecía sobre el desolado panorama, a su lado derecho, y se hallaron entrando en un largo sistema de muros de concreto paralelos, parcialmente diseñados como rompevientos para la pirámide, y en parte para cubrir a los vehículos que penetraran. Maitland buscó en la fachada de la pirámide, tratando de encontrar una abertura, pero su superficie aparecía tersa y continua. Gradualmente, al aumentar la altura de los muros de soporte, la mole se perdió de vista y pasaron por una angosta rampa que les llevó bajo un voladizo y después alrededor de una esquina, en ángulo recto, que conducía a un aparente callejón sin salida.

Halliday inclinó el periscopio, tratando de mirar hacia la gran masa de la pirámide, oscurecida por la corriente de polvo y grava que azotaba su superficie.

–Parece que, después de todo, no es el camino de entrada -comentó Halliday-. No hay puertas ni nada que se le parezca. Nos va a costar bastante trabajo salir en reversa. ¿Por qué no habrán puesto señales?

Repentinamente perdieron, por un momento, el equilibrio. El tractor se hundió bruscamente, se movió hacia abajo como un ascensor.

Maitland se lanzó sobre el periscopio, justo a tiempo para ver desaparecer los muros que les rodeaban. Segundos más tarde, sólo se distinguían las líneas rectangulares del cubo de un elevador. Al llegar al fondo, notaron que en la parte superior se corría una puerta horizontal cerrando herméticamente la entrada.

–Bueno, deben ser amistosos -decidió Halliday-. Me empezaba a preguntar cómo entraríamos si ellos no desearan tener trato con nosotros.

El conductor apagó los motores, mientras escuchaban que, en el exterior, alguien acercaba una escalera a su torreta. Halliday empezó a quitar los seguros de la escotilla, haciendo señas a los demás para que se levantaran.

–Estiren las piernas. Quizá pase mucho tiempo antes de que podamos hacerlo de nueva cuenta.

Abrió la escotilla, levantándola unas cuantas pulgadas, y alguien desde afuera la elevó completamente. Halliday subió, seguido por Maitland y el radioperador.

El tractor estaba en el fondo de un gran elevador de carga, que formaba parte de un subterráneo del que partían amplios túneles hacia las crujías de unos transportadores. Alrededor del tractor, montaban silenciosa guardia hombres vestidos con trajes de plástico negro y cubiertos por yelmos y armados de pistolas. Maitland reconoció los uniformes que viera en los sótanos de la casa de Marshall, dentro de unas cajas. Un hombre alto, de facciones toscas, con un triángulo blanco en el yelmo, avanzó hacia él.

–¿A qué demonios están jugando? – gritó-. ¿Por qué diablos no usan la radio?

Su voz tenía entonación de violenta amenaza. Miró a Maitland y después a Halliday, quien ayudaba a salir al radioperador de la torreta.

–¿Qué es esto? – preguntó en tono brusco. Sacudió violentamente a Maitland-. ¿Dónde está Kroll? Se suponía que traería a Symington. ¿Quiénes son ustedes? – ¿No está Symington aquí? – preguntó Maitland.

El otro le miró con enojo e hizo un gesto a los guardias que rodeaban el tractor. Al mismo tiempo echó mano a la funda de su pistola.

Halliday aún estaba en el techo del vehículo, deteniendo al radioperador, quien estaba a punto de bajar a tierra.

El pelotón de guardias se lanzó sobre el Titán, mientras dos o tres de ellos trataban de escalar sus costados. Maitland se encontró sujeto por el cuello, y dio un golpe con el codo a su atacante, cayendo los dos al suelo. Se desasió y lanzó golpes contra otros dos que le embistieron. Uno de ellos le golpeó con rudeza en el rostro, mientras que el otro le ceñía por la cintura y le hacía rodar por tierra, nuevamente. Mientras yacía debatiéndose, vio que el tipo grande retrocedía algunos pasos, con la pesada.45 en su mano. Entre los gritos de la pelea, rugió dos veces la automática.

Halliday bajó tambaleante por la escalera, trastabilló algunos pasos y cayó de cara al piso.

Maitland descargó un puñetazo en la espalda de uno de los hombres que yacían encima de él y se las arregló para librarse durante un momento. Trató de levantarse, pero alguien le dio un puntapié en la cabeza.

Su cerebro explotó como una cascada de luces de Bengala y se sumergió en un rugiente pozo de oscuridad.

Capítulo VIII

La Torre de Hardoon

Cuando despertó, su cabeza se movía de un lado a otro como un pistón.

Una docena de arterias palpitaban fieramente dentro de su cabeza, como ríos de dolor ardiente. Un robusto guardia, vestido con uniforme de plástico negro, con la insignia del triángulo blanco en el yelmo, se inclinaba sobre él, azotándole el rostro con la ancha palma de su mano.

Guando vio que se abrían los ojos de Maitland, le dio una última y violenta bofetada y gritó una orden a los dos guardias que le sostenían en la silla. Ellos le recargaron en el respaldo y liberaron sus manos.

Tratando de recobrar la respiración, Maitland hizo lo posible por controlarse. Su visión se aclaró y pudo ver el desnudo techo iluminado por luz fluorescente. Poco después, dejó de dolerle el rostro y bajó los ojos lentamente.

Directamente frente a él, del otro lado de un amplio escritorio, se sentaba un individuo de hombros robustos, vestido con traje oscuro. La cabeza era grande, y la frente amplia y abombada, debajo de la cual brillaban dos pequeños ojos. La boca era como una delgada cicatriz y su expresión sombría tenia un aire amenazador.

Examinó fríamente a Maitland, ignorando la saliva sanguinolenta que éste se limpiaba de los labios tumefactos. Maitland reconoció el rostro que viera en algunas raras fotografías de los magazines. Era Hardoon. Preguntándose cuánto tiempo habría pasado desde su llegada, Maitland empezó a mirar alrededor de la habitación. Hardoon se inclinó hacia adelante y golpeó el escritorio con los nudillos.

–¿Ya está nuevamente consciente, doctor? – preguntó, con voz suave pero firme. Esperó a que Maitland le respondiera con un murmullo. Hizo una señal con la cabeza a los guardias y éstos se retiraron a la pared del fondo-. Bien. Mientras usted descansaba, sus compañeros me han informado de su hazaña. Lamento mucho que su pequeño plan haya terminado así. Debo excusarme por la estupidez de mi policía de tránsito. Nunca debieron de permitirle entrar. Por desgracia -indicó a un guardia alto y robusto, recargado en la pared cercana al escritorio-, Kroll sufrió un retraso en su regreso, de no ser así, ustedes hubieran podido continuar su viaje a Portsmouth sin ser molestados.

Examinó a Maitland durante un momento, tomando un cigarrillo de un cenicero de plata.

Maitland estaba intrigado por el interrogatorio de Hardoon, y miraba en su derredor mientras se frotaba el magullado rostro.

Estaba en una oficina, de tamaño grande, cubierta con paneles de roble. Tras él, donde se hallaban los guardias, el muro estaba cubierto con libreros, divididos por las entradas. No había ventanas, pero, en el extremo opuesto del escritorio de Hardoon, se veía la entrada en una amplia abertura remetida en el muro y cerrada por medio de un postigo.

Hardoon aspiró reflexivamente el humo de su cigarrillo.

–Creo que nuevamente soy persona non grata para las autoridades -continuó con su lenta y apacible voz-. Fue una tontería que Kroll permitiera a Marshall trasmitir nuestra posición a todo el mundo. Sin embargo, eso es otra cosa.

Maitland preguntó.

–¿Qué ocurrió a Halliday? Le dispararon cuando llegamos.

El rostro de Hardoon se mantuvo sin expresión. Sus ojos se entrecerraron cuando fue interrumpido. – Un error trágico. Créame, doctor, aborrezco la violencia tanto como usted. Mi policía de tránsito creyó que ustedes eran la gente de Kroll. Ambos vehículos son del mismo tipo, llevan insignias iguales. Cuando se dieron cuenta de su error, naturalmente se excitaron bastante. Así suelen ocurrir accidentes.

Su tono era casual, pero aun cuando sus ojos estaban fríamente fijos en Maitland, más tarde tuvo, este último, la impresión de que la mayor parte de la atención de Hardoon estaba en otra parte. Su voz parecía estar siguiendo instrucciones dadas previamente, como los guardias que se encontraban a sus espaldas.

–¿Dónde están los otros? – preguntó Maitland-. ¿Los dos norteamericanos y la muchacha?

Hardoon hizo un gesto con su cigarrillo.

–En el… -buscó la palabra adecuada- sector de huéspedes. Están perfectamente cómodos. El señor Symington fue ligeramente herido durante su viaje y ahora descansa en la enfermería. Un hombre útil; espero que se recupere pronto.

Maitland estudió el rostro de Hardoon. El millonario tenía unos cincuenta y cinco años, aún era físicamente poderoso, pero con ojos curiosamente opacos. A pesar de su tono firme, la voz era casi desvaída.

–Ahora, doctor, vayamos al punto. La llegada de usted y sus otros compañeros me ofrece una oportunidad de la que he decidido sacar el mayor provecho. – Cuando Maitland frunció el ceño, Hardoon sonrió con desprecio-. No, no necesito atención médica; por el contrario. Tenemos suficientes doctores y enfermeras. De hecho, encontrarán ustedes que éste es uno de los más eficientemente organizados bastiones contra la furia del viento, si no es que el mejor.

Oprimió un botón en un pequeño panel de control, en el escritorio, y se volvió ligeramente para ver los postigos del muro opuesto, indicando a Maitland, con un gesto, que hiciera lo mismo. Los postigos empezaron a remeterse. Las luces del techo se hicieron más débiles, y, al terminar de ocultarse las puertas de madera, revelaron un enorme bloque de vidrio, de un metro de grueso y el doble de ancho, aparentemente encajado en la fachada de la pirámide.

Hacia abajo se extendía el muro oriental de la pirámide. En su base estaban las rampas y el pasaje de entrada que les llevara al elevador. Más allá, oscurecido por la tormenta, se hallaba el amplio camino de acceso. La corriente del viento barría, directamente hacia ellos, los millares de fragmentos llevados a increíbles velocidades, que se disparaban de la nube en mil direcciones.

Al mismo tiempo, Hardoon oprimía otro botón en su escritorio y un altavoz, instalado en el muro, adquirió vida. Apagada al principio y después elevándose a todo volumen, se dejó escuchar la desnuda voz de la tormenta, el rugiente Niágara de sonido que persiguiera a Maitland en sus peladillas del pasado mes.

Hardoon permaneció escuchando el estruendo del viento y contemplando a través de la ventana. Parecía hundido en un ensueño privado, con el cigarrillo inmovilizado en una mano, mientras que el humo era arrastrado hacia un ventilador, en el techo. Un reóstato automático debió de estar montado en el altavoz, porque el volumen aumentó constantemente, hasta que el ruido de la tormenta llenó la oficina; una descarga de aire, como el sonido de un túnel de aire experimental a máxima velocidad.

Repentinamente, Hardoon despertó de su trance y oprimió nuevamente los dos botones. El sonido se desvaneció de súbito y los postigos se deslizaron nuevamente para cubrir la ventana.

Durante un momento, Hardoon continuó mirando la ventana cerrada.

–Su fuerza es increíble -comentó a Maitland-. La misma naturaleza en revolución, en su más pura y elemental forma. ¿Y dónde está el hombre, su principal enemigo? Ha desaparecido, derrotado finalmente, escondiéndose bajo tierra como un topo aterrorizado, o vagando a ciegas a través de oscuros túneles.

Dijo retóricamente a Maitland.

–Le admiro, doctor, y a sus compañeros. Ustedes todavía luchan contra el viento, hasta cierto punto aún conservan su iniciativa. Se mueven en la superficie del globo. Lamento mucho que haya muerto el capitán Halliday.

Maitland movió la cabeza. Finalmente se aclaró su mente, vuelta a la vida por el calor de la oficina. Decidió tomar la iniciativa en la conversación.

–¿Cuándo empezó a construir la pirámide? – preguntó.

Hardoon se encogió de hombros.

–Años atrás. Los refugios se diseñaron, originalmente, como mi asilo personal en caso de una Tercera Guerra Mundial, pero la pirámide se terminó apenas este mes.

Maitland insistió. – ¿Qué espera obtener? ¿Absoluto control político cuando el viento amaine?

Hardoon se giró y miró fijamente a Maitland, con expresión de incredulidad en el rostro.

–¿Es eso lo que le pasa, Doctor? ¿No se le ocurre otro motivo?

Maitland se encogió de hombros, un tanto desconcertado por la reacción de Hardoon. – La propia supervivencia, por supuesto. Con el apoyo de una organización bien gobernada.

Hardoon sonrió sombríamente. – Es asombroso, como los débiles siempre juzgan a los fuertes según sus propios criterios limitados. Precisamente por ese motivo está aquí. – Antes de que Maitland pudiera pedirle que entrara en detalle sobre ese asunto dijo: Seguramente el diseño inusual del refugio muestra mis motivos verdaderos. De hecho hasta ahora di por senado que era así. Debe de ser obvio que si la supervivencia y el mantenimiento de un ejército privado poderoso y bien equipado fuera mi objetivo, con toda seguridad no me encerraría en una pirámide al descubierto.

–Sirve como atalaya, – explicó Maitland. – Como demostró, sirve estupendamente como puesto de observación.

–¿Para observar que? Esa ventana sólo está a sesenta pies por encima del suelo. ¿Que podría ver?

–Nada, supongo. Excepto el viento.

Hardoon inclinó ligeramente la cabeza. – Doctor, ha dado usted en el clavo. En realidad es el viento lo único que quiero ver desde aquí. Y al mismo tiempo intento que él me vea a mí. – Hizo una pausa y luego continuó. – Como el viento ha aumentado tanto, todo el mundo en el planeta ha hecho construcciones perforando en la tierra, en un intento de huir de él; excavando hacia abajo hasta llegar a mucha profundidad, buscando el refugio del manto de la tierra. Todos menos yo. Sólo yo he construido hacia arriba, me he atrevido a desafiar al viento, imponiendo el coraje y la determinación del ser humano para dominar la naturaleza. Si fuera a reclamar el poder político -lo cual niego rotundamente que vaya a hacer lo haría simplemente sobre la base de mi propia superioridad moral. Solamente yo, a la vista del mayor holocausto que jamás haya azotado el planeta, he tenido el valor moral de intentar doblegar la naturaleza. Ése ha sido mi único motivo para construir esta torre. Aquí en la superficie del globo me enfrento a la naturaleza en su propio terreno en la palestra de su elección. Si fracaso, el hombre no tiene derecho a afirmar su innata superioridad sobre la inmoderación del mundo natural.

Maitland asintió, mirando fijamente a Hardoon. El millonario habló con voz tranquila, sin emplear énfasis ni gestos. Se dio cuenta de que Hardoon era sincero, y se preguntó si ello le haría más o menos peligroso. ¿Hasta dónde estaría dispuesto a sacrificarlo todo para poner a prueba su filosofía?

–Bueno, si lo que usted dice es verdad, es un gesto espectacular. Pero seguramente hay iguales retos para nuestro valor moral en la vida diaria.

–Para ustedes, tal vez. Pero mi talento y posición me obligan a desempeñar mi papel en una escala mucho mayor. Probablemente usted piensa en mí como un megalómano insano. ¿De qué otro modo puedo demostrar mi valor moral? Para un industrial, el valor moral es menos importante que el juicio y la experiencia. ¿Qué debo hacer? ¿Fundar una universidad, otorgar un millar de becas de estudio, dar mi dinero a los pobres? El simple gesto de firmar un cheque logrará eso, y sé que eso no dará satisfacción a mi talento. ¿Volar a la luna? Estoy demasiado viejo. ¿Enfrentarme con valor al prospecto de mi propia muerte? Pero mi salud aún es vigorosa. No hay nada, no hay otro modo mediante el cual pueda probarme a mí mismo.

Maitland sonrió.

–En ese caso, solamente puedo desearle suerte. Como ha dicho, es un duelo privado entre usted y el viento. Por lo tanto, no tendrá objeción en dejarnos recoger a Symington y continuar nuestro camino.

Hardoon levantó una mano.

–Por desgracia, sí la tengo, doctor. ¿Por qué cree que lo he traído aquí? Ahora, supongo, entenderá mis motivos reales, pero, ¿los entendía hace cinco minutos? Lo dudo. De hecho, usted pensaba que estoy ávido de poder político y que aprovecharía mis intereses industriales para apoderarme de un mundo indefenso. Y así pensarán todos. No es que me importe en especial, pero me gustaría que mi posición sirviera como ejemplo para otros que se enfrenten con problemas similares en el futuro. No pretendo reclamar el mérito del valor que muestre, y el que se me acredite, lo dejaré con gusto al Homo Sapiens -Hardon hizo un gesto-. Ahora bien, por un golpe de suerte dos de sus compañeros son reporteros periodísticos, ambos son importantes miembros de su profesión. Dadas las condiciones mentales favorables y las perspectivas adecuadas, pueden preparar un registro preciso de lo que aquí tiene lugar.

–¿Se los ha pedido?

–Por supuesto, pero como ocurre con todos los periodistas, no se interesan en la verdad, sino en las noticias. Están francamente equivocados; probablemente piensan que trato de engañarles.

–¿Y usted desea que yo cambie su modo de pensar?

–Exactamente. ¿Cree poder hacerlo?

–Posiblemente -Maitland señaló las paredes que les rodeaban-. ¿Está usted seguro de que esta pirámide puede resistir indefinidamente la fuerza del viento?

–¡Absolutamente! – replicó Hardoon-. Los muros tienen diez metros de espesor; resistirán el impacto de una docena de bombas de hidrógeno. Quinientas millas por hora es una velocidad trivial. Los delgados fuselajes de las naves aéreas lo resisten sin problemas.

Cuando Maitland pareció dudar, Hardoon añadió:

–Créame, doctor, no debe temer. Esta pirámide está completamente separada de los antiguos refugios antiaéreos. Eso es lo principal. Toda 4a pirámide está sobre el suelo, no hay cimentación. Los Refugios, donde usted y el resto del personal se alojan, están a doscientos metros de distancia de aquí. La pirámide resistirá ráfagas de diez mil millas por hora, de cien mil, si se puede imaginar esa velocidad. No bromeo. Con excepción de esta habitación la pirámide es un sólido bloque de concreto reforzado que pesa cerca de veinticinco mil toneladas, completamente inamovible, como los subterráneos profundos de Berlín, que ni los más poderosos explosivos pudieron destruir y que han permanecido donde están hasta ahora.

Hardoon hizo una señal a los guardias que esperaban.

–Kroll, el doctor Maitland está listo para que le muestren su alojamiento.

Mientras el gigantesco guardia se acercaba al escritorio, Hardoon miró a Maitland y añadió-: Creo que me entenderá, doctor. Usted es un hombre de ciencia, acostumbrado a pesar la evidencia, objetivamente. Pongo mi caso en sus manos.

–¿Cuánto tiempo tendremos que permanecer aquí? – preguntó Maitland.

–Hasta que el viento amaine. Unas pocas semanas, quizá. ¿Es tan importante? No encontrará lugar más seguro. Recuerde, Doctor, aquí se está escribiendo un pie de página de la historia. Piense en otras categorías, en un contexto más amplio.

Mientras salía caminado con uno de los guardias, Maitland se percató de que los postigos de las ventanas se estaban levantando. Hardoon se sentó en su silla frente a la ventana, mirando fijamente al exterior mientras los miles de fragmentos de un mundo en desintegración pasaban vertiginosamente en un incesante bombardeo. Justo antes de que la puerta se cerrara tras Maitland el sonido del viento aumentó de forma estrepitosa.

Desde la suite de Hardoon en la parte más alta, bajaron en un pequeño ascensor por las entrañas de la pirámide hasta el túnel que comunicaba con el sistema del bunker a 200 yardas de distancia. Maitland recorrió inquieto el hormigón húmedo, consciente del enorme peso de la estructura sobre su cabeza, contando las tenues luces que formaban una línea discontinua a lo largo del túnel.

Se preguntó si serviría de algo discutir con Hardoon. Pero, como Hardoon había dicho, de momento, poniendo a un lado la cuestión de la libertad personal, serviría de poco intentar marcharse. Además, Hardoon probablemente sería inflexible al respecto. No sólo era una muestra de esto la actitud de sus guardias armados, sino que toda la organización se habría venido abajo tiempo atrás de no haberse ganado la lealtad absoluta de éstos.

A medida que se acercaban a la mitad del túnel el piso se combaba ligeramente bajo sus pies. Perdiendo el equilibrio, Maitland trastabilló contra la pared. El guardia lo sujetó con una mano. Al darle las gracias, Maitland se fijó en su rostro, que mostraba una ligera, aunque evidente expresión de alarma.

–¿Qué sucede?– le preguntó Maitland.

El guardia, un tipo alto, de rostro delgado y barba incipiente bajo la correa del casco, puso cara de contrariedad. – ¿A qué se refiere?– Maitland se detuvo.

–Parece preocupado.

El guardia le miró con gesto tosco, atento a cualquier movimiento sospechoso, luego masculló algo vagamente. Continuaron caminando. El agua del suelo bajo sus pies cubría una pulgada. Sin lugar a dudas, Maitland se dio cuenta de que las paredes estaban moviéndose.

–¿A que profundidad estamos aquí abajo?– preguntó.

–A cincuenta pies. Ahora puede que menos.

–¿Quiere decir que estamos alejándonos del subsuelo? Dios Santo, el viento pronto le arrancará el tejado a estos búnkers. – El guardia gruñó. – ¿De qué se compone el subsuelo aquí-de arcilla?

–No tengo ni idea, – dijo el guardia. – De gravilla, o algo así.

–¿Gravilla? – Maitland se detuvo.

–¿Qué le pasa a la gravilla?– preguntó el guardia, con una expresión de inquietud.

–Nada en particular, excepto que tiende a moverse mucho. – Maitland señaló las paredes del túnel-estaban a medio camino-y preguntó: – ¿Por que hay goteras en el túnel? Las paredes están moviéndose. Deben de estar agrietadas en algún punto.

El guardia se encogió de hombros. – Espere a ver los bunkers. Parecen el pantoque de un barco.

–Pero en realidad las paredes no se mueven, ¿verdad?– Maitland examinó el nacimiento de una de las grietas en lo más alto del techo. Se hacía más ancha a medida que se aproximaba al suelo. Bajo sus pies al menos tenía seis pulgadas de ancho, lo único que impedía que se ensancharan los bordes de la grieta era el entramado de barras de refuerzo. El agua se filtraba de forma constante, abriéndose en abanico a través del cemento.

–Un par de ingenieros de Construction estuvieron aquí abajo ayer, – le comentó el guardia de forma confidencial. – Estuvieron hablando sobre como la corriente subterránea iba desmenuzando el terreno o algo así.

–Será mejor que avise al viejo, – dijo Maitland. – Se puede quedar atrapado si se llena este túnel.

–Estará bien. Tiene todo lo que necesita allá arriba. Neveras llenas de comida y agua, su propio generador.

El guardia parecía tenso a lo largo del túnel. Mientras caminaban por el túnel y esperaban a que Kroll se les uniera, Maitland echaba ojeadas atrás y veía cómo el túnel goteaba abundantemente por el centro. Las dos secciones se inclinaban hacia arriba en un ángulo de dos o tres grados.

Con Kroll a la cabeza, y deteniéndose de vez en cuando para sujetar a Maitland delante de él, avanzaron por un laberinto de corredores, escaleras y rampas ligeramente iluminadas, cruzadas por enormes huecos de ventilación y cables de alimentación eléctrica. Los generadores funcionaban ininterrumpidamente, proporcionando un continuo ruido de fondo al sonido de las botas resonando en escalones de hierro y de voces gritando órdenes. Aquí y allá, a través de alguna puerta abierta, Maitland podía ver hombres, en mangas de camisa, tendidos en camastros amontonados en los pequeños cubículos.

Bajaron por una escalera hacia el nivel más bajo de la red de subterráneos. Maitland estimó que, por lo menos, se acomodaban cuatrocientos hombres en el sistema de corredores, con provisiones suficientes como para mantenerlos seis meses. Los pasillos estaban llenos de cajas de empaque de metal y madera semejantes a las que viera en las bodegas de Marshall, rebasando la capacidad de las cámaras de almacenamiento que viera a su llegada.

Finalmente, llegaron al nivel más bajo y entraron a un húmedo y angosto callejón sin salida, al final del cual se aburrían dos guardias bajo la luz mortecina. Se pusieron en posición de firmes, al llegar Kroll, y le saludaron marcialmente, y abrieron una pequeña puerta en el muro de la derecha.

Kroll señaló la entrada a Maitland, con el pulgar, y lo empujó bruscamente a través del marco, cerrando la puerta a sus espaldas.

Maitland encontró dentro a los otros, sentados en las camas, a la rojiza luz de un bulbo montado sobre la puerta. Lanyon dejó escapar un grito de júbilo cuando vio a Maitland y le ayudó a quitarse la chaqueta. Patricia Olsen le encendió un cigarrillo y él se extendió voluptuosamente en uno de los duros colchones.

–Lo ha visto, ¿no es así, doctor? – preguntó Lanyon cuando Maitland hubo descansado durante algunos momentos-. ¿Le dijo todo lo de su posición moral respecto al huracán?

Maitland asintió, con los ojos entrecerrados por la fatiga.

–Me dijo todo. Hasta me mostró el viento golpeando en su ventana mágica. Obviamente no está en sus cabales.

–No estoy seguro -interrumpió Bill Waring, el otro reportero. Estaba sentado en una cama, fumando pensativamente un cigarrillo-. De hecho, su instinto de conservación puede ser mayor de lo que creemos. Es el establecimiento más organizado que he encontrado. Tres o cuatrocientos hombres disciplinados, media docena de grandes vehículos, una estación de radio, agentes en todo el país. Es una unidad militar realmente bien organizada. La moral es alta. Me imagino que tendremos que pensar en la siguiente etapa, cuando se dé cuenta de que realmente puede hacerse cargo de todo, cuando cese el viento, si así lo desea.

Patricia Olsen, descansando en otra de las camas, se manifestó de acuerdo con él.

–Entonces descubrirá otra motivación moral, por supuesto. – Se estremeció-. ¿Pueden imaginarse al amigo Kroll como vicepresidente ejecutivo?

Lanyon le sonrió.

–Pierde cuidado. Mientras Hardoon necesite una atractiva periodista por aquí, estarás a salvo. – Se volvió a Maitland, bajando la voz y mirando hacia la puerta-. En serio, he estado tratando de imaginar algún medio de salir de aquí.

–Estoy con usted -dijo Maitland-. Pero, ¿cómo?

–Bien, justamente estaba explicando a Pat y Bill que posiblemente el medio más rápido es que le sigan la corriente a Hardoon, produciendo una extravagancia llena de colorido acerca de este héroe solitario resistiendo el viento y cosas por el estilo. Si se asegura de nuestra sinceridad, probablemente lo convenzamos de que la historia deberá tener una difusión mundial de inmediato.

–Para dar valor y ejemplo a todos •-concluyó Bill Waring-. Para ayudarnos a mantener la moral. Estoy de acuerdo en que es la mejor política.

Pat Olsen asintió.

–Podemos hacerlo con facilidad. Si tienen una cámara de cine por aquí, podremos tomarle algunas.películas en su atalaya. – Movió la cabeza tristemente-. Por Dios, realmente está loco el pobre.

–¿Dónde están el radioperador y el conductor? – preguntó Maitland.

–Se unieron a las fuerzas locales -dijo Lanyon. Con una sonrisa añadió-: No adopte esa actitud de disgusto; es una tradición militar establecida. Kroll hasta me ofreció el grado de cabo en sus fuerzas.

Durante cinco días permanecieron encerrados en el refugio. Las puertas del corredor permanecieron sin abrir. Dos veces al día les traían los alimentos un par de guardias, pero, aparte de alguna inspección de rutina ocasional, les dejaron virtualmente a solas. Los guardias eran bruscos y poco comunicativos, y se percataron de que en los niveles superiores tenía lugar algún tipo de actividad que mantenía ocupado a la mayoría del personal durante buena parte del día y de la noche.

Su bunker se hallaba en el nivel más bajo del sistema, a unos 200 pies bajo el suelo. El pasillo discurría junto a unos pequeños aseos y llegaba hasta una escalera de caracol que llevaba hacia arriba hasta el siguiente nivel, y Maitland tuvo la impresión de que un gran número de anexos similares se habían construido partiendo del principal grupo de refugios.

El aire, transportado hasta ellos por un pequeño ventilador, era húmedo y acre, y con frecuencia se mezclaba con los gases de los motores diesel, de forma regular iba variando la presión desde una fuerte ráfaga que dejaba la habitación helada, salpicándolo todo con un polvo graso, hasta un suave chorro de aire caliente que les incomodaba y les sumergía en un sopor.

Maitland achacaba esto a la contaminación del monóxido de carbono, y preguntó a uno de los guardias si podía comprobar la tubería de entrada de aire, probablemente ensamblada en los muelles de carga. Pero el hombre no se mostró dispuesto a cooperar.

Mientras Pat Olsen y Waring empezaron a urdir su versión de la postura de Hardoon contra el viento, Lanyon y Maitland hicieron lo que pudieron para planear la evasión. Maitland solicitó varias veces una entrevista con Hardoon; sin embargo, no obtuvo ningún resultado. Y tampoco consiguió ninguna información sobre Andrew Symington.

Había algo de lo que se libraban – el monótono zumbido del viento. En lo más profundo del bunker, no podían oír nada excepto el grifo goteando en el aseo y los sonidos de zapatos metálicos golpeando las escaleras arriba. Su energía se apagaba por las noticias de que no había indicios de una disminución del viento – de hecho, la velocidad había aumentado drásticamente hasta 550 mph se desplomaban en las camas, medio dormidos, drogados por le monóxido de carbono.

Despertándose algo después de media noche, Maitland daba vueltas en la cama, intentando volver a dormirse, luego se tumbó boca arriba iluminado por la débil luz roja de la bombilla indicadora de la tormenta, escuchando los ruidos de sus compañeros dormidos. Su cama estaba junto a la puerta, con Lanyon a sus pies, y Waring y Pat Olsen en la pared opuesta bajo el ventilador.

Afuera en el pasillo unos cuantos sonidos nocturnos se sucedían en la oscuridad -tuberías de vapor chirriando, ordenes que se gritaban, mercancías cargándose y descargándose en uno de los almacenes del siguiente nivel.

Un rato más tarde se despertó de nuevo sudando por la tensión. Todo a su alrededor se hallaba extrañamente tranquilo, la respiración de sus compañeros obviamente era dificultosa.

Luego se dio cuenta de que el ventilador se había parado, su continuo movimiento similar al de un fuelle ya no ocultaba los otros ruidos del bunker.

Un solo sonido destacaba del resto, el regular ping, ping, ping de un grifo goteando, en un lavabo sólo a unos cuantos pies de él.

Inclinando la cabeza, Maitland de repente vio el goteo moverse en el aire, el diminuto destello de luz reflejado en la lámpara roja indicadora de la tormenta.

Involuntariamente, se sentó apoyándose en un codo, retirando el trozo de lona que le servía de manta.

¡El goteo! Las gotas se sucedían a intervalos de medio segundo, la cadencia iba en aumento a medida que escuchaba.

Retiró las piernas de la cama y puso los pies en el suelo, luego miró hacia abajo asombrado de ver un charco de agua que casi le llegaba a los tobillos.

–Lanyon! Waring! – gritó. Subió de un salto mientras los otros se despertaban trabajosamente y se puso las botas de cuero. Waring echó un vistazo al silenciosos hueco del ventilador, desde donde había surgido un chorrillo continuo de agua, abriéndose paso hasta el centro del suelo.

–¡No fluye el aire!– Waring les gritó a los otros. Debe de haber una avería en alguno de los puntos de arriba.

Lanyon y Maitland fueron chapoteando hasta la puerta para aporrear los paneles gritando tan fuerte como podían. Sobre sus cabezas, en algún lugar de las escaleras superiores, pudieron oír sonidos de pies corriendo en todas direcciones y de mamparos siendo aporreados.

Agua negra y aceitosa fluía constantemente por debajo de la puerta, llegando hasta las paredes. Pat Olsen saltó sobre a cama de Maitland y se puso en cuclillas sobre la barra. Afuera en el pasillo el agua subía hasta tres o cuatro pulgadas, y salpicaba ruidosamente escaleras abajo. Mientras Maitland y Lanyon golpeaban con el hombro la puerta de acero, el chorro del ventilador de repente aumentó, lanzando una descarga de agua que chocaba contra sus espaldas.

Lanyon retiró a Maitland, y señaló una de las camas. – ¡Ayúdame a desmontarla! Puede que podamos usar las barras trasversales como palanquetas.

Con rapidez quitaron los colchones de las camas, arrancaron el caballete y soltaron las dos barras de sujeción, los pesados pernos les hacían cortes en los dedos. Después de soltar las piezas de hierro angulares, metieron los extremos puntiagudos en la estrecha abertura entre la puerta y la pared de hormigón, desprendieron lentamente la parte superior, de la plancha de acero, de su marco. Tan pronto como se hubo despegado algunas pulgadas, Lanyon introdujo la otra barra para ampliar la abertura hasta el ancho suficiente para dejarlos salir.

Fuera, en el corredor, sólo brillaba la luz roja de la lámpara que arrojaba reflejos siniestros sobre las oscuras aguas.

Cuando abandonaron el cuarto, ya el agua llegaba al nivel de las camas y dos de los colchones flotaban al capricho de la corriente. Lanyon encabezaba al grupo, cuando atravesaron el corredor, en dirección de las escaleras. Cuando ascendían por ellas, el agua, que bajaba en cascada por los escalones, cubría ya casi la total altura del túnel inferior.

En el siguiente nivel, hicieron una pausa en la bifurcación de dos corredores que formaban ángulo recto. El flujo del agua seguía la sección de la derecha, saliendo a través de las destrozadas puertas de una serie de cuartos de almacenamiento.

Lanyon señaló hacia su izquierda, donde media docena de guardias amontonaban sacos de arena, a través del corredor, preparándose para cegarlo con un pesado mamparo.

–¡Esperen! – les gritó-. ¡No cierren aún!

Empezó a correr hacia ellos, pero los guardias le ignoraron. Cuando Lanyon llegaba al mamparo, ellos pusieron en su sitio los travesaños, dejando al norteamericano golpear impotente contra las enormes planchas.

Maitland trató de mover uno de los sacos que estaban llenos de cemento, de fraguado rápido, que y* sellaban la trinchera en piso y paredes, mientras el agua del corredor subía de nivel. Sacudió a Lanyon por el hombro.

–Vamos, vayamos a la superficie. No tiene caso quedar atrapados aquí con estas ratas. Debe haber un hundimiento de grandes proporciones en algún sitio. Una vez encima, estaremos a salvo.

Subiendo por la escalera, pasaron por los dos niveles siguientes. Gradualmente disminuyó el flujo del agua y, para cuando llegaron a la parte superior del cubo de la escalera, ya había desaparecido totalmente. En cada uno de los cuatro niveles, los ocupantes de los subterráneos tenían mamparos y muros de contención levantados a través de los corredores, aislando el reducto central del lado izquierdo, de las escaleras y bodegas inundadas de la derecha. Waring y Pat Olsen se sentaron contra la pared de la escalera, tratando de exprimir el agua de sus ropas, pero Lanyon les gritó:

–¡Vamos, no podemos quedarnos aquí! Si otra de esas paredes cede, todo quedará inundado. Nuestra única oportunidad es llegar hasta la pirámide de Hardoon.

Uno a uno entraron al túnel de comunicación, ahora sumido en la oscuridad total, guiándose por las paredes. Estas se inclinaban, como si el pasillo se torciera longitudinalmente. El agua se acumulaba del lado izquierdo, con más de tres pulgadas de profundidad. En la cama de grava, de los alrededores, se abrieron tremendas fallas al arrastrar el torrente subterráneo enormes cantidades de tierra.

Llegaron al extremo del túnel, y subieron por una corta escalera hasta el ascensor que conducía a las habitaciones de Hardoon.

Lanyon se volvió hacia Waring.

–Bill, quédate aquí con Pat, mientras que Maitland y yo vemos si podemos llegar hasta Hardoon.

Entró con Maitland al elevador. Se limpió el rostro con la manga, escupiendo flemas aceitosas y oprimió el botón marcado TECHO.

A medio camino el elevador osciló, sacado momentáneamente de sus rieles y golpeando contra la pared trasera del cubo.

Lanyon oprimió el botón, de nueva cuenta.

–Maldita sea, sentí como si se moviera todo el edificio -comentó a Maitland.

–Imposible -dijo Maitland-. Un vendaval de quinientas millas por hora no movería jamás esta mole de concreto. Debe ser alguna corriente de aire en el cubo del ascensor.

El elevador rechinó al continuar su ascenso y finalmente se detuvo. Maitland abrió las puertas. Salieron al desierto vestíbulo donde brillaba aún una luz sobre el escritorio de recepción.

Al acercarse a las puertas de la oficina de Hardoon, escucharon el sonido del viento golpeando contra los paneles, y, por un momento, Maitland se preguntó si la ventana del observatorio de Hardoon se hubiera roto. Se dio cuenta entonces de que las puertas de madera de la oficina hubieran sido arrancadas de sus bisagras en una fracción de segundo.

Lanyon asintió y se lanzaron de cabeza.

En el cuarto el ruido del viento retumbaba alocadamente en sus oídos, con mayor intensidad de lo que jamás hubieran oído. Intacto y aparentemente en el mismo corazón de la vorágine, rebotaba en las paredes y en el techo como la onda expansiva de una gigantesca explosión. La fuerza de la detonación aturdió a los dos hombres, y se quedaron parados en el umbral sin saber que hacer, intentando localizar el originen de ésta.

El cuarto estaba a oscuras, la única iluminación se filtraba desde la ventana de observación. Hardoon se detuvo delante de ésta, con el rostro a un pie del cristal, la luz parpadeante bailaba por su rostro de duras facciones como las llamas de algún infierno cósmico. Estaba tan concentrado en el viento que Maitland vaciló antes de volver a avanzar, frenado tanto por el intangible poder de la presencia de Hadrón como por los sonidos del huracán aporreando la ventana.

De repente, una segunda figura más alta salió de la oscuridad detrás de Hardoon, se inclinó sobre el escritorio y apretó un botón en el panel de control.

Inmediatamente los sonidos se apagaron y las luces del techo se encendieron. Hardoon miró por encima el hombro sorprendido. Se recuperó de la sorpresa y con impaciencia vio a Kroll, que apuntaba con su pistola a Maitland y Lanyon.

Maitland gritó: -Hardoon! ¡Escucha, por el amor de Dios! ¡Los bunkers se están inundando y los cimientos están agrietándose!

Hardoon dirigió su rostro hacia él con la mirada ausente, aparentemente inconsciente de la identidad de Maitland. Su miraba se dirigía hacia algún punto detrás de la cabeza de Maitland. Después se movió de nuevo hacia Kroll chasqueando los dedos y se giro de nuevo hacia la ventana.

–Hardoon! – gritó Maitland. Él y Lanyon empezaron a avanzar, pero Kroll rodeó el escritorio con rapidez y la gran pistola automática les hizo detenerse.

–¡Daos la vuelta, los dos!– dijo bruscamente, empujando hacia atrás a Maitland con un pesado puño. Se desviaron entrando en el hall, y Kroll cerró las puertas tras de sí. Moviendo el cañón del arma los condujo dentro del ascensor, se separó dos yardas de ellos, con la mano izquierda en el interruptor de control, listo para cerrar las puertas, con la izquierda apuntando primero a Lanyon y luego a Maitland.

–Kroll!– gritó Maitland. – ¡Los refugios se están viniendo abajo! Cuatrocientos hombres están atrapados allá. Tienes que sacarlos y traerlos aquí.

Kroll asintió con frialdad, con los labios apretados y los ojos como cinceles negros bajo el visor del casco. Alzó el cañón hasta la cabeza de Maitland, los músculos de la mandíbula estaban tensos, dando a la piel un aspecto nudoso.

Cuando el dedo empezó a presionar el gatillo, Maitland se dejó caer sobre sus rodillas, intentando evitar la bala. Alzó la mirada y vio a Kroll gruñendo y apuntándole de nuevo. Lanyon había retrocedido hasta uno de los lados de la cabina del ascensor, y golpeaba frenéticamente los botones.

Esperando a que la bala se incrustara en su cráneo, Maitland bajó la cabeza.

De repente, sin previo aviso, el suelo se inclinó bruscamente, lanzándole contra un lado del ascensor. Mientras se enderezaba oyó el disparo y sintió como la bala le rozaba la cabeza e impactaba en el revestimiento de cuero, abriendo un agujero de tres pulgadas. Kroll perdió el equilibrio y tropezó con la mesita junto al mostrador de recepción.

Mientras se ponía de pie, maldiciendo entre dientes, Maitland con un moviendo rápido intentó arrebatarle la pistola automática que sujetaba sin fuerza. Sobre sus cabezas las luces oscilaban de forma tétrica, y el suelo permanecía ligeramente combado.

–Lanyon!– gritó Maitland. – ¡Coge el arma!

Tras él, Lanyon salió corriendo del ascensor y se abalanzó sobre Kroll.

Mientras trastabillaban por el suelo inclinado, Lanyon descargó un fuerte golpe en el cuello de Kroll, impactando sobre éste con toda la fuerza de su cuerpo. Kroll se tambaleó con el golpe, sujetando a Maitland con el brazo izquierdo, al intentar quitarle la pistola Maitland le había sujetado con ambas manos.

Por un momento lucharon con tenacidad. Golpeando con la cabeza, Kroll impactó con su casco en el rostro de Maitland. Éste se quedó sin aire y se sentó en el suelo, agarrando la chaqueta de Kroll con una mano y tirando hasta hacerle caer sobre él. Kroll se puso de rodillas, sentándose a horcajadas sobre Maitland, y se liberó de la mano de éste con un giro brusco hacia la izquierda. Mientras colocaba con rapidez su dedo índice en el gatillo del arma y apuntaba al pecho Maitland, Lanyon cogió un enorme cenicero de cristal del mostrador de recepción junto a ellos y descargó un golpe con el borde justo en la parte del cuello que no estaba protegida por el casco de Kroll.

La corpulenta figura empezó a desplomarse y Lanyon se abalanzó sobre él y agarrándolo por el hombro descargó otro golpe nuevamente en el rostro con el cenicero, haciéndole caer de espaldas, sobre la cubierta del escritorio.. – Está listo -jadeó Maitland. Se puso en pie y se recargó en la pared mientras Kroll se deslizaba pesadamente hacia el piso, escurriendo sangre de la herida bajo su oreja. Maitland recogió la pistola.

–¡Qué cerca estuvo!

Lanyon trataba de conservar el equilibrio en el piso inclinado.

–¿Qué demonios pasa? ¡Parece que la pirámide se ladea!

La luz indicadora de llamada, de la parte baja, se dejó ver en el panel encima de la puerta del elevador.

–¡Alarma! – dijo Lanyon-. Vamos, salgamos de aquí.

–Espere un.minuto -le dijo Maitland. Sujetó la automática cuidadosamente y se dirigió a la oficina de Hardoon, avanzando sobre el piso inclinado.

El cuarto estaba a oscuras, recibiendo luz únicamente a través de la ventana de observación. El piso estaba cubierto de libros caídos de los altos estantes, y las mesas y sillas se deslizaron hasta la pared opuesta. Hardoon, después de perder el equilibrio, trataba de regresar a la ventana, apoyándose en su escritorio.

Maitland empezaba a moverse en su dirección cuando el piso se inclinó nuevamente. Se tambaleó y vio a Hardoon vacilar mientras más libros caían de los estantes, como fichas de dominó. Hardoon recobró el equilibrio y se sujetó del marco de la ventana con ambas manos.

Maitland rodeó el escritorio para llegar hasta donde Hardoon y le tocó en el hombro. El millonario ce volvió para verlo con una mirada ciega.

–¡Hardoon! – gritó Maitland-. ¡Vámonos de aquí!

Hardoon se sacudió de él y volvió a la ventana. Durante algunos segundos contempló Maitland la escena del exterior. El viento soplaba a velocidad colosal, dejando, a veces, las oscuras nubes contemplar los vagos contornos de los refugios de la parte inferior. Los dos largos muros de contrafuerte habían desaparecido. En su lugar, se abría una enorme barranca en el piso, por lo menos de treinta metros de profundidad, y un gran torrente de agua fluía de la boca de una enorme grieta y corría justamente debajo de la esquina del lado izquierdo de la pirámide, llevando constantemente una carga, en aumento, de escombros arrancados a los expuestos costados. En la extrema izquierda, sobresaliendo de la pared de la barranca, Maitland pudo ver los contornos precisos y rectangulares de una parte del principal sistema de subterráneos, cruzando la barranca como un puente. Habiendo estado antes a quince metros bajo el nivel del suelo, ahora estaba completamente expuesto en un tercio de su longitud. Detrás estaban los bordes y muros de otras porciones del refugio subterráneo, mientras que su peso, ya sin soporte, producía enormes grietas en su superficie.

El piso se inclinó de nueva cuenta, haciendo caer a los dos hombres. Maitland se enderezó y ayudó a Hardoon a ponerse en pie. El industrial volvió desesperadamente a la ventana.

–¡Hardoon! – gritó Maitland nuevamente-. ¡La pirámide se está venciendo! ¡Por el amor de Dios, salga de aquí mientras pueda hacerlo! Mire hacia abajo y dése cuenta de que los cimientos están siendo arrastrados por la corriente.

Hardoon le ignoró. Con los ojos vidriosos, miró, obsesivamente hacia el exterior, hacia el torbellino de aire negro.

Maitland vaciló y le abandonó. Mientras cruzaba el cuarto, el piso se hundió abruptamente y uno de los libreros cayó hacia adelante y destrozó una silla. Maitland lo evitó y, al llegar a la puerta, hizo una pausa para volverse a mirar por última vez a Hardoon. Ya el ángulo del piso ara de casi diez grados, y el millonario miraba hacia el cielo como algún super héroe wagneriano en Uri Valhalla en estado de asedio.

–¡Maitland! – le urgió Lanyon. Estaba de pie, al lado del elevador, haciendo gestos de impaciencia. En el piso, a su lado, Kroll se agitaba lentamente.

Maitland entró rápidamente en la cabina del ascensor.

–Le dejaremos aquí -dijo a Lanyon-. Tal vez pueda salvar a Hardoon. – Oprimió el botón para bajar y el ascensor se deslizó lentamente.

Waring y Patricia Olsen se agazapaban ansiosamente cerca de la entrada del túnel, cuando ellos salieron del ascensor, mirando ansiosamente el techo que se inclinaba más por momentos.

–Es muy posible que la pirámide se desplome -dijo Maitland-. Nuestra única oportunidad es regresar a los subterráneos. Una vez que el torrente atraviese la pirámide, éstos se vaciarán nuevamente. Están encima del fondo de la barranca.

Mientras regresaban al túnel la pirámide se sacudió violentamente, lanzándolos contra la pared. Unas grietas profundas habían aperecido en el cemento. Comenzaron a correr, Maitland y Lanyon ayudaban a Patricia Olsen. A mitad de camino en el túnel se produjo una sacudida tan tremenda que les hizo caer de rodillas. Al volver la vista vieron combarse una pequeña sección del pasillo, sus paredes se retorcían como si fueran de cartón. En ese mismo instante volvieron a oír el sonido del viento rugiendo.

Llegaron a la entrada que estaba en la parte más alejada. Dentro, como había previsto Maitland, los pasillos se habían vaciado de agua pero los mamparos seguían sellados tras el parapeto.

Al volver la vista atrás hacia el túnel por última vez, Maitland vio la sección levantarse bruscamente 20 yardas en el aire como si fuera un puente levadizo. Por un momento hubo una cascada de mampostería y de piezas de acero desgajadas, y luego todo el túnel se contrajo hasta mostrar una franja cegadora de luz diurna. Succionado fuera de la todavía intacta sección del túnel añadida al bunker, el aire golpeo a Maitland con gran presión, y lo empujó hacia adelante una docena de pies antes de poder sujetarse a un saliente en una de las paredes.

Por la abertura pudo echar un vistazo al enorme barranco de abajo, como la zanja de cien yardas de ancho que servía de paso inferior con seis carriles. El polvo y la gravilla volaban oscureciendo los bordes, restallando al entrar en el dispositivo que medía el flujo de líquido, pero pudo ver la gran mole de la pirámide irguiéndose sobre su cabeza. El barranco se encontraba justo debajo de ésta, pero por lo menos dos tercios de su base todavía descansaba sobre terreno sólido, la porción que colgaba permitía ver la pieza en forma de L del túnel comunicante que sobresalía por debajo. La pirámide se había inclinado unos diez grados, quebrando el túnel en dos como si fuera una paja.

Alzando la vista, Maitland intentó identificar la ventana de observación en la cúspide, pero se encontraba tapada por la nube negra formada por las partículas de la detonación.

–¡Maitland!– oyó a alguien gritarle desde detrás, pero fue incapaz de apartar la vista del espectáculo que tenía delante. Como un enorme mastodonte de madera, la pirámide se erguía dentro de la tormenta de viento, la precaria porción de terreno sobre la que se alzaba iba desmenuzándose yarda a yarda a la vista de Maitland. El barranco se hacía más profundo a medida que el canal se agrandaba, ahora que la oclusión del sistema del bunker había desaparecido. Durante unos segundos la pirámide quedó suspendida en el aire completamente, conservando un equilibrio angustioso y sostenida tan sólo, en apariencia, por las fuerzas adhesivas del suelo en que la pequeña porción de su base aún descansaba.

Con un sacudimiento final, se inclinó sobre el borde y, entre una cegadora explosión de polvo y rocas que volaban en todas direcciones, cayó de costado en la barranca. Durante algunos momentos su mole gigantesca surgió de las nubes de escombros, con el vértice apuntando oblicuamente hacia abajo, descansando sobre una cara lateral. Entonces empezó a cubrirla el viento, enterrándola completamente bajo enormes montones de polvo.

Aturdido, Maitland contemplaba la escena de la cataclísmica convulsión. A su lado encontró a Lanyon, con el brazo estrechando a Patricia Olsen, y Waring a espaldas de ambos. Miraron a la cima, contemplando las nubes de polvo pasar a increíble velocidad. Torpemente retrocedió el pequeño grupo, a lo largo del breve trecho de túnel, y pasó al corredor.

Waring y Patricia Olsen se sentaron en el escalón superior de la escalera. Lanyon se recargó en la pared mientras que Maitland se tendía en el piso.

–Creo que conseguiste tu historia por fin, Pat -dijo Maitland a la chica.

Ella asintió, ajustándose la capucha de su chaqueta para protegerse el rostro del frío.

–Sí, y tal vez casi no lo creo ahora. Parece el final de todo.

–¿Y ahora qué hacemos, comandante? •-preguntó Waring-. No estamos mucho mejor que antes, ¿no es así? Es cuestión de horas para que este sitio empiece a hacerse pedazos como los restos de un barco que ha naufragado.

Lanyon trató de poner en orden sus pensamientos. Por ambos lados los corredores estaban sellados por pesados mamparos, bloqueados con sacos de cemento. Él y Maitland examinaron las grietas que aparecían en el techo. Ya sin el soporte de la tierra que los aprisionara, los subterráneos se rompían por su propio peso. Como dijera Waring, pronto la escalera y los segmentos de los corredores se desprenderían y caerían al fondo del barranco.

–Veré las escaleras -dijo Lanyon a los otros-. Tal vez estemos más seguros en la parte inferior.

Bajó cautelosamente, tratando de ver en la penumbra. Apenas descendió unos cuantos pasos, cuando su pie se hundió en el agua. Se inclinó para tocarla y se encontró con que el cubo de la escalera estaba lleno. Los tres niveles inferiores se hallaban totalmente inundados.

Se reunió con los otros. Estaban en el corredor de la izquierda, al lado de la trinchera de sacos de cemento. Maitland señaló a Lanyon y éste pudo ver que una de las grietas del techo de la escalera, era ahora de medio metro de ancho, una profunda fisura en el espeso concreto que se habría perceptiblemente, moviéndose en bruscos espasmos mientras las varillas de acero, de la armazón, se trozaban una a una como los dientes de un gigantesco cierre relámpago.

Repentinamente, antes de lo esperado, toda la sección del ángulo del subterráneo que contenía la escalera y el descanso, se torció y se deslizó hacia la hondonada entre una nube de polvo blanco. Solamente una angosta saliente del techo les separaba de la corriente de aire, pero encima de ésta se hallaba otra tambaleante sección de mampostería, un enorme trozo de la pared original, balanceándose sobre su tallo de varillas de acero. La mayoría de ellas estaban trozadas, y la gigantesca losa, un bloque que pesaría quince o veinte toneladas, se inclinaba lentamente hacia ellos.

Viéndola, Patricia empezó a gritar sin poder contenerse, pero Lanyon pudo calmarla por un instante, mirando desesperadamente a su alrededor para buscar una posible escapatoria. La única posibilidad parecía ser deslizarse hacia la barranca, esperando encontrar alguna angosta oquedad en la cual pudieran protegerse de la amenaza que se cernía sobre ellos.

Rápidamente tomó a Patricia del brazo y empezó a conducirla hacia el borde. Ella se resistió desesperadamente, asiéndose aún a la precaria protección de que momentáneamente gozaran.

–¡No, Steve! ¡Por favor, no puedo!

–¡Querida, tienes que hacerlo! – gritó Lanyon para dominar el aullido del viento. Le torció el brazo y la arrastró con él, aferrándose al destrozado borde para poderla empujar hacia afuera.

–¡Lanyon! ¡Espere! – Maitland le detuvo sujetándole por el hombro, y tiró de Patricia antes de que ésta cayera al vacío-. ¡Mire! ¡Allá arriba!

Todos volvieron la vista hacia donde él les indicara. Milagrosamente, la gran sección del muro que se levantaba sobre sus cabezas, retrocedía lentamente en contra del viento. Una lluvia de piedras y trozos de escombro, que volaban, se estrellaban contra su expuesta superficie, y por alguna extraordinaria inversión de las leyes de la naturaleza, ya no cedía a la enorme fuerza del viento.

Asombrados, contemplaron el increíble desafío, interviniendo como un acto divino para salvarlos.

Repentinamente, Maitland gritó y empezó a golpear como un loco en el muro. Durante un momento se desahogó histéricamente hasta que Lanyon y Waring le sujetaron para calmarle.

–Aguarde, doctor -le gritó Lanyon-. Contrólese por favor.

Maitland se libró de ellos con una sacudida.

–¿Se da cuenta de qué sucede, Lanyon? ¿Por qué está cayendo ahora el muro en contra del viento? ¿No se da cuenta? – Cuando le miraron con asombro, les gritó-. ¡El viento se está calmando! ¡Finalmente se agotó su fuerza!

Ciertamente, el gran fragmento de muro se movía lentamente contra el viento. Maitland señaló al cielo que le rodeaba.

–¡El aire es ya más ligero! El viento está amainando, se puede oír perfectamente. ¡Finalmente ha disminuido su furia!

Miraron al otro lado de la barranca. Como dijera Maitland, la visibilidad aumentaba hasta seiscientos metros. Podían ver con claridad a través de los negros campos, más allá de los dominios de Hardoon, y se notaban hasta los restos de un camino que rodeaba la periferia. El cielo mismo estaba más claro, y las ráfagas grises que lo cruzaban se inclinaban hacia el suelo.

Como un carrusel cósmico, al final de su carrera, la tormenta de viento perdía velocidad lentamente.

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04/05/2008

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