RELATO DE LAS ARDILLAS
Cómo reconocimos a Daniel.
Las chicas de los pasteles
Nosotras las ardillas vivíamos junto al riachuelo, en un paraje lleno de avellanos, y no nos faltaba de nada, ni agua, ni comida ni rincones donde dormir, y por esa razón pensábamos quedarnos allí para siempre. Pero a principios de verano oímos una voz en nuestro interior, y ella nos ordenó que fuéramos a otro lugar.
—¿Me oís? —dijo la voz.
—Yo al menos sin ningún problema —respondí.
—Yo también —dijo la ardilla que estaba a mi lado.
—Yo perfectamente —dijo la tercera. —Nosotras también te oímos —dijeron las otras tres.
La voz de nuestro interior prosiguió entonces diciendo:
—Escuchad lo que os pido. Debéis ir enseguida a donde el chico que tiene la cabeza casi vacía. Buscadle pronto, una musiquilla os guiará.
—¿Qué musiquilla? —preguntamos.
—De todas las cosas que se pueden tener en la cabeza, lo único que tiene ese chico es una musiquilla. Esa es la musiquilla que oiréis.
Así sucedió. Nada más desaparecer la voz, nos llegaron las notas de una melodía, do do mi mi mi mi fa sol fa mi sol sol fa mi re fa fa mi fa sol, y todas nos pusimos a caminar en busca del lugar de donde procedía. La melodía no se oía siempre igual, a veces bajaba mucho en intensidad e incluso se perdía del todo, pero al cabo siempre volvíamos a encontrar aquel do do mi mi mi con el que comenzaba, y eso nos tranquilizaba mucho, nos gustaba que la melodía fuera interminable.
Al principio nos dirigimos aguas arriba, hacia el manantial donde nace el riachuelo, pero cuanto más avanzábamos en esa dirección más débil nos llegaba la melodía. Me volví entonces hacia las otras ardillas y les dije:
—El chico de la cabeza casi vacía no vive por este lado. Vive por el otro.
Nadie estuvo en desacuerdo, así que dimos la vuelta y nos fuimos hacia el valle, hacia Obaba.
—¿Veis? —les dije a poco de partir—. La melodía nos llega ahora con más claridad. Siguiendo por aquí no tardaremos en llegar a casa de ese chico.
Al fin llegamos a las cercanías de un aserradero, y allí sí, allí la melodía se oía francamente bien, pero a pesar de ello había un problema, que el aserradero tenía muchas casas cerca y resultaba muy complicado saber de cuál de ellas procedía, y así las cosas nos pusimos a dudar, que si viene de esa casa, que si no viene, que si parece esto, que si parece lo otro, y como no conseguíamos salir de dudas decidimos ir cada una en una dirección distinta, seis direcciones distintas en total.
—Luego nos reuniremos todas aquí —les dije.
—¿Y si nos perdemos? —dijo una de las ardillas.
—No nos perderemos —la tranquilicé—. No creo que tengamos que alejarnos mucho para descubrir el origen de la melodía.
Así pues, fuimos cada una por nuestro lado. Yo llegué hasta la plaza del pueblo, y allí permanecí preguntándome cosas y contestándomelas, ¿vivirá este chico en una de estas casas de piedra?, pues no, no debe de vivir por aquí, la melodía se oye peor que en el aserradero, voy a tener que volver. Después de un rato, tomé el camino de regreso y me reuní con las otras ardillas.
—Por la zona de la plaza no es —les dije.
Cuatro ardillas más dijeron lo mismo, que por la zona que ellas habían explorado no era. Sin embargo la última señaló la colina que estaba justo sobre el aserradero, y dijo que encima de la colina había una casa con muchas ventanas, y que la melodía sonaba allí muy fuerte.
—Entonces el chico vive ahí arriba —dije.
Nos pusimos todas en fila y subimos por el camino que llevaba del aserradero a la casa. Realmente, no hacía falta aguzar el oído para escuchar aquella musiquilla, do do mi mi mi mi fa sol fa mi sol sol fa mi re fa fa mi fa sol, al contrario, sonaba tan fuerte que nos impedía la percepción de cualquier ruido. Cuando llegamos a las proximidades de la casa, nos encaramamos a las ramas de un manzano y nos pusimos a discutir sobre lo que íbamos a hacer:
—Mirad —les dije—. Hay una ventana abierta. Lo mejor será que entremos en la casa.
Las otras ardillas estuvieron de acuerdo, y nos encontramos de pronto en una habitación con una cama muy grande, y encima de la cama, sobre una colcha granate, había un mendrugo de pan. Entonces nos acordamos de que no habíamos comido desde el momento en que comenzamos la búsqueda del chico de la cabeza casi vacía, y nos pusimos a comer. En aquella habitación, la melodía se oía maravillosamente, y nos emborrachaba un poco.
De repente, cuando menos lo esperábamos, aparecieron en la puerta de la habitación dos chicos, uno grande y gordo y otro más pequeño, y olvidándonos del pan nos pusimos alerta preguntándonos cuál de ellos sería el de la cabeza casi vacía, aquel que nosotras teníamos que encontrar.
—Ardillas, Paulo —dijo entonces el grande, y todas pensamos este es, este es el chico de la cabeza casi vacía, y nos alegramos mucho, y él también debió de alegrarse mucho porque vino hacia la cama riendo. Luego, cuando nos cogió en sus manos, nuestro placer fue inmenso. La melodía nos emborrachaba del todo. Tan bien nos sentíamos que ya no echábamos en falta lo que habíamos dejado, el riachuelo, los avellanos y demás.
—Claro que puedes jugar, Daniel —dijo el otro chico, y nosotras pensamos, así que se llama Daniel, pues muy bien, nos quedaremos con Daniel para siempre, escucharemos su musiquilla día y noche.
—Hemos tenido muchísima suerte —dijo entonces una de las ardillas.
Naturalmente, todas las demás estuvimos de acuerdo, ninguna de nosotras sospechó aquella noche lo que luego iba a ocurrir, y además al principio los hechos nos daban la razón porque nos pasábamos el tiempo en el desván de la casa, nosotras seis por una parte y Daniel por otra, y era maravilloso oír una y otra vez aquellas notas, do do mi mi mi mi fa sol fa mi sol sol fa mi re fa fa mi fa sol Y también Daniel parecía contento, no hacía sino reírse a carcajadas, y nos traía nueces y avellanas, y se molestaba mucho cuando su hermano le llamaba, Daniel, baja a cenar enseguida, y él le respondía no, Paulo, no quiero bajar, pero era inútil, porque su hermano estaba siempre dando órdenes y siempre acababa llevándoselo, a veces a cenar, otras al aserradero o a la estación del tren. En realidad, su hermano no quería comprender, no quería que Daniel y nosotras estuviéramos juntos, y tampoco quería vernos fuera del desván, cuando salíamos de allí y nos metíamos en una habitación él nos amenazaba con un palo o le ordenaba a una anciana que nos devolviera al desván. Con todo, no nos sentíamos infelices, al menos no tanto como ahora, sabíamos que en algún momento de la tarde o de la noche Daniel volvería a reunirse con nosotras.
Pasaron muchos días, y el calor del verano se volvió más sofocante, mucho más en el desván donde vivíamos, y como siempre teníamos sed Daniel nos ponía un balde lleno de agua todos los días, y muy bien, pero en realidad no tan bien, porque con el calor comenzamos a sentirnos desganadas y débiles. En cuanto a Daniel, siempre estaba sudando, y también él iba perdiendo las ganas de jugar con nosotras, y había días en que no subía a vernos.
Como aquello no podía seguir, aprovechamos un agujero en la reja de uno de los ventanucos del desván y nos fuimos a vivir en el manzano que había junto a la casa. Desde allí también podíamos escuchar la musiquilla de Daniel, y el calor no nos afectaba tanto.
Una noche, me desperté de golpe y sentí que sucedía algo extraño. No tardé en comprender la razón. La musiquilla me llegaba con poca claridad, muy debilitada.
—No sé si a vosotras os pasa lo mismo, pero yo casi no oigo a Daniel. Tengo la impresión de que no está en casa.
En cuanto se pusieron a escuchar, todas asintieron. A ellas les pasaba lo mismo que a mí.
—Yo creo que se ha ido de casa. Sí, eso es, mientras nosotras dormíamos Daniel se ha ido de casa —dije.
—¿Con este calor? —dijo una de las ardillas.
—¿De noche y sin luz? —dijo otra.
—¿Acaso no tenía que venir donde nosotras? —dijeron las demás.
—Efectivamente, tenía que haber venido —dije yo—. Pero la cuestión es que no lo ha hecho y que su musiquilla se oye cada vez más lejos. Si no nos damos prisa y le seguimos, quizá lo perdamos para siempre. Será mejor que vayamos en su busca.
Sin embargo, nadie se movió de su rama, porque todas nos sentíamos desganadas, no tan desganadas como ahora, pero bastante.
—Vamos —dije al fin con mucho esfuerzo. Estaba convencida de que aquella era nuestra obligación—. Encontremos a Daniel lo más rápidamente posible.
Conseguí que las demás ardillas se pusieran en movimiento, y comenzamos a bajar la colina. Luego, dejando a un lado el aserradero, nos pusimos a caminar por un sendero que seguía el río y cruzaba muchos campos de hierba, una hierba que con la oscuridad de la noche parecía negra, y seguimos aquella dirección porque así nos lo indicaba la musiquilla, porque cada vez sonaban más fuerte las notas de la canción, do do mi mi mi mi fa sol fa mi sol sol fa mi re fa fa mi fa sol. Cuando ya llevábamos un tiempo marchando, nuestro oído nos indicó que debíamos doblar hacia la carretera que bajaba por el valle siguiendo el río, igual que el sendero pero por el otro lado. Muy pronto, la musiquilla nos envolvió completamente, y sí, allí estaba en medio de la oscuridad, allí delante estaba Daniel sentado en un pretil de la carretera. Y no estaba solo. Con él había otros chicos, y todos estaban silenciosos y atentos, todos miraban hacia una de las curvas de la carretera a la espera de lo que apareciese, y nosotras hicimos lo mismo, nos acercamos al grupo y nos pusimos a la espera de lo que apareciese.
Aparecieron siete chicas, cada una de ellas montada en una bicicleta. Primero vimos la luz de un farol, luego una segunda luz, un poco más tarde tres luces juntas, y al final dos luces, y a medida que las bicicletas se iban acercando los cuerpos de las chicas iban tomando forma y el olor se hacía más intenso, porque eso era lo que más llamaba la atención, el buen olor que traían aquellas chicas, y resultó que venían cargadas de pasteles y tartas.
—¿Qué pasa aquí? —nos preguntamos a continuación, después de ver que Daniel y los chicos del pretil se levantaban y empezaban a chillar de alegría. Supimos entonces, porque así nos lo hizo saber la voz, que todas aquellas chicas solían ir a aprender repostería al pueblo del tren, y que hacían pruebas, y que luego repartían los pasteles y las tartas de prueba entre los niños de Obaba que salían a su encuentro.
Cuando las chicas estuvieron cerca comenzaron a hacer sonar los timbres y a juguetear con las luces de las bicicletas, encendiéndolas y apagándolas, y los chicos se pusieron a chillar tan fuerte que los pájaros que estaban dormidos en los árboles cercanos se asustaron, y nosotras también nos asustamos un poco.
—¡Pastel! —chilló Daniel acercándose a las dos chicas que venían al final del grupo. Una de ellas tenía el pelo amarillo y largo; la otra, negro y largo.
—Dale alguno de los tuyos, Carmen. A mí hoy no me han salido muy bien. Les he echado demasiado azúcar —dijo la chica del pelo amarillo. Mientras tanto, Daniel alargaba las manos y reía abriendo mucho la boca.
—Qué más da, Teresa. Este gordo no notará la diferencia —dijo la otra chica con voz agria.
—¡Vaya forma de tratar a tu primo! —dijo Teresa. Su risa era agradable.
—Mala suerte, una verdadera mala suerte tener a alguien así en la familia —dijo Carmen con su voz agria—. Me da asco.
—No deberías hablar así. Si te oyera Paulo, no sé qué pasaría —dijo Teresa.
—¡Claro! ¡Ese es el que te gusta a ti, Paulo! —rio Carmen. Su risa también era agria—. Pues, para que lo sepas, también yo prefiero a Paulo. Es un chico bastante guapo.
—¡Calla, Carmen! ¿No ves que Daniel te está oyendo?
—¡Y qué importa! Este gordo no entiende nada. ¿Verdad que no, Daniel? ¿A que no entiendes lo que le pasa a Teresa?
Daniel se quedó con la boca abierta. Luego miró hacia la cesta que una goma sujetaba a la parrilla de la bicicleta de Teresa.
—¡Pastel, Teresa! —dijo.
—De acuerdo, Daniel. Ahora te lo doy. Pero ya sabes que tiene demasiado azúcar —dijo Teresa quitando la goma que sujetaba la cesta—. Pero no le digas a Paulo que te lo he dado yo —añadió.
—Eres una mentirosa, Teresa. Estás deseando que Paulo se entere de la verdad —dijo Carmen con una risita. Luego empujó a Daniel—. ¡Vete! ¡Vete a casa y cuéntalo todo si puedes! ¿Podrás, Daniel? ¿Tú crees que podrás? Claro que no. Y lo más seguro es que te comerás todos los pasteles antes de llegar a casa.
Lo sucedido aquella noche se repitió bastantes veces. Daniel bajaba a la carretera a esperar a las dos chicas, Carmen y Teresa, y Carmen le hablaba con desprecio y Teresa le daba pasteles, y después de eso todos volvíamos a casa. Pero, de pronto, cuando menos lo esperábamos, cuando ya estábamos habituadas a las salidas nocturnas, todo cambió. Sucedió lo peor, sucedió que la musiquilla desapareció de la cabeza de Daniel.
Ocurrió precisamente en una de las salidas. Teresa llevaba aquel día una blusa blanca muy fina que le marcaba los pechos, y en el momento en que iba a darle el pastel a Daniel tuvo un descuido y le rozó el brazo con uno de los pechos. Entonces, Daniel sintió un temblor, un temblor que le recorrió toda la espalda y que le hizo agarrarse a Teresa y luego levantarle un poco la falda, y en ese momento Teresa gritó un poco y Carmen le golpeó en la cabeza con la bomba de la bicicleta gritando como Teresa pero más fuerte.
—¡Asqueroso! ¡Gordo asqueroso! —gritó Carmen. Daniel se echó a llorar, y su musiquilla desapareció de golpe.
—No le grites tanto, Carmen. No sabe lo que hace —dijo Teresa un poco asustada de la furia de su amiga.
—¡Claro que lo sabe! ¡No es la primera vez que intenta abusar de una chica! —gritó Carmen con la voz más agria que nunca. Odiaba a Daniel—. ¡Tendrían que encerrarle!
Daniel lloriqueaba. Y la musiquilla de su cabeza no volvía.
—No me ha hecho nada. Déjale en paz —dijo Teresa.
—¿Ah, no? Entonces, ¿tú qué querías? ¡¿Que te quitara las bragas?!
—¡Déjame en paz! —dijo Teresa.
—¡Ya te entiendo! ¡Tú lo haces por Paulo! ¡Por eso le tratas con tantos remilgos! ¡Pues muy bien! ¡Ahí te quedas!
Carmen se montó en su bicicleta y desapareció. Había estrellas en el cielo, pero todo estaba muy oscuro y resultaba difícil ver a las dos únicas personas que permanecían en aquella zona de la carretera, Teresa y Daniel.
—Calla, por favor. No puedes pasarte la noche así —dijo Teresa al ver que Daniel seguía lloriqueando. Como toda respuesta, el muchacho alargó la mano hacia los pechos de ella.
—Si te callas dejaré que me toques —dijo entonces la chica saliendo de la carretera y yendo detrás de un árbol.
Daniel se calló de golpe. Quizás ahora vuelva la musiquilla a su cabeza, pensé yo. Pero no volvió.
—¡Solo hoy! ¿Oyes? ¡Solo hoy! —dijo Teresa desabrochándose la blusa y dejando sus pechos al descubierto. Eran redondos y muy blancos. El temblor volvió a la espalda de Daniel. Luego se puso a jadear y a reír.
Desde aquella noche han pasado bastantes días, y cada vez estamos peor. Daniel se marcha de casa a cualquier hora, lo mismo durante la noche que durante el día, y las ardillas me preguntan pero dónde está el grandullón, cuándo volverá, y yo no tengo más remedio que responderles, pues no lo sé, ya no es el mismo de antes, la musiquilla ha desaparecido de su cabeza y no volveremos a escuchar aquellas notas, do do mi mi mi mi fa sol fa mi sol sol fa mi re fa fa mi fa sol, y realmente estoy muy inquieta, y la gente de la casa también está muy inquieta, su hermano Paulo al menos sí que lo está, y por otro lado, ya nadie se acuerda en esta casa de las ardillas, ya nadie nos trae avellanas o nueces al desván, y tampoco agua, y así nos va, muy mal nos va, sobre todo con el calor que hace, y por eso le pido a la voz, se lo pido todos los días, que nos libre de nuestro compromiso de acompañar a Daniel y nos permita volver donde el avellano que está junto al riachuelo, que allí no nos faltará agua, ni tampoco comida.