XI

A la salida de las clases de la serrería, íbamos todos a la plaza y nos sentábamos a la sombra de los castaños de Indias a beber las cervezas y limonadas que sacábamos del restaurante. «Desconozco el motivo, pero David está preocupado. Se lo noto en la cara», dijo César uno de aquellos días. Susana y yo nos habíamos sentado con él en un banco, mientras los otros, Redin, Adrián, Joseba y Victoria, miraban de cerca el monumento que estaban levantando al otro lado de la plaza en honor a los muertos en la guerra. «Sólo quedan tres semanas para los exámenes», dije. Era una pequeña mentira. La causa de mi preocupación no eran los exámenes sino el cuaderno del gorila que me había dado a conocer Teresa. No podía pensar en otra cosa. «Puedo entender que Victoria esté preocupada, pero ¿tú?», dijo Susana.

«David tiene sus dudas, como nuestro artista —dijo César. Estaba fumando uno de sus Jean, y señaló el monumento con el cigarrillo—: Al final se ha decantado por una pirámide truncada. Primero hizo un cilindro, con la idea de inscribir todos los nombres en su superficie. Luego, una pirámide. Y ahora, ya veis, ha optado por quitarle el vértice». Aspiró con fuerza el humo de su cigarrillo.

Nos quedamos mirando aquella pirámide truncada. «Si pensaran poner los nombres de todos los que murieron en la guerra, no me parecería mal —opinó Susana—. Pero, da asco, porque sólo pondrán los de un bando». Llevaba un vestido de verano de color naranja y unas sencillas alpargatas blancas. Alguien que no la conociera habría pensado que era una chica sin inquietudes, que atendía exclusivamente a su aspecto; pero, como habría dicho Martín, era hija de «una persona que perdió la guerra», y se notaba. «Susana tiene toda la razón —dije—. Al menos podrían poner los nombres de las personas que fueron fusiladas en Obaba». Apenas acabé la frase, vi la lista del cuaderno como si la tuviera delante de los ojos: Humberto, Goena el viejo, Goena el joven, Eusebio, Otero, Portaburu, «los maestros», «el americano».

En la pirámide truncada únicamente figuraban los nombres de dos «caídos», grabados en letras doradas sobre el mármol negro: José Iturrino y Jesús María Gabirondo, uno de los hermanos de Berlino. El nombre del otro hermano, el autor de la carta que me leyó Teresa, aún estaba por grabar.

«¿Qué sabes tú de las personas que fueron fusiladas en Obaba, David?», me preguntó César. «Poca cosa. Pero me gustaría saber más», dije. Susana se echó a reír: «Está cambiando. Hasta ahora sólo ha vivido para el acordeón». Tenía en la mano, agarrada por el rabillo, la caperuza de una castaña, y me dio con ella en la cabeza, riéndose. César me habló en el mismo tono cordial: «Por eso se le ve tan preocupado últimamente. Ha abierto los ojos y ha empezado a ver el mundo».

Se acercó Redin y nos propuso que fuéramos al restaurante de los bajos del ayuntamiento. Por lo general, él y César comían allí, por ser más tranquilo que el de la plaza. «Me apetece un vermú —dijo—. Dicen que es una bebida pésima. Que hasta el mismo propietario de Cinzano la aborrece. Pero he sentido una súbita nostalgia de su sabor». César le miró por encima de sus gafas: «A mí tampoco me gusta. Pero no me imaginaba que al propietario de Cinzano le pasara lo mismo. ¿Estás seguro de ello, Javier?». Él le llamaba por su verdadero nombre: Javier. «Me lo contó Hemingway. Una vez lo invitaron a una fiesta que ofrecía el propietario de Cinzano, y él pidió un vermú, por aquello de hacer los honores al anfitrión. Pero entonces vino el propietario y le dijo: “¿Qué haces bebiendo esa porquería?”. Lo llevó a un sitio apartado y le sirvió un whisky». Redin se rió, y nosotros con él. «Pues vamos hacia el ayuntamiento —dijo César levantándose del banco—. Si se me permite decirlo a la manera de los de letras, siento una súbita nostalgia de la ensalada de ese restaurante». Les hicimos una señal a los compañeros que seguían junto al monumento para que se vinieran con nosotros.

En los soportales del ayuntamiento había una gran placa rectangular con cerca de treinta nombres grabados en negro. Los primeros eran, también allí, José Iturrino y Jesús María Gabirondo. Antonio Gabirondo era el duodécimo. «¿Veis? La mitad de las letras están borradas. Por eso están construyendo el nuevo monumento», dijo César. Al nombre de Antonio Gabirondo le faltaban cinco letras, no se leía más que «nio abirondo». «Bastaba con retocar las letras —dijo Joseba—. Al pueblo le habría salido más barato». Adrián le cogió la mano y la sostuvo en alto, como se hace con el vencedor de un combate de boxeo: «Ha hablado el hijo del gerente de Maderas de Obaba». «Los fascistas no dejan de tener su corazoncito —declaró César—. No quieren que sus compañeros caigan en el olvido. Además, esa pirámide truncada de la plaza expresa mucho mejor lo que pasó. Le han cercenado el vértice como se cercena la cabeza, como se quita la vida… Ese artista sabe lo que hace». Todos esperábamos que concluyera con una risa sarcástica, pero permaneció serio.

Dos hombres que salían del restaurante se quedaron mirándonos. Redin se acercó a César: «Procura hablar más bajo. De lo contrario vamos a tener un disgusto». «No se han parado para oír lo que decíamos —terció Adrián—, sino impresionados por el vestido naranja de Susana. Nuestra compañera parece un sol». «Te nombro Miss Obaba, Susana», corroboró Redin. Después de todo un curso juntos, había bastante confianza entre nosotros.

La lista de los fusilados en Obaba volvió a aparecer en mi mente: Humberto, Goena el viejo, Goena el joven, Eusebio, Otero, Portaburu, «los maestros», «el americano». Aunque me empeñara en olvidar, guardando el cuaderno del gorila entre los papeles viejos de un cajón o enfrascándome en mis estudios, sentía aquellos nombres rozando la superficie de mis pensamientos, a punto de aflorar. Habían quedado grabados en mi memoria con la misma precisión que los de José Iturrino y Jesús María Gabirondo en el mármol del nuevo monumento.

El restaurante de los bajos del ayuntamiento tenía en la parte de atrás una terraza cubierta que daba a los terrenos que estaban siendo transformados en campo de deportes. Juntamos dos mesas y nos sentamos allí. Redin tomó la palabra: «Este profesor fatigado estaría muy agradecido si alguien le trajera un vermú. Con aceitunas, a ser posible». Susana y yo nos pusimos en pie al mismo tiempo. «Dos camareros a tu servicio, Javier. ¡Ni los tribunos de Roma!», exclamó César. «Aceitunas, vermú, cuatro cervezas y lo que vayáis a tomar vosotros», resumió Adrián después de preguntar a todos. «Yo no quiero nada», dijo Susana.

En el mostrador sólo estábamos la dueña del restaurante y nosotros dos. «Susana, quiero hacerte una pregunta», le dije después de pedir lo que íbamos a tomar. Se quedó mirándome. Sus ojos eran muy claros, entre azules y verdes. «No sé si te acordarás. Una vez hablamos de las personas inocentes que habían fusilado en este pueblo. ¿Sabrías decirme cómo se llamaban? Estoy escribiendo un cuento que trata de la guerra, y me gustaría que los nombres fueran reales». Le hablé en el tono más indiferente posible. «¿Queréis vasos?», nos preguntó la dueña dejando las cinco cervezas sobre el mostrador. «Sólo tres», dijimos. Adrián y Victoria bebían de la botella; a gollete, en expresión de Redin. «Eso lo tiene que saber mi padre. Seguro», me respondió Susana.

César apareció a nuestro lado de improviso. «¿Qué es lo que tiene que saber tu padre, el buen médico de Obaba?», preguntó. Susana empezó a explicárselo mientras yo iba donde la dueña a pagarle las consumiciones. «Conque escribiendo cuentecitos en vísperas del examen de Preuniversitario. Debería llamarte al orden», dijo César cuando regresé. Sostenía una cerveza en cada mano. «No he hecho más que empezar. No me quita mucho tiempo», me defendí. Cogí las tres cervezas que quedaban en el mostrador. «Los vasos y el vermú están ya en la mesa. ¿Qué falta ahora?», preguntó Susana al volver de la terraza donde estaban sentados nuestros amigos. «Las aceitunas», respondimos César y yo al unísono. «Si yo fuera a escribir un cuento, la escogería a ella como protagonista», añadió César en voz lo suficientemente alta como para que Susana le pudiera oír. «La mayoría de los profesores están locos, David», me advirtió ella, antes de marcharse de nuevo hacia la terraza. Sus alpargatas blancas se movieron con rapidez sobre el piso del restaurante.

«Hoy como solo —me dijo César antes de reunirnos con el grupo—. Javier se va al hotel, donde la señora francesa». «¿Geneviève?». «No sé cómo se llama. Parece ser que de vez en cuando le asalta la necesidad de hablar en francés. Y, como sabes, a Javier le asalta la necesidad de una buena comida en cualquier momento». Me miró fijamente desde detrás de las lentes de sus gafas.

Había algo que no encajaba en César. Hablaba animadamente, pero sus ojos no expresaban alegría. Quizás —pensé— porque no eran sus Primeros Ojos, sino los Segundos. «¿Por qué no te quedas a comer conmigo? —dijo—. No será un banquete como el de Redin en el hotel, pero al menos será comida limpia. Carne asada y ensalada. Invito yo». La mayoría de las palabras fueron normales, pronunciadas con la Primera Lengua. Pero lo de la comida limpia tuvo otro dejo, más amargo. Como si en ese instante hubiera intervenido su Segunda Lengua.

Redin se acercó a nosotros con el platillo de aceitunas. «Si estáis intercambiando confidencias, mejor que os vayáis a un reservado. En caso contrario, sentaos con nosotros». «Llamaré a mi madre por teléfono y comeré aquí», le dije a César. «Muy bien, David», dijo él, sentándose al lado de Redin.

El paquete de Jean estaba sobre la mesa. Ante nosotros, un par de cafés recién servidos. «¿Sabes por qué empecé a fumar este tabaco? —me preguntó César encendiendo un cigarrillo y dejando a un lado el tema de los estudios, que nos había ocupado hasta ese momento—. Por los colores del paquete, por ser rojo y negro. No sé si sabrás, son los colores del anarquismo. Pero no te asustes, no pienses que soy anarquista». Yo me mantuve en silencio. «Son cosas de cuando tenía catorce años. Fíjate, soy fumador desde entonces —continuó—. Lo hice por mi padre. Él sí que era anarquista. Y escribía poesías, como tú y Joseba».

Le observé mientras removía el café con la cucharilla. Sus gafas, su cara flaca, el cigarro en sus labios: parecía el hombre de siempre, el profesor que nos enseñaba las asignaturas de ciencias. Pero, bajo aquella apariencia, entreveía ahora un segundo César, que miraba con sus Segundos Ojos, que me hablaba con su Segunda Lengua.

Dijo de pronto: «A mi padre lo fusilaron aquí, en Obaba». Se quedó mirando el café de la taza, como si ya no le apeteciera tomárselo. Yo me alarmé. «¿Cómo se llamaba?». Mi pregunta pareció sorprenderle, pero me contestó de inmediato: «Bernardino».

Me sentí como si hubiera perdido todo mi peso y flotara en el aire, veinte centímetros por encima de la silla donde había estado sentado. Hasta me vinieron ganas de reír. Humberto, Goena el viejo, Goena el joven, Eusebio, Otero, Portaburu, «los maestros», «el americano». En el cuaderno del gorila no constaba ningún Bernardino. «Cuando estalló la guerra, mi padre ocupaba la plaza de maestro en Obaba», añadió César. Sentí lo contrario que un instante antes, que mi cuerpo se hundía de golpe en la silla. En la séptima línea de la lista del cuaderno estaba escrito: «los maestros». Ahora sabía que uno de ellos era Bernardino, el padre del hombre que tenía ante mí. «Eso quiere decir que viviste en Obaba», dije abrumado. «Durante muy poco tiempo. Nada más empezar la guerra me mandaron a Zaragoza, a casa de una tía. Sólo tenía tres años».

La duda que había albergado en mi corazón se desvaneció. Lo que me había contado Teresa era verdad: la lista del cuaderno del gorila correspondía a los fusilados en Obaba. Tuve ganas de llorar.

César se llevó la taza a los labios, y puso los ojos en el paisaje que se extendía más allá de la terraza, en el campo de deportes que estaban construyendo. Tres grúas de color amarillo chillón se alzaban ante nosotros; más allá, los alisos de la zona de Urtza se alineaban delante del bosque de castaños. «Un tío tuyo salvó a un amigo de mi padre. Era el dueño del hotel Alaska, le llamaban “el americano”. Pero mi padre intentó llegar a… ¿cómo se llama esa casa vuestra?». Levantó la mano y señaló más arriba de los alisos de Urtza. «Iruain», dije. «Eso es. Iruain. Mi padre no consiguió llegar hasta allí. Lo mataron antes». «¿En el bosque de castaños?», pregunté. «No lo sé exactamente». César encendió otro cigarrillo. «Tu tío se llama Juan, ¿no?», preguntó con voz queda. «Sí —respondí—. Pronto vendrá a pasar el verano. Dice que en el rancho de California hace demasiado calor». «A ver si voy un día a hacerle una visita. El padre de Susana me ha hablado muchas veces de él». Empezaba a ver con claridad el Segundo Espacio, en el que se desenvolvían algunas personas de mi entorno: César, el padre de Susana, mi tío Juan.

Me pregunté hasta dónde llegaría su información sobre Ángel. «Te veo otra vez con esa cara de preocupación», me dijo. Estaba dejando encima de la mesa el dinero de la comida. Le hubiese podido decir entonces, como anteriormente a don Hipólito: «Ha llegado a mis manos un cuaderno con una lista en la que se nombra a todos los que fueron fusilados en Obaba. No figura tu padre, no hay nadie que se llame Bernardino, pero en la séptima línea se mencionan “los maestros”. Y lo que me preocupa es el grado de responsabilidad que pudo tener Ángel en el asesinato de tu padre y en el de todos los demás. Porque en la cubierta del cuaderno, debajo de la línea Cuaderno para uso de, está escrito su nombre, Ángel. Me pongo enfermo sólo de pensar que puedo ser hijo de un hombre que tiene sus manos manchadas de sangre». Pero no tuve valor. «Ya se me pasará», le contesté. «Escribir te ayudará. Y tocar el acordeón también, claro», me dijo. «El acordeón, no», pensé.

César sorbió el café que le quedaba en la taza. «Tengo que ir a casa de Victoria. Ya sabes, ella también está preocupada —se puso de pie—. Anda muy justa en Química. No sé si podremos hacer algo en los días que quedan». Era el César de siempre, el profesor. Me miraba con los Primeros Ojos, me hablaba con los Primeros Labios.

XII

El cuaderno que me dio Teresa en el camarote del hotel Alaska está ahora sobre mi mesa de trabajo, apoyado en una pequeña pila de cuadernos y fotografías. Desde su cubierta naranja, el gorila clava sus ojos en mí y me sigue con la mirada cuando me inclino en la silla hacia un lado u otro. Pero su actitud no me afecta. Ya no es como cuando hablé con César en la terraza del restaurante, hace ya veinte años o más. Sé que el cuaderno tiene sus días contados, que pronto lo tiraré a la basura para que el camión se lo lleve al vertedero de Three Rivers o de Visalia. Me río, siento una gran alegría al imaginar sus hojas manchadas con trozos de pizza y restos de salsa, destrozadas por los dientes de una máquina, consumidas por el fuego. Finis coronat opus: la escritura, la confesión, tendrá al fin su recompensa.

El camino ha sido difícil. Al principio creí que bastaba con apartar el cuaderno de mi lado para olvidarme de él, con dejarlo por ejemplo en el interior del escondrijo de Iruain «a fin de que el Bien, el sombrero Hotson, neutralizara al Mal», como pensé un día; a fin de que el símbolo de la labor bienhechora de mi tío Juan compensara los crímenes que presuntamente había cometido Ángel. Pero, en cuanto lo perdía de vista, el recuerdo del cuaderno se apoderaba de mi mente hasta casi volverme loco. Entonces, irremediablemente, corría a recuperarlo, y lo dejaba al alcance de la mano, encima de mi mesilla o en el estuche del acordeón, hasta el momento en que de nuevo, igual que el perro que no sabe dónde guardar la víscera que no puede comer entera, sentía la urgencia de alejarlo de mí. Humberto, Goena el viejo, Goena el joven, Eusebio, Otero, Portaburu, «los maestros», «el americano». La lista me acompañaba a todas partes.

De todos los nombres, sólo cuatro me sugerían una imagen. A Humberto lo veía vestido con un traje negro, sin corbata, con la camisa blanca abrochada hasta el último botón del cuello; por su rostro —quizás por su aspecto general— me recordaba al agente de seguros que, siendo yo niño, me regaló el cordón, «la herramienta para recordar cosas». A Eusebio, por su parte, me lo figuraba alto y delgado, aunque sin un motivo concreto, sólo porque su nombre coincidía con el de un campesino que había conocido en Iruain y que reunía aquellos rasgos. En cuanto a los maestros, dos de ellos se me presentaban muy borrosos, y el tercero, Bernardino, idéntico a su hijo César, es decir, delgado y con gafas gruesas. Por último, al «americano» me lo imaginaba tal como lo había descrito mi tío, muy gordo y con la cabeza cubierta con su sombrero Hotson.

Noche tras noche, al mirar con mis Segundos Ojos a la cueva inmunda, aquellas cuatro figuras cobraban una entidad mayor que la de simples sombras, y se equiparaban a las de Ángel o Berlino. Cada vez tenía menos dudas. La historia reciente no necesitaba ya de mensajeros. Bastaba con aquellas imágenes y con la mirada del gorila del cuaderno. La mirada decía: «¿Qué piensas de todo esto, David? ¿Fue tu padre un asesino?». El gorila parecía dispuesto a seguir repitiendo la pregunta durante cien años.

En los días que faltaban para el examen de Preuniversitario me dediqué a estudiar y, sobre todo, a resolver ejercicios de matemáticas. Tal como me había ocurrido antes con el libro de Lizardi, la dificultad me distraía. Por eso, cuando los resultados llegaron a Obaba y César me comunicó la noticia —«¡En matemáticas matrícula, David!»—, mi respuesta fue al mismo tiempo espontánea y sincera: «La mitad de la matrícula te la debo a ti, y la otra mitad a Bernardino, Humberto y todos los demás fusilados». César me dio unos golpecitos en la espalda, sin otro comentario. No era el momento más oportuno para hablar del asunto. Él estaba muy contento con nuestros resultados —hasta Victoria había aprobado todo— y quería saborear su éxito.

También yo saboreé el éxito, pero la alegría que me produjeron las notas no tardó en desvanecerse. Para mediados de julio se podía decir de mí lo que los «campesinos felices» decían de quienes no querían hablar con nadie y se encerraban en sus casas: bere buruari ekinda dago, «se ha vuelto enemigo de sí mismo». Todo me era indiferente. Me daba igual sentarme con Lubis en el banco de piedra de Iruain que ver a Virginia abriéndose paso entre las grúas y los camiones del campo de deportes; nada de aquello dejaba en mí ninguna marca. Sólo veía con mis Segundos Ojos; sólo pensaba y recordaba con mi Segunda Mente; sólo sentía con mi Segundo Corazón.

Dejé de ir a Iruain, sobre todo por el tío Juan. Me daba miedo acercarme a él. Temía que me contara algo doloroso; que rescatara de la historia reciente un nuevo objeto, como hizo con el sombrero J. B. Hotson, y que yo no fuera capaz de soportarlo. Con aquel ánimo, me pasaba casi todo el tiempo en Villa Lecuona, leyendo en la cama un grueso libro titulado Los cien mejores relatos policiales, o viendo la televisión que Ángel acababa de traer a casa.

Afortunadamente, el propio Ángel apenas se dejaba ver. «A veces pienso que nos ha traído la televisión para que no nos demos cuenta de que falta —dijo mi madre una noche que estábamos viendo una película—. Un día por las obras, otro día por la política, la cuestión es que siempre está fuera de casa». «Por mí que siga así», le dije. Mi madre suspiró: «No deberías tomártelo de esa manera. Ya sé que a veces te agobia con el acordeón, pero lo hace con buena voluntad. Cree que te gusta la música tanto como a él». Me quedé callado. «Últimamente andas algo desganado, ¿verdad? —prosiguió—. Este año tampoco vas con tus amigos a Urtza. Se te va a olvidar nadar». «¡Qué más me da!», le dije. «No me gusta que hables así, David». Ella no quería verme siempre entre cuatro paredes. Quería que saliera, que me divirtiera.

Una tarde de finales de julio, decidí ir a la Bañera de Sansón. No a nadar, como le dije a mi madre, sino a hablar con Adrián. Pensaba que una persona como él, que aunque nunca lo dijera, tanto había tenido que sufrir a causa de su espalda deforme, podría ayudarme. Cogí la bicicleta y me puse en marcha.

Pero no llegué a mi meta. No inmediatamente. De camino, al pasar por delante de la serrería, vi a Virginia en el recuadro de la entrada donde ponía Maderas de Obaba. Como cabía esperar, ella no se quedó atrapada en él, como Martín el día que vino a informarnos de la enfermedad de Teresa. Lo atravesó y siguió caminando. «¡Pero si eres tú! —exclamó cuando frené a su lado. Sonrió con todo su rostro, no sólo con los ojos—. ¡Cuánto tiempo sin vernos!». Tenía razón. Ya no solía estar esperando a que llamara a la puerta de Villa Lecuona.

Dejé la bicicleta reclinada contra un tronco. «¡Cuánto tiempo!», repitió. «Tres o cuatro semanas», le dije. «Pensaba que estabas enfadado conmigo, David». En la serrería se oía el ruido de una máquina, alguien estaba trabajando fuera de horario. Me acerqué a ella, percibí el olor a rosas de su perfume. «¿Qué tal estás, Virginia?». Inesperadamente, puso una mano en mi brazo y me dio un beso en la mejilla.

El beso rompió el maleficio. Mis Primeros Ojos se abrieron, y volví a sentir la proximidad de las cosas. Reparé en el intenso brillo del timbre de la bicicleta y en la mancha de musgo en la corteza del tronco. Súbitamente, una mariposa —mitxirrika, inguma— vino volando y se posó sobre el musgo, y el burro Moro echó a andar hacia nosotros por el herbazal, y un avión surcó el cielo dejando tras de sí una estela. Era el atardecer, faltaba poco para la puesta de sol.

«Estás muy guapa», le dije. Llevaba el pelo más corto que de costumbre, y se le veían las orejas. Eran pequeñas y redondas; daban ganas de cogerle los lóbulos con la punta de los dedos. Respondió a mi halago con una sonrisa: «Será por la forma de vestir. Tu madre me ha aconsejado este estilo». «Entonces felicitaré a mi madre».

Llevaba una camisa con manzanas lilas y doradas estampadas sobre fondo negro; la falda era de una tela suave del mismo color lila que las manzanas de la camisa. Lilas eran también sus mocasines.

«Creía que había venido demasiado tarde —dijo—. Pero Isidro está todavía trabajando. Le he encargado una mesa. Ya sabes qué mesas tan buenas hacen». Solía decirse de Isidro, el padre de Adrián, que le gustaba más el trabajo que el dinero. A pesar de su posición —mi madre decía que era el hombre más rico de Obaba—, en nada se diferenciaba su forma de vida de la del último empleado de la serrería. «¿Te hace falta una mesa?», le pregunté. Ella sonrió con sorna: «En algún sitio hay que comer». No caí en la cuenta de que se encontraba en vísperas de su boda y estaba comprando muebles.

«¿Por qué no me acompañas a casa?», me propuso. «Si quieres te llevo en la bicicleta», le dije en broma. «Si vamos por la serrería, llegaremos antes andando». Hablaba con mucho aplomo, como si en aquellas semanas se hubiera reforzado su confianza en sí misma. Me cogió del brazo. «Deja que te enseñe el camino».

Yo estaba anímicamente débil, agotado por todos los días y por todas las semanas que me había pasado dándole vueltas a la lista del cuaderno, sin más descanso que el que me proporcionaban las horas de sueño o la lectura de los relatos policiales. Apenas sentí su mano en mi brazo, mis rodillas se quedaron sin fuerza. Como la primera vez que me invitó a que la acompañara a casa.

Entramos en el recinto de la serrería. Pasamos primero por delante de la casa de Adrián; luego por la de Joseba. «Estarán todos en San Sebastián. Les encanta la playa», le dije al ver que las luces de las dos casas estaban apagadas. Fue un comentario tonto, y completamente incierto al menos en lo que se refería a Adrián. Pero estaba nervioso, no sabía lo que me decía. «Creo que Paulina ha estado muy a gusto», comentó ella. Al llegar a la cabaña donde recibíamos las clases, se soltó de mi brazo y se puso a mirar por la ventana.

Continuamos caminando uno al lado del otro. Le hablé de Paulina, de sus progresos en el dibujo geométrico, y de la opinión de mi madre, que aseguraba que aquella chica sería una día una modista profesional, y que si acudía a Villa Lecuona era con ese fin, y no únicamente para ejercitarse en la costura antes de casarse.

Fue en ese momento, al pronunciar la palabra «casarse», cuando caí en la cuenta y comprendí lo de la mesa. Cuando comprendí también la seguridad con la que se desenvolvía: el beso que me había dado al saludarme, el que me cogiera del brazo. Virginia se iba a casar, estaba a punto de ponerse a vivir con el marinero, y su actitud, lejos de suponer un paso más hacia un trato más íntimo, indicaba el fin de nuestra pequeña relación. «¿Dónde vais a vivir tú y tu novio?», le pregunté después de un rato. Las rodillas me volvían a flaquear. «Hemos comprado un piso en el barrio nuevo», me contestó. Así que era verdad. No había remedio.

El río dibujaba una curva larga después de pasar por delante de la serrería, abrazando un terreno en el que se alzaban cuarenta o cincuenta castillos de tablas. Virginia y yo caminamos entre los castillos tratando de adivinar la dirección correcta. «Una vez, cuando era pequeña, me metí en este laberinto y me pasé casi una hora entera dando vueltas. No encontraba la salida», me dijo.

Se oía nítidamente el canto de los sapos en la orilla del río. Era siempre así al atardecer, en verano. En las horas de mucho sol los sapos se hinchaban con el calor, y luego, a medida que bajaba la temperatura, comenzaban a deshincharse emitiendo un sonido parecido al hipo. Contra lo que cabía presumir por su aspecto monstruoso, el hipo, el canto, era dulce, delicado, un tanto infantil, y sus notas sonaban a veces como palabras. Algunos días se les oía desde la terraza de Villa Lecuona, y, de dar crédito a mi madre, lo que repetían era «i-ku-si-e-ta-i-ka-si- i-ku-si-e-ta-i-ka-si…», «mira y aprende, mira y aprende…».

«Solíamos venir aquí a por fresas», dijo Virginia, poniéndose a buscarlas. Pero no se veía bien; toda la luz estaba en lo alto de los castillos de tablas, y en el cielo. En un cielo en el que, por azar, dominaban los colores de la camisa de Virginia. En un lado estaba el negro; en el otro, donde se acababa de poner el sol, el lila y el dorado.

Los sapos continuaban cantando. Tuve la impresión de que decían «siéntate» —sién-ta-te-sién-ta-te-sién-ta-te—, como si me aconsejaran descansar. Pero permanecí de pie, esperando a que Virginia encontrara alguna fresa, pendiente de sus movimientos. Se movía como una niña, con rapidez, agachándose una y otra vez hacia la hierba; pero su cuerpo, en la penumbra, parecía más fuerte, más lleno.

«Mira cuántas hay aquí», dijo, y arrancó una flor para ensartar las fresas en su tallo. «Cuando lo llene hasta arriba, nos sentaremos en la orilla del río y nos las comeremos. ¿Quieres sentarte conmigo, David?». «De acuerdo», respondí, y me acerqué para ayudarle con las fresas. «¿Por qué sonríes?», me preguntó. Pensé decirle: «Porque no eres la única que me pide que me siente. También los sapos lo hacen». Pero no me atreví. «No sé. No me daba cuenta», dije.

Al borde del río había una construcción que conocíamos como «la carpintería vieja». «El padre de Adrián la heredó de su familia con veinte años —dije, cuando llegamos allí—. En aquella época sólo tenía un trabajador». Ella sonrió: «Mi padre». «¿Qué?». «Que ese trabajador que dices era mi padre. Pero él llevaba ya tiempo en el taller. Desde la época del abuelo de Adrián». «No lo sabía». «Ahora lo usamos nosotros. Mi padre guarda ahí la hierba y la paja para el ganado. Pero ya no tenemos más que dos vacas. Mis padres están muy viejos». Dos vacas. Lo que decía Teresa: la paysanne.

El agua del río se amansaba en la curva, y su sonido era muy débil, un murmullo que también formaba palabras: «Isidro, Isidro, Isidro». Y el contrapunto de los sapos: «Sién-ta-te-sién-ta-te-sién-ta-te». Entramos al cobertizo de la carpintería, y yo me eché sobre uno de los fardos de paja que se amontonaban allí. Cerré los ojos. «No te irás a dormir ahora», dijo Virginia. «Ponte a mi lado», le pedí. «¡No! Ven tú conmigo», me contestó ella con firmeza. Se fue hacia la orilla del río. «De pequeña venía aquí con las fresas». Se sentó en una piedra. «¿Quieres una?». Le dije que no, y me puse de pie.

De pequeña. Los castillos de tablas nos rodeaban; el río nos apartaba del mundo; la penumbra nos protegía; la vieja carpintería nos ofrecía el lecho que necesitábamos; sin embargo, ella se portaba conmigo como una niña. «Pues, si no las quieres, las tiraré al agua», me amenazó, sacudiendo las fresas. «No seas tonta». Se lo dije, efectivamente, como a una niña de siete años. «Es verdad. Sería una tontería. Se las llevaré a mi madre», decidió, poniéndose de pie.

Empecé a oír los sonidos con claridad. Como cuando se despejan los oídos que han estado taponados. En la carretera principal de Obaba, un camión tocó la bocina; en otro camino, un motor aceleró hasta el paroxismo y, repentinamente, al llegar quizás a una curva cerrada, desaceleró casi hasta callar del todo. Y el padre de Adrián seguía con la máquina en marcha. Y el agua del río producía un ruido, una especie de murmullo, pero sin pronunciar ya aquel nombre: «Isidro, Isidro, Isidro». Tampoco los sapos repetían «siéntate, siéntate, siéntate».

Dejamos a un lado el terreno de los castillos de tablas y, por la orilla del río, llegamos al puente que daba acceso a la casa de Virginia. «Tu madre es como Isidro. No hace más que trabajar», comentó, alzando las fresas en dirección a Villa Lecuona. Más allá de las grúas y los camiones del campo de deportes, a unos setecientos pasos, las ventanas del taller de costura estaban iluminadas.

Tu madre. Me dio rabia. Ya estaba bien de hablar como niños. «No creas que trabaja tanto. A veces sale a la terraza a fumar un cigarro», le respondí. Quería marcharme. «A nosotras nos dice que en el taller no se puede fumar. Que la ropa cogería olor». «Claro». Por el tono en que se lo dije, era el adiós.

De la puerta de su casa salían dos caminos: el principal, hacia el puente en el que nos encontrábamos, y un sendero que bordeaba el río hasta perderse más o menos a la altura de Urtza. Inesperadamente, del sendero surgió un perro ratonero, corriendo y ladrando. Al llegar al puente, se paró y se puso a gimotear junto a Virginia.

«¿Quién pensabas que era, Oki?», le preguntó ella acariciándole la cabeza. «Tengo que marcharme», dije. Pero ella no me oyó. «Oki tendrá que quedarse aquí. No puedo llevármelo al piso». En la casa se encendió una luz, la de la cocina. «Tus padres lo cuidarán bien», dije. «Mis padres se van a ir a vivir con mi hermano. Oki estará solo. Tendré que venir todos los días, si no quiero que se muera de hambre». El perro se sacudía la cola, sin perder de vista a Virginia. «Me tengo que marchar», repetí. Ella me miró con franqueza. «No te enfades, David», dijo. Dudó un momento sobre qué hacer con las fresas, y al final las dejó sobre el pretil del puente. «¡Oki, a tu sitio!», ordenó luego, y el perro se metió en la caseta que había al otro lado del río.

La luz era cada vez más débil, en su camisa estampada sólo se distinguían las manzanas de color dorado. De pronto estaba muy seria. «Me da mucha pena dejar mi casa. Sobre todo cuando pienso que se va a quedar vacía». La casa no tenía más que dos ventanas en el piso de arriba, y únicamente una, la de la cocina, abajo. La puerta de entrada era también muy sencilla y, a diferencia de muchos de los caseríos de Obaba, no tenía arco. «No es Villa Lecuona. Pero he vivido aquí desde que nací. Y, por muy pobre que sea, a mí me gusta». «Claro», dije. «Lo que quiero decir es que al ganar una cosa siempre se pierde otra. Me entiendes, ¿verdad?». Algo se desató en algún punto de mi pecho. Respiré aliviado. «Ya sé que a ti no te va a pasar como a la casa, tú no te quedas vacío, pero es una manera de hablar», añadió en un tono que me recordó a Lubis.

Se acercó al pretil del puente y cogió las fresas. «Necesitamos un acordeonista para la boda, y primero pensé decírtelo a ti. Pero al final me pareció mejor llamar a otro». «¿Qué día es la boda?». «El 1 de agosto». «No falta nada». «Espero que en el futuro sigamos siendo amigos». «Yo también lo espero». Se alejó algo más, se encontraba en la mitad del puente. «Hasta la vista», le dije. Me di media vuelta y eché a andar hacia el campo de deportes por el mismo camino que ella recorría para ir a Villa Lecuona.

«¡David! —me llamó—. ¿No vas a ir a por la bicicleta? La has dejado contra aquel tronco de la serrería». «¡Es verdad!», exclamé. Tenía que volver sobre mis pasos, por entre los castillos de tablas, por delante de nuestra escuela, por delante de las viviendas de Joseba y de Adrián. El trayecto hasta la bicicleta se me antojaba ahora muy largo. Virginia se me acercó: «Dame un beso antes de decirme adiós». Sentí la tibieza de su beso en la mejilla. Luego la vi correr hacia su casa con las fresas en la mano.

Al pasar junto a la vieja carpintería, me pareció que los sapos pronunciaban algo que al principio no entendí: Win-ni-peg-win-ni-peg-win-ni-peg. Recordé: había visto aquel nombre en el sombrero Hotson del escondrijo de Iruain, más exactamente en su etiqueta. Darryl Barrett Store. Winnipeg. Canada. Debía de tratarse de alguna ciudad que había conocido el americano que salvó su vida gracias al tío Juan.

Volvía a pensar en la historia reciente, volvían a dirigirse mis pensamientos al cuaderno del gorila. El beso con que Virginia me había saludado había roto el maleficio, borrando lo que mis Segundos Ojos se empeñaban en mostrarme; pero su efecto había sido breve.

Era una noche clara, estrellada. Sin embargo, no levanté la vista de la mancha amarilla que el farol de la bicicleta proyectaba sobre la carretera, y pedaleé fuerte hasta llegar a la Bañera de Sansón.

Adrián trabajaba encorvado ante una mesa de carpintero, a la luz de un quinqué. «¿Qué haces?», le dije. «Estoy haciendo un sapo». «¿Sí?». «¿No oyes? Son mis vecinos». En el silencio de la noche, el canto de los sapos se oía con toda claridad. «¿Qué dicen?», le pregunté. «Me piden cerveza. Cer-ve-za-cer-ve-za-cer-ve-za. Pero no les doy. Les sienta fatal». «¿Dónde está esa bebida tan dañina?». «Donde siempre, refrescándose». Salió de la cabaña, y sacó dos botellas del río.

XIII

En el libro de las cien narraciones policíacas había leído un cuento de Edgar Allan Poe en el que todo el misterio radicaba precisamente en la falta de misterio, ya que el objeto buscado, una carta, era hallado por fin en el lugar más visible, encima de la mesa de un despacho. Influido quizás por aquella narración, me puse a discurrir de otra manera, y empecé, al modo de los personajes del libro, a barajar una nueva hipótesis. «La lista del cuaderno no la escribió Ángel —me dije a mí mismo una noche que no podía conciliar el sueño. Inmediatamente, como ante un juez, traté de aportar la prueba irrefutable—: No es su letra». Apenas completé la frase, sentí una gran excitación. Pensé que hasta ese momento había estado equivocado, y que la clave del asunto podía hallarse en el mismo cuaderno. Tal vez la mirada del gorila no quería decir «¿crees que tu padre fue un asesino?», sino «calma, no sufras en vano, si analizas detenidamente lo que dice este cuaderno recobrarás la paz». Saqué el cuaderno del cajón de la mesilla, y lo coloqué a la luz del flexo.

La mirada del gorila era la de siempre. La de quien pregunta y aguarda la respuesta. Pero era imposible adivinar qué preguntaba exactamente. Pasé la página, me encontré con la lista: Humberto, Goena el viejo, Goena el joven, Eusebio, Otero, Portaburu, «los maestros», «el americano». A primera vista no parecía obra de Ángel. Pero, naturalmente, como me había advertido Teresa, de su letra última a la de aquellas hojas había un salto de veinticinco años. Puesto a comparar, debía fijarme en cómo había trazado las letras que componían su nombre debajo de la línea Cuaderno para uso de. Copié aquel «Ángel» en una tira de papel, intentando que quedara idéntico. Luego lo contrasté, moviendo la tira de arriba abajo, con todos y cada uno de los nombres de la lista. Pero el examen no me condujo a nada. El nombre de «Ángel» era muy poca cosa. Apenas me daba pistas.

Me puse a buscar en casa algunas líneas que hubiera escrito mi padre en la misma época de la guerra. Pero tampoco tuve suerte. Sólo encontré una carta que mi madre le había escrito en 1943: «Querido Angelito: no sé cómo podría soportar el trabajo en este restaurante sin esas cosas tan bonitas que tú me cuentas…». La imagen de Ángel que se desprendía de la carta era la de un hombre bueno, tierno, que se esmeraba en alegrar a su novia. Pero eso no despejó mis dudas sobre su culpabilidad. Recurrí de nuevo al cuaderno, examiné la letra, y llegué a una conclusión provisional: los nombres de Portaburu y Eusebio podían deberse a su mano. No así los otros. Sin embargo, como decían los personajes de las narraciones policíacas, necesitaba pruebas más sólidas. Obtenerlas parecía difícil.

Se sucedían las horas y los días. Al igual que durante mi último año en el colegio, tuve la impresión de que el tiempo giraba con mucha lentitud; que era de nuevo una rueda de moler torpe, pesada, incapaz de deshacer nada. Incapaz, desde luego, de deshacer mis preocupaciones. Pero lo que se movía con lentitud, pesadamente, era mi espíritu.

Una mañana oí ruido de campanas y cohetes, y me dirigí al taller de costura a preguntar el motivo. No había nadie. Encontré a mi madre en su habitación, vestida elegantemente. «¿Qué fiesta se celebra hoy?», le pregunté. «¿No lo sabes? Es 1 de agosto. ¡Se casa Virginia! ¿Aún no te has vestido?». Le dije que no tenía intención de asistir a la ceremonia. «Entonces, ¿quién va a tocar el armonio en la iglesia?». Perdí la calma: «¡Y a mí qué me cuentas!».

Una hora más tarde el teléfono de casa empezó a sonar, y pensé si sería mi madre, o el mismo don Hipólito, que llamaban para decirme que la persona que debía tocar el armonio en la boda de Virginia no había podido acudir, y que por favor fuera corriendo a ocupar su lugar. Era lo que deseaba, seguramente. Mis Primeros Ojos querían estar presentes: querían ver a la paysanne luciendo su vestido blanco.

En cuanto cogí el teléfono oí el grito de Martín: «¡Aquí hotel Alaska!». Me quedé mudo. «¿Qué pasa?», pregunté después de unos segundos. Él adoptó un tono tranquilo, confidencial: «Primero tienes que decirme una cosa, David. Si quieres ser mi amigo. Eso es lo más importante». No sabía a qué venía su pregunta, y permanecí en silencio. «Sí o no, David. ¡Es muy importante!», insistió.

No tuve ganas de decirle que no. Al fin y al cabo, lo más fácil era dejarse llevar. «Me alegro, David —dijo él. Volvió a cambiar de tono—: Ya te has enterado, ¿no? Lo he suspendido todo. Ciencias y letras». No parecía muy afectado. «Geneviève no me deja en paz —se quejó—. Desde que llegaron las notas está empeñada en que te llame. Quiere saber si te prestarías a ser mi profesor hasta los exámenes de septiembre. Se te pagaría bien, ya sabes. Ha hecho que limpien la sala donde dábamos las clases de francés, por si te animas».

Me puse en guardia. Si frecuentaba el hotel, podría ver a Berlino con mis Primeros Ojos. Subir allí era como volverme a meter en la cueva inmunda. «Y tú, ¿qué es lo que quieres? Trabajar lo menos posible, supongo», le dije. Martín habló más despacio, con menos brío que hasta ese momento: «¿Quieres que te diga la verdad? Necesito tu ayuda. Si no apruebo el examen Geneviève se negará a hacerme el préstamo. Ésa es la condición que me ha puesto, David». Quedó a la espera de mi pregunta. «¿Para qué necesitas el dinero?», pregunté, cediendo ante su juego. Soltó una risita: «Me he metido en un negocio. En un club de la costa. Un club muy bonito. Ya lo verás». «Pornográfico, supongo». Su risa fue más sonora. «¿Por qué no has llamado a César y a Redin?», quise saber. «César no nos gusta, David. Como dice Berlino, es un cabrón que está metido en política. En cuanto a Redin, anda por Grecia. Le habéis pagado tan bien por las clases de la serrería que se ha marchado de vacaciones. Geneviève recibió una postal hace unos días. ¿Sabes lo que decía? Pues que Grecia es su verdadera patria».

Mientras hablaba por teléfono veía el cuaderno del gorila encima de la mesilla. Humberto, Goena el viejo, Goena el joven, Eusebio, Otero, Portaburu, «los maestros», «el americano». Recordé que Teresa guardaba en el camarote del hotel las cartas que escribió Berlino a los dos hermanos que perdieron la vida en el frente, y pensé que si podía comparar la letra de las cartas con la del cuaderno me sería posible determinar en qué medida estaba implicado Berlino y también, por exclusión, el grado de responsabilidad de Ángel.

De pronto, me pareció de vital importancia aceptar la propuesta de Martín. «Podría ir por las mañanas», dije. «Entonces, estás de acuerdo. No sabes qué alegría me das. Pues sí, por las mañanas. Seguro que Geneviève lo prefiere así». «¿Y tú no?». «Los camareros de los clubes nos acostamos muy tarde. Pero haré un esfuerzo. No me importa pasar un mes malo. Los negocios son los negocios». Quedamos en empezar al día siguiente.

Le explicaba las asignaturas de ciencias en la misma habitación donde antes dábamos las clases de francés; luego, sobre las once, pedíamos un café y nos sentábamos bajo el toldo de la terraza, o recorríamos una y otra vez el mirador mientras le tomaba la lección de Arte o de Filosofía. A veces, cuando hacía mucho calor, bajábamos al jardín y nos tumbábamos a la sombra.

El quinto o sexto día se nos acercó una veraneante. La llamaban Signora Sonia, y ella y su marido eran, según dijo Martín, viejos clientes del hotel. Nos confesó que sentía envidia al vernos con los libros de arte, porque a ella el arte le fascinaba. «A nosotros no nos queda otro remedio. Tengo un examen a principios de septiembre, y está en juego el prestigio de David como profesor», le explicó Martín, guiñándome un ojo. La Signora Sonia no le entendió bien. Pensó que los dos teníamos que presentarnos a un examen, y se ofreció para ser nuestra profesora. «Io amo l’arte. Io poi explicare tutto il Rinascimento in cinque ore». Se hacía entender en una mezcla de italiano y castellano.

Martín le ofreció un cigarrillo, que la Signora Sonia aceptó sin titubear. «Si le gusta tanto el arte, ¿por qué viene usted a estas montañas de Obaba? —le dijo Martín—. ¿Por qué no va a Grecia a visitar el Partenón, como ha hecho nuestro profesor de francés?». La Signora Sonia se volvió hacia aquellas montañas que acababa de mencionar Martín. «Dio è il miglior artista» —«Dios es el mejor artista»—, exclamó abriendo los brazos como si quisiera abarcarlas. «No se le ocurra decir eso delante de Teresa —le advirtió Martín—. Ella está muy enfadada con Dios por haberla dejado coja». La Signora Sonia suspiró: «Poverina mia, Teresa». Martín puso una mano en el hombro de la mujer: «Yo no diría que es muy pobrecita. ¿Sabe qué comentario hizo el otro día en la comida, cuando les estaba hablando a mis padres de un club que quiero montar en la costa?». La Signora Sonia dio una calada al cigarrillo y negó con la cabeza. «Me miró cara a cara y me dijo: “¿Cuántas putas pensáis meter en ese club?”. Con esas mismas palabras. Geneviève por poco se cae de espaldas, y a Berlino se le atragantó la sopa. Pero nadie se atrevió a decir nada. Cuando mi hermana está enfadada, cuidado. De pobrecita o poverina, poco».

Había llovido mucho mientras yo me dedicaba a leer las narraciones policíacas en mi habitación de Villa Lecuona, y los montes que se divisaban desde el mirador estaban muy verdes. A lo lejos, en dirección a Francia, el color cambiaba, las montañas pasaban a ser azules o grises. Poverina mia, Teresa. El suspiro de la mujer italiana se me quedó grabado.

Martín trajo un cenicero de una de las mesas de la terraza y se lo ofreció a la Signora Sonia para que dejara en él la colilla. «Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Nos ayudará con el arte?», le preguntó. «Con mucho gusto. Además, el día se me hace largo. Ya sabéis, mi marido y sus amigos no hacen más que asistir a comidas oficiales». «¿Por qué?», le pregunté. «Pareces tonto, David. ¿No sabes que estos italianos lucharon en la guerra con nuestros padres? Son camaradas». «Io odio la guerra», dijo la Signora Sonia. Martín me volvió a guiñar el ojo. «Pero tendría también su lado bueno, ¿no? Su marido en España, usted sola en Roma con treinta añitos, tantos hombres alrededor, miradas en la calle…». La Signora Sonia se echó a reír llevándose el dedo índice a la sien. «Martin è pazzo!» —«¡Martín es un loco!»— dijo, antes de alejarse de nuestro lado. «A estas señoras hay que darles un poco de alegría de vivir, David —me dijo Martín—. Es mi próximo proyecto. Un club donde las maduritas se recreen viendo camareros guapos. No aquí, David. Aquí todavía no se puede. Pero en Biarritz o en Arcachon sí. Estoy convencido». Conocía a Martín desde que era un niño, y todavía era capaz de sorprenderme.

Su cara cambió de expresión. «Teresa está furiosa conmigo. Como no puede meterse con Dios, se mete conmigo. Como si su cojera fuera culpa mía. Y me está fastidiando. Desde que dijo lo de las putas, Geneviève está recelosa. Dice que no va a ser ella quien me preste dinero para un prostíbulo». Le pedí que siguiéramos con la clase. Los exámenes de septiembre estaban cada vez más cerca. «Tienes razón. Si apruebo el curso, Geneviève no me negará nada». Nos pusimos a repasar las ideas fundamentales del existencialismo. Había rumores de que caería ese tema en el examen de filosofía.

Teresa. Nunca la veía en el hotel, y empecé a temer que estuviera enfadada con todo el mundo, no sólo con Dios o con su hermano Martín; enfadada sobre todo conmigo, que no había vuelto a dar señales después de mi única visita en todo el verano. Se me pasó por la cabeza valerme de alguna excusa para conseguir las cartas de Berlino por mediación de Martín, diciéndole, por ejemplo, que estaba estudiando grafología y que me hacían falta muchas letras diferentes para hacer ejercicios prácticos; pero no me atrevía. Estaba a punto de desistir, cuando me encontré con Teresa en el aparcamiento del hotel.

Llevaba un vestido blanco y negro, muy corto. Cubrió los pocos metros que la separaban de mí lentamente, paso a paso. Las secuelas de la enfermedad eran ahora más notorias: su pierna derecha era más delgada que la izquierda.

Nos saludamos con un beso. «Esta mañana no tienes ninguna obligación. Los caballeros se han marchado a Madrid, y Geneviève a Pau», me comunicó. «No sabía nada», dije. «¿No? Pues tu padre también se ha ido. Están todos preparando la inauguración del campo de deportes y del monumento». «Últimamente no hablo mucho con mis padres», confesé. Teresa hizo una mueca. «Como yo, entonces. Desde luego con Geneviève hablo poquísimo». «Martín no me dijo que pensara marcharse». «Creo que mi padre lo ha invitado a última hora. Por eso no te habrá avisado —Teresa se echó a reír—. ¿Te das cuenta, David? Esta conversación es absurda. Después de tantos días sin vernos, perdemos el tiempo hablando de personas que no merecen la pena».

El mirador estaba lleno de veraneantes y Teresa prefirió ir al jardín, a aquella hora más solitario. Caminando a su lado, sentía la distancia, cada una de las dificultades del terreno; cuando llegamos a las escaleras de piedra que unían los dos lugares, los peldaños me parecieron más altos que nunca. En un momento de la bajada le tendí la mano para aligerar su esfuerzo; pero ella rehusó mi ayuda y siguió adelante.

Teresa hablaba de sus lecturas. Tenía, dijo, una pila de libros sobre la mesilla de su habitación, pero desde que las novelas de Hermann Hesse habían caído en sus manos no podía leer otra cosa. «¿Por qué está tan lejos de mí todo cuanto necesito para ser feliz?», recitó. «Tranquilo, David —dijo a continuación—. No pongas esa cara. No es más que una frase que he leído en el libro de Hesse». «¿Qué cara he puesto?». «La de un profesor a punto de perder la paciencia». «¡Por favor, por favor!», protesté. «Ya has empezado a enfadarte conmigo, David —dijo ella—. Siempre te enfadas». «Eso no es verdad, Teresa». «Sí que es verdad. El día de la visita también te enfadaste. Sólo porque te enseñé aquel cuaderno de tu padre». Le hice un gesto para que se callara, pero ella continuó hablando: «Ya sé que no estuvo bien. Pero necesitaba vengarme. Estaba obligada a devolverte el daño que me habías hecho. De lo contrario, me habrías perdido el respeto. Lo hice por eso, para ganarme tu respeto». Hablaba atropelladamente, sin tiempo de tomar aliento. «Cálmate, por favor». «No nos enfademos, David», dijo ella. Fue un susurro.

El jardín tenía parterres circulares de flores de color rojo, muros adornados de rosales, magnolios que, al lado de las hayas largas del bosque, parecían árboles blandos y decadentes. Contaba además, en su extremo, con un segundo mirador más pequeño que el de arriba, con tres bancos de madera. Teresa y yo nos sentamos en el de la mitad. Veíamos frente a nosotros todo el valle de Obaba y los montes que nos separaban de Francia.

«Se me nota bastante la cojera, ¿verdad?», dijo ella. «A mí no me parece», le contesté. «¿Te acuerdas, David? De pequeños todos los chicos jugabais aquí al fútbol, y cuando el balón se escapaba cuesta abajo iba yo a por él». Dos gorriones se posaron en la valla que teníamos delante. «Vienen a por las migas —explicó Teresa—. La cocinera les guarda los trozos de pan que quedan en las mesas. Se forma una banda entera en la puerta de la cocina». Como si quisieran darle la razón, los dos pájaros volaron hacia el hotel en cuanto Teresa terminó su frase. «No te preocupes —le dije—. Dentro de un mes, cuando ya estés bien, jugaremos aquí un partido de fútbol, y si perdemos el balón te mandaremos a ti a buscarlo». Teresa alargó las piernas: «¿Ves? La de la derecha está como lijada. Yo diría que tiene un centímetro menos de grosor». Sus piernas eran bonitas, poco carnosas y bien formadas; pero no parecían de la misma persona. Se me acercó y reclinó la cabeza en mi brazo. «He recibido un golpe muy duro, David», dijo en voz muy baja.

Permanecimos un rato en aquella postura, inmóviles. «Ya lo sé, Teresa. Pero pasará. Anímate», le dije al final. En determinadas circunstancias era mejor, y más honesto, recurrir a las fórmulas. «Lo más curioso es que yo no me daba cuenta de mi desgracia», dijo ella. Se levantó del banco y avanzó hasta la valla del mirador, que también era de madera, como los bancos. De pie contra las estacas, con el valle de Obaba y los montes de Francia al fondo, tenía el aspecto de quien posa para una fotografía. «Pero, ya sabes, siempre hay una persona desinteresada que te ayuda a poner los pies en el suelo. ¡Nunca mejor dicho!». Se rió, como si el doble sentido de la expresión la hubiera cogido por sorpresa. «¿Por eso estás enfadada con Martín?», pregunté. «No estoy enfadada con Martín. No es más que un chico vulgar. Un garçon grossier, como le llamaría Geneviève si tuviera la suficiente lucidez». Se me ocurrió entonces si sería yo el que le había empujado a tomar conciencia de su desgracia; pero ella nombró a la esposa de un tal teniente Amiani. «Ya sabes quién te digo. El otro día estuvo con vosotros en la terraza de la cafetería». «¿La Signora Sonia?». Teresa asintió con la cabeza. Estaba frente a mí, con los brazos hacia atrás, agarrándose a la valla. «Es una buena mujer, a su manera. Un poco pesada, a veces». Dejó la valla y se fue hasta otro de los bancos de madera. El sol le dio de lleno. «Me aburría en mi habitación y se me ocurrió bajar a la cafetería, a tomar un té en la terraza. Y allí estaba esa señora. Vino corriendo hacia mí, y dijo: “Poverina mia, Teresa!”. Puso tal cara, le salió tan de dentro, que comprendí de golpe lo que me había pasado. Hasta ese momento yo me había creído como una tonta las palabras de consuelo de Joseba y los demás. La verdad la escogió a ella para revelarse».

No podía añadir nada a aquella confesión. Teresa se me acercó. «¿Quieres venir a mi habitación?», dijo. Tenía lágrimas en los ojos. Me levanté, y la cogí del brazo.

Teresa abrió la puerta de la habitación número 27. «Ma tanière!», exclamó, cediéndome el paso. «¿Qué quiere decir tanière?», le pregunté. No me acordaba de su significado. «La guarida de un animal salvaje. De un lobo, por ejemplo». Se rió, y cogió el libro de Hermann Hesse que tenía encima de la mesilla para mostrármelo. Era una edición en castellano. El título del libro, El lobo estepario, estaba escrito en letras amarillas.

Era una habitación amplia, con dos ventanas. Al otro lado de los cristales, la falda del monte quitaba luz a toda la parte trasera del hotel. Dentro, además de libros, había muchas revistas esparcidas, pero en general imperaba el orden. La cama estaba hecha, y no se veían ropas encima de las sillas.

Teresa se fue hasta la ventana. «¿Ves eso blanco?». «¿Dónde?». «En ese árbol ancho. Arriba no, abajo». Lo vi. Estaba al pie de la ladera. «Es una diana, ¿no?». «La uso para hacer prácticas con la pistola». «¿Y los pájaros? ¿No disparas contra ellos?», pregunté. Tal como me había avisado, había un montón de gorriones en aquel lado del hotel. Revoloteaban y daban pequeños saltos en las inmediaciones de los cubos de basura, sin alejarse de la puerta trasera de la cocina. «No tengo nada contra los pájaros —dijo Teresa—. Mi objetivo son ciertos chicos tremendamente huidizos». Riéndose, me empujó para que perdiera el equilibrio y me cayera encima de la cama, pero sin la fuerza suficiente. «Soy una pieza grande, Teresa. No se me abate tan fácilmente», le dije.

Sacó del cajón de la mesilla la pequeña pistola de plata. «Pensé que no funcionaría, pero Gregorio la tenía a punto —dijo—. Ya te lo conté, ¿verdad? Ese criado de mi padre está empeñado en acostarse conmigo. Algunas noches llama a mi puerta. Viene y me pregunta: “¿Quieres un vaso de leche?”. ¡Un vaso de leche! ¡A quién se le ocurre!». Se descalzó, y se tumbó en la cama. «Ponte aquí, delante de mí», me dijo, dando pequeños golpes a la manta. «Supongo que me tendré que quitar los zapatos». Ella asintió. Le señalé la pistola: «Pensaba que tu padre te la regalaría al cumplir dieciocho años, no antes. Es lo que me dijiste el día que estuvimos en el camarote». Me senté a su lado. «Tienes razón, David. Pero luego, cuando la esposa del teniente Amiani me dijo aquello de poverina mia, subí a por ella. Quería pegarme un tiro. Los lisiados no podemos ser felices. Nunca podré ser feliz. Como tampoco lo será Adrián». «¿Sabes qué voy a hacer la próxima vez que subamos ahí arriba? —dije frívolamente—. Te pondré en la cabeza el casco que vimos la otra vez. Por si acaso». Apoyó un pie en mi vientre y me empujó. Cogí su pie. «Tenemos que volver a subir otro día», le dije. «¿Para qué? Esta habitación no es menos secreta. No puede entrar nadie sin mi permiso». Le acaricié la pierna. «Estoy pensando en escribir un cuento —dije—. Tratará sobre la guerra. No me vendría mal echar un vistazo a las cartas que había en aquella caja». «Pues están ahí, en el armario. El casco no lo bajé, pero los papeles sí. Aunque tampoco los tenía que haber bajado. No pienso volver a leerlos». «Quieres dedicarte en exclusiva a los libros de Hesse», le dije en tono burlón. «A ti también te gustarán, David». Ladeó el cuerpo hacia la mesilla. Dejó la pequeña pistola y cogió El lobo estepario.

El reloj de la mesilla marcaba las doce y media del mediodía. Era un día gris. El verde de la hierba parecía oscuro. «Va a llover —dijo Teresa, levantándose de la cama—. ¿Quieres que ponga un poco de música?». El aparato estaba en unas baldas que había junto a la puerta, y tenía discos a izquierda y derecha. Era rojo y blanco. «Es de la marca Telefunken, mi padre lo compró en Francia —me informó—. Y este disco también me lo trajo él, después de que se lo pidiera. Se porta muy bien conmigo». De pronto, su voz no era la misma. Ahora sonaba un poco ronca.

El plato del tocadiscos empezó a girar, la aguja se levantó automáticamente de su soporte. Una voz de mujer surgió de los altavoces. La melodía era muy lenta, algo melancólica. «¿Quién es?», pregunté. Teresa permanecía junto al aparato. «Marie Laforêt». Lanzó la portada del disco a la cama. La plage. La vie s’en va. Eran los títulos de las dos primeras canciones. Algo sonó al chocar contra el suelo, y levanté la cabeza. «Tenía una moneda en el bolsillo pequeño», dijo Teresa con la voz entrecortada. Estaba desnuda. «Te quiero mucho», dijo. Las tres palabras le robaron todo el aliento. «Ven aquí», le contesté, tumbándome en la cama.

«¡Cuánto más feliz sería si pudiera vivir así!», suspiró Teresa. Estábamos acostados uno junto al otro, ella fumando un cigarrillo, yo hojeando el libro de Hesse y leyendo las frases y los pasajes que ella había subrayado. «¿Sola, quieres decir? ¿Sin familia?». Me esforzaba porque mi voz sonara natural. «Sobre todo lejos de Geneviève y de Martín. Con mi padre me llevo mejor, ya te lo he dicho antes. Ya sé que a ti no te gusta mucho, pero es por sus ojos». Negué aquello. Ella exhaló el humo del cigarrillo. «Puede que lo de sus ojos se arregle. Nos han dicho que en Francia curan muy bien las conjuntivitis crónicas. El otro día llamó a un hospital de Burdeos y le confirmaron que llevan un par de años haciendo esa operación».

Los pasajes subrayados del libro de Hesse eran muy dramáticos. Lejos de identificarme con ellos, como Teresa o Adrián, me disgustaban. Me volví hacia la mesilla y dejé el libro entre el cenicero y la pistola. Al tumbarme de nuevo, Teresa se incorporó, y nos besamos. Sus labios sabían a tabaco. «¿Qué tenían que hacer nuestros parientes en Madrid?», le pregunté. «Han ido a hablar con ese boxeador tan famoso. Quieren traerlo para que dé brillo a la inauguración del campo de deportes. Y del monumento, claro». «¿Te refieres a Uzcudun?». Lo había visto más de una vez en la televisión. Le hacían entrevistas a menudo. «Creo que se llama así. Va a ser una gran celebración». Se sentó, y apagó el cigarrillo en el cenicero. Por un momento, recuperó el rostro que tenía antes de la enfermedad, como si se hubiera despojado de una máscara. Se echó a reír. «Me estás tomando el pelo, David. Estás al corriente de todo». «No sé nada, Teresa. De verdad. Sólo que la inauguración tendrá lugar durante las fiestas del pueblo». Se puso encima de mí, a cuatro patas. Sus pechos eran redondos. «Vais a participar todos. Tu padre pronunciará el discurso; tú tocarás el acordeón; Geneviève se encargará del banquete que será ofrecido a las autoridades y a toda la gente importante. Y por la noche se celebrarán combates de exhibición aquí mismo, en el mirador, y le pondrán una medalla a Uzcudun. Le van a nombrar hijo predilecto de Obaba». Con cada afirmación me iba dando besos en la boca; más bien golpes. Acaricié sus pechos. «¿Cómo sabes tanto?». «Todo lo que tiene que ver contigo me interesa». La abracé. «¿Te quedan fuerzas para hacerlo de nuevo?», me preguntó. «Supongo que sí». «Esta vez será más fácil». Me metió la lengua en la oreja.

Teresa cogió el teléfono. «Voy a llamar a Gregorio», dijo. «¿Para qué?». «Son ya las tres. Hay que comer algo. ¿Te gustan los sándwiches vegetales? En la cocina los preparan con salsa rosa. Están buenísimos». «No quiero que los traiga Gregorio, Teresa». «No entrará en la habitación, David. Dejará la bandeja al lado de la puerta. Él es un criado». Sonreía, pero mostraba de nuevo el rostro de después de la enfermedad. Sus ojos de color aceite no expresaban ninguna alegría; al contrario, hacían que la sonrisa pareciera cruel.

Insistí en mi negativa. No quería que aquel chico se acercara a la habitación. No me fiaba. De una manera o de otra, Teresa le daría a conocer lo que había pasado entre nosotros, lo humillaría en mi presencia. «Pues, no sé cómo nos las vamos a arreglar. Ya te he dicho que el otro camarero del hotel se ha marchado a Madrid con su padre». Se refería a su hermano. Martín ayudaba en el hotel de vez en cuando. «Entonces tendré que ir yo misma», decidió al fin.

Apenas puso los pies en el suelo, frunció los labios y se llevó la mano a la espalda. «Me duele un poco si hago movimientos bruscos. El cuerpo no acaba de acostumbrarse a la cojera, y protesta». Se quedó como una estatua, con los ojos cerrados, esperando a que remitiera el dolor, y la luz de la ventana resaltó su figura: sus líneas, desde el cuello hasta las rodillas, eran armónicas. Me pregunté si el cuerpo de Virginia sería tan bonito como el que estaba contemplando. Tal vez no. Y, además, Teresa estaba dispuesta —lo había repetido una y otra vez mientras me besaba— a dármelo todo. Por un momento, pensé que podríamos empezar a salir juntos.

Entró en el baño, y unos minutos más tarde salió vestida con unos pantalones vaqueros y una blusa de color esmeralda. «¿Qué tal me sienta esta ropa? La llaman prêt-à-porter, y a los franceses les encanta. No a Geneviève, claro. A ella sólo le gusta el estilo clásico». «Te queda muy bien. Nunca te había visto así de guapa». Se acercó a darme un beso. «¡Qué bien te estás portando hoy! ¡Estoy asombrada!». La sonrisa le llegó esta vez hasta los ojos de color aceite. Abrió la puerta de la habitación. «Te llamaré desde la cocina para comentarte el menú. Igual hay algo mejor que los sándwiches vegetales».

«Teresa —le dije, a la vez que me levantaba de la cama—. ¿Me dejas echar un vistazo a esas cartas de tu padre?». Se quedó un momento parada. «¡Ah, sí! —exclamó por fin—. ¡Los papeles de la guerra!». Abrió el armario y sacó la caja de cartón que había visto en el camarote del hotel. «Yo en tu lugar no escribiría cuentos sobre la guerra. Los temas de Hermann Hesse son mucho más interesantes. ¡Y no digamos las canciones de amor! ¿Por qué no escribes canciones de amor? Mira qué bonita es ésta». Sacó un disco y lo puso en el plato. «To You, My Love. Es de un grupo británico. The Hollies —me pareció que pronunciaba bien el inglés—. ¿Los conoces?». Le dije que no. «En cuestión de música estás démodé, David». La canción era un poco triste, pero tenía encanto.

Teresa permaneció junto a la puerta, pensativa, susurrando la letra en inglés, repitiendo el estribillo: to you, my love, to you, my love. «La culpa la tengo yo», dijo resignada, en el mismo tono que la canción. «¿Por qué dices eso?». «Estás hecho un lío con esas historias de la guerra. No debía haberte enseñado ese maldito cuaderno de tu padre. Ahora te encuentras completamente descaminado. ¡Un cuento sobre la guerra! ¡A quién se le ocurre!». Se volvió hacia mí y me pegó en la frente con la palma de la mano. Le rodeé la cintura y la saqué al pasillo. «Eso mismo te van a decir en la cocina. ¡A quién se le ocurre comer pasadas las tres de la tarde!». Le di un beso en la mejilla. Ella me empujó hacia la habitación. «No te quedes aquí fuera. No me gusta que nadie me mire por la espalda». Cerró la puerta. «Te llamaré para informarte del menú», dijo desde el otro lado.

Humberto, Goena el viejo, Goena el joven, Eusebio, Otero, Portaburu, «los maestros», «el americano». Había memorizado la escritura de cada uno de los nombres, y podía representármelos como se representaría un botánico la hoja de la planta más común. Cogí de la caja un sobre en el que ponía: Antonio Gabirondo, Frente del Jarama, y saqué la hoja de papel. Al pie de la carta, la firma era bien clara: Martxel.

Me sorprendí al leerlo. Costaba aceptar que aquél había sido, «Martxel», el nombre íntimo y familiar de Berlino. Era un diminutivo cariñoso, y parecía destinado a un buen hombre. Encima de la firma, con letras que se inclinaban hacia atrás, estaba la despedida: «Zuek eutsi or tinko guk eutsiko zioagu emen eta» —«Vosotros manteneos firmes ahí, que nosotros nos mantendremos firmes aquí»—. Aun sin quererlo, aquellas palabras resonaron dentro de mí con la entonación de Ubanbe y Opin, con el acento de «los campesinos felices», y tampoco aquello era fácil de admitir. Que yo recordara, Berlino hablaba siempre en castellano.

Humberto, Goena el viejo, Goena el joven, «los maestros», «el americano». No había duda, era la misma letra. Aquellos nombres de la lista los había escrito Berlino, Martxel. Y casi seguro que «Otero» se debía también a su mano. En cambio «Eusebio» y «Portaburu» no eran obra suya. Seguramente —la cuestión quedaba ahora mucho más clara— habían sido escritos por su íntimo amigo Ángel.

El alivio que sentí en un primer momento no duró mucho. Berlino parecía el principal responsable, pero Ángel seguía siendo un asesino. No únicamente un ingenuo que, en la confusión de la guerra, se había visto envuelto en una situación comprometida; tampoco un cobarde que las circunstancias habían empujado a hacerse cómplice. No sólo eso, por desgracia.

El teléfono comenzó a sonar con fuerza suficiente como para asustar a los pájaros que se movían alrededor del hotel, y para cuando me di cuenta ya estaba incorporado en la cama y con el auricular en la mano. Con el movimiento hice volcar la caja que me había dado Teresa, y las cartas y el resto de los papeles cayeron al suelo. «¿Qué hay de bueno en la cocina?», pregunté. La persona que estaba al otro lado guardó silencio. «¿Sí?», pregunté. «Quiero hablar con Teresa», dijo Geneviève con mucha cautela, como si le diera miedo hablar. «Soy David. He venido a hacerle una visita a Teresa». «¡Ah! No te había reconocido», dijo ella. Pero sin relajarse. Se preguntaba sin duda qué hacía yo en la habitación de su hija después de que Teresa se hubiera curado. «No está aquí. Ha bajado a la cocina a comer algo. Yo me he quedado leyendo el libro de Hermann Hesse». Me senté en el borde de la cama. Tuve la impresión de que Geneviève me veía a través del teléfono, y que su reserva se debía a mi desnudez. Estaba sudando. «¿Querrás darle un encargo? Dile que he llamado desde Pau. Que ya está admitida en el colegio». «Que ya está admitida», repetí. «Ya sabes. No pudo acabar el curso por culpa de la enfermedad. Pero aquí lo podrá recuperar sin perder un año». «¿Y no puede ir a las francesas de San Sebastián?». Era el colegio de Teresa. «No. Tendrá que venir aquí». «No está tan lejos», dije. «Sí, está lejos. La carretera es pésima. Esta mañana nos ha costado llegar casi cuatro horas. Pero no hay otro remedio». Colgó el teléfono, después de pedirme que no me olvidara de darle la noticia a Teresa.

Teresa pudo por fin controlar su llanto, y recordó en voz alta la frase de Hermann Hesse: «¿Por qué está tan lejos de mí todo cuanto necesito para ser feliz?». Estaba acurrucada a mi lado, con la cabeza metida bajo la sábana. «Odio a Geneviève», dijo. «Odiar a los padres es algo muy normal», dije yo. «¿Tú a quién odias más, a tu padre o a tu madre?», me preguntó. «A mi madre no la odio. Al contrario. ¡Pero a mi padre lo odio con todas mis fuerzas!». Pronuncié la frase con tal vehemencia que ella sacó la cabeza de debajo de la sábana para ver mi cara. «Esta última temporada he estado en casa —continué—, y te aseguro que no exagero. Pienso marcharme a Iruain tan pronto como pueda». Había tomado la decisión mientras hablaba.

La cortina no cubría toda la ventana, y en el trozo de alféizar que quedaba a la vista se posaron dos pájaros; quizás, pensé, los mismos que había visto unas horas antes en la valla del jardín. Se quedaron mirando adentro, al sándwich que había dejado Teresa encima de la mesilla. «No has comido nada», le dije. «Estoy demasiado triste para comer». «¿Quieres bajar a la cafetería a tomar algo? Te sentará bien salir de aquí». «¿Conoces Pau?», preguntó ella. Le dije que no. «Yo sí. Las monjas del colegio nos llevaron una vez de excursión. La mitad de las chicas nos mareamos en el autobús». «Pero es una ciudad bonita, ¿no?». «Lo mejor que tiene son los zapatos. Hacen unos zapatos preciosos. Cuando vaya me compraré veinte pares. Ortopédicos, claro. Zapatos especiales para personas que han sufrido la polio». «No te compres veinte pares. Cómprate cuarenta», bromeé. «Tú estás contento, ¿verdad, David?». «Sí y no», respondí con prudencia. «Me voy a ir lejos, por eso estás contento». «No es verdad». «¿No?». «No». Los pájaros habían desaparecido de la ventana.

Sin ruidos, sin movimiento, la habitación número 27 del hotel Alaska parecía quedar fuera del mundo. «Pero no te vas a librar, David —dijo Teresa metiéndome su rodilla entre los muslos—. Vendré todos los sábados a buscarte. O si no irás tú a Pau». «En la nueva Velosolex», afirmé. Mi madre le había dicho a Ángel que me comprara una de aquellas motos pequeñas, que no requerían carnet de conducir, para que pudiera ir más cómodamente al tren. «No te van a comprar una Velosolex, sino una moto más grande. Una Guzzi, según creo. De color rojo». «No sé cómo puedes saber tanto». «Ya te lo he dicho. Estoy siempre atenta a lo que puedan decir de ti. Así fue como me enteré de que cuentan contigo para que les amenices la fiesta el día de la inauguración del monumento. Y así supe también lo de la Guzzi. La idea se la dio a tu padre la mujer del teniente Amiani, la Signora Sonia».

Teresa cambió de tono. «David, tienes que prometerme una cosa». «Que iré a visitarte a Pau», le dije. «Me encantaría, ya lo sabes. Pero ahora tengo otra petición». «Adelante», le dije. Sentía que la habitación número 27 se alejaba cada vez más del mundo, que era una nave espacial en un órbita muy lejana. Me llegaba la respiración de Teresa, y nada más. «Me gustaría que aceptaras tocar el acordeón el día que inauguren el monumento. Hazlo por mí, David. No por mi padre ni por ese tal Uzcudun o como se llame». «¿Por qué tienes ese capricho?». «Ese día estaré aquí, y te sacaré un montón de fotos. Y luego las pondré en la habitación de la residencia de Pau. Llenaré una pared entera con tus fotos». «Me estás tomando el pelo.» «No. Hablo en serio. ¿Sabes cuándo me enamoré de ti? —se incorporó en la cama, y me dedicó una sonrisa muy bonita—. La primera vez que tocaste el acordeón en el baile del hotel. Salí al mirador y te vi encima del tablado con un acordeón nacarado. Desde entonces estás en mi corazón». Me quedé callado. «No es un capricho, David. Es algo más profundo». «Supongo que no puedo negarme». «No, no puedes». «Está bien. Tocaré en la ceremonia de inauguración, y tú me sacarás fotos». Me besó. «Ese día te haré muchas cosas. Todos se darán cuenta de lo que hay entre nosotros». La habitación número 27 surcaba el espacio rumbo a la Tierra. No era un travesía fácil.

Teresa empezó a reírse. «¿Qué te pasa ahora?», le dije, separándome de ella. «¿Sabes qué piensa estudiar Martín? Pues, ¡Imagen! —le costaba continuar. Se partía de risa—. ¿Y sabes por qué ha elegido eso?». «¿Para irse a Madrid?» «No. Porque es una carrera fantasma. No es una carrera de verdad. Por lo visto tienen problemas y no se imparten las clases. Dan aprobados generales. Y lo más gracioso es que Geneviève no se entera. Está encantada con su hijo. Cree que va a hacer una carrera moderna. En serio, parece tonta. Me ha decepcionado».

Sus palabras se deshacían en el aire. El silencio envolvía el hotel. «¿No te apetece bajar a la cafetería?», le dije. «Sí, pero no puedo ir desnuda. Y yo quiero estar desnuda a tu lado». Se dio la vuelta hacia la mesilla y cogió un cigarrillo. Antes de encenderlo, retiró la pequeña pistola de encima del libro y puso el cenicero en su lugar.

Miré el reloj. Eran las seis menos cuarto. Geneviève se encontraría en algún punto de la carretera que iba de Pau a Bayona. Berlino, Ángel y Martín no habrían salido todavía de Madrid. «Martín se ha metido en un negocio, no sé si sabes —dijo Teresa—. Conoció a los propietarios de un club y se ha asociado con ellos. Los trajo al hotel hace unos meses. Gente repugnante». Otro pájaro se posó en el alféizar. También éste fijó su mirada en el sándwich que había encima de la mesilla. «Los pájaros están hambrientos», dije. «Deberían fumar, como yo. El tabaco mata el hambre». Teresa exhaló con fuerza el humo de la boca, y el pájaro de la ventana alzó el vuelo.

Estuvimos unos momentos en silencio. «Dice Joseba que no entiende que te quedes en Obaba». El comentario me cogió desprevenido. «¿Sabes cómo le llama Adrián a Joseba?», le dije. «No». «Jefe de personal. Le gusta organizar la vida de la gente». Teresa ignoró mi comentario. Dejó el cigarro en el cenicero y alcanzó el libro de Hermann Hesse de la mesilla. Empezó a hojearlo. «Serás el único —dijo—. Todos los demás van a ir a estudiar fuera». Así era. Susana y Victoria pensaban estudiar Medicina en la Universidad de Zaragoza; Joseba y Adrián irían a Bilbao, uno a hacerse abogado y el otro ingeniero. «¿Cómo se llama lo que vas a estudiar, David? No me acuerdo del nombre». Seguía pasando las hojas del libro, en busca de algo.

Yo iba a hacer una nueva carrera que habían programado los jesuitas. Era conocida como ESTE —Estudios Superiores Técnicos de Economía—, y a mi madre le gustaba repetirme que los alumnos que obtuvieran el título serían al mismo tiempo abogados y economistas. Teresa encontró la página que buscaba, y empezó a leer: «No había para él una idea más odiosa y sombría que la de tener un cargo, que la de doblegarse a un tiempo medido, que la de obedecer a otros. Un despacho, una cancillería, un negociado, le parecían a él más rechazables que la propia muerte…».

El humo del cigarrillo dibujaba líneas onduladas en el techo de la habitación, y el trozo de cielo que no tapaban las cortinas presentaba el mismo color gris que cuando llegué. «¿Pongo un poco de música?», dije. Necesitaba moverme. «David, tú también me has decepcionado un poco. ¿Quieres saber por qué?». «Sí, dímelo». «Yo pensaba que eras como Harry, el protagonista del libro. Pero ahora no estoy segura. Se te presenta la oportunidad de marcharte de casa para ir a la universidad, y decides no despegarte de las faldas de tu madre. Y para colmo eliges esa carrera. ¿Qué interés puede tener ser abogado y economista? ¿Qué es lo que quieres? ¿Pasarte toda la vida trabajando en un banco?». El tema me resultaba insufrible, me agobiaba. «Es por la Guzzi —le dije—. Me hace una ilusión enorme andar en moto». Me libré de su abrazo, y puse en marcha el tocadiscos. To you, my love. Empecé a vestirme. «Deja las ropas donde estaban», me dijo ella. Tenía la pequeña pistola en la mano, y me estaba apuntando. «Ponla mirando para otro lado, por favor», le pedí. «Tiene el seguro puesto. Mira». Apretó el gatillo, pero no oí ningún ruido. Supuse que una pistola tan pequeña sería silenciosa, que aunque se disparara, la detonación apenas se oiría con la música. «¿Sabes qué se me ocurre, David? Podemos ir por el mundo como Bonnie and Clyde. ¿Has visto la película? Yo la vi el otro día con Adrián y Joseba, y te aseguro que me encantó. Es sobre una pareja que se dedica a atracar bancos».

Fui a la ventana y descorrí las cortinas. Allí estaban el cielo gris, el monte verde, la diana blanca y negra, los gorriones de color pardo a las puertas de la cocina. Como antes, sin cambio alguno. Era inútil, el tiempo no avanzaba. Las ruedas del coche que traía a Geneviève de Pau se habían parado. También las del Mercedes que conducía Ángel.

El tocadiscos se calló. Lo puse nuevamente en marcha. To you, my love. Al girar, el disco se llevaba el mundo tras de sí, pero sólo por un momento. Mi reloj señalaba las seis y veinte.

«No me dirás que quedarte toda la vida en este pueblo te parece mejor que hacerte atracador», me dijo Teresa. Se había puesto el cañón de la pistola entre ambos pechos. Me senté en el borde de la cama. «Haré los tres o cuatro primeros años en San Sebastián, y luego me iré a Bilbao. Terminaré la carrera en Deusto». Deusto pertenecía también a los jesuitas, y era la universidad más valorada por mi tío Juan. Me habría matriculado allí desde el principio si mi madre no me hubiera pedido que hiciera los primeros cursos en San Sebastián. Quería a mi madre, no me parecía bien dejarla sola en Villa Lecuona.

«Si no te convence lo de los atracos, podemos probar alguna otra cosa», me dijo Teresa cogiéndome de la mano. Le quité la pistola y la dejé sobre la mesilla. Ella acabó de apagar el cigarrillo que se consumía en el cenicero. «Podemos viajar por todas las ciudades españolas. Dice mi padre que a los artistas callejeros se les echa más dinero en España que en Francia. Tú tocas el acordeón, y yo bailo». «¿Y nuestro nombre artístico?». Teresa me rodeó el cuello con sus brazos. «Pirpo y la bailarina coja», dijo. «Pirpo es un nombre bonito», comenté. «Creo que un amigo de ese boxeador, de Uzcudun, se llama así. Se lo he oído a mi padre». «Veo que hablas mucho con tu padre». Ella se me puso encima. «David, ¿te has asustado cuando te he apuntado con la pistola?». «No». «Sí, te has asustado. Y con razón. Sabes perfectamente que soy capaz de vengarme. Como cuando te entregué el cuaderno del gorila. Pero esta vez sería peor. Te dejaría incapacitado». «¿Incapacitado para qué, si se puede saber?». Pretendía alcanzar de nuevo la pistola, y le sujeté la mano. «Déjame. Es una idea fantástica. Así seré tu única mujer». Riéndose, quiso alargar la otra mano hacia la mesilla.

El cajón de la mesilla tenía una llave, y encerré allí la pistola. Por un momento, me quedé indeciso, no sabiendo qué hacer con la llave. «No tienes bolsillos. Es un problema», dijo Teresa riendo con más fuerza. Abrí la ventana y la lancé fuera. Cinco o seis gorriones echaron a volar. «Ven, David». Teresa estaba tendida en la cama con las piernas abiertas. «Si quieres pegarme, hazlo», dijo. «¿Cuándo vamos a salir a tomar un poco el aire?», le pregunté, poniéndome a su lado. «Espera un poco. Si quieres, dentro de un rato podemos ir a hacer prácticas con la pistola». «No podemos sacarla del cajón». «Tengo otra llave. Soy una chica muy precavida —me dio un beso, demasiado húmedo, desagradable—. Soy una chica muy mala. Deberías pegarme», me dijo. Olía a sudor. Y a tabaco. «Te voy a aplastar», le dije. Ella me lamió la cara.

El pájaro cayó muerto junto a la diana. Quise volver al instante anterior al disparo; pero la bala no retrocedió, mi dedo siguió apretando el gatillo. «¡Qué he hecho yo ahora!», grité. Teresa se agachó ante el pájaro. «Aún tiene los ojitos abiertos. Tendrás que rematarlo», me dijo. No me moví. «Mira, mira cómo los abre —insistió—. Pronto, David. Más vale morir que estar sufriendo». No acertaba a decir nada, estaba empapado de sudor. «No pesa nada —dijo ella, con el pájaro en la palma de la mano—. Tiene el cuerpo tibio». Avanzó un paso hacia mí: «Cógelo. Termina lo que has empezado».

De repente, lo arrojó contra mí como si fuera una piedra. Sentí el golpe en el pecho. «¡Estate quieta!», le grité. Hice ademán de tirar la pistola. «¡No, no la tires! Recuerda que lo tienes que rematar». Teresa se estaba riendo. «¿Qué dices? ¡Si está muerto!». Lo miré mejor: la diminuta cabeza del pájaro caía hacia un lado; su ojo era un frunce. Arrojé la pistola al pie de un árbol. Teresa fue a recogerla.

Regresó malhumorada, examinando la pistola. «No sé por qué te pones así. En un solo día los niños de Obaba matan veinte pájaros como éste con sus escopetas de balín». «Pero ¿cómo puede ser?». No me cabía en la cabeza lo que había pasado. «¿Cómo quieres que sea? —repuso Teresa, perdiendo la paciencia—. Tú has disparado a la diana, pero no es tan fácil acertar. Y ese pájaro tonto se ha puesto delante. No ha sido culpa tuya». A mí me parecía que sí. Que hacía tiempo que debía estar en casa. Serían cerca de las ocho. Geneviève tardaría todavía un par de horas en llegar, como mínimo. Berlino, Martín y mi padre mucho más. El gris del cielo era ahora más oscuro.

Teresa dejó el pájaro en un cubo de basura. Al volver, sus ojos de color aceite estaban empañados. «Ha sido nuestra primera discusión, David. Hemos empezado muy pronto. El mismo día que hemos hecho el amor por primera vez». Se dirigió nuevamente al cubo de basura. «¿Qué vas a hacer?», le pregunté. Pero ya lo sabía, iba a recuperar el pájaro muerto. «Buscaré un paño bonito, y lo enterraré envuelto en él. No sé cómo se me ha ocurrido tirarlo a ese cubo asqueroso. He sido muy cruel —lo acariciaba con la mano—. ¿Sabes? A mí me espera la misma suerte que a este pájaro. Te escribiré desde Pau, y tú echarás mis cartas a la basura». «Pensaba que preferías identificarte con el lobo de Hermann Hesse», observé. No estaba dispuesto a que me mareara con sus cambios de humor.

De una de las ventanas del piso de arriba empezó a salir una música. «Es nuestra canción», dijo Teresa. Presté atención. To you, my love. Tenía razón. Su tocadiscos estaba de nuevo en marcha. «¿Quién anda en tu habitación?». Me vino a la cabeza Geneviève, pero no podía ser. Aun cuando hubiera estado en la habitación de su hija, no habría puesto la música de los Hollies. «Es ese perro —dijo Teresa con desprecio—. Habrá andado husmeando entre las sábanas». «¿Gregorio?». «Sospechaba que se había hecho con una llave de mi habitación. Ahora no me cabe duda».

Me fijé en un muchacho que atravesaba el aparcamiento a todo correr. «¡Sebastián!», le llamé. No me habría alegrado más de haberse tratado del mismo Lubis. «Ire bila nitxabilen, David» —«Te estaba buscando, David»—, dijo él acercándose. «¿Qué ha ocurrido?», le pregunté. «Que ya está la moto. Me lo ha dicho tu madre. Y que vayas corriendo a casa, que el mecánico te explicará cómo funciona». Respiré aliviado. Sebastián miró a Teresa. «¿Qué tienes en esa mano?», le preguntó. «Un pájaro muerto». «Ahí no, en la otra». «Una preciosa pistola. ¿Te apetece probarla?». Teresa le ofreció el arma y él la cogió con decisión. «¡Qué birria! ¡Prefiero mil veces una escopeta de cartuchos!», exclamó devolviéndosela.

Teresa y yo nos dimos el beso de despedida. «Ha sido el día más feliz de mi vida», dijo. «Me alegro». «Más te alegras de que me vaya a Pau». «Eso no es verdad —protesté—. Además, todavía no te vas a ir». «¿Que no? Tú no conoces a Geneviève. Mañana dormiré en la residencia, seguro». Sebastián me indicó con una señal que me esperaría en el aparcamiento. «Cumplirás tu promesa, ¿verdad?», dijo Teresa. «El día 16 tocaré el acordeón, y tú me harás las fotos», le aseguré. «Ese día volveremos a estar juntos —me tendió la mano—. Hasta entonces», añadió, echando a andar hacia el hotel. «¿Vas a escribirme?». «No, David». «¿No?». «Nunca me contestas. Y si alguna vez te da por hacerlo, mientes. Después de lo que ha pasado hoy, no me sentaría muy bien». No se me ocurrió ninguna respuesta. «Deja el pájaro antes de entrar», le advertí, viendo que todavía lo sostenía en la mano. «Quiero regalárselo a Gregorio», dijo ella, siguiendo hacia el hotel.

Sebastián miraba con atención un coche del aparcamiento. «¿Ves algo?», pregunté. «No mucho, pero quiero ser mecánico y hay que aprender». «¿Mecánico? ¿De verdad?». «¡No querrás que sea pastor, como mi padre! ¡Yo no quiero pasarme la vida en esos montes de Navarra!». Nos montamos los dos en mi bicicleta, él atrás, con los pies apoyados en las mariposas, y salimos cuesta abajo. «No sabes qué moto tan bonita. De color rojo. Tienes que dejarme dar una vuelta», me dijo a gritos. «¿Sabes andar?». «¡Cómo no voy a saber! Es mucho más fácil que montar a caballo». Le prometí que le dejaría. Por fin se estaba haciendo de noche. En las pocas casas que había junto a la carretera las luces estaban encendidas.

XIV

A finales de agosto comenzó a llover, y los montes y bosques que rodeaban Iruain quedaron ocultos detrás de la niebla. Más cerca de la casa, los árboles solitarios tenían las hojas mojadas y pesadas, y parecían dibujos, recortes pegados. Más cerca todavía, Faraón, Ava y los demás caballos comían hierba con parsimonia. Y la hierba era muy verde; y el camino del valle, lleno de barro, amarillo; el tejado de la casa de Lubis, rojo, rojo oscuro. Y el cielo, blanquecino, como la niebla.

Pasaba horas y horas sin salir de casa, mirando a la lluvia y ensayando con el acordeón. No me apetecía hacerlo, o peor aún, me fastidiaba tener que colaborar en la fiesta de inauguración del campo de deportes; pero me sentía obligado a ello por la promesa que le había hecho a Teresa. «Tu participación ha sido la mejor noticia que hemos tenido en mucho tiempo», me había dicho Martín con una solemnidad que no hubiera imaginado en él. Me hablaba, según dijo, en nombre de Berlino y de Geneviève. Luego me entregó una nota de mi padre: la lista de las piezas que tendría que interpretar.

El tío Juan me miraba con disgusto cada vez que me veía con el acordeón. Una tarde, me puse a ensayar el himno español en la cocina, y él ya no pudo aguantar más: «¡No quiero oír esa música en esta casa!». Me apuré mucho. «Tengo que tocarla en la inauguración, tío. Y todavía no me sale bien», intenté justificarme. «¿Y por qué tienes que tocar delante de esos fascistas?». «Lo prometí, tío, y no me puedo echar atrás». «¿Y en qué pensabas al prometer semejante cosa?». Estaba furioso. Se marchó dando un portazo.

Durante los días siguientes no me arrimé al acordeón, y la mayor parte del tiempo se me fue de vacío, sin hacer nada, tumbado en la cama o sentado ante la ventana de la cocina. A veces me obligaba a coger un libro a fin de leer algo, un poema de Lizardi o una de las cien narraciones policíacas; pero perdía pronto la concentración y dejaba que mis ojos mirasen por la ventana, hacia la niebla, hacia la lluvia. El gorila del cuaderno volvía entonces a hacerse presente, y yo comprendía, con más claridad que nunca, lo que expresaba su mirada. No lo que pensé en un principio: «¿Crees que tu padre fue un asesino?». No una pregunta como aquélla, sino una aseveración: «David, ya es hora de que lo aceptes. Tu padre intervino directamente en la muerte de esa gente. Sobre todo en la de Portaburu y Eusebio». Aquel pensamiento me quitaba el aire, y tenía que salir de casa a caminar bajo la lluvia. Luego me acostaba. Y en la cama, tratando de tranquilizarme, buscaba en el recuerdo la imagen de Virginia. «Algún día se repetirá nuestro paseo entre los castillos de tablas —pensaba—. Ese día seré feliz».

Transcurrían los últimos días de agosto. Casi siempre me veía solo, porque Juan se pasaba la mayor parte del tiempo fuera, en Biarritz o en San Sebastián, y porque Lubis se veía obligado a trabajar el doble a causa del trastorno que, como siempre que se acercaban las fiestas, sufría su hermano Pancho. Recaían ahora en él tanto la tarea de cuidar los caballos, como la de coger a Moro y subir al bosque con la comida para los leñadores. No tenía tiempo de venir a verme y charlar un rato.

Vi una mañana, desde la ventana de la cocina, que los dos hermanos gemelos de Sebastián jugaban con lo que parecía una gran piedra, más allá del cercado de los caballos. Pensé que la piedra era muy blanca, y que los dos niños la desplazaban con mucha facilidad, pero no le di mayor importancia. Tampoco me hizo recapacitar el empeño que ponían en aquel juego a pesar de la lluvia. Al fin y al cabo, eran niños atrevidos, que vivían según leyes antiguas. Temerosos del trueno, tal vez; pero no de la lluvia.

Al mediodía Juan entró en la casa a cambiarse de ropa tras un paseo con Faraón. Estaba lavándose las manos en el fregadero cuando levantó la vista y exclamó: «¡Qué están haciendo esos niños! ¡Qué tienen en las manos!». Pero ya lo sabía, lo comprendió en cuanto abrió la boca. Farfulló algo que no entendí, y salió fuera.

Se dirigió hacia el pabellón, llamando a Lubis. «No está aquí, tío. Ha tenido que ir a la serrería», le dije, corriendo tras él. Se encaminó entonces hacia el puente, y entró en el cercado de los caballos. Yo le seguí. «¡Ahora no, Faraón!», gritó a su caballo, que se estaba acercando. «¿Adónde dices que ha ido Lubis?», me preguntó con el ceño fruncido. «Le toca hacer el trabajo de su hermano. Está en el bosque, repartiendo la comida entre la gente de la serrería». «Ese Pancho está cada vez más vago. ¡Va a acabar por hartarnos a todos!», contestó levantando la voz. En cuanto nos avistaron, los gemelos huyeron corriendo.

Lo que yo había tomado por una piedra blanca era el cráneo de un caballo. Se encontraba junto a una estaca, y tenía las cuencas de los ojos taponadas con barro. Unos cinco metros más allá, en medio de un rectángulo de cal, asomaba una hilera de costillas. Había además una especie de terrones esparcidos alrededor del rectángulo, sobre la hierba mojada. «¡Qué porquería!», exclamó el tío con asco. «¿Qué es esto?», pregunté. «¡Que te lo digan esos de ahí arriba!», me contestó. Dos cuervos volaban hacia la niebla.

El tío recogió el cráneo con cuidado, y lo colocó a continuación del costillar, dentro del rectángulo de cal. «Era un caballo estupendo. Se llamaba Paul —guardó silencio, concentrado, como si rezara—. Lo mató un cazador. Estaría de mal genio por no haber podido cazar nada en el bosque, y decidió desquitarse. Vio a Paul comiendo hierba, y le pegó un tiro. Caza mayor».

Empezó a bajar a grandes zancadas, siguiendo la valla. «Hay que avisar a Lubis. Y a Ubanbe. Tendremos que enterrar el caballo por segunda vez». Pasamos por delante de Ava, Blaky, Zizpa y Mizpa. Separado del grupo, Faraón pacía solo, a unos metros de distancia. «Era árabe, igual que Faraón —añadió el tío Juan. Caminaba cada vez más deprisa—. Valía cinco mil dólares en aquella época. Y lo dejaron seco de un tiro». «¿De dónde era el cazador? ¿De Obaba?». Nos quedaban unos pocos metros para llegar al camino, y no me contestó hasta haberlos recorrido: «No es seguro que fuera un cazador. Algunos dijeron que fue la guardia civil. Que andaban patrullando en busca de un ladrón y que, como hacía un tiempo como el de hoy, lo confundieron con Paul. Pero no sacamos nada en claro. Si yo hubiese estado aquí, el asunto no habría quedado así».

No lo ponía en duda. Él era una persona enérgica. No había más que ver las huellas que iban dejando sus pies en el barro. «¿No sabías nada?». Le dije que era la primera vez que oía hablar del caballo muerto. «¿No te lo ha contado Lubis?». Insistí en que no. «¿Y Ubanbe o Pancho tampoco?». Negué por tercera vez. «Tus preguntas siempre me pillan por sorpresa, tío», le dije. Empezaba a darme rabia. «¡Vives en la inopia, David!», exclamó él.

El perrillo de la casa de Lubis salió al camino y se quedó mirándonos moviendo la cola. Como hacía con los caballos, el tío solía dar azucarillos a todos los perros del barrio; «para que no me ladren, no porque les tenga cariño», según decía. «Hoy vengo con los bolsillos vacíos. He salido corriendo de casa», dijo al perrillo. Dio unos pasos hacia la puerta de la casa y se detuvo de golpe. «Hubo también otra versión —me dijo entonces—. Se rumoreó que fue Ángel el que disparó contra Paul». «¿Mi padre?», pregunté.

El perrillo se quedó sentado a nuestro lado, como si quisiera participar en la conversación. «Me enteré de lo ocurrido por medio de él —continuó el tío, bajando la voz—. Me llamó a Stoneham completamente fuera de sí. “¿Por qué te pones así?”, le dije. “Si tú te pones así, ¿cómo debería ponerme yo? Ese caballo valía cinco mil dólares”. Al final sacó fuerzas para contarme lo que le pasaba. Le habían calumniado, y le atribuían a él la muerte del caballo. La cosa quedó así. Luego, al volver de América, Lubis me contó lo demás».

Al oír el nombre de Lubis, el perrillo se fue hasta el camino, esperando que apareciera su amo. Pero no venía nadie. «Corrió el rumor de que Ángel había venido a Iruain con una mujer —prosiguió Juan—, y que debió de pasar algo con el caballo. Vete tú a saber. En cualquier caso, estaba hecho una furia. Y no era de extrañar, porque el rumor era muy grave. Al final, lo pagó Lubis». «¿Lubis? ¿Por qué Lubis? ¡No entiendo nada, tío!». De nuevo, el perrillo se movió nervioso. «Ángel supuso que la calumnia había partido de él. ¡Fíjate qué disparate! Pero, ya sabes…, mejor dicho, seguramente no sabrás, puesto que vives en la inopia, que Ángel y la familia de Lubis siempre se han llevado muy mal. Bueno, la cuestión es que Ángel le dio una paliza tremenda».

El tío se puso de nuevo en marcha, y el perrillo se alzó implorante sobre sus patas traseras. «¡Que no tengo azucarillos!», le dijo el tío apartándolo con la mano. «Si quieres mi opinión —continuó—, Ángel no tuvo nada que ver con la muerte del caballo, y el asunto de la mujer tampoco fue verdad. Pero es lo que les pasa a los políticos que colaboran con la dictadura. La gente aprovecha cualquier oportunidad para echarles mierda encima. Y, ya que ha salido el tema, te voy a decir algo muy en serio —me señaló con el dedo—. A ti te ocurrirá lo mismo si tocas el himno español en la inauguración. ¡Quedarás marcado para siempre, no te quepa duda!». Llamó con los nudillos a la puerta. «Etxean al zaude, Beatriz?» —«¿Estás en casa, Beatriz?»—, dijo.

La madre de Lubis y Pancho, Beatriz, era una mujer menuda de unos setenta años. Sus ojos, grandes y tranquilos como los de Lubis, estuvieron fijos en Juan mientras éste le explicaba lo que acabábamos de ver.

«Tú sabes, Juan, que yo era ya una mujer mayor cuando vi nacer a mis hijos —le dijo luego al tío, mientras preparaba el café—. Estaba muy asustada, y don Hipólito, el párroco, siempre me hablaba de Sara, de que ella tenía más años que yo cuando tuvo a Isaac; noventa, si mal no recuerdo. Y nació Lubis, y al momento me di cuenta de que todo había ido bien. Pero luego vino Pancho, y, qué voy a decir yo, una madre no debería decir estas cosas, pero mejor que no hubiera venido. Últimamente anda muy alterado, ni siquiera aparece en casa. Y Lubis tiene que cargar con todo. Por eso ha subido donde los leñadores». «Tampoco es que tenga tanta prisa, Beatriz, pero conviene enterrar cuanto antes los restos del caballo», dijo el tío. «Desde luego, cuanto antes mejor —asintió ella—. No te preocupes, Juan. En cuanto vuelva, le diré a Lubis que llame a Ubanbe y que empiecen a cavar».

Puso sobre la mesa unas tacitas verdes de canto dorado y nos sirvió el café que había calentado en el puchero. El olor de la achicoria era más fuerte que el del café. «¿Cuántos azucarillos queréis?», preguntó. Pusimos dos en cada taza, y el tío Juan se guardó otro en el bolsillo. «No sé si convencerás a Ubanbe, Beatriz. También anda bastante trastornado. Con eso de que viene Uzcudun, habrá combates de boxeo durante las fiestas, y la gente joven quiere que Ubanbe haga una prueba». Beatriz se sentó delante de nosotros. «¿Qué piensa hacer Ubanbe? ¿Pelear?», preguntó. «Así es. Con un boxeador profesional. Dicen que se está entrenando». «Pues que se entrene también con la azada», dijo Beatriz.

Estábamos de pie en la cocina, dispuestos a marcharnos. «Así que Paul se ha salido de su tumba», suspiró Beatriz mirando por la ventana hacia lo alto del cercado. «Lo peor es que están todos los restos desperdigados», dijo Juan. «Creo que la cabeza no me rige bien —volvió a suspirar Beatriz—. Veía revolotear a los cuervos, pero no caí en la cuenta. ¡Como si a los cuervos los atrajera la hierba!». «A mí me ha pasado lo mismo. Me había fijado en los cuervos, pero sin hacer caso». La mujer nos acompañó a la puerta. «Lo que pasa es que Eusebio era ya viejo cuando ocurrió lo del caballo —explicó—. Seguramente no cavó lo suficiente. O acaso echó menos cal viva de la que hacía falta». «Eusebio hizo bien su trabajo —repuso el tío—. Aquí llueve mucho, y el suelo se pone muy blando. Y además el bosque está muy cerca. Puede haber sido alguna alimaña que ha andado hozando por ahí. Quizás un jabalí». «Para mí que han sido perros, Juan». «Tienes razón». El tío abrió la puerta. «Parece que quiere escampar», dijo.

Salimos fuera y Beatriz me dirigió una sonrisa. «Has estado muy callado, David». Le contesté como buenamente pude, con algún comentario banal. Estaba pensando en la frase que acababa de oír en la cocina: Lo que pasa es que Eusebio era ya viejo cuando ocurrió lo del caballo.

En lugares como Obaba, en los que el vínculo entre generaciones se mantenía a través de los nombres —una persona fallecida podía dejar tras de sí varios ahijados que portaban su mismo nombre—, lo normal era que alguien llamado «Eusebio» fuera, en mayor o menor grado, pariente de todos los que se llamaran igual. No me cupo duda: el antiguo dueño de aquella casa, el marido de Beatriz, el padre de Lubis, tenía que estar emparentado con el Eusebio que figuraba en la lista del cuaderno del gorila. Incluso podía ser la misma persona.

Beatriz me habló con cariño: «No sabes qué alegría me da que Lubis y tú os llevéis tan bien. Porque mi hijo tiene educación, aunque sea campesino. Está más a gusto contigo que con Ubanbe y todos esos escandalosos». «Estaba pensando una cosa, Beatriz —nos interrumpió el tío, acercándose a nosotros—. Hablaré con el gerente de la serrería. Le pediré que mañana les dé el día libre a Ubanbe y a ese otro chico, a Opin. Entre todos acabaremos antes».

Cuando partimos hacia Iruain, el perrillo nos siguió. «¡A ver si lo coges!». El tío Juan lanzó al aire el azucarillo que llevaba en el bolsillo. «¡Menudo artista estás hecho!», exclamó, cuando el perrillo lo engulló tras un certero salto.

Seguí los pasos del enterramiento del caballo desde el banco de piedra de Iruain: Lubis, Opin y el propio tío echaban tierra con las palas; Ubanbe aplastaba aquella tierra con la palanca de hierro; Pancho y Sebastián transportaban algo que parecía arena en una cesta que llamábamos kopa. Cuando acabaron, el grupo entero bajó al río a lavarse. Luego, con el tío a la cabeza, se dirigieron todos hacia la casa de Adela, riéndose, satisfechos por la labor realizada y porque les aguardaba una buena comida. Yo les saludé con la mano y permanecí en el banco de piedra.

Lubis vino a preguntarme cómo me encontraba, si no me bajaba la fiebre. Había puesto aquella excusa para no sumarme al grupo, y realmente me sentía así, enfermo. «¿Quieres que llame al médico, David?», me dijo. No, no quería. No hacía falta.

El médico. Recordé que la primera noticia de los fusilados me la había proporcionado su hija, Susana. De pronto, aquel nombre me resultó completamente extraño. Susana, Joseba, Adrián, Victoria, César, Redin. Me parecían personas de otra época.

«Lo mejor que puedes hacer es meterte en la cama», me dijo Lubis. «Eso pensaba», respondí. Entramos en casa. «Ubanbe me ha dicho que lleve el acordeón, que él también sabe tocar. Pero le diré que se me ha olvidado. Creo que este instrumento no fue hecho para sus manazas». El acordeón descansaba sobre la mesa de la cocina. «Como quieras, Lubis». No podía mirarle directamente a la cara.

Cuando subí a mi habitación, retiré la trampilla del escondrijo y cogí el sombrero J. B. Hotson. Ya en la cama, me lo puse sobre la cara, y me quedé dormido.

Cuando desperté, Juan estaba sentado a mi lado. Tenía el sombrero en sus manos. «Veo que te ha dado por hacer cosas raras», dijo. No estaba enfadado, pero frunció la frente como si lo estuviera. «Entraba mucha luz por la ventana, y me lo he puesto para taparme los ojos», me defendí. «No te lo digo por el sombrero, sino por no haber ido a la comida». «No me sentía bien». «Tampoco mal. No parece que tengas fiebre».

Se levantó, y fue hasta la ventana. «Lo hemos pasado muy bien —dijo—. Ubanbe nos ha hecho una exhibición después de la quinta botella de vino. Le ha pegado a Tony García unos puñetazos impresionantes. Lástima que Tony García sólo estuviera en espíritu en la cocina de Adela». El tío se reía para sus adentros. También él se había excedido con el alcohol. «¿Quién es Tony García?», pregunté. «El campeón de España de pesos medios. Ya sabes que van a hacerle un homenaje a Uzcudun aprovechando que viene a inaugurar el monumento. Habrá cuatro combates, y al final saldrá Ubanbe a “hacer guantes con García”». El tío imitó el acento de Ubanbe: a hazer goantesh con Gartzia.

Miré por la ventana. El grupo que se había encargado del enterramiento de Paul se encontraba ahora en un prado próximo al pabellón, en un ángulo de la valla. Todos, a excepción de Lubis, estaban sin camisa. Al otro lado del riachuelo, los caballos seguían pastando, y únicamente el burro Moro parecía interesado en lo que estaba ocurriendo alrededor. Tenía la cabeza ladeada y miraba al grupo.

Ubanbe y Opin se pusieron a pelear imitando las maneras de los boxeadores, pero vino Sebastián provisto de dos pares de guantes y les hizo parar. «¡Qué raro que a Sebastián se le haya ocurrido algo así!», exclamó el tío. Eran guantes traídos de América, sin dedos y acolchados. «Si usara la cabeza para algo de provecho se haría rico». Ubanbe y Opin reanudaron el combate. En algunos momentos, parecían auténticos boxeadores. «Si consigue darle a Tony García un solo puñetazo lo dejará KO. ¡Qué fortaleza la de nuestro Ubanbe!».

Sacó un papelito del bolsillo de su camisa. «Antes de que se me olvide. Me lo ha dado el médico para ti». En el papel había una lista. «Según creo, le pediste a su hija los nombres de las personas que fueron fusiladas en Obaba». «Estuve hablando con ella en el restaurante, y le comenté algo», respondí. La sensación de lejanía fue más poderosa que nunca. Parecía, ciertamente, una conversación del pasado.

Leí los nombres de la lista: Bernardino, Mauricio, Humberto, Goena el viejo, Goena el joven, Otero, Portaburu. «Los dos primeros eran maestros. Los demás, campesinos», me informó el tío Juan. Iba leyendo conmigo, comentando los nombres. «¿Y Eusebio? ¿Por qué no aparece aquí? Yo pensaba que lo habían fusilado», dije. La pregunta le produjo sorpresa. «¿Qué te ha dicho Lubis?». «Lubis, nada. Lo supe a través de Teresa». «Pues, si quieres saberlo, no lograron matar a Eusebio. Huyó antes de que lo cogieran. Primero estuvo aquí, en el escondrijo, y luego cruzó a Francia por el monte». «No sabía que el padre de Lubis se hubiese salvado», aventuré. «Pues sí. Se salvó —dijo Juan—. Igual que más tarde el americano». Ya tenía la confirmación. El Eusebio de la lista y el padre de Lubis eran la misma persona.

El cuaderno del gorila se encontraba en una balda de la habitación y se me pasó por la cabeza enseñárselo a mi tío; pero no me moví. «¿Quién es esa Teresa que te habló de Eusebio?». «La chica del hotel». «¿La hija de Berlino, la que ha estado enferma?». Arrugó la frente. «Ahora está en Pau. Sus padres la han mandado allí». No sabía qué decir. El tío fue hasta la ventana y miró en dirección al pueblo. «Si has hablado con esa chica, sabes todo lo que hay que saber —dijo sin volverse. Alargó la mano en la misma dirección que su mirada—. Dentro de unos días van a inaugurar ese monumento ahí, en el centro de Obaba, y luego le ofrecerán un banquete a Uzcudun. Y todos juntos posarán para una fotografía que al día siguiente se publicará en los periódicos. Y todos lucirán traje y corbata, como auténticos caballeros. Ahora bien, escucha lo que te voy a decir: esa fotografía estará llena de criminales. Ese tal coronel Degrela: un asesino. Berlino: otro asesino. Y lo mismo todos los demás, o casi todos. Unos fascistas, perdona que te lo diga». El tío cruzó los brazos. Aguardaba mi pregunta. «¿Ángel también, quieres decir?», me atreví. Él me contestó con aspereza: «Que anduvo con los fascistas, eso lo sabe cualquiera. Carmen dice que ya antes de la guerra era amigo de Berlino y de sus hermanos, y que por eso se metió en política. Pero que lo suyo no fue como lo de Berlino. Por lo visto, le faltaba convicción». «Y tú, ¿qué opinas?». «Carmen ha mentido muy pocas veces en su vida». «Pues yo estoy convencido de que quiso matar a Eusebio. Y también a Portaburu».

Cogí el cuaderno del gorila de la balda y lo puse en sus manos. «Es la lista de la gente que había que matar en Obaba», dije. Él la leyó lentamente, deteniéndose en cada uno de los nombres. «¿De dónde has sacado esto?», me preguntó. «De un camarote del hotel. A mí me parece que el nombre de Eusebio y el de Portaburu los escribió mi padre». Releyó la lista. «En cualquier caso, no creo que Ángel participara en las ejecuciones. A Portaburu, por ejemplo, lo pillaron en las calles de San Sebastián y murió a manos de un grupo de pistoleros». Pero él también dudaba. El cuaderno le había sorprendido. «Puede que no participara directamente, pero se rodeó de asesinos. Eso es innegable», le dije. «Sí, eso es innegable —respondió—. ¡Pero se podría afirmar lo mismo de tanta gente! Ya te he dicho que algunos caballeros que van a venir a la fiesta de Uzcudun son auténticos criminales».

Me agarró del brazo. «¡No debes aparecer en la inauguración del monumento, David! —de repente, me estaba dando una orden—. Repito lo que te dije: ¡si tocas el himno español en la inauguración quedarás marcado para siempre! Además, esa gente no tiene futuro. El mismo día de la inauguración van a tener problemas. Les van a boicotear». «Pero me va a ser difícil no tocar, tío. Vendrán a buscarme. Ya lo verás», dije. «No. No lo veré. Mañana mismo salgo para América. Ya le he avisado a tu madre que este año no nos reuniremos para el banquete de fiestas. Tu madre querría que la familia estuviera por encima de la política, pero a veces no es posible».

Cogí el cuaderno del gorila, y lo devolví a su balda. «Pues, si no estás tú, no sé cómo me las voy a arreglar», dije. «Te metes en el escondrijo el 15 al mediodía y sales veinticuatro horas más tarde. La celebración habrá acabado para entonces». «Dicho así parece fácil». «No es fácil, David. Se te va a hacer muy duro encerrarte a oscuras durante veinticuatro horas. Mejor si te vas acostumbrando poco a poco».

Cuando salí hacia el pabellón estaba anocheciendo, y todos los que habían ayudado en el segundo enterramiento de Paul estaban sentados en el suelo, la mayoría de ellos fumando cigarrillos. Discutían quién habría vencido el combate, si Cassius Clay o Uzcudun, de haber coincidido los dos boxeadores en la misma época. Decía Ubanbe: «Tened en cuenta que a Uzcudun y compañía les metían en la cama tres o cuatro mujeres la víspera del combate, y claro, como eran tan cerdos como nosotros, pues follaban hasta caer rendidos, y al día siguiente se subían al ring y no tenían fuerza ni para darle a un saco. En cambio ahora los boxeadores van bien preparados, y no se puede comparar…». Ubanbe interrumpió su explicación al percatarse de mi presencia. «¿No has dormido bastante, David? —preguntó—. ¡Traes cara de atontado!». Todos se echaron a reír, y Pancho siguió chillando durante un rato, imitando el relincho de los caballos. «Se ha emborrachado en la comida que nos ha pagado tu tío. Se cree que es un caballo», me informó Ubanbe. Opin le dio un golpe en la espalda a Pancho. «Tendríamos que sacarle a éste a luchar contra Tony García. A patadas le ganaría fácil», dijo. Se me acercó Lubis: «Me voy a casa. Estoy cansado de oírles». «Te acompaño», me ofrecí. «¡Adiós, don Dormido!», dijo Ubanbe, y todos volvieron a reírse a carcajadas.

«¿Vas a ir mañana al bosque, Lubis?», le pregunté cuando pasábamos por delante del cercado. «Qué remedio. Ya ves a mi hermano. Está completamente trastornado. Dice que van a ser las mejores fiestas que ha habido nunca en Obaba, y no piensa en otra cosa». «¿Podemos ir juntos?». «Claro que sí. Pasaré por casa de Adela a las nueve, a recoger la comida, y para el mediodía estaremos de vuelta. Ahora hay sólo tres grupos trabajando en el bosque». «Bien. Así llegaremos a tiempo para despedirnos de Juan. Ya sabes que se marcha a América sin esperar a Uzcudun». «Ya me lo ha dicho, sí». Me sentí aliviado al comprobar que era capaz de hablarle.

XV

Recogimos la comida que había preparado Adela y emprendimos el camino hacia el monte a las nueve en punto de la mañana. A diferencia de cuando íbamos a pasear con Ava y Faraón, subimos casi en línea recta, sin dar rodeos ni buscar laderas suaves, intentando coger altura lo más pronto posible. Nos encontramos, así, con zonas de bosque cerrado en las que no penetraba la luz, y con pendientes resbaladizas a causa de la humedad; pero sin dejar de tirar de Moro, que no conocía bien aquella ruta y se resistía, avanzamos paso a paso, sin decirnos una palabra, concentrando todos nuestros esfuerzos en superar las dificultades, y sólo nos detuvimos cuando llegamos a la primera de las cabañas.

«¿Por qué no habéis venido por la pista de los ciempiés?», nos preguntó uno de los leñadores de la serrería. Los ciempiés eran los camiones de montaña que transportaban los troncos. «Hoy no venimos del pueblo —le explicó Lubis—. Venimos de Iruain, y la comida la ha preparado Adela, la mujer del pastor». El leñador tenía el pelo rizado, y al sonreír parecía que los labios también se le rizaban. Se fijó en mí. «Lubis, mira cómo ha llegado este amigo tuyo. No hace más que sudar». Era verdad. Tenía el cuello de la camisa empapado. «No me vendrá mal —respondí—. Dicen que con el sudor se eliminan toxinas». El hombre agarró un hacha que estaba encima de un tronco abatido y me la ofreció: «Si quieres sudar, ponte a trabajar con nosotros». La hoja de la herramienta recogió como un espejo la luz de la mañana.

Lubis sacó una cazuela de la cesta de Moro. El leñador levantó la tapa para ver lo que contenía. «Carne cocida con tomate. No es pollo asado, pero lo comeremos igual», dijo. Estaba de buen humor, volvía a sonreír. De pronto, lanzó el hacha como si fuera un machete, y la hincó en un árbol que se encontraba a unos cinco metros de distancia.

«¿Qué se dice por ahí abajo del leñador?», me preguntó. No le entendí. «¿Qué leñador?». «¡Uzcudun! ¿Es que no sabes que antes de hacerse boxeador andaba con el hacha? ¡Igual que nosotros!». Le dije que no lo sabía. «Pero ¡tú de dónde eres!». «Pues de aquí. Soy sobrino de Juan Imaz», contesté. Él titubeó: «¿El hijo del acordeonista?».

Lubis se reunió con nosotros después de vaciar la cazuela en la cabaña. «¿Cuántos panes os hacen falta?». «Con ocho nos basta». Eran panes grandes, de una libra. «Así que va a venir Uzcudun a las fiestas del pueblo», le comentó el hombre a Lubis, abrazando los ocho panes. «¡Yo también vendría por quince mil pesetas!», respondió Lubis. Era una suma considerable en la Obaba de 1966. «¡Toma! ¡Y yo! —exclamó el hombre—. Pero son pocos los que pueden comer pan sin trabajar». «No te quejes —le dijo Lubis—, que hay gente que ni siquiera lo prueba». Dio unas palmadas a Moro, y el burro partió sin vacilaciones por la senda que se adentraba en el bosque. «Este camino lo conoce perfectamente —dijo Lubis—, así que no tendremos que tirar de él. Ya verás, David. Él nos indicará por dónde ir».

El leñador de pelo rizado nos dijo adiós desde la puerta de la cabaña. Debía de tener unos cincuenta años, y no me lo podía imaginar ni más viejo ni más joven. Se me ocurrió que se mantendría siempre así, a la puerta de aquella cabaña, abrazado a los ocho panes de una libra.

Era una delicia descender por el interior del bosque sin otra preocupación que la de seguir la ruta marcada por Moro. El simple hecho de respirar resultaba gozoso, y a ello se le añadía —gozo sobre gozo— la paz que me proporcionaba el ser consciente de dónde me encontraba, en qué patria: no en la de Ángel o en la de Berlino, ni en la de Adrián, Joseba y mis otros compañeros de estudios, sino en el bosque, allí donde todavía era posible encontrar gente del pasado. Y no faltaba —tercer motivo de gozo— una llama más en mi espíritu: después de mi conversación con Juan, estaba decidido a no tocar el acordeón en la fiesta que iba a presidir Uzcudun.

A ratos, al atravesar los tramos más oscuros del bosque, me sentía como cuando, años antes, con el mismo Lubis y con su hermano Pancho, conocí la cueva del pozo. Miraba las gotas que pendían de los bordes de los helechos, y me parecían de cristal, como las que habíamos hecho saltar al golpear la superficie del agua. En aquellos instantes, mis Primeros Ojos y los Segundos contemplaban un mismo paisaje.

No era, por desgracia, una impresión estable. Como ocurre con los hologramas de las tiendas de baratillo, en los que una misma persona aparece vestida desde el cuello hasta los tobillos e inmediatamente después se exhibe desnuda, el bosque se transformaba una y otra vez ante mis ojos. Daba un paso y me veía de pronto en aquella otra cueva repleta de sombras. Mis Segundos Ojos se anteponían entonces a los Primeros, y volvían a desfilar ante mí Berlino, Ángel, el americano, el buen alcalde Humberto, el padre de César —Bernardino—, el padre de Lubis —Eusebio—, Goena el viejo, Goena el joven y todos los demás. Y, por primera vez, las sombras me hablaban: «¿Por qué me mataron, si nunca hice mal a nadie?», decía Humberto. Y el americano: «De modo que quieres ponerte mi sombrero, el Hotson gris que compré en Winnipeg». Y Eusebio: «¿Es que vamos a andar siempre así, matándonos unos a otros?». Y Berlino: «Sabemos que pasaste un día entero en la habitación de Teresa. Nos lo dijo Gregorio. Geneviève y yo te esperamos en el hotel para aclarar ese asunto. Si es verdad que os dedicasteis a hacer marranadas, nos las pagarás». Y Ángel: «Ya sé que no estás ensayando. El día de la inauguración harás el ridículo. Me avergonzarás delante de tanta gente importante». Todas aquellas voces me producían tal nerviosismo que, de vez en cuando, Lubis me miraba preocupado. «¿Te estás mareando, David? Bebe un poco de agua». Pero no necesitaba agua. Me bastaba con oírle a Lubis para salir de la cueva inmunda. Su voz borraba el murmullo de las sombras, devolviéndome al bosque de Obaba.

Una mañana oímos el estampido de los cohetes. «Faltan cuatro días para las fiestas, y ya han empezado a anunciarlas», dijo Lubis. «Este año serán muy concurridas —le respondí—. Vendrá un montón de gente para ver a Uzcudun. Ya has oído a los leñadores. No hablan de otra cosa». Era verdad. Los leñadores sentían simpatía por el boxeador que, como había dicho el de pelo rizado, «antes anduvo con el hacha». «Y a Ubanbe y compañía siempre los veo entrenando al lado del pabellón —añadí—. Esa historia les ha hecho perder la cabeza». Lubis se sonrió: «Ésos la pierden con cualquier cosa».

Al llegar a la orilla del bosque se abrió ante nuestros ojos el barrio de Iruain. Era un día hermoso, y el lugar parecía más grande que otras veces, como si hubiera crecido. El cielo estaba muy alto, y el sol también. El riachuelo, enturbiado durante las lluvias, llevaba ahora agua tan clara que parecía hecha de trocitos de espejo. Las casas —la del tío Juan, la de Lubis, la de Adela, la de Ubanbe, el molino— estaban como dormidas. Dormidos parecían también los caballos, los perros, las ovejas y las gallinas que divisábamos junto a las casas.

En el cielo se formó una nube minúscula: el estallido del enésimo cohete de la mañana. «Quiero decirte una cosa, Lubis». Él se detuvo. Lo mismo hizo Moro. «No pienso tocar en la inauguración». «Yo tampoco voy a ir», contestó. Sentía deseos de acercarme al riachuelo y sentarme en una piedra de la orilla, pero no me moví. Lo que con Adrián o Teresa hubiera sido completamente normal, hacer un aparte para una confidencia, con Lubis me parecía difícil. «Pero no sé si tienes escapatoria, David —añadió—. Te han puesto en el programa». «No lo he visto», le dije con cierto asombro. «Con foto incluida». «¿Sí?». Pensé que Teresa se lo habría pedido a su padre. «Ya lo verás. Adela tiene el programa en casa». «Quiero preguntarte una cosa», le dije. Él se quedó esperando. El riachuelo discurría en silencio. «Me he dado cuenta de que no quieres ver a Ángel. Y me pregunto si será porque tu padre y él fueron enemigos durante la guerra». Me costaba trabajo hablar, pero me obligué a continuar: «Supongo que ya sabes que quisieron fusilar a tu padre. Ángel, Berlino y todos los demás. Pero sobre todo Ángel. Él lo persiguió». La confesión estaba hecha. «Lo salvó tu tío Juan —dijo Lubis—. Lo tuvo escondido cuando las patrullas andaban tras él».

Moro se había puesto a comer hierba en la orilla del río, pero Lubis le dio unas palmadas y le hizo moverse. «Hace casi treinta años que acabó la guerra, David. Y casi siete desde que murió mi padre. Te digo la verdad, esas historias las tengo olvidadas». Se puso en marcha. «No te creo. No puedo creerte». Me indicó que le siguiera. «Vamos. Tenemos que llevarle las cazuelas vacías a Adela. Le gusta tenerlas limpias para la tarde».

Sentí rabia hacia Moro. Avanzaba cada vez más rápido hacia la casa de Adela, y parecía arrastrar a Lubis como si a los dos los uniera un hilo invisible. Resultaba difícil mantener una conversación a aquel paso.

Llegamos frente a Iruain, al puente. De pronto, el hilo que unía al burro y a mi amigo se rompió. Moro trotó hacia la casa de Adela; Lubis se sentó en el pretil. «¿Sabes por qué tiene Moro tanta prisa? —dijo—. Porque Adela le da los posos del café. Para él no existe mejor dulce».

Cogió una ramilla del suelo, y la tiró al riachuelo. «Tu padre y el mío tuvieron un asunto muy serio —me dijo—. Antes de la guerra, solía venir aquí cierta gente con un camión, y reunían a unos cuantos y se los llevaban a San Sebastián, a esas casas donde trabajan esas mujeres… Pagaban un tanto, y servicio completo». «¿Y mi padre estaba metido en el negocio?», pregunté. Lubis arrojó otra ramilla al agua. «Yo no diría tanto. Pero por lo visto el camión se acercaba a las fiestas de los pueblos, y a veces tu padre iba con ellos. Con el acordeón, claro. Pero, no sé, puede que mi padre estuviera equivocado. Él era muy cristiano. Demasiado, diría yo. Y no podía con el asunto del camión. Le parecía una vergüenza tratar a la gente como animales. Y lo que pasó fue que los denunció —Lubis se puso en pie—. Los del camión tuvieron que presentarse ante el obispo. Y el obispo les amenazó con la excomunión. Eso fue lo que motivó el odio de tu padre. Y luego, cuando la guerra, ya se sabe. Se mataba al que se podía».

Los gemelos aparecieron en el camino llevando a Moro atado con una soga. Al llegar al cercado de los caballos, abrieron el portillo y le hicieron pasar adentro. Faraón, Zizpa, Ava, Blaky y Mizpa estaban junto a la valla, pero no se dignaron mirarle.

Enfrente de la casa de Adela había en el riachuelo unas piedras lisas que formaban un paso. «Te preocupas por historias que ya son viejas, David», me dijo Lubis, cuando cruzamos a la otra orilla. Nos quedaban unos veinte metros hasta la cocina de Adela: sólo disponía de aquel tramo para sacar el otro tema. «Entonces a ti, Lubis, ¿qué historias te preocupan? ¿Por qué evitas a mi padre? ¿Por lo que pasó cuando mataron a Paul? He oído ciertas cosas».

Adela salió afuera. «Ya he dado de comer a los gemelos, así que hoy estaremos más tranquilos», nos gritó. Desde que nos íbamos donde los leñadores comíamos todos juntos. «¿Y Sebastián?», preguntó Lubis. «Ahí lo tengo, limpiando el gallinero —dijo Adela—. Últimamente no hay forma de hacerle parar en casa. Pero ya aprenderá. Yo no soy tan buena como tú. Si Pancho fuera mi hermano le bajaría los humos a palos». Agitó el brazo como si de verdad tuviera un palo en la mano. «Si Pancho fuera tu hermano, tendrías que ir tú misma a llevarles las cazuelas a los leñadores, Adela», replicó Lubis. Adela suspiró ruidosamente, y nos indicó que pasáramos dentro. «¡Has salido muy bien en la foto, David!», me dijo a mí cuando entramos en la cocina, mostrándome el programa. Era una foto de hacía bastantes años, y no la conocía. Pensé que la habría proporcionado Teresa.

Nos sentamos a la mesa. «David, cuando murió el caballo no pasó nada raro —me dijo Lubis en voz baja—. Deberías dejar a un lado esas historias y discurrir cómo te las vas a arreglar para no tocar en la inauguración. No te va a ser fácil, estando en el programa. Vendrán a buscarte».

«¡Es verdad! ¡Han venido a buscarte!», exclamó de repente Adela, que había oído las últimas palabras de Lubis. «¡Ha venido Martín el del hotel a buscarte! ¡Nada menos que con una caja de champán! ¡Ahí la tienes!». Empezó a lamentarse en voz alta de que sus hijos la volvían loca, sobre todo Sebastián, y que se le olvidaba todo. «¿Y qué ha dicho?». «Pues parece que ha aprobado el examen. Y dice que ha sido gracias a ti. Por eso ha venido con el champán. Porque quería celebrarlo. Se ha marchado un cuarto de hora antes de venir vosotros. Pero, señor, ¡cómo se me ha podido olvidar!».

La caja se encontraba al lado del fuego bajo, y contenía seis botellas muy vistosas de champán francés. «Me ha dicho además otra cosa —Adela se llevó la mano a la cabeza, como si tratara de concentrarse—. Vendrá el viernes a buscarte. Quieren hacer un ensayo en el hotel antes de la inauguración. Teresa vendrá ese día de Francia». Emitió un nuevo suspiro, y levantó la caja sin dejar de quejarse de su mala memoria. «Voy a meter unas botellas en el frigo para cuando las queráis», dijo.

Adela retiró del fuego la cazuela de barro, y la puso sobre la mesa. «¡Estamos en época de fiestas, así que hoy comeremos pollo asado!», anunció. Empezó a servirnos los trozos de pollo. «Ese Martín es un artista a su manera —dijo—. Ha cogido unas botellas de vino, y había que ver cómo las hacía girar entre los brazos, igual que en el circo. Dice que en el banquete de Uzcudun los va a dejar a todos boquiabiertos». «A nosotros no», respondió Lubis. Me guiñó el ojo. «Pues es muy hábil. Lo peor es que Sebastián intenta ahora hacer lo mismo. Ha roto dos botellas mientras ensayaba. ¡La verdad! Este hijo me va a volver loca». «Sebastián quiere aprender demasiado, ése es el problema», dijo Lubis. «Por eso lo he mandado al gallinero. Para que aprenda a limpiar los excrementos. Que sude un poco, mientras nosotros comemos como reyes». Adela se llevó el primer trozo de pollo a la boca con una sonrisa de satisfacción.

XVI

Desde mi habitación oí risas, gritos alegres, ruido de cristal, y al asomarme a la ventana vi a Ubanbe y a Opin en pantalón corto y con guantes de boxeo. Estaban en el mismo sitio que la vez anterior, en el ángulo que formaba la valla, y tenían como espectadores a Lubis, Pancho, los gemelos, Sebastián y tres leñadores de la serrería. Sebastián sostenía en la mano una botella vacía que hacía sonar con una cuchara. Un golpe único anunciaba el inicio o el final de cada asalto; una serie de golpes rápidos, alguna irregularidad.

Cuando me acerqué al grupo comprobé que la pelea entre Ubanbe y Opin no era un mero pasatiempo; ambos tenían manchas rojas en el rostro. «Me ahogo», dijo Ubanbe al poco rato. Tenía el pecho mojado de sudor. «¡Te falta resistencia, Ubanbe! —le dijo Sebastián—. Sólo han sido siete asaltos, y no puedes ni con tu alma. Verás en fiestas, Tony García te va a dar un repaso de aquí te espero». Los tres leñadores se echaron a reír. «¿Cómo quieres que me dé un repaso, si va a ser un combate de exhibición, atontado? —le contestó Ubanbe—. ¡El repaso te lo voy a dar yo a ti, si te descuidas!». «¡Yo me cago en ese Tony García!», dijo Pancho. Se volvieron a oír las risotadas de los leñadores.

Ubanbe señaló a Sebastián: «Nos ha dicho este pelele que te han traído unas botellas de champán. ¿Qué piensas hacer con ellas, David? ¿Te las vas a beber tú solo? Por si no lo sabes, me muero de sed». «Yo también», se apuntó Pancho. «No les hagas caso —terció Lubis—. Deja que beban agua del río». «No, Lubis. Me parece bien. Vamos a cenar a casa de Adela. Y beberemos el champán entre todos». «¡Así se habla!», exclamó Ubanbe. Los leñadores hicieron gestos de que ellos no podían, y se marcharon con un breve adiós. Ubanbe los miró con desprecio: «¡Mejor que se vayan esos lerdos! Así nos tocará a más».

Volvieron a sonar las risas. Pero yo no me reí. No me había empujado a invitarles mi alegría, sino el deseo de terminar lo que había empezado. La cueva inmunda contaba con bastante luz, y ya había podido definir con bastante exactitud los rasgos de cada una de las sombras, los de los asesinos y los de las víctimas. Sólo quedaba pendiente una cuestión: qué había ocurrido exactamente cuando el caballo Paul apareció muerto. Estaba convencido de que Ubanbe y Pancho me explicarían lo que Lubis no quería contarme. Máxime si el champán les soltaba la lengua.

Había cinco botellas vacías en el fregadero de la cocina, sólo la sexta permanecía encima de la mesa. Pancho se había quedado dormido, sentado en una mecedora; Lubis y yo tomábamos café; Adela y Ubanbe bebían champán en vasos corrientes. «Me tomo esto y me voy a casa», dijo Lubis. «¿Por qué tanta prisa? —preguntó Ubanbe—. Mañana no tienes que ir al bosque. Isidro nos ha dado vacación durante toda la semana. Dice que hasta que acaben las fiestas sólo va a trabajar él en la serrería». Agitó el vaso para ver si el champán formaba burbujas. «¿Que él va a trabajar? No será para tanto, Andrés —le dijo Adela, llamándole por su nombre de pila—. Isidro sabe descansar». «Ya. Como éste —señaló a Lubis. Movía todo el cuerpo con cada ademán—. Ya has oído lo que acaba de decir. Que se va a casa. Mañana no tiene que madrugar, pero éste es capaz de trabajar hasta en fiestas. Como Isidro». «Pues yo no», dijo Pancho saliendo a medias de su sopor. «Tú no trabajas nunca, Pancho. A ver si te enteras», le respondió Ubanbe, vaciando en el vaso el champán que quedaba en la botella.

A Ubanbe se le había apagado el trozo de puro en el cenicero, y trató de encenderlo. «Me toca limpiar los caballos», dijo Lubis. «No lo dirás por el que enterramos el otro día —repuso Ubanbe—. ¡Más limpio no podía estar!». El puro se le resistía. «¿Habláis de Paul?», pregunté. «Ah, sí, Paul. ¡Qué caballo tan bonito era!», dijo Adela. «¿Por qué dicen que lo mató mi padre?», pregunté bien alto. Lubis y Adela se quedaron mirándome. «A la gente le gusta hablar. Pero…». Adela no pudo acabar la frase. Ubanbe le quitó la palabra. «¿Quién si no, David? —exclamó, y mantuvo la barbilla levantada por un instante—. ¿Un cazador? Pero ¿qué cazador? ¿Quién vio un cazador por aquí?». Estaba recostado, con la espalda contra la pared. «Algunos dijeron que habían sido los guardias», terció Adela. «¿Los guardias? ¿Quién vio guardias por aquí? Sólo vieron al acordeonista, a nadie más. Pregúntale a ése». Señaló a Lubis. «Hablas demasiado, Ubanbe —le dijo Lubis levantándose de la mesa—. Demasiado entonces, y demasiado ahora». Ubanbe también se levantó, con torpeza, tambaleándose. «¡Óyeme bien, Lubis! —gritó—. Yo entonces no abrí la boca. Sabes de sobra quién lo enredó todo». Esta vez señaló a Pancho: «¡Tu hermano!».

Pancho intentó incorporarse. Lubis le agarró del brazo y le empujó sin contemplaciones hasta la puerta. Se dirigió a Ubanbe con severidad. «No grites tanto, y cálmate», dijo, conteniendo la voz. Se llevaban cerca de medio metro, pero, viendo a ambos, la impresión era de que en caso de pelea Lubis sería un adversario más difícil que Tony García. «Tiene razón —dijo Adela—. Con estos gritos se me van a despertar los gemelos». «Nosotros nos vamos», dijo Lubis, y salió fuera llevándose consigo a su hermano.

La cocina pareció de pronto vacía. En el exterior, el viento sur golpeaba las ventanas. Más allá, en el bosque, en las colinas, en los montes, soplaría con fuerza, despojando a los árboles de sus hojas secas.

«¿Qué pasó? ¿Me lo cuentas tú?», le pregunté a Adela. No podía echarme atrás. «¿Qué quieres que te diga, David? —Adela juntó las manos sobre su regazo—. Cuando el caballo apareció muerto, primero pensamos que lo habría matado un rayo, pero luego se vio que le habían pegado un tiro en la cabeza. Yo misma lo vi. Le dieron justamente aquí». Adela se llevó la mano junto al oído. «Ahí no, Adela. Eso es tu oreja», dijo Ubanbe con voz pastosa. Había conseguido por fin encender el puro casi consumido, y lo aspiraba una y otra vez. «Empezaron a circular rumores, como era de esperar —prosiguió Adela—. Durante una buena temporada no hubo otro tema de conversación. Y, cómo te diría yo… Cierta gente, sobre todo algunos críos, hicieron correr la voz de que pudo haber sido tu padre…». Ubanbe golpeó la mesa con el puño. «¡Pancho lo vio! ¡Y Lubis también! Ángel se vino a Iruain con una de esas señoritas convencido de que aquí la cosa pasaría desapercibida, y se pone a follar, y mira por dónde el caballo empieza a relinchar, y él venga a intentarlo y el caballo venga a relinchar. Resulta que ese caballo no le deja follar tranquilo, y en una de éstas, ya sabemos que Ángel es un hombre bastante nervioso, coge la pistola y pum en la cabeza. Se calló el caballo para siempre. Lo que no sabemos es si siguió follando después de matar al caballo. Habrá que preguntárselo a Pancho».

Ubanbe iba a continuar pero el humo del puro le hizo toser. «Si Pancho lo vio o no, eso es algo que nadie sabe —dijo Adela—. Lo único seguro es que algunos le creísteis, y la historia corrió de boca en boca». «¡En Obaba todo el mundo se lo creyó, por si no lo sabes!». Ubanbe volvió a golpear la mesa. Adela negó con la cabeza. «Tu madre vino a hablar con Lubis —dijo, dirigiéndose a mí—. Carmen es de este barrio, nos conoce bien. Y claro, quiso hablar con Lubis. No con este Ubanbe ni con Pancho. Lubis no pasaría entonces de los doce años, pero de cabeza ya andaba diez veces mejor que todos éstos. Y el chico se lo explicó con toda claridad. Que con Pancho no se podía uno fiar. Que siempre andaba con historias verdes, y que era capaz de inventarse cualquier cosa. Y Carmen se fue tranquila». «¡Cuánto sabes, Adela!», exclamó Ubanbe. Tenía los ojos cerrados. «Márchate a casa antes de quedarte dormido. Y déjanos en paz», le ordenó Adela.

Ubanbe se levantó por fin, y se remetió la camisa blanca en el pantalón. Sostenía el puro en la comisura de los labios. «¿Cómo es que sabes tanto, Adela? Todavía no me lo has contado». Adela no le respondió a él, sino a mí: «Lo supe gracias a Beatriz». Ubanbe se encontraba en el umbral de la puerta de la cocina. «Pues, si sabes tanto, cuéntale cómo encontramos a Lubis de allí a dos días». «¿Cómo?», pregunté. «Todo lleno de sangre. La cara, el pecho, todo. Allí estaba, agachado en la orilla del río, frotándose las manchas y limpiándose. ¿No lo sabías?». Le hice un gesto negativo. «Te hacía más listo», me dijo Ubanbe con desdén.

Adela y yo nos quedamos solos en la cocina. «¿Quién le pegó? ¿Mi padre?», le pregunté. «Ángel andaba como loco con aquella historia. Y no era de extrañar. Todo el mundo lo señalaba. Y pensó que tenía que ser Lubis el culpable, porque había hablado con Carmen. Y pasó lo que pasó. Tuvo toda la cara hinchada. ¿Y sabes quién cuidó de él hasta que se puso bien? Pues Carmen. Carmen estaba muy apenada. Le pidió a Beatriz que le dejara cuidar del chico. Solíamos estar todos allí, a la puerta de casa. Don Hipólito también. Y Lubis se curó antes de lo que nadie esperaba».

«¡Tenían que haber denunciado a mi padre! —grité—. ¡Mi madre tenía que haberlo acusado!». Los odiaba a los dos, tanto a mi padre como a mi madre. Adela se tomó tiempo antes de responder: «Ésa era la voluntad del médico, pero Beatriz se lo impidió. Beatriz es una cristiana de las de verdad. Como tu madre. Sabe perdonar». «Pero los golpes los recibió Lubis, no su madre». Mi odio alcanzaba también a Beatriz. «A Lubis le da vergüenza. No quiere acordarse de la paliza. Ya sabes, él no se deja avasallar». «Hoy no se atrevería a pegarle», dije. «No, claro que no. Hoy todos le tienen respeto. Ya has visto a Ubanbe. Es el doble de grande, pero bien que se ha acobardado».

Sentía ganas de dar un abrazo a Lubis. Pero quizás él no lo quisiera. Se había marchado enfadado. «Sólo una cosa me da pena, David —me dijo Adela—. Que mis hijos van a ser como Ubanbe y todos ésos. No se parecen en nada a Lubis». Fui hasta la puerta de la cocina. «Apunta la cena en mi cuenta», le dije. «Hoy nos ha dado por recordar viejas historias tristes. Pero tenemos que alegrarnos. Estamos casi en fiestas». «Mañana es la víspera», dije. «Hoy has hecho mal una cosa, David. No has traído el acordeón. De haberlo traído nos habríamos dedicado a bailar y a cantar, sin enfados». «Lo dejaremos para la próxima», respondí, diciéndole adiós con la mano.

Cuando salí fuera, el viento sur soplaba con la fuerza suficiente como para llevarse consigo no sólo las hojas secas o las mariposas que aquella noche hubiesen salido a volar, sino hasta los mismos pájaros. Fui hasta Iruain encogido, caminando con dificultad.

XVII

Tengo ante mis ojos una fotografía del día de la inauguración del monumento. No fue tomada ni en la plaza de Obaba ni en el campo de deportes, sino en el mirador del hotel Alaska. Figuran en ella más de veinte personas, y justo en medio, elegantemente vestido, se encuentra el homenajeado, el exboxeador Uzcudun, el hombre al que en América, tomándole por italiano, llamaban Paolino. A su lado, a izquierda y derecha, están Berlino, el coronel Degrela, la hija de éste, Ángel y un joven con aspecto de boxeador que no debe de ser otro que Tony García; Ángel, con el acordeón. Detrás de ese primer grupo, como formando dos alas, sonríen unos quince hombres más, tan elegantes todos ellos como el propio Uzcudun. Son, entre otros: un conocido barman madrileño, los gobernadores civiles de las provincias vascas, el delegado nacional de deportes, algunos empresarios de la zona y una decena de periodistas. En una esquina aparecen Martín, Gregorio, Sebastián, Ubanbe y Geneviève. Los tres primeros, con chaquetas negras de camarero; Geneviève con un gorro de cocinera; Ubanbe en mangas de camisa y ceñudo, con el ojo derecho un poco hinchado.

Teresa, y yo no estamos en la fotografía. Teresa, porque se quedó en la habitación todo el tiempo que duró la fiesta, según me contó Sebastián; yo, porque me escondí en Iruain. Tal como había planeado. Tal como había prometido a Juan y a Lubis.

Permanecí en el interior del escondrijo durante treinta horas. Cuando Lubis levantó la trampilla, me sorprendió con el sombrero Hotson en la cabeza. «¿Qué haces así, David?», me dijo sonriente. Al parecer, su enfado de la víspera estaba olvidado. «Creía que no estabas al corriente de este escondrijo», le dije. «¡Cómo no lo iba a conocer, si mi padre estuvo aquí!». Me dio la mano para ayudarme a subir la escalera. «Disimulas muy bien», le dije. «A ver, qué remedio». «Juan me aseguró que nadie lo conocía, y que guardara el secreto». Él se rió: «Ya ves, no soy el único que tiene que guardar las apariencias».

La ventana de la habitación estaba cerrada y con las cortinas echadas, y aun así la luz me molestaba. Lubis se sentó en la cama, y yo me puse a hacer ejercicios, a moverme de un lado a otro como si fuera a medir la habitación. «Has tenido un montón de visitas, David». «Ya lo sé —respondí—. Y he pasado mucho miedo. Con quien más, con Berlino. Creo que mi padre y él estuvieron justamente aquí, al lado del armario. ¿Sabes qué le dijo a Ángel? “Tu hijo es muy dado a escaparse. Acuérdate de cuando quisimos regalarle el caballo a la hija del coronel, entonces también se escapó”». Los dos nos reímos. «No han podido disfrutar de la fiesta, y están muy enfadados. Ha habido boicot. Y han echado propaganda. Mira».

Sacó una octavilla del bolsillo. Me acerqué a la ventana y leí: «Boicot al fascismo. Boicot a Uzcudun y a todos los demás fascistas. Gora Euskadi Askatuta, Viva Euskadi Libre». Era la primera vez que me topaba con aquel lenguaje. «¿Quién más ha venido, Lubis?», le pregunté, mientras abría un poco la ventana. Vi a lo lejos que el bosque estaba enrojecido, como si hubiera mudado de color repentinamente. «Sólo sé lo que me ha contado Adela. Que ayer vinieron Martín y Gregorio. Luego Berlino y tu padre. Y esta mañana, muy temprano, Teresa. Creo que también ella está muy enfadada». «No me extraña. Tendré que escribirle a Pau».

«No te asustes con lo que voy a decirte ahora, David». Lubis se puso muy serio. «También han venido los guardias. Dos Land Rover». Me costó entender de qué hablaba. «¿A buscarme a mí?», dije al fin. Él asintió. «Han venido hace dos horas. Yo estaba en el pabellón con los caballos, y me han rodeado. “Aquí está, mi teniente”, ha dicho uno de ellos. “¿Es usted David?”, me ha preguntado el teniente. “¿Sabe usted dónde está?”, ha dicho luego, al contestarle yo que no. Le he explicado que estarías en la fiesta, que os habíais ido todos al banquete. Y entonces se han marchado, sin más». Me quedé callado. Aquello no tenía ni pies ni cabeza. «No te asustes». «Yo no he hecho nada. ¿Por qué han venido a buscarme?». «Tenías que tocar el acordeón y no lo has hecho. Pero no pueden llevarte a la cárcel por eso».

Abrí la ventana de par en par. Todo estaba en paz. Había dulzura en el ambiente, como siempre que llegaba el otoño. «Ha dicho Juan que llaméis a don Hipólito y que os presentéis cuanto antes en el cuartel». «¿Has hablado tú con el tío?». «No, le ha llamado tu madre». El corazón me latía deprisa, y tenía las palmas de las manos sudorosas. «Date prisa. Tu madre y el párroco te estarán esperando». «Pero ¿cómo voy a ir?». El cuartel de los guardias estaba junto a la estación. En aquel momento, la distancia me parecía una dificultad insuperable. «Te he traído la Guzzi nueva. La tienes ahí fuera». Me quitó la octavilla. «No pretenderás ir con esto —añadió con una sonrisa—. No te preocupes, David. Creo que esta noche podremos tomar café juntos en el restaurante de la plaza». «No sé si sabré estar tranquilo», dije. Bajamos las escaleras y salimos fuera.

«A mí no me gustan las delaciones», dijo el teniente. Era muy joven, con unas gafas muy pequeñas que le daban aire de intelectual. «Hace casi treinta años que concluyó la guerra, y hay ciertos procedimientos policiales que en mi opinión están fuera de lugar —continuó—. Yo procuro ceñirme a la ley cristiana». Su acento no dejaba dudas acerca de su origen castellano. «Me alegra oírle hablar así —le dijo don Hipólito, el párroco—. Además, en este caso la denuncia no tiene ninguna base. Afirmar que este joven es el responsable de los incidentes de hoy es un disparate. Un disparate tremendo». Mi madre tomó la palabra: «Ya sé que no ha ido a tocar el acordeón. ¿Y qué más da? No ha sido por boicotear, sino porque no le gusta ser acordeonista. Y la culpa la tiene su padre. Le ha estado forzando desde cuando era niño, y, claro, el chico ha cumplido ya diecisiete años, y empieza a rebelarse».

El teniente tenía un papel delante. Le echó un vistazo antes de hablar de nuevo. «De todas las maneras, hay un asunto que me gustaría aclarar —dijo. Nos quedamos todos mirándole—. Parece ser que David estuvo implicado en un asunto de revistas pornográficas, y que fue expulsado del colegio por ello». Me percaté de que al lado del papel había una octavilla como la que me había enseñado Lubis. El párroco se echó a reír. Hasta dio un aplauso antes de exclamar: «¡Lo que faltaba!». A continuación, en un castellano tan correcto como el del teniente, expuso primero lo que había ocurrido con aquella revista, y pasó luego a nombrar mis numerosas cualidades. «Se lo diré con toda claridad, teniente: David es un chico modelo», concluyó.

El teniente sonrió discretamente. «Todavía hay otro asunto. El tío de este muchacho, Juan Imaz». Tenía otro papel en la mano. «Según parece, cuando está aquí va mucho a Francia. Todas las semanas, prácticamente. Hay indicios de que se entrevista con personas que tratan de atacar al Estado». El párroco se levantó de golpe: «¡Dios mío! ¡Cuánta confusión! Permítame decirle que están mal informados. No es ésa la razón por la que Juan va a Biarritz. ¿Le importa que hagamos un aparte?».

Estuvieron un par de minutos hablando en un ángulo del despacho. Al volver, la sonrisa del teniente era de circunstancias. «Usted hizo muy bien en casarse joven», le dijo el párroco. «Les agradezco mucho su colaboración. Pueden ustedes marcharse», zanjó el teniente.

Me puse de camino en mi Guzzi nueva, y durante todo el trayecto sólo tuve un pensamiento en la cabeza: quién me habría denunciado. Me sorprendí al comprobar cuán larga podía ser la lista de sospechosos. Berlino era uno de ellos, sin duda. Y también Teresa; Teresa antes que nadie. Una persona capaz de poner en mis manos el cuaderno del gorila bien podía hacer aquello al verse plantada. Pero también estaba Gregorio, que a buen seguro me odiaba desde el momento que supo lo de mi relación con Teresa, y que querría vengarse. ¿Y por qué no Martín, al que había fallado en una ocasión que para él era muy importante? Era descorazonador: la rueda del tiempo me traía realidades cada vez más tristes. Listas de fusilados y de chivatos, en lugar de listas de personas queridas.

Me acercaba a Obaba. El ruido del motor de la moto no me impidió oír el estallido de un cohete. Y de otro más, enseguida. Y de un tercero, al cabo de unos segundos. Por primera vez en mucho tiempo, los tres estallidos encontraron eco en mí. Me alegraron. Me dije que no debía dejarme llevar por pensamientos sombríos. Que la rueda del tiempo sabría traer días felices. En el cielo explotaron varios cohetes más, yo aceleré la moto.

«He estado hablando con don Hipólito», me dijo mi madre en casa. Me había duchado y me había puesto ropa limpia. «Has pasado una temporada muy mala, y te vendría bien la ayuda de un psicólogo antes de empezar en la universidad. Puedo llamar al que conociste en el colegio, si quieres». «¿Cómo me ves?», le pregunté, mirándome en el espejo del taller. «Muy guapo», me respondió. «Me falta el sombrero. Mañana mismo lo traeré de Iruain». «¿Qué sombrero? ¿El de Juan? ¿El vaquero?». «Ya lo verás mañana». Mi madre se dirigió a la puerta de la habitación: «Entonces, ¿qué me dices del psicólogo? ¿Irás?». «Ni pensarlo. Estoy mejor que nunca». Se lo dije totalmente convencido. «Como quieras —admitió ella—. Y por tu padre, no te preocupes. He hablado con él por teléfono. No te molestará más por culpa del acordeón». «Madre, quiero marcharme —le dije—. Buscaré un piso de estudiantes en San Sebastián y me quedaré allí mientras estudio en la ESTE. Vendré a menudo. Y tú también irás a visitarme». Ella se quedó en silencio. «Como quieras, David», repitió al cabo.

En la plaza empezó a tocar una orquesta. «¿Qué vas a hacer, quieres cenar algo o prefieres irte ya a la fiesta?», me preguntó mi madre con un dejo de tristeza. No le resultaba fácil asumir mi decisión. «Hoy estoy sola —continuó—. Ángel se quedará en el hotel. Ya sabes, por la mañana con Uzcudun, por la tarde con Uzcudun y por la noche con Uzcudun». Le dije que cenaría con ella, y que luego saldríamos juntos.

Tuve la impresión de que la quería de otra manera. En parte me compadecía de ella porque en un momento dado, en su juventud, su corazón la había engañado, empujándola a los brazos de un hombre que era capaz de matar o traicionar al prójimo; pero al mismo tiempo la admiraba por no haberse dejado arrastrar. Ella seguía siendo dueña de sí misma.

Empezamos a poner la mesa para la cena. «¿Es verdad lo que le ha contado don Hipólito al teniente?», le pregunté. «¿Qué es lo que le ha contado?». «Creo que ya lo sabes». Dijo que no. «¿A qué suele ir el tío a Biarritz? ¿A bailar con las turistas de París?». «A Juan nunca le ha gustado bailar», me respondió muy seria. «¿Estás segura?». «Pregúntaselo a él. Tengo que llamarle para decirle que estás en casa». «¡Así lo haré! ¡Se lo preguntaré directamente!».

No pude preguntárselo. No bien oí su voz al teléfono, feliz porque me habían dejado libre, me emocioné y no fui capaz de pronunciar una sola palabra.