Capítulo I
El corazón me late desbocado mientras me paro frente a su puerta, mientras toco el timbre y entonces espero, cogiendo con fuerza la gorra que he traído para proteger su cabecita del sol. Hace bastante sol.
Es nuestra primera cita oficial como… bueno, como novios. Dios, todavía no me lo creo. Mi Hamlet y yo. Estoy pletórico de alegría, y sé que tengo los labios curvados en una gran, gran sonrisa, pero no quiero ni puedo acallarla.
Le quiero. Le he querido siempre. Y ahora lo tengo conmigo.
Es él quien abre la puerta: suave pelo color rubio platino, ojos azules, tan claros que parecen translúcidos.
Me dedica una media sonrisa, pero crece y crece cuando se lleva la mano a la nuca. Parece tan avergonzado. Yo también tengo un poco de vergüenza, pero… Pero nos conocemos de toda la vida. No tendríamos que estar avergonzados.
—Me alegra verte tan pronto —me dice, y alza una mano para tocarme la mejilla.
Noto que tiembla un poco. Tal vez esté emocionado. Eso sí me hace sonreír.
—Hola —saludo alegremente, y me siento muy tonto cuando me inclino para darle un beso… aunque le acabo dando en el mofletito.
El pequeño me parpadea y alza las cejas. Se toca el sitio donde lo he besado, y me siento muy, muy idiota. Creo que me arden las orejas.
—¿Ahí? —pregunta—. Llevo todo este rato esperando un beso en los labios y me lo das en la mejilla, Worren.
Él se ríe, y… y… Y yo también, qué demonios.
—¡Esto es una burrada! —exclamo—. ¿Por qué me siento tan nervioso? ¡Pero si te he querido toda la vida y ahora por fin te tengo!
A la porra los nervios. ¿Por qué tengo que estarlo, eh? Es mi Hamlet. Mi pequeño y precioso Hamlet. Sonrío, y en lugar de besarlo lo envuelvo en mis brazos y lo levanto sin ningún esfuerzo. Tan bajito, tan ligero…
—Hola —saludo otra vez, y alzándolo sin dificultades pongo su carita a mi alcance para dejar que mi boca se deposite sobre la suya, suavemente.
Hamlet tiembla. Tiembla mucho.
Mmm… Me corresponde. Sus labios se mueven contra los míos, buscando más. Más de lo que le estoy dando. Qué tonto soy, ¿eh? Porque mi pequeño Hamlet no acepta chiquilladas. Muy bien. Sonrío cuando me rodea con sus brazos, lo estrecho contra mí y me arqueo sobre él.
El beso se vuelve más ardiente, más fuerte, más pasional. Esta es la pasión que siento por ti, mi chiquitín. A todas horas. En todo momento.
Necesito aire. Eso es lo único que hace que alce la cabeza, pero no lo suelto ni aunque me pagaran.
—¿Mejor? —pregunto con una sonrisa.
Me mira, risueño. Siempre se le levanta más una comisura que la otra.
—Mejor, pero nunca suficiente —responde—. No sé cómo no pudimos darnos cuenta antes cuando era de lo más obvio.
—¡Disculpa! —digo con mucha dignidad—. Yo sí me había dado cuenta. —Más o menos—. Eras tú el que vivía en la inopia. —Bueno, en realidad es que ninguno de los dos dijimos nada antes porque somos idiotas, pero no importa.
Lo beso en esa comisura que se le alza más cuando sonríe y lo bajo al suelo.
—¿Listo para nuestra primera gran cita? —pregunto con una sonrisa.
Soy feliz. Nunca podría serlo más. ¡Cuánto lo quiero! Cuánto lo he querido siempre, desde que nos conocimos aquí, siendo vecinos cuando éramos niños.
—Claro, pero cuando admitas que eres igual de torpe que yo —se burla, el muy malo—. ¡Ni siquiera sabías que era homosexual! Aunque yo tampoco sabía que tu… Sí, igual de torpes, es definitivo.
—¡Ahá! —Río y lo vuelvo a besar, incapaz de mantener la boca lejos de él—. Mejor que nos vayamos o al final nos enrollaremos aquí, en el recibidor de tu casa, y me da un poco de mal rollo eso de que el servicio nos mire mientras nos besuqueamos.
—Pues ahora que lo dices… Sí, es incómodo. —Mi Hamlet alza una ceja de esa manera tan adorable, tan… señoritinga—. Al menos ya no me llevas como una princesa. No soy tan débil, ni tan niña, todo sea dicho.
—Oh, no sé… Puede que después vuelva a cogerte —bromeo… aunque tal vez no sea una broma; me gusta coger su peso pluma como si fuera una nena—. Anda, vamos. ¿Lo llevas todo?
Lo cojo de la mano. Ni siquiera lo he pensado, solo lo he hecho. Antes no hacíamos esas cosas, no con tanta facilidad. No es muy masculino ir cogiditos de la mano y todo eso, ¿no? Pero claro, ahora somos novios. Ahora tengo todo el derecho a hacerlo si quiero.
Me encanta que seamos novios. Me encanta quererlo y que me quiera.
Su manita estrecha la mía mientras sonríe.
—Yo siempre lo llevo todo —anuncia con esa actitud de niño rico que me arranca la risa—. Aunque esta vez lo justo, sé que querías llevar tú la cita, no yo, lo dejaste bien claro ayer.
Le enseño los dientes en una gran, gran sonrisa.
—Ahá —asiento, y tiro de él para llevármelo, bajar las diez escaleras que van hasta la calle y de allí al parque que tenemos justo delante de casa.
Va a ser perfecto. Tomaremos un helado y pasearemos de la mano y lo llevaré a comer. No será un restaurante de etiqueta, eso lo tiene todos los días. Será algo especial para nosotros, algo que nos traiga recuerdos, y donde podamos crear unos cuantos más.
Y es solo el principio.
Entonces Hamlet se detiene.
Me giro y veo que se lleva la mano a la frente. Está sudando. Suspira de un modo… particular, como si estuviera muy cansado. ¿Cansado? Frunzo el ceño.
—¿Estás bien? —pregunto, tomándolo del hombro—. Podemos dejarlo si te encuentras mal. Ya tendremos nuestra cita otro día.
—No, estoy bien, es solo… —Me mira con una leve sonrisa—. Sabes que siempre me pasan estas cosas, y no quiero anular nuestra cita, eso me pondría peor. Bésame y se me pasara.
Muy dulce. Siempre es tan dulce… Pero yo no puedo dejar de preocuparme.
Bueno, puedo darle una oportunidad a esto. No es nada del otro mundo si lo dejamos estar, pero supongo… quizá… que Hamlet quiere hacerlo.
Muy bien.
Me inclino y lo beso en esa comisura que se levanta más que la otra.
—Vale —susurro—. Vamos. Te llevo al banco y esperas en la sombra a que te traiga un helado, ¿vale?
Me sopla con una risita nasal y me mira.
—Está bien, me portaré y te haré caso —acepta.
—Buen chico.
Vuelvo a tomarle de la mano, ahora más fuerte. No parece estar bien.
No. Tomaremos un helado y lo llevaré a casa otra vez. Lo demás puede esperar.
Tiro de él y cruzo la calle hacia el parque, buscando un banco a la sombra para que se quede descansando. Tomaremos ese helado y nos volveremos a la sombra, el frescor y la seguridad de casa.
Ah, ahí está.
Aprieto un poco el paso para que ningún transeunte nos robe el sitio y por fin nos sentamos. Mejor aquí, ¿no? Miro a mi Hamlet, que se toca la nuca otra vez, como si estuviera tenso o… mareado.
Veo el modo en que se relame los labios, y entonces me toca el brazo.
—Eh, Worren —me llama.
—Aquí estoy —asiento, acariciándole el hombro—. ¿Estás bien?
—Sí, sí, estoy bien, solo insisto en que quiero que me beses, como antes, a ver si se me pasa, ya sabes, como en los cuentos.
Vale, eso me hace sonreír. Un poquito. No debería estar sonriendo cuando él parece estar tan débil.
—¿Seguro?
Oh, mierda, no debería reírme, pero es que es tan dulce… y lo quiero tanto… y se está esforzando por parecer normal.
El bendito cierra los ojos. Ah, muy bien, ya lo pillo: estás desesperado. Río por lo bajo, pero accedo. Vale, un beso, un buen beso. Y después a casa.
Le acaricio la mejilla y me inclino hacia él.
Se coge a mi ropa, con toda la fuerza de sus manos. Sonrío.
Mis labios alcanzan los suyos y lo beso, lento, suavemente. Lo disfruto. Lo saboreo. Y él me besa a mí, con fuerza, con vehemencia. No quiere suavidad. Quiere ardor. Quiere ir deprisa.
Y entonces se para.
Con un jadeo de sorpresa alzo la cabeza. Hamlet está inmóvil en mis brazos, con los ojos cerrados, la boca entreabierta y los labios húmedos.
—¿Hamlet?
No hay respuesta. Frunzo el ceño.
—Hamlet, joder, no creo que sea un momento para hacer broma.
Nada.
—¿Hamlet?
Lo cojo del hombro y sacudo. Su cabeza se mueve adelante y atrás, inerte.
Totalmente inerte.
Noto un escalofrío, el corazón se me para. Se para.
—Hamlet. ¡Hamlet, hostia! ¡Hamlet! ¡HAMLET!
—¿Worren?
¿Qué? Doy un respingo. Ah, estoy en el maldito coche. Joder. Vuelvo la cabeza con desgana y veo a mis padres, mis traicioneros padres. Sé que mamá me mira con compasión y con ganas de hacer las paces, pero yo no quiero paz ni con ella ni tampoco con él.
Me han apartado de Hamlet. Me han obligado a dejarlo en esa cama de hospital. Podría despertar y yo no estaría con él.
Los odio. Los odio a los dos por no ser capaces de apoyarme, de respaldarme en esto. Necesito a Hamlet. ¿Por qué no lo entienden? ¿Creen que somos críos, que lo olvidaré? Que se vayan a la mierda. Nunca olvidaré a Hamlet, ni lo que pasó ese día. Nunca.
—Ya hemos llegado —indica mi madre con tacto—. Mira qué fachada tan bonita.
No me importa la estúpida fachada. Aun así me vuelvo y la miro por la ventana. Es un bloque de pisos, y nada más. Ni siquiera tienen balcones. Las ventanas son amplias y la fachada de piedra tiene un algo clásico, supongo, pero es que me da igual.
Quieren que este sitio sea mi casa, pero no lo es. No lo va a ser.
—Venga —dice mi padre con voz falsamente animada—. Bajemos nuestras maletas y empecemos. En seguida llegará el camión, ¡tenemos mucho que hacer!
Bastardo hipócrita. Baja del coche, y mi madre me mira un momento pero también lo hace. Yo no. Yo me quedo dentro, cruzado de brazos, y noto cómo abren el maletero.
No quiero subir. No quiero llevar mis cosas a un estúpido apartamento de ciudad. Quiero volver a casa, a mi casa. Quiero volver al hogar que teníamos allí, justo delante de Hamlet. Quiero volver a mi vida.
Joder, le quiero a él. ¿Por qué no se ha despertado ya? ¿Por qué coño…?
—Worren, cielo.
—¡Ya voy, hostia!
Abro la puerta de un empellón y noto la resistencia. Le he dado a mi madre. Joder. No quiero mirar. No quiero ver. Nadie me dice nada mientras agarro la primera maleta que encuentro y voy hacia el portal. Está abierto. Por supuesto que lo está; quieren que entre, que suba yo mismo, que vea mi nueva cárcel.
De eso se trata. Este bonito piso vacío no es más que una puta celda.