Capítulo IX

Consiste, pues, la fortaleza en osadías y temores pero no en ambas cosas de una misma manera, sino que, principalmente en las cosas de temer. Porque el que en estas cosas no se altera, sino que muestra el rostro que conviene, más valeroso es que no el que lo hace en las cosas de osadía. Porque por aguardar las cosas tristes, como está dicho, se dicen ser los hombres valerosos. Y por esto la fortaleza es cosa penosa, y con mucha razón es alabada. Porque más dificultosa cosa es esperar las cosas tristes, que abstenerse de las aplacibles. Pero con todo esto, el fin de la fortaleza parece dulce, sino que lo oscurecen las cosas que le estan a la redonda, como les acontece a los que se combaten en las fiestas; porque a los combatientes el fin porque se combaten dulce les parece, que es la corona y premios que les dan; pero el recibir los golpes, dolorosa y triste cosa les es, pues son de carne, a la cual le son pesados todos los trabajos. Y porque los trabajos son muchos y el premio por que se toman poco, parece que no contienen en sí ninguna suavidad. Y si lo mismo es en lo que toca a la virtud de la fortaleza, la muerte y las heridas cosa triste le serán, y contra su voluntad las recebirá; pero aguárdalas por ser cosa honesta el esperarlas, o porque el no hacerlo es cosa vergonzosa. Y cuanto más adornado estuviere de virtudes y más dichoso fuere, tanto más se entristecerá por la muerte. Porque éste tal vez era más digno de vivir, y éste sabe bien de cuán grandes bienes se aparta por la muerte. Esto, pues, es cosa triste; mas con todo eso no es menos valeroso; antes, por ventura, mas, pues en la guerra precia más lo honesto que no a ellos. Ni aun en ningún otro género de virtudes se alcanza el obrarlas con gusto y contento, hasta que se alcanza el fin en ellas. Pero bien puede ser que los que son tales no sean los mejores soldados de todos, sino otros que no son tan valerosos, y que otro bien ninguno no tengan sino éste. Porque estos tales son gente arriscada para todo peligro, y por bien pequeño provecho ponen sus vidas en peligro. Hasta aquí, pues, habemos tratado de la fortaleza, cuya propiedad fácilmente se puede entender como por ejemplo, por lo que está dicho.

No poca falta le hizo al filósofo, para el tratar bien esta materia de la fortaleza, el no entender las cosas del siglo venidero, y de la inmortal vida, que por la luz de la fe los cristianos tenemos entendida. Porque si esto él entendiera, no dijera un tan grave error como arriba dijo: que después de la muerte no había bien ni mal alguno, ni ahora lo acrecentara diciendo que el hombre valeroso muere triste, entendiendo los bienes que deja; porque no los deja, antes los cobra por la muerte muy mayores; y así vemos que aquellos valerosos mártires iban a la muerte, no tristes, como este filósofo dice, sino como quien va a bodas, certificados por la fe de los bienes que por medio de aquella fortaleza de ánimo habían de alcanzar. Y así parece que en esto de la inmortalidad del alma y del premio de los buenos y castigo de los malos, este filósofo anduvo vacilando como hombre, y nunca dijo abiertamente su parecer. Más a la clara habló en esto su maestro Platón, y más conforme a la verdad cristiana, que en los libros de República confesó infierno y purgatorio, y cielo y premios eternos, aunque no tan claramente como nuestra religión cristiana nos lo enseña con doctrina celestial. Esto he querido añadir aquí, porque cuando el cristiano lector topare con cosas semejantes, lo atribuya a que no tenían aquéllos luz de Evangelios, y que su doctrina era, en fin, de hombres, y dé gracias al Señor, que esta cristiana filosofía así le quiso revelar: que entienda más de esto un simple cristiano catequizado o instruido en la fe, que todos juntos los filósofos del mundo.

Ética a Nicómaco
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