Una manera de acercarse a la
literatura del pasado es, lisa y llanamente, conocerla. Para ello
sólo se necesita curiosidad y una biblioteca nutrida y poco atenta
a los vaivenes de la moda.
Otra manera de cercar la fortaleza de lo
pretérito y, al cabo, conquistarla es quizá menos exquisita que la
anterior, pero igualmente enriquecedora: se trata de acudir a los
mejores escritores contemporáneos y extraer conclusiones de sus
lecturas.
La única conclusión posible que depara
una historia o un poema es otra historia u otro poema. Si el autor
elegido se llama, por ejemplo, Jorge Luis Borges, los poemas o
historias suscitados serán, obligatoriamente, bellos,
satisfactorios y divertidos. Resulta aleccionador descubrir la
epopeya de Gilgamés entre las páginas de un ensayo borgiano, aunque
el contacto posterior con la cosa-en-sí constituye -está claro el
hecho auténticamente importante.
He mencionado a Borges y la gesta de
Gilgamés. En el caso de Sir Gawain y el Caballero Verde hay que
hablar, ineludiblemente, de J. R. R. Tolkien. Para muchos lectores
de habla inglesa reacios a perderse en la intrincada selva trazada
por los eruditos, el poema de Sir Gawain and the Green Knight
existe porque a Tolkien, un estudioso oxoniense de reconocida
solvencia corno medievalista, se le ocurrió, además de combatir
diariamente con fascinantes manuscritos y tediosos colegas,
inventarse una historia maravillosa, probablemente la invención
fantástica más coherente, hermosa y perfecta del siglo xx. Me
refiero a The Lord of the Rings. Pues bien, fue el propio Tolkien,
en colaboración con E. V. Gordon, quien publicó la edición canónica
de Sir Gawain (Oxford, 1952), y ha sido su hijo Christopher quien
ha editado póstumamente (Londres, 1975) la espléndida versión que
del poema (junto con Pearl y Sir Orfeo) dejara impublicada su padre
al morir en 1973.
Estoy seguro de que estos datos ya
predisponen a más de un lector en favor o en contra del texto
medieval que anuncia este prólogo. Con escritores como Tolkien o
Borges no es posible permanecer indiferentes. Y, guste o no a los
especialistas, Sir Gawain and the Green Knight está siendo leído,
fundamentalmente, en todo el mundo por su relación con el creador
de los hobbits, no por sí mismo. Otra cosa es que sus méritos
propios sean -que lo son- relevantes. Pero los éxitos populares
resultan siempre incomprensibles cuando la calidad los justifica, y
Tolkien -con Cervantes, Shakespeare, Homero- es uno de esos casos
raros.
Hasta 1377 sólo reinan Eduardos en
Inglaterra. Ricardo II completaría el siglo XIV. Un siglo que
contempla la aparición de una nueva clase social con gran empuje y
fuerza: la burguesía. Un período en que la Muerte Negra devasta
Europa. El siglo de Juan Ruiz en España, de Froissart en Francia,
de Petrarca y Boccaccio en Italia. El tiempo en que Juan de
Ruysbroeck exalta con pasión el amor en Cristo y la dulcedo Dei. La
época en que mueren meister Eckhart y Guillermo de Ockham. El mundo
en que aparecen los Flagelantes y menudean las revueltas
sociales.
Comenzada ya la contienda que enfrentará
a Francia e Inglaterra por espacio de un siglo, los artesanos de
París, con Étienne Marcel a la cabeza, se sublevan contra sus amos.
Los Jacques, campesinos de Normandía, Champaña y Picardía, recorren
en partidas el norte del país, asaltando e incendiando castillos,
destruyendo los campos. En Flandes, Felipe van Artevelde capitanea
un grupo de desheredados contra la autoridad de su conde. Un motín
popular agita Florencia, dirigido por el cardador de lana Michele
di Lando. En Roma, un tribuno de origen humilde, Cola di Rienzo, se
hace con el poder e instaura una fugaz república. En Cataluña, los
payeses se alzan contra los tristemente célebres malos usos. En
Inglaterra, John Ball y Wat Tyler protagonizan sendas rebeliones
contra el orden establecido (Ball, sacerdote y capitán de los
insurrectos, decapitado el 30 de noviembre de 1381, había dicho
antes de morir: "Mis queridos hermanos, las cosas no marcharán bien
en Inglaterra hasta que todo sea común, hasta que no haya señor ni
vasallo; hasta que no haya ningún amo, ni los señores ni vosotros")
y John Wyclif inicia la Reforma casi doscientos años antes que
Lutero.
Eduardo de Woodstock, llamado "el
Príncipe Negro", acompaña a su padre Eduardo III de Inglaterra -el
mismo que fundó la orden de la jarretera y el bicameralismo inglés
en la jornada victoriosa de Crécy, donde el ejército francés de
Felipe IV sería aniquilado. Más tarde, con sus famosas Compañías
Blancas, devolvería el trono de Castilla a Pedro I el Cruel. Es el
Príncipe Negro, y su alter ego y antagonista, Beltrán Du Guesclin,
un espléndido símbolo del siglo que les tocó vivir. Lujo, color,
brutalidad, banquetes fastuosos, torneos y batallas desmedidas,
luchas sociales, guerras de familia, fiestas galantes y cabalgadas
implacables por tierras enemigas: todo en un plano al mismo tiempo
"enorme y delicado", como calificara Paul Verlaine al
Medievo.
De los muchos manuscritos reunidos en el
siglo XVII por Sir Roben Cotton, entre los que se encontraban el
códice de Beowulf y los dos textos del Brut de Layamon, hay un
modesto tomo en cuarto conocido como Nero A X. Comprado en
Yorkshire, se salvó de un incendio en 1731, antes de pasar a los
fondos de la British Library, donde continúa actualmente. El tal
manuscrito está formado por cuatro poemas aliterativos escritos en
letra del último tercio del siglo XIV. Acompañando al texto hay
doce ilustraciones de factura muy elemental que se refieren a
episodios de algunos de los poemas. Ninguno de los textos lleva
título, pero han sido llamados, siguiendo el orden en que están
recogidos en el códice: Pearl, Purity (o Cleanness), Patience y Sir
Gawain and the Green Knight.
De Pearl también tenemos una versión
moderna de Tolkien; es un poema acerca de un sueño alegórico, con
un trasfondo teológico evidente y de gran calidad estética. Purity
y Patience son paráfrasis bíblicas.
Parece indudable que Pearl, Purity y
Patience son obras de una sola mano. Sir Gawain es distinto. Hay
quien duda en atribuirle el mismo origen, pero son muchas las
semejanzas estilísticas entre las cuatro piezas.
En el siglo XIV, la aliteración resucita
en las letras inglesas. Se llega incluso a utilizar en un poema
como Vision concerning Piers the Plowman, cuyo contenido de crítica
social refleja de un modo tan claro la época en que fue compuesto.
Sir Gawain consta de más de 2500 versos agrupados en una curiosa
forma irregular de estrofa formada por un número incierto de ellos
(entre 16 y 20), en su mayor parte sin rimar y sin metro, pero
regularmente aliterados. El esquema parece revelar que los que
volvieron a poner de moda la aliteración se daban cuenta de que no
podían supeditarse a ella con exclusividad, sino que precisaban
también de metro y rima, aunque fuese en pequeña proporción y con
no demasiada frecuencia. De ser un elemento "sustentante" en
poesía, la aliteración se va convirtiendo en elemento "decorativo",
hasta llegar al simple y precioso artificio que constituye, por
ejemplo, un verso de Gray (weave the warp and weave the woof, "urde
la urdimbre y teje la trama"), en pleno siglo XVIII.
El dialecto empleado por el autor de Sir
Gawain es el de las tierras del interior del noroeste de
Inglaterra, un lenguaje remoto y difícil de entender por los
habitantes de Londres, cuya norma lingüística prevalecería después,
vía Chaucer.
Sir Gawain and the Green Knight es, sin
duda, el mejor texto artúrico inglés. Aunque ejemplifica las
virtudes caballerescas del valor y la lealtad, no es sólo un relato
al servicio de una moral, sino un relato en sí, como las obras de
Chrétien de Troyes: fresca y bellísima literatura.
Los dos temas básicos de la obra se
encuentran por separado en fuentes francesas o célticas, pero los
encontramos combinados por vez primera en el poema inglés (pudo
haber una fuente francesa, hoy perdida, que combinara ya el juego
degollatorio con la tentación de la dama). El asunto está
admirablemente bien montado. Un elemento sobrenatural, procedente
de las versiones artúricas francesas y también del sustrato
céltico, tan sumamente activo en Inglaterra, y un elemento
naturalista, derivado de la atenta observación de la realidad y de
una imagen miniaturista de la vida, se funden en Sir Gawain
íntimamente, convirtiendo el poema en un magnífico ejemplo de
realismo fantástico avant la lettre.
Movimiento, color, viveza en los
detalles: son las características esenciales del autor de Gawain,
que demuestra un ingenio y agudeza poco comunes, además de un
finísimo sentido del humor.
Los diversos episodios parecen tapices o
láminas de un libro de horas. Pero si nos ceñimos, por ejemplo, a
la descripción de las estaciones, hallamos que no es, como en el
mundo de los manuscritos mimados, un haz de topoi visuales, ni
tampoco es un simple ejercicio literario. El autor vive el paso del
tiempo desde dentro, desde el alma y desde los ojos, desde la
experiencia y el corazón. No son, por tanto, sólo palabras, sino
hechos reales y profundos, los "carámbanos de hielo sobre las
rocas", las "henchidas corrientes" y las "delgadas fibras de la
niebla sobre las colinas" (el invierno es, sin duda, la estación
favorita del poeta, y no sólo porque la acción tenga lugar en esa
época del año).
Lo mismo ocurre con las escenas de caza.
El autor ha vivido lo que cuenta. No utiliza cuaderno de notas.
Todo tiene el calor y la vida de la experiencia y la complicidad.
Los paisajes, la atmósfera, los sonidos. Todo se inscribe en el
relato con una enorme libertad que racionaliza el prodigio y da un
rostro a la maravilla.
Y qué habilidad en los diálogos, sobre
todo en los de Gawain y la señora del castillo, modelo de soltura y
naturalidad dentro de una estética dominada aún por las teorías del
amor cortés desarrolladas, dos siglos atrás, por Andrés el Capellán
en sus De amore libri tres. Qué habilidad en el desarrollo
simultáneo de las acciones (caza /conversación en el castillo),
parangonable a la de Homero en la Odisea. El autor de Gawain es un
auténtico gigante de la literatura universal.
¿Y Gawain, su protagonista? Aparece en la
saga artúrica por vez primera en la Historia Regum Britanniae, de
Geoffrey de Monmouth, donde es llamado Walwanius, y en la historia
de Guillermo de Malmesbury (ca. 1120), donde hay una referencia al
descubrimiento de su tumba en Walwyn's Castle, en Pembrokeshire. Se
parece al Gwalchmai de la leyenda céltica y al Cuchulainn de la
épica irlandesa. Como este último, posee características solares,
tal como el incremento de sus fuerzas a medida que el sol va
acercándose al mediodía, y su declive a partir de entonces.
Geoffrey lo hace sobrino del rey Arturo. Héroe folklórico por
excelencia, es figura central de historias célticas muy antiguas, y
poco a poco se convierte en un personaje artificial y
literario.
En Sir Gawain and the Green Knight, el
sobrino de Arturo es ya un caballero cortés, paradigma de
perfecciones. Es también el servidor de Nuestra Señora, cuyo
emblema lleva en su escudo, en el pentáculo que simboliza los Cinco
Gozos de María y las Cinco Llagas de Cristo.
Y el poema no es otra cosa, en mi
opinión, que la ordalía de Gawain, su juicio divino. Se purificará
en valor y lealtad a lo largo de su aventura. La dama del castillo
lo hará rico en templanza. Y al final, de regreso en la corte de
Arturo, habrá vencido todos los riesgos, incluso el riesgo de
extraviarse en el futuro. Al fin y al cabo, el Caballero Verde no
ha sido más que una disculpa para volver a casa
renovado.
Madrid, 21 de junio de 1982
SIR GAWAIN Y EL CABALLERO
VERDE
I
uando terminó el asedio y asalto de
Troya, y sus desmoronadas murallas quedaron reducidas a ascuas y
cenizas, el traidor que tramó la estratagema fue juzgado por su
traición, la más probada de la tierra. Después, el noble Eneas y su
orgullosa estirpe sometieron extensos territorios, convirtiéndose
en los dueños de casi todas las riquezas de las Islas Occidentales.
El gran Rómulo se dirigió a Roma; allí fundó la ciudad con gran
pompa y esplendor, y le dio su propio nombre, que aún hoy ostenta;
Ticio marchó a Toscana, donde levantó pueblos; Longobardo erigió
castillos en Lombardía; y más allá de las aguas francesas, Félix
Bruto creó Britania sobre anchas y numerosas colinas, llena de
hermosura y de gracia, en la que fueron constantes las guerras, las
luchas, los prodigios, y la dicha y el dolor se sucedieron sin
cesar [1].
Y una vez fundada Britania por tan
valeroso señor, dio ésta hombres esforzados y amantes de la lucha
que promovieron múltiples acciones turbulentas en su tiempo. En
ella acontecieron muchos más prodigios, que yo sepa, que en ningún
otro lugar, desde los tiempos antiguos. Y de todos los reyes que
gobernaron Britania, Arturo[2] fue el más noble, según he oído decir.
Por tanto, quiero rememorar aquí cierta maravilla que algunos
presenciaron, y una de las más admirables aventuras que se cuentan
entre los prodigios de Arturo. Si prestáis atención un momento a
este lai[3], os lo contaré tal como lo he oído yo
en la ciudad, y ha sido escrito en forma de historia atrevida y
valerosa, y durante tanto tiempo conservado con letra
segura.
Pasaba este rey en Camelot los días
de Navidad, en compañía de numerosos y buenos señores, vasallos muy
nobles y miembros todos de la Tabla Redonda, entre espléndidas
fiestas y despreocupada alegría. Allí celebraban torneos y justas
los gallardos caballeros, y acudían después a la corte a participar
en los bailes y canciones de Navidad. Pues la fiesta duraba quince
días enteros sin que languideciese, y durante ese tiempo se gozaba
de cuantos platos y placeres era capaz de idear el hombre; y era
glorioso oír aquel júbilo y alegría, tantos clamores de voces
durante el día, y tantos bailes por la noche. Las damas y los
señores disfrutaban de una dicha infinita en las salas y aposentos,
según apetecían. Juntos, los caballeros más famosos después de
Cristo, las damas más hermosas de cuantas existieron, y él, el más
encantador de los reyes, dueño de aquella corte, participaban de
toda la felicidad de este mundo. Pues toda aquella gente hermosa
estaba en la flor de la edad, y era la más afamada bajo el cielo; y
su rey, el más orgulloso; a tal punto, que sería difícil nombrar
una hueste más probada.
Aquel día, primero de Año Nuevo,
cuando llegó el rey con sus caballeros, concluidos los cánticos del
coro en la capilla, se sirvió doblemente a los comensales del
estrado. Clérigos y laicos anunciaron con gran clamor la Navidad,
nombrándola muchas veces. Luego acudieron los nobles con presentes
de Año Nuevo, anunciando aguinaldos, y distribuyéndolos en festiva
competencia y debate. Las damas reían dichosas aunque salieran
perdedoras, en tanto que el que ganaba, como es de imaginar, no se
sentía precisamente el más desventurado. Tales diversiones tenían
lugar hasta el momento de servirse los manjares; entonces se
lavaban y pasaban a ocupar los asientos según su dignidad, los más
altos de los cuales estaban siempre reservados a los más nobles. La
alegre Ginebra ocupaba el centro del estrado suntuoso, adornado a
ambos lados con costosas colgaduras de espléndida seda, y por
encima de su cabeza un dosel de ricos tejidos de Toulouse y tapices
de Tharsia, bordados y orillados con las más brillantes gemas que
el dinero haya podido comprar. Era esta reina una hermosísima mujer
de ojos grises; ningún hombre habría podido decir en verdad que
hubiese visto otra más bella.
Pero Arturo no comía en tanto no
fuesen servidos todos. Era muy alegre, y su ánimo tenía algo de
infantil. Amante de la vida animada, no gustaba de permanecer mucho
tiempo inactivo, de modo que le dominaban su sangre joven y su
talante antojadizo. Y una nueva ocurrencia vino a
inquietarle
en esta sazón, y anunció que no probaría
ningún manjar de aquel grandioso festín, mientras no le contasen
alguna historia extraña, alguna proeza inusitada o emocionante
maravilla que él pudiese creer, alguna nueva aventura sobre la
caballería o la nobleza, o bien hasta que alguien pidiese a algún
caballero que se enfrentase con él en una justa, exponiendo vida
contra vida, y dejando cada uno que la suerte se inclinase del lado
del otro si así le quería favorecer. Tal era la costumbre del rey,
cada vez que reunía a su corte en torno a estos famosos banquetes,
juntamente con sus leales, y así lo manifestó. poniéndose de pie,
cuan alto era, y joven como el mismo año que empezaba.
Y de este modo estaba el poderoso
rey, de pie ante la más alta mesa, departiendo amigablemente. El
buen Gawain se había sentado junto a la reina Ginebra, la cual
tenía a Agravain à la Dure Main [4] al otro lado, hijos los dos de la
hermana del rey, y muy leales caballeros. El obispo Baldwin tenía
el privilegio de encabezar la mesa, y junto a él comía
Iwain[5],
hijo de Urien. Todos ellos estaban en el estrado, donde eran
servidos con la dignidad debida, en tanto que muchos poderosos
señores se acomodaban abajo, ante largas mesas. Y llegó el primer
plato al resonar de las trompetas, de las que pendían espléndidos
blasones, se oyó el estrépito de los tambores y los sones agudos y
vibrantes de las flautas, y muchos corazones se enardecieron al
oírlos. Se sirvieron a continuación platos delicados y exquisitos y
carnes tiernas en tantas fuentes que apenas había espacio delante
de las gentes para colocar la vajilla de plata repleta de manjares.
Cada individuo se servía a su gusto sin reparo; había doce platos
para cada dos invitados, buena cerveza y espléndido
vino.
No hablaré más de sus comidas, pues
como todos pueden imaginar, allí nada faltaba. Y entonces, de
repente, se oyó un ruido enteramente nuevo, quizá para que al fin
el soberano pudiera sentarse a comer. Pues apenas hacía un instante
que el toque de trompetas había cesado, y había sido servido el
primer plato en la corte tal como era costumbre, cuando irrumpió
por la puerta un caballero de aspecto impresionante, el más
tremendo del mundo en estatura; tan sólido y ancho desde el cuello
hasta los muslos, y tan grandes sus costados y piernas, que si no
era un gigante, sí declaro al menos que podía tenérsele por el
hombre más corpulento sobre la faz de la tierra. Sin embargo, a
pesar de su estatura, parecía el más atractivo y apuesto de cuantos
montaban a caballo; porque si bien su pecho y su espalda eran de
una anchura terrible, su cintura y caderas eran correctamente
delgadas, y perfectamente proporcionados todos los rasgos de su
persona, según podía verse. Los hombres se quedaron boquiabiertos
de estupor ante el aspecto de su atuendo y su semblante: parecía un
ser sobrenatural y terrible, cubierto todo de un verde
resplandeciente.
Todo en aquel desconocido era del
más puro verde: el brial ajustado y ceñido en la cintura; su rica
capa, sobre el brial, forrada de finísima piel, con la caperuza
retirada y echada sobre los hombros; calzas elegantes del mismo
color, ajustadas hasta arriba y cogidas en la pantorrilla, con
tintineantes
espuelas de brillante oro debajo, sujetas
sobre bandas de seda bordada; pero los pies del jinete estaban
desnudos de toda armadura. En verdad, sus vestidos eran de vivo
verde, así como los tachones de su cinto y las piedras ricamente
dispuestas en sus hermosísimos atavíos y en la silla, sobre
gualdrapas de seda. Sería tedioso enumerar una décima parte de los
detalles bordados y repujados que llevaba, pájaros y mariposas de
llamativos matices de verde adornados con hilo de oro. La gualdrapa
delantera del caballo, su grupa arrogante, los clavos y botones de
la brida, así como los estribos donde apoyaba los pies, eran todos
del mismo color; y lo mismo el arzón resplandeciente y centelleante
de preciosas piedras verdes. En cuanto al corcel, era en todo
semejante al jinete que lo montaba: verde, tremendo, fogoso,
brusco… ¡un corcel digno de su dueño!
Muy alegre iba este hombre ataviado
de verde. Su cabello se correspondía con la crin de su caballo, y
le flotaba delicadamente en abanico alrededor de los hombros; una
barba grande y frondosa se le desparramaba sobre el pecho,
recortada igual que el espeso cabello, por debajo de los hombros,
de forma que la parte superior de los brazos le quedaba oculta como
por una esclavina. La crin de aquel corcel poderoso, peinada y
rizada como la barba del caballero, formaba múltiples trenzas
hábilmente cogidas con un hilo de oro que se enroscaba alrededor
del verde prodigioso, alternándose las trenzas con las doradas
cintas; llevaba igualmente rizados la cola frondosa y el mechón de
la frente, atados con cintas de verde brillante, y adornado el
extremo con piedras preciosas, mientras que una correhuela
fuertemente sujeta en lo alto ensartaba una multitud de bruñidos
cascabeles de oro tintineante. Jamás se vio en toda la tierra
montura semejante, ni jinete como aquel que la montaba, pues un
relámpago parecía, mirando cuanto había en torno suyo. Ningún
hombre, pensaron todos, sería capaz de resistir sus mandobles
mortales.
Sin embargo, no vestía cota, ni
yelmo, ni peto, ni pieza alguna de armadura, ni escudo y lanza con
que parar y atacar, sino que traía en una mano un ramo de acebo,
planta que ostenta el verde más intenso cuando los árboles se ven
pelados y sin hojas, y en la otra, una hacha enorme y monstruosa,
arma despiadada para quien tuviese que describirla: tenía su hoja
una ana de largo, y su punta era de verde oro batido y acero;
bruñida y de ancho filo, era tan afilada como una navaja barbera.
El feroz desconocido la tenía cogida por su sólido mango forrado de
hierro y con preciosos adornos grabados en verde. Enroscándose en
ella, la recorría de un extremo al otro una cinta con abundantes y
costosas borlas y adornos de reluciente verde ricamente bordados.
Así entró el desconocido en el salón, sin bajar del caballo, y se
dirigió al estrado sin temor a ningún peligro. A nadie dirigió
saludo alguno, sino que miró a todos fieramente. Y sus primeras
palabras fueron:
–¿Dónde está el que manda en esta
asamblea? Deseo vivamente conocerlo, y tener con él unas
palabras.
Y fue pasando su mirada de un cortesano a
otro, al tiempo que hacía girar y encabritarse su montura; luego,
se detuvo a escrutar quién podía ser.
Los presentes se quedaron inmóviles,
con los ojos clavados en el desconocido; los hombres se preguntaban
maravillados qué podía significar el que un jinete y su caballo
fueran tan verdes como la yerba, y más brillantes que el esmalte
sobre el oro. Los que estaban de pie le examinaron y se acercaron
precavidamente, preguntándose qué haría. Pues habían visto visiones
asombrosas, pero ninguna como ésta; y le tuvieron por un fantasma
surgido del reino de las hadas. De tal modo, que ni siquiera los
más valientes caballeros se atrevieron a responder, permaneciendo
petrificados en sus asientos, aterrados por su voz sobrecogedora.
En toda la grandiosa estancia se había hecho de repente un
impresionante silencio, como si el sueño se hubiese adueñado de
todos, y hubiesen perdido la voz; pero supongo que no todos
callaban por temor: algunos guardaban un silencio deferente, a fin
de que fuera el rey quien hablase al desconocido invitado.
Así, pues, se quedó Arturo mirando a
aquel prodigio que tenía delante del estrado; y dado que no era
ningún cobarde, le dirigió este saludo:
–¡Señor caballero, sé bienvenido a esta
reunión! Yo soy el señor de esta corte; Arturo es mi nombre, y
ruego te dignes desmontar y quedarte entre nosotros; después
tendrás tiempo de exponer el objeto que te trae.
–No; bien sabe el que está sentado
en las alturas -dijo el caballero- que no es mi propósito demorarme
en este lugar. Sin embargo, tu fama, señor, es muy grande, y tu
castillo y tus caballeros son considerados los mejores, los más
fuertes de cuantos cabalgaron armados, los más esforzados y dignos
del mundo, y los más valientes compitiendo en nobles juegos[6]; y dado que hasta
mí ha llegado que hacéis gala de las virtudes de la caballería,
esto es lo que me trae aquí. Por este ramo puedes ver que vengo en
son de paz y que no busco peligro. Si me moviesen ideas de lucha,
traería la cota y el yelmo, mi escudo, mi lanza brillante y
afilada, y otras armas que esgrimir; pero dado que no ansío
combatir, mis ropas son suaves. No obstante, si eres tan valeroso
como todos dicen, con gusto me concederás el reto que pido por
derecho.
Aquí contestó Arturo, y dijo:
–Señor, noble caballero: si lo que deseas
es luchar despojado de toda armadura, no quedarás
decepcionado.
–No; no es luchar lo que deseo; te
doy mi palabra. En todos esos bancos no veo sentados sino jóvenes
imberbes. Si yo viniese montado en un gran corcel y cubierto de
armas, ninguno de entre vosotros podría medirse conmigo…; vuestra
fuerza es muy poca. Vengo, pues, a esta corte a reclamar un juego
de Navidad, ya que estamos en Pascua y Año Nuevo, y tanto abundan
aquí los hombres jóvenes. Si hay alguno en esta corte que se tenga
por espíritu audaz, y de sangre y alma fogosa, y que se atreva a
descargar un golpe a cambio de otro, le daré como presente esta
hacha costosa; esta hacha, bastante pesada, para que él la utilice
a su gusto. Yo esperaré el primer golpe, tan desarmado como voy
montado aquí. Si hay algún hombre tan fiero que quiera probar lo
que aquí propongo, que venga a mí sin más demora y se haga cargo de
esta arma; se la entrego para siempre. Entre tanto, yo aguardaré
impasible su golpe, a pie firme, en el mismo suelo, con tal que
pueda yo asestarle otro sin reparo. Sin embargo, le concederé el
plazo de un año y un día. ¡Así que venga pronto ahora, quienquiera
que se atreva a responder!
Si pasmados los había dejado al
principio, más callados aún se quedaron cuantos había en la gran
sala, desde los más poderosos a los menos. El jinete se volvió
sobre la silla, y sus ojos rojos y feroces abarcaron a todos los
presentes, arqueando sus erizadas y verdes cejas, y moviendo la
barba al girar para ver quién se levantaba. Como nadie dijese una
palabra, se aclaró la garganta, se irguió orgullosamente, y
exclamó:
–¿Cómo, es ésta la corte de Arturo
-dijo-, cuya fama tanto se ha extendido por todos los reinos del
mundo? ¿Dónde están ahora vuestra arrogancia, vuestras proezas,
vuestras victorias y valor, y el arrojo del que os jactáis? La
alegría y la fama de la Tabla Redonda han sido sofocadas, ahora,
por la palabra de un hombre; ¡veo que todos se encogen y tiemblan,
antes de haber sentido el golpe!
Dicho esto, soltó una carcajada tan
ruidosa que el rey se sintió vejado, y su hermoso semblante
enrojeció de vergüenza. Rugió como un vendaval, a la vez que sus
leales. Y el rey, que no se arredraba ante nada,– se fue derecho al
caballero.
Y dijo el rey:
–Señor, lo que pides es locura; pero,
puesto que tan obstinadamente lo buscas, bien mereces encontrarlo.
Ninguno de los aquí reunidos se siente amedrentado ante tus
clamorosas palabras. Dame, pues, esa hacha, en nombre del cielo,
que yo te impartiré la merced que has venido a pedir.
Saltó velozmente hacia él, le quitó el
arma de la mano, y el desconocido caballero saltó al suelo con
fiero gesto. Arturo cogió entonces el hacha por el mango, y empezó
a esgrimirla sombríamente calculando el golpe. El poderoso
desconocido se quedó plantado ante él, con su enorme estatura; le
sacaba una cabeza o más a todos los presentes. Se acarició la barba
con expresión ceñuda y se retiró el brial con gesto impasible,
menos inmutado por los amagos amenazadores del rey que si uno de
los invitados le hubiese servido una copa de vino. Entonces Gawain,
que estaba sentado junto a la reina Ginebra, se inclinó ante el
rey, y dijo:
–Os ruego, señor, delante de todos los
aquí presentes, que deleguéis en mí este reto.
–Dadme licencia, mi noble señor
-dijo Gawain al rey-, para abandonar mi asiento y acercarme a vos,
a fin de que pueda dejar la mesa sin caer en gran descortesía, y si
ello no causa desagrado a mi señora la reina. Deseo aconsejaron
delante de estos leales cortesanos. Pues me parece impropio, de
acuerdo con las normas, que vos aceptéis tan altivo desafío, aunque
es cierto que lo hacéis de buen grado, cuando en los bancos de
vuestro alrededor hay tantos esforzados caballeros; y aquí sostengo
que no hay otros bajo el cielo más animosos y valientes en el capo
de batalla. Yo soy el más débil, lo sé; y el menos asistido de
sabiduría. En cuanto a mi vida, si la pierdo, será la menos
lamentada. Mi único honor está en teneros por tío, y ningún mérito
hay en toda mi persona salvo vuestra sangre. Y puesto que este
lance es demasiado insensato para que recaiga en vos, y soy yo el
primero en solicitarlo, os ruego que me lo concedáis a mí; pero si
juzgáis que mi petición no es justa y correcta, dejad que opine
esta corte.
Los caballeros consultaron entre sí, en
voz baja, y todos fueron de un mismo parecer: que el rey coronado
debía abstenerse, y dejar el desafío a Gawain.
Entonces el rey ordenó al caballero
que se levantase al punto. Se puso en pie éste, se acercó, hincó
una rodilla ante su señor, y le cogió el arma; y el rey, al
entregársela, alzó la mano y le bendijo, instándole graciosamente a
que conservase fuertes la mano y el corazón.
–Procura, sobrino -dijo el rey-, asestar
el golpe de una vez; que si das con acierto, tengo por seguro que
no te vendrá peligro alguno del golpe que él te
devuelva.
Cogiendo la enorme hacha, Gawain se
dirigió al desconocido que aguardaba a pie firme sin muestra alguna
de temor. Y entonces dijo a sir Gawain el caballero de
verde:
–Sellemos ahora nuestro pacto, antes de
proseguir. Quiero saber tu nombre; dímelo, a fin de poder fiar en
tu palabra.
–Sabe de buena fe -dijo el noble
caballero-, que me llamo Gawain, y como tal te asestaré este golpe,
ocurra lo que ocurra después; que en el plazo de doce meses me
tendrás a tu merced, a fin de que puedas devolvérmelo con el arma
que prefieras, y que no te enfrentarás con nadie más que
conmigo.
El otro contestó:
–Me doy por más que satisfecho. Ahora,
sir Gawain, a ti corresponde descargar el golpe primero.
–Por mi fe -dijo el Caballero
Verde-, sir Gawain, que me alegra recibir de tu mano el favor que
busco. Puntualmente y sin desmayo has repetido y expuesto el pacto
que acabo de pedir al rey; pero tienes que asegurarme, por tu
honor, que irás a buscarme a aquella parte del mundo, próxima o
remota, donde creas que me encuentro, para darte yo el mismo pago
que ahora recibo de ti en presencia de todos estos
caballeros.
–¿Cómo podré encontrarte? ¿Dónde hallaré
tu morada? – dijo sir Gawain-; en el nombre del Dios que me creó,
caballero, que ignoro cuál es tu nombre y tu corte. Pero indícame
el camino y dime cómo te llamas, que yo pondré todo mi empeño en
encontrarte; ¡por mi honor te duro que lo haré!
–Eso es suficiente para Año Nuevo; ¡no
hace falta nada más! – dijo el corpulento hombre de verde al cortés
Gawain-. En verdad, cuando haya recibido el golpe que tu diestra.
mano me ha de dar, al punto te informaré de mi corte y mi tierra y
mi nombre. Entonces, cumpliendo este pacto, podrás preguntar y
buscarme; pero si no obtuvieras de mí una sola palabra, podrás
vivir en paz y sin preocuparte de más pruebas. Empuña ahora con
firmeza esa arma terrible. Veamos hoy tu modo de
emplearla.
–En verdad que me place, señor -dijo
Gawain, acariciando el acero del hacha.
De pie, el Caballero Verde se
preparó, inclinando levemente la cabeza y dejando al aire la carne;
levantó sus largos, hermosos cabellos por encima de la coronilla, y
mostró, el cuello desnudo tal como se requería. Cogió el hacha
Gawain, la levantó, avanzó el pie izquierdo, y descargó la afilada
hoja que segó el hueso, se hundió en la carne, la seccionó en dos,
y su centelleante acero fue a clavarse en el suelo. Saltó del
cuello la hermosa cabeza, rodó por tierra, y las gentes la
rechazaron con el pie; la sangre brotó del cuerpo a borbotones,
brillante sobre el verde. Sin embargo, el feroz desconocido ni cayó
ni vaciló, sino que avanzó con firmeza, seguro sobre sus piernas;
se abrió paso entre las filas de los nobles, agarró la espléndida
cabeza y la sostuvo en alto. Luego se dirigió rápidamente a su
caballo, cogió la brida, metió un pie en el estribo, y montó sin
dejar de sujetar la cabeza por el pelo. Se acomodó en la silla como
si nada le hubiese ocurrido, aunque estaba sin cabeza. Giró
entonces el tronco aquel horrible cuerpo sangrante, y profirió unas
palabras que llenaron a muchos de terror.
Su mano sostenía en alto la cabeza,
con la cara dirigida hacia los más leales del estrado. Alzó ésta
los párpados, y con ojos centelleantes los miró a todos de forma
amenazadora. Y su boca pronunció estas palabras:
–Prepárate, Gawain, a cumplir lo
prometido; búscame fielmente hasta encontrarme, mi buen señor, tal
como aquí has jurado, en presencia de estos caballeros. Ve a la
Capilla Verde, y no dudes que allí recibirás un golpe como éste.
Porque en justicia lo has ganado el día de Año Nuevo. Como el
Caballero de la Capilla Verde soy conocido por muchos; búscame,
pues, y como tal me encontrarás. No dejes de hacerlo; ¡de lo
contrario, pasarás por un cobarde!
Con esto, giró salvajemente dando un
tirón de las riendas, y salió velozmente por la puerta de la gran
sala con la cabeza en la mano, arrancando chispas de las piedras
los cascos de su montura, sin que ninguno de los presentes supiera
en qué dirección, ni pudiera explicar de qué país procedía. Entre
tanto, el rey y sir Gawain reían a costa del Caballero Verde. Pero
todos tuvieron el hecho por algo prodigioso.
Aunque el noble rey Arturo se
sentía maravillado, no dejó que su semblante revelara signo alguno,
sino que dijo en voz alta a la atractiva reina, con palabras
corteses:
–No os alarméis hoy, mi querida señora;
tales artes son muy propias de las Navidades, como las
representaciones de misterios, los cantos, las risas y las danzas
con que damas y señores se solazan. Pero ahora ya puedo ponerme a
comer, pues no hay que negar que he presenciado una maravilla. –
Miró a sir Gawain, y añadió alegremente-: Ahora, señor, cuelga tu
hacha; bastante has cortado hoy con ella.
Y la colgaron sobre la mesa, en el
cortinaje de atrás, donde todos pudieran verla y asombrarse, y por
su veraz testimonio, contar el prodigio de tal aventura. Luego
volvieron juntos a la mesa, aquellos dos señores, el rey y el leal
caballero, y les fueron servidos dobles manjares, de los más
exquisitos, y toda clase de carnes, acompañados por la música de
los juglares. Y pasaron gozando todo el día, hasta que la noche
cayó sobre la tierra.
¡Ahora, sir Gawain, pon atención, no te
vaya a dominar el miedo, y te impida éste ir en busca de la empresa
que has reclamado para ti!
on este signo de noble aventura
empezó Arturo el nuevo año, ansioso ya por escuchar las proezas que
prometía. Si al principio, cuando se sentaron a la mesa, faltaban
comentarios de esta clase, ahora tuvieron todos sobrado motivo de
conversación. Gawain había estado alegre al empezar aquellos
juegos; pero no os extrañéis de que al final se le viera taciturno,
porque si bien los hombres se sienten alegres y animados después de
beber copiosamente, un año pasa pronto, y nunca concluye igual:
rara vez concuerda el final con el principio. Y así pasó la Pascua
y el año que a ella seguía, y corrieron las estaciones una tras
otra en rápida sucesión. Después de la Navidad llegó la severa
Cuaresma, que prescribe para el cuerpo pescado y austeros
alimentos. Luego vino el tiempo que combate al invierno en el
mundo: el frío mengua y retrocede; las nubes se disipan, la lluvia
brillante se derrama en cálidos aguaceros sobre los campos y se
abren las flores; la yerba y los árboles se visten de verde; las
aves se afanan construyendo sus nidos y cantan animadas a la espera
del dulce verano que ya no tardará; las yemas y capullos se hinchan
y revientan en alegres y espléndidos colores, y una música gloriosa
se difunde por el bosque.
Luego llega el verano con sus
brisas mansas, cuando el céfiro suspira entre yerbas y semillas.
Las plantas se alegran y se abren, y sus hojas gotean de rocío y
brillan luminosas bajo los dorados rayos del sol. Pero viene de
pronto la cosecha, y urge al grano a madurar, presintiendo ya el
invierno. Produce polvo con su sequedad, lo levanta de la tierra y
lo agita en lo alto; los vientos iracundos del cielo declaran la
guerra al sol, arrancan y esparcen las hojas de los tilos, y la
yerba antes verde se vuelve toda gris. La que ayer se alzaba
lozana, hoy madura y se pudre… y así discurre el año, dejando atrás
muchos ayeres, y se encamina hacia el invierno, según impone el
curso de las cosas. Y llegó la luna de San Miguel, precursora del
invierno. Y entonces pensó Gawain con pesar en el viaje que pronto
había de emprender.
Sin embargo, permaneció hasta el
Día de Todos los Santos con Arturo, quien ordenó que para tal
ocasión se celebrase un gran banquete en torno a la Tabla Redonda,
en honor de Gawain. Los caballeros famosos, las nobles damas, todos
estaban hondamente conmovidos a causa del amor que sentían por
Gawain; sin embargo, se esforzaban en mostrar alegría, bromeando
sin gana a fin de infundirle ánimos. Éste, al terminar de comer,
recordó gravemente a su tío que se acercaba el momento de su
partida; y dijo con sencillez:
–Ahora, señor, dueño de mi vida, ruego
que me deis permiso para partir.
Ya conocéis los términos del pacto; no
hay que volver sobre las circunstancias de este lance, salvo en un
punto: al alba habré de ponerme en busca del hombre de verde, si
Dios se digna ayudarme.
Allí se reunieron los más afamados
varones del castillo: Iwain, Eric[7] y muchos otros; sir Doddinel le
Savage[8],
el duque de Clarence[9], Lanzarote[10]; y Lionel[11], y Lucán el
Bueno[12],
sir Bors[13] y sir Bedivere [14], hombres fornidos
los dos, y muchos y muy destacados caballeros, junto con Mador de
la Porte[15].
Toda esta compañía se acercó al rey, con
el corazón lleno de inquietud, a fin de consolar al caballero. Gran
aflicción causaba en el castillo que un varón tan cumplido como
Gawain tuviese que partir en busca de aquel golpe riguroso, y no
volver a empuñar más la espada. El caballero, sin embargo, dijo
alegremente:
–¿Por qué voy a desmayar? Sea adverso o
favorable, ¿qué otra cosa puede hacer el hombre más que afrontar su
destino?
Permaneció allí todo aquel día; y a
la madrugada siguiente pidió sus armas, y le fueron traídas todas
ellas. Primero extendieron en el suelo una alfombra bermeja sobre
la que relucían las brillantes piezas de su arnés. Se acercó el
fornido caballero, y empezó a manipular el acero: se puso un jubón
adamascado de Tharsia; y sobre él, una graciosa caperuza forrada
con fina piel de armiño. Cubrieron luego sus pies con calzado de
acero, le envolvieron las piernas con grebas arrogantes,
completadas con bruñidas y relucientes rodilleras de dorada
charnela; después le pusieron bellos quijotes, bien sujetos con
correas, que cubrieron hábilmente sus muslos musculosos. A
continuación, sobre el rico tejido que envolvía al guerrero,
colocaron la cota de malla, hecha con relucientes anillas de acero;
bruñidos brazaletes sobre ambos brazos, con brillantes codales,
plateados guanteletes, y el resto de la hermosa armadura, para
protegerle de cuanto pudiera acontecer: rica cota de armas,
orgullosas espuelas de oro, y espada bien ceñida, con cinturón de
seda, al costado.
Puestas las armas, el arnés
adquirió un aspecto rico y espléndido: el oro relucía en el cordón
y en el lazo más pequeños. Y armado de este modo, oyó misa,
ofrecida y celebrada en el altar mayor; fue luego al rey y a sus
compañeros de la corte, y afectuosamente se despidió de los señores
caballeros y las damas, quienes le besaron y escoltaron, y le
encomendaron a Cristo. A la sazón, Gringolet[16] había sido preparado,
habiéndosele aparejado una espléndida silla, adornada con numerosos
flecos de oro, y recién claveteada para tan noble ocasión. La
brida, toda ribeteada de oro, traía adornos repujados, así como los
jaeces y gualdrapa, armonizando asimismo la baticola y caparazón
con ambos arzones: todo iba guarnecido de rojo, y ricamente
tachonado de oro, de modo que brillaba y centelleaba como los rayos
del sol. Tomó entonces en sus manos el yelmo, fuertemente forrado y
reforzado, y lo besó a toda prisa; se lo ajustó en lo alto de la
cabeza, asegurándolo por detrás; y en torno a la babera le pusieron
un fino pañuelo con las piedras más brillantes entre sus anchos
bordados de seda, y orillado de pájaros pintados, papagayos
arreglándose las plumas, tórtolas y flores; todo con tanta
profusión, como si en esa labor hubiese trabajado un grupo de
mujeres siete inviernos seguidos. La pequeña y costosísima diadema
que le adornaba la cabeza iba completamente engastada en diamantes
que refulgían con vivos destellos.
rajeron[17] luego su escudo, que era de
gules brillantes, con un pentáculo pintado en oro muy fino. Lo
cogió por el tahalí, y pasándose éste por el cuello, se lo colgó de
forma digna y acorde con su persona. Quiero contaros ahora, aunque
esto demore mi historia, por qué ostentaba el pentáculo tan noble
príncipe. Es el símbolo que un día concibiera Salomón para anunciar
la sagrada verdad, cosa que tal figura podía hacer en justicia, ya
que. tiene cinco puntas, y cada línea cruza y se une a otra, y es
interminable en una y otra dirección; y he oído decir que los
ingleses lo llaman, en todas partes, Nudo Sin Fin. De modo que se
ajustaba muy bien a este caballero y a sus armas inmaculadas; pues,
siendo fiel en cinco cosas, y cinco veces en cada una de ellas,
Gawain era tenido por noble, como el oro fino, exento de toda
villanía, y adornado con todas las virtudes. Y así, como hombre
probado y caballero cumplido, ostentaba el nuevo pentáculo sobre el
escudo y la cota que vestía.
Primero, no se le encontraba tacha
en sus cinco sentidos; después, jamás falló en sus cinco dedos, y
toda su fe tenía puesta en las cinco llagas que Cristo había
recibido en la Cruz, como el credo nos enseña. Y cada vez que
tomaba parte en alguna batalla, tenía puesto el pensamiento en esto
más que en ninguna otra cosa, y todo su valor dependía de los Cinco
Gozos puros que la Santa Reina del Cielo recibiera de su hijo. Por
ello, el cortés caballero llevaba la imagen de la reina pintada en
la cara interior del escudo, a fin de que, viéndola, no
desfalleciese su corazón. Las cinco quintas virtudes que este
famoso hombre practicaba eran la liberalidad y la bondad, luego la
castidad y cortesía, que nunca se corrompieron en él; y como virtud
más destacada, la piedad. Estas cinco perfecciones estaban más
hondamente arraigadas en él que en hombre alguno. Y tenía, en
verdad, la serie de cinco muy trabadas y unidas entre sí, sin
interrupción alguna, y fijas en cinco puntos que jamás fallaban, de
modo que ni se agrupaban todas a un lado, ni se separaban, ni había
extremo alguno, según he podido ver, donde el dibujo empezara o
terminara. Así, sobre su espléndido escudo, llevaba magníficamente
trazado dicho nudo en oro rojo sobre gules. Tal es el puro
pentáculo, como los sabios enseñan. Ahora Gawain estaba preparado:
cogió su lanza al fin, y se despidió de todos, convencido de que
era para siempre.
Espoleó a su corcel y emprendió
veloz su camino, tan fieramente que las piedras despedían chispas a
su paso. Todos los que le veían suspiraban con tristeza, y decían
afligidos por tan buen caballero:
–¡Por Cristo, que es mala fortuna, señor,
que vayáis a vuestra perdición, gozando de vida tan
noble!
–¡No es fácil, no, encontrar entre los
hombres a otro que le iguale! Más prudente habría sido obrar con
cordura, y haber nombrado a tan caro señor duque de este reino;
podía haber llegado a ser un brillante capitán de los caballeros; y
habría tenido un destino más feliz que el que ahora le aguarda:
morir decapitado por un ser infernal a causa de una vana
arrogancia. ¿Quién recuerda que un rey haya prestado jamás oídos a
un engaño así en su corte, durante los juegos de
Navidad?
Muchas fueron las lágrimas que derramaron
los ojos aquel día, viendo salir del castillo a tan apuesto señor.
Y sin demorarse, emprendió él su marcha por caminos extraños y
tortuosos, según cuentan las historias.
Bajo el favor de Dios cabalga ahora
sir Gawain, recorriendo el reino de Logres, sin un pensamiento que
le distraiga. Durante las largas noches, suele descansar a solas y
en completo aislamiento, y sin haber tenido ante sí comida que le
plazca. Y sin otro amigo en los bosques y montañas que su propio
caballo, ni otro compañero de viaje que Dios, llegó al norte de
Gales. Conservando siempre a su izquierda las islas Anglesey, cruzó
los vados de las tierras llanas junto al mar; pasó después por la
Santa Cabeza, y se adentró de nuevo en el territorio desértico de
Wirral, donde había poca gente que viviera en el temor de Dios y el
amor de los hombres. Y a todo aquel con quien se cruzaba preguntaba
si había oído hablar de un caballero todo de verde, o si sabía en
qué lugar se hallaba la Capilla Verde. Y todos decían que no, que
jamás en su vida habían visto a nadie de tal color. Iba el
caballero por caminos extraños, inhóspitos y solitarios, y muchas
veces mudó su humor sin que dicha capilla apareciese.
Escaló acantilados de regiones
desconocidas, lejos de sus amigos y de toda compañía. En casi cada
vado o corriente cuyas aguas debía cruzar, se topaba con algún
fiero y horrible enemigo con el que se veía obligado a luchar. Con
tantas maravillas se tropezó en las montañas, que sería tedioso
narrar aquí una décima parte. Sostuvo luchas mortales con dragones
y con lobos; peleó unas veces contra los salvajes[18], que vagan por
los despeñaderos, y contendió otras con toros y osos y jabalíes, y
con ogros que le acosaban desde lo alto de los cerros escarpados. Y
de no haber sido firme en resistir, e inquebrantable en su fe en
Dios, sin duda habría sucumbido más de una vez. Sin embargo, poco
le arredró la lucha. Lo peor era el invierno, cuando caía el agua
fría y clara de las nubes, helándose antes de tocar la tierra
baldía. Yerto de frío a causa de la cellisca, dormía en su
armadura, noche tras noche, entre rocas desnudas, donde los fríos
arroyos saltaban salpicando de las altas crestas o colgaban en
carámbanos por encima de él. Y así, arrostrando sufrimientos y
peligros, recorrió la región, hasta que llegó el día de la Noche
Buena. Entonces oró el caballero, pidiendo a Santa María que le
guiase en el camino y lo condujese a algún refugio.
Esa mañana, cabalgaba alegremente
por una montaña hacia un espeso bosque con altos y escarpados
cerros a uno y otro lado, y enormes robles centenarios en el fondo;
el avellano y el espino se enredaban en intrincada maraña, el musgo
tosco y andrajoso colgaba por todas partes, y en las ramas peladas
los pájaros cantaban ateridos. Por debajo de ellos el valeroso
caballero cabalgaba sobre Gringolet; cruzaba solitario pantanos y
lodazales, temeroso de no poder asistir, por
mala fortuna, al oficio del Señor, que
esa misma noche había nacido de virgen para redimirnos de nuestras
aflicciones. Y suspirando, decía:
–Te suplico, Señor, y a ti, María, la más
dulce y querida de las madres, que encuentre un refugio donde pueda
oír misa con el debido recogimiento, y maitines por la mañana:
humildemente lo pido, y rezo el padrenuestro y el avemaría y el
credo.
Y se santiguó y lloró por sus pecados,
exclamando, mientras espoleaba al caballo:
–¡Que Cristo ampare mi causa, y su Cruz
me guíe!
res veces había hecho sobre sí la señal
del Salvador, cuando divisó en el bosque un recinto rodeado por un
foso, en lo alto de un otero que se elevaba sobre un llano, entre
una maraña de ramas y troncos tremendos. Era el más atractivo
castillo que nunca poseyera rey alguno, construido en una planicie,
rodeado por un parque, una empalizada inexpugnable de estacas
puntiagudas, y numerosos árboles en un círculo de dos millas o más.
El esforzado caballero contempló desde un extremo la fortaleza que
reverberaba entre las hojas brillantes de los árboles. Luego,
humildemente, se quitó el yelmo y dio gracias a Jesús y a San
Julián, generosos los dos, por haberse dignado escuchar la gracia
que pedía.
–¡Ahora lo que os ruego es que me
concedáis un albergue! – exclamó el caballero.
Picó luego a Gringolet con sus espuelas
doradas, y salió éste por ventura al camino, llevando a su amo
hasta el extremo del puente. Dicho puente estaba levantado;
atrancadas las puertas, y dispuesta la sólida muralla a resistir
impasible el más furioso asedio.
Se quedó detenido el caballero,
montado en su corcel, junto al borde del doble foso profundo que
cercaba la fortaleza. La muralla, que se sumergía en las aguas
oscuras y se elevaba a una altura prodigiosa, estaba hecha de
piedra labrada hasta la alta cornisa, fortificada con almenas del
mejor estilo, y jalonada con bellas torres sobresalientes,
provistas de múltiples aspilleras desde las que se dominaba una
amplia perspectiva. Jamás caballero alguno había contemplado
barbacana mejor construida. Y en su interior vio alzarse la
espléndida torre del homenaje, coronada de torreones, todos
almenados, con preciosos pináculos a lo largo de sus tramos y
coronamientos hábilmente labrados. Vio también multitud de
chimeneas blancas como la creta, en lo alto de las torres, que
centelleaban de blancura, y numerosos pináculos sembrados por todas
partes, agrupados con tal profusión, que más parecían adorno de
papel: Montado en su Gringolet, el noble caballero meditó largo
rato si habría algún medio de entrar en aquel recinto, y recogerse
en él y solazarse, en tanto durase el sagrado día. Llamó entonces,
y apareció en lo alto un centinela, quien saludó cortésmente, dio
la bienvenida al errante caballero, y prestó oídos a lo que éste
pedía.
–Buen señor -dijo Gawain-, ¿queréis
transmitir mi mensaje al gran señor de este castillo pidiendo
albergue?
–Así lo haré, ¡por San Pedro! – replicó
el centinela-. Y seguro estoy de que os podréis alojar el tiempo
que os plazca, señor caballero.
Desapareció a toda prisa, y regresó sin
tardanza con criados para recibir al caballero. Bajaron el puente,
salieron a su encuentro, e hincaron la rodilla en la fría tierra
rindiéndole así honrosa acogida. Le franquearon la gran puerta; y
tras pedirles él que se levantasen, cruzó el puente montado a
caballo. Varios criados le sujetaron la silla para que desmontase,
y un nutrido grupo de hombres recios se hicieron cargo del caballo,
conduciéndole a los establos, mientras bajaban nobles y caballeros,
a fin de llevar al huésped a la gran sala. Cuando éste se quitó el
yelmo, muchos acudieron presurosos a tomarlo de sus manos, y a
servir a hombre tan esforzado, haciéndose también cargo de su
espada y su pavés. Saludó él graciosamente a cada uno de ellos, y
fueron numerosos los nobles arrogantes que se acercaron a este
príncipe, a fin de testimoniarle respeto. Vestido con su armadura,
fue conducido a la gran sala donde ardía un fuego de
resplandecientes llamas. Entonces, abandonando su cámara el señor
de aquellos dominios, bajó cortésmente al encuentro del caballero.
Y dijo:
–Sed bienvenido a esta casa, y quedaos el
tiempo que gustéis. Disponed de cuanto hay aquí como si fuese
enteramente vuestro.
–¡Os doy las gracias! – dijo Gawain-; ¡y
que Cristo os premie por esto!
Dicho lo cual, los dos hombres se
estrecharon en un fuerte abrazo.
Gawain observó con atención al que
con tanto calor acababa de saludarle, y comprendió que el castillo
contaba con un señor valeroso, muy grande, y en la plenitud de sus
fuerzas, de barba ancha y lustrosa, color del pelo del castor,
ancho y recio sobre unas piernas robustas, la cara fiera como el
fuego, y francas sus palabras: en todo parecía, verdaderamente,
príncipe de señores, vasallos muy leales y esforzados. Le condujo
este príncipe a una cámara, ordenando que se le asignase un hombre
para que lo asistiese en todo, y al punto acudió un nutrido grupo
de criados a servirle, los cuales le pasaron a un hermoso aposento
en el que había un espléndido lecho: tenía cortinas de sedas
costosas con brillantes y dorados galones, colchas primorosamente
bordadas y preciosas pieles. Unas anillas de oro corrían las
cortinas sobre cordones. Había tapices de Toulouse y de Tharsia en
las paredes; y a los pies, en el suelo, finas alfombras tan ricas
como aquéllos. Allí fue desvestido el caballero entre charlas
alegres, y despojado de su cota de malla y su espléndida armadura.
Le fueron traídos ricos vestidos para que él eligiese los mejores.
Y tan pronto como hubo escogido uno con amplias faldas que le
sentaba muy bien, y se lo hubo puesto, pareció a cuantos le
rodeaban que su rostro era una visión de la Primavera, y que sus
miembros, debajo, estaban dotados de hermosos y espléndidos
matices; de modo que pensaron que jamás había creado Cristo
caballero más hermoso. Viniera de donde viniese, le tuvieron por
príncipe sin par en el campo donde los hombres se medían.
Ante la chimenea, donde ardía el
carbón, dispusieron para sir Gawain una silla ricamente cubierta de
preciosos cojines sobre tela acolchada. Luego echaron sobre sus
hombros una suntuosa capa de seda bordada y forrada de pieles
costosas, toda orillada de armiño, con una caperuza de idéntico
valor.
Y se sentó en aquella silla digna y
principesca, y se calentó y cobró ánimos. Poco después, fue armada
una mesa sobre finos caballetes; la cubrieron con un mantel de
inmaculada blancura, y sobre éste pusieron un paño, salero, y
cubiertos de plata.
Se lavó entonces el caballero, y se
dispuso a comer. Los criados, respetuosos y atentos, trajeron
diversas y finas sopas, exquisitamente sazonadas, servidas en
dobles raciones, tal como se debía, y diversas clases de pescado;
unos horneados en pan, otros asados sobre brasas, otros hervidos,
otros en salsas con especias; tan hábilmente condimentados todos
que le procuraron el más grande placer. De modo que el buen
caballero no tuvo sino palabras de cortesía para lo que él calificó
muchas veces de verdadero banquete mientras los demás, a la vez que
le servían, le aconsejaban:.
–Servíos tomar este alimento de
penitencia, que pronto podréis resarciros.
Y con ello, el caballero recobraba su
alegría y humor; pues el vino caldea siempre el ánimo.
Le interrogaron entonces con
discreción acerca de él; a lo cual explicó que venía de la corte
del magnánimo Arturo, el rey más noble de la Tabla Redonda; y que a
quien ahora tenían allí sentado era al propio sir Gawain, el cual
había llegado por ventura, a causa de la Navidad. Muy fuerte rió el
señor del castillo cuando supo quién era el caballero al que la
fortuna había traído a su morada, transmitiendo su dicha y alegría
a cuantos hombres se alojaban en su casa, los cuales acudieron
ansiosos por ver y conocer a aquel que reunía en su persona todo el
valor, donosura y modales, y conquistaba incesantes alabanzas; pues
era el más elogiado de los hombres en la tierra. De modo que cada
uno de los caballeros comentaba en voz baja a su vecino:
–Ahora podremos apreciar los más
finos modales, y las maneras más gentiles del diálogo. Sin haberlo
pedido, vamos a escuchar el estilo impecable de la conversación, ya
que tenemos entre nosotros a este padre de la buena crianza. Dios
ha sido verdaderamente generoso con nosotros, al traernos a un
huésped como Gawain, a la hora en que los hombres se sientan
gozosos en torno a la mesa a cantar en honor del nacimiento de
Cristo. Este caballero nos enseñará, espero, lo que es el amor
cortés[19].
Cuando el noble caballero terminó
de comer y se levantó era ya casi de noche. Los capellanes se
dirigieron a sus capillas e hicieron repicar profusamente las
campanas, como era obligación, para las solemnes vísperas de tan
solemne festividad.
El señor del castillo encabeza la marcha;
junto a él va también su esposa, que entra en su elegante y
espacioso oratorio. Gawain se dirige allí de buen grado, pero el
señor le retiene por la manga y le guía a un asiento, saludándole y
llamándole por su nombre, y diciendo que es el huésped al que con
más cariño acoge del mundo. Gawain le expresó su agradecimiento; se
abrazaron los dos y permanecieron sentados con grave actitud
mientras se desarrollaba el oficio. La dama sintió luego deseos de
observar al caballero; y salió de su pequeño retiro acompañada de
preciosas doncellas. Su rostro, la carne y el color de su piel, la
proporción de su cuerpo y el encanto de sus ademanes la hacían la
más hermosa de las mujeres, aventajando a la propia Ginebra a
juicio de Gawain. Cruzó éste el presbiterio y fue a presentar sus
respetos a la bellísima dama. Conduciéndola de la mano izquierda,
iba otra dama de más edad, con aspecto de anciana, por la que los
hombres que la rodeaban manifestaban gran respeto. Pero era muy
distinto el aspecto de estas dos mujeres; pues si la una era joven,
la otra en cambio tenía la tez amarilla. Un rico matiz sonrosado
encendía el rostro de una; profundas arrugas surcaban las mejillas
de la otra. El tocado de la una estaba adornado con múltiples
perlas, y su cuello blanco y desnudo y su pecho brillaban como la
nieve caída sobre las montañas; la otra, al contrario, envolvía su
cuello con un griñón y ocultaba oscura su barbilla con velos
blancos. Llevaba la frente envuelta en seda tan apretada y
recargada de abalorios, que nada de esta dueña asomaba, salvo las
cejas negras, los dos ojos, la nariz y los labios desnudos; y aun
éstos con una mueca espantosa y desdibujada: ¡venerable dama podía
decirse que era, vive Dios, con su cuerpo pequeño y ancha cintura,
y sus grandes nalgas abultadas! Ella hacía aún más atractiva a
aquella a la que guiaba.
Cuando vio Gawain su gracia y
donosura, pidió licencia al señor para acompañar a las damas;
saludó a la de más edad con una profunda reverencia, y abrazó
brevemente a la más hermosa, la besó cortésmente, y le habló como
cumplido caballero. Mostraron ellas deseos de conocerle, y él
suplicó que le permitiesen ser su fiel servidor, si así gustaban.
Lo cogieron entre las dos; y charlando, le condujeron a un
aposento, junto a la chimenea encendida; y antes que nada pidieron
especies, que los criados se apresuraron a traer en abundancia, y
vino con que alegrar el corazón. El señor bailó jubiloso
repetidamente, e ideó muchas diversiones a fin de procurar alegría;
se quitó la caperuza, y colgándola en lo alto de una lanza, la
ofreció como trofeo a aquel que trajese más diversión durante esas
Navidades.
–iY por mi fe que, antes que perder esta
prenda, trataré de competir con el mejor, con ayuda de mis
amigos!
Así reía y bromeaba el señor esa noche,
ordenando que se celebraran alegres juegos en el castillo, con
objeto de agasajar a Gawain; hasta que mandó que encendiesen las
luces. Entonces sir Gawain pidió permiso, y se retiró a
descansar.
Por la mañana, cuando los hombres
conmemoran la hora en que, para morir por nosotros, nació Nuestro
Señor, la alegría por El despierta en todos los hogares del mundo.
Y así aconteció allí en aquel día de fiesta: y tanto en las comidas
sencillas como en las solemnes, los criados, exquisitamente
vestidos, sirvieron raros y delicados manjares. La dama vieja ocupó
el sitio de honor en la mesa, y a su lado se sentó cortésmente el
señor del castillo, según creo. Gawain y la alegre dama se pusieron
juntos en el centro de la mesa, donde primero fue traída la comida;
y de allí, de acuerdo con sus méritos y distinciones, fueron
cumplidamente servidos todos los caballeros que había en la sala. Y
hubo comida en abundancia, y mucho contento y alegría; a tal punto,
que sería tedioso demorarme aquí en los detalles. Pero sé que
Gawain y la hermosa dama gozaron en discreta compañía, entregados a
dulces y limpias confidencias, con cuyas delicias ninguna
principesca diversión se puede comparar. Tocaron trompas y
tambores, y ejecutaron las flautas muchos aires; cada uno procuró
su propio gozo, mientras ellos dos se abandonaban a aquel que
compartían.
Hubo muchas diversiones ese día, y
el siguiente, y lo mismo el tercero; y era un placer oír el
contento que reinaba en el día de San Juan, y último de las
fiestas, según tenía previsto la gente, pues había invitados que
debían partir con las primeras luces del alba. Así que celebraron
una gran velada, bebieron vino, bailaron y cantaron canciones de
Navidad. Finalmente, tarde ya, los que vivían lejos se despidieron
y emprendieron el camino de regreso. Gawain quiso despedirse
también; pero el buen anfitrión le hizo demorarse; y llevándole
junto a la chimenea de su propia cámara, le retuvo allí,
agradeciéndole con afecto el esplendor y alegría que su presencia
le había traído, honrando su casa en tan alta ocasión, y dignándose
adornarla con su favor.
–Tengo por seguro, señor, que mi suerte
prosperará mientras viva, ahora que Gawain ha sido mi huésped en la
festividad del propio Dios.
–Os doy las gracias, señor -dijo Gawain-.
En buena fe, vuestro es todo el mérito… ¡quiera el Altísimo
compensaron!
A vuestro servicio me pongo, dispuesto a
cumplir lo que a bien tengáis mandarme, ya que, para bien o para
mal, estoy obligado a vos por derecho.
El señor pidió al caballero que demorase
aún más su partida. Pero a eso Gawain replicó que de ningún modo
podía acceder.
Entonces el señor, con cortés
deferencia, quiso saber de Gawain qué empresa extrema le había
sacado con tanta premura de la regia corte de Camelot, en aquellas
festividades, poniéndole solo en camino, sin esperar a que hubiesen
concluido las celebraciones en todos los hogares de los
hombres.
–En verdad que bien podéis extrañaros,
señor -admitió el caballero-. Una alta y urgente misión me ha
sacado de ese castillo. Pues me he comprometido a buscar un lugar,
aunque no sé a qué parte del mundo dirigirme para encontrarlo. Ni
por todas las tierras de Logres quiero estar lejos de él la mañana
de Año Nuevo… con la ayuda de Dios. Por tanto, señor, esto es lo
que os pido: que si en verdad sabéis algo de la Capilla Verde, o en
qué tierra se puede encontrar, y del caballero de verde color que
la guarda, al punto me lo digáis. Ya que hay establecido un pacto
entre nosotros, por el cual, si estoy vivo, debo ir allí a
enfrentarme con él. No falta mucho para Año Nuevo; así que, con la
ayuda de Dios, antes prefiero ir en su busca que ganar cualquier
fortuna. Os ruego, pues, que me deis licencia, pues debo irme
ahora; apenas me quedan ya tres días para atender a este asunto, y
antes quisiera caer muerto que dejarlo sin cumplir.
A lo que, riendo, dijo el
señor:
–Entonces bien podéis quedaros algún
tiempo más, que cuando llegue el momento de vuestra cita, yo os
mostraré el camino de la Capilla Verde; de modo que no os
preocupéis. Retiraos a dormir sin temor, señor, hasta bien entrado
el día. Cuando sea primero de año, yo haré que esa misma mañana
estéis allí. Quedaos, pues, hasta Año Nuevo. Llegado ese día,
podréis levantaros y dirigiros allí. Ya os diremos el camino;
apenas queda a dos millas de esta casa.
Entonces se alegró Gawain, y
exclamó jubiloso:
–Os doy las gracias sinceramente por
esto, más que por ninguna otra cosa. Ahora que veo cumplida mi
demanda, quedaré, como es vuestro deseo, y haré todo aquello que
gustéis.
Le cogió el señor entonces, y le sentó
junto a él; y con el fin de que les alegrasen, mandó llamar a las
damas, en cuya dulce compañía gozaron de tranquilo solaz. Y tan
transportado y fuera de sí estaba el señor, que apenas se daba
cuenta de lo que decía. Y dijo al caballero, hablando a grandes
voces:
–Habéis prometido hacer aquello que os
pida; ¿daréis cumplimiento a esa promesa aquí, ahora
mismo?
–Por supuesto, señor -replicó el
esforzado caballero-. En tanto esté en este castillo, obedeceré
vuestros deseos.
–Pues bien, habéis venido de muy lejos, y
os he tenido en vela mucho tiempo; aún no os habéis repuesto del
todo; y lo cierto es que necesitáis descanso y alimento. Os
quedaréis arriba en vuestro aposento, a vuestra entera comodidad,
hasta el momento de la misa de mañana; luego comeréis a la hora que
más os plazca, con mi esposa, a fin de que su compañía os alegre,
hasta mi regreso. Quedaos; yo me levantaré temprano, pues quiero
salir a cazar.
Gawain asintió con una inclinación de
cabeza, como cortés caballero que era.
–Sin embargo -dijo el señor-,
acordaremos una cosa más: aquello que yo consiga en el bosque será
para vos; a cambio, me daréis lo que vos obtengáis aquí. Juremos
hacerlo así, mi buen amigo, sea la suerte flaca para el uno, y
mejor para el otro.
–¡Por Dios -exclamó el buen Gawain- que
accedo en todo, y me agrada el juego que proponéis!
–¡Hecho, pues! ¡Así será el trato! ¿Quién
nos trae de beber? – dijo el señor de aquella tierra.
Y todos rieron. Y bebieron, bromearon y
disfrutaron cuanto quisieron, dichos señores y las damas. Luego,
siguiendo la costumbre de Francia, y con muy corteses y refinadas
palabras, se levantaron hablando en voz baja, y se despidieron con
un beso.
Con fieles criados y antorchas
encendidas, fueron escoltados finalmente hasta sus aposentos. Sin
embargo, antes de dormirse, Gawain meditó largamente sobre los
términos de aquel extraño trato: sin duda el viejo señor de
aquellas gentes sabía jugar al juego aquel.
as gentes se levantaron antes de
que despuntase el día: los huéspedes que iban a marcharse llamaron
a sus criados, quienes corrieron a ensillar en seguida los
caballos, aparejarlos y ajustar en ellos los bagajes; los
dispusieron en línea sus señores, preparados para montar, saltaron
ágilmente sobre la silla y, cogiendo las riendas, emprendieron el
camino, cada uno adonde más le convenía.
No fue el último, el señor de aquellos
dominios, en encontrarse dispuesto para emprender también la
marcha, con un grupo de sus hombres; tomó una breve colación
después de oír misa, requirió su cuerno, y salió a toda prisa hacia
el campo de caza. Cuando asomaron las primeras claridades ya se
encontraban él y sus cazadores sobre sus altos caballos. Los
encargados de los perros los ataron en traíllas, abrieron la puerta
de la perrera, – los llamaron e hicieron sonar tres veces los
cuernos de caza. Entonces empezaron los perros a ladrar y a
alborotar, y ellos los hostigaron y azuzaron, a fin de que buscasen
un rastro. Un centenar he oído contar que iban, y que eran de los
mejores. Llegados a sus puestos de caza, los hombres que los
llevaban los soltaron y el bosque vibró con las resonantes llamadas
de los cuernos.
A la primera explosión de ladridos,
todos los animales salvajes se estremecieron. Los ciervos cruzaron
desolados el valle y huyeron a las alturas; pero allí los
contuvieron con grandes voces los ojeadores apostados. Dejaron
pasar a los machos de airosa cabeza, y a los fiamos orgullosos de
anchas palas en su cornamenta: el noble señor tenía prohibido
perseguir en tiempo de veda a uno solo de los machos. En cambio
detuvieron a las ciervas con grandes gritos, y a voces las
dirigieron hacia los valles profundos. Allí los hombres podían
verlas correr y dispararles sus flechas; a cada carrera que daban
por el bosque, un flecha afilada venía hiriente a hincárseles en su
piel tostada. ¡Ah, cómo balaban y sangraban, yendo a morir a las
laderas, acosadas siempre por los perros, y tras ellos los
cazadores, con tales clamores de sus grandes cuernos que más
parecía que eran las rocas que reventaban! Si un animal escapaba al
tiro de los arqueros, era abatido en el siguiente apostadero,
después de hacerlo bajar de las alturas y dirigirlo hacia las
aguas. Los hombres emboscados demostraron ser tan hábiles y
astutos, y sus galgos tan ágiles, que en seguida los cogían y
derribaban, de forma que todo concluía en un abrir y cerrar de
ojos. El señor, exultante de gozo, cabalgaba y desmontaba una y
otra vez, y pasó el día ocupado y feliz, hasta que se hizo de
noche.
Así el señor, entregado a su
deporte, corre por los linderos del bosque, y el buen Gawain
descansa en blanda cama, bajo hermoso dosel, cubierto de cortinas,
mientras la luz del día alumbra los muros. Y sumido en un sueño
ligero, oye un leve y furtivo rumor en su puerta, que se abre
silenciosamente; saca la cabeza de entre las ropas, alza el borde
de la cortina, y se asoma cautamente en esa dirección para ver
quién es. Era la dama, la mas bella que pudiera contemplarse, que,
sigilosa, había cerrado calladamente la puerta tras ella y se
dirigía a la cama. El caballero sintió que le invadía la vergüenza;
se tumbó astutamente, y fingió dormir. Se acercó ella a la cama con
paso quedo, retiró la cortina, se sentó en el borde, y allí se
estuvo tiempo y tiempo, observando cuándo despertaba. El caballero
siguió echado largo rato, acechando y preguntándose en qué podía
parar esta situación, pues sin duda era asombrosa. Pero finalmente
se dijo a sí mismo: "Más correcto será preguntarle qué desea". De
modo que, haciendo como que se despertaba, se volvió hacia ella,
alzó los párpados, y se mostró asombrado; y para sentirse más a
salvo, se santiguó con la mano. Con la barbilla y mejillas
sonrosadas y blancas, el gesto lleno de gracia, y una leve sonrisa
en los labios, exclamó alegremente la dama:
–Buenos días, sir Gawain; sois un
durmiente descuidado, ya que cualquiera puede deslizarse hasta
aquí. Habéis sido cogido por sorpresa; y a menos que lleguemos a un
acuerdo, os ataré a vuestra cama, tenedlo por seguro -bromeó entre
risas la señora.
–Buenos días, señora -dijo lleno de
contento Gawain-. Disponed de mí como os plazca; será para mí un
placer, y me apresuro a someterme y suplicar clemencia; es, creo,
lo mejor que puedo hacer. – Y prosiguió, bromeando entre risas-:
Pero permitid, señora, que vuestro prisionero se levante; pues
deseo abandonar esta cama y arreglarme, a fin de sentirme más
cómodo con vos.
–Desde luego que no, señor -dijo la
encantadora dama-; no os levantaréis de vuestra cama; así os tendré
más a mi merced. Os envolveré por este lado, y por el otro, y
después charlaré con el caballero que tengo atrapado; pues sé muy
bien que sois sir Gawain, y que todo el mundo os adora dondequiera
que vayáis; vuestro honor, vuestra donosura, son objeto de alabanza
entre los señores y sus damas, y entre todos cuantos viven. Ahora
estáis aquí, a solas conmigo. Mi señor y sus hombres se encuentran
muy lejos; los que se han quedado están acostados, y mis doncellas
también; la puerta está bien cerrada y segura; y puesto que tengo
aquí al caballero que a todos agrada, pasaré el tiempo que pueda en
dulce conversación con él. Disponed de mi cuerpo; la necesidad me
inclina a ser vuestra sierva, y lo quiero ser.
–En verdad -dijo Gawain-, me
considero afortunado; aunque no soy ese del que habláis; y sé muy
bien que no soy digno de alcanzar el honor que decís. Por Dios que
sería un honor, si mis palabras o servicios lograsen complaceros
como merecéis: sería para mí una pura dicha.
–Verdaderamente, sir Gawain -dijo la
dulce dama-, que sería descortesía despreciar o rebajar la
gallardía y el valor que los demás aprueban; pero hay bastantes
damas, noble señor, que más quisieran teneros ahora como os tengo
yo aquí, y gozar de vuestra cortés conversación y solazarse y
satisfacer sus cuidados, que todos los tesoros que poseen. Así que
agradezco al Señor que reina en los cielos tener aquí por su
gracia, en mi mano, lo que todas desean.
De este modo le acogió aquella mujer de
rostro radiante. Y el caballero, con palabras puras,
contestó:
–Madame -dijo alegremente-, que la
Virgen María os recompense; pues veo, en verdad, que sois de
generosa nobleza. Muchos son los que reciben honores de otros
hombres por sus acciones; en cuanto a los que a mí se me tributan,
no los merezco; sólo a vos encuentro digna de esas glorias.
–Por la Virgen María -dijo la noble
dama-, que no lo creo así. Pues aunque valiese yo lo que todas las
mujeres vivas, y todas las riquezas del mundo estuviesen en mi
mano, y pudiese, a cambio de todo ello, conseguir un señor con las
nobles cualidades que ahora aprecio en vos, vuestra belleza,
vuestras gentiles maneras y vuestra gran cortesía, de las que antes
había oído hablar y ahora tengo por probadas, a ningún hombre de la
tierra escogería entonces sino a vos.
–En verdad os digo, señora -dijo el
hombre-, que ya habéis elegido a otro mejor; pero me siento
orgulloso de la gloria que ponéis en mí, y como fiel servidor, os
tendré por mi soberana, y seré vuestro caballero; ¡que Cristo os lo
premie!
De este modo hablaron sobre muchas cosas,
hasta pasada la media mañana, la dama manifestando siempre que le
amaba mucho, mientras que el caballero estaba a la defensiva, sin
dejar por ello de conducirse. con gentileza. Aunque fuese la más
espléndida de cuantas mujeres recordaba, el caballero sentía poca
inclinación por el amor, a causa del destino que buscaba sin
desfallecer: el golpe que debía destruirle, y que irremediablemente
iba a recibir.
Así que la dama pidió permiso para
retirarse, y él, al punto, se lo dio.
Le deseó ella entonces buenos días;
y tras dirigirle una mirada, se echó a reír, asombrándole con la
fuerza de sus palabras:
–¡El que todo lo oye os premie por el
placer de vuestra conversación! Aunque no acabo de creer que seáis
Gawain.
–¿Por qué? – preguntó el caballero,
temiendo haber fallado en sus modales.
Pero la dama le bendijo, y dijo de esta
manera:
–Quien es justamente tenido por el
galante Gawain, cuya cortesía ha sido siempre tan completa, no
habría podido estar tanto tiempo con una dama sin haberle
solicitado un beso como cumple a un caballero cortés, con alguna
discreta alusión.
Por lo que dijo Gawain:
–Muy bien, sea como deseáis; os besaré
como pedís, como caballero, a fin de no causaros agravio; así que
no supliquéis más.
Se acercó ella entonces, le rodeó con sus
brazos, e inclinándose delicadamente, lo besó. Se encomendaron
luego a Cristo cortésmente el uno al otro y, sin otra cosa, se
dirigió ella a la puerta. Gawain se levantó a toda prisa, llamó a
su chambelán, eligió sus ropas, y ya vestido, acudió alegre a misa.
Luego se sentó a la mesa, que aguardaba bien provista, y pasó el
día en alegres juegos, hasta que salió la luna. Jamás hubo
caballero más galante entre tan digno par de damas, vieja la una y
joven la otra, disfrutando juntos lo indecible:
Entretanto, el señor de aquella
tierra seguía gozando lejos, por bosques y brezales, en pos de las
ciervas estériles. Cuando el sol comenzó a declinar había muerto ya
tal número de gamas y otras clases de venado, que parecía cosa de
maravilla. Entonces acudieron al fin los hombres en tropel, e
hicieron un inmenso montón con todos los venados muertos. Allí
llegó el señor con suficiente compañía; escogió las piezas más
hermosas, y ordenó que las abriesen como la práctica requiere.
Examinaron el corte de algunas de ellas y comprobaron que la que
menos tenía dos dedos de grasa. A continuación abrieron la
abertura, agarraron el primer estómago, lo cortaron con un cuchillo
afilado, y ataron la tripa. Cercenaron las cuatro patas y rasgaron
la piel. Luego abrieron el vientre, sacando hacia afuera las
entrañas con cuidado de que no se soltase la ligadura del nudo.
Cogieron después el cuello, separaron con destreza el esófago de la
tráquea, y extrajeron los intestinos. Desprendieron las espaldillas
con afilados cuchillos, y las levantaron por un pequeño agujero, a
fin de tener los trozos enteros; abrieron luego el pecho
partiéndolo en dos, y volvieron nuevamente a la garganta, cortando
con rapidez hasta la horquilla; sacaron las asaduras, y
desprendieron después con presteza las membranas pegadas a las
costillas. Partieron la pieza a lo largo del espinazo, hasta la
cadera, la abrieron, la levantaron entera, y le quitaron los
despojos, como creo que se llaman. Por la cruz de los muslos
volvieron las dos mitades hacia atrás, a fin de desgajarlas a lo
largo de la espina dorsal.
Cortaron a continuación la cabeza y
el cuello, separaron el lomo del costillar, y arrojaron algunos
trozos a un matorral, para los cuervos. Ensartaron los costados por
entre las costillas, y cada hombre cogió dos piernas que le
correspondían como gratificación, colgándolas del corvejón. Sobre
la piel del precioso animal alimentaron entonces a los perros, con
el hígado, los pulmones y la piel de la panza, mezclando con ello
pan empapado con sangre. Hicieron sonar vigorosamente los cuernos
en medio de los ladridos de los perros; y cargando luego con la
carne de la caza, emprendieron el regreso haciendo sonar con fuerza
los cuernos de trecho en trecho. Cuando ya se apagaban las luces
del día, llegaron puntualmente al magnífico castillo donde
descansaba plácidamente el caballero, junto a un fuego encendido y
animado. Entró el señor, salió Gawain a su encuentro, y se
saludaron los dos con gran alegría.
Mandó entonces el señor que se
reunieran todos los hombres en aquella sala, y que bajasen las dos
damas con sus doncellas. Y cuando estuvieron todos presentes,
ordenó a sus hombres que trajesen la caza. Llamó graciosamente a
Gawain, le mostró, por las colas, el número de preciosos animales,
y le enseñó la brillante grasa sacada de los costillares de todos
ellos.
–¿Qué os parece la caza? ¿No merezco un
elogio? ¿No he ganado un sincero agradecimiento por mi
habilidad?
–Así es, verdaderamente -dijo el otro
caballero-; hay aquí los más preciosos trofeos de caza logrados en
época de invierno, que he visto en siete años.
–Todo os lo doy, Gawain -dijo entonces el
señor-; pues, por el pacto que acordamos, bien lo podéis reclamar
como vuestro.
–Así es -dijo el caballero-, y lo mismo
he de deciros: que os haré entrega de aquello de valor que he
ganado entre estos muros -y rodeando con sus brazos el cuello del
noble señor, le besó con todo el cariño que fue capaz de
manifestar-. Tened; esto os doy. No he conseguido otra cosa. Os
aseguro que más os daría, si más hubiera alcanzado.
–Bien está -dijo el buen señor-; y mucho
os lo agradezco. Y es tal, que quizá convenga que digáis en dónde
habéis ganado esta riqueza por vos mismo.
–Eso no entra en nuestro acuerdo -dijo
él-; no pidáis más, ya que habéis obtenido cuanto os
corresponde.
Se echaron a reír, y con palabras alegres
y de encomio, se fueron a cenar, cambiando nuevas y numerosas
cortesías.
Más tarde, sentados junto a la
chimenea de la cámara, fueron abundantemente servidos con el mejor
vino; y otra vez, entre bromas, acordaron cumplir por la mañana el
mismo pacto acordado anteriormente: pasara lo que pasase,
intercambiarían sus trofeos, fuera lo que fuese aquello que
ganaran, al volverse a reunir por la noche. Y acordaron dicho pacto
en presencia de toda la corte. Trajeron entonces de beber, entre
bromas, y al final se separaron con afecto, retirándose cada cual
en seguida a descansar. Cuando el gallo cantó por tercera
vez[20], saltó
el señor de su lecho, así como cada uno de sus servidores, de forma
que despacharon la comida y la misa, y estuvieron camino del
bosque, antes de que asomasen los primeros clarores del día.
Cruzaron a toda prisa la llanura cazadores y cuernos, mientras los
perros corrían sueltos entre los espinos.
oco después, ladraban en pos de una pista
por un paraje pantanoso. El cazador incitó a los perros que
olfatearon el rastro, jaleándolos a gritos. Los perros, al oírle,
corrieron afanosos, cayendo veloces cuarenta de ellos sobre el
mismo rastro. El clamor de voces y ladridos resonó entre las rocas
de los alrededores. Los cazadores excitaban a los perros con gritos
y toques de cuerno; luego echaron a correr todos juntos entre una
charca de aquel bosque y la áspera pared de un despeñadero.
Seguidos de los hombres, prosiguieron la búsqueda por entre una
maraña de arbustos al pie del acantilado sembrado de rocas; fueron
rodeando riscos y arbustos, hasta que descubrieron allí dentro el
animal que delataba el ladrido de los sabuesos. Batieron entonces
los arbustos para obligarle a salir, y surgió salvajemente,
embistiendo a los hombres a su paso: era un jabalí prodigioso, una
vieja bestia solitaria que había abandonado hacía tiempo la manada,
un animal musculoso, el más grande y formidable cuando gruñía.
Fueron muchos los que se asustaron, pues a la primera embestida
hizo rodar a tres por los suelos, y salió lanzado a gran velocidad
sin hacer caso de los otros. Estos gritaron: "¡Eh!, ¡hey!"; y
llevándose el cuerno a la boca, lo hicieron sonar, llamando al
resto de la partida. Muchas fueron las voces excitadas de los
hombres, muchos los ladridos de los perros que corrían tras él para
matarlo, y muchas las veces que aguantó firme los ataques,
mutilando a la jauría que le cercaba, hiriendo a los perros, que se
apartaban aullando y gimiendo malheridos.
Los hombres se apresuraron entonces
a arrojarle sus dardos, acertándole a menudo, aunque las puntas que
le daban no llegaban a penetrar su dura piel, ni a clavarse en su
frente, y la afilada flecha se partía en pedazos, y rebotaba su
punta allí donde golpeaba. Sin embargo, los lances más rigurosos
hicieron mella en él, y enloquecido de tanto hostigamiento se
revolvió contra los hombres, y cargó contra ellos ferozmente,
haciéndolos retroceder. Pero el señor, montado en ágil caballo,
corrió tras él, como hombre atrevido en campo de batalla, tocó el
cuerno llamando a su compañía, y lanzó su corcel por entre espesos
matorrales, en pos del feroz jabalí, persiguiéndolo hasta la puesta
del sol. Y pasaron el día en estas acciones, mientras descansaba
Gawain en su lecho, entre colchas de ricos colores. No olvidó la
dama entrar a saludarle, empezando su asedio muy temprano para
hacerle ceder en su determinación.
Se acercó a las cortinas, y echó
una ojeada al caballero. Al verla sir Gawain la saludó con
cortesía; contestó ella de igual modo, con gran ansiedad en sus
palabras, se sentó suavemente a su lado, y de repente se echó a
reír. Y tras una mirada cautivadora, empezó con estas
palabras:
–Señor, si sois Gawain, me parece extraño
que un hombre tan dispuesto siempre al bien no sepa nada de las
costumbres de la gentileza; y si alguna os llega, al punto la
echáis de vuestra mente. Habéis olvidado muy pronto lo que ayer os
confié con las razones más sinceras y claras que podía.
–¿De qué habláis? – dijo el caballero-.
En verdad que no sé nada de eso. Pero si es cierto lo que decís,
mía ha de ser toda la culpa.
–Sin embargo, esto os enseñé sobre los
besos -dijo la hermosa dama-: dondequiera que encontréis el favor,
cogedlo pronto, como conviene a un caballero cortés.
–Guardad, mi querida señora, esas
palabras -dijo el bravo caballero-; pues no me atreveré a tal cosa
por temor a ser rechazado. Y si lo fuera, la culpa sería toda
mía.
–A fe -exclamó la noble dama-, que quizá
no seáis rechazado; sois bastante fuerte para tomar por la fuerza
lo que queréis, si alguien cometiera la villanía de
negároslo.
–Por Dios -dijo Gawain- que es bueno
vuestro discurso. Sin embargo, la coacción, y todo favor no
ofrecido gustosa y libremente, son innobles en el país de donde
vengo. Estoy a vuestra entera disposición para besarme cuanto
queráis. Podéis hacerlo como os plazca, y dejarlo cuando juzguéis
oportuno.
Se inclinó entonces la dama, y le besó
galantemente en la cara, iniciando luego una larga conversación
acerca de favores y males de amor.
–Desearía saber, señor -dijo
entonces la noble dama-, si no os importa que os pregunte, cuál es
la razón de esto, dado que sois joven y animoso, y tenéis tanta
fama de cortés y caballero, y siendo el sincero ejercicio del amor
lo más precioso y excelso de toda la caballería, y doctrina de las
armas, pues es título y texto de las obras que narran las empresas
de estos esforzados barones: cómo por su sincero amor ponen estos
hombres en peligro sus vidas, soportan la prueba de trances
penosos, y vengados después por su valor, y libres de cuidados,
alcanzan la dicha en su morada por sus virtudes. Vos sois el
caballero más galante y conocido de nuestro tiempo, y vuestra fama
y vuestro honor han llegado a todas partes. Y aunque he venido a
sentarme a vuestro lado por segunda vez, no os he oído pronunciar
una sola palabra de amor, por pequeña que sea. Sin embargo, ya que
sois galante y consciente de vuestras promesas, deberíais revelar y
enseñar a una joven alguna muestra de la ciencia del amor. Pues
¡qué! clan ignorante sois, con todo el renombre de que gozáis, o
acaso me creéis demasido tonta para escuchar vuestras palabras de
amor? ¡Qué vergüenza! Sola he venido a sentarme aquí, dispuesta a
que me enseñéis algún juego; así que mostradme lo que sabéis,
mientras mi señor está ausente.
–¡Que Dios os premie, en verdad! –
dijo Gawain-. Es un gran placer para mí, y una gran alegría, que
una señora tan noble como vos se digne venir, se tome tantos
trabajos con caballero tan pobre, y se contente con distraerse con
él. ¡Pero tomar sobre mí la empresa de enseñar el verdadero amor, y
explicar para vos su valor en los relatos caballerescos, cuando es
seguro que poseéis mucha más habilidad en este arte que cien como
yo, tal como soy o seré mientras viva, sería en verdad completa
tontería, mi señora! Bien quisiera dar cumplimiento a todos
vuestros deseos si pudiese, pues os estoy inmensamente agradecido,
y más que nunca quiero ser vuestro servidor; ¡pido al Señor que me
asista en ello!
De este modo le insistió la noble dama y
le probó muchas veces, con el fin de seducirle, fuera lo que fuese
lo que ella guardase en el fondo. Pero él se defendió con tal
firmeza, que no reveló flaqueza alguna en su conducta, ni mal de
ninguna clase, sino alegría. Y rieron y charlaron largo rato, hasta
que al final decidió ella besarle, y despedirse graciosamente, y
marcharse sin más demora.
Entonces se levantó el caballero
para asistir a misa. Después fue puesta la mesa, y honrosamente
servida la comida. Pasó el día en compañía de las damas, mientras
el señor de aquellas tierras andaba persiguiendo a aquel maligno
jabalí que corría veloz por las laderas, y destrozaba los lomos de
sus mejores sabuesos cada vez que encontraba donde protegerse las
espaldas; pero los arqueros, acosándole, le desalojaban a pesar de
sus colmillos, y salía de nuevo enfurecido: tanto arreciaban las
flechas cuando las gentes se agrupaban. Entonces, hasta el más
robusto de los hombres retrocedía. Por último, iba tan cansado, que
ya no fue capaz de correr. Con el aliento que aún le quedaba, llegó
a una oquedad que había en una elevación, junto a una roca, donde
discurría una corriente. Se situó de espaldas al agua, y empezó a
rascar la tierra con su pezuña; una espuma espantosa le brotaba de
los cantos de la boca, mientras afilaba sus blancos colmillos. Como
él, estaban exhaustos todos los hombres osados que le rodeaban,
aunque ninguno se atrevía a acercarse por miedo al peligro. Ya
había deudo heridos a muchos, y nadie quería dejarse despedazar por
aquellos colmillos de la bestia furiosa.
Al fin acudió el propio caballero
forzando al caballo, y vio que lo tenían acorralado, y que lo
cercaban sus hombres. Desmontó ágilmente, dejó su corcel, sacó su
brillante espada, avanzó con paso firme, y cruzó la corriente hasta
donde estaba el animal. La fiera bestia, al percibir su presencia
arma en mano, erizó sus gruesas cerdas, y resopló tan furiosamente
que muchos temieron que le fuese a suceder lo peor al caballero. El
jabalí se lanzó derechamente sobre él con tal fuerza, que bestia y
caballero fueron a caer en lo más fuerte de la corriente, tocando
la parte peor al animal, ya que el hombre logró apuntarle bien en
la primera embestida, le clavó certeramente la afilada hoja en el
hoyo del cuello, y se la hundió hasta el puño, de forma que le
atravesó el corazón. Y con un gruñido, la bestia se hundió en el
agua en seguida. Un centenar de perros lo agarraron con frenéticas
dentelladas, lo sacaron los hombres a la orilla, y allí lo
remataron los perros.
Hicieron sonar los cuernos
repetidamente, y dieron voces llamando a cuantos hombres les
oyesen; los perros, principales cazadores en esta persecución,
ladraban a la bestia, tal como sus amos querían. Luego, uno de los
hombres que era experto en cacerías en el bosque procedió a cortar
el jabalí con hábil diligencia: primero cortó la cabeza
levantándola en alto; luego lo abrió brutalmente a lo largo,
extrajo los intestinos, los asó en las brasas, los mezcló con pan y
premió con ellos a los perros; partió después al animal en dos
grandes pedazos y quitó convenientemente los despojos. Ató juntas
las mitades enteras, y las colgó de un palo. Y así preparado el
jabalí, emprendieron el regreso. Delante del caballero llevaban la
cabeza del animal que él mismo había abatido en el agua con la
fuerza de su brazo. Le pareció una eternidad, hasta que vio a sir
Gawain en el castillo. Lo llamó entonces, y acudió él a recibir lo
que le correspondía.
El señor se echó a reír a grandes
carcajadas al ver aparecer a sir Gawain, y le saludó con alegría.
Fueron llamadas las damas, y reunidas las gentes del castillo.
Mostró entonces las dos mitades, y contó con detalle la jornada.
Habló del gran tamaño del animal, y también de su maldad,
acometividad y furia durante su huida por el bosque. El otro
caballero elogió la aventura con gentileza, y admiró el gran valor
que había demostrado tener, pues confesó que jamás había visto un
animal tan musculoso, ni tales costillares en un jabalí. Le
enseñaron luego la enorme cabeza, y el noble caballero la alabó y
manifestó espanto ante ella, a fin de que lo oyese el señor.
–Bien, Gawain -dijo el noble señor-;
vuestra es esta caza, según nuestro común y firme acuerdo, como
bien sabéis.
–Así es -replicó-; y con la misma
certeza, os doy cuanto he conseguido yo aquí, por mi
honor.
Se abrazó a su cuello, le besó
galantemente, y volvió a besarle otra vez del mismo
modo.
–Ahora quedan zanjados -dijo-, por esta
noche, todos los pactos que hemos acordado desde que yo estoy
aquí.
Y el señor replicó:
–¡Por San Gil, que sois el mejor que he
conocido; no tardaréis en haceros rico, si seguís con este
intercambio!
Armaron a continuación las mesas
sobre los caballetes, echaron los manteles encima, encendieron
brillantes luces en las paredes, pusieron hachones de cera, se
sentaron los hombres, y acudieron los criados en seguida a servir.
Entonces empezó gran alboroto de voces y alegría en torno al fuego
encendido en el suelo, y durante la cena, y después, se cantaron
muchas y nobles canciones, cánticos de Navidad y bailes nuevos, en
medio de toda la alegría que el hombre es capaz de expresar
cortésmente. Y durante todo el tiempo estuvo nuestro noble
caballero junto a la dama. Y mostró ella una actitud tan
cautivadora hacia el caballero, con furtivas y halagadoras miradas,
que le hizo sentirse asombrado, y hasta molesto consigo mismo. Sin
embargo, por buena crianza, no quiso corresponder con frialdad a
sus insinuaciones; así que la trató con cortesía, aunque la
situación era contraria a la virtud. Después de gozar cuanto
quisieron en la gran sala, les llevó el señor a una cámara, y se
sentaron junto a la chimenea.
Bebieron y charlaron allí, y
decidieron acordar otra vez el mismo negocio para la Noche Vieja.
Sin embargo, el caballero expresó su deseo de emprender el viaje
por la mañana, ya que estaba cerca el plazo al que se encontraba
ligado. El señor, contrariado, quiso retenerle algún tiempo más, y
dijo:
–Os doy mi palabra, como fiel caballero
que soy, de que estaréis en la Capilla Verde para cumplir aquello
que os trae, el día de Año Nuevo, mucho antes de despuntar el sol.
Así que quedaos en vuestra cámara y descansad a gusto. Yo saldré al
bosque a cazar, y mantendré nuestro pacto de intercambiar lo que
ganéis, por lo que yo traiga de allí; pues os he probado dos veces,
y las dos os he encontrado fiel. A la tercera va la vencida;
tenedlo presente mañana Disfrutemos entre tanto y pensemos en el
goce, que el dolor puede alcanzar al hombre cuando
quiera.
Accedió Gawain de buen grado a quedarse,
le sirvieron de beber, se retiraron todos, acompañados con luces.
Sir Gawain duerme profundamente toda la noche. El señor, en cambio,
muy de madrugada, se dispone a emprender su cacería.
Después de misa, él y sus hombres
tomaron un bocado. La mañana era alegre. A continuación, pidió su
montura. Todos los cazadores que debían acompañarle estaban
preparados, montados en sus caballos, ante las puertas del
castillo. Los campos ofrecían un aspecto maravilloso, todavía
cubiertos de escarcha. El sol tiñó de rojo encendido el celaje, y
emprendió, purísimo, la marcha por el cielo poblado de nubes.
Llegados al lindero del bosque, los cazadores sueltan a los perros
y hacen resonar las rocas con el toque de sus cuernos; algunos de
los perros dan con el rastro de un zorro que cruza muchas veces de
un lado a otro astutamente, a fin de confundirlos; un perro empieza
a ladrar; lo azuza el cazador; sus compañeros se le unen resoplando
excitados, y corren en tropel tras el rastro verdadero, mientras el
zorro huye delante de ellos. Muy pronto le descubren, y al verle le
persiguen excitados, ladrando con furioso alboroto, mientras él se
hurta y cambia de rumbo, corre por los sotos intrincados, tuerce y
se oculta tras los setos. Finalmente, junto a una pequeña zanja,
salta por encima de un espino, se agazapa en la linde de un soto, y
cree estar fuera del bosque, lejos del acoso de los perros; con
ello, 'se coloca sin saberlo ante un puesto de ojeo, donde tres
furiosos perros grises se abalanzan sobre él, y tiene que salir
osadamente, lleno de pánico, hacia el bosque.
Fue un placer oír los ladridos
cuando la jauría se echó sobre él en confuso montón, chillándole al
verle tales imprecaciones sobre su cabeza, que las paredes de los
despeñaderos amenazaban derrumbarse: aquí le gritaban los cazadores
que se topaban con él, allá era atacado con furiosos gruñidos,
acullá le llamaban ladrón; y los perros siempre detrás de su
rastro, de forma que no podía parar un instante. A menudo veía que
se le echaban encima, cada vez que salía a terreno despejado;
entonces daba un quiebro y volvía a la espesura: tan sutil era la
astucia de Renart. Y así tuvo al señor y a sus hombres tras él, por
los montes, hasta mediada la mañana. Entre tanto, en el castillo,
el cortés caballero dormía un sueño reparador detrás de costosa
cortina, en la fría mañana. Pero el amor no dejaba dormir a la
dama, ni quería sofocar ella los anhelos de su corazón; así que se
levantó apresuradamente, fue a su aposento vestida con un rico
manto largo hasta el suelo, forrado con finas pieles primorosamente
ordenadas, sin otro adorno en la cabeza que las piedras preciosas
que se distribuían por docenas en su redecilla. Con su dulce
rostro, su cuello desnudo, y al aire la espalda y el pecho,
traspuso la puerta de la cámara cerrando tras ella; abrió la
ventana y llamó al caballero, saludándole con graciosas palabras
para animarle.
–¡Ah, señor!, ¿cómo podéis dormir con una
mañana tan clara?
Él, aunque profundamente dormido, oyó que
le llamaban.
Sumido en inquieto sueño, como el
hombre que es asaltado por lúgubres pensamientos, el noble
caballero murmuró algo acerca de qué le depararía el destino el día
en que se enfrentase con el hombre de la Capilla Verde, y recibiese
el golpe que justamente le correspondía sin que mediase combate.
Pero al entrar la encantadora dama, recobró su conciencia, desechó
aquellos malos sueños, y contestó apresuradamente. Se acercó ella
sonriendo dulcemente; e inclinándose sobre su rostro hermoso, lo
besó hábilmente.
El caballero la acogió con alegre saludo;
y al verla tan espléndidamente vestida, tan perfecta en su
semblante y tan graciosa en sus facciones, al punto se le inflamó
el corazón. Con dulces y tiernas sonrisas, intercambiando amables
palabras henchidas de felicidad, no tardó en reinar la alegría
entre ellos, y el contento en animar sus corazones. Sobre los dos
se cernía un grave peligro, de no ser porque María medió en favor
de su caballero.
Pues le apremió de tal modo aquella
excelente princesa, y le llevó tan cerca de los límites, que
finalmente se vio en la necesidad de rechazar sus favores con
ofensas, o tomarlos. Le preocupaba su cortesía, ya que no quería
ser tenido por miserable; pero aún le preocupaba más el agravio que
infligiría si cometía pecado y traicionaba al señor del castillo,
su anfitrión. "¡Que Dios me salve", exclamó, "de una traición así!"
Y con afable sonrisa, soslayó las dulces palabras de amor que
brotaban de los labios de ella. Y dijo entonces la señora al
caballero:
–Merecéis reproche, si no amáis a la que
yace sola junto a vos con el corazón más herido que ninguna mujer
en el mundo, a no ser que os debáis a otra, por la que sentís más
amor y a la que habéis ligado tan fuertemente vuestra fidelidad,
que no deseáis romper ese lazo… cosa de la que ahora estoy
convencida. Os ruego que me lo digáis con sinceridad, por todos los
amores que existen en la vida; no me ocultéis engañosamente la
verdad.
–¡Por San Juan, que no! – exclamó
entonces el caballero sonriendo-. Ni la tengo en este instante, ni
la deseo tener.
–Esas palabras -dijo la dama- son
las peores de todas. Pero me habéis respondido, aunque me resulte
doloroso; dadme un beso cortésmente, y al punto me marcharé; tal
vez mi sino sea llorar como una doncella profundamente
enamorada.
Y se inclinó, suspirando, y lo besó
dulcemente. Después se levantó; y ya de pie, dijo:
–Ya que vamos a separarnos, amor mío,
concededme un deseo: dadme alguna de vuestras prendas, un guante
por ejemplo, por la que pueda yo recordaros y endulzar mi
dolor.
–En verdad -dijo el caballero- que
quisiera tener aquí para complaceros la cosa más preciada de
cuantas poseo en mi casa; pues repetidamente habéis merecido más
recompensas de las que yo pueda daros ahora. Sin embargo, escaso
valor tendría como prenda de amor lo que yo pueda cederos. No es
propio de vuestro honor guardar tan sólo un guante de Gawain. Por
lo demás, estoy aquí de paso hacia lugares que desconozco, y no
traigo hombres que carguen con cofres de cosas preciosas;
circunstancia que esta vez lamento, señora, a causa de vuestro
amor. Cada hombre ha de cumplir según la situación del momento; así
que no os aflijáis ni apenéis.
–No lo haré, nobilísimo caballero -dijo
aquella encantadora dama-; y aunque nada he obtenido de vos,
tendréis una cosa de mí.
Le tendió un rico anillo de oro
rojo trabajado, en el que destacaba una piedra que despedía
centelleos tan vivos como el sol. Podéis creer que era de un valor
inmenso. Pero el caballero se negó a cogerlo; y dijo con
prontitud:
–No quiero regalos, por Dios, mi señora.
No tengo con qué corresponderos, de modo que nada os
tomaré.
Ella insistió en que lo cogiese; pero él
rechazo su ofrecimiento, jurando por su fe que no lo haría.
Entonces, entristecida por esta negativa, exclamó:
–Ya que rechazáis el anillo, por
pareceros demasiado valioso, y no queréis tener tan alta deuda
conmigo, os daré mi cinturón, para que tengáis una prenda menos
costosa.
Se quitó el cinto que ceñía su cintura
sobre el vestido, por debajo del precioso manto. Era de seda verde
y estaba adornado con hilo de oro, y bordado con hábiles dedos.
Ofreció dicha prenda al caballero, y le suplicó sonriente que, si
bien carecía de valor, consintiese en cogerlo. El caballero
contestó que no, que de ningún modo quería tocar ni oro ni joya
alguna, antes de que Dios le concediese la gracia de ver cumplida
la suerte que le había traído hasta allí.
–Os ruego, pues, que no lo toméis a
agravio; desistid más bien de este empeño, pues nunca accederé a
vuestra pretensión. Con todo, os estoy profundamente agradecido por
vuestra disposición hacia mí, y siempre seré vuestro servidor, en
la suerte y en la desgracia.
–¿Rechazáis esta seda -dijo la
hermosa dama- por lo humilde que es, y parece en sí misma? Pues
bien, es pequeña, y más pequeño su valor. Sin embargo, quienquiera
que conozca las virtudes de sus bordados, la tendrá en mayor
estima; pues no habrá hombre alguno bajo el cielo capaz de hacer
pedazos al caballero que se ciña este cinto verde, ni podrán matar
al que lo lleve por ninguno de los medios terrenales.
Meditó entonces el caballero, se dijo
para sus adentros que sería de inmenso valor en la peligrosa prueba
a la que debía someterse. Si, cuando llegase a aquella capilla para
sufrir su sentencia, lograse escapar sin daño por medio de algún
artificio, la estratagema sería en buena lid. Depuso, pues, toda
resistencia, y accedió a lo que se le pedía, y la hermosa dama le
ciñó el cinto que tan encarecidamente le había ofrecido. Le dio él
las gracias, y la dama le suplicó que, por ella, no lo revelase
jamás, sino que guardase lealmente el secreto ante su señor. El
caballero dijo entonces que así lo haría, que nunca hombre alguno
lo sabría, sino únicamente ellos dos. Se lo agradeció él muchas
veces, y muy vehementemente, de palabra y de corazón. Y por tercera
vez besó la dama a este cumplido caballero.
Se despidió ella a continuación, y
le dejó, ya que no podía conseguir de este hombre más satisfacción.
Cuando se hubo marchado, sir Gawain se levantó y se vistió con
nobles vestidos. Guardó la prenda de amor que la dama le había
dado, ocultándola cuidadosamente donde pudiese encontrarla más
tarde. Se dirigió después a la capilla del castillo, se acercó
discretamente al sacerdote, le suplicó que le iluminase y le
mostrase el modo de salvar el alma, tan pronto como saliese de este
mundo. Luego se confesó y declaró sus faltas, las grandes y las
pequeñas, y pidió clemencia y la absolución de todas ellas al
hombre santo; le absolvió éste, y le dejó tan limpio y a salvo como
para el Día del Juicio, si hubiese sonado esa mañana. Después
disfrutó en compañía de las nobles damas, cantando villancicos y
entregándose a toda clase de diversiones, como no lo había hecho en
su vida, hasta que cayó la noche. E hizo tanto honor a todos los
presentes, que dijeron:
–¡Verdaderamente, jamás se le había visto
tan alegre como hoy desde que llegó!
ue siga ahora allí, bajo los cuidados del
amor. Entre tanto, el señor de aquella tierra cabalga por los
campos a la cabeza de sus hombres. Ha abatido al zorro que durante
tanto tiempo perseguía: al saltar un espino en busca del perverso
animal, por donde había oído a los perros excitados, le salió
Renart al camino de entre unos espesos matorrales, con toda la
jauría detrás de sus talones. El señor, al darse cuenta de su
trayectoria, se apostó a esperarle.
Sacó su espléndida espada, y se la lanzó
al animal. Esquivó éste el arma afilada, y quiso retroceder, pero
un perro se abalanzó sobre él, lo agarró antes de que lo
consiguiera, y entre todos lo abatieron a los pies del caballo,
atacando al astuto animal entre ladridos furiosos. Desmonta
entonces el señor con presteza, lo arranca de la boca de los
perros, lo levanta por encima de su cabeza, y llama a grandes
voces, mientras ladran furiosos los perros. Allá acudieron
corriendo los cazadores, tocando llamada con sus cuernos, hasta
donde estaba su señor. Cuando estuvieron al lado del noble,
hicieron sonar el cuerno quienes lo llevaban, y saludaron con la
voz los que no; y fue el cántico que allí se elevó por el alma de
Renart la más gozosa de las músicas que el hombre haya oído.
Después, premiaron a los perros, y les frotaron y acariciaron la
cabeza. Cogieron luego a Renart, y le despojaron de su
piel.
A continuación, emprendieron el
regreso, ya que pronto iba a ser de noche, sin dejar de tocar sus
cuernos sonoros. Al fin descabalgó el señor en su bienamado
castillo, en cuya sala encontró el fuego encendido, y sentado junto
a él, a sir Gawain de buen humor, indeciblemente dichoso entre las
damas. Vestía una túnica azul hasta el suelo; y su manto forrado de
piel de pelo fino, así como la caperuza que descansaba sobre sus
hombros, iban orillados de blanca piel de armiño. Acudió al
encuentro del señor; le saludó sonriente en el centro de la
estancia, y dijo con cortesía:
–Esta vez cumpliré yo primero nuestro
pacto, que acordamos y sellamos bebiendo en abundancia.
Abrazó al señor, y le besó tres veces con
toda la morosidad y deleite de que fue capaz.
–¡Por Cristo -exclamó el otro caballero-,
que habéis tenido fortuna al conseguir tal mercancía, si es que
habéis hecho bien el intercambio!
–No os preocupéis por el precio -contestó
en seguida Gawain-; pagado está cuanto haya conseguido.
–¡Santa María! – exclamó el señor-;
cierto que tiene menos valor el precio, pues yo he pasado todo el
día cazando, y no traigo otra cosa que esta sucia piel de zorro…
que el demonio se lleve; muy pobre precio es para el tesoro que
acabáis de darme con esos tres besos tan tiernos.
–Es suficiente -dijo sir
Gawain.
–¡Os lo agradezco, por la
Cruz!
Y pasó el señor a contar a los presentes
cómo había sido abatido el zorro.
Con alegría, cantos de juglares y
comida en abundancia, se solazaron cuanto es capaz de solazarse el
hombre. No podían sentirse más felices Gawain y el señor de aquella
tierra, en medio de las risas y las bromas de las damas, a menos de
caer en la embriaguez y el embotamiento. Y siguieron el señor y su
compañía con las bromas, hasta que llegó el momento de separarse,
en que finalmente se retiraron a descansar todos ellos. Con una
inclinación de acatamiento, el noble caballero se despidió del
señor, expresándole graciosamente su agradecimiento:
–Que el Sumo Rey os premie por esta
maravillosa acogida que he tenido aquí, y por la cortesía de este
gran festín. Deseo que dispongáis de mí como uno de los vuestros.
Sin embargo, como sabéis, debo marcharme mañana, si me dais un
hombre que me guíe, como habéis prometido, hasta las puertas de la
Capilla Verde, a fin de que, con la ayuda de Dios, afronte la
suerte que el destino me reserva para el día de Año
Nuevo.
–Por mi fe -exclamó el buen señor-, que
cumpliré con gran placer cuanto os he prometido.
Seguidamente le asignó un criado que le
guiara sin demora por los caminos, entre agrestes parajes y
bosques. Volvió a expresar Gawain su agradecimiento al señor por
los favores que le concedía, y se despidió de las dos nobles
damas.
Las besó con pesar y se despidió de
ellas, y les dio las gracias sinceramente muchas veces.
Respondieron ellas de la misma manera, y le encomendaron a Cristo
entre tristes suspiros. Después se despidió de las gentes del
castillo cortésmente; de cada uno de los hombres que había
conocido, manifestando su agradecimiento por sus servicios y
atenciones, y por las diversas molestias que con diligencia se
habían tomado por servirle; y cada uno de ellos sintió pena de
decirle adiós, como si toda la vida hubiera estado a su servicio.
Luego, con hombres y luces, fue conducido a su cámara y le ayudaron
cariñosamente a acostarse, a fin de descansar. No me atrevo a decir
si esa noche tuvo un sueño reparador, ya que la mañana le traería
muchas cosas en las que ocupar el pensamiento, si quería. Dejémosle
descansar; cerca tiene ya la cita que buscaba. Si guardáis silencio
un momento, os contaré lo que luego aconteció.
IV
l Año Nuevo se acerca a medida que pasa
la noche y viene el día barriendo tinieblas, tal como el Señor
tiene ordenado. En la tierra despierta el tiempo riguroso: las
nubes derraman un frío penetrante, y el gélido aliento del norte
aguijonea la carne. La nieve cae espesa, helando la vegetación; las
ráfagas de viento bajan aullando desde las alturas, y llenan los
valles de grandes ventiscas. El caballero escucha echado en su
lecho. Aunque tiene cerrados los ojos, duerme poco; y cada canto de
gallo le recuerda la cita. Se levantó rápidamente, antes de
amanecer, a la luz de la lámpara que alumbraba su cámara. Llamó a
su chambelán, que contestó en seguida, y le ordenó que le trajese
su cota de malla y la silla del caballo. Se levantó éste a toda
prisa, trajo la armadura, y vistió a sir Gawain con gran ceremonia:
primero le puso las ropas para protegerle del frío, y luego el
arnés, que le había guardado fielmente; había bruñido todas las
piezas, inferiores y superiores, y limpiado las anillas de su rica
cota, de forma que todo estaba tan nuevo como el día que lo
estrenó, cosa que sir Gawain le agradeció satisfecho. Y el más
claro caballero que ha habido desde los tiempos de Grecia se puso
cada una de las piezas, todas limpias y brillantes, y pidió que le
trajesen su caballo.
Entre tanto, se puso lo más noble
de su atuendo: la cota de armas, con el símbolo de las acciones
puras, sobre terciopelo rodeado de virtuosas piedras y franjas
bordadas, y espléndidamente forrada de pieles costosas. No olvidó
Gawain, pensando en su propio bien, la cinta que la dama le había
dado. Cuando se hubo ceñido sobre sus finas caderas el cinto de la
espada, pasó dos veces la prenda de amor en torno suyo, y se la ató
con afecto en la cintura. Muy bien le sentaba sobre su regia ropa
roja de rica apariencia, pero no se puso este ceñidor por su mera
belleza, ni por el valor de sus relucientes colgantes, ni por el
oro que brillaba en sus bordes, sino porque podía salvarle cuando
tuviese que someterse a la prueba fatal sin defenderse con espada
ni cuchillo. Una vez preparado el esforzado caballero, salió, dando
las gracias de nuevo a todos los criados.
Ahora, el grande y alto Gringolet,
que había descansado digna y confortablemente, estaba aparejado y
mostraba deseos de emprender el galope. Se llegó el caballero a él,
lo examinó, y juró lleno de convicción:
–Hay aquí, en este castillo, una gente
cuidadosa del honor; ¡muy orgulloso debe sentirse el señor que lo
gobierna! ¡Ojalá encuentre la hermosa señora amor en la vida! ¡Ya
que de este modo cuidan por caridad a los huéspedes, y mantienen
tan alto el honor de su casa, quiera Dios velar por que lo
conserven siempre así, y a todos vosotros también! Si me fuese dado
vivir algo más en este mundo, y pudiese, con gusto os traería
alguna cosa en recompensa.
Puso el pie entonces en el estribo, y
montó sobre su caballo; su criado le tendió el escudo, y él se lo
colgó en el hombro. Espoleó a Gringolet con sus dorados talones, y
emprendió la marcha sobre el pavimento, sin demorarse más ni hacer
encabritarse su montura. Su criado estaba ya a caballo también,
llevándole lanza y venablo.
–¡A Cristo encomiendo este castillo; que
Él le conceda buena suerte!
El puente está bajado, y las anchas
puertas abiertas de par en par sobre sus goznes. Se santigua el
caballero y cruza las tablas. Encomienda también al guardián de la
puerta que, arrodillado ante el príncipe, pide a Dios que ampare a
Gawain, y vele por él ese día. Y sigue la marcha acompañado del
hombre que debe mostrarle el camino a aquel peligroso lugar donde
habrá de recibir el doloroso golpe. Recorren laderas pobladas de
arbustos pelados, coronan acantilados cubiertos de frío. El cielo
está alto; pero debajo de él, una bruma húmeda y amenazadora flota
en los páramos y se disuelve en los montes; un inmenso manto
envuelve cada colina; los arroyos irrumpen y hierven por todas las
laderas, saltando brillantes a tierra, donde corren con fuerza. El
camino que recorren por el bosque es prodigiosamente intrincado;
hasta que, llegado el momento, surge el sol. Se encontraban
entonces en lo alto de un monte rodeados de blanca nieve. Entonces
el hombre que le daba escolta pidió que se detuviesen.
–Hasta aquí llego con vos, señor.
Ya no estáis lejos de ese famoso lugar que con tanto afán andáis
buscando. Pero os hablaré con sinceridad, dado que os conozco, y
sois persona a la que quiero; si hacéis lo que os aconsejo,
saldréis bien parado de esto: el lugar al que corréis está guardado
por hombres peligrosos, y habita su soledad el más malvado
caballero de la tierra: un hombre fuerte y feroz, sediento de
lucha, más poderoso que ninguno, y cuyo cuerpo es más grande que el
de los cuatro mejores caballeros de la corte de Arturo, que Héctor,
y que ningún otro. Siempre sale airoso de sus enfrentamientos en la
Capilla Verde; nadie logra vencerle en ese lugar, por orgulloso que
sea con sus armas; y muere bajo el golpe de su mano; pues es un
hombre descomunal que no conoce la clemencia, y aun si fuese
campesino o capellán el que osara acercarse a su castillo, o monje
o sacerdote o cualquier otro santo varón, juzgaría conveniente
matarle de igual modo. Por ello digo que, tan cierto como estáis
sentado en esa silla, si vais allí, moriréis, según los designios
del caballero. Tomad por cierto lo que digo, aunque tuvieseis
veinte vidas que perder. Hace mucho tiempo que vive allí,
promoviendo luchas en estas tierras, y no podréis defenderos contra
sus golpes terribles.
Por tanto, mi buen sir Gawain,
olvidad a ese hombre y coged otro camino, en nombre de Dios. Partid
hacia cualquier otra región, donde Cristo pueda asistiros; por mi
parte, me apresuro a regresar, y os prometo jurar por Dios y por
todos sus buenos santos, y con toda la fuerza y vehemencia de los
más graves juramentos, que guardaré vuestro secreto, y que jamás
contaré que os he visto huir de ningún caballero.
–Te lo agradezco -dijo Gawain; y añadió
con disgusto-:
bien veo, hombre, que deseas mi
bienestar, y creo firmemente que sabrías guardar fielmente el
secreto. Pero por muy callado que lo tuvieras, si yo me marchara de
aquí, y por miedo huyese de la forma que dices, sería para siempre
un caballero cobarde sin posibilidad de disculpa. Así que quiero ir
a la capilla, cualquiera que sea la suerte que me espere, y decir
exactamente las palabras que me plazcan, sea malo o bueno lo que el
destino me depare. Quizá resulte difícil doblegar al caballero del
hacha; sin embargo, bien podría el Señor interceder para salvar a
uno de sus siervos.
–¡Santa María! – exclamó el
hombre-; si tan claro tienes ahora que vas en busca de tu propia
perdición, y te place perder de ese modo la vida, no soy quién para
impedirlo. Ponte el yelmo en la cabeza, toma la lanza con la mano,
y baja por el sendero que pasa junto a aquella roca, hasta llegar
al fondo de ese valle escarpado; luego mira un poco hacia la
llanura, a tu izquierda, y verás en una ladera la mismísima
capilla, y al fornido caballero que la gobierna. Ahora me despido.
Que Dios se apiade de ti, noble Gawain. Ni por todo el oro del
mundo te acompañaría, ni daría contigo un paso más en este
bosque.
Dicho esto, el hombre tira de la rienda,
da la vuelta hacia el bosque y, picando espuelas cuanto puede,
cruza el campo al galope dejando solo al caballero.
–¡Por Dios vivo -exclama Gawain-, que no
voy a llorar ni a gemir! A la voluntad de Dios me someto, y a Él me
acojo.
Espolea entonces a Gringolet,
desciende por aquel sendero, y recorre la áspera falda, derecho
hacia el valle. Mira entonces a su alrededor; el paraje le parece
sombrío, pero no descubre signo de morada por ninguna parte, sino
altas y empinadas pendientes a uno y otro lado, enhiestos y
escarpados picos de tosca roca cuyas cimas parecen rozar los
cielos. Detiene entonces al caballo, y mira en todas direcciones
buscando la capilla. Extrañamente, no ve nada parecido por ninguna
parte, excepto una pequeña elevación que se adentra un poco en el
llano, un montículo suave al borde de un río, cuyas aguas corren
allí precipitadamente, y borbotean como si estuviesen hirviendo. El
caballero pica a su caballo, y se acerca a dicha elevación;
descabalga allí ágilmente, y ata la rienda a la gruesa rama de un
tilo. Se acerca y da la vuelta alrededor del montículo, deliberando
consigo mismo sobre qué puede ser. Encuentra una abertura en el
extremo y otras dos a ambos lados; ve que está cubierto por grandes
rodales de yerba, y que es todo hueco por dentro: se trata tan sólo
de una vieja caverna, quizá la grieta de un antiguo peñasco; no
sabe exactamente cómo calificarla.
–¡Dios mío! – exclama el noble
caballero-, ¿será esto la Capilla Verde? Aquí podría cantar el
propio Diablo a media noche sus maitines.
"Verdaderamente -se dijo
Gawain-
–, es éste un lugar desolado; un horrendo
oratorio cubierto de yerba, muy apropiado para que el Caballero de
Verde cumpla aquí sus devociones con el Diablo. Ahora veo con
claridad que el Enemigo me ha atrapado con este pacto para
destruirme. Ésta es una capilla de desdicha… ¡Mal haya este lugar,
pues es la iglesia más maldita en que he puesto yo jamás los
pies!"
Con el noble yelmo en la cabeza, la lanza
en la mano, sube a lo alto de aquella rudimentaria morada. Entonces
oyó, desde allí arriba, en una roca de difícil acceso al otro lado
del arroyo, un ruido prodigioso y sobrecogedor. ¡Cómo resonaba
chirriante entre las rocas, igual que una muela afilando la
guadaña! ¡Cómo zumbaba y siseaba, igual que el agua de un molino!
¡Cómo rodaba y resonaba y sobrecogía el oírlo!
–¡Vive Dios -exclamó Gawain- que ese
ingenio suena en mi honor, y me da la bienvenida como corresponde a
un caballero! Sea lo que Dios quiera, puesto que no se digna
ayudarme ni una pizca. Pero, aunque aquí deje yo la vida, no me
amedrentará ningún ruido.
Entonces el caballero gritó muy
alto:
–¿Dónde está el señor de este lugar, que
me ha emplazado? Aquí tiene al valeroso Gawain, que ha venido. Si
algún caballero quiere algo, que venga aquí, ahora o nunca, y
despache pronto aquello que le incumbe.
–Espera -dijo alguien desde la falda del
monte, por encima de su cabeza-, y en seguida tendrás lo que una
vez te prometí.
Sin embargo, siguió aquel ruido
chirriante y prodigioso, y no paró de afilar; hasta que al fin
decidió descender. Se abrió paso por un despeñadero, y salió de una
abertura, apareciendo con un arma feroz, con la que devolver el
golpe, una hacha danesa acabada de afilar, cuya tremenda hoja de
cuatro pies de ancho se curvaba sobre el mango. Su cordón brillaba
con vivos centelleos. En cuanto al hombre, iba vestido de verde
como antes, con el semblante, las piernas, el cabello y la barba
del mismo color; caminaba con pie firme sobre el suelo, apoyando el
mango en las piedras y avanzando con él. Al llegar a la corriente,
la saltó y siguió andando arrogante, con ademán feroz, por el ancho
campo cubierto de nieve. Sir Gawain salió a su encuentro, sin
saludarle ni hacer gesto alguno de respeto; y dijo el
otro:
–Bien, mi buen señor; veo que eres fiel a
la cita.
–¡Que Dios te proteja, Gawain! –
exclama el Caballero Verde-. Bienvenido seas a mi morada; veo que
has calculado muy bien tu viaje, como hombre digno de palabra, y
que no has olvidado la cita acordada entre los dos: hace doce meses
cumpliste tu parte; hoy, en este día de Año Nuevo, me toca a mí
corresponder. Aquí, en este valle, estamos completamente a solas;
nadie nos vendrá a estorbar, y podremos tratar esto como nos
plazca. Quítate el yelmo ya, a fin de que yo te dé tu pago; no
interpongas más discursos de los que yo presenté cuando segaste mi
cabeza de un solo tajo.
–¡Por el Dios que me dio el alma -exclamó
Gawain-, que no presentaré ningún agravio al mal que voy a sufrir!
Pero hazlo de un solo golpe, que yo me tendré con firmeza sin
oponer resistencia.
Inclinó el cuello, dejando al aire la
carne desnuda, y adoptó una actitud impasible, ya que no quería
demostrar temor.
l enorme hombre de verde se colocó en
posición, y alzó su siniestro instrumento, dispuesto a asestar el
golpe a Gawain. Lo enarboló con toda la energía de su cuerpo, en
ademán de destruirle. Descargó el golpe, y allí mismo habría muerto
el más bravo caballero de cuantos existieron, bajo este golpe
certero. Pero al ver Gawain descender el hacha en el espacio
luminoso, dispuesta a acabar con él, sus hombros se estremecieron
esperando el hierro. El otro contuvo entonces el arma con vivo
movimiento, y reprendió al príncipe con orgullosas
palabras:
–Tú no eres Gawain -exclamó-, de quien se
dice que es tanto su valor, que jamás le arredró ejército alguno ni
por montes ni por valles; tú te encoges de temor antes de sentir el
daño. Jamás he oído acusar a tal caballero de semejante cobardía.
Tampoco vacilé yo, ni me encogí, cuando descargaste el golpe tú, ni
proferí objeción alguna ante la corte del rey Arturo. Mi cabeza
cayó a mis pies; sin embargo, no huí. A ti, en cambio, antes de
haber recibido ningún daño, se te encoge el corazón. Soy yo, pues,
quien debe ser tenido por el mejor caballero de los dos.
–Una vez me he inmutado -dijo Gawain-,
pero no volverá a suceder. Aunque, si cae mi cabeza entre las
piedras, no la podré recuperar.
"Prepárate, por tu vida, y cumple
en esta cuestión. Descarga sobre mí el golpe fatal, y hazlo sin
demora; que yo aguardaré a pie firme, sin un solo sobresalto, hasta
que caiga el hacha; te doy mi palabra".
–¡Ahí va, pues! – dice el otro; levanta
en alto el hacha, loco de furia; descarga un golpe poderoso, pero
no alcanza a rozar al hombre. Retira rápidamente la mano antes de
que llegue a herir, mientras Gawain aguarda gravemente sin mover un
solo miembro, inmóvil como la piedra o el tronco agarrado con cien
raíces a un suelo de roca. Y añade sonriente el hombre de verde-:
Ahora que ya has recobrado el valor, es cuando puedo descargar mi
golpe. ¡Mantén en alto esa dignidad que Arturo te concedió, y
prepara el cuello para este momento supremo, si es que te ha de
llegar!
A lo que respondió Gawain, lleno de
irritación:
–¡Golpea ya, hombre feroz!; te
entretienes demasiado amenazando. Creo que es tu corazón el que
ahora flaquea.
–En verdad -dijo el otro caballero-, que
hablas con vehemencia. No demoraré más el asunto que te ha traído
aquí. Se pone en disposición de golpear, frunciendo la boca y el
ceño, y no es extraño que el que va a recibir el golpe no espere
salvación.
Levanta ágil el arma y la deja caer
limpiamente con el filo hacia el cuello desnudo. Pero, aunque baja
con fuerza, no llega a producir sino una leve incisión, tras cortar
un poco de piel: la afilada arma muerde la carne a través de la
blanca grasa, de forma que salta la sangre preciosa de los hombros
al suelo. Al verla brillar el caballero en la nieve, dio un brinco
de más de una lanza de largo, cogió el yelmo y se lo puso en la
cabeza, se descargó el noble escudo, blandió su brillante espada, y
exclamó con fiereza -jamás hubo en este mundo hombre nacido de
madre la mitad de exultante que él-:
–¡Basta ya de golpes, no descargues más!
Ya he soportado uno sin oponer resistencia; si intentas otro, ten
por seguro que te lo he de devolver aquí mismo con igual violencia.
¡Sólo un golpe debía recibir en justicia, según lo acordado en la
corte de Arturo; así, pues, noble señor, teneos ya!
El hombre se apartó, descansó el
hacha en el suelo, se apoyó en ella, y observó al caballero
mientras avanzaba por el llano; y al ver a aquel esforzado y
valeroso varón, armado y sin miedo, se sintió complacido. Entonces
habló con su voz atronadora, y dijo muy alto, sonriente:
–Valeroso caballero: no te muestres tan
furioso en este campo; nadie te ha tratado aquí de forma descortés,
ni se te ha dado nada que no se acordase en la corte del rey. Yo te
prometí un golpe, y lo has recibido; date, pues, por pagado. Te
libero de todos los demás derechos que pueda reclamar. Si llego a
golpear con energía, quizá te habría causado más dolor. Primero te
he amenazado en broma, simulando el golpe tan sólo, y sin
infligirte un solo rasguño. Lo he hecho con justicia, por el pacto
que hicimos la primera noche, ya que fuiste sincero y me guardaste
fidelidad, al darme como caballero leal cuanto ganaste. El otro
amago de golpe ha sido por el día siguiente, en que besaste a mi
bella esposa, y me devolviste a mí los besos. Por esas dos pruebas
te he descargado aquí dos golpes inofensivos: al leal se le paga
con lealtad; así que ningún peligro has de temer. Pero fue en el
tercero donde fallaste, y por ello has sufrido ese otro
golpe.
"Porque es mío el cinto que llevas
ceñido: sé que fue mi propia esposa quien te lo dio. Y sé de su
conducta y tus besos, y de los requerimientos de ella… porque todo
fue preparado por mí. Fin yo quien la envió para probarte; y en
verdad, me pareces el caballero más intachable que haya puesto el
pie sobre la tierra. Del mismo modo que la perla es de muchísimo
más valor que un guisante blanco, así es Gawain, en verdad,
comparado con otros nobles caballeros. Pero aquí fallasteis un
poco, señor, y os faltó lealtad; aunque no os hizo caer la astuta
malicia ni el deseo de amor, sino el apego a vuestra vida; cosa que
es más disculpable".
El orgulloso caballero se quedó largo
rato perplejo, tan agobiado por la ira que temblaba en su interior.
Se le agolpó en la cara toda la sangre del pecho, y se encogió de
vergüenza al oír aquellos reproches. Y con las primeras palabras
que le vinieron a la boca, exclamó:
–¡Malditas sean tu cobardía y codicia! En
ti medra la infamia y el vicio que destruye la virtud -echó
entonces mano al lazo del ceñidor, lo desató, y se lo arrojó al
caballero-. ¡Ahí va la falsa prenda en hora mala, pues la ansiedad
por tu golpe me ha hecho caer en cobardía, de modo que, cediendo a
la codicia, renuncié a mi condición, que es la liberalidad y la
lealtad, tal como cumple a los caballeros. Yo, que siempre he hecho
esfuerzos por huir de la perfidia y la traición, soy ahora falso e
imperfecto. ¡Malditos sean este cuidado y esta ansiedad! Aquí mismo
os confieso, caballero, que toda la culpa es mía. Imponedme la pena
que queráis; que en adelante me portaré con más cuidado.
Entonces el otro caballero se echó
a reír, y dijo afablemente:
–Ya está sobradamente restañado el daño
que he sufrido. Has confesado y reconocido con toda limpieza tus
culpas, y has sufrido penitencia con el filo de mi arma, que te ha
absuelto de esa falta, purgándote tan por completo como si nunca
hubieses cometido transgresión alguna desde el día en que naciste.
Así, pues, señor, te doy este ceñidor adornado con hilo de oro, que
es verde como mi atuendo, a fin de que recuerdes este encuentro
cuando andes entre príncipes, y sirva de testimonio de la aventura
en la Capilla Verde, ocurrida entre esforzados caballeros. Ven otra
vez, en este Año Nuevo, a mi morada, y disfrutemos plenamente de
esa festividad. – Y añadió para dar mejor fuerza a su invitación-:
Estoy seguro de que mi esposa, vuestra ardiente enemiga, se
mostrará ahora más amistosa.
–No, excusadme -contestó el
caballero, al tiempo que se quitaba el yelmo cortésmente, y daba
las gracias al señor-; ya me he demorado bastante. ¡Que la suerte
os asista, y Él os colme muy pronto de todos los honores! Presentad
mis respetos a vuestra bella esposa; a ella y a la otra, pues las
dos son damas muy honradas por mí, pese a que con tanta habilidad
han engañado a su caballero. Pero nada prodigioso hay en que un
loco cometa locura, y le lleven a la desgracia las argucias de
mujer; así sedujo una a Adán en el paraíso, y varias a Salomón; y
lo mismo sucedió a Sansón, a quien Dalila llevó a la perdición, y a
David, al que dejó ciego Betsabé, y sufrió terriblemente. Por
tanto, si sufrieron por las artes de las mujeres, será gran
ganancia amarlas y no creerlas. Si es posible: pues éstos fueron en
otro tiempo los varones más nobles y favorecidos de la fortuna, y
aventajaron a cuantos habitaron bajo el cielo; y todos fueron
seducidos por las mujeres con las que tuvieron trato. A mí, sin
embargo, aunque hoy he sido seducido, creo que me asiste una
excusa.
"¡En cuanto a vuestro ceñidor -dijo
Gawain-, que Dios os lo pague! Gustosamente me lo quedo; no por el
oro que trae, ni por la seda, ni sus costosos colgantes; no por su
riqueza y valor, ni por sus labores espléndidas; sino que lo miraré
muchas veces como testimonio de mi culpa, cuando cabalgue glorioso,
a fin de recordar con remordimiento la falta y la fragilidad de
esta carne perversa, tan expuesta a las seducciones del pecado.
Así, cuando el orgullo me hostigue el corazón, apremiándome a
buscar proezas de armas, una mirada a esta prenda moderará mis
anhelos. Pero una cosa quiero pediros, si no os causa agravio,
puesto que sois señor de esta tierra, donde he permanecido, y he
sido honrado por vos (que el Señor que gobierna los cielos y los
altos lugares os lo pague), y es que me digáis cuál es vuestro
verdadero nombre. Eso nada más".
"Ella fue quien me envió de esta
forma a vuestra noble corte para poner a prueba vuestro orgullo, y
ver si es cierta la fama de la Tabla Redonda. Ella me embrujó de
este modo, a fin de confundiros, y de sobrecoger a Ginebra y
hacerla morir de terror ante la visión de un hombre hablando
horriblemente con la cabeza en la mano, delante de esa mesa tan
excelsa. A ella, a esa antigua dama, tengo yo en mi casa: tía tuya
es, hermanastra de Arturo, hija de la duquesa de Tintagel, la cual
tuvo de sir Uther a Arturo, hoy en la plenitud de su gloria. Por
tanto, te insto, caballero, a que vuelvas con tu tía, y alegres mi
casa; mis gentes te quieren, y yo te he cobrado afecto como a
ningún hombre salido de la mano de Dios, por tu probada
lealtad".
Pero el caballero no quiso acceder de
ningún modo. Se abrazaron y besaron a continuación, encomendándose
el uno al otro al Príncipe del paraíso; y dejaron aquel paraje
frío. Gawain, montado en su buen caballo, emprendió rápido retorno
a la corte del rey; y el caballero de vivo verde se encaminó adonde
quería.
Por caminos abruptos cabalga ahora
Gawain sobre su Gringolet, gracias a Dios con vida todavía. Muchas
son las veces que es acogido bajo techo, muchas las que tiene que
dormir al raso, y muchas las aventuras de las que sale airoso, que
no es mi intención recordar aquí. Ha sanado la herida de su cuello,
y lleva siempre el brillante cinturón ceñido en bandolera bajo el
brazo izquierdo, atado en apretado nudo, en prueba de que fue
cogido una vez en falta. Y así llega el caballero a la corte, sano
y salvo. Y cuando los nobles supieron la noticia de que el buen
Gawain había regresado, el júbilo despertó en aquel castillo. Le
besa el rey, también la reina; y después, muchos caballeros
deseosos de saludarle. A continuación le hacen multitud de
preguntas acerca de su aventura, y él les cuenta los prodigios, y
les habla de los trances por los que tuvo que pasar: la aventura de
la Capilla, la feliz acogida del caballero, el amor de la dama, y
por último, el cinto. Les mostró la señal de su cuello desnudo que
recibió, en castigo por su falta de lealtad, de manos del
caballero. Y sufrió terriblemente cuando tuvo que contar la verdad:
gimió de pesar y de vergüenza, y el rubor se le agolpó en la cara
al enseñarla.
–¡Mirad, mi señor! – exclamó el
caballero, mostrándole la prenda-, ésta es la cinta por la que
llevo este estigma en el cuello; ésta es la afrenta y el menoscabo
que allí he recibido por la cobardía y la codicia; ésta es la
prueba de la deslealtad en que he sido cogido, y es preciso que la
lleve mientras viva. Un hombre puede ocultar su mancha, pero nunca
podrá deshacerse de ella; pues, una vez impresa en él, quedará
imborrable para siempre.
El rey animó al caballero, y también el
resto de la corte; rieron todos de buena gana con este trance, y
acordaron jovialmente que todos los señores y damas pertenecientes
a la Tabla Redonda, y cada paladín de esta confraternidad, llevasen
cruzada una cinta de verde brillante, en prueba de afecto por aquel
caballero. Y se acordó reconocer en ella el distintivo de la Tabla
Redonda, honrando así eternamente a quien la llevara, tal como
cuenta el mejor de los libros sobre romances. Ésta es la ventura
que aconteció en tiempos de Arturo, después de que diesen los
libros testimonio de Bruto; después de llegar este esforzado varón
a Britania; después de terminado el asedio y asalto de Troya. Y son
muchas las aventuras como ésta que acontecieron en tiempos
pasados.
¡El que ciñe corona de espinas nos
conceda su alegría!
HONY SOYT QUI MAL PENCE[24]
La literatura del Medievo nos queda
distante en el tiempo, pero lo que realmente nos separa no es tanto
la distancia temporal como los modelos culturales que alejan ambos
mundos. Para el hombre medieval, el mundo era representación de
otra realidad que no era posible percibir en sí misma. Los astros,
los peces, las plantas, los hombres, todo el universo era un
inmenso símbolo de lo invisible cuya unidad radical se traduce por
las correspondencias misteriosas entre sus más diversas partes. Lo
"sobrenatural" -esa experiencia ausente de nuestra cultura- era el
barro inspirador de la Imagen del Mundo. Los pilares de su modelo
se construyen bajo estas nociones. Por ello, no es de extrañar que
la literatura tomara raíces en este sentimiento alegórico de las
cosas, ni que gran parte de los- llamados romans d'aventure no
fueran para su época simples fantasías de fácil maravilla, sino que
encerraran un sentido simbólico bajo sus imágenes.
En los lapidarios y los bestiarios,
encontramos en cada animal una enseñanza moral, o en cada piedra un
fundamento de la simpatía universal. Para el Trobar Clus, el trovar
más oscuro y difícil, el sentido literal puede esconder otro
argumento que el que nos da la letra. "Mi verso -dice Alegret-
parecerá insensato al tonto, si no tiene doble entendimiento… Si
alguno quiere contradecirlo, adelántese, y le diré cómo me fue
posible poner palabras de diverso sentido". En la misma Vita Nuova
de Dante hay complicados juegos numéricos, y uno de los editores
advierte que la obra no puede ser interpretada
literalmente.
El sensus allegoricus de los exégetas se
convierte también para los hombres de letras y los humanistas
medievales en el instrumento principal para desarrollar el
contenido de su lenguaje. No es una estética de la imaginación
pura, ni una estética de la razón pura. Se funda esencialmente en
el dinamismo heterogéneo de las imágenes. Bajo la guía de la
imaginación la razón se eleva a otra visión, de doble o múltiple
significado. Y como la unidad de significación no es adecuadamente
representable por palabras o con una sola imagen, es natural que
las representaciones se multipliquen con sus analogías y
oposiciones para sugerir o manifestar el contenido.
Por meros hábitos culturales nos negamos
a establecer coherencia interna en una sucesión de imágenes
fantásticas. Para nuestro mundo, estructurado en la hipertrofia de
la razón, el juego parabólico del símbolo es una pura suplantación
de la realidad. Pero en la Edad Media lo "fantástico" era tan
concebible como la espada, pues el "otro mundo" era la otra parte
de la realidad y estaba íntimamente interrelacionado por medio de
los símbolos, o los "oscuros" designios divinos.
Sir Gawain and the Green Knight es un
pequeño diamante de alegorías. Como literatura nos quedan vivas sus
ricas y complejas imágenes, singularmente tejidas en la rara
perfección de su argumento. En ellas, nada hay del realismo crítico
que podemos apreciar en Chaucer, ni de la crisis de valores que
pesaba sobre su tiempo. Observamos que los protocolos se cumplen
con rigor, que las escenas de caza son directas y minuciosas;
incluso el detallado desollamiento de las presas es una lección del
oficio. Estas tonalidades realistas, que nos hacen evocar la época,
contrastan con las secuencias intemporales de las "aventuras" y
"maravillas" del reino de Arturo. Si éstas dan el sentido simbólico
al cuento, no están aisladas como endebles figuras de una alegoría
abstracta, y se arraigan en el mundo cotidiano medieval con sus
reglas y costumbres.
El poema da comienzo, durante la
celebración de la Navidad en Camelot, con la llegada inesperada de
un inmenso y pavoroso caballero verde, que irrumpe bruscamente en
la corte, empuñando una horrible y grande hacha de muerte. Éste
propone a la corte el juego de la Decapitación, cuyo modelo se
remonta seguramente, según Jean Maréale, a las iniciaciones
guerreras de los celtas. Encontramos este tema en la épica
irlandesa del siglo IX, en el Festín de Briciu. Este relato narra
cómo un gigante, Uath mac Immain (Terror, hijo del Gran Miedo),
propone a Cuchulainn jugar este juego en los mismos términos:
"Haremos lo siguiente -dice-: aquí está mi hacha; es preciso que
uno de vosotros la tome y me corte la cabeza. Pero mañana será
preciso que yo le corte la suya". Cuchulainn acepta, toma el hacha
y le sesga la cabeza. "Uath se levantó, tomó su cabeza contra el
pecho, recogió con una mano el hacha y se precipitó hacia el lago".
Al día siguiente, Cuchulainn vuelve y coloca la cabeza sobre una
piedra delante de Uath. Entonces el gigante volteó tres veces el
hacha, sin abatirla, y declara a Cuchulainn vencedor.
Este hermoso fragmento arcaico, u
otras posibles fuentes del tema de las decapitaciones, como dice
Tolkien, interesaban poco al hombre cultivado del siglo XIV. A éste
no le importaba buscar los orígenes de la historia; le atraía el
significado directo de las figuras del cuento*, o de los modelos emblemáticos que
van apareciendo a lo largo de la historia. Siguiendo esta pauta, el
poeta describe con minucioso cuidado, en la vigesimoséptima
estrofa, el blasón de Sir Gawain con el Pentáculo y la Virgen
"pintada en su cara interior".
En aquella época, la heráldica tenía gran
importancia no sólo como signo de poder, sino como cifra simbólica.
El escudo era una protección que salvaguardaba, pero también una
enseña que exponía el emblema moral y espiritual del caballero.
Aunque, a partir del siglo XI, el blasón se convertiría en
hereditario, aquí guarda un claro sentido alegórico de la figura de
Sir Gawain.
El escudo en su cara exterior es de
"gules brillantes" **, con una estrella de cinco puntas en
oro. Este emblema es un modelo particular del poema, pues Gawain,
en las demás versiones artúricas, siempre tiene un león o una
águila pintada en sus armas. No se encuentra en literatura inglesa
de la época, aunque sí existen pentáculos en diversos manuscritos e
iglesias. En todo caso, los arduos exégetas ya habían observado que
el hombre puede definirse sea por las cinco extremidades de la
cabeza, de los pies y de las manos, sea por los cinco sentidos que
expresan la vida de la carne. En el Génesis los animales fueron
creados el quinto día; por esta razón la vida animal se expresa por
los cinco sentidos. Y como el hombre ha pecado por los cinco
sentidos ha de ser rescatado por las cinco llagas del Salvador,
como dice San Agustín. Éste es el sentido teológico del escudo,
aunque el símbolo en sí sea más extenso y no se circunscriba
necesariamente a una sola significación.
El Pentáculo para Agripa de Nettesheim es
el símbolo del Hombre y el Microcosmos. Si se dibuja, puede
trazarse sin levantar el lápiz e infinitamente; por ello, acaso,
sea llamado por el autor "Nudo Sin Fin". Además, el 5 es un número
circular, porque al multiplicarse vuelve a sí mismo sin cesar: 5 X
5 = 25; 25 X 5 = 125; 125 X 5 = 625…
Siguiendo la historia, el héroe se
adentra en bosques desconocidos, cruza vados y encuentra
"maravillas", combate con dragones y hombres salvajes en los
despeñaderos, hasta que súbitamente se le aparece el castillo. Este
pasaje incorpora el tema de las tentaciones y el intercambio de
trofeos de caza. Las tres historias están intrincadamente ligadas
con gran sutileza: Sir Gawain, incapaz de hallar la Capilla Verde,
encuentra su opuesto correspondiente en el castillo donde se
hospeda, que es la otra cara de su aventura. La bella mujer de su
huésped visita su lecho tres veces, proponiéndole con perspicacia
el deleite. En sus cortas venidas, el autor, sonrientemente,
escenifica una alta comedia donde Sir Gawain ha de rechazar los
delicados avances de la dama sin caer en descortesía. A ello, el
poeta ha añadido tres espléndidas escenas de caza, en las que el
huésped del castillo, durante los tres días de la seducción, caza
los venados, el jabalí y el zorro. Es obvio que estos tres
episodios son paralelos a los del aposento. El gozo físico de la
caza se corresponde al gozo del cuerpo y su animal. Los encantos de
la dueña concluyen con el contraste del ceremonial de
desollamiento, que semeja, como en sueño, una cruda imagen carnal
de obediente represión, ya que Sir Gawain ahoga su cuerpo por
mantenerse firme en el ideal de la pureza.
Cada animal parece claramente tener una
cualidad simbólica particular de acuerdo con el comportamiento del
caballero; lo que ilustra con cierto humor el juego de los
intercambios. El ciervo y el jabalí son instintos, fieras más o
menos puras o domesticables. Pero el zorro, en los bestiarios y
fábulas medievales, es una imagen frecuente del diablo y sus
tretas. Así, el tercer día, la dama, "con astuta malicia", ofrece
al caballero su anillo. Pero él se resiste, porque un anillo
implica fidelidad y entrega. La dama persevera con sutileza y logra
que acepte el cinto verde para hacerle invulnerable. La prenda,
entonces, se carga de poder mágico: "pues no podrán matar al que lo
lleve por ninguno de los medios terrenales".
Sir Gawain no se ata a ningún vínculo de
amor, pero acepta servirse de la prenda mágica que le confía la
dama para protegerse, pues siente miedo del misterio que le aguarda
en la Capilla Verde. En el Castillo de la Tentación, en aquella
magnífica morada de gozos y esparcimiento, que puede entenderse
como una alegoría del cuerpo, Gawain no se abandona al solaz de los
cinco sentidos, fiel al Pentáculo de la pureza. Pero el personaje
cobra realidad humana, tiene debilidades, de alguna formase aparta
de su Dama del Corazón, de su fe en la Virgen, para aliarse con la
magia femenina.
El resto de la historia nos es conocida:
el caballero cruza un sombrío y descarriado valle hasta llegar a la
boca de la Capilla Verde, que es una caverna ancestral, y allí,
como Cuchulainn, vence la prueba. El romance parece perder
intensidad y profundidad con la explicación de la aventura de
Gawain, que no es un simple examen de lealtad caballeresca, cuyos
ideales, además, ya estaban algo oxidados y resecos en el último
tercio del siglo XIV. No sabemos si el autor quiso encubrir la
tensión simbólica del cuento involuntaria o consentidamente. Ni
siquiera podemos estar seguros si se propuso profundizar en los
componentes míticos que había manejado con tanta fortuna. Aun así,
la historia no deja de perder su grandeza arcaica ni su fuerza
intemporal.
Sir Gawain, en esta obra, es la imagen
del caballero cristiano en su encrucijada, pero, fuera de todo
contexto histórico o religioso, es el hombre arquetípico frente a
lo femenino y sus símbolos. Inicia su andadura protegido por el
escudo de la Virgen para enfrentarse a la magia de Morgana. La
Virgen y Morgana son dos símbolos femeninos de la Luz y de la
Noche. De la pureza del hombre y del poder oscuro de la mujer, de
la Madre primitiva, el eterno contrario maldito por los
siglos.
Estos dos símbolos, que no eran en la
Edad Media figuras lógicas sino identidades ocultas, conforman la
aventura simbólica de Gawain. El Caballero Verde no es una figura
independiente, sino un "fantasma del reino de las hadas", una
apariencia poderosa de las artes de Morgana. En realidad a quien se
enfrenta Sir Gawain es a las sombras de esta hechicera. Su lucha es
una especie de combate interior con lo femenino en el anverso y
reverso del Castillo o la Gruta, con su hermosa dueña o su
abominable verdugo.
La vieja y sabia Morgana hace ver que el
deseo y el miedo pueden hacer perder la cabeza, que simbólicamente
es el espíritu. Pero esta simple perogrullada es el umbral a la
prueba que lleva al reino de las hadas, a la noche femenina, donde
lo masculino siempre ha levantado su escudo de luz como Perseo. La
pureza y el Logos están inscritos en el Pentáculo para vencer a
otra Medusa: Morgana, en cuyo reino el hombre heroico entrará con
su valor luminoso…
El dilema del cuento sigue
abierto.
No por estas tenues observaciones vamos a
cercar el área de significación del poema. Nada puede encerrar la
fuerza poética y reveladora de las imágenes medievales que por su
naturaleza simbólica tienen sentido diverso.
En nuestra cultura este lenguaje está
ausente del espíritu desde que Descartes inició el modelo de la
mecánica del mundo objetivo. La Imago Mundi ha cambiado, eso es
todo. Y el horizonte de toda significación es ahora la acción y
extensión de la palabra. El medio unificador de lo claro y lo
oscuro, el símbolo, se ha perdido en el olvido deslumbrado por el
Logos. Los fenómenos naturales y metafísicos han sido arrancados
del círculo analógico y dinámico del mito para entrar en el sistema
de comprensión lógico.
La antigua encrucijada de Sir Gawain ha
muerto para la conciencia moderna, que anda demasiado ocupada en sí
misma. Pero esto no quiere decir que los mismos símbolos, que sus
mismas sombras, no sigan obsesionando al hombre actual.
El pasado no es un inmóvil museo de
reliquias.
[1] De acuerdo con
las nociones medievales de la Historia, Eneas de Troya y sus
descendientes conquistaron y bautizaron diversos reinos, y Félix
Bruto, después de cruzar el canal de la Mancha, "las aguas
francesas", funda Britania. El traidor al que se refiere la segunda
línea es, según I. Gollancz, Antenor, que en la Eneida es un leal
consejero, pero aparece como un traidor en los escritos
pseudoclásicos de las versiones posteriores de la historia de
Troya. Este marco histórico se basa en un conjunto de leyendas y
temas memorables de la literatura que recogieron y desarrollaron,
no sin talento, Nennio (s. IX) y Geoffrey de Monmouth (s. XII). En
el fondo no hacían sino cumplir el modelo de la Historia que se
tenía en el Medievo, en el cual al estudiar el pasado no se
pretendía hacer acopio exhaustivo de datos, sino más bien ensalzar
las virtudes en aventuras y hechos de armas, ya fueran reales o
imaginarios, para dar "ejemplos" al porvenir. Desde este punto de
vista, digamos didáctico, el relato y la crónica no se solían
diferenciar. Además, ninguna "filosofía de la historia" tenía lugar
en un mundo gobernado por Fortuna, de cuyo aciago devenir sólo
podía salvar la Providencia.
[2] Arturo: debemos a
Geoffrey de Monmouth por su Historia Regum Britanniae la incursión
de Arturo en la historia de los reyes de Inglaterra y, en parte, la
gran propagación de su aureola mítica. Por lo demás, los escasos
documentos históricos sobre un posible rey Arturo en la antigüedad
tienen poco valor documental. Este famoso rey parece ser un legado
legendario del mundo celta, transmitido por la tradición oral y el
folklore, cuyos temas evolucionarían en la literatura a partir del
siglo XII, tomando forma en las costumbres y en la imaginación de
la época. En los romans, Arturo es rey de Bretaña, hijo de
Uterpendragón y de Ygerne. Está casado con la reina Ginebra, la
dama más bella del reino, y tiene dos hermanas, Morgana y Anna o
Enna, con la que se acostará sin conocer su sangre, y de la que
tendrá un hijo incestuoso, Mordrez (Mordret), que le traicionará
nombrándose rey en ausencia de Arturo y queriéndose casar con
Ginebra. Arturo librará con él la trágica batalla de Salebieres
(Salisbury), donde perecerán todos los caballeros de la Tabla
Redonda. Herido de muerte por su hijo, el rey Arturo es recogido en
una barca por Morgana y sus doncellas, que le llevarán a la isla de
Avalón para curarle sus heridas. De su misterioso viaje final se
divulgaron numerosas leyendas que grabaron en la memoria de los
pueblos la esperanza de que algún día volvería para reinar. Esta
creencia tardó mucho en eclipsarse, haciendo de Arturo un avatar
emanado de las fuentes del Mito. En lo que se refiere a Sir Gawain,
Arturo aparece, en cambio, joven y jovial en Camelot, que, más que
ser el albergue de los más preciados caballeros errantes de la
Cristiandad, es una corte en fiesta que hospeda los lujos y
deleites del mundo refinado e invernal de la Edad
Media.
[12] Lucán el Bueno:
es el copero real. En La mort le roi Artu es, junto con Arturo y
Girflet, el último sobreviviente de la batalla de
Salebieres.
[14] Sir Bedivere: en
la Morte d' Arthur, de Malory, es el último superviviente de la
batalla contra Mordret (Mordrez en las versiones castellanas). En
la Vulgata (II, 439), junto con Arturo y Keu fue al encuentro del
gigante del monte St. Michel y batalló prodigiosamente contra los
romanos.
[16] Gringolet: en
principio, fue un regalo del hada Esclarmonde a Escanor el Hermoso.
Gawain se lo arrebató en un combate, y el caballo, al cambiar de
dueño, se negó a comer, hasta que Felinete le avisó que tenía que
despojarle de una bolsa mágica en una de sus orejas. Aparece como
nombre del caballo de Gawain en Chrétien de Troyes (Erec, V. 3955).
La palabra deriva seguramente de "Gwyngalet", que significa, según
Tolkien, "blanco y atrevido".
[19] Sir Gawain es, por
excelencia, el caballero cortés de los cuentos bretones. Por eso,
no es de extrañar que los caballeros del castillo esperen que los
instruya con su presencia en las leyes y secretos de la cortesía.
Aunque el amor cortés había caído en desuso a finales del siglo
XIV, padeciendo a veces los escarnios de la sátira, este pasaje es
una bella evocación de la filosofía de la vida en la sociedad
refinada del siglo XII. Según el amor cortés -que nació con la
poesía provenzal de los trovadores- el caballero debía servir a una
dama, y ser su amante en secreto. Para ello tenía que hacerse
merecedor de ella cultivando las virtudes o proezas de la
caballería, y demostrando ser galante y conocedor de las maneras
cortesanas. Estas teorías, con su dosis de sublimación estética,
correspondían a una necesidad real de la época de escapar al
matrimonio feudal que ataba sórdidamente a los hijos a los
intereses de la tierra. Paralelo al florecimiento en Europa de
estas ideas elaboradas en las Cortes de Amor, emergió y se propagó
el culto a la Virgen. María es la otra cara de lo femenino, es la
imagen sensual e inspiradora de la Pureza femenina, su aspecto
divino en oposición a Eva. Ella será la dama para muchos trovadores
del Trobar Clus o del dolce stil nuovo, para quienes el Amor ha de
ser una iniciación, como para Sir Gawain; su escudo lo declara,
aunque, muy logradamente, en el cuento es más real y humano de lo
que el ideal pueda soñar.
[22] Morgana: siempre
se relaciona con el agua y sus criaturas. Es un hada, un espíritu
de las aguas, como Melusina o la Dama del Lago. (En el fondo, todas
ellas son la misma representación del "eterno femenino" encarnado
por diferentes figuras que auxilian, embrujan o seducen al héroe.)
Su nombre significa "nacida del mar" y algunos autores la
relacionan con Muirgen, la diosa celta de las aguas. En las costas
bretonas las sirenas que tientan a los pescadores, matándolos con
su abrazo marino, o arrastrándolos a su palacio submarino, eran
llamadas Morganas. En el Orlando Innamorato, de Boiardo, hay una
fantástica descripción de su magnífica morada en el fondo del lago.
Otras veces habita en una isla "al otro lado del mar", como el
castillo de Mongibel o la isla de Avalón. En los cuentos bretones
es hija de Ygerne, esposa de Urien y hermanastra de Arturo. En
L'Estoire de Merlin, éste la instruye en la astronomía y en la
magia. Es una hechicera celosa y vengativa, como Medea. Así en el
Lancelot, al ser engañada por su amante, encanta el Valle sin
Retorno, de tal forma que todos los amantes infieles son retenidos
por sus encantamientos. Su odio por Ginebra se relata en Le Livre
d'Artus: Morgana tenía relaciones con un primo de Ginebra. La reina
lo descubrió y mandó a su primo abandonar el país. Desde entonces,
Morgana odia a la reina sor toutes les dames del monde. No sabemos
hasta qué punto los hombres del Medievo conocían las fuentes de los
fantasmas que obsesionaban su imaginación, pero Giraldus Cambrensis
escribió en su Speculum Ecclesiae, con absoluta certeza, que
Morgana se relacionó con una diosa celta, dea quaedam phantastica.
Es muy probable que sea de este texto por lo que el autor de Sir
Gawain la llame "diosa".
[23] Merlín: es un
recuerdo de los druidas, con sus poderes mágicos y conocimientos
que instruían y aconsejaban a los reyes, es una imagen perdida de
los antiguos dioses celtas, degradados a demonios por los
cristianos; es el espíritu profético, las diez mil caras del
arquetipo del Mago. En las versiones del siglo XIII es hijo del
Diablo y de una doncella, conoce el pasado y el futuro, interpreta
los presagios, puede cambiar de aspecto y conoce todas las ciencias
mágicas. Representa el poder de la Noche, como Morgana, pero Merlín
es el guía y fundador de la Tabla Redonda. Sus poderes oscuros se
ponen al servicio de la Luz: convoca a los elegidos y los pone a
prueba enviándolos a que afronten las pruebas que han de
transformarlos para la alta demanda del Grial. En lo que concierne
a Sir Gawain, Merlín es la fuente del poder mágico de Morgana que
pone a prueba al héroe, ya que la inició en los secretos de la
magia.
[24] Esta frase que
da colofón al poema es el lema de la Orden de la jarretera. La
conjunción del cinto verde con el lema ha hecho pensar a ciertos
autores que el poema fue escrito para la institución de la
jarretera, a pesar de que la orden fue fundada por Eduardo III en
1347 -fecha anterior a la datación del manuscrito – y la jarretera
fuera de terciopelo azul marino bordada de oro y pedrería. Más
singular es la hipótesis de que Eduardo, el Príncipe Negro
(1330-1376), fuera el modelo de Sir Gawain, y su esposa Jane de la
mujer del Caballero Verde que, a su vez, sería Sir Thomas Holland
(muerto en 1360), el primer esposo de Jane; el cinto es verde, y no
azul como la jarretera, porque Gawain no ha sido del todo leal: el
azul es un color puro, mientras el verde -compuesto de azul y
amarillo- es impuro.
Estas pequeñas
ingeniosidades eruditas no pueden desvanecer la fuerza mítica y
profunda del cuento por un lema que fue "añadido al final,
seguramente, por un escriba posterior", como señala
Gollancz.
La mejor edición del
texto original sigue siendo la de I. Gollancz (Londres, Oxford
University Press, 1966). Existen, además, tres excelentes
traducciones al inglés moderno, llevadas a cabo, respectivamente,
por J. R. R. Tolkien (junto con Pearl y Sir Orfeo, Londres, Unwin
Paperbacks, 1979), M. Borroff (Nueva York, W. W. Norton, 1967) y B.
Stone (Londres, Penguin Classics, 1981).
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25/04/2008
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