XII
EL COMBATE LLEGA A SU FIN. Heridos y respirando con dificultad, resuelven deponer las armas. ¿Quién puede salir ileso de una pelea en la que dos héroes tan denodados, y tan parejos en fuerzas y en coraje, se enfrentan en furiosa batalla?
La lucha ha terminado. Ésta es la lista de trofeos: allí yace el pie del rey Guntario, aquí la mano de Valtario y, junto a ella, el ojo aún tembloroso de Haganón. ¡Así se repartieron los brazaletes de los Ávaros!
Se sentaron Valtario y Haganón —el rey seguía tendido en tierra— y restañaron con hierbas el torrente de sangre que brotaba de las heridas. Entretanto el hijo de Alfere llama a la medrosa muchacha, y ella acude solícita y venda las llagas de los guerreros.
Cuando ha realizado su tarea, le dice su novio:
—¡Sírvenos ahora vino! Que beba primero Haganón; es un buen guerrero, con tal que mantenga la fe dada. Luego beberé yo, que soy el que más ha trabajado. El último en beber será Guntario, que se ha mostrado falto de energía entre tantos bravos guerreros y ha combatido sin resolución ni vigor.
La hija de Heririco sigue las indicaciones del héroe, pero, cuando ofrece la copa al Franco, éste, pese a la sed que lo devora, dice:
—¡Sirve primero al hijo de Alfere, tu esposo y señor, oh doncella!, puesto que, lo confieso, es más fuerte que yo y, en la batalla, no sólo es superior a mí, sino a cualquier otro guerrero.
Tanto el espinoso Haganón como el mismo Aquitano, infatigables ambos de espíritu, aunque fatigadísimos de cuerpo tras el encarnizado combatir y los tremendos golpes recibidos, entre copa y copa de vino compiten en alegres chanzas. Dice el Franco:
—Amigo, de ahora en adelante irás a cazar ciervos, con cuya piel te harás fabricar guantes sin fin que te sirvan de consuelo. Y te aconsejo que el guante diestro lo rellenes de blanda lana, para engañar con su apariencia a quien no esté al corriente de lo sucedido a tu mano. Pero ¿qué les vas a decir a los que te pregunten por qué te ciñes la espada al costado derecho, contra lo que es costumbre entre tu gente? ¿Y a tu mujer, cuando desees abrazarla y lo hagas, ay, con el brazo izquierdo, que es el de mal agüero? ¿Para qué continuar? A partir de ahora, todo lo que tengas que hacer le tocará hacerlo a tu mano izquierda.
Le responde Valtario:
—¡Me maravillo de tu petulancia, tuerto Sicambro! Si yo voy a tener que cazar ciervos, tú tendrás que abstenerte desde ahora de la carne de jabalí. Bizquearás cuando impartas órdenes a tus siervos, y mirarás oblicuamente a las turbas de tus guerreros cuando las saludes. Pero, en recuerdo de nuestra vieja amistad, te voy a dar un consejo: cuando vuelvas a casa y te encuentres junto al hogar, hazte una buena papilla con leche, harina y manteca. Te servirá a la vez de alimento y de medicina.
Tras estas bromas, renuevan solemnemente su pacto. Luego levantan juntos del suelo al rey, que sufría mucho, y lo colocan sobre su caballo. Finalmente se separan, regresando los Francos a Worms y el Aquitano a su patria. Allí es recibido con grandes honores y celebra públicamente la ceremonia de sus bodas con Hildegunda. Y allí, querido por todos y a la muerte de su padre, rige felizmente los destinos del reino durante treinta años. Cuáles fueron las guerras que tuvieron lugar en su reinado y cuántos triunfos cosechó en ellas, mi pobre pluma despuntada no es apta para relatarlo.
Tú, quienquiera que seas, que me lees, disculpa a la estridente cigarra. No repares en el tono chirriante de su voz. Piensa en la edad de quien, recién salido del nido, aún no se atreve a remontarse a las alturas.
Éste es el Cantar de Valtario. Jesús os conceda la salvación.