INTRODUCCIÓN

Stephen King pocas veces ha resultado tan escalofriante como en el relato inédito que aquí presentamos. En esta ocasión nos invita a un banquete en el que la pasión acaba convirtiéndose en dolor y los platos del día se sirven crudos y ensangrentados. John Peyton Cooke le mostrará el infierno en que se puede convertir una relación entre una sádica ingeniosa y un masoquista insaciable. Tome un baño desnudo junto con Richard Clayton en un lago mortalmente divertido y vea cómo un adolescente se sumerge por vez primera en las aguas del sexo salvaje. Acompañe a Kathe Koja en un baile de perdición y compruebe cómo una preciosa bailarina es presa de una ansiedad que ningún amante puede satisfacer.

Esto no es más que una pequeña muestra de las escalofriantes sorpresas que deparan estos aterradores relatos sobre los placeres más perversos e inauditos. En ellos encontrará una mujer que consigue vivir sus fantasías más ocultas, una esposa cuyo rapto la convierte en una desenfrenada adicta al erotismo, un hombre que lleva a cabo un devastador cambio de identidad, una madre y una hija inmersas en un aterrador juego de predominio sexual, un diseñador de modas que confecciona un vestido pavoroso; y otros relatos que nos muestran que no hay fronteras entre el amor y el terror.

Nancy A. Collins, cuyo apasionante relato Paredes delgadas se incluye en esta colección, es autora de varias obras de terror que han tenido una calurosa acogida. Entre ellas cabe destacar Sunglasses After Dark y Wild Blood.

Edward E. Kramer y Martin H. Greenberg son dos antologistas de prestigio y los encargados de la edición de las colecciones Grails, con las cuales han cosechado grandes éxitos. Greenberg ha sido galardonado recientemente con el premio Ellery Queen por su labor como editor.

PRÓLOGO

Hay una pregunta que me gustaría hacer a los escritores de este libro: ¿realmente dejáis a vuestros padres leer esto? Lo pregunto porque, si bien sois bastante agradables (al menos la mayoría de vosotros, si uno os encuentra un buen día), los relatos que presentáis no lo son. Unos son sangrientos y otros repugnantes, y ninguno proporciona el menor consuelo.

De hecho, los relatos reunidos en este libro se internan audazmente en lo que, allá por los años veinte, otro escritor inquietante denominó «regiones psicológicas muy extrañas». El escritor era aquel viejo maestro, Arthur Machen, y se refería a uno de sus primeros relatos, La gente blanca, probablemente la obra más atrevida que escribiera jamás y sigue siendo uno de los mejores relatos de terror escritos en inglés. «El relato contiene -decía Machen con irónica moderación- algunas de las cosas más curiosas que haya escrito o llegue a escribir jamás. Se adentra, valga la expresión, en regiones psicológicas muy extrañas.» Y se negó a seguir hablando de ello, como si el relato le turbara incluso a él.

Estas veintidós crónicas de amor y terror se aventuran en regiones igualmente extrañas, sólo que de una manera más explícita y, en buena medida, bastante menos considerada. Aunque nunca se han concedido medallas al valor extraordinario a un simple escritor, los aquí reunidos se merecen algún tipo de reconocimiento por la absoluta audacia y decisión con que han entrado en un territorio manifiestamente peligroso dejándose llevar por sus fantasías personales. Los relatos incluidos en este volumen no respetan ni tabúes ni el buen gusto. El objetivo de muchos de ellos es escandalizar, y bastantes lo consiguen. Cualquiera que sea la reacción del mundo a su lectura, una cosa es cierta: no serán adaptados a la televisión.

Sin embargo, no cabe duda de que su centro de atención es el amor humano de toda la vida. Incluso podría decirse que son, a su extraña manera, románticos, en el supuesto de que tengan algo de romántico (por tomar sólo tres ejemplos) la necrofilia, la piromanía y una pasión no correspondida por un insecto de dos metros y medio de largo.

Pero ¿por qué no habría de ser así? Incluso en la vida real el amor puede adoptar formas muy extrañas. Por ejemplo, cuando apenas habían pasado unos minutos desde que había acabado de leer estos relatos, dieron por la radio la noticia de que en 1964 un hombre de Ohio había llevado en coche a Toledo a una joven de dieciocho años. Al parecer se enamoró de ella durante el camino. ¿Romántico? Espere y verá.

El hombre no volvió a ver a aquella joven hasta pasados treinta años. Pero la semana pasada, mientras leía el periódico, vio casualmente su nombre en la nota necrológica de su madre y consiguió localizarla. Ahora ella es una mujer madura de cuarenta y un años de edad, claro está. Según la nota informativa, el hombre le envió cuatro docenas de rosas y un montón de cartas; para ser exactos, las cartas que le había escrito en los treinta años transcurridos. Cuando la policía registró su casa, encontró todos los regalos de Navidad y cumpleaños que, con una fidelidad digna de admiración, le había comprado año tras año durante tres décadas.

La policía, en efecto. Al parecer la mujer había obtenido una orden de protección contra aquel individuo, que actualmente se encuentra detenido por «merodeo con fines delictivos».

Aun así, se trata de una historia romántica, como ya he dicho. Y completamente humana. Todos podemos identificarnos con ella, unos con la mujer y otros con el merodeador.

Tomemos, si prefieren, un ejemplo más sublime: el autor de la Divina Comedia. Dante tenía apenas nueve años cuando vio por primera vez a Beatriz en la calle («En aquel momento -escribiría después- francamente he de decir que el espíritu de la vida, que reside en la estancia más secreta del corazón, empezó a temblar con tal violencia que tuve el temor de que estuviera dando sus últimos latidos…»), y tuvieron que pasar nueve años más para que se atreviera a cruzar una palabra con ella. No obstante, estos escasos encuentros fortuitos eran todo lo que necesitaba, ya que se pasó el resto de su vida celebrando su amor por el «ángel más hermoso del cielo», con el cual apenas había hablado.

Ya que estamos en ello, daré otro ejemplo de amor romántico: el del artista Rockwell Kent. En 1929 estaba paseando por un solitario pueblo pesquero de Terranova cuando, según dice, vio «la cara de una muchacha en una ventana. Fue sólo un momento. Me daba vergüenza mirarla fijamente. Pero, ¡ah!, pensé, cuan hermoso sería vivir aquí y no tener que irse jamás… ¡Jamás!». Cuando al día siguiente Rockwell Kent se hizo a la mar, «pensé que nunca volvería a ver a la muchacha de la casa cuadrada que había en la curva del camino».

Así fue, caramba. Sin embargo, años después aún soñaba con ella.

Pues bien, la única diferencia que hay entre estas historias y los relatos románticos que se incluyen en este libro es que, en éstos, la muchacha de la ventana tendría la cara desfigurada y sostendría un cuchillo entre los dientes. Dante tendría orgasmos mientras le abría la cabeza a Beatriz a golpes, y el objeto del cariño del hombre de Ohio estaría muerta a sus cuarenta y un años. ¿Digo sólo muerta? No. Probablemente su cuerpo estaría esparcido por el camino de Toledo a Tacoma.

Esto no tiene la menor importancia, claro está. Cada uno a lo suyo y todos perfectamente humanos… No hay amor sin obsesión, parece decirnos este libro, y, en efecto, la obsesión es el lema subyacente en todos los relatos. Si el amor está presente, ¿puede estar muy lejos la locura?, se nos pregunta. Locura homicida habrá que precisar, ya que, si algo queda dolorosamente claro tras la lectura de estos relatos es que en el fondo, en el fondo del todo, el amor y la violencia están unidos tan inextricablemente como nuestras madres y la tarta de manzana. (Y conste que esto lo dice una persona cuya madre no ha hecho una tarta de manzana pasable en toda su vida.)

El origen del miedo en estos relatos es, fundamentalmente, el mismo que en todos los relatos de terror: el miedo al Otro. Sólo que en este caso el Otro guarda un notable parecido con nosotros. Él o ella podría ser un autoestopista, un ligue de bar o un extraño con pajarita en una cafetería concurrida. Él o ella podría ser también nuestro compañero de trabajo o quizá una persona que hemos deseado en secreto o nuestro vecino, tanto da si vive al otro lado de la calle como al otro lado de una delgadísima pared. Él o ella podría ser nuestro amante o nuestra esposa.

Es una idea perturbadora, aunque en letra impresa resulta gratamente intrigante. Hará unos veinte años, mientras intentaba editar una revista de literatura gótica (se titulaba Rosebud y dejó de publicarse antes incluso de su lanzamiento), descubrí un artículo de un especialista en el que se analizaba la popularidad de la que gozaba ese género en concreto. Recuerdo que tenía un título maravilloso que resumía el atractivo fundamental que ofrecen no sólo las historias del género gótico sino también una gran parte de la narrativa de suspense comercial: «Alguien quiere matarme y creo que es mi marido.»

¿Quién sabe? Quizá sea él. Los maridos están siempre asesinando a sus esposas (y a sus ex esposas) y éstas les devuelven el favor. Incluso podría darse el caso de que un atractivo astro del fútbol americano que se hubiera dedicado al cine después de retirarse (estoy hablando hipotéticamente, claro está) se convirtiera en un verdadero psicópata a causa de los celos. Los relatos de este libro nos recuerdan una verdad aterradora aunque fundamental: nuestra comprensión del prójimo es sin lugar a dudas limitada. Nunca podemos saber con certeza qué hay en la mente de una persona. Nunca podemos saber qué demonios se agazapa detrás de sus ojos. Si se combinan la tensión, la historia familiar y la mezcla de esperanza y angustia adecuadas (o quizá la serie de provocaciones que la moderna vida urbana tan abundantemente nos depara), cualquiera de nosotros podría llegar a perder el juicio y caer en el abismo de la psicosis.

Yo mismo he vivido esta experiencia. Recuerdo que una vez estaba paseando por la calle poco después del amanecer tras pasar una larga noche de insomnio a causa de una fracasada relación amorosa, cuando noté que una mujer que acababa de pasar me observaba de una manera extraña. De pronto me di cuenta de que iba hablando conmigo mismo, pero que no me importaba.

No sentí ni una pizca de azoramiento. Los problemas que me preocupaban me parecían mucho más importantes que lo que pudiera pensar una desconocida. Cuando ahora pienso en ello, tengo muy claro que en aquel momento estaba loco, chiflado, como para que me encerraran…

¿Podría volver a ocurrirme? Por supuesto. Como podría ocurrirles (sólo que acarreando unas consecuencias mucho más alarmantes) a los ciudadanos de aspecto inofensivo con los que nos topamos todos los días en la calle. Es posible que a ellos ya les falte un tornillo. Es posible que estén, tal como sombríamente sugirió Machen en una ocasión, «acechando en medio de nosotros, codeándose con una humanidad ataviada con finas telas y levitas, salvajes como si en realidad fueran lobos y presa de las repugnantes pasiones de los pantanos y las cavernas».

Aún mas letales (al menos en potencia) son aquellas personas que conocemos íntimamente, ya que somos vulnerables. Los terapeutas aseguran que esto es una bendición, pero somos muchos los que no estamos muy seguros de ello. La vulnerabilidad da miedo. Refiriéndose a la película Psicosis, un crítico indicaba que la secuencia de la ducha es tan impresionante porque explota «uno de los momentos arquetípicos de la vulnerabilidad humana». Pero no cabe duda de que hay muchos momentos semejantes: ir en ascensor con un desconocido, utilizar unos aseos públicos, recoger a un autoestopista y, sobre todo, meterse en la cama con otro ser humano, incluso si uno piensa que lo conoce bien.

Es esta azarosa característica de los encuentros sexuales (la sensación de absoluta vulnerabilidad que nos infunden) lo que alimenta el terror en este libro. Iba a decir, quizá con excesiva ligereza, que el terror hace que se formen parejas extrañas, pero estos relatos nos enseñan que en el fondo todas las parejas son extrañas.

El dormitorio oculta otros peligros, por supuesto. Como estampas de la vida contemporánea, la mayoría de estos relatos aluden de una u otra manera a la omnipresente amenaza del sida. Pero en realidad los virus están fuera de lugar en este caso. Los relatos demuestran que, como muchas otras cosas, el sexo no es seguro, tanto si se lleva preservativo como si no. Nunca lo ha sido. Y tampoco es bonito. He de advertir que, salvo excepciones, las descripciones del acto sexual que se ofrecen en estos relatos y de las personas que en ellos aparecen (con sus temores y sus deseos, sus fantasías y sus necesidades, su carne inevitablemente mortal y sus órganos reproductivos, que son sometidos a una implacable observación) son tan desasosegantes, tan devastadoramente poco halagadoras (tanto si es un escritor como si es una escritora quien la hace) que bastan para que el más pintado se largue a un monasterio sin pensárselo dos veces. Olvídese del salitre y de las duchas frías; los relatos que aparecen en este volumen constituyen un argumento más convincente para optar por la abstinencia sexual que cualquier cosa que le haya oído recomendar a su médico, su analista o su sacerdote.

De hecho es posible que, entre el peligro mortal y el puro asco, este libro tenga un efecto saludable en el problema del crecimiento demográfico. Aquí encontrará relatos concebidos para que al lector le invada el asombro, se le ponga carne de gallina o le entren ganas de soltar una carcajada, pero no para que tenga una erección. (En efecto, también hay humor en estos relatos, qué duda cabe, aunque del más negro. La risa más fuerte que uno oye son las siniestras carcajadas de los autores.) Al igual que las segundas nupcias han sido denominadas «el triunfo de la esperanza sobre la experiencia», en estos relatos se plantea un desafío parecido: si al acabar su lectura, todavía se siente con ganas de hacer indecencias con otro ser humano, habrá triunfado la biología sobre la imaginación. En caso contrario (y desde luego espero que así sea), por favor, preste atención a una última advertencia, fruto de que yo mismo me haya sumido sin contemplaciones en las páginas de este libro. Obedezca, si es preciso, las famosas palabras con que acaba La cosa («No deje de observar el cielo») y no tenga reparos cada noche en mirar, si así lo desea, debajo de la cama. Mientras tanto, y para mayor segundad, no pierda de vista algo que le queda todavía más cerca, algo que se encuentra a medio camino entre el suelo y el cielo: esa cosa eternamente misteriosa que yace en la cama a su lado.

T. E. D. Klein

ALMUERZO EN EL RESTAURANTE

GOTHAM

Stephen King

Un día llegué a casa y encontré una carta (o una nota, más bien) de mi esposa sobre la mesa del comedor. En ella me decía que me dejaba, que necesitaba pasar una temporada sola y que ya recibiría noticias de su terapeuta. Me senté en una silla en la parte de la mesa que queda más cerca de la cocina y leí el mensaje repetidas veces, incapaz de darle crédito. La única idea clara que tuve durante aproximadamente la siguiente media hora fue: Ni siquiera sabía que tuvieras un terapeuta, Diane.

Al cabo de un rato me levanté, fui al dormitorio y eché un vistazo. Toda su ropa había desaparecido (excepto un jersey que alguien le había regalado en broma y que tenía estampada la leyenda rubia rica con un material que brillaba como las lentejuelas), y la habitación presentaba un aspecto curioso. Daba impresión de desorden, como si Diane hubiera estado buscando algo por todas partes. Miré mis cosas para ver si se había llevado algo. Mientras lo hacía, tuve la sensación de que mis manos estaban frías y distantes, como si les hubieran inyectado una dosis de algún narcótico. Por lo que pude ver, todo lo que debía estar allí se encontraba en su sitio. No esperaba otra cosa pero, aun así, la habitación tenía un aspecto extraño, como si mi esposa hubiera tirado de ella de la misma manera que a veces se tiraba de la punta de los pelos cuando algo la sacaba de quicio.

Volví a la mesa del comedor (la cual se encontraba a un lado del salón; el piso sólo tenía cuatro habitaciones) y leí una vez más las seis líneas que Diane había dejado escritas. El mensaje era el mismo, pero el hecho de haber mirado en el dormitorio, con su extraño desarreglo, y el armario, medio vacío, me había inducido a darle crédito. Era una nota de lo más impersonal. No había ningún «Besos» ni un «Buena suerte», ni siquiera un «Te deseo lo mejor». Su calidez sólo daba para un «Cuídate». Justo debajo de esto había garabateado su nombre.

Terapeuta. Mi mirada volvía una y otra vez a aquella palabra. Terapeuta… Me dije que debía alegrarme de que no fuera «abogado», pero no me alegré. «Recibirás noticias de mi terapeuta, William Humboldt.»

–Fíjate en esto, querida -le dije a la habitación vacía, y me di un apretón en la entrepierna. Pero el tono en que lo dije no fue ni firme ni divertido, que era lo que yo esperaba, y la cara que vi en el espejo del otro lado de la habitación estaba blanca como la tiza.

Entré en la cocina, me serví un vaso de zumo de naranja y, cuando fui a cogerlo, se me cayó al suelo. El zumo salpicó los cajones inferiores y el vaso se rompió. Sabía que me iba a cortar si intentaba recoger los cristales (me temblaban las manos), pero los recogí de todos modos y me corté. Sufrí dos cortes, aunque ninguno de los dos fue profundo. Seguía pensando que todo aquello era una broma, pero luego caía en la cuenta de que no lo era. Diane no era muy aficionada a las bromas. El problema era que no lo había previsto. Me había pillado totalmente por sorpresa. ¿A qué terapeuta se refería? ¿Cuándo lo veía? ¿De qué hablaba con él? Bueno, podía imaginarme de qué hablaría con él: de mí. Probablemente le contaría cosas como que nunca me acordaba de bajar el asiento del retrete tras echar una meada, que quería practicar el sexo oral tal cantidad de veces que acababa resultando pesado (¿a partir de cuándo resulta uno pesado?), que no mostraba el suficiente interés en su trabajo en la editorial… Otra pregunta: ¿cómo podía hablar sobre los aspectos íntimos de su matrimonio con un hombre que se llamaba William Humboldt? Por su nombre parecía un físico del Instituto de Tecnología de California o un miembro de la Cámara de los Lores.

A continuación me hice la pregunta más importante: ¿por qué no me había dado cuenta de que sucedía algo? ¿Cómo era posible que me hubiera enterado de ello de la misma manera que Sonny Listón había encajado el famoso gancho fantasma de Cassius Clay? ¿Había sido por estupidez? ¿Por insensibilidad? Al cabo de unos días, y tras mucho pensar en los seis u ocho últimos meses de nuestro matrimonio (que había durado dos años), llegué a la conclusión de que había sido por ambos motivos.

Aquella noche llamé a Pound Ridge, donde vivía su familia, y pregunté si Diane se encontraba allí.

–Sí, se encuentra aquí, pero no quiere hablar contigo -me dijo su madre-. No vuelvas a llamar.

La línea se cortó.

Dos días después el célebre William Humboldt me telefoneó a la agencia de valores donde trabajo. Cuando se hubo cerciorado de que estaba hablando realmente con Steven Davis, empezó a llamarme Steve. Puede que resulte difícil de creer, pero eso es exactamente lo que sucedió. Humboldt hablaba con una voz suave, queda y cálida que me hizo pensar en un gato que ronronea sobre un cojín de seda.

Cuando le pregunté por Diane, Humboldt dijo que estaba «todo lo bien que cabría esperar», y cuando le pregunté si podía hablar con ella, me dijo que en su opinión sería «contraproducente para ella en este momento». A continuación, y por increíble que parezca, me preguntó con un tono grotescamente solícito qué tal estaba yo.

–Estoy como una rosa -respondí. Estaba sentado detrás de mi escritorio con la cabeza gacha y la frente apoyada en la mano izquierda. Tenía los ojos cerrados para no tener que mirar la brillante pantalla gris de mi ordenador. Había estado llorando mucho y me notaba los ojos como llenos de arena-. Señor Humboldt… supongo que le llamarán señor y no doctor…

–Yo utilizo «señor», aunque tengo títulos…

–Señor Humboldt, si Diane no quiere volver a casa y no quiere hablar conmigo, ¿qué es lo que quiere? ¿Por qué me ha llamado usted?

–Diane desea tener acceso a la caja de seguridad -dijo con su ronroneante vocecilla-. A la caja de segundad que tienen ustedes en común.

De repente comprendí por qué había encontrado el dormitorio con aquel aspecto de desorden y noté que el enojo empezaba a apoderarse de mí. Diane no estaba interesada en mi pequeña colección de dólares de plata de antes de la Segunda Guerra Mundial ni en el anillo de ónix para el meñique que me había comprado con motivo de nuestro primer aniversario (sólo habíamos tenido dos en total), sino en el collar de diamantes que le había regalado y en los treinta mil dólares en valores negociables que había en la caja de seguridad. Entonces caí en la cuenta de que la llave se encontraba en la pequeña cabaña de verano que teníamos en el Adirondacks. No la había dejado allí a propósito, sino por descuido. Se había quedado encima del escritorio, en medio del polvo y las cagarrutas de ratón.

Sentí dolor en la mano izquierda. Bajé la mirada, vi que tenía el puño fuertemente cerrado y extendí los dedos. Las uñas me habían hecho marcas en la palma de la mano.

–¿Steve? – ronroneó Humboldt-. ¿Steve, sigue ahí?

–Sí -dije-. Señor Humboldt, tengo que decirle dos cosas. ¿Está preparado?

–Por supuesto -dijo con su vocecilla ronroneante. Por un instante me vino a la cabeza una imagen estrambótica: William Humboldt cruzando el desierto en una Harley-Davidson rodeado de una banda de ángeles del infierno. En la parte de atrás de su chaqueta de cuero se leía: «Nacido para consolar.»

Volví a sentir dolor en la mano izquierda. Se había cerrado de nuevo por sí sola, como si fuera una almeja. Esta vez cuando la abrí, dos de las cuatro marcas estaban sangrando un poco.

–En primer lugar -dije-, la caja va a permanecer cerrada hasta que un juez ordene que se abra en presencia de mi abogado y el de Diane. Mientras tanto, nadie va a desvalijarla, se lo prometo. Ni ella ni yo. – Hice una pausa-. Ni usted.

–Creo que esta actitud hostil es contraproducente -señaló-. Y si se para a pensar en las últimas afirmaciones que ha hecho, comprenderá por qué su esposa está destrozada emocionalmente, de manera que…

–En segundo lugar -dije, haciéndole caso omiso (algo que a las personas hostiles se nos da muy bien)-, el hecho de que me llame por mi nombre de pila me parece una muestra de paternalismo e insensibilidad. Si lo vuelve a hacer por teléfono, le cuelgo. Si lo hace en mi presencia, se enterará de lo hostil que puede llegar a ser mi actitud…

–Steve… Señor Davis… No me parece que…

Colgué. Era la primera cosa que hacía que me proporcionaba alguna satisfacción desde que había encontrado la nota sobre la mesa del comedor con las tres llaves del piso encima para sujetarla.

Aquella tarde hablé con un amigo de la asesoría jurídica que me recomendó a un amigo suyo que se dedicaba a casos de divorcio. Yo no quería divorciarme (estaba furioso con Diane, pero seguía queriéndola y quería que volviera conmigo), pero Humboldt no me gustaba. No me gustaba la idea de Humboldt. Me ponía nervioso, tanto él como su vocecilla ronroneante. Creo que habría preferido a un fullero sin escrúpulos que me hubiese dicho: «Danos una copia de la llave de esa caja fuerte antes de que cierren el banco, Davis, y quizá mi cliente se apiade de ti y decida dejarte algo aparte de un par de calzoncillos y tu tarjeta de donante de sangre. ¿Queda claro?»

Esto hubiera podido comprenderlo. Humboldt, en cambio, me daba mala espina.

El especialista en divorcios se llamaba John Ring y escuchó pacientemente mi desgraciada historia. Me imagino que la mayor parte le resultaría conocida.

–Si estuviera completamente seguro de que quiere divorciarse, estaría más tranquilo -dije para acabar.

–Puede estarlo, señor Davis -repuso Ring de inmediato-. HumboJdt es un señuelo… y un testigo potencialmente perjudicial si este asunto acaba en los tribunales. No me cabe duda de que su esposa acudió en primer lugar a un abogado, y que cuando éste se enteró de que la llave de la caja fuerte había desaparecido, le sugirió que hablara con Humboldt. Un abogado no podría hablar directamente con usted; sería poco ético, En cuanto diga que tiene la llave, Humboldt se quitará de en medio, amigo mío. Cuente con ello.

Todo esto me entró en su mayoría por un oído y me salió por el otro. No dejaba de pensar en lo primero que Ring me había dicho.

–¿Cree usted que Diane quiere el divorcio? – le pregunté.

–Sí, claro -contestó-. Quiere el divorcio. Por supuesto que lo quiere. Y no tiene intención de poner punto final al matrimonio con las manos vacías.

Concerté una cita con Ring para sentarnos tranquilamente y seguir hablando del asunto al día siguiente. Regresé de la oficina a casa tan tarde como pude, di vueltas por el piso durante un rato, decidí ir al cine, pero no encontré nada que me apeteciera ver, encendí la televisión y como tampoco encontré nada que mereciera la pena seguí paseándome. En cierto momento me di cuenta de que estaba en el dormitorio, delante de una ventana abierta a catorce pisos del vacío y arrojando por ella todos mis cigarrillos, incluso el paquete de Viceroys que encontré en el fondo de mi escritorio de persiana, un paquete que probablemente llevaría ahí diez años o más, esto es, desde antes de que supiese que existía en el mundo una criatura llamada Diane Coslaw.

Aunque llevaba dos décadas fumando entre veinte y cuarenta cigarrillos al día, no recuerdo haber tomado repentinamente la decisión de dejarlo ni haber oído en mi interior ninguna voz sermoneante. Ni siquiera recuerdo haber pensado que el momento idóneo para dejar de fumar quizá no es dos días después de que tu esposa te ha abandonado. Sencillamente arrojé por la ventana el cartón entero, el cartón a medio empezar y los dos o tres paquetes medio vacíos que encontré por ahí, y vi cómo desaparecían en la oscuridad. Luego cerré la ventana (en ningún momento pensé que tal vez hubiera sido más útil arrojar al consumidor en lugar del producto; la situación nunca llegó a tales extremos), me tumbé en la cama y cerré los ojos.

Los diez días siguientes (durante los cuales sufrí los peores momentos del síndrome de abstinencia física) fueron difíciles y a menudo desagradables, pero quizá no tan malos como había esperado. Y aunque estuve en un tris de fumar docenas, mejor dicho, centenares de veces, me contuve. Hubo momentos en que pensé que iba a volverme loco si no encendía un cigarrillo y cuando en la calle me cruzaba con alguien que iba fumando, me entraban ganas de gritarle: «¡Dame eso, cabrón! ¡Es mío!» Pero no lo hice.

Los peores momentos fueron a altas horas de la noche. Creo (aunque no estoy seguro, ya que conservo un recuerdo muy borroso de todos los razonamientos que hice en torno a la época en que me dejó Diane) que tenía la impresión de que iba a dormir mejor si no fumaba, pero no fue así. Había noches en que estaba despierto hasta las tres de la madrugada con las manos entrelazadas bajo la almohada, la mirada clavada en el techo y la atención puesta en las sirenas y el rumor de los camiones que se dirigían al centro. En aquellas ocasiones pensaba en la tienda coreana que abría las veinticuatro horas del día y quedaba prácticamente enfrente de mi casa. Pensaba en la luz fluorescente blanca que tenían dentro, la cual era tan brillante que parecía casi una experiencia de aproximación a la muerte de Kubler-Ross y se derramaba sobre la acera por entre las cajas que, una hora después, los dos jóvenes coreanos con los gorros de papel blanco empezarían a llenar de fruta. Pensaba en el anciano que había detrás del mostrador, que también era coreano y también llevaba un gorro de papel, y en los formidables anaqueles de cigarrillos que tenía tras de sí, tan grandes como las tablas de piedra con que Charlton Heston bajó del monte Sinaí en Los Diez Mandamientos. Pensaba en levantarme, vestirme, ir a la tienda, comprar un paquete de cigarrillos (o quizá nueve o diez) y sentarme al lado de la ventana a fumar un Marlboro tras otro mientras el cielo clareaba por el este. Nunca lo hice, pero muchas madrugadas me quedé dormido contando marcas de cigarrillos en lugar de ovejas: Winston, Winston 100, Virginia Slims, Doral, Merit, Merit 100, Camel, Camel Filters, Camel Lights…

Al cabo de un tiempo (precisamente cuando empecé a ver los últimos tres o cuatro meses de nuestro matrimonio con mayor claridad) comprendí que mi decisión de dejar de fumar en esas circunstancias quizá no hubiera sido tan descabellada como me lo había parecido, ni mucho menos tan equivocada. No soy un hombre especialmente inteligente, ni valiente, pero puede que la decisión fuera ambas cosas. Sin duda es posible; a veces nos superamos a nosotros mismos. En cualquier caso, la decisión facilitó a mi mente algo concreto en lo que concentrarse durante los días que sucedieron a la partida de Diane y proporcionó a mi desdicha un vocabulario que de otra manera no habría tenido. No sé si me explico con claridad; probablemente no, pero no se me ocurre otra manera de describirlo.

¿Que si he hecho conjeturas sobre la posibilidad de que el dejar de fumar cuando lo hice determinara lo que ocurrió en el restaurante Gotham aquel día? Claro que sí… Pero no es algo que me haya quitado el sueño. Al fin y al cabo nadie puede prever las consecuencias últimas de sus acciones y son pocos los que se atreven a intentarlo. La mayoría hacemos lo que sea preciso para prolongar un momento de placer o evitar el dolor durante un rato, pero incluso cuando actuamos por las razones más nobles, el último eslabón de la cadena acaba con frecuencia manchado con la sangre de alguna persona.

Humboldt volvió a llamarme dos semanas después de que bombardeara la calle 83 Oeste con mis cigarrillos, y esta vez optó por «señor Davis» como forma de tratamiento. Se interesó por mí y yo le respondí que me encontraba bien. Una vez hubo cumplido el trámite que suponía aquel rasgo de cortesía, me dijo que me llamaba en nombre de Diane. Ella quería reunirse conmigo para hablar de «ciertos aspectos» del matrimonio. Imaginé que con «ciertos aspectos» se refería a la llave de la caja de seguridad (amén de otros temas económicos que Diane podría querer investigar antes de poner a su abogado en escena), pero lo que mi cabeza sabía y lo que mí cuerpo estaba haciendo eran cosas totalmente diferentes. Noté que me ruborizaba y se me aceleraba el corazón; y también noté unas pulsaciones en la muñeca de la mano con que sostenía el auricular. Hay que tener en cuenta que no había visto a Diane desde la mañana en que se había ido de casa. De hecho ni siquiera entonces la había visto, ya que ella había dormido con la cara hundida en la almohada.

Pese a todo conservaba suficientes elementos de juicio para preguntarle a Humboldt a qué aspectos se refería. El terapeuta me soltó una lacónica risita al oído y dijo que prefería esperar a la reunión para responderme.

–¿Está seguro de que es una buena idea? – le pregunté, aunque en realidad no quería preguntarle nada, sino simplemente ganar tiempo. Yo sabía que no era una buena idea. Y también sabía que iba a acudir. Quería volver a ver a Diane. Tenía que hacerlo.

–Oh, sí, creo que sí -respondió el terapeuta sin vacilar. Cualquier duda sobre si Humboldt y Diane habían preparado todo aquello entre los dos (con toda probabilidad, siguiendo el consejo de un abogado) se desvaneció en mi cabeza-. Siempre es mejor dejar que pase un poco de tiempo antes de que se reúnan los interesados, para que se serenen los ánimos, aunque a mi modo de ver una reunión cara a cara en este momento facilitaría…

–A ver si me aclaro -dije-. ¿Se refiere usted a…?

–A un almuerzo -concretó él-. ¿Pasado mañana le parece bien? ¿Puede hacer un hueco en su agenda? – Claro que sí, me dio a entender el tono de su voz. Aunque sólo sea para verla… aunque sólo sea para notar el roce de su mano por leve que sea, ¿verdad que sí, Steve?

–El jueves no tengo ningún compromiso para la hora del almuerzo. ¿Debo acudir yo también acompañado por mi terapeuta?

Volví a oír la risita lacónica, que tembló en mi oído como si fuera algo recién salido de un molde para gelatina.

–¿Tiene usted uno, señor Davis?

–Pues no, no tengo terapeuta. ¿Ha pensado ya en algún lugar? – Por un momento me pregunté quién pagaría el almuerzo y luego no pude evitar sonreír ante mi ingenuidad. Metí la mano en el bolsillo en busca de un cigarrillo y lo que conseguí fue clavarme la punta de un palillo bajo la uña del pulgar. Me estremecí, saqué el palillo, miré la punta para ver si tenía sangre y, al ver que no era así, me lo metí en la boca.

Humboldt había dicho algo, pero no le había escuchado. Ver el palillo me había vuelto a recordar que estaba flotando sin cigarrillos a merced de las olas del mundo.

–¿Cómo dice?

–Le he preguntado si conoce el restaurante Gotham, en la calle Cincuenta y tres -dijo el terapeuta con un leve tono de impaciencia-. Entre Madison y Park.

–No, pero podré encontrarlo.

–¿A mediodía?

Pensé en decirle que le dijera a Diane que llevara el vestido verde de las motitas negras y la larga abertura lateral, pero decidí que probablemente sería contraproducente.

–A mediodía -respondí.

Dijimos lo que se suele decir cuando uno acaba, una conversación con una persona que no le cae simpática pero con la que no tiene más remedio que tratarse. Cuando colgué, me situé de nuevo delante del ordenador y me pregunté cómo iba a ser capaz de reunirme con Diane sin fumarme al menos un cigarrillo antes.

No fue fácil la conversación con John Ring. No lo fue en absoluto.

–Están tendiéndote una trampa -me dijo-. Los dos. El abogado de Diane estará presente por control remoto y yo no apareceré por ninguna parte. Este asunto me huele mal.

Quizá, pero ella nunca te ha metido la lengua en la boca al notar que estás a punto de correrte, pensé. Sin embargo, como ésa no era la clase de comentario que se!e hace a un abogado al que acabas de contratar, me limité a decirle que quería verla de nuevo y comprobar si había alguna posibilidad de solucionar el asunto.

John Ring suspiró.

–No seas gilipollas. Le ves a él en el restaurante, la ves a ella, te sientas a la mesa con ellos, bebes un poco de vino, ella cruza las piernas, tú miras, dices un par de cosas agradables, ella vuelve a cruzar las piernas, tú miras otra vez y al final acabarán convenciéndote de que les entregues la llave de seguridad…

–No me convencerán.

–… y la próxima vez que los veas será en el juzgado y todos los comentarios perjudiciales que hagas mientras le mires las piernas y pienses lo estupendo que era que te rodeara con ellas aparecerán en acta. Es muy posible que hagas ese tipo de comentarios, porque irán armados con todas las preguntas adecuadas. Comprendo que quieras verla; no soy insensible a este tipo de situaciones, pero ésta no es la manera de hacer las cosas. Es cierto que tú no eres Donald Trump y ella no es Ivana, pero no hay que olvidar que para este tipo de casos no existen los seguros a todo riesgo. Humboldt lo sabe, y Diane también.

–Nadie ha iniciado acciones judiciales, y si Diane sólo quiere hablar…

–No seas tonto -dijo Ring-. A estas alturas de la fiesta nadie quiere hablar. La gente quiere follar o irse a casa. El divorcio ya se ha consumado, Steven. Esta reunión es una partida de pesca, así de sencillo. Tienes todo que perder y nada que ganar. Es una estupidez.

–Me da igual…

–Te las has arreglado muy bien, sobre todo en los últimos cinco años…

–Lo sé, pero…

–…y durante tres de esos cinco años -Ring no me hizo caso y puso la voz con la que solía hablar en la sala del tribunal tal como hubiera podido ponerse un abrigo- Diane Davis no fue ni tu esposa, ni tu pareja de hecho, ni mucho menos tu media naranja. Fue simplemente Diane Coslaw de Pound Ridge, y no puede decirse que arrojara pétalos de rosa a tu paso o tocara la corneta para anunciar tu llegada.

–Cierto, pero quiero verla -insistí. Pero no añadí lo que estaba pensando, ya que le hubiera sacado de sus casillas: quería ver si Diane llevaba su vestido verde con motas negras, porque ella sabía que era mi favorito.

Ring volvió a suspirar.

–Como sigamos discutiendo, en lugar de comer voy a acabar bebiéndome una botella de whisky.

–Vete a comer de una vez. Menú dietético y requesón…

–De acuerdo, pero antes voy a intentar por última vez hacerte entrar en razón. Una reunión como ésa es algo parecido a una justa. Ellos parecerán ataviados con una armadura completa y tú no llevarás más que una sonrisa. Ni siquiera tendrás un suspensorio para sujetarte los huevos. Y es probable que sea precisamente ésa la parte de tu anatomía que ataquen en primer lugar.

–Quiero verla -dije-. Quiero ver cómo está. Lo siento.

Ring soltó una risilla cínica.

–No voy a disuadirte, ¿verdad?

–No.

–De acuerdo, entonces quiero que sigas ciertas instrucciones. Si me entero de que no lo has hecho y de que por tu culpa el asunto se ha ido al garete, cabe la posibilidad de que decida dejar el caso. ¿Estás escuchándome?

–Sí.

–Bien. No le grites, Steven. Es posible que te busquen las cosquillas, pero tú no hagas caso, ¿de acuerdo?

–De acuerdo. – No iba a gritarle. Pensaba que si había conseguido dejar de fumar dos días después de que me dejara y no había recaído, podría conseguir estar cien minutos en su compañía y aguantar un almuerzo de tres platos sin llamarla zorra.

–Punto número dos: tampoco le grites a él.

–De acuerdo.

–No basta con «de acuerdo». Sé que él no te cae bien y que tú tampoco le caes bien a él.

–Pero si ni siquiera me conoce personalmente. Es un… es un terapeuta. ¿Cómo puede tener una opinión formada sobre mí?

–No seas tonto -me advirtió Ring-. Le pagan para que se forme una opinión. Si ella le dice que le pusiste boca abajo y la violaste con una mazorca de maíz, él no le va a responder «demuéstralo», sino «pobrecilla, ¿cuántas veces te lo hizo?». Así que si dices «de acuerdo», dilo en serio.

–De acuerdo en serio.

–Eso está mejor. – Pero él no lo dijo en serio, sino como una persona que quiere irse a comer y olvidarse de la conversación que está teniendo.

»Evita los temas espinosos -prosiguió-. No hables de asuntos como el acuerdo económico, ni siquiera con tono amable, con frases como «¿qué te parece si te propongo…?». Cíñete a los temas sentimentales. Si se cabrean y te preguntan por qué accediste a comer con ellos si no ibas a hablar de los aspectos prácticos del asunto, diles lo que me has dicho a mí, que querías ver de nuevo a tu esposa.

–De acuerdo.

–¿Podrás soportarlo si llegados a ese punto se marchan?

–Sí. – No sabía si podría soportarlo, pero pensaba que sí y tenía la certeza de que Ring quería poner punto final a la conversación.

–Como abogado, como tu abogado, he de decirte que lo que vas a hacer es un error. Si tiene repercusión el día del juicio, pediré que se suspenda la sesión para salir al pasillo y decirte que ya te lo había advertido. Bien, ¿has entendido lo que te he dicho?

–Sí. Que te aproveche tu menú dietético.

–Al cuerno con el menú dietético -repuso Ring-. Si ya no puedo beberme un whisky doble con hielo para comer, al menos puedo comerme una hamburguesa doble con queso en Brew'n Burger.

–Poco hecha -dije.

–Exacto, poco hecha.

–Como la comen los americanos de pura cepa.

–Espero que te deje plantado, Steven.

–Ya lo sé.

Colgó y fue a pedir su sustituto del alcohol.

La siguiente vez que lo vi, al cabo de unos días, hubo un asunto del que nos fue imposible hablar, aunque lo habríamos hecho de habernos conocido mutuamente mejor. Yo lo noté en su mirada y supongo que él también en la mía: la certeza de que si Humboldt hubiera sido abogado en lugar de terapeuta, él, John Ring, hubiera acudido al almuerzo, en cuyo caso habría podido acabar tan muerto como William Humboldt.

Fui andando de la oficina al restaurante Gotham. Salí a las once y cuarto y llegué al establecimiento a las doce menos cuarto. Llegué pronto, porque quería cerciorarme de que el lugar estaba donde Humboldt había dicho que estaba. Así soy yo, más o menos como he sido siempre. Diane lo llamaba «mi vena obsesiva» cuando nos casamos, pero creo que al final ya sabía de qué se trataba realmente. Me cuesta fiarme de la gente, eso es todo. Soy consciente de que se trata de un rasgo de lo más puñetero y además sé que a ella le sacaba de sus casillas. Sin embargo, al parecer ella nunca llegó a darse cuenta de que a mí tampoco me gustaba precisamente. Pero hay cosas que son muy difíciles de cambiar y hay otras que uno nunca llega a cambiar, por mucho que lo intente.

El restaurante se encontraba justo donde Humboldt había dicho y su ubicación estaba indicada con un toldo verde en el que se leían las palabras restaurante gotham. En el cristal del ventanal habían pintado la silueta de la ciudad en color blanco. Parecía el típico lugar de moda de Nueva York. También parecía un lugar bastante normal, uno más de los ochocientos restaurantes caros que hay aglomerados alrededor del centro de la ciudad.

Una vez hube localizado el lugar de encuentro y me hube quedado un momento tranquilo (al menos en cuanto a esto, ya que tenía los nervios crispados por el hecho de volver a ver a Diane y me moría por fumar un cigarrillo), eché a andar por Madison y estuve curioseando en una tienda de artículos de viaje durante un cuarto de hora. Con mirar el escaparate no bastaba. Si Diane y Humboldt venían del norte, cabía la posibilidad de que me vieran. Era fácil que, incluso sin necesidad de verme la cara, Diane me reconociera sólo por la forma de mis hombros y el corte de mi abrigo. Y yo no quería que esto sucediera. No quería que supieran que había llegado pronto; pensaba que podía parecer una persona necesitada o incluso digna de compasión. Por tanto entré en la tienda.

Compré un paraguas que no me hacía falta y salí de la tienda a las doce en punto según mi reloj, sabiendo que pasaría por la puerta del restaurante Gotham a las 12.05. Mi padre tenía una máxima: si te es necesario acudir a un sitio, conviene que llegues cinco minutos antes y, en cambio, si le es necesario a la otra persona que acudas, conviene que llegues cinco minutos tarde. Aunque yo había llegado al extremo de no saber ni qué era necesario ni para quién ni por qué ni cuándo, me pareció prudente seguir la máxima de mi padre. Si hubiera quedado a solas con Diane, creo que habría acudido a la cita con puntualidad. Pero esto es mentira probablemente. Supongo que si hubiera quedado a solas con Diane, habría entrado en el restaurante a las doce menos cuarto, nada más llegar, y la hubiera esperado.

Permanecí bajo el toldo durante un momento, mirando el interior del restaurante. El establecimiento era luminoso, lo cual me pareció un tanto a su favor. Siento una profunda aversión por los restaurantes oscuros, donde no se puede ver qué estás comiendo o bebiendo. Las paredes eran blancas y estaban decoradas con cuadros impresionistas de intensos colores. No se distinguía qué representaban, pero daba igual; con sus colores primarios y sus generosas y exuberantes pinceladas, producían un efecto de cafeína visual. Busqué a Diane y vi a una mujer que podía ser ella sentada cerca de una pared en medio del comedor. No era fácil saber si se trataba de Diane, porque estaba de espaldas y yo carezco de la habilidad que tiene ella para reconocer gente en circunstancias difíciles. El hombre corpulento y calvo con el que estaba sentada tenía en cambio toda la pinta de ser Humboldt. Respiré hondo, abrí la puerta del restaurante y entré.

El síndrome de abstinencia del tabaco se divide en dos fases, y yo estoy convencido de que la causa de la mayoría de casos de reincidencia es la segunda. El síndrome de abstinencia física dura entre diez días y dos semanas, tras lo cual los síntomas (sudores, dolores de cabeza, contracciones musculares, palpitaciones en los ojos, insomnio e irritabilidad) desaparecen. A continuación se produce un período mucho más largo de abstinencia mental. Los síntomas que pueden darse en este síndrome son depresión leve o moderada, melancolía, cierto grado de anhedonia (es decir, pérdida de la sensación de placer), falta de memoria e incluso una especie de dislexia transitoria. Sé todo esto porque lo he leído. Tras lo sucedido en el restaurante Gotham, me pareció muy importante hacerlo. Supongo que cabría decir que mi interés en el tema se encontraba en algún lugar situado entre el País de las Aficiones y el Reino de la Obsesión.

El síntoma más común de la segunda fase es una leve sensación de irrealidad. La nicotina mejora la transferencia sináptica y aumenta la capacidad de concentración, es decir, ensancha la autopista informativa del cerebro. No se trata de un estímulo considerable y no es imprescindible para pensar correctamente (aunque la mayoría de los adictos a la nicotina no lo creen así), pero cuando te falta, tienes la impresión (una impresión generalizada, en mi caso) de que el mundo se ha revestido de una apariencia nebulosa. Hubo muchas ocasiones en que me pareció que las personas, los coches y los pequeños adornos de las aceras pasaban ante mis ojos proyectados sobre una pantalla en movimiento, como controlados por tramoyistas que hacían girar manivelas y cilindros enormes. Era una sensación que guardaba cierto parecido con la que se tiene cuando se está levemente colocado, ya que iba acompañada por un sentimiento de impotencia y agotamiento moral, un sentimiento que le hacía a uno pensar que las cosas tenían sencillamente que continuar, para bien o para mal, tal como lo habían hecho hasta entonces, puesto que estaba (me refiero a mí mismo) tan ocupado intentando no fumar que me resultaba imposible concentrarme en otra cosa.

No estoy seguro de qué relación guarda todo esto con lo que sucedió a continuación, pero sé que tiene alguna, ya que, casi en cuanto vi al maître, tuve la certeza de que le sucedía algo, y en cuanto se dirigió a mí, lo comprendí.

Tendría unos cuarenta y cinco años, era alto y delgado (al menos con el esmoquin; con ropa de calle habría parecido flaco), llevaba bigote y sostenía un menú forrado en cuero. Es decir, parecía uno de los miles de maîtres que hay en los miles de restaurantes elegantes de Nueva York, si pasamos por alto la pajarita, que llevaba torcida, y algo que tenía en la camisa, una mancha justo encima del botón de la chaqueta; parecía salsa o una gota de mermelada oscura. Además tenía varios mechones en la parte de atrás de la cabeza que se le levantaban provocadoramente, lo cual me hizo pensar en Alfalfa, el personaje de los antiguos cortos de los Little Rascáis. Por este motivo estuve a punto de echarme a reír (conviene recordar que estaba muy nervioso) y tuve que morderme los labios para controlarme.

–¿Sí, señor? – me preguntó cuando me acerqué a la caja.

Su pronunciación fue algo así como: «Sií, señoor.» Todos los maîtres de Nueva York hablan con acento, pero nunca con uno que se pueda identificar claramente. Una chica con la que salí a mediados de los ochenta y que tenía sentido del humor (junto con una drogadicción considerable, por desgracia) me dijo que todos los maîtres habían nacido en la misma isla, razón por la cual todos hablaban el mismo idioma. «¿Y qué idioma es ése?», le pregunté. «El pretencioso», respondió, y yo me desternillé de risa.

Este recuerdo me vino a la cabeza, cuando alcé la vista para fijarme en la mujer que había visto antes de entrar (ahora estaba prácticamente seguro de que se trataba de Diane) y tuve que morderme de nuevo el interior de los labios. Como consecuencia, el nombre de Humboldt salió como si fuera un estornudo que no se consigue contener del todo.

El maître frunció su alto y pálido entrecejo y clavó sus ojos en los míos. Al acercarme a la caja, había pensado que los tenía castaños, pero ahora me parecían negros.

–¿Perdón, señor? – me preguntó.

Pero a mí me sonó como si hubiera dicho «¿Perdóon, señoor?» y como si hubiera querido decir «Vete a joder a otro, cabrón». Sus largos dedos, tan pálidos como su ceño (parecían de pianista de concierto) tamborilearon sobre la tapa del menú y la borla que colgaba de él como si fuera una señal de libro se balanceó de un lado a otro.

–Humboldt -dije-. Una mesa para tres. – En aquel momento me di cuenta de que no podía apartar la mirada de su pajarita, que estaba tan torcida que la parte izquierda casi le rozaba la barbilla, y del lamparón que lucía en la blanquísima camisa de su esmoquin. Ahora que estaba más cerca de él, ya no me parecía salsa o mermelada, sino sangre medio seca.

El maître estaba consultando el libro de reservas y mientras tanto sus mechones rebeldes se meneaban sobre el resto de su pelo, el cual llevaba bien peinado. Pude ver su cuero cabelludo por los surcos que el peine había dejado y unas motas de caspa sobre los hombros de su esmoquin, y pensé que un buen jefe de comedor podría llegar a despedir a un subordinado tan descuidado.

–Ah, sí, monsieur. -«Ah, sií, mesieé.» Había encontrado mi nombre-. Su mesa es… -Había empezado a alzar la mirada. Entonces se calló bruscamente y bajó la vista al suelo con una mirada aún más penetrante si cabe-. No puede entrar aquí con ese perro -dijo ásperamente-. ¿Cuántas veces le he dicho que no puede entrar aquí con ese perro?

No llegó a gritar, pero levantó la voz lo suficiente para que varios comensales que se encontraban cerca de su caja-púlpito se volvieran hacia nosotros con curiosidad.

Yo también me volví. El maître había sido tan categórico que esperaba ver el perro de alguien, pero detrás de mí no había nadie y mucho menos un perro. Entonces se me ocurrió, no sé por qué, que se refería a mi paraguas, que se me había olvidado dejar en el guardarropa. Quizá en la isla de los maîtres «perro» significaba paraguas, sobre todo cuando lo llevaba un cliente un día en que no era probable que lloviera.

Volví a mirar al maître y vi que ya estaba alejándose de la caja con el menú en la mano. Debió de notar que no lo seguía, ya que miró por encima del hombro con las cejas levemente enarcadas. Lo único que reflejaba su rostro era una educada pregunta: «¿Viene, mesieé?», de modo que fui. No tuve tiempo para pararme a pensar qué le sucedía al maître de aquel restaurante, en el que nunca había entrado antes y probablemente nunca volvería a entrar. Tenía que ocuparme de Diane, de Humboldt y del tabaco, de modo que el maître tendría que resolver sus problemas por sí solo, perro incluido.

Diane se volvió, y en el primer momento sólo vi en su cara y en su mirada una especie de amabilidad glacial. Luego, justo debajo de ésta, vi enojo… o al menos creí verlo. Aunque habíamos discutido muchas veces en los últimos tres o cuatro meses de convivencia, no recordaba haber percibido la clase de enojo disimulado que veía ahora en su cara, enojo que el maquillaje, el nuevo vestido (azul, sin motas y sin abertura en el lateral) y el nuevo peinado tenían el fin de ocultar. El hombre corpulento que la acompañaba estaba diciendo algo, pero ella le tocó el brazo. Cuando él se volvió hacia mí y comenzó a ponerse en pie, vi algo más en la cara de Diane: aparte de estar enfadada conmigo, estaba asustada de mí. Aunque ella no había dicho ni una sola palabra, yo ya estaba furioso. La expresión de sus ojos era una negativa rotunda, tan rotunda que parecía como si entre ellos hubiese colgado un cartel de: cerrado hasta nuevo aviso. Pensé que me merecía algo mejor. Claro que esto podría ser una manera de decir que soy humano.

-Monsieur -dijo el maître, sacando la silla que había a la izquierda de Diane.

Apenas lo oí. Cualquier idea relacionada con su excéntrico comportamiento y su torcida pajarita había desaparecido de mi mente, por supuesto, y creo que incluso el tema del tabaco había abandonado durante un breve momento mi cabeza por primera vez desde que dejara de fumar. Sólo podía prestar atención a la esmerada expresión de serenidad de Diane y maravillarme de que pudiera estar enfadado con ella y al mismo tiempo la deseara hasta el extremo de que me resultara doloroso mirarla. No sé si será cierto que la ausencia fomenta la indulgencia, pero no cabe duda de que nos hace ver las cosas con otros ojos.

Tampoco tuve tiempo para pararme a pensar si realmente había visto todo lo que había creído ver en su cara. ¿Enojo? Es posible e incluso probable. Si no hubiera estado enfadada conmigo, no me habría dejado, pensé. Pero ¿asustada? ¿Por qué demonios había de estar asustada de mí? Jamás le había puesto un dedo encima. Sí, supongo que le había levantado la voz durante algunas de nuestras discusiones, pero ella también lo había hecho.

–Que disfrute de su comida, monsieur -me dijo el maître desde otro mundo, el mundo en que los camareros suelen quedarse a nuestro lado con el único fin de acercar su cabeza a la nuestra cuando nosotros les llamamos, sea porque necesitamos algo o para quejarnos.

–Señor Davis, soy Bill Humboldt -dijo la persona que acompañaba a Diane. Extendió una mano grande y rojiza y yo se la estreché brevemente.

El resto de su persona era tan grande como su mano, y su ancha cara tenía el rubor que suele teñir la de los bebedores habituales cuando se han tomado la primera copa. Calculé que tendría cuarenta y tantos años, por lo que faltaban diez para que el blando pliegue de su barbilla se convirtiera en una papada.

–Es un placer -dije, pensando en lo que estaba diciendo tanto como en el maître y en el lamparón de su camisa. Lo único que deseaba era acabar de una vez con el trámite del saludo para poder volverme hacia la bonita rubia de tez rojiza y cremosa, labios rosa pálido y esbelta figura. La mujer a la que no hacía mucho tiempo le había gustado susurrarme al oído: «Házmelo, házmelo, házmelo…» mientras se agarraba a mi trasero como si fuera una silla de montar con dos borrenes.

–¿Quiere beber algo? – dijo Humboldt, volviendo la cabeza en busca de un camarero como una persona acostumbrada a hacerlo. El terapeuta de Diane tenía toda la pinta de un alcohólico en ciernes. Estupendo.

–Perrier con lima está bien…

–¿Para qué? – preguntó Humboldt con una amplia sonrisa en los labios. Cogió su martini a medio acabar y lo apuró hasta que la aceituna con palillo que había dentro cayó sobre sus labios. Dejó el vaso sobre la mesa y me miró-. Bueno, creo que será mejor que empecemos.

No le hice caso. Yo ya había empezado. Lo había hecho en el mismo momento en que Diane me había mirado.

–Hola, Diane -le dije. Estaba impresionado de que estuviera más elegante y hermosa que antes. Y también más atractiva. Era como si hubiera aprendido cosas (a pesar de que sólo habían pasado dos semanas desde la separación y de que ahora vivía con Ernie y Dee Dee Coslaw en Pound Ridge) que yo nunca podría llegar a saber.

–¿Cómo estás, Steve? – preguntó.

–Bien -respondí. Y añadí-: Bueno, no tanto en realidad. Te he echado de menos.

La única respuesta que la dama dio a mis palabras fue un silencio vigilante, una mirada con aquellos grandes ojos verdiazules. Desde luego no respondió a mi envite, ni dijo nada parecido a «yo también te he echado de menos».

–Y he dejado de fumar, lo cual también ha contribuido a que no esté muy bien de ánimo.

–¿Lo has dejado por fin? Me alegro por ti.

Sentí otro arrebato de cólera, uno realmente violento esta vez, al oír su educado tono de desdén. Parecía creer que le mentía, aunque en realidad no le importaba. Se había quejado de mis cigarrillos todos los días durante dos años (que si iban a causarme cáncer, que si iban a causarle cáncer a ella, que ni siquiera iba a considerar la posibilidad de quedarse embarazada mientras no lo dejara) y ahora, de repente, ya no importaba, porque yo ya no importaba.

–Steve… Señor Davis -dijo Humboldt-. He pensado que podríamos empezar echando una ojeada a la lista de agravios que Diane ha elaborado durante las sesiones, sesiones exhaustivas, cabría decir, que hemos mantenido durante las últimas dos semanas. Esto podría constituir el trampolín que nos permita abordar el principal motivo por el que estamos aquí: cómo organizar un período de separación que les permita a ambos realizarse.

Humboldt tenía un maletín a su lado en el suelo. Lo cogió soltando un gruñido y lo puso sobre la silla libre. Entonces empezó a abrirlo, pero en ese momento yo dejé de prestarle atención. No estaba interesado en subirme a un trampolín para separarme de nadie, significara esto lo que significase. Me embargaba una mezcla de pánico y enojo que, en cierto modo, constituía la emoción más peculiar que había experimentado jamás.

Miré a Diane y dije:

–Quiero volver a intentarlo. ¿Podemos reconciliarnos? ¿Hay alguna posibilidad de que podamos hacerlo?

La mirada de absoluto terror que se dibujó en su rostro truncó todas las esperanzas a las que, sin saberlo, había estado aferrándome. El terror dio lugar a la cólera.

–¡Es muy propio de ti salirme ahora con algo así! – exclamó.

–Diane…

–¿Dónde está la llave de la caja de seguridad, Steven? ¿Dónde la has escondido?

Humboldt puso cara de alarma. Extendió el brazo y le tocó el brazo.

–Diane… recuerda que habíamos acordado…

–¡Lo que habíamos acordado es que si se lo permitimos, este hijo de puta lo esconderá todo bajo una piedra y luego alegará insolvencia!

–Registraste la habitación antes de irte, ¿verdad? – pregunté con voz queda-. La revolviste como un ladrón.

Al oír aquello, Diane se sonrojó, aunque no sé si por vergüenza, por furia o por ambos motivos.

–Esa caja me pertenece a mí tanto como a ti. Esas cosas son tan mías como tuyas.

Humboldt estaba alarmado. Varios comensales se habían vuelto para mirarnos aunque, a decir verdad, la mayoría tenía cara de estar divirtiéndose. El ser humano es la criatura más extraña de las que ha creado Dios, sin duda.

–Por favor, por favor… Tratemos de evitar…

–¿Dónde la has escondido, Steve?

–No la he escondido. Yo no he escondido nada. Se me olvidó en la cabaña por accidente, eso es todo.

Ella sonrió astutamente.

–Sí, ya. Por accidente. Bien… -Yo no dije nada y la sonrisa astuta desapareció de sus labios-. Quiero que me la des -dijo, y apresuradamente rectificó-: Quiero una copia.

Y la gente quiere agua con hielo en el infierno, pensé. Luego dije en voz alta:

–Entonces ¿no hay nada que hacer?

Ella vaciló, tal vez porque había advertido en mi voz algo que no quería oír o reconocer, y luego dijo:

–No. La próxima vez que me veas, será en compañía de mi abogado. Voy a pedir el divorcio.

–¿Por qué? – Lo que oí en mi voz fue una nota lastimera parecida al balido de una oveja. No me gustó, pero no había absolutamente nada que pudiera hacer al respecto-. ¿Por qué?

–Dios santo… ¿Realmente esperas que piense que eres tan idiota?

–Es que no puedo…

Tenía las mejillas más brillantes que nunca; el rubor le había llegado casi a las sienes.

–Sí, probablemente esperas que me crea eso, nada menos. Muy propio… -Cogió el agua y como le temblaba la mano salpicó el mantel. Pensé en el día en que se había ido y me acordé de que se me había caído un vaso de zumo de naranja al suelo y de que, tras advertirme a mí mismo que no intentara coger los trozos de cristal hasta que las manos me hubieran dejado de temblar, había seguido adelante y me había cortado en premio a mis esfuerzos.

–Ya basta. Esto es contraproducente -dijo Humboldt. Parecía un monitor en un patio de escuela intentando parar una pelea antes de que comenzara. Sin embargo daba la impresión de que se había olvidado por completo de la lista de quejas de Diane, ya que estaba recorriendo con la mirada el fondo del comedor, buscando a nuestro camarero o a cualquier otro al que pudiera llamar la atención. Parecía menos interesado en la terapia que en la obtención de lo que los británicos llaman la segunda ronda.

–Sólo quiero saber… -balbuceé.

–Lo que quiera saber no tiene nada que ver con el motivo por el que estamos aquí -dijo Humboldt, y por un momento dio la impresión de que estaba atento.

–Sí, así es. Por fin… -dijo Diane con voz quebradiza, apremiante-. Por fin no se trata de lo que tú quieres ni de lo que tú necesitas.

–No sé qué significa eso, pero estoy dispuesto a escuchar -repuse-. Si quieres que acudamos juntos a un consejero matrimonial en lugar de hacer…, eh, terapia o como se llame lo que hace Humboldt, no me opongo.

Diane alzó las manos a la altura de los hombros con las palmas hacia fuera.

–Lo que me faltaba. El Llanero Solitario se pasa a la new age -dijo, poniendo las manos de nuevo en el regazo-. Después de todos los atardeceres que te han visto desaparecer por el horizonte a lomos de tu caballo… Dime que no es verdad.

–Ya basta -le dijo Humboldt. Apartó la mirada de su cliente y la posó en el futuro ex marido de su cliente (no había vuelta de hoja. Ni siquiera la ligera sensación de irrealidad que comporta no fumar podía evitar a aquellas alturas que fuera consciente de aquella evidencia)-. Si cualquiera de los dos pronuncia una sola palabra más, pondré punto final a este almuerzo. – A los labios del terapeuta afloró una sonrisilla tan claramente falsa que llegué a encontrarle un encanto perverso-. Y ni siquiera nos han dicho todavía cuáles son los platos del día…

Esto (la primera mención a la comida desde que me había sentado a la mesa) ocurrió justo antes de que la situación se complicara. Recuerdo que en aquel momento percibí un olor a salmón procedente de una mesa cercana. En las dos semanas que llevaba sin fumar, mi olfato se había vuelto sumamente fino, lo cual no me parece una bendición, sobre todo si estamos hablando de salmón. Antes me gustaba pero ahora no puedo soportar su olor, y no digamos ya su sabor. Me huele a dolor, miedo, sangre y muerte.

–Ha sido él quien empezó -dijo Diane malhumoradamente.

Has sido tú quien empezó y tú quien registró el dormitorio y se largó al no encontrar lo que buscaba, pensé. Pero no dije nada; estaba claro que Humboldt había hablado en seno. Cogería a Diane de la mano y la sacaría del restaurante si empezábamos una rencilla de patio de colegio. Ni siquiera la perspectiva de otra copa le impediría hacerlo.

–De acuerdo -dije mansamente. Y tuve que hacer un esfuerzo para poner el tono adecuado-. He empezado yo. Y ahora ¿qué? – Lo sabía perfectamente: los agravios, es decir, la lista de quejas de Diane. Y más comentarios acerca de la llave de la caja de seguridad. Probablemente la única satisfacción que iba a obtener de aquella lamentable situación era decirles que ninguno de los dos iba a ver una copia de la llave hasta que un funcionario de los tribunales me diera un documento en el que se me ordenara entregarla. No había tocado el contenido de la caja desde que Diane había decidido salir de mi vida y no tenía intención de tocarlo en el futuro inmediato… Pero ella tampoco iba a tocarlo. Que coma galletas e intente silbar, como decía mi abuela.

Humboldt sacó un fajo de papeles sujetos con uno de esos clips de diseño, esos que son de diferentes colores. Entonces pensé que había acudido a la reunión muy poco preparado, y no sólo porque mi abogado estuviera hincándole el diente a una hamburguesa con queso en alguna parte. Diane tenía su nuevo vestido y Humboldt su maletín de diseño y la lista de quejas de Diane sujeta con clips de colores, mientras que todo lo que yo tenía era un paraguas nuevo en un día soleado. Miré al lado de mi silla, que era donde lo había colocado, y vi que todavía tenía la etiqueta del precio colgada del puño. Me sentí como un mentecato.

El comedor olía maravillosamente, como suelen oler la mayoría de los restaurantes desde que prohibieron fumar en ellos. Olía a flores, a vino, a café recién preparado, a chocolate y pasteles. Pero lo que yo olía de manera más perceptible era el salmón. Recuerdo que pensé que olía muy bien y que probablemente pediría un poco. También pensé que si podía comer en una reunión como aquélla, podría comer en cualquier parte.

–Las principales dificultades que su esposa ha expuesto (al menos hasta ahora) son insensibilidad por su parte en relación al trabajo de ella e incapacidad para mostrar confianza en los asuntos personales -dijo Humboldt-. Por lo que respecta a esto último, yo diría que su resistencia a permitir a Diane que tenga acceso a la caja de seguridad que tienen los dos en común resume bastante bien el problema.

Abrí la boca para decirle que yo también tenía un problema de confianza, que consistía en que no me fiaba de Diane hasta el extremo de darle una copia de la llave. Pero cuando me disponía a hablar, fui interrumpido por el maître. No estaba sólo hablando, sino chillando también. Ya he intentado indicar cómo era la calidad del sonido, pero lo cierto es que una larga retahila de «ís» no sirve para describirlo. Daba la impresión de que tenía el estómago lleno de vapor y un pito de tetera enganchado en la garganta,

–Ese perro… ¡Ayyy! No sé las veces que te lo he dicho… ¡Ayyy! Ya no puedo dormir… ¡Ayyy! Esa zorra dice que te corte la cara… ¡Ayyy! Me has engañado… ¡Ayyy! Y ahora lo traes aquí… ¡Ayyy!

Acto seguido el silencio se apoderó del comedor. Los comensales interrumpieron sus conversaciones y alzaron la vista para mirar a la figura delgada, pálida y vestida de negro que estaba cruzando la habitación a grandes pasos, con la cara hacia adelante y moviendo sus largas piernas de cigüeña como si fueran una tijera. Ahora las personas que nos rodeaban no tenían cara de estar divirtiéndose, sino de estupefacción. El maître tenía la pajarita torcida en un ángulo de noventa grados con respecto a su posición normal, de modo que ahora se parecía a las manecillas de un reloj cuando marcan las seis. Andaba con las manos a la espalda y ligeramente encorvado, lo que me hizo pensar en un dibujo de mi libro de literatura de sexto curso, una ilustración de Ichabod Crane, el desdichado maestro de Washington Irving.

Era a mí a quien miraba y a mí a quien se acercaba. Lo miré fijamente, como si estuviera casi hipnotizado (me sentía como en esos sueños en los que descubres que no has estudiado para el examen de derecho al que tenías que presentarte o que has acudido desnudo a una cena en tu honor en la Casa Blanca), y me hubiera quedado así si Humboldt no llega a moverse. Oí que su silla rechinaba y lo miré. Estaba de pie, sosteniendo un pañuelo con la mano sin mucha fuerza. Parecía sorprendido pero también furioso. De pronto comprendí dos cosas: que estaba borracho (muy borracho, la verdad) y que consideraba lo que estaba sucediendo como un desdoro para su forma de hacer las cosas. Al fin y al cabo él había elegido el restaurante y ¿qué había ocurrido?: pues que el jefe de comedor se había vuelto majara.

–¡Ayyy! ¡Te vas a enterar! ¡Esta vez te vas a enterar…!

–Oh, Dios santo. Se ha orinado en los pantalones -musitó una mujer de una mesa cercana, pero se le pudo oír perfectamente en el silencio que se produjo cuando el maître tomó aire para seguir chillando.

Entonces vi que la mujer estaba en lo cierto. El hombre tenía empapada la entrepierna del pantalón del esmoquin.

–Ya basta, idiota -exclamó Humboldt, volviéndose para plantarle cara. El maître sacó la mano izquierda de detrás de la espalda. En ella tenía el cuchillo de carnicero más grande que haya visto en toda mi vida. Debía de medir medio metro de largo y tenía la parte superior del filo un tanto acampanada, como los alfanjes de las antiguas películas de piratas.

–¡Cuidado! – le grité a Humboldt, y en una de las mesas que había junto a la pared un hombre flaco con gafas sin montura chilló, arrojando sobre el mantel los fragmentos de comida masticados que tenía en la boca.

Humboldt no parecía haber oído ni mi grito ni el chillido del hombre. Estaba mirando al maître ceñudamente y diciéndole:

–Sepa usted que no pienso volver por aquí si ésta es la manera…

–¡Ayyy! ¡¡¡Ayyy! – chilló el maître, y acto seguido levantó el cuchillo de carnicero y cortó el aire con él. El arma hizo una especie de silbido, como una frase susurrada. El punto lo puso el cuchillo al hundirse en la mejilla derecha de William Humboldt. La sangre brotó de la herida aparatosamente, formando un violento chorro de diminutas gotas que decoraron el mantel con un dibujo graneado en forma de abanico. Vi claramente (jamás lo olvidaré) que una brillante gota roja caía en mi vaso de agua y se hundía dejando tras de sí un filamento rosáceo semejante a una cola extendida. Parecía un renacuajo ensangrentado.

La mejilla de Humboldt reventó, dejando al descubierto sus dientes. Cuando se llevó la mano a la goteante herida, vi algo de color blanco y rosáceo sobre el hombro de su americana gris marengo. Hasta que no acabó todo no comprendí que seguramente se trataba del lóbulo de su oreja.

–¡Esto para que te enteres! – chilló furiosamente el maître al ensangrentado terapeuta de Diane, que se había quedado parado con la mano sobre la herida. La sangre manaba entre sus dedos y se le escurría por la mano. Por lo demás se parecía extrañamente a Jack Benny cuando pone una de sus famosas caras de desconcierto-. ¡Vete a decírselo a esos repugnantes amigos que tienes en la calle! ¡Sí! ¡A esos chismosos! ¡Eres un aguafiestas! ¡Ayyy…! ¡¡Amante de los perros!!

Ahora había más gente chillando, la mayoría porque había visto la sangre, supongo. Humboldt era un hombre corpulento y estaba sangrando como un cerdo colgado de un gancho. Yo oí el goteo en el suelo como el.agua que sale de una tubería rota; ahora la pechera blanca de su camisa estaba roja. La corbata, que era roja, se le había oscurecido.

–¿Steve? – dijo Diane-. ¡¿Steven?!

En la mesa que había detrás de ella y ligeramente a la izquierda estaban comiendo un hombre y una mujer. De pronto el hombre (que rondaba los treinta años y tenía el mismo atractivo que George Hamilton en sus buenos tiempos), se levantó y corrió hacia la salida del restaurante.

–¡Troy! ¡No te vayas sin mí! – chilló su pareja. Pero Troy no volvió la vista atrás. Al parecer había recordado que tenía que devolver un libro a la biblioteca o tal vez que había prometido limpiar el coche.

Si se había producido una situación de parálisis en el comedor (no podría asegurarlo, pese a que vi muchas cosas y lo recuerdo todo), esto fue lo que le puso fin. Se oyeron más chillidos, se levantaron otras personas y se volcaron varias mesas. Los vasos y las piezas de loza se hicieron añicos en el suelo. Vi a un hombre rodeando la cintura de una mujer pasar apresuradamente por detrás del maître; la mujer le atenazaba el hombro como si en lugar de una mano tuviera una zarpa. Por un momento sus ojos se cruzaron con los míos, y vi que estaban tan vacíos como los de un busto griego. Tenía el semblante pálido como un cadáver y desencajado por el terror.

Todo esto pudo ocurrir en diez segundos o quizá en veinte. Lo recuerdo como una serie de fotografías o planos de película, pero sin secuencia temporal. Para mí el tiempo dejó de existir en el momento en que Alfalfa sacó su mano izquierda de detrás de la espalda y vi el cuchillo de carnicero. Durante aquel tiempo el hombre del esmoquin siguió profiriendo una confusa sarta de palabras en su idioma especial de maître, el idioma que aquella antigua novia mía había llamado pretencioso. Algunas palabras pertenecían realmente a un idioma extranjero, otras eran inglesas pero no tenían el menor sentido, y otras eran desconcertantes y se quedaban grabadas en la memoria de una manera casi obsesiva. ¿Habéis leído la larga y confusa declaración que hizo Dutch Schultz en su lecho de muerte? Pues era algo parecido. De la mayor parte no puedo acordarme, pero lo que recuerdo creo que no lo olvidaré jamás.

Humboldt retrocedió con paso inseguro sin dejar de taparse su lacerada mejilla. Con la corva chocó contra el asiento de su silla y se sentó pesadamente en ella. Parece una persona a la que acaban de decirle que tiene cáncer, pensé. Empezó a volverse hacia Diane y hacia mí. Tenía los ojos muy abiertos y mirada de espanto. Aún tuve tiempo de ver que le brotaban lágrimas antes de que el maître cogiera el cuchillo de carnicero con ambas manos y hundiera la hoja en medio de su cabeza. El ruido que hizo fue parecido al de golpear un montón de toallas con un bastón.

–¡Bota! – chilló Humboldt.

Estoy completamente seguro de que la última palabra que pronunció en este mundo fue «bota». Luego puso sus llorosos ojos en blanco y cayó de bruces sobre su plato, derribando los vasos con una mano extendida. Mientras tanto el maître (que ahora tenía no una parte sino todo el pelo alborotado) extrajo el largo cuchillo de su cabeza haciendo palanca. De la herida salió un chorro de sangre vertical y salpicó el vestido de Diane. Ella levantó de nuevo las manos a la altura de los hombros con las palmas vueltas hacia fuera, pero esta vez en señal de horror, no de irritación. Soltó un grito y a continuación se llevó las manos manchadas de sangre a la cara, tapándose los ojos. El maître no se fijó en ella. Lo que hizo fue volverse hacia mí.

–Ese perro tuyo… -dijo con tono casi familiar. No mostraba ningún interés en los gritos y las aterrorizadas personas que estaban precipitándose por detrás de él hacia la puerta. Ni siquiera parecía darse cuenta de su presencia. Tenía los ojos muy grandes y muy negros. A mí volvían a parecerme marrones, pero tenía unos círculos negros en torno a los irises-. Ese perro tuyo es insoportable. Ni siquiera todas las radios de Coney Island juntas consiguen hacer tanto ruido como él, so cabrón.

Tenía el paraguas en la mano, aunque si hay algo no consigo recordar, por mucho que lo intente, es cuándo lo cogí. Creo que fue cuando Humboldt se quedó estupefacto al darse cuenta de que le habían alargado la boca unos veinte centímetros. Me acuerdo del hombre que se parecía a George Hamilton y salió a todo correr en dirección a la puerta y sé que se llamaba Troy porque así le llamó su pareja, pero no recuerdo cuándo cogí el paraguas que había comprado en la tienda de artículos de viaje. Sin embargo lo tenía en la mano, y la etiqueta del precio colgaba de mi puño, y cuando el maître se inclinó como para hacer una reverencia y atravesó el aire con el cuchillo dirigiéndolo hacia mí (con intención, creo, de hundirlo en mi garganta), lo levanté y le golpeé en la muñeca tal como pudiera azotar un maestro chapado a la antigua a un alumno revoltoso con su vara de nogal.

–¡Uf! – gruñó el maître cuando su mano se dobló bruscamente hacia abajo y la hoja de acero que iba dirigida a mi garganta atravesó el empapado mantel rosa. Pero no se dio por vencido y volvió a levantar el arma. Si hubiera intentado golpearle la mano con que sostenía el cuchillo, estoy seguro de que habría fallado. Pero no fue eso lo que hice. Dirigí el golpe a su cara y le propiné un mamporro sensacional (o al menos todo lo sensacional que puede ser un mamporro que se da con un paraguas) en la sien. El paraguas se abrió como la tapa de una caja de sorpresas cuando el muñeco brinca empujado por un resorte.

Pero no me hizo ninguna gracia. La armadura del paraguas me impidió ver al maître cuando éste retrocedió con paso inseguro llevándose la mano al lugar donde le había golpeado. Esto no me gustó. ¿Que no me gustó he dicho? Me aterrorizó. Y eso que ya estaba bastante aterrorizado.

Cogí a Diane por la muñeca y le di un tirón para que se levantara. Ella se puso en pie sin decir palabra, dio un paso hacia mí, tropezó con sus zapatos de tacón y cayó torpemente en mis brazos. Noté la presión de sus pechos y la cálida y pegajosa humedad que los cubría.

–¡Ayyy…! ¡Estás majara…! – chilló el maître, o quizá fue «macarra» lo que me llamó. Probablemente no tenga importancia, lo sé, y aun así a menudo tengo la impresión de que sí la tiene. A altas horas de la noche, las preguntas triviales me obsesionan tanto como las trascendentales-. ¡Jodido majara! ¡Todas estas radios…! ¡Basta ya, bobo! ¡Que se vaya a la mierda el primo Tito! ¡Y tú también puedes irte a la mierda!

El maître empezó a rodear la mesa en dirección a nosotros (la zona que quedaba a sus espaldas estaba ahora completamente vacía y tenía el mismo aspecto que un bar después de una trifulca en una película del Oeste). Mi paraguas seguía encima de la mesa y su copa, que seguía abierta, sobresalía por el lado opuesto al nuestro. El maître lo golpeó con la cadera y el paraguas cayó delante de él. Mientras lo apartaba, ayudé a Diane a ponerse en pie y tiré de ella hacia el otro lado del comedor. No podíamos ir a la puerta principal, quedaba demasiado lejos, pero incluso si hubiéramos podido llegar a ella, nos la habríamos encontrado colapsada de gente aterrorizada que no dejaba de chillar. Si el maître me perseguía (o a los dos), no le costaría nada darnos alcance y trincharnos como a un par de pavos.

–¡Bichos! ¡Sois unos bichos! ¡Ayyy…! Estoy harto de tu perro, ¿me oyes? ¡Estoy harto de tu perro y de sus ladridos!

–¡Deténle! – gritó Diane-. ¡Oh, Dios mío! ¡Va a matarnos! ¡Deténle!

–¡Os voy a joder vivos, abominaciones! – Ahora estaba más cerca. El paraguas no lo había entretenido mucho tiempo, de eso no cabía duda-. ¡Os voy a joder a todos!

Vi tres puertas, dos estaban la una enfrente de la otra en un entrante de la pared en el que también había un teléfono público. Eran los aseos. Pero era inútil entrar en ellos. Incluso si hubieran sido servicios individuales con cerrojo en la puerta no nos habrían valido para nada. A un chalado como aquel no le costaría trabajo descerrajar la puerta de un retrete, y en tal caso nosotros no tendríamos escapatoria.

Arrastré a Diane hasta la tercera puerta y le empujé al interior de un mundo de limpias baldosas verdes, intensas luces fluorescentes, cromo reluciente y humeantes olores de comida. El olor dominante era el del salmón. Humboldt no había tenido oportunidad de preguntar por los platos del día; yo en cambio creía saber cuál era al menos uno de ellos.

Había un camarero con una bandeja llena sobre la palma de la mano, la boca abierta y los ojos desorbitados. Parecía Gimpel el Tonto, el personaje del relato de Isaac Singer.

–Pero ¿qué…? – exclamó, y le empujé a un lado. La bandeja salió volando y los platos y los vasos se hicieron añicos al chocar contra la pared.

–¡Oigan! – gritó un gordinflón que llevaba una blusa blanca y un enorme gorro de jefe de cocina. Tenía un pañuelo rojo al cuello y un cucharón en una mano del que goteaba una salsa marrón-. ¡Oigan! ¡No pueden entrar aquí de esta manera!

–Tienen que irse -dije-. Se ha vuelto loco. Está…

En ese momento se me ocurrió una forma de dar explicación sin explicar nada: apoyé una mano en el seno izquierdo de Diane, encima de la tela empapada de su vestido. Aquélla fue la última vez que la toqué en un lugar íntimo, y no sé si me gustó o no. Extendí la mano y le mostré al jefe de cocina la palma manchada con la sangre de Humboldt.

–Por amor de Dios… -exclamó-. Vengan a la parte de atrás.

En aquel preciso instante la puerta volvió a abrirse bruscamente y el maître irrumpió en la cocina con los ojos desencajados y el pelo como las púas de un erizo que se ha hecho un ovillo. Miró al camarero, se desentendió de él, y se abalanzó sobre mí.

Salí disparado, arrastrando a Diane y apartando de un empellón la blanda tripa del voluminoso cocinero. Pasamos por su lado y la pechera del vestido de Diane dejó una mancha de sangre en su blusa. En lugar de seguirnos se volvió hacia el maître y yo quise decirle que era inútil, que dirigirse a aquel poseso asesino era la peor idea del mundo y probablemente la última que iba a tener, pero no podía perder un segundo.

–¡Eh! – gritó el jefe de cocina-. Oye, Guy, ¿qué sucede? – Pronunció el nombre del maître como suelen hacerlo los franceses, con una i larga, tras lo cual ya no dijo nada más.

Se oyó un golpe sordo que me recordó al que había provocado el cuchillo al hundirse en el cráneo de Humboldt y a continuación el cocinero gritó. Fue un sonido acuoso, al que siguió un chapoteo apagado que ahora aparece en mis sueños de manera obsesiva. No sé qué fue, ni quiero saberlo.

Tiré de Diane por un estrecho pasillo flanqueado por dos cocinas que nos arrojaron olas de un calor furioso y pesado. Al fondo había una puerta con dos cerrojos. Manipulé frenéticamente el cerrojo de arriba y entonces oí a Guy, el maître infernal, que había reanudado la persecución y estaba balbuceando.

Yo intentaba creer que conseguiría abrir la puerta y salir antes de que él nos atacara, pero una parte de mí (la que estaba decidida a vivir) fue más sensata. Empujé a Diane contra la puerta y me puse delante de ella en actitud protectora y planté cara al maître.

Se acercaba a toda velocidad por el estrecho pasillo que formaban las cocinas esgrimiendo el cuchillo en la mano izquierda por encima de la cabeza. Como tenía la boca abierta, pude verle la dentadura, que estaba sucia y corroída. Cualquier esperanza de que el cocinero nos ayudara se desvaneció, ya que estaba encogido de miedo junto a la puerta que conducía al comedor. Tenía los dedos metidos en la boca como un perfecto patán.

–¡Se me había olvidado que no deberías haber estado…! – chilló Guy. Parecía Yoda en La guerra de las galaxias-. ¡Tu odioso perro…! ¡Tu ensordecedora música…! ¡Ayyy! ¿Cómo has podido…?

En uno de los fuegos delanteros de la cocina de la izquierda había una olla. La cogí y se la arrojé encima. Tuvo que pasar una hora para que me diera cuenta de las graves quemaduras que sufrí al hacerlo: tenía la palma de la mano llena de ampollas que parecían pastas diminutas y más ampollas en los tres dedos del medio. La olla salió despedida de la cocina y se volcó en el aire, empapando a Guy de cintura para abajo con algo más de cinco litros de agua hirviendo con maíz y arroz.

Guy chilló, retrocedió a trompicones y puso una mano sobre la otra cocina, casi directamente sobre la llama que ardía bajo una sartén en la que unos champiñones empezaban a convertirse en carbón. Guy volvió a chillar (esta vez en un registro tan alto que me dañó los oídos) y se puso la palma de la mano ante los ojos como si no pudiera creer que fuese suya.

Miré a mi derecha y vi que al lado de la puerta había un pequeño espacio reservado para productos de limpieza: en un estante había Glassex, Clorox y Mr. Proper y, abajo, una escoba con un recogedor colocado encima del mango como un sombrero y una fregona dentro de un cubo con escurridor…

Cuando Guy volvió a acercarse a mí empuñando el cuchillo, cogí la fregona y tiré para mover el cubo sobre sus ruedecillas y ponerlo delante, y luego traté de darle un golpe a Guy con él. Éste se inclinó hacia atrás, pero no retrocedió. En sus labios había una sonrisilla peculiar, como un tic nervioso. Parecía un perro que se ha olvidado de gruñir. Alzó el cuchillo a la altura de la cara e hizo varios movimientos enigmáticos. Los fluorescentes del techo se reflejaron con un brillo trémulo y líquido sobre la hoja, en los puntos donde no había sangre. Daba la impresión de que no sentía dolor ni en la mano quemada ni en las piernas, pese al agua hirviendo que le había caído encima.

–Cabrón de mierda -masculló mientras hacía sus enigmáticos movimientos. Era como un cruzado preparándose para entrar en batalla, si cabe imaginarse un cruzado con el pantalón rebozado de arroz-. Voy a matarte como he matado a ese maldito perro ladrador tuyo.

–Yo no tengo perro -repuse-. No puedo tener un perro. Es una condición del contrato de arrendamiento.

Creo que fue lo único que le dije durante aquella pesadilla, y no estoy completamente seguro de si lo dije en voz alta. Puede que sólo lo pensara. Detrás de él vi al jefe de cocina, que trataba de ponerse en pie. Tenía una mano sobre el tirador del frigorífico y la otra sobre la blusa ensangrentada, la cual mostraba un desgarrón a la altura de su hinchada tripa que parecía una sonrisa púrpura. Estaba intentando evitar que se le salieran los intestinos, pero era una batalla perdida. Una parte de ellos, brillante y amoratada, ya colgaba fuera como la cadena de un reloj de pesadilla.

Guy me hizo una finta con el cuchillo. Yo respondí lanzándole el cubo de la fregona, pero él retrocedió. Yo volví a acercármelo y me quedé quieto cogiendo el mango de madera de la fregona, listo para lanzarle el cubo de nuevo si se movía. Tenía palpitaciones en la mano y el sudor me caía por la mejilla como aceite caliente. Detrás de Guy, el cocinero se las había arreglado para ponerse en pie. Con lentitud, como un inválido durante la primera fase de rehabilitación tras una difícil operación, empezó a avanzar penosamente por el pasillo en dirección a Gimpel el Tonto. Le deseé lo mejor.

–Descorre los cerrojos -le dije a Diane.

–¿Qué?

–Que descorras los cerrojos de la puerta.

–¡No puedo moverme! – exclamó-. Estás aplastándome.

Me moví hacia adelante para dejarle sitio. Guy me mostró sus dientes, hizo otra finta con el cuchillo y luego volvió a retirarlo, esbozando su nerviosa y perruna sonrisilla. Yo volví a lanzarle el cubo de la fregona, que rodó sobre sus chirriantes ruedecillas.

–Eres un gusano maloliente -dijo. Parecía que estuvieras hablando sobre las posibilidades que tenían los Mets de ganar la próxima liga-. A ver si te atreves ahora a poner la radio tan alta, gusano. Esto supone un cambio de perspectiva, ¿eh? ¡Majara!

Trató de asestarme una cuchillada. Yo le lancé el cubo. Pero esta vez no retrocedió tanto, y me di cuenta de que estaba preparándose. Tenía la intención de abalanzarse sobre mí, y pronto. Entonces noté el roce de los senos de Diane, que estaba conteniendo la respiración. Le había dejado sitio, pero no se había vuelto para descorrer los cerrojos. Estaba paralizada.

–Abre la puerta -le dije torcidamente, como un presidiario-. Tira de los jodidos cerrojos, Diane.

–No puedo… -sollozó-. No puedo, no tengo fuerza en las manos. Deténle, Steven, no te quedes ahí hablando con él. Deténle.

Estaba sacándome de mis casillas, de veras.

–O te vuelves y tiras de esos malditos cerrojos, Diane, o me aparto y le dejo…

–¡Ayyy! – chilló Guy, y se precipitó sobre nosotros lanzando cuchilladas.

Le arrojé el cubo de la fregona con todas mis fuerzas y le golpeé en las piernas haciéndole perder el equilibrio. Guy soltó un alarido y me lanzó una cuchillada hacia abajo haciendo un largo y desesperado movimiento con el brazo. Un poco más cerca y me hubiera rebanado la punta de la nariz. Luego cayó torpemente con las rodillas separadas de tal forma que la cara le quedó encima del escurridor del cubo. ¡Perfecto! Le apreté la nuca con la fregona, que cayó sobre sus hombros como si fueran la peluca de una bruja. Su cara quedó incrustada en el escurridor. Guy soltó un chillido de dolor, pero el sonido quedó amortiguado por la fregona.

–¡Tira de esos cerrojos! – le grité a Diane-. ¡Tira de esos cerrojos, jodida inútil! ¡Tira…!

Entonces oí un ruido sordo. Algo duro y puntiagudo me había golpeado la nalga izquierda. Proferí un grito (más por sorpresa que por miedo, creo, aunque me dolió), perdí el equilibrio y caí sobre una rodilla. Guy sacó la cabeza, saliendo al mismo tiempo de debajo de la fregona y respirando tan ruidosamente que parecía estar ladrando. Pero esto no le frenó, ya que arremetió contra mí con el cuchillo. Yo retrocedí, sintiendo el aire cuando la hoja pasó al lado de mi mejilla.

Fue al erguirme cuando me di cuenta de lo sucedido. Sí, fue entonces cuando me di cuenta de lo que Diane había hecho. La miré por encima del hombro. Ella me sostuvo la mirada desafiante, con la espalda apretada contra la puerta. Una idea descabellada acudió a mi mente: Diane quería matarme. Incluso era posible que hubiera planeado todo aquel asunto. Había conocido a un maître chiflado y…

Diane abrió los ojos desmesuradamente y gritó:

–¡Cuidado!

Me volví justo a tiempo para ver a Guy abalanzándose sobre mí. Tenía la cara rojo brillante excepto en los puntos donde los agujeros del escurridor le habían dejado círculos blancos. Intenté pegarle en la garganta con el palo de la fregona, pero sólo conseguí golpearle en el pecho. Sin embargo logré rechazar su ataque y que retrocediera un paso. Lo que ocurrió a continuación fue sólo buena suerte. Se resbaló con el agua del cubo volcado y se golpeó la cabeza contra las baldosas. Sin pensarlo y vagamente consciente de que estaba gritando, cogí la sartén de los champiñones del fuego y le di en la cara con todas mis fuerzas. Se oyó un sonido amortiguado, al que siguió el espantoso (pero afortunadamente breve) silbido que produjo su piel cuando se le quemaron las mejillas y la frente. Di media vuelta, aparté a Diane a un lado y descorrí los cerrojos de la puerta. Abrí y la luz del sol me azotó como un látigo. También lo hizo el olor del aire. Que yo recuerde, jamás el olor del aire me ha parecido tan agradable como en aquella ocasión, ni siquiera de pequeño, cuando llegaba el primer día de las vacaciones de verano.

Cogí a Diane por el brazo y la saqué a un estrecho callejón a cuyos lados había unos cubos de basura cerrados con candado. Al final se encontraba la calle Cincuenta y tres, por la que pasaban coches en ambas direcciones ignorantes de lo que acababa de suceder. Para mí fue una visión del paraíso. Luego eché un vistazo por la puerta de la cocina. Guy estaba tumbado boca arriba con un círculo de champiñones carbonizados alrededor de la cabeza que parecía una diadema. La sartén había caído a un lado, dejando al descubierto una cara roja e hinchada de ampollas. Guy tenía un ojo abierto, pero no parecía ver las luces fluorescentes del techo. Detrás de él la cocina estaba vacía. Había un charco de sangre en el suelo y huellas de mano hechas con sangre en la puerta de esmalte blanco del frigorífico empotrado, pero el jefe de cocina había desaparecido.

Cerré la puerta de golpe y señalé el callejón.

–Vamos -dije.

Diane se quedó mirándome fijamente. Yo le di un leve empujón en el hombro izquierdo.

–¡Vamos!

Ella levantó una mano como un guarda urbano, hizo un gesto de negación con la cabeza y luego me señaló con un dedo.

–No me toques.

–¿Qué vas a hacer? ¿Azuzar a tu terapeuta para que me ataque? Creo que está muerto, querida.

–No me hables en tono paternalista. Que no se te ocurra. Y te lo advierto, Steven: no me toques.

La puerta de la cocina se abrió de repente. No pensé nada; simplemente me moví y la cerré de golpe. Antes de que se cerrara, oí un grito ahogado (no sé si de dolor o de enojo, ni me importa), tras lo cual me apoyé contra ella firmemente.

–¿Quieres que nos quedemos aquí y lo discutamos? – le pregunté-. A juzgar por el ruido que está haciendo, parece que sigue bastante animado. – Guy volvió a empujar la puerta. Yo trastabillé pero volví a cerrarla. Esperé a que lo intentara de nuevo, pero no lo hizo. Diane me miró de hito en hito, con expresión de enojo e incertidumbre, y luego echó a andar con la cabeza gacha y el pelo suelto. Yo permanecí apoyado contra la puerta hasta que ella hubo recorrido las tres cuartas partes del callejón, tras lo cual me aparté y miré la puerta con cautela. Nadie salió, pero para quedarme tranquilo arrastré uno de los cubos de basura hasta la puerta y lo dejé allí. Luego eché a correr en dirección a Diane.

Cuando llegué a la salida del callejón ya había desaparecido. Miré a la derecha, hacia Madison, y no la vi. Miré a la izquierda y allí estaba, cruzando lentamente la calle Cincuenta y tres en diagonal con la cabeza todavía gacha y el pelo ondeando sobre ambos lados de la cara como un par de cortinas. Nadie le hacía caso; la gente que había delante del restaurante Gotham estaba mirando por el ventanal tan asombrada como quienes se detienen delante de los tiburones del acuario de Boston a la hora de la comida. Se oían unas sirenas acercándose. Eran muchas.

Crucé la calle e hice ademán de tocarle el hombro, pero preferí llamarla por su nombre.

Ella se dio media vuelta. Tenía la mirada ausente a causa del terror y la conmoción. La parte delantera de su vestido se había convertido en un repugnante babero púrpura. Apestaba a sangre y adrenalina.

–Déjame en paz -dijo-. No quiero volver a verte.

–Me has tratado a patadas ahí dentro, so puta. Y encima casi consigues que me maten. Mejor dicho, casi consigues que nos maten a los dos. Es increíble.

–Llevo catorce meses deseando tratarte a patadas -dijo-. Cuando se trata de cumplir nuestros sueños, no siempre podemos elegir el momento, ¿no te…?

Le di un bofetón. No lo hice con premeditación, simplemente le descargué la mano en la mejilla. Pocas cosas en mi vida de adulto me han producido tanto placer. Me avergüenzo de ello, pero ya he llegado a tal punto en esta historia que ahora no puedo empezar a contar mentiras, ni siquiera por omisión.

Diane echó la cabeza hacia atrás. Abrió los ojos desmesuradamente y puso gesto de sorpresa y dolor, con lo cual la expresión ausente que le había causado la conmoción desapareció de su mirada.

–¡Malnacido! – gritó llevándose la mano a la mejilla. Las lágrimas estaban a punto de brotarle-. ¡Oh! ¡Eres un jodido malnacido…!

–Te he salvado la vida -dije-. ¿No te das cuenta? ¿No consigues comprenderlo? Te he salvado la vida, joder.

–Eres un hijo de puta -musitó-. Un hijo de puta controlador, puntilloso, de miras estrechas, engreído y satisfecho de sí mismo. ¡Te odio!

–Basta ya de idioteces. Si no fuera por este hijo de puta engreído y de miras estrechas ahora estarías muerta.

–Si no fuera por ti, ni siquiera habría venido aquí -dijo cuando los primeros coches de policía anunciaron su llegada con un quejido de sirenas y se detuvieron delante del restaurante Gotham. Los agentes de policía salieron de ellos como salen los payasos a hacer un número circense-. Si vuelves a tocarme te arranco los ojos, Steve -me advirtió-. No te acerques a mí.

Tuve que meterme las manos en los sobacos. Querían matarla. Querían rodear su cuello y matarla.

Dio siete u ocho pasos y luego se volvió hacia mí, sonriendo. Era una sonrisa terrible, más espantosa que cualquier expresión que hubiera visto en la cara de Guy, el camarero endemoniado.

–He tenido amantes -dijo con su terrible sonrisa. Estaba mintiendo. La mentira se le reflejaba en todo el rostro, pero esto no disminuyó el dolor que me produjo. Ella quería que fuera cierto. También esto se reflejaba en su rostro-. Este último año he tenido tres. Tú no me lo hacías nada bien, de manera que he buscado hombres que me lo hicieran mejor.

Dio media vuelta y se alejó como si fuera una mujer de sesenta y cinco años en lugar de veintisiete. Yo me quedé parado y la observé. Justo antes de que llegara a la esquina volví a gritar. Era lo único que no podía aceptar. Se me había quedado clavado en la garganta como un hueso de pollo:

–¡Te he salvado la vida! ¡Te he salvado la vida, joder!

Ella se detuvo antes de doblar la esquina y se volvió. En sus labios seguía dibujada la terrible sonrisa de antes.

–No -dijo-, no me has salvado.

Luego dobló la esquina. No la he vuelto a ver desde entonces, aunque supongo que lo haré. La veré en los tribunales, como se suele decir.

En la siguiente manzana vi una tienda y compré un paquete de Marlboro. Cuando regresé a la esquina de Madison con la Cincuenta y tres, estaba cortada con esos caballetes azules que pone la policía para proteger la escena de un crimen o el recorrido de un desfile. Aun así pude ver el restaurante. Me senté en el bordillo, encendí un cigarrillo y observé los acontecimientos. En aquel momento llegaron varias ambulancias con sirenas. A quien metieron en la primera fue al jefe de cocina, que estaba inconsciente pero al parecer seguía vivo. Tras su breve aparición, sacaron sobre una camilla una bolsa para transportar cadáveres: era Humboldt. A continuación sacaron a Guy, que iba atado a una camilla y miraba de un lado a otro con los ojos desorbitados, y lo metieron en la parte trasera de una ambulancia. Tuve la impresión de que por un instante nuestras miradas se habían cruzado, pero probablemente no fue más que mi imaginación.

Cuando la ambulancia de Guy se puso en marcha y pasó por un hueco que había en la valla de caballetes que habían hecho dos agentes uniformados, arrojé el cigarrillo que estaba fumando a la cuneta. Si acababa de salvar el pellejo no era para empezar a matarme de nuevo con el tabaco, decidí.

Miré cómo se alejaba la ambulancia y traté de imaginarme al hombre que llevaba dentro viviendo allí donde viven los maîtres: Queens, Brooklyn o tal vez incluso Ray o Mamaroneck. Traté de imaginarme el aspecto de su comedor y los cuadros que tendría colgados de la pared… No lo conseguí, pero me di cuenta de que podía imaginarme con relativa facilidad cómo era su dormitorio, aunque no si lo compartía con una mujer. Podía verlo tumbado en la cama, despierto pero totalmente quieto, mirando al techo a altas horas de la noche mientras la luna permanecía suspendida en el negro firmamento como el ojo entornado de un cadáver. Podía imaginármelo tumbado en la cama y escuchando los continuos y monótonos ladridos del perro del vecino, que se repetían ininterrumpidamente hasta que el sonido se convertía en un clavo de plata que le horadaba el cerebro. Podía imaginármelo tumbado no muy lejos de un armario lleno de esmoqúines metidos en bolsas de plástico de tintorería, colgados en la oscuridad como criminales ahorcados. Me pregunté si estaría casado. De ser así, ¿habría matado a su esposa antes de ir a trabajar? Pensé en el lamparón que tenía en la camisa y llegué a la conclusión de que era una posibilidad. También pensé en el perro del vecino, el que no podía callar. Y en la familia del vecino.

Pero sobre todo pensé en Guy, tumbado sin poder pegar ojo las mismas noches que yo no había podido dormir, oyendo el perro del vecino de al lado o del piso de abajo tal como yo había oído las sirenas y el rumor de los camiones que se dirigían al centro. Pensé en él tumbado en su dormitorio con la mirada puesta en las sombras que la luna había claveteado en el techo. Pensé en aquel chillido que habría ido aumentando en su cabeza como el gas en una habitación cerrada.

–¡Ayyy…! – dije, sólo para ver cómo sonaba. Tiré el paquete de Marlboro a la cuneta y, sin levantarme del bordillo de la acera, empecé a pisotearlo metódicamente-. Ayyy… Ayyy… Ayyy…

Uno de los policías que había junto a los caballetes me miró.

–Oiga, amigo, ¿quiere dejar de incordiar? – dijo-. Aquí no estamos para bromas.

Pues claro que no están para bromas, pensé. ¿Acaso hay alguien que lo esté?

Pero no dije nada. Dejé de pisotear el paquete, que ya estaba bastante aplastado, y dejé de imitar el chillido. Sin embargo todavía podía oírlo en mi cabeza. ¿Y por qué no iba a ser así? Tiene tanto sentido como cualquier otra cosa.

Ayyy…

Ayyy…

Ayyy…

Stephen King ha escrito treinta novelas y muchos relatos. Está considerado el maestro de la narrativa de terror contemporánea. Vive en Maine con su esposa, la novelista Tabitha King, pero viaja con frecuencia a Nueva York y va a comer al restaurante Gotham, donde no pierde de vista los cuchillos.

EL PSICÓPATA

MlCHAEL O'DONOGHUE

TÍTULOS Y CRÉDITOS

Pintura de pulverizador de color blanco crudo sobre negro.

SOBRE: INTERIOR DORMITORIO.

MAÑANA

PLANO CENITAL sobre PSICÓPATA tumbado en la cama mirando al techo. Es rubio, bien parecido, alto y musculoso. Lleva un calzoncillo negro y la palabra AMOR tatuada en un brazo, OÍMOS el suave tictac de un despertador que hay sobre la mesilla.

Suena la alarma. Se incorpora y lo apaga, VEMOS unas pastillas esparcidas sobre la mesilla.

La habitación está desordenada y en mal estado. Hay un hornillo y unos cuantos muebles estilo Goodwill. Las ventanas tienen las persianas rotas y carecen de cortinas. En las paredes hay citas garabateadas sobre el amor: desde canciones de los Beatles {All You Need is Love) a poemas de Robert Browning (O Lyric Love, Half Ángel and Half Bird, And All a Wonder and a Wild Desire!). VEMOS algunas de estas citas en PLANOS PICADOS Y CERRADOS. En una pared hay un calendario gigante hecho a mano con días tachados. Estamos a mediados de febrero.

El psicópata se pone un uniforme de combate improvisado, unas placas de identificación y unas botas militares brillantísimas. Advierte una imperceptible mota de polvo en la reluciente puntera de la bota y la quita cuidadosamente.

Arranca una tira de la sábana y se la ata alrededor de la frente.

Saca un maletín de aluminio de debajo de la cama. Está lleno de armas de la tecnología más avanzada. Se sujeta una automática al tobillo con cinta adhesiva, esconde una recortada de calibre doce en la chaqueta, se llena los bolsillos de munición y coge un rifle de asalto.

El psicópata está preparado para comenzar su jornada.

INTERIOR: PASILLO. MAÑANA

Mientras cierra la puerta con la llave, el psicópata ve al LECHERO en el pasillo, que tiene un cartón de leche en cada mano. Saca rápidamente el rifle y abre fuego. Los cartones de leche explotan mientras el hombre cae al suelo.

El psicópata pasa por encima del cadáver y se dirige a la calle.

EXTERIOR: CALLE. MAÑANA

Mientras baja por las escaleras del portal del edificio, una bonita ESTUDIANTE DE INSTITUTO negra pasa patinando por delante de él con los libros colgados del hombro. El psicópata descarga una ráfaga que lanza a la joven contra los cubos de basura que hay junto al bordillo y dispersa sus libros por la acera. Las ruedas de los patines giran hasta detenerse.

El psicópata pasa tranquilamente a su lado, observando un alto edificio de oficinas que hay en la otra acera. Se dirige a la puerta de entrada.

INTERIOR: EDIFICIO DE OFICINAS, VESTÍBULO. DÍA

El psicópata cruza el vestíbulo y entra en un ascensor vacío. Un NIÑO y una NIÑA entran detrás de él. La niña le mira y sonríe. Él también sonríe. Las puertas se cierran y VEMOS subir el indicador de pisos.

INTERIOR: ÚLTIMO PISO. DÍA

La campana suena mientras se abren las puertas. El psicópata sale sin volver la vista atrás. Los niños yacen en el suelo con los brazos y las piernas extendidas.

El psicópata desaparece tras una puerta con un cartel en el que pone TEJADO

EXTERIOR: TEJADO. DÍA

El psicópata saca una mira telescópica y la coloca en el rifle. Se apoya firmemente contra el pretil y apunta a una pareja de ancianos que hay en el parque.

Por la mira VEMOS al ANCIANO en el retículo dando de comer a las palomas. El disparo ahuyenta a las palomas y el anciano se desploma sobre el banco.

La mira se mueve para apuntar a la ANCIANA

EXTERIOR: CALLE. DÍA

DOS POLICÍAS están descansando en un coche patrulla cuando se oye el segundo disparo.

EL AGENTE: ¡Vamos!

El agente pone el coche en marcha rápidamente mientras su compañera enciende la sirena.

EXTERIOR. EDIFICIO DE

OFICINAS. DÍA

El coche de policía derrapa y se detiene. Los agentes entran en el edificio a todo correr, OÍMOS esporádicamente lejanos disparos de rifle.

INTERIOR: VESTÍBULO. DÍA

Los agentes entran precipitadamente en el vestíbulo, UN GUARDIA DE SEGURIDAD desconcertado sale a su encuentro.

GUARDIA: Está en el tejado.

LA AGENTE: ¿Cómo podemos subir?

GUARDIA (indicándoles el camino): Por las escaleras de servicio.

INTERIOR: ESCALERA. DÍA

Los agentes suben por las escaleras a todo correr con las pistolas en la mano.

El sonido de los disparos esporádicos se oye más claramente. Los policías llegan al tejado y, apretándose contra la pared, abren poco a poco la puerta.

EXTERIOR: TEJADO. DÍA

Rodeado de cartuchos vacíos, el psicópata descarga ráfaga tras ráfaga a la confiada ciudad. No ha oído a los agentes de policía, que sigilosamente se han colocado detrás de él.

EL AGENTE: ¡Alto ahí! ¡Suelte el arma!

El psicópata obedece.

Cuando el policía se acerca para ponerle las esposas, el psicópata desliza la mano hasta el tobillo, saca el arma que lleva escondida y lo mata. La agente dispara, pero falla. El psicópata la hiere en el brazo. Ella trata de volver a las escaleras, pero él consigue alcanzarle y ella cae por las escaleras.

INTERIOR: VESTÍBULO. DÍA

El psicópata sale, haciendo caso omiso del guardia, que está encogido de miedo.

EXTERIOR: EDIFICIO DE

OFICINAS. DÍA

Pasa por delante del coche de policía abandonado. Las puertas están abiertas y la luz de color cereza de la sirena está dando vueltas.

EXTERIOR: CALLE. DÍA

Camino de su casa, se fija en un par de conejos que retozan en el escaparate de una tienda de animales domésticos y acribilla el escaparate a balazos, haciendo añicos el cristal.

EXTERIOR: EDIFICIO DE

VIVIENDAS. DÍA

Con aire cansino empieza a subir por los escalones del portal. Ha sido un día muy largo.

INTERIOR: PASILLO. DÍA

Pasa por encima del lechero con cuidado de no pisar los charcos de leche que se han extendido sobre el linóleo del suelo.

INTERIOR: DORMITORIO. DÍA

El psicópata abre la puerta de su habitación, entra y arroja las armas al suelo. Coge un pulverizador de pintura y tacha el día que marca el calendario: 14 de febrero.

Sudoroso y agotado, se echa en la cama. Con un PLANO CENITAL, lo VEMOS con la mirada clavada en el techo.

LENTAMENTE NOS ACERCAMOS al psicópata.

Cierra los ojos. Empieza a oírse MÚSICA, un disco de Funny Valentine, antiguo y en mal estado.

INTERIOR: PASILLO. DÍA

En un PLANO CÁMARA EN MANO nebuloso y en movimiento, VEMOS al lechero sufrir un espasmo.

EXTERIOR: EDIFICIO DE OFICINAS. ESCALERAS. DÍA

Nos acercamos flotando a la agente de policía. Sufre una convulsión, recupera el conocimiento y trata de ponerse en pie.

EXTERIOR: PARQUE. DÍA

La pareja de ancianos empieza a moverse.

INTERIOR: DORMITORÍO. DÍA

CERRAMOS EL PLANO sobre el psicópata.

INTERIOR: PASILLO. DÍA

El lechero se pone en pie. Pulsa el timbre del piso de la VECINA. Ella abre (es una mujer descocada de cuarenta y tantos años) y le da un sonoro beso.

EXTERIOR: CALLE. DÍA

Un ESTUDIANTE DE INSTITUTO negro y bien parecido vestido con una chaqueta deportiva universitaria recoge los libros de la joven de los patines. Ella se sienta en el bordillo y se ajusta un patín con cara de estar disgustada.

EL ESTUDIANTE: -¿Estás bien?

LA ESTUDIANTE: -Sí.

Él la ayuda a ponerse en pie sin dejar de sostener los libros.

EL ESTUDIANTE: -Ya los llevo yo.

INTERIOR: VESTÍBULO DEL EDIFICIO OFICINAS. DÍA

Las puertas del ascensor se abren y el niño y la niña salen cogidos de la mano.

EXTERIOR: BANCO DEL PARQUE.

DÍA

El anciano da un abrazo a su acompañante. Ella apoya la cabeza sobre su hombro.

EXTERIOR: EDIFICIO DE

OFICINAS. DÍA

El agente de policía mete la mano debajo del asiento del coche, saca una caja de bombones satinada en forma de corazón y se la entrega a su compañera.

INTERIOR: DORMITORÍO. DÍA

Primer plano de la cabeza del psicópata. Sonríe.

EXTERIOR: TIENDA DE ANIMALES DOMÉSTICOS. DÍA

Por la ventana rota, VEMOS, además de un par de conejos, docenas y docenas de crías de conejo

INTERIOR: DORMITORÍO. DÍA

DESCENDEMOS hasta las placas de identificación que lleva el psicópata al cuello Y NOS ACERCAMOS PARA TOMAR UN PRIMERÍSIMO PRIMER PLANO. En ellas se lee: CUPIDO.

La MÚSICA acaba: «Cada día es un día de San Valentín…»

FUNDIDO EN NEGRO

Tras dejar la universidad en los años sesenta, Michael O'Donoghue (Nueva York, 1940) se trasladó a San Francisco, donde fundó la revista Renaissance, en la que publicó a autores como Charles Bukowski. Después volvió a Nueva York y creó para Evergreen Review la legendaria tira cómica Phoebe Zeitgeist. Su libro The Incredible Adventure of the Rock fue todo un éxito y Christopher Cerf le ofreció el puesto de redactor en el National Lampoon, de reciente creación. Posteriormente fue redactor jefe de Saturday Night Life. Tras abandonar ese trabajo, Michael se dedicó a escribir artículos, reunir recuerdos de asesinos en serie, realizar la película de culto Mr. Mike's Mondo Video y escribir guiones como Scrooged. Su trágica muerte, ocurrida en 1994 a causa de una hemorragia cerebral, acalló a una de las voces más influyentes del humor estadounidense posmoderno. Su relato El psicópata está siendo adaptado al cine.

PAS DE DEUX

Kathe Koja

Le gustaban jóvenes. Le gustaban los hombres jóvenes, los príncipes. Y le gustaban jóvenes cuando todavía podían gustarle, porque a esas alturas, en ese preciso momento, estaba harta de los hombres mayores e inteligentes, los que siempre sabían qué decir y que sonreían de determinada manera cuando ella hablaba de la pasión. Los jóvenes no sonreían o, si lo hacían, era con una perplejidad conmovedora, puesto que no acababan de comprenderlo, no estaban seguros, no lo comprendían del todo… Eran quienes mejor sabían lo que no sabían: que todavía les quedaba mucho por aprender.

–¿Aprender qué? – La profunda voz de Edward surgió de la jaula de la memoria-. ¿Qué queda por aprender. – Cogió la botella y se sirvió un trago-. ¿Y quién va a dar la lección?

Tenía sonrisa de insecto y unos ojos inexpresivos que parecían de una muñeca. Ahí estaba, con las sábanas amontonadas descuidadamente al pie de la cama, una gran cama con dosel semejante a un galeón que había heredado de su primera esposa, como las sábanas, hechas a medida. Todo ello era el regalo de boda que le había hecho la madre de su primera esposa; Adele se llamaba, y a él le gustaba decirlo, le gustaba fingir que también se la había follado (¿sería fingimiento?), que en la misma noche había estado con la madre y con la hija, que lo había hecho varias noches y que había esparcido su simiente entre las piernas de las dos. Y la remilgada de Alice no podía compararse, decía Edward, con la sublime Adele, que había estado en todas partes, había vivido en París y en Hong Kong y había escrito una biografía de Balanchine; Adele, que desde los veintiún años sólo vestía de negro…

–No acierto a ver -dijo él con la cabeza hacia atrás, la rodilla doblada y su polla, corta y gruesa, como una salchicha a medio comer- qué crees poder enseñarme. ¿No estás siendo un poquitín absurda?

–Todos tenemos algo que aprender -repuso ella.

Él se rió y salió de la habitación para volver con un libro, Balanchine y yo. En la tapa había una fotografía en color de Balanchine y en la parte de atrás una pequeñita en blanco y negro de Adele.

–Lee esto -dijo entregándole el libro-. A ver cuántas cosas no sabes. – El aliento le olía a whisky. Se volvió a tumbar en la cama con el vaso sobre el pecho, un pecho grande y peludo como el de un animal. Le gustaba tumbarse desnudo con las ventanas abiertas y contemplarla. Entonces, sabiendo que estaba helada y que se le estaban entumeciendo los músculos, le preguntó-: ¿Tienes frío? ¿Has notado alguna corriente de aire?

«No», podría haber respondido ella. O «Sí» o «Vete a la mierda» o mil cosas más, pero al final no había respondido nada y se había ido. Le había dejado allí, en su cama con dosel, y se había buscado un lugar propio, su propio espacio. Se había ido a vivir encima de su salón. Tenía un salón de baile y, aunque llevaba mucho tiempo fuera, ahora había vuelto y pronto, en uno o dos meses, tendría dinero suficiente para mantener la calefacción y las luces encendidas, y también mantenerse ella fuerte. Mantenerse fuerte, aquélla era su frase en aquel momento, la frase en la que cifraba su mundo: mantenerse en movimiento a toda costa. ¿Era demasiado mayor para bailar? Hacía mucho tiempo que lo había dejado, se había olvidado de demasiadas cosas, había perdido la elegancia elitista del cuerpo torturado, del cuerpo como herramienta del movimiento. ¿O de la voluntad? No. Mientras tuviera piernas, brazos y una espalda que doblar o torcer, mientras pudiera moverse, podría bailar.

Sola, con frío, en la oscuridad…

A veces cuando oscurecía demasiado incluso para ella, salía de casa e iba a discotecas donde por el precio de una cerveza podía bailar toda la noche al ritmo de thrash o steelcore. Se trataba de un baile diferente del que practicaba con la barra: daba sacudidas y se retorcía hasta quedar agotada, con el pelo pegado a la cara, la camiseta pegada al cuerpo, echándose agua sobre el cuello en el servicio en medio del humo y el hedor para luego volver con la cabeza gacha, los ojos cerrados y el cuerpo tenso y martirizado por el movimiento. Era increíble verla, lo sabía, los hombres se lo decían, la seguían cuando abandonaba la pista, se aproximaban a su taburete junto a la barra del bar y le decían que era una bailarina magnífica, y aproximándose más y más le hacían la pregunta inevitable: ¿por qué bailaba sola? «Necesitas pareja», le decían, pero naturalmente eso no era posible, realmente no lo era, porque no había nadie con quien ella quisiera bailar, nadie que pudiera hacer lo que ella podía hacer, de manera que se encogía de hombros y a veces sonreía, hacía un gesto de negación con la cabeza y decía «No» apartando la mirada. «No, gracias.»

A veces le invitaban a copas y a veces se las bebía. A veces, si eran lo bastante jóvenes, si eran lo bastante amables, se los llevaba a casa, subía a su piso, con sus persianas a medio bajar y su desvencijado futón, sus desordenados montones de revistas de baile, sus viejas zapatillas de bailarina y sus trapos ensangrentados, y se los follaba, lenta o rápidamente, en silencio o soltando pequeños gemidos jadeantes o aullidos de perra, con la cabeza hacia atrás en la oscuridad y el ruido amortiguado del calefactor. Luego se tumbaba al lado de ellos, se apoyaba sobre un codo, les hablaba del baile, de la pasión, de la diferencia entre el hambre y el amor, y allí, en la oscuridad, entre las subidas y bajadas de su voz, que era procesional como el agua o como la música, tumbados allí en la húmeda calidez creada por sus cuerpos, se sentían empujados (por sus palabras, por su cuerpo) a hacerlo de nuevo, a tender el puente entre el hambre y el amor… Eran jóvenes y podían seguir haciéndolo toda la noche. Luego la miraban y decían «Eres preciosa». Lo decían todos. «Eres preciosa. ¿Puedo llamarte?»

«Claro que puedes llamarme», decía ella inclinándose sobre ellos, con la respiración más lenta y el sudor de los pechos como un leve hormigueo; les veía la cara, les veía sonreír y vestirse (vaqueros y camisetas de manga corta, chalecos desgarrados y chaquetas de camuflaje, pañuelos en la cabeza y pendientes diminutos de plata y oro) y les veía irse; y antes de que se fueran les daba el número, se lo escribía en la mano, el número de la tintorería donde solía llevar los trajes de Edward. Pero ¿cómo podía considerársela cruel?, se preguntaba. ¿Cómo podía constituir una falta dejar de ofrecer lo que no tenía? Era peor pretender lo contrario, era peor embaucarles cuando sabía que ya les había dado todo lo que podía darles: una noche, su conversación… Nunca se llevaba a casa al mismo en dos ocasiones y siempre había discotecas y bares en aquella ciudad de bares y discotecas, y luces en la oscuridad, y la botella tan fría como el conocimiento en su cálida y resbaladiza mano.

A veces volvía andando de los bares y las discotecas. Para ella no suponía nada caminar diez, treinta, cincuenta manzanas; nadie la molestaba y siempre iba sola. Cabizbaja, las manos a cada lado como un delincuente, como una criminal de película, pensaba en medio de la oscuridad, en medio de la lluvia de las cuatro de la madrugada o de la última desdeñosa ráfaga de nieve. El hielo era como un cosmético para empolvarse la cara; el frío le solidificaba el sudor de su corto pelo; Edward le decía que parecía una condenada a cadena perpetua. «Pero ¿qué te proponías?», le preguntaba mientras ella se revolvía el pelo delante del espejo del cuarto de baño y se quitaba los mechones cortados y los rizos muertos mientras su imagen de perfil se reflejaba en el cristal como si estuviera desfigurada, desenfocada, en continuo movimiento. «No tienes el corte de cara para un peinado así», le decía mientras acercaba una mano para poner la cara bajo la luz, que parecía una pistola encima de ella. Aquella sonrisa suya, que parecía la de un rey que ha abdicado el trono… «Una vez Alice se cortó todo el pelo, todo, para herirme. Ella lo negó; me dijo que lo único que quería era un cambio de aspecto, pero yo la conocía, sabía que ésa era la razón. Adele… -su nombre parecía miel en su boca, como siempre- también lo sabía, y se cortó el pelo para herir a Alice. Naturalmente, a ella le quedaba de maravilla. Estaba muy atractiva y tenía aire de marimacho. Pero ella tenía el corte de cara adecuado, la estructura ósea… -le decía casi con ternura, dándole palmaditas en la cara con ambas manos, como cuando juegan los niños, como si ella tuviera cara de niña, apretándole las mejillas en el espejo-. Que es lo que tú no tienes.»

Y ahora tenía que andar con aquel frío; le dolían todos los huesos de la cara, le dolían hasta los dientes, y oía el sonido del viento en sus oídos incluso cuando ya estaba sana y salva en casa, con la llave echada y el murmullo del calefactor. Y a pesar de lo tarde que era y el frío que hacía se quitó toda la ropa menos los leotardos, se quedó descalza y con los pechos desnudos y bailó en la oscuridad, sudando, jadeando, notando la cruel punzada en el costado, en la garganta y el corazón, y tropezando con obstáculos invisibles; chocó fuertemente contra la barra con la cadera y al oír el amortiguado golpe del metal contra la carne y de la carne contra el metal, como al copular, como al follar, deseó haber llevado a alguien a casa; habría estado bien follarse a un joven caliente en la oscuridad, pero estaba sola, de manera que siguió bailando, giró sobre sí misma y golpeó la barra, la golpeó una y otra vez hasta que literalmente no pudo moverse; se quedó con las rodillas juntas y jadeando, jadeando de miedo al éxtasis mientras al otro lado de la amarillenta persiana por fin empezaba a amanecer.

El libro de Adele estaba donde ella lo había arrojado, en el suelo del cuarto de baño. Sin embargo una noche, después de bailar y con el estómago revuelto (la cerveza o algo que no le había sentado bien), lo cogió del suelo, lo hojeó y miró las fotografías que incluía, y aunque no estaba muy bien escrito (al parecer Adele no escribía tan bien como bailaba), hubo algo, una frase, que le resultó tan desconcertante como una bofetada o un puñetazo: «Para mí -decía Adele- Balanchine era un príncipe. Debes encontrar a tu príncipe y hacerlo tuyo.» Encontrar a tu príncipe. ¡El príncipe Edward!, pensó, y se echó a reír con el pantalón arrugado sobre los tobillos y la diarrea amarilla. Rió durante largo rato, y sin embargo la frase se le quedó grabada en la memoria, y empezó a mirar, aquí y allá, a los jóvenes de las discotecas; miraba, juzgaba y se preguntaba, y a veces, por la noche, inmovilizada y jadeando debajo de ellos, mientras hablaba sobre el hambre y el amor, se preguntaba qué era un príncipe, cómo se reconocía a uno, cómo se sabía que se había encontrado a uno. ¿Era algo que tenía en el cuerpo? ¿Una quemadura? ¿Una marca silenciosa? El cuerpo no engaña; de eso estaba segura. Y con toda probabilidad Adele, a juzgar por el aspecto que mostraba en la pequeña fotografía en blanco y negro (aquella nariz arqueada de pájaro y los huesos prominentes que mostraban el cráneo que había bajo la carne como si quisieran insultar a la vida), también lo había sabido.

El cuerpo no engaña…

Tenía diez años y se dirigía a la clase de ballet, obligada por su insufrible madre.

–Así aprenderás a moverte, cariño. – Su madre era menuda, gorda y nerviosa y daba palmaditas en las mejillas a su hija, que las tenía redondas y la barbilla pequeña y huesuda-. Así aprenderás a sentirte más cómoda con tu cuerpo.

–Pero si ya me siento cómoda. – Mentira de niña malhumorada que aparta la mirada y apoya la sien tercamente contra el cristal de la ventanilla-. Además prefiero jugar a fútbol. ¿Por qué no puedo practicar fútbol?

–Bailar está mejor. – Su madre hizo girar torpemente el viejo coche para entrar en el aparcamiento del centro comercial, ACADEMIA DE BAILE, ponía en una elegante letra color azul. La academia tenía unos estores baratos de papel de arroz y se encontraba entre la peluquería canina Mindy y una ferretería de rebajas. Dentro era más pequeña de lo que parecía desde la calle y hacía un espantoso frío seco de aire acondicionado; en la barra había tres jóvenes de aspecto apático, dos mayores que ella y una mucho más joven, todas con ropas coloridas, y al otro lado de la pared se oían ladridos de perros.

–¿Viene para todo el semestre?

Y su madre, que era una mujer apocada, contestó:

–Bueno, sólo queríamos ver qué tal le va en las clases preliminares. Déjele probar a ver si…

–No quiero bailar. – Era su propia voz. No había hablado muy alto, pero aun así las chicas la miraron, como si fueran estorninos encaramados a una rama o prisioneros en una celda-. Quiero jugar a fútbol.

La mujer la miró fijamente. No se tomó la molestia de sonreír.

–Ah, no -dijo-. Nada de deportes para ti. Tú tienes cuerpo de bailarina.

–¿Eres bailarina? – le gritó al oído con aquella ansiosa voz de joven que tenía-. Me refiero a si bailas profesionalmente.

–Sí -respondió-. No.

–¿Puedo invitarte a una copa? ¿Qué estás bebiendo?

Y bebieron una cerveza, y luego otra, y otra hasta llegar a seis. Camino de su casa se detuvieron a comprar una botella de whisky añejo (¿un gesto principesco?) y sentados en la oscuridad lo bebieron mientras él la desnudaba, le arrancaba la húmeda camiseta como si fuera su piel, sus espartanas bragas blancas y su falda negra de algodón, hasta dejarla desnuda, borracha y temblando, con los pezones erectos y totalmente a oscuras en la habitación.

–Cómo te mueves -le dijo él, y se lo repitió una y otra vez, con la voz queda de quien ha acertado a ver un prodigio-. Hay que ver cómo te mueves. Me he dado cuenta enseguida de que te dedicabas al baile de alguna manera. Me refiero a que te ganas la vida bailando. ¿Haces ballet? ¿Eres…?

–Mira -le dijo ella-. Voy a mostrártelo.

Y bajaron al estudio, cogidos de la mano y desnudos en la oscuridad. Su erección estaba decreciendo, pero él era joven; bastaron uno, dos o seis leves tirones para ponérsela dura como una tabla, como una barra tiesa y preparada. Primero ella bailó para él, alrededor de él, como una Salomé sin velos, frotándose los senos sobre su espalda, atrapándole los muslos con los suyos; como estaba borracho costó más, pero no mucho. No había pasado mucho tiempo cuando se tumbaron, jadeando con las bocas juntas, y ella le explicó cuál era la diferencia entre el hambre y el amor, entre lo que se necesita y lo que se debe tener…

–Eres preciosa -le dijo él, comiéndose las sílabas y con una sonrisa que denotaba una gran sencillez, una sonrisa profunda y tierna. Era dudoso que hubiera oído nada de lo que ella le había dicho. Con el pene apoyado sobre ella como un dedo, en un gesto de confianza, le preguntó-: Entonces ¿puedo… puedo llamarte?

Había polvo, había motas de suciedad pegadas a su piel, a la piel de la cara con la que ella estaba tocando el suelo… No era un príncipe. O al menos no lo era para ella. Se lo decía su cuerpo.

–Claro -dijo-. Claro que puedes llamarme.

Cuando se hubo ido, volvió arriba, cogió el libro de Adele y empezó a releerlo página por página.

Se habían acabado las clases de ballet, tanto si tenía cuerpo de bailarina como si no. Lo había dejado y ahora era demasiado tarde para el claque o la danza moderna y también para el fútbol, de modo que pasó el verano con su padre, subiendo y bajando lentamente las cuatro plantas de su piso sin ascensor. Con la mirada clavada en el televisor, él le preguntó:

–¿Por qué no sales? – Encendió otro cigarrillo mentolado. Fumaba tres o cuatro paquetes diarios; para cuando ella cumpliera dieciocho años ya estaría muerto-. Deberías salir a conocer chicos o algo así.

–No hay chicos en este edificio -dijo ella. En la televisión emitían un musical, en el canal Artes en América. Dos mujeres estaban cantando una melodía sobre viajes y trenes-. Además hace mucho calor.

El aire acondicionado funcionaba, pero defectuosamente. Y siempre olía a moho, humo y la loción para después del afeitado que se ponía su padre cuando se vestía para salir. «Manten la puerta cerrada con llave», le decía antes de marcharse. ¿A quién iba a abrírsela? Se quedaba sentada delante del televisor, con la barbilla apoyada sobre la mano, en medio de la corriente de aire y oyendo el tráfico en la calle. En septiembre su padre la mandó de nuevo a casa de su madre y al colegio. Nunca volvió a ir a las clases de baile.

–Es un trabajo a tiempo parcial -le dijo la chica. Rondaría los veinte años. Tenía la piel muy morena y los ojos muy oscuros, y era severa, como una joven Martha Graham-. Tenemos el tope de estudiantes en la clase.

–¿Cuántos?

–Cincuenta.

Cincuenta bailarinas, todas más jóvenes que ella, todas anhelantes, entregadas y ambiciosas. Las zapatillas y la ducha, el olor a crema hidratante, el olor de los cuerpos calientes, los suelos brillantes y los espejos, los espejos en todas partes, el brillo aún más intenso de la barra y una voz en su cabeza como la de Adele que le decía: No, no puedes hacer esto.

–No -respondió, levantándose con tal ímpetu que a punto estuvo de caerse y tirar la silla al suelo-. No puedo, de veras, no puedo dar una clase ahora.

–No es un trabajo para dar clases. Es un trabajo de ayudante.

Mantener las duchas limpias, ocuparse de las grabaciones, ayudarles a calentar, verles bailar, no, no podía hacerlo…

No, no, se dijo mientras volvía a casa. Pero ¿qué te proponías? Parecía una condenada a cadena perpetua… Todavía tenía el número de Edward en su agenda, todavía lo tenía apuntado con tinta negra. No podía pagar el salón de baile y el piso. Llevó todo abajo -el futón, las revistas de baile, el teléfono- y lo arrojó a una esquina, lejos de la barra. A veces el retrete no funcionaba bien. A los jóvenes no parecía importarles.

Guardaba el libro de Adele bajo la almohada, con la cara de Balanchine hacia abajo, como una sota no deseada, un príncipe de corazones o un rey de bastos. Y la de Adele, en blanco y negro, vuelta hacia arriba, con la nariz afilada y la mirada fija y constante, nuestra señora del movimiento perpetuo…

–Tienes un aspecto espantoso -dijo Edward. Severo como se había mostrado la joven profesora detrás de su escritorio, así se mostró él en el restaurante mientras la miraba fijamente-. ¿Lo sabías? Estás consumida.

–Necesito dinero -le dijo ella-. Tengo que pedirte dinero prestado.

–No estás en situación de devolvérmelo.

–No. No lo estoy. Por lo menos ahora no. Pero cuando lo esté…

–Te has vuelto loca -dijo, y pidió para los dos crema de puerros, sopa de estragón y pescado. Y también vino blanco.

El camarero la miró con cara de extrañeza. Podía oír a Adele riéndose; tenía una risita inhumana, como cuando se le da cuerda a un reloj al revés.

–¿Dónde vives ahora? ¿En un vertedero?

No estaba dispuesta a decírselo; no iba a enseñárselo. Luego, después de la cena, a él le entraron ganas de follar, pero ella tampoco estaba dispuesta a aquello. Se cruzó de brazos y guardó silencio.

–¿De dónde has sacado todo esto? – le preguntó mientras apartaba las sábanas; al parecer no se sentía defraudado. Su erección parecía más pequeña, gruesa pero débil, como una serpiente desdentada, como un gusano. La temperatura era alta en la casa y el dormitorio estaba tan caliente como un corazón con palpitaciones. La gran cama seguía pareciendo un galeón; las sábanas y las cortinas eran de color cereza.

–Parece mentira todo lo que te entregas -dijo-, todo lo que sufres por tu arte… El ballet y el baile te importaban un bledo cuando te conocí. – Eso no es cierto, pensó ella, pero no se lo dijo. ¿Cómo iba a explicárselo? Naturalmente del ballet pasó a hablar de Adele-. Ni siquiera has leído su libro sobre Balanchine -dijo rascándose los testículos-. Si realmente te gustara el baile, lo leerías.

«Siempre fue un estúpido -advertía Adele en su libro-. Encuentra a tu príncipe…»

–Necesito el dinero ahora -le dijo-. Esta noche.

Y, para su sorpresa, él se lo dio, en ese momento y en efectivo. Qué rico debía de ser para dar tanto con tanta despreocupación. Se lo puso en las manos, le cerró los dedos sobre él y dijo:

–Ahora chúpamela. – De pie, desnudo, su polla empezó por fin a moverse-. Sí, eso es. Sé buena chica y chúpamela.

Ella no contestó.

–¿O prefieres quedarte sin dinero?

Los billetes estaban calientes, calientes como la habitación en que se encontraba, calientes como la mano que rodeaba la suya. En un solo movimiento levantó sus manos entrelazadas y alzó la suya, brusca y rápidamente, para golpearle en la barbilla con tal fuerza que él tuvo que abrir su mano y la suya quedó libre y dejó caer los billetes al suelo. Luego se fue precipitadamente, con los dedos doloridos y entumecidos a causa del frío que hacía en la calle.

Adele no dijo nada.

–¿Tienes…? – le preguntó uno de los jóvenes, agachado entre sus piernas. Ella estaba con las rodillas dobladas sobre el futón y la sábana arrugada. La colcha se había desteñido y ahora era color arena-. ¿Tienes condones? Es que yo no tengo.

–No -dijo ella-. Yo tampoco tengo.

Adelantó el labio inferior como un niño que se siente engañado y hace pucheros.

–¿Qué vamos a hacer entonces?

–Bailar -dijo ella-. Podemos bailar.

Consiguió trabajo en una librería de segunda mano. Tenía un horario irregular, las horas que nadie quería, y cada hora, cada minuto, suponía una irritación, una comezón insoportable. Cogía libros de texto sobre medicina, novelas románticas, biografías de gente famosa, libros de bricolaje y en una ocasión incluso Balanchine y yo, que de inmediato metió en su mochila sin pensárselo dos veces. ¿Por qué no? El libro ya era suyo y éste era un ejemplar en mejor estado, la fotografía era más nítida y las páginas no estaban dobladas, blandas o rotas. También solía llevarse dinero que no debía a sabiendas de que era algo censurable, y aun así a veces cobraba de más por los libros, no mucho, un dólar de vez en cuando; se llevaba el dinero al bolsillo y se quedaba con las propinas. ¿Qué otra cosa podía hacer? El trabajo no le permitía pagar nada y le impedía hacer muchas cosas, le robaba un tiempo que necesitaba, que le era preciso tener: ninguna escuela o compañía le contrataría hasta que fuera lo suficientemente buena y profesional como para poder enseñar. Había dejado pasar demasiadas cosas, había perdido demasiado tiempo y ahora tenía que ponerse al día, recuperarse y seguir trabajando. Pero sólo disponía de un número limitado de horas al día; ya se levantaba a las seis para bailar antes de ir a la librería; luego, después de trabajar todo el día, iba a las discotecas para practicar el otro tipo de baile que, al tiempo que la agotaba, también la refrescaba, la renovaba y la animaba a bailar de nuevo, de modo que ¿qué otra cosa iba a hacer?

A veces (esto tampoco le gustaba, pero su vida estaba ahora llena de cosas que no le gustaban) dejaba que los jóvenes le compraran cosas: el desayuno, donuts, café para llevar que se bebía más tarde, café frío que se bebía en la fría calle cuando iba a trabajar a la librería… Hasta que se dieron cuenta de que robaba, nunca supo cómo, pero así fue y la despidieron, quedándose con el sueldo de la última semana para resarcirse de lo que había robado, de modo que aquella noche bailó como si le fuera la vida en ello, contorneando los brazos y sacudiendo la cabeza; tenía la sensación de que iba a dislocarse el cuello, que era lo que quería: que se le rompiera y su cabeza saliera volando, se estampara contra la pared, manchándola de rojo y gris, y quedara reducida al silencio. No hay ningún príncipe para ti… Nada, Adele no le decía nada, pese a que ella le preguntaba: «¿Qué harías tú? Dime, ¿qué harías tú? He de saberlo. Tengo que saber qué he de hacer.» Luego, sola y jadeante junto al bar donde no podía permitirse pagar una cerveza, fue abordada no por uno de los jóvenes, no por un príncipe, sino por una persona distinta, un hombre mayor vestido de pantalón negro y chaqueta que le dijo que era una magnífica bailarina, que era realmente atractiva y que, si estaba interesada, tenía una proposición que hacerle.

–¿Desnuda?

–Son fiestas privadas -dijo él. Olor a cigarrillos mentolados y un sofá de cuero rojo sobre el que colgaba una serie de desnudos de Nagle-. No te tocarán jamás. Jamás. No consta en el contrato y no te voy a pagar para eso. A mí tampoco me pagan para eso. – La miró fijamente, como si ya estuviera desnuda-. ¿Llevas maquillaje alguna vez? Un poco de carmín no te sentaría mal. También podrías hacerte algo en el pelo.

–¿Cuánto? – preguntó, y él se lo dijo.

Silencio.

–¿Cuándo? – preguntó, y él también se lo dijo.

La música altísima… Llevó su propio magnetófono y un surtido de cintas, veintidós posibilidades, desde The Stripper hasta rock ligero, pasando por thrash. Podía bailar al ritmo de cualquier música y hacerlo desnuda no le importó tanto como se había temido. No le fue tan difícil como creía, pese a que al principio fue duro. Las vulgaridades que le dijeron… eran tan distintos de los jóvenes de las discotecas… La cosa cambiaba seguramente porque iba desnuda, pero luego no le pareció diferente o quizá se había olvidado de prestar atención, se había olvidado de todo excepto de la sensación que le producía la música, y esto no había cambiado, la música y el sudor y los músculos de su cuerpo, sus músculos de bailarina… Bailaba en cuatro fiestas cada noche y en seis si la noche era buena. Una noche bailó en diez, pero fue excesivo y estuvo a punto de caerse de la mesa y romperse un brazo. Con tanto trabajo no tenía tiempo para sí misma, para el baile de verdad, cuando estaba sola en la oscuridad; y el invierno al parecer iba a durar eternamente, siempre tenía las manos heladas; las ventanas de su salón estaban rotas y las tapó con cartones y cinta aislante con manos temblorosas, manos cada vez más delgadas. Quizá el problema era que tenía los dedos más largos, era difícil saberlo, con lo oscuro que estaba siempre, y sin embargo cabía la posibilidad de que hubiera perdido algo de peso, tres o cuatro kilos; en las fiestas la llamaban flaca o esmirriada, y le decían «Menea ese culo esmirriado que tienes, guapa» o «¿Dónde tienes las tetas?», pero ya no prestaba atención a nada, le daba igual; se había dado cuenta de que en lugares como aquél jamás encontraría a su príncipe, a su pareja, a la persona tenía que hacer suya. «Encuentra a tu príncipe», recordaba, y aunque Adele no se mostraba tan juiciosa últimamente, aunque le hablaba con menos frecuencia, ella seguía siendo la única que lo comprendía y el nuevo ejemplar que había adquirido de su libro había acabado destrozado como el anterior. Había leído entre líneas y, aunque Adele hablaba muy poco de su propia vida (al fin y al cabo se trataba de una biografía de Balanchine), parte de sus apreciaciones, de sus suposiciones y de los esfuerzos que había realizado acababan trasluciéndose y aclarándose en la relectura; es como yo, pensaba mientras leía y releía ciertos pasajes, ella sabe qué significa tener necesidad de bailar, qué significa tener que sacudirse la necesidad como si fuera un amante inoportuno o un príncipe, para luego buscarla de nuevo con las manos y el cuerpo destrozados, buscarla porque es lo único qué necesitas: la diferencia entre el amor y el hambre. «Encuentra a tu príncipe», encuentra una pareja, porque nadie puede bailar eternamente a solas.

En aquel interminable invierno fue a diversas discotecas, locales en los que nunca había estado, calles que había evitado pero a las que tenía que ir porque no podía volver a las antiguas discotecas, donde había demasiados jóvenes cuyas caras y cuerpos conocía, jóvenes que jamás serían su príncipe. Algo le decía que tenía que darse prisa, pues el tiempo la quemaba y se escurría; era la voz de Adele la que tenía en la cabeza, retazos de su libro, frases murmuradas por su memoria tan a menudo que cobraban la fuerza de una oración, de un canto, el canto llano mutilado por las palpitaciones de su sangre en la cabeza mientras bailaba y bailaba y bailaba, y los jóvenes no se acercaban con tanta frecuencia o entusiasmo aunque su baile seguía siendo soberbio e incluso mejor que antes; a veces los sorprendía mirándole fijamente y abandonando la pista, entonces volvían la cabeza y apartaban la mirada; ¿acaso creían que no les había visto? Con los ojos cerrados seguía sabiéndolo, el cuerpo no engaña, pensaba. Sin embargo los que sí le hablaban, los que se acercaban eran diferentes ahora, se había producido un cambio fundamental.

–Oye. – No sonreía y mantenía la mano cautelosamente en la copa-. ¿Estás con alguien?

Estoy buscando a un príncipe, pensaba.

–No -decía con expresión de calma antes de volver de nuevo a su piso (era la única regla en cuyo cumplimiento insistía: ella no iba a sus casas) manteniendo el rigor de la visión: dejar que el cuerpo decida…

–¿Tienes un condón?

–No.

Y obtenía una y otra vez el mismo resultado, ni príncipe ni pareja; indiferente, se separaba de ellos deslizándose; a veces ni siquiera habían terminado, y ellos seguían meneándose con frustración, pero como ni siquiera le ofrecían la esperanza de un trato considerado, tampoco recibían consideración a cambio. Indiferente, los apartaba bruscamente, a empujones, y la mayoría se enfadaba, algunos amenazaron con pegarle y uno o dos lo hicieron, pero al final soltaban un juramento, se vestían, se iban y ella se quedaba sola. Por los diminutos agujeros del cartón se filtraba la luz y el serpentín del calefactor despedía un olor dulzón e inquietante, ella doblaba y flexionaba los pies y los dedos, de los que había desaparecido la carne para mostrar la extensión y la finura del tendón y la inalterable estructura del hueso.

Había dedicado un fin de semana entero a fiestas de asociaciones de estudiantes universitarios; en un lugar le habían arrojado cerveza y en otro le habían abucheado porque era demasiado delgada, de manera que le habían impedido bailar y la habían echado. Esto ocurría cada vez con mayor frecuencia. Quizá bailaba en dos fiestas durante una noche o en una. A veces no bailaba en ninguna. En el despacho de las láminas de Nagle le dijeron:

–¿Qué eres? ¿Una anoréxica o algo así? Yo no hago tratos con gente rara. No me dedico a ese negocio. Si quieres seguir bailando, más vale que comas lo suficiente.

Lo que él no comprendía, por supuesto, era algo que Adele sí comprendía perfectamente: que la carne no era necesaria. De hecho era un impedimento para moverse. Bastaba con ver la facilidad con que giraba ahora, su firme dominio del espacio y la distancia vertical: bailón lo llamaban los bailarines, esa cualidad aérea también llamada elevación. Estaba más unida al movimiento cuando tenía menos cuerpo que soportar. ¿Por qué había de sacrificar eso para satisfacer a aquellos estúpidos?

–Debes de pesar menos de cuarenta kilos.

Ella se encogió de hombros.

–En cualquier caso tienes suerte. Hay una fiesta la semana que viene. Se trata de una especie de despedida. El que la organiza ha visto tu foto en el book y te ha seleccionado. Te quiere a ti en concreto.

Ella volvió a encogerse de hombros.

–Quiere que vayas pronto. Quizá espera que le hagas un bailecito especial. De tocarte, nada; él ya lo sabe. Se trata de una especie de regalo para el invitado de honor, ¿comprendes? Tienes que estar allí antes de las ocho.

Le entregó una de las tarjetas en las que apuntaba los datos de los clientes: una dirección y un número de teléfono.

Era la dirección de Edward.

–Oye, necesito… necesito un condón o algo así. ¿Tienes uno?

–No.

–Oye, estás… estás, no sé, sangrando ahí abajo. ¿Tienes la regla o qué?

No respondió.

–Deberías haber aceptado el dinero -dijo Edward, observándola cuando entró. La biblioteca falsa, los libros sin leer, los estantes llenos de estúpidas ranas de cristal, guerreros enanos de jade y chicas con ojos de rubí-. Tienes peor aspecto incluso que la última vez que te vi, peor incluso que en esa fea Polaroid del book… Me figuro que no estarás trabajando mucho, ¿verdad? ¿Es ésta la idea que tienes del baile profesional?

Ella se encogió de hombros.

–¿Has dejado el ballet? – Él sirvió un vaso de vino. Luego también se encogió de hombros y sirvió otro-. Vamos, bébetelo. – Para eso había pagado. Para que hiciese lo que él quisiera. Parecía una asistenta o un paquete de entrega a domicilio. Una prostituta-. El hombre con el que hablé me dijo que no mantienes relaciones sexuales con tus clientes. ¿Es eso cierto?

–Bailo -dijo ella. La habitación tenía exactamente el mismo aspecto, el mismo tipo de luz, los mismos olores. En el dormitorio, en la cama, las sábanas serían rojas, brillantes y suaves-. Voy y bailo.

–Desnuda.

–Con una tanga.

-A ritmo de tanga. ¿Puedes bailar eso? ¿Tiene buen ritmo? Por Dios… -exclamó cuando ella se quitó el abrigo-. Pero ¿has visto qué aspecto tienes? Tienes que ir al médico. Estás en los huesos.

–¿Hay una fiesta? – preguntó ella-. ¿O se trata de una invención tuya?

–No; hay una fiesta, pero no es aquí ni esta noche. Esta noche puedes bailar para mí. Si lo haces bien, te daré una propina. ¿Están permitidas las propinas? ¿O se suma a la cuenta?

Ella no contestó. Estaba pensando en Adele, imaginándosela en aquella casa, escogiendo la ropa de cama, escogiendo la cama en la que, según presumía Edward, los dos habían hecho el amor antes de la boda, antes incluso de que él y su hija, la hija de Adele, fueran novios formales. «La manera que tenía de mover el cuerpo -había dicho- era increíble.»

–Háblame de Adele -le dijo con el escozor del vino en los labios y en las llagas que tenía dentro de la boca. En el vino, que era de un tono claro, había un hilillo de sangre-. ¿Cuándo la viste por última vez?

–¿A qué viene eso ahora?

–Dímelo -exigió ella.

Había sido allí, dijo él, ella estaba en la ciudad y habían quedado para cenar en un restaurante sueco. Sólo tenía cuatro o cinco mesas, era el secreto mejor guardado de la ciudad, pero, cómo no, ella lo sabía, ella siempre lo sabía todo.

–Después de cenar volvimos a casa -dijo-. Y nos acostamos en nuestra cama.

–¿Cuántos años tenía entonces?

–Pero ¿qué importa eso?

–¿Cuántos años tenía?

–¿Sabes? Viéndote ahora resulta difícil creer que haya llegado a tocarte alguna vez. Desde luego ahora no me gustaría hacerlo.

–¿Cuántos años tenía?

Se lo dijo, confirmando lo que ella ya sabía: cabía establecer un paralelismo, pues era parecido a lo que había entre ella y los jóvenes, los posibles príncipes; además allí, en uno de los estantes (¿cómo era posible que no se hubiera fijado en ella antes?) había una fotografía de Adele. Adele a los treinta años quizá, o quizá algo mayor, con su mirada severa por una vez relajada y transformada en la mirada de la auténtica Medusa, reina de un movimiento más antiguo, sinuoso y extático.

–Acábate el vino -dijo Edward. Su voz le sonó lejana, como la de Adele-. Acábate el vino y puedes marcharte.

¿Me marcho?, le preguntó a la fotografía de Adele. Ésta, sin mover los labios, le respondió: No, no debes irte. Eso es precisamente lo que no debes hacer. Inclinándose, sacó el libro, Balanchine y yo, del bolso donde llevaba las cintas de música; aquella noche llevaba su propia música, la susurrante voz de Adele en su cabeza.

–Echa una ojeada -le dijo a Edward casi sonriendo-. Echa una ojeada. – Y empezó a desnudarse, zapatos y medias, falda y blusa; se despojó de cada una de las prendas con la misma deliberación que si estuviera dando golpes.

–Estás enferma -repuso Edward. No quería mirarla-. Muy enferma. Tienes que ver a un médico.

–No necesito un médico.

Sin sujetador, sus senos planos parecían hojuelas deshinchadas y hacían pensar en los muertos de hambre que aparecen en televisión. Sin música, sin sonido, empezó a bailar, pero no como en las fiestas, ni siquiera como lo hacía a solas, sino de una manera diferente, más básica y descansada; bailaba jadeando, con sudor en la cara y el cuerpo, y Edward, que estaba de pie con el vaso en la mano, la miraba fijamente, no dejaba de mirarla. Ella le habló del príncipe, del príncipe y la pareja, de toda su búsqueda, de sus equivocaciones y sus extravíos. ¿Estaba hablando en voz alta? Luego, dirigiéndose a la fotografía de Adele, preguntó: ¿Lo sabe? ¿Puede aprender? ¿Lo entenderá alguna vez?

El cuerpo no engaña, le dijo Adele. Pero él está atrapado en su cuerpo. Siempre ha estado a nuestra disposición, a la mía y a la tuya. Está atrapado y necesita salir. Yo no conseguí ayudarle a salir, de modo que ahora eres tú quien debe hacerlo. Sácale.

–Sal de aquí -dijo él.

Su cuerpo giraba con una pierna en alto, a la altura del hombro; mira esos tendones, qué flexibles son, cómo se extienden. La diferencia entre el plomo y el aire, entre la carne y las plumas, entre el hambre y el amor…

–Ahora escúchame -dijo ella.

Escúchame ahora, pensó, y la pequeña fotografía de Adele se iluminó, floreció como si la luz surgiera de su interior, como si su corazón la iluminara, y con ambas manos cogió las figurillas de jade y cristal, las ranas y los soldados, y las arrojó al suelo, contra la pared, para destrozarlas y hacerlas añicos. Gritando, él intentó sujetarla, trató de cogerle las manos, trató de acompañarla en el baile, pero está atrapado, le dijo Adele, la fotografía iluminada; lo sé, respondió ella, cómo no voy a saberlo, y cuando él se acercó de nuevo, ella le golpeó violentamente con el talón, le dio una patada de kárate en la entrepierna, un golpe que lo hizo caer, contraerse y acurrucarse en el suelo, encogerse como el gusano rojo de su polla en la base de sus testículos, como un gusano atrapado en la acera, encogiéndose de terror ante la ausencia de tierra.

El cuerpo no engaña, dijo Adele.

Edward respiraba con dificultad y emitía un sonido húmedo, lloroso. Ella le dio otra patada, más fuerte esta vez, una patada lenta y calculada. En pointe, dijo, mirando con una sonrisa a la fotografía y enganchando con un dedo la tanga al anguloso arco pelviano.

Kathe Koja es autora de las novelas Cipher, Bad Brains, Skin, Strange Angels y Kink. Sus relatos han aparecido también en muchas antologías. Vive en Detroit con su marido, el pintor Rick Lieder, y su hijo.

CUCHILLAS RELUCIENTES

Basil Copper

1

Lunes

Estoy instalándome. La habitación no es gran cosa. Es pequeña y está mugrienta, y el colchón tiene muchos bultos. Hay dos ventanas cubiertas de polvo que dan a una callejuela estrecha y los hastiales de las casas de enfrente hacen que la habitación parezca todavía más oscura y pequeña de lo que es. En pleno verano resultará asfixiante y en invierno se pasará un frío helador. Por suerte estamos en una estación intermedia. La casera, frau Mauger, no es una mujer agraciada y tiene aspecto de persona avara; sin embargo no parece tener mala fe conmigo y no me ha cobrado mucho. Quizá haya sucedido algo malo aquí. Ya veremos. Debo preguntar a los demás inquilinos.

Por el momento sólo he visto a uno, una joven alta y pálida con un vestido negro y el pelo peinado hacia atrás y recogido en un moño de aspecto adusto con el que sólo consigue destacar la falta de atractivo de sus facciones. Se desliza por las escaleras como un fantasma, deteniéndose para mirar en torno con ojos grandes y asustados. No tiene nada que temer de mí. No me gusta su tipo. Cuando estaba negociando las condiciones con la casera, ésta me explicó que la joven trabaja de costurera en la parte trasera de uno de los establecimientos de confección para señora más grandes de la ciudad. Ha estado enferma recientemente, por lo que se vio obligada a quedarse en su habitación. Ño tenía bastante dinero para pagar al médico y temía perder su puesto de trabajo.

Bueno, así es la vida hoy en día. Las cosas están mal en todas partes. Berlín no parece distinto de cualquier otro lugar, salvo que es más grande y ruidoso. He pasado parte de la tarde deshaciendo el equipaje. Sólo tengo una maleta de cuero marrón y una caja de cartón. Aunque esté desgastada, la maleta es de buena calidad; frau Mauger ha debido de darse cuenta de ello, ya que me miró con suspicacia cuando llegué. Es cierto que no soy un hombre atractivo y que no llamaría la atención en una multitud, pero dada mi situación quizá esto sea una ventaja. Mi abrigo está raído y mis zapatos desgastados, pero tal vez pueda pedirle prestado algo de betún a uno de mis compañeros de alojamiento. Ando escaso de fondos y debo economizar todo lo posible.

Tomo estas notas para dejar constancia de mis pensamientos y mis actos, ya que pueden ser importantes en el futuro. No me he decidido a escribir a los periódicos. Esto llamó la atención en Colonia, donde estuve tres meses. Por suerte un conocido me advirtió que mis incendiarias opiniones habían despertado la curiosidad de la policía y me marché a tiempo. Aquí debo ser más cuidadoso y asegurarme de no llamar mucho la atención. Por lo menos al principio. Mi padre siempre decía que yo tenía una astucia casi sobrenatural y que podía prever las cosas antes de que ocurrieran. Pobre hombre. Su muerte fue una tragedia; nadie ha logrado averiguar cómo ocurrió.

Hay un sucio calendario sujeto con tachuelas a la pared de enlucido cerca de mi cama. Por algún motivo los primeros meses no han sido arrancados. He quitado las hojas correspondientes y voy a utilizar el dorso para apuntar las ideas que me acudan a la cabeza. Ahora me siento mejor y he abierto una de las ventanas para que una agradable brisa ventile la habitación. Es toda una mejora. Poniéndome de pie sobre una de las sillas de crin, de las que la habitación tiene al parecer un buen número, alcanzo a ver la callejuela adoquinada y observo a peatones que pasan por ella.

Ahora estoy de nuevo junto a la cabecera de la cama, escribiendo anotaciones en el calendario. He tachado los días anteriores y le he puesto un círculo al lunes para saber en qué día vivo. Me pregunto por qué nunca consigo capturar el tiempo y hacer que se detenga o repetir los acontecimientos tal como uno lo hace mentalmente. Imagino que los científicos y los sabios de nuestra sociedad tendrán explicaciones fáciles y superficiales para esto.¡ A mí me parece sencillísimo, y sin embargo el procedimiento se les escapa continuamente.

He dejado de escribir hace un momento. Está cayendo la tarde y el olor de la sopa de berza se extiende lentamente por el ambiente. Tengo mucha hambre. No he comido nada desde el desayuno, el cual ha consistido en dos bollos de pan y una taza de café de mala calidad. He sacado mi cartera y mi monedero de piel de imitación. He cerrado la puerta con llave por dentro y he examinado mis reservas monetarias. Por el momento es suficiente, pero ¿qué ocurrirá mañana? ¿Debo quedarme aquí esta noche y probar la comida de la casa? Probablemente no. El aroma que llega de las escaleras no es tan apetitoso como para tentar a un sibarita como yo. Pero he de ser cuidadoso. Creo que por ahora lo mejor será ir a un restaurante pequeño de un barrio discreto y pedir una comida sencilla.

Quizá debería desayunar aquí, tomar un almuerzo frugal y esperar a la cena para comer algo más sustancial. Ya veremos. Pero he de tener cuidado con mi salud. Katrine dijo que me veía muy delgado y que tenía aspecto de estar mal alimentado incluso para un estudiante de medicina. Me pregunto dónde estará ahora. Es una chica simpática, aunque ella también está un poco delgada. Me ayudó en un momento crucial y, de no ser por ella, mi estancia en Colonia no habría sido tan agradable.

Todavía me duele un poco la cabeza. Probablemente sea el efecto del vino peleón que bebí anoche en el bahnhof. Era el más barato que tenían, cierto, pero ahorrar dinero en cosas como el vino es siempre una manera equivocada de plantear la economía. Con la comida no importa tanto, ya que el sistema digestivo de una persona joven es sumamente resistente, pero el vino malo le deja a uno con dolor de cabeza y bastante indispuesto. Cuando termino de ordenar la habitación a mi gusto, enciendo la lámpara y miro en torno con algo más de satisfacción. No hay duda de que el lugar tiene un aspecto bastante civilizado ahora que la mayor parte de mis escasas pertenencias se encuentran en su sitio.

Meneo la lámpara cuando la mecha arde de modo uniforme. Aunque todavía no ha anochecido, aquí dentro está oscuro y me hará falta la lámpara para tomar notas y leer cuando llegue el momento. Debo pedirle a frau Mauger que la rellene o que me dé una pequeña provisión de aceite en una de esas latas que hay apiladas en la cocina. Están todas marcadas con números trazados con pintura blanca que evidentemente corresponden a las habitaciones. Hay doce en total, de modo que si están todas ocupadas, los inquilinos suman doce personas. Puede que éste sea un dato importante.

Pongo la maleta sobre la cama, la abro y examino su contenido con más detenimiento. Por suerte, tiene cerraduras muy fuertes de un modelo poco corriente, de manera que mis pertenencias estarán seguras en caso de que en mi ausencia alguien entre en la habitación. Frau Mauger tiene una llave maestra, por supuesto, pero, como es natural, habrá una chica de la limpieza, por lo que debo tener cuidado de no dejar a la vista lo que escriba. Las cerraduras fuertes son la respuesta. Constituyen una garantía para la intimidad y mantienen las cosas a resguardo de los fisgones. Las casas de huéspedes y las pensiones tienen mala fama por culpa de éstos. Un amigo me dijo una vez… Pero estoy yéndome por las ramas. La historia es demasiado larga y me costaría mucho tiempo y papel escribirla ahora. Puede que la publique algún día, cuando sea famoso. No hay duda de que merece la pena contarla; podría incluso resultar demasiado extraña para ser considerada ficción.

He reparado en una pequeña cortina que hay en una esquina de la habitación. Me acerco y la aparto. Se trata de algo que no esperaba. Hay un entrante en la pared con un espejo al fondo manchado con restos de moscas muertas. Debajo hay un fregadero de piedra con un desagüe y un gran grifo de latón. Lo abro y sale un chorro de agua. Es todo un lujo para este lugar. Podré lavarme y arreglarme a solas. Y seguramente cuando necesite agua caliente para afeitarme podrán procurármela abajo. Debo hacerlo con agua caliente porque mi navaja está desafilada y todavía no he probado una de esas maquinillas de afeitar. Dicen que la piel tarda en acostumbrarse a ellas.

Me siento de nuevo en la cama. Bien, si soy cuidadoso tendré fondos suficientes para las próximas semanas. Después ya veremos. Sé cómo procurarme más, pero esta vez he de ser muy prudente. Me llevé un buen susto con el asunto de Colonia, en serio. Todavía me echo a temblar cuando lo recuerdo. De no ser por aquella anciana, no se habría enterado nadie. ¿Quién iba a pensar que tenía una vista y un oído tan buenos? Pero, como solía decir mi padre, me libré gracias a mi «astucia innata». Aun así, la suerte no dura siempre. Hay que contrarrestar la necesidad con una cautela extrema.

Me levanto una vez más y me miro detenidamente en el espejo acercando la lámpara. No, mi imagen no es mala. No soy guapo, desde luego. Pero tengo un aspecto medianamente respetable, y en cuanto me lave con el trozo de jabón que hay en el tazón de metal y me seque con la toalla sucia, podré pasar inadvertido en medio de la gente. Y Berlín está lleno de gente, gracias a Dios.

Esto me da que pensar, pese a que la frase sólo ha resonado dentro de mi cabeza. ¿Por qué he de invocar al Creador cuando no creo en él? Resulta curioso, en serio. Quizá sea por la costumbre, las cosas que los padres le enseñan a uno de pequeño a fuerza de repetirlas. El mundo es como un potro de tortura: cuanto más se estira uno para soltarse, más intenso se hace el dolor del suplicio.

Pero debo mantener la calma. Cuando me dejo llevar por semejantes pensamientos tengo propensión a expresarlos en voz alta, lo cual es peligroso en un establecimiento como éste, de paredes delgadas y tablas del suelo mal ajustadas. Me acerco al lavabo, hago correr el agua y remojo mi enfebrecida cara para sentir su bendita frescura. ¡Ah, así está mejor! El dolor de cabeza y el regusto del vino prácticamente han desaparecido. Me preparo para salir de la pensión, pero antes echo una última ojeada para ver si todo está en orden. Debo buscar una pequeña casa de comidas en un lugar apartado donde no llame la atención. Pero que no esté muy apartado, porque entonces no podría cumplir mi propósito.

Ésta es una condición importante que exigiré al lugar al que vaya. Pero lo sabré cuando llegue. Siempre lo sé. Tengo un ojo infalible, como solía decir mi madre. Me inclino para limpiarme los zapatos con una esquina del mantel. Echo una última ojeada y abro la puerta que da al lóbrego rellano, con su droguete raído y sus descoloridas estampas religiosas. Vuelvo a entrar, apago la luz, deleitándome con el olor acre de la parafina y la comida caliente, y luego echo la llave con cuidado. Pienso en frau Mauger y sonrío. No me ha preguntado cómo me gano la vida. Es una pregunta que podría haberme turbado, y a ella también.

Meto la llave en el bolsillo y bajo por las escaleras, que crujen bajo mi peso. No veo a nadie, aunque se oye un leve murmullo de voces procedente de algunas habitaciones de la planta baja. Salgo por una puerta lateral, avanzo apresuradamente por la callejuela y soy engullido por la multitud que se arremolina en los barrios exteriores de Berlín.

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