-Vaya por Dios -dijo Holmes, mirando a nuestro acompañante con una curiosa sonrisa-. Bien, pues si aquí
no podemos averiguar nada, más vale que entremos. El profesor abrió la puerta exterior y nos invitó a pasar a su habitación. Nos quedamos en el umbral mientras Holmes examinaba la alfombra.
-Me temo que aquí no hay huellas -dijo-. Ya sería difícil que las hubiera con un día tan seco. Parece que su sirviente se ha recuperado. Ha dicho usted que lo dejó en un sillón. ¿En cuál?
-En éste que está junto a la ventana.
-Ya veo. Cerca de esta mesita. Ya pueden entrar, he terminado con la alfombra. Veamos primero la mesa pequeña. Desde luego, está muy claro lo que ha ocurrido. El tipo entró y cogió los papeles, hoja por hoja, de la mesa del centro. Los trajo a esta mesa, junto a la ventana, porque desde aquí podía ver si se acercaba usted por el patio, y tendría tiempo de escapar.
-Pues, en realidad, no podía verme -dijo Soames-, porque entré por la puerta lateral.
-¡Ah! ¡Eso está muy bien! De todos modos, eso es lo que él pensaba. Déjeme ver las tres tiras de papel. No hay huellas de dedos, no señor. Vamos a ver, cogió primero ésta y la copió. ¿Cuánto tiempo pudo tardar en hacerlo, utilizando todas las abreviaturas posibles? Como mínimo, un cuarto de hora. Una vez copiada, la tiró al suelo y cogió la segunda tira. Debía de ir por la mitad cuando usted regresó y él tuvo que retirarse a toda prisa..., con muchísima prisa, puesto que no tuvo tiempo de colocar los papeles en su sitio, para que usted no advirtiera que aquí había estado alguien. ¿No oyó usted pasos precipitados por la escalera al entrar?
-Pues la verdad es que no.
-Bien. Escribió con tal frenesí que se le rompió la mina del lápiz y, como usted ya había observado, tuvo que sacarle punta. Esto es interesante, Watson. El lápiz era de marca, de tamaño más o menos normal, con mina blanda; azul por fuera, con el nombre del fabricante en letras de plata, y la parte que queda no tendrá más que una pulgada y media de longitud. Busque ese lápiz, señor Soames, y tendrá a su hombre. Como pista adicional, le diré que posee una navaja grande y muy poco afilada. El señor Soames quedó algo abrumado por esta avalancha de información.
-Todo lo demás lo entiendo -dijo-, pero, la verdad, ese detalle de la longitud... Holmes esgrimió una pequeña viruta con las letras NN y un espacio en blanco detrás.
-¿Lo ve?
-No, me temo que ni aun así...
-Watson, he sido siempre injusto con usted. Hay otros iguales. ¿Qué podrían significar estas NN? Están al final de una palabra. Como todo el mundo sabe, Johann Faber es el fabricante de lápices más conocido. ¿No resulta evidente que lo que queda del lápiz es sólo lo que viene detrás de « Johann»? -inclinó la mesita de lado para que le diera la luz eléctrica y continuó-: Confiaba en que hubiera utilizado un papel lo bastante fino como para que quedara alguna marca en esta superficie pulida. Pero no, no veo nada. No creo que saquemos nada más de aquí. Veamos ahora la mesa del centro. Supongo que este pegote es la masilla negra que usted mencionó. De forma más o menos piramidal y ahuecada, por lo que veo. Como bien dijo usted, parece haber granitos de serrín incrustados. Vaya, vaya, esto es muy interesante. Y el corte..., un buen tajo, sí señor. Empieza con un fino rasguño y acaba en un auténtico desgarrón. Señor Soames, estoy en deuda con usted por haber dirigido mi atención hacia este caso. ¿Adónde da esa puerta?
-A mi alcoba
-¿Ha entrado usted ahí después del suceso?
-No, fui directamente a buscarle a usted.
-Me gustaría echar un vistazo. ¡Qué bonita habitación al estilo antiguo! ¿Le importaría aguardar un momento mientras examino el suelo? No, no veo nada. ¿Qué es esa cortina? Ah, cuelga usted su ropa detrás. Si alguien se viera obligado a esconderse en esta habitación, tendría que hacerlo aquí, porque la cama es demasiado baja y el armario tiene muy poco fondo. Supongo que no habrá
nadie aquí...
Cuando Holmes descorrió la cortina pude advertir, por una cierta rigidez y actitud de alerta en su postura, que estaba en guardia contra cualquier emergencia. Pero lo cierto es que detrás de la cortina no se ocultaban más que tres o cuatro trajes, colgados de una hilera de perchas. Holmes se dio la vuelta _v, de pronto, se agachó hacia el suelo.
-¡Caramba! ¿Qué es esto? Se trataba de una pequeña pirámide, hecha con una especie de masilla negra, exactamente igual a la que había sobre la mesa del despacho. Holmes la sostuvo en la palma de la mano y la acercó a la luz eléctrica.
-Parece que su visitante ha dejado rastros en su alcoba, y no sólo en su cuarto de estar, señor Soames.
-¿Qué podía buscar aquí?
-Creo que está muy claro. Usted regresó por un camino inesperado y él no se percató de su llegada hasta que usted estaba va en la misma puerta. ¿Qué podía hacer?
Recogió todo lo que pudiera delatarle y corrió a esconderse en el dormitorio.
-¡Cielo santo, señor Holmes! No me diga que todo el tiempo que estuve aquí hablando con Bannister tuvimos atrapado a ese individuo, sin nosotros saberlo.
-Así lo veo yo.
-Tiene que existir otra alternativa, señor Holmes. No sé si se ha fijado usted en la ventana de mi
alcoba.
-Con celosía, junquillos de plomo, tres paneles separados, uno de ellos con bisagras para abrirlo
y lo bastante grande para que pase un hombre.
-Exacto. Y da a un rincón del patio, de manera que queda casi invisible. El tipo pudo haber entrado
por aquí, dejó ese rastro al cruzar el dormitorio y después, al encontrar la puerta abierta, escapó por ella.
-Seamos prácticos -dijo-. Me pareció entender que hay tres estudiantes que utilizan esta escalera y pasan habitualmente por delante de su puerta.
-En efecto.
-¿Y lo tres se presentan a este examen?
-Sí.
-¿Tiene usted razones para sospechar de alguno de ellos más que de los otros? Soames vaciló.
-Se trata de una pregunta muy delicada. No me gusta difundir sospechas cuando no
existen pruebas.
-Oigamos las sospechas. Ya buscaré yo las pruebas. -En tal caso, le explicaré en pocas palabras el carácter de los tres hombres que residen en esas habitaciones. En la primera planta está Gilchrist, muy buen estudiante y atleta; juega en el equipo de rugby y en el de cricket del colegio, y representó a la universidad en vallas y salto de longitud. Un joven agradable y varonil. Su padre era el famoso sir Jabez Gilchrist, que se arruinó en las carreras. Mi alumno quedó en la pobreza, pero es muy aplicado y trabajador y saldrá adelante.
»En la segunda planta vive Daulat Ras, el indio. Un tipo callado e inescrutable, como la mayoría de los indios. Lleva muy bien sus estudios, aunque el griego es su punto débil. Es serio y metódico.
»El piso alto corresponde a Miles McLaren. Un tipo brillante cuando le da por trabajar..., uno de los mejores cerebros de la universidad; pero es inconstante, disoluto y carece de principios. En su primer año estuvo a punto de ser expulsado por un escándalo de cartas. Se ha pasado todo el curso holgazaneando y no debe sentirse muy tranquilo ante este examen.
-En otras palabras, usted sospecha de él.
-No me atrevería a decir tanto. Pero, de los tres, sería quizás el menos improbable.
-Exacto. Y ahora, señor Soames, veamos cómo es su sirviente, Bannister. Bannister resultó ser un hombrecillo de unos cincuenta años, pálido, bien afeitado y de cabellos grises. Todavía no se había recuperado de aquella brusca perturbación de la tranquila rutina de su vida. Sus fofas facciones temblaban con espasmos nerviosos y sus dedos no podían estarse quietos.
-Estamos investigando este lamentable incidente, Bannister -dijo el profesor.
-Sí, señor.
-Tengo entendido -dijo Holmes-que dejó usted su llave olvidada en la cerradura.
-Sí, señor.
-¿No es muy extraño que le ocurra eso precisamente el día en que estaban aquí esos papeles?
-Ha sido una gran desgracia, señor. Pero ya me ha ocurrido alguna otra vez.
-¿A qué hora entró usted en la habitación?
-A eso de las cuatro y media. La hora del té del señor Soames.
-¿Cuánto tiempo estuvo dentro?
-Al ver que él no estaba, salí inmediatamente.
-¿Miró usted los papeles de encima de la mesa?
-No, señor, le aseguro que no.
-¿Cómo pudo dejarse la llave en la puerta?
-Llevaba en las manos la bandeja del té, y pensé volver luego a recoger la llave. Pero se me olvidó.
-¿La puerta de fuera tiene picaporte?
-No, señor.
-¿De manera que permaneció abierta todo el tiempo?
-Sí, señor.
-Cuando regresó el señor Soames y le llamó, ¿se alteró
usted mucho?
-Sí, señor. En todos los años que llevo aquí, que son muchos, nunca había sucedido una cosa
así. Estuve a punto de desmayarme, señor.
-Eso tengo entendido. ¿Dónde estaba usted cuando empezó a sentirse mal?
-¿Que dónde estaba? Pues aquí mismo, cerca de la puerta.
-Es muy curioso, porque fue a sentarse en aquel sillón que hay junto al rincón. ¿Por qué no se
sentó en cualquiera de estas otras sillas?
-No lo sé, señor. Ni me fijé en dónde me sentaba.
-No creo que se fijara en nada, señor Holmes -dijo Soames-. Tenía muy mal aspecto...,
completamente cadavérico.
-¿Se quedó usted aquí cuando se marchó el profesor?
-Nada más que un minuto o cosa así. Luego cerré la puerta con llave y me fui a mi habitación.
-¿De quién sospecha usted?
-Ay señor, no sabría decirle. No creo que haya en esta universidad un caballero capaz de hacer
algo así para obtener ventaja. No, señor, no lo creo.
-Gracias. Con eso basta -dijo Holmes-. Ah, sí, una cosa más. ¿No le habrá usted dicho a ninguno
de los tres caballeros que usted atiende que algo va mal, verdad?
-No, señor; ni una palabra.
-¿Ha visto a alguno de ellos? -No, señor.
-Muy bien. Y ahora, señor Soames, si le parece bien, daremos un paseo por el patio. Tres cuadrados de luz amarilla brillaban sobre nosotros en medio de la creciente oscuridad.
-Sus tres pájaros están todos en sus nidos -dijo Holmes, mirando hacia arriba-¡Vaya! ¿Qué es eso?
Uno de ellos parece bastante inquieto. Se trataba del indio, cuya oscura silueta había aparecido de pronto a través de los visillos, dando
rápidas zancadas de un lado a otro de la habitación.
-Me gustaría echarles un vistazo en sus habitaciones -dijo Holmes-. ¿Sería posible?
-Sin ningún problema -respondió Soames-. Este conjunto de habitaciones es el más antiguo del
colegio, y no es raro que vengan visitantes a verlas. Acompáñenme y yo mismo les serviré de guía.
-Nada de nombres, por favor -dijo Holmes mientras llamábamos a la puerta de Gilchrist. La abrió un joven alto, delgado y de cabello pajizo, que nos dio la bienvenida al enterarse de nuestros propósitos. La habitación contenía algunos detalles verdaderamente curiosos de arquitectura doméstica medieval. Holmes quedó tan encantado que se empeñó en dibujarlo en su cuaderno de notas; durante la operación, se le rompió la mina del lápiz, tuvo que pedir uno prestado a nuestro joven anfitrión y, por último, le pidió prestada una navaja para sacarle punta a su lápiz. El mismo curioso incidente le volvió a ocurrir en las habitaciones del indio, un individuo pequeño y callado, con nariz aguileña, que nos miraba de reojo y no disimuló su alegría cuando Holmes dio por terminados sus estudios arquitectónicos. En ninguno de los dos casos me pareció que Holmes hubiera encontrado la pista que andaba buscando. En cuanto a nuestra tercera visita, quedó frustrada. La puerta exterior no se abrió a nuestras llamadas, y lo único positivo que nos llegó del otro lado fue un torrente de palabrotas.
-¡Me tiene sin cuidado quién sea! ¡Pueden irse al infierno! -rugió una voz iracunda-. ¡Mañana es el examen y no puedo perder el tiempo con nadie.
-¡Qué grosero! -dijo nuestro guía, rojo de indignación, mientras bajábamos por la escalera-. Naturalmente, no se daba cuenta de que era yo quien llamaba, pero aun así su conducta resulta impresentable y, dadas las
circunstancias, bastante sospechosa. La reacción de Holmes fue muy curiosa.
-¿Podría usted decirme la estatura exacta de este joven? preguntó.
-La verdad, señor Holmes, no sabría qué decirle. Es más alto que el indio, aunque no tanto como Gilchrist. Supongo que alrededor de cinco pies y seis pulgadas [3].
[3] Aproximadamente, un metro setenta.
-Eso es muy importante -dijo Holmes-. Y ahora, señor Soames, le deseo a usted buenas
noches. Nuestro guía expresó a voces su sorpresa y desencanto.
-¡Santo cielo, señor Holmes! ¡No irá usted a dejarme así
de repente! Me parece que no se da usted cuenta de la situación. El examen es mañana. Tengo que tomar alguna medida concreta esta misma noche. No puedo permitir que se celebre el examen si uno de los ejercicios está
amañado. Hay que afrontar la situación.
-Tiene que dejar las cosas como están. Mañana me pasaré por aquí a primera hora de la mañana y hablaremos del asunto. Es posible que para entonces me encuentre en condiciones de sugerirle alguna línea de actuación. Mientras tanto, no cambie usted nada; absolutamente nada.
-Muy bien, señor Holmes.
-Y quédese tranquilo. No le quepa duda de que encontraremos la manera de solucionar sus dificultades. Me voy a llevar la masilla negra, y también las virutas de lápiz. Adiós.
Cuando volvimos a salir a la oscuridad del patio miramos de nuevo las ventanas. El indio seguía dando paseos por la habitación. Los otros dos estaban invisibles.
-Bien, Watson, ¿qué le parece? -preguntó Holmes en cuanto salimos a la calle-. Es como un juego de salón, algo así como el truco de las tres cartas, ¿no cree? Ahí
tiene usted a sus tres hombres. Tiene que ser uno de ellos. Elija. ¿Por cuál se decide?
-El individuo mal hablado del último piso. Es el que tiene el peor historial. Sin embargo, ese indio también parece un buen pájaro. ¿Por qué estará dando vueltas por el cuarto sin parar?
-Eso no quiere decir nada. Muchas personas lo hacen cuando están intentando aprenderse algo de memoria.
-Nos miraba de una manera muy rara.
-Lo mismo haría usted si le cayese encima una manada de desconocidos cuando estuviera preparando un examen para el día siguiente y no pudiera perder ni un minuto. No, eso no me dice nada. Además, los lápices y las cuchillas..., todo estaba como es debido. El que sí me intriga es ese individuo...
-¿Quién?
-Hombre, pues Bannister, el sirviente. ¿Qué pinta él en este asunto?
-A mí me dio la impresión de ser un hombre
completamente honrado.
-A mí también, y eso es lo que me intriga. ¿Por qué iba un hombre completamente honrado a... Bueno, bueno, aquí tenemos una papelería importante. Comenzaremos aquí nuestras investigaciones.
En la ciudad sólo había cuatro papelerías de cierta importancia, y en cada una de ellas Holmes exhibió sus virutas de lápiz y ofreció un alto precio por un lápiz igual. En todas le dijeron que podían encargarlo, pero que se trataba de un tamaño poco corriente y casi nunca tenían existencias. El fracaso no pareció deprimir a mi amigo, que se encogió de hombros con una resignación casi divertida.
-No hay nada que hacer, querido Watson. Esta pista, que era la mejor y la más concluyente, no ha conducido a nada. Aunque, la verdad, estoy casi seguro de que, aun sin ella, podremos elaborar una explicación suficiente.
¡Por Júpiter! Querido amigo, son casi las nueve, y nuestra patrona dijo algo acerca de guisantes a las siete v media. Estoy viendo, Watson, que con esa manía de fumar constantemente y esa irregularidad en las comidas, van a acabar por pedirle que se largue, y yo compartiré su caída en desgracia..., aunque no antes de que haya resuelto el problema del profesor nervioso, el sirviente descuidado y los tres intrépidos estudiantes.
Holmes no volvió a hacer ningún comentario sobre el caso aquel día, aunque permaneció
sentado y sumido en reflexiones durante mucho rato, después de nuestra retrasada cena. A las ocho de la mañana siguiente entró en mi habitación cuando yo estaba terminando de asearme.
-Bien, Watson -dijo-. Es hora de ir a San Lucas. ¿Puede prescindir del desayuno?
-Desde luego.
-Soames estará hecho un manojo de nervios hasta que podamos decirle algo concreto.
-¿Y tiene usted algo concreto que decirle?
-Creo que sí.
-¿Ha llegado ya a alguna conclusión?
-Sí, querido Watson; he solucionado el misterio.
-Pero... ¿qué nuevas pistas ha podido encontrar?
-¡Ah! No en vano me he levantado de la cama a horas tan intempestivas como las seis de la mañana. He invertido dos horas de duro trabajo y he recorrido no menos de cinco millas, pero algo he sacado en limpio. ¡Fíjese en esto! Extendió la mano, y en la palma tenía tres pequeñas pirámides de masilla negra.
-¡Caramba, Holmes, ayer sólo tenía dos!
-Y esta mañana he conseguido otra. No parece muy aventurado suponer que la fuente de origen del número tres sea la misma que la de los números uno y dos. ¿No cree, Watson? Bueno, pongámonos en marcha y libremos al amigo Soames de su tormento.
Efectivamente, el desdichado profesor se encontraba en un estado nervioso lamentable cuando llegamos a sus habitaciones. En unas pocas horas comenzarían los exámenes, y él todavía vacilaba entre dar a conocer los hechos o permitir que el culpable optase a la sustanciosa beca. Tan grande era su agitación mental que no podía quedarse quieto, y corrió hacia Holmes con las manos extendidas en un gesto de ansiedad.
-¡Gracias a Dios que ha venido! Llegué a temer que se hubiera desentendido del caso. ¿Qué hago? ¿Seguimos adelante con el examen?
-Sí, sí; siga adelante, desde luego.
-Pero... ¿y ese granuja?
-No se presentará.
-¿Sabe usted quién es?
-Creo que sí. Puesto que el asunto no se va a hacer público, tendremos que atribuirnos algunos poderes y decidir por nuestra cuenta, en un pequeño consejo de guerra privado. ¡Colóquese ahí, Soames, haga el favor!
¡Usted ahí, Watson! Yo ocuparé este sillón del centro. Bien, creo que ya parecemos lo bastante impresionantes como para infundir terror en un corazón culpable. ¡Haga el favor de tocar la campanilla! Bannister acudió a la llamada y reculó con evidente sorpresa y temor ante nuestra pose judicial.
-Haga el favor de cerrar la puerta -dijo Holmes-. Y ahora, Bannister, ¿será tan amable de
decirnos la verdad acerca del incidente de ayer? El hombre se puso pálido hasta las raíces del pelo.
-Se lo he contado todo, señor.
-¿No tiene nada que añadir?
-Nada en absoluto, señor.
-En tal caso, tendré que hacerle unas cuantas sugerencias. Cuando se sentó ayer en ese sillón, ¿no
lo haría para esconder algún objeto que habría podido revelar quién estuvo en la habitación? La cara de Bannister parecía la de un cadáver.
-No, señor; desde luego que no.
-Era sólo una sugerencia -dijo Holmes en tono suave-. Reconozco francamente que no puedo demostrarlo. Pero parece bastante probable si consideramos que en cuanto el señor Soames volvió la espalda usted dejó salir al hombre que estaba escondido en esa alcoba. Bannister se pasó la lengua por los labios resecos.
-No había ningún hombre.
-¡Qué pena, Bannister! Hasta ahora, podría ser que hubiera dicho la verdad, pero ahora me
consta que ha mentido. El rostro de Bannister adoptó
una expresión de huraño desafío.
-No había ningún hombre, señor.
-Vamos, vamos, Bannister.
-No, señor; no había nadie.
-En tal caso, no puede usted proporcionarnos más información. ¿Quiere hacer el favor de quedarse en la habitación? Póngase ahí, junto a la puerta del dormitorio. Ahora, Soames, le voy a pedir que tenga la amabilidad de subir a la habitación del joven Gilchrist y le diga que baje aquí a la suya.
Un minuto después, el profesor regresaba,
acompañado del estudiante. Era éste un hombre con una figura espléndida, alto, esbelto y ágil, de paso elástico y con un rostro atractivo y sincero. Sus preocupados ojos azules vagaron de uno a otro de nosotros, y por fin se posaron con una expresión de absoluto desaliento en Bannister, situado en el rincón más alejado.
-Cierre la puerta -dijo Holmes-. Y ahora, señor Gilchrist, estamos solos aquí, y no es preciso que nadie se entere de lo que ocurre entre nosotros, de manera que podemos hablar con absoluta franqueza. Queremos saber, señor Gilchrist, cómo es posible que usted, un hombre de honor, haya podido cometer una acción como la de ayer. El desdichado joven retrocedió tambaleándose, y dirigió a Bannister una mirada llena de espanto y reproche.
-¡No, no, señor Gilchrist! ¡Yo no he dicho una palabra!
¡Ni una palabra, señor! -exclamó el
sirviente.
-No, pero ahora sí que lo ha hecho -dijo Holmes-. Bien, caballero, se dará usted cuenta de que después de lo que ha dicho Bannister, su postura es insostenible, y que la única oportunidad que le queda es hacer una confesión sincera.
Por un momento, Gilchrist, con una mano levantada, trató de contener el temblor de sus facciones. Pero un instante después había caído de rodillas delante de la mesa y, con la cara oculta entre las manos, estallaba en una tempestad de angustiados sollozos.
-Vamos, vamos -dijo Holmes amablemente-. Errar es humano, y por lo menos nadie puede acusarle de ser un criminal empedernido. Puede que resulte menos violento para usted que yo le explique al señor Soames lo ocurrido, y usted puede corregirme si me equivoco. ¿Lo prefiere así? Está bien, está bien, no se moleste en contestar. Escuche, y comprobará que no soy injusto con usted.
»Señor Soames, desde el momento en que usted me dijo que nadie, ni siquiera Bannister, sabía que las pruebas estaban en su habitación, el caso empezó a cobrar forma concreta en mi mente. Por supuesto, podemos descartar al impresor, puesto que éste podía examinar los ejercicios en su propia oficina. Tampoco el indio me pareció sospechoso: si las pruebas estaban en un rollo, es poco probable que supiera de qué se trataba. Por otra parte, parecía demasiado coincidencia que alguien se atreviera a entrar en la habitación, de manera no premeditada, precisamente el día en que los exámenes estaban sobre la mesa. También eso quedaba descartado. El hombre que entró sabía que los exámenes estaban aquí.
¿Cómo lo sabía?
»Cuando vinimos por primera vez a su habitación, yo examiné la ventana por fuera. Me hizo gracia que usted supusiera que yo contemplaba la posibilidad de que alguien hubiera entrado por ahí, a plena luz del día y expuesto a las miradas de todos los que ocupan esas habitaciones de enfrente. Semejante idea era absurda. Lo que yo hacía era calcular lo alto que tenía que ser un hombre para ver desde fuera los papeles que había encima de la mesa. Yo mido seis pies y tuve que empinarme para verlos. Una persona más baja que yo no habría tenido la más mínima posibilidad. Como ve, ya desde ese momento tenía motivos para suponer que si uno de sus tres estudiantes era más alto de lo normal, ése era el que más convenía vigilar.
»Entré aquí y le hice a usted partícipe de la información que ofrecía la mesita lateral. La mesa del centro no me decía nada, hasta que usted, al describir a Gilchrist, mencionó que practicaba el salto de longitud. Entonces todo quedó claro al instante, y ya sólo necesitaba ciertas pruebas que lo confirmaran, y que no tardé en obtener.
»He aquí lo que sucedió: este joven se había pasado la tarde en las pistas de atletismo practicando el salto. Regresó trayendo las zapatillas de saltar, que, como usted sabe, llevan varios clavos en la suela. Al pasar por delante de la ventana vio, gracias a su elevada estatura, el rollo de pruebas encima de su mesa, y se imaginó de qué se trataba. No habría ocurrido nada malo de no ser porque, al pasar por delante de su puerta, advirtió la llave que el descuidado sirviente había dejado allí olvidada. Entonces se apoderó de él un repentino impulso de entrar y comprobar si, efectivamente, se trataba de las pruebas del examen. No corría ningún peligro, porque siempre podría alegar que había entrado únicamente para hacerle a usted una consulta.
»Pues bien, cuando hubo comprobado que, en efecto, se trataba de las pruebas, es cuando sucumbió a la tentación. Dejó sus zapatillas encima de la mesa. ¿Qué es lo que dejó en ese sillón que hay al lado de la ventana?
-Los guantes -respondió el joven. Holmes dirigió una mirada triunfal a Bannister.
-Dejó sus guantes en el sillón y cogió las pruebas, una a una, para copiarlas. Suponía que el profesor regresaría por la puerta principal y que lo vería venir. Pero, como sabemos, vino por la puerta lateral. Cuando lo oyó, usted estaba ya en la puerta. No había escapatoria posible. Dejó
olvidados los guantes, pero recogió las zapatillas y se precipitó dentro de la alcoba. Se habrán fijado en que el corte es muy ligero por un lado, pero se va haciendo más profundo en dirección a la puerta del dormitorio. Eso es prueba suficiente de que alguien había tirado de las zapatillas en esa dirección, e indicaba que el culpable había buscado refugio allí. Sobre la mesa quedó un pegote de tierra que rodeaba a un clavo. Un segundo pegote se desprendió y cayó al suelo en el dormitorio. Puedo agregar que esta mañana me acerqué a las pistas de atletismo, comprobé que el foso de saltos tiene una arcilla negra muy adherente y me llevé una muestra, junto con un poco del serrín fino que se echa por encima para evitar que el atleta resbale. ¿He dicho la verdad, señor Gilchrist? El estudiante se había puesto en pie.
-Sí, señor; es verdad -dijo.
-¡Cielo santo! ¿No tiene nada que añadir? -exclamó
Soames.
-Sí, señor, tengo algo, pero la impresión que me ha causado el quedar desenmascarado de manera tan vergonzosa me había dejado aturdido. Tengo aquí una carta, señor Soames, que le escribí esta madrugada, tras una noche sin poder dormir. La escribí antes de saber que mi fraude había sido descubierto. Aquí la tiene, señor. Verá que en ella le digo: «He decidido no presentarme al examen. Me han ofrecido un puesto en la policía de Rhodesia yparto de inmediato hacia África del Sur.»
-Me complace de veras saber que no intentaba aprovecharse de una ventaja tan mal adquirida
-dijo Soames-. Pero ¿qué le hizo cambiar de intenciones?
Gilchrist señaló a Bannister.
-Este es el hombre que me puso en el buen camino -dijo.
-En fin, Bannister -dijo Holmes-. Con lo que ya hemos dicho, habrá quedado claro que sólo usted podía haber dejado salir a este joven, puesto que usted se quedó en la habitación y tuvo que cerrar la puerta al marcharse. No hay quien se crea que pudiera escapar por esa ventana.
¿No puede aclararnos este último detalle del misterio, explicándonos por qué razón hizo lo que hizo?
-Es algo muy sencillo, señor, pero usted no podía saberlo; ni con toda su inteligencia lo habría podido saber. Hubo un tiempo, señor, en el que fui mayordomo del difunto sir Jabez Gilchrist, padre de este joven caballero. Cuando quedó en la ruina, yo entré a trabajar de sirviente en la universidad, pero nunca olvidé a mi antiguo señor porque hubiera caído en desgracia. Hice siempre todo lo que pude por su hijo, en recuerdo de los viejos tiempos. Pues bien, señor, cuando entré ayer en esta habitación, después de que se diera la alarma, lo primero que vi fueron los guantes marrones del señor Gilchrist encima de ese sillón. Conocía muy bien aquellos guantes y comprendí el mensaje que encerraban. Si el señor Soames los veía, todo estaba perdido. Así que me desplomé en el sillón, y nada habría podido moverme de él hasta que el señor Soames salió a buscarle a usted. Entonces salió de su escondite mi pobre señorito, a quien yo había mecido en mis rodillas, y me lo confesó todo.
¿No era natural, señor, que yo intentara salvarlo, v no era natural también que procurase hablarle como lo habría hecho su difunto padre, haciéndole comprender que no podía sacar provecho de su mala acción? ¿Puede usted culparme por ello, señor?
-Desde luego que no -dijo Holmes de todo corazón, mientras se ponía en pie-. Bien, Soames, creo que hemos resuelto su pequeño problema, y en casa nos aguarda el desayuno. Vamos, Wátson. En cuanto a usted, caballero, confío en que le aguarde un brillante porvenir en Rhodesia. Por una vez ha caído usted bajo. Veamos lo alto que puede llegar en el futuro.
La aventura de las gafas de
oro
Cuando contemplo los tres abultados volúmenes de manuscritos que contienen nuestros trabajos del año 1894
debo confesar que, ante tal abundancia de material, resulta muy difícil seleccionar los casos más interesantes en sí mismos y que, al mismo tiempo, permitan poner de manifiesto las peculiares facultades que dieron fama a mi amigo. Al hojear sus páginas, veo las notas que tomé
acerca de la repulsiva historia de la sanguijuela roja y la terrible muerte del banquero Crosby; encuentro también un informe sobre la tragedia de Addlenton y el extraño contenido del antiguo túmulo británico; también corresponden a este período el famoso caso de la herencia de los SmithMortimer y la persecución y captura de Huret, el asesino de los bulevares, una hazaña que le valió
a Holmes una carta autógrafa de agradecimiento del presidente de Francia y la Orden de la Legión de Honor. Cualquiera de estos casos podría servir de base a un relato, pero, en conjunto, opino que ninguno de ellos reúne tantos aspectos insólitos e interesantes como el episodio de Yoxley Old Place, que no sólo incluye la lamentable muerte del joven Willoughby Smith, sino también las posteriores derivaciones, que arrojaron tan curiosa luz sobre las causas del crimen. Era una noche cruda y tormentosa de finales de noviembre. Holmes y yo habíamos pasado toda la velada sentados en silencio, él dedicado a descifrar con una potenta lupa los restos de la inscripción original de un antiguo palimpsesto[1], y yo absorto en un tratado de cirugía recién publicado. Fuera de la casa, el viento aullaba a lo largo de Baker Street y la lluvia repicaba con fuerza contra las ventanas. Resultaba extraño sentir la zarpa de hierro de la Naturaleza en pleno corazón de la ciudad, rodeados de construcciones humanas hasta una distancia de diez millas en cualquier dirección, y darse cuenta de que, para la fuerza colosal de los elementos, todo Londres no significaba más que las madrigueras de topos que salpican los campos. Me acerqué a la ventana y miré hacia la calle vacía. Aquí y allá, las farolas brillaban sobre la calzada embarrada y las relucientes aceras. Un solitario coche de alquiler avanzaba chapoteando desde el extremo que da a Oxford Street.
[1] Un palimpsesto es un pergamino en el que se ha borrado lo escrito para escribir en él por segunda vez. Mediante técnicas químicas se puede recuperar parte de la escritura original, y de este modo se han descubierto valiosos fragmentos de literatura antigua.
-¡Caramba, Watson, menos mal que no tenemos que salir esta noche! -dijo Holmes, dejando a un lado la lupa y enrollando el palimpsesto-. Ya he hecho bastante por hoy. Esto fatiga mucho la vista. Por lo que he podido descifrar, se trata de una cosa tan prosaica como la contabilidad de una abadía de la segunda mitad del siglo quince. ¡Vaya, vaya, vaya! ¿Qué es esto? Entre el rugido del viento se oía el ruido de cascos de caballo y el prolongado chirrido de una rueda que raspaba contra el bordillo. El coche que yo había visto acababa de detenerse ante nuestra puerta. ¿Qué puede buscar? -exclamé al ver que un hombre se apeaba del coche.
-¿Pues qué va a buscar? Nos busca a nosotros. Y
nosotros, mi pobre Watson, ya podemos ir buscando abrigos, bufandas, chanclos y cualquier otro accesorio inventado por el hombre para combatir las inclemencias de un tiempo como el de esta noche. Pero... ¡aguarde un momento! ¡El coche se marcha! Todavía quedan esperanzas. Si quisiera que le acompañáramos, le habría hecho esperar. Baje corriendo a abrir la puerta, querido camarada, porque toda la gente de bien hace mucho que se fue a la cama. Cuando la luz de la lámpara del vestíbulo iluminó a nuestro visitante nocturno, le reconocí
de inmediato. Se trataba de Stanley Hopkins, un joven y prometedor inspector, en cuya carrera Holmes había mostrado en más de una ocasión un interés muy real. ¿Está él? -preguntó ansioso. -Suba, querido amigo -dijo desde lo alto la voz de Holmes-. Espero que no tenga usted planes para nosotros en una noche como ésta. El inspector subió las escaleras, con su lustroso impermeable resplandeciendo bajo la luz de la lámpara. Le ayudé a quitárselo, mientras Holmes avivaba la llama de los troncos de la chimenea. -Acérquese, amigo Hopkins, y caliéntese los pies. Aquí tiene un cigarro, y el doctor tiene preparada una receta a base de agua caliente y limón que es mano de santo en noches como ésta. Tiene que ser un asunto importante el que le ha traído aquí con semejante temporal. -Sí que lo es, señor Holmes. Le aseguro que he tenido una tarde agotadora. ¿Ha visto algo sobre el caso de Yoxley en las últimas ediciones de los periódicos? Hoy no he visto nada posterior al siglo quince. -Bueno, no se ha perdido nada porque sólo venía un parra-fito y todo está equivocado. No he dejado que crezca la hierba bajo mis pies. La cosa ha ocurrido en Kent, a siete millas de Chatham y tres de la estación de ferrocarril. Me telegrafiaron a las tres y cuarto, llegué a Yoxley Old Place a las cinco, llevé a cabo mis investigaciones, regresé a Charing Cross en el último tren y vine directamente en coche a verle usted. -Lo cual significa, según creo entender, que no ve usted del todo claro el asunto. -Significa que no le encuentro ni pies ni cabeza. Por lo que he podido ver, se trata del caso más embarullado que jamás me haya tocado en suerte, y eso que al principio parecía tan sencillo que no ofrecía dudas. No hay móvil, señor Holmes, eso es lo que me trae a mal traer: que no consigo encontrar un móvil. Tenemos un muerto..., sobre eso no cabe ninguna duda..., pero, por más que miro, no encuentro ninguna relación por la que alguien pudiera desearle algún mal al difunto. Holmes encendió su cigarro y se recostó en su asiento. -A ver, cuéntenos -dijo. -Para mí, los hechos están muy claros dijo Stanley Hopkins-. Lo único que me falta saber es qué
significan. La historia, por lo que he podido averiguar, es la siguiente: Hace unos diez años, esta casa de campo, Yoxley Old Place, fue alquilada por un hombre mayor, que dijo llamarse profesor Coram. Estaba inválido, y se pasaba la mitad del tiempo en la cama y la otra mitad renqueando por la casa con un bastón o paseando por el jardín en una silla de ruedas empujada por el jardinero. Gozaba de las simpatías de los pocos vecinos que iban a visitarlo, y tenía reputación de ser muy culto. Su servicio doméstico lo componían una anciana ama de llaves, la señora Marker, y una doncella, llamada Susan Tarlton. Las dos están con él desde que llegó, y las dos parecen ser excelentes personas. El profesor está escribiendo un libro erudito, y hace cosa de un año tuvo necesidad de contratar un secretario. Los dos primeros que encontró
fueron sendos fracasos, pero el tercero, un joven recién salido de la universidad llamado Willoughby Smith, parece que era justo lo que el profesor andaba buscando. Su trabajo consistía en escribir durante toda la mañana lo que el profesor le dictaba, después de lo cual solía pasearse buscando referencias y textos relacionados con la tarea del día siguiente. Este Willoughby Smith no tiene ningún antecedente negativo, ni de muchacho en Uppingham ni de joven en Cambridge. He leído sus certificados y parecen indicar que ha sido siempre un tipo decente, callado y trabajador, sin ninguna mancha en su historial. Y sin embargo, éste es el joven que ha encontrado la muerte esta mañana, en el despacho del profesor, en circunstancias que sólo pueden interpretarse como asesinato. El viento aullaba y gemía en las ventanas. Holmes y yo nos acercanos más al fuego, mientras el joven inspector, poco a poco v con todo detalle, iba desgranando su curioso relato.
-Aunque buscásemos por toda Inglaterra -continuó-, no creo que pudiéramos encontrar una casa más aislada del mundo y libre de influencias exteriores. Podían pasar semanas enteras sin que nadie cruzara la puerta del jardín. El profesor vivía absorto en su trabajo y no existía para él nada más. El joven Smith no conocía a nadie en el vecindario, y llevaba una vida muy similar a la de su jefe. Las dos mujeres no salían para nada de la casa. Mortimer, el jardinero, el que empuja la silla de ruedas, es un pensionista del ejército, un veterano de Crimea de conducta intachable. No vive en la casa, sino en una casita de tres habitaciones al otro extremo del jardín. Estas son las únicas personas que uno puede encontrar en los terrenos de Yoxley Old Place. Por otra parte, la puerta del jardín está a cien yardas de la carretera principal de Londres a Chatham; se abre con un pestillo y no hay nada que impida que alguien entre. »Ahora les voy a repetir las declaraciones de Susan Tarlton, que es la única persona que tiene algo concreto que decir sobre el asunto. Ocurrió
por la mañana, entre las once y las doce. En aquel momento, ella estaba ocupada en colgar unas cortinas en la alcoba delantera del piso alto. El profesor Coram todavía seguía en la cama, porque cuando hace mal tiempo rara vez se levanta antes del mediodía. El ama de llaves estaba haciendo algo en la parte posterior de la casa. Willouhgy Smith había estado hasta entonces en su dormitorio, que también utilizaba como cuarto de estar; pero en aquel momento, la doncella le oyó salir al pasillo y bajar al despacho, situado inmediatamente debajo de la alcoba en la que ella se encontraba. No le vio, pero asegura que sus pasos firmes y rápidos resultaban inconfundibles. No oyó cerrarse la puerta del despacho, pero aproximadamente un minuto más tarde sonó un grito espantoso en la habitación de abajo. Un alarido ronco y salvaje, tan extraño y poco natural que lo mismo podía haberlo lanzado una mujer que un hombre. Al mismo tiempo, se oyó un golpe fortísimo, que hizo temblar toda la casa, y después todo quedó en silencio. La doncella se quedó petrificada unos instantes, pero luego recuperó el valor y corrió escaleras abajo. La puerta del despacho estaba cerrada; la abrió y encontró al joven Willoughby Smith tendido en el suelo. Al principio no advirtió que tuviera ninguna herida, pero al intentar levantarlo vio que brotaba sangre de la parte inferior del cuello, donde presentaba una herida pequeña, pero muy profunda, que había seccionado la arteria carótida. El instrumento causante de la herida estaba tirado en la alfombra, junto al cuerpo. Se trataba de uno de esos cuchillitos para el lacre que suele haber en los escritorios antiguos, con margo de marfil y hoja muy rígida. Formaba parte de la escribanía de la mesa del profesor. »Al principio, la doncella creyó
que el joven Smith estaba ya muerto, pero cuando le echó
un poco de agua de una garrafa por la frente, Smith abrió
los ojos por un instante y murmuró: «El profesor... ha sido ella.» La doncella está dispuesta a jurar que ésas fueron las palabras exactas. El hombre hizo esfuerzos desesperados por decir algo más y llegó a levantar la mano derecha, pero cayó definitivamente muerto.
»Mientras tanto, el ama de llaves había llegado también al despacho, aunque demasiado tarde para oír las últimas palabras del moribundo. Dejando a Susan junto al cadáver, corrió a la habitación del profesor. Este se encontraba sentado en la cama, terriblemente alterado, porque había oído lo suficiente para darse cuenta de que había ocurrido algo espantoso. La señora Marker está
dispuesta a jurar que el profesor todavía tenía puesta su ropa de cama, y lo cierto es que le resultaba imposible vestirse sin la ayuda de Mortimer, que tenía orden de presentarse a las doce en punto. El profesor declara haber oído el grito a lo lejos, pero dice no saber nada más. No acierta a explicar las últimas palabras del joven, «El profesor... ha sido ella», pero supone que fueron producto del delirio. Está convencido de que Willoughby Smith no tenía ningún enemigo en el mundo, y no puede explicarse los motivos del crimen. Lo primero que hizo fue enviar a Mortimer, el jardinero, a avisar a la policía local. Poco después, el jefe del puesto me hacía llamar a mí. Nadie tocó nada hasta que yo llegué, y se dieron órdenes estrictas de que nadie anduviera por los senderos que conducen a la casa. Era una ocasión espléndida para poner en práctica sus teorías, señor Holmes; no faltaba nada. -Excepto Sherlock Holmes -dijo mi compañero, con una sonrisa tirando a amarga-. Pero siga contándonos.
¿Qué clase de trabajo llevó usted a cabo? -Primero, señor Holmes, tengo que pedirle que mire este plano aproximado, que le dará una idea general de la situación del despacho del profesor y otros detalles del caso. Así
podrá seguir el hilo de mis investigaciones. Desplegó el boceto que aquí reproduzco y lo extendió sobre las rodillas de Holmes. Yo me levanté y me situé detrás de Holmes para estudiarlo por encima de su hombro.
-Naturalmente, es sólo una aproximación, y no incluye más que los detalles que a mí me parecieron esenciales. El resto ya lo verá usted mismo más adelante. Ahora, veamos: en primer lugar, y suponiendo que el asesino o asesina viniera de fuera, ¿por dónde entró? Sin duda alguna, por el sendero del jardín y por la puerta de atrás, desde la cual se llega directamente al despacho. Cualquier otra ruta habría presentado muchísimas complicaciones. La retirada también tuvo que efectuarse por el mismo camino, va que, de las otras dos salidas que tiene la habitación, una quedó bloqueada por Susan, que corría escaleras abajo, y la otra conducía directamente al dormitorio del profesor. Así pues, dirigí de inmediato mi atención al sendero del jardín, que estaba empapado por la reciente lluvia y sin duda presentaría huellas de pisadas. »Mi inspección me demostró que me las tenía que ver con un criminal experto y precavido. En el sendero no había ni una huella. Sin embargo, no cabía duda de que alguien había caminado sobre el arriate de césped que flanquea el sendero, y que lo había hecho para no dejar huellas. No pude encontrar nada parecido a una impresión clara, pero la hierba estaba aplastada y resulta evidente que por allí había pasado alguien. Y sólo podía tratarse del asesino, porque ni el jardinero ni ninguna otra persona habían estado por allí esta mañana, y la lluvia había empezado a caer durante la noche. -Un momento dijo Holmes-. ¿Adónde conduce este sendero? -A la carretera. -¿Qué longitud tiene? -Unas cien yardas. -Pero tuvo usted que encontrar huellas en el punto donde el sendero cruza la puerta exterior. -Por desgracia, el sendero está pavimentado en ese punto.
-¿Y en la carretera misma? -Nada. Estaba toda enfangada y pisoteada. -Tch, tch. Bien, volvamos a esas pisadas en la hierba. ¿Iban o volvían? -Imposible saberlo. No se advertía ningún contorno. -¿Pie grande o pequeño? -No se podía distinguir. Holmes soltó una interjección de impaciencia. -Desde entonces, no ha parado de llover a mares y ha soplado un verdadero huracán -dijo-. Ahora será más difícil de leer que este palimpsesto. En fin, eso ya no tiene remedio. ¿Qué hizo usted, Hopkins, después de asegurarse de que no estaba seguro de nada? -Creo estar seguro de muchas cosas, señor Holmes. Sabía que alguien había entrado furtivamente en la casa desde el exterior. A continuación, examiné el corredor. Está
cubierto con una estera de palma y no han quedado en él huellas de ninguna clase. Así llegué al despacho mismo. Es una habitación con pocos muebles, y el que más destaca es una mesa grande con escritorio. Este escritorio consta de una doble columna de cajones con un armarito central, cerrado. Según parece, los cajones estaban siempre abiertos y en ellos no se guardaba nada de valor. En el armarito había algunos papeles importantes, pero no presentaba señales de haber sido forzado, y el profesor me ha asegurado que no falta nada. Tengo la seguridad de que no se ha robado nada. »Y llegamos por fin al cadáver del joven. Se encontraba cerca del escritorio, un poco a la izquierda, como se indica en el plano. La puñalada se había asestado en el lado derecho del cuello y desde atrás hacia delante, de manera que es casi imposible que se hiriera él mismo. -A menos que se cayera sobre el cuchillo -dijo Holmes. -Exacto. Esa idea se me pasó por la cabeza. Pero el cuchillo se encontraba a varios palmos del cadáver, de modo que parece imposible. Tenemos, además, las palabras del propio moribundo. Y por último, tenemos esta importantísima prueba que se encontró en la mano derecha del muerto. Stanley Hopkins sacó de un bolsillo un paquetito envuelto en papel. Lo desenvolvió y exhibió unos lentes con montura de oro, de los que se sujetan solamente a la nariz, con dos cabos rotos de cordón de seda negra colgando de sus extremos.
-Willoughby Smith tenía una vista excelente -prosiguió-. No cabe duda de que esto fue arrancado de la cara o el cuerpo del asesino. Sherlock Holmes tomó los lentes en la mano y los examinó con la máxima atención e interés. Se los colocó en la nariz, intentó leer a través de ellos, se acercó a la ventana y miró a la calle con ellos, los inspeccionó minuciosamente a la luz de la lámpara y, por último, riéndose por lo bajo, se sentó a la mesa y escribió
unas cuantas líneas en una hoja de papel, que a continuación entregó a Stanley Hopkins. -No puedo hacer nada mejor por usted -dijo-. Quizás resulte de alguna utilidad. El asombrado inspector leyó la nota en voz alta. Decía lo siguiente:
«Se busca mujer educada y refinada, vestida como una señora. De nariz bastante gruesa y ojos muy juntos. Tiene la frente arrugada, expresión de miope y, probablemente, hombros caídos. Hay razones para suponer que durante los últimos meses ha acudido por lo menos dos veces a un óptico. Puesto que sus gafas son muy potentes y los ópticos no son excesivamente numerosos, no debería resultar difícil localizarla.»
El asombro de Hopkins, que también debía verse reflejado y en mi cara, hizo sonreír a Holmes. -Estarán de acuerdo en que mis deducciones son la sencillez misma dijo-. Sería difícil encontrar otro objeto que se preste mejor a las inferencias que un par de gafas, y más un par de gafas tan particular como éste. Que pertenecen a una mujer se deduce de su delicadeza y también, por supuesto, de las últimas palabras del moribundo. En cuanto a lo de que se trata de una persona refinada y bien vestida..., como ven, la montura es magnífica, de oro macizo, y no cabe suponer que una persona que lleva estos lentes se muestre desaliñada en otros aspectos. Si se los pone, comprobará que la pinza es muy ancha para su nariz, lo cual indica que la dama en cuestión tiene una nariz muy ancha en la base. Esta clase de nariz suele ser corta y vulgar, pero existen excepciones lo bastante numerosas como para impedir que me ponga dogmático e insista en este aspecto de mi descripción. Yo tengo una cara bastante estrecha, y aun así no consigo que mis ojos coincidan con el centro de los cristales ni de lejos. Por tanto, nuestra dama tiene los ojos muy juntos, pegados a la nariz. Fíjese, Watson, en que los cristales son cóncavos y de potencia poco corriente. Una mujer que haya padecido toda su vida tan graves limitaciones visuales presentará, sin duda, ciertas características físicas derivadas de su mala vista, como son la frente arrugada, los párpados contraídos y los hombros cargados. -Sí
-dije yo-. Ya sigo su razonamiento. Sin embargo, confieso que no entiendo de dónde saca lo de las dos visitas al óptico. Holmes levantó las gafas en la mano. Fíjese -dijo-en que las pinzas están forradas con tirillas de corcho para suavizar el roce contra la nariz. Una de ellas está descolorida y algo gastada, pero la otra está nueva. Es evidente que una tira se desprendió y hubo de poner otra nueva. Yo diría que la más vieja de las dos no lleva puesta más que unos pocos meses. Son exactamente iguales, por lo que deduzco que la señora acudió al mismo establecimiento a que le pusieran la segunda.
-¡Por San Jorge, es maravilloso! -exclamó Hopkins, extasiado de admiración-. ¡Pensar que he tenido todas esas evidencias en mis manos y no me he dado cuenta!
Aunque, de todas maneras, tenía intención de recorrerme todas las ópticas de Londres. -Desde luego que debe hacerlo. Pero mientras tanto, ¿tiene algo más que decirnos sobre el caso? -Nada más, señor Holmes. Creo que ahora ya sabe tanto como yo..., probablemente más. Estamos investigando si se ha visto a algún forastero por las carreteras de la zona o en la estación de ferrocarril, pero por ahora no hemos tenido noticias de ninguno. Lo que me desconcierta es la absoluta falta de móviles para el crimen. Nadie es capaz de sugerir ni la sombra de un motivo. -¡Ah! En eso no estoy en condiciones de ayudarle. Pero supongo que querrá que nos pasemos por allí mañana. -Si no es pedir mucho, señor Holmes. Hay un tren a Chatham que sale de Charing Cross a las seis de la mañana. Llegaríamos a Yoxley Old Place entre las ocho y las nueve. -Entonces, lo tomaremos. Reconozco que su caso presenta algunos aspectos muy interesantes, y me encantará echarle un vistazo. Bien, es casi la una, y más vale que durmamos unas horas. Estoy seguro de que podrá arreglarse perfectamente en el sofá que hay delante de la chimenea. Antes de salir, encenderé mi mechero de alcohol y le daré una taza de café. A la mañana siguiente, la borrasca había agotado sus fuerzas, pero aun así hacía un tiempo muy crudo cuando emprendimos viaje. Vimos cómo se levantaba el frío sol de invierno sobre las lúgubres marismas del Támesis y los largos y tétricos canales del río, que yo siempre asociaré con la persecución del nativo de las islas Andaman, allá en los primeros tiempos de nuestra carrera. Tras un largo y fatigoso trayecto, nos apeamos en una pequeña estación a pocas millas de Chatham. En la posada del lugar tomamos un rápido desayuno mientras enganchaban un caballo al coche, y cuando por fin llegamos a Yoxley Old Place nos encontrábamos listos para entrar en acción. Un policía de uniforme nos recibió en la puerta del jardín.
-¿Alguna novedad, Wilson? -No, señor, ninguna. -¿Nadie ha visto a ningún forastero? -No, señor. En la estación están seguros de que ayer no llegó ni se marchó ningún forastero. -¿Han hecho indagaciones en las pensiones y posadas? -Sí, señor; no hay nadie que no pueda dar razón de su presencia. -En fin, de aquí a Chatham no hay más que una moderada caminata. Cualquiera podría alojarse allí, o tomar un tren, sin llamar la atención. Este es el sendero del que le hablé, señor Holmes. Le doy mi palabra de que ayer no había ni una huella en él. -¿A qué
lado estaban las pisadas en la hierba? -A este lado. En esta estrecha franja de hierba entre el sendero y el macizo de flores. Ahora ya no se distinguen las huellas, pero ayer las vi con toda claridad. -Si, sí; por aquí ha pasado alguien -dijo Holmes, agachán dose junto al césped-. Nuestra dama ha tenido que ir pisando con mucho cuidado, ¿no cree?, porque por un lado habría dejado huellas en el sendero, y por el otro las habría dejado aún más claras en la tierra blanda del macizo de flores. -Sí, señor; debe de tratarse de una mujer con mucha sangre fría. Advertí en el rostro de Holmes un momentáneo gesto de concentración. -¿Dice usted que tuvo que regresar por este mismo camino? -Sí, señor; no hay otro. -¿Por esta misma franja de hierba? -Pues claro, señor Holmes. ¡Hum! Una hazaña notable..., muy notable. Bien, creo que ya hemos agotado las posibilidades del sendero. Sigamos adelante. Supongo que esta puerta del jardín se suele dejar abierta, ,no? Con lo cual, la visitante no tenía más que entrar. No traía intenciones de asesinar a nadie, pues en tal caso habría venido provista de alguna clase de arma, en lugar de tener que recurrir a ese cuchillito del escritorio. Avanzó por este corredor sin dejar huellas en la estera de palma, y vino a parar a este despacho.
¿Cuánto tiempo estuvo aquí? No tenemos manera de saberlo. -Unos pocos minutos como máximo, señor. Me olvidé de decirle que la señora Marker, el ama de llaves, había estado limpiando aquí poco antes..., como un cuarto de hora, según me contó ella. -Bien, eso nos permite fijar un límite. Nuestra dama entra en la habitación y ¿qué
hace? Se dirige al escritorio. ¿Para qué? No le interesa nada de los cajones; si hubiera en ellos algo que valiera la pena robar, no los habrían dejado abiertos. No, ella busca algo en ese armario de madera. ¡Ajá! ¿Qué es este rasponazo en la superficie? Alúmbreme con una cerilla, Watson. ¿Por qué no me dijo nada de esto, Hopkins? La señal que estaba examinando comenzaba en la chapa de latón a la derecha del ojo de la cerradura y se prolongaba unas cuatro pulgadas, rayando el barniz de la madera. -Ya me fijé en eso, señor Holmes, pero siempre se encuentran marcas alrededor del ojo de la cerradura.-Ésta es reciente..., muy reciente. Mire cómo brilla el latón en los bordes de la raya. Si la señal fuera vieja, tendría el mismo color que la superficie. Obsérvelo con mi lupa. También el barniz tiene como polvillo a los lados del arañazo.
¿Está por aquí la señora Marker? Una mujer mayor, de expresión triste, entró en la habitación. -¿Le quitó usted el polvo ayer por la mañana a este escritorio? -Sí, señor. ¿Se fijó usted en este rasponazo? -No, señor; no me fijé. Estoy seguro de ello, porque el plumero se habría llevado este polvillo de barniz. ¿Quién guarda la llave de este escritorio? -La tiene el profesor, colgada de su cadena de reloj. -¿Es una llave corriente? -No, señor, es una llave Chubb.
-Muy bien. Puede retirarse, señora Marker. Ya vamos progresando algo. Nuestra dama entra en el despacho, se dirige al escritorio y lo abre, o al menos intenta abrirlo. Mientras está ocupada en esta operación, entra el joven Willoughby Smith. En sus prisas por retirar la llave, la dama hace esta señal en la puerta. Smith la sujeta y ella, echando mano del objeto más próximo, que resulta ser este cuchillo, le golpea para obligarle a soltar su presa. El golpe resulta mortal. El cae y ella escapa, con o sin el objeto que había venido a buscar. ¿Está aquí Susan, la doncella? ¿Podría haber salido alguien por esa puerta después de que usted oyera el grito, Susan? -No, señor; es imposible. Antes de bajar la escalera habría visto a quien fuera en el pasillo. Además, la puerta no se abrió, porque yo lo habría oído. -Eso descarta esta salida. Así pues, no cabe duda de que la dama se marchó por donde había venido. Tengo entendido que este otro pasillo conduce a la habitación del profesor. ¿No hay ninguna salida por aquí? -No, señor. -Sigamos por aquí y vayamos a conocer al profesor. ¡Caramba, Hopkins! Esto es muy importante, pero que muy importante. El pasillo del profesor también tiene una estera de palma. -Bueno, ¿y eso qué? -¿No ve la relación que esto tiene con el caso? Está bien, está bien, no insisto en ello. Sin duda, estoy equivocado. Pero no deja de parecerme sugerente. Venga conmigo y presénteme. Recorrimos el pasillo, que era igual de largo que el corredor que conducía al jardín. Al final había un corto tramo de escalones que terminaba en una puerta. Nuestro guía llamó con los nudillos y luego nos hizo pasar a la habitación del profesor. Se trataba de una habitación muy grande, con las paredes cubiertas por innumerables libros, que desbordaban los estantes y se amontonaban en los rincones o formaban rimeros en torno a la base de las estanterías. La cama se encontraba en el centro de la habitación, y en ella, recostado sobre almohadas, estaba el dueño de la casa. Pocas veces he visto una persona de aspecto más pintoresco. Un rostro demacrado y aguileño nos miraba con ojos penetrantes, que acechaban en sus hundidas cuencas bajo el dosel de unas pobladas cejas. Tenía blancos el cabello y la barba, pero esta última presentaba curiosas manchas amarillas en torno a la boca. Entre la maraña de pelo blanco brillaba un cigarrillo, y el aire de la habitación apestaba a humo rancio de tabaco. Cuando le tendió la mano a Holmes, advertí que también la tenía manchada de amarillo por la nicotina. -¿Fuma usted, señor Holmes?
-dijo, hablando un inglés esmerado y con un cierto tonillo de afectación-. Coja un cigarrillo, por favor. ¿Y usted, caballero? Puedo recomendárselos, porque los prepara especialmente para mí Ionides de Alejandría. Me envía mil cada vez, y deploro tener que confesar que encargo un nuevo suministro cada quince días. Mala cosa, señores, mala cosa; pero un anciano tiene pocos placeres a su alcance. El tabaco y mi trabajo..., eso es todo lo que me queda. Holmes había encendido un cigarrillo y lanzaba rápidas miradas por toda la habitación. -El tabaco y el trabajo, pero ahora sólo el tabaco -exclamó el anciano-. ¡Ay, qué interrupción más fatal! ¿Quién habría podido imaginar una catástrofe tan terrible? ¡Un joven tan agradable! Le aseguro que después de los primeros meses de adaptación resultaba un ayudante admirable. ¿Qué
opina usted del asunto, señor Holmes? -Todavía no he llegado a ninguna conclusión. -Le estaría de verdad reconocido si consiguiera usted arrojar algo de luz sobre esto que nosotros vemos tan oscuro. A las ratas de biblioteca, y más si son inválidas como yo, un golpe así
nos deja paralizados. Pero usted es un hombre de acción..., un aventurero. Cosas así forman parte de la rutina cotidiana de su vida. Usted puede mantener la serenidad en cualquier emergencia. Es una verdadera suerte tenerle de nuestro lado. Mientras el viejo profesor hablaba, Holmes iba y venía de un lado a otro de la habitación. Observé que estaba fumando con
extraordinaria rapidez. Evidentemente, compartía el gusto de nuestro anfitrión por los cigarrillos de Alejandría recién hechos. -Sí, señor, un golpe aplastante -continuó el anciano-. Esta es mi magnum opus..., ese montón de papeles que hay sobre la mesita de allá. Es un análisis de los documentos encontrados en los monasterios coptos de Siria y Egipto, un trabajo que profundiza en los fundamentos mismos de la religión revelada. Con esta salud tan débil, ya no sé si seré capaz de terminarlo, ahora que me han arrebatado a mi ayudante. ¡Válgame Dios, señor Holmes! ¡Fuma usted aún más que yo! Holmes sonrió. -Soy un entendido -dijo, tomando otro cigarrillo de la caja (el cuarto) y encendiéndolo con la colilla del que acababa de terminar-. No tengo intención de molestarle con largos interrogatorios, profesor Coram, porque ya estoy informado de que usted se encontraba en la cama en el momento del crimen y no puede saber nada al respecto. Sólo le preguntaré una cosa: ¿Qué supone usted que quería decir el pobre muchacho con sus últimas palabras: «El profesor... ha sido ella»? El profesor meneó
la cabeza en señal de negativa. -Susan es una chica del campo -dijo-, y ya sabe usted lo increíblemente estúpida que es la clase campesina. Me imagino que el pobre muchacho debió murmurar algunas palabras incoherentes o delirantes, y que ella las retorció, convirtiéndolas en este mensaje sin sentido. -Ya veo. ¿Y no tiene usted ninguna explicación para esta tragedia? -Podría tratarse de un accidente; podría tratarse, pero esto que quede entre nosotros, de un suicidio. Los jóvenes tienen problemas secretos. Tal vez algún asunto de amores, del que nosotros no sabíamos nada. Me parece una explicación más probable que la del asesinato. -Pero ¿y las gafas? ¡Ah! Yo no soy más que un estudioso..., un soñador. No soy capaz de explicar las cosas prácticas de la vida. Aun así, amigo mío, todos sabemos que las prendas de amor pueden adoptar formas muy extrañas. Pero, por favor, coja usted otro cigarrillo. Es un placer encontrar a alguien que sabe apreciarlos. Un abanico, un guante, unas gafas..., ¿quién sabe las cosas que un hombre puede llevar como recuerdo o como símbolo cuando decide poner fin a su vida? Este caballero habla de pisadas en la hierba; pero, al fin y al cabo, es fácil equivocarse en una cosa así. En cuanto al cuchillo, bien pudo rodar lejos del cuerpo del hombre cuando éste cayó al suelo. Puede que esté
diciendo tonterías, pero a mí me parece que a Willoughby Smith le llegó la muerte por su propia mano. Holmes pareció muy sorprendido por la teoría del profesor y continuó paseando de un lado a otro durante un buen rato, sumido en reflexiones y consumiendo un cigarrillo tras otro. -Dígame, profesor Coram -preguntó por fin-, ¿qué
hay en ese armarito del escritorio?
-Nada que pueda interesar a un ladrón. Documentos familiares, cartas de mi pobre esposa, diplomas de universidades que me han concedido honores... Aquí
tiene la llave. Puede verlo usted mismo. Holmes cogió la llave y la miró un instante; luego la devolvió. -No, no creo que me sirva de nada -dijo-. Preferiría salir tranquilamente a su jardín y reflexionar un poco sobre el asunto. No se puede descartar del todo esa teoría del suicidio que usted acaba de exponer. Le pido perdón por esta intromisión, profesor Coram, y le prometo que no volveremos a molestarle hasta después de la comida. A las dos vendremos a verle y le informaremos de todo lo que pueda haber ocurrido de aquí a entonces. Holmes se mostraba curiosamente distraído, y durante un buen rato estuvimos yendo y viniendo en silencio por el sendero del jardín. -¿Tiene alguna pista?
-pregunté por fin. -Todo depende de esos cigarrillos que he fumado -me respondió-. Es posible que me equivoque por completo. Los cigarrillos me lo harán saber. ¡Querido Holmes! -exclamé yo-. ¿Cómo demonios...? Bueno, bueno, ya lo verá usted por sí mismo. Y si no, no habrá pasado nada. Claro que siempre podemos volver a seguir la pista del óptico, pero hay que aprovechar los atajos cuando se puede. ¡Ah, aquí viene la buena de la señora Marker! Vamos a disfrutar de cinco minutos de instructiva conversación con ella. Creo haber dicho ya en ocasiones anteriores que Holmes, cuando quería, podía portarse de un modo particularmente encantador con las mujeres y tardaba muy poco en ganarse su confianza. En la mitad del tiempo que había mencionado, ya se había ganado la simpatía del ama de llaves y estaba charlando con ella como si se conocieran desde hacía años. -Sí, señor Holmes, tiene razón en lo que dice. Fuma de una manera terrible. Todo el día y, a veces, toda la noche. Si viera esa habitación algunas mañanas... Cualquiera se pensaría que es la niebla de Londres. También el pobre señor Smith fumaba, aunque no tanto como el profesor. Su salud..., bueno, la verdad es que no sé si fumar es bueno o malo para la salud. -Desde luego, quita el apetito
-dijo Holmes. -Bueno, yo no sé nada de eso, señor. Apuesto a que el profesor apenas come. -Bueno, es variable. Es lo único que puedo decir. -Estoy dispuesto a apostar a que esta mañana no ha desayunado; y después de todos los cigarrillos que le he visto consumir, dudo que toque la comida. -Pues en eso se equivoca, señor, porque da la casualidad de que esta mañana ha desayunado más que nunca. No creo haberle visto jamás comer tanto. Y para comer ha encargado un buen plato de chuletas. Yo misma estoy sorprendida, porque desde que entré ayer en el despacho y vi al pobre señor Smith tirado en el suelo, no puedo ni mirar la comida. En fin, hay gente para todo y, desde luego, el profesor no ha dejado que eso le quite el apetito. Nos pasamos toda la mañana en el jardín. Stanley Hopkins se había marchado al pueblo para verificar ciertos rumores acerca de una mujer forastera que unos niños habían visto en la carretera de Chatham la mañana anterior. En cuanto a mi amigo, toda su habitual energía parecía haberle abandonado. Jamás le había visto ocuparse de un caso de una manera tan desganada. Ni siquiera mostró signo alguno de interés ante las novedades que trajo Hopkins, que había localizado a los niños, los cuales habían visto, sin lugar a dudas, a una mujer que respondía exactamente a la descripción de Holmes y que llevaba gafas o lentes de algún tipo. Prestó algo más de atención cuando Susan, al servirnos la comida, nos comunicó espontáneamente que creía que el señor Smith había salido a dar un paseo la mañana anterior y que había regresado tan sólo media hora antes de que ocurriera la tragedia. A mí se me escapaba el significado de tal incidente, pero me di perfecta cuenta de que Holmes lo estaba incorporando al plan general que tenía trazado en el cerebro. De pronto, se levantó de su silla y consultó su reloj. -Las dos en punto, caballeros -dijo-. Vamos a liquidar este asunto con nuestro amigo el profesor. El anciano acababa de terminar de comer y, desde luego, su plato vacío daba testimonio del buen apetito que le había atribuido su ama de llaves. Presentaba un aspecto verdaderamente estrafalario cuando volvió hacia nosotros su blanca melena y sus ojos relucientes. En su boca ardía el sempiterno cigarrillo. Se había vestido y estaba sentado en una butaca junto a la chimenea. -Y bien, señor Holmes, ¿ha resuelto ya este misterio? Empujó hacia mi compañero la gran lata de cigarrillos que tenía a su lado, sobre una mesa. Holmes extendió el brazo en ese mismo instante y entre los dos hicieron caer la caja al suelo. Todos nos pasamos un par de minutos de rodillas, recogiendo cigarrillos de los sitios más impensables. Cuando por fin nos incorporamos, advertí que a Holmes le brillaban los ojos y que sus mejillas estaban teñidas de color. Sólo en los momentos críticos había yo visto ondear aquellas banderas de batalla. -Sí -dijo-. Lo he resuelto. Stanley Hopkins y yo lo miramos asombrados. En las demacradas facciones del viejo profesor se produjo un temblor que parecía vagamente una sonrisa burlona. ¿De verdad? ¿En el jardín? -No, aquí mismo. -¿Aquí?
¿Cuándo? -En este preciso instante. -¿Es una broma, señor Sherlock Holmes? Me fuerza usted a decirle que este asunto es demasiado serio para tratarlo tan a la ligera.
-He forjado y puesto a prueba todos los eslabones de mi cadena, profesor Coram, y estoy seguro de que es sólida. Lo que aún no puedo decir es cuáles son sus motivos y qué papel exacto desempeña usted en este extraño asunto. Pero, probablemente, dentro de unos pocos minutos lo oiremos de su propia boca. Mientras tanto, voy a reconstruir para usted lo sucedido, de manera que sepa cuál es la información que aún me falta. »Ayer entró una mujer en su despacho. Vino con la intención de apoderarse de ciertos documentos que estaban guardados en su escritorio. Disponía de una llave propia. He tenido oportunidad de examinar la suya, y no presenta la ligera descoloración que habría producido la rozadura contra el barniz. Así pues, usted no participó en su entrada y, por lo que yo he podido interpretar, ella vino sin que usted lo supiese, con intención de robarle. El profesor lanzó una nube de humo. -¡Cuán interesante e instructivo! -dijo-.
¿No tiene más que añadir? Sin duda, habiendo seguido hasta aquí los pasos de esa dama, podrá decirnos también lo que ha sido de ella.
-Eso me propongo hacer. En primer lugar, fue sorprendida por su secretario y lo apuñaló para poder escapar. Me inclino a considerar esta catástrofe como un lamentable accidente, pues estoy convencido de que la dama no tenía intención de infligir una herida tan grave. Un asesino no habría venido desarmado. Horrorizada por lo que había hecho, huyó enloquecida de la escena de la tragedia. Por desgracia para ella, había perdido sus gafas en el forcejeo y, como era muy corta de vista, se encontraba del todo perdida sin ellas. Corrió por un pasillo, creyendo que era el mismo por el que había llegado (los dos están alfombrados con esteras de palma), y hasta que no fue demasiado tarde no se dio cuenta de que se había equivocado de pasillo y que tenía cortada la retirada. ¿Qué podía hacer? No podía quedarse donde estaba. Tenía que seguir adelante. Así que siguió
adelante. Subió unas escaleras, empujó una puerta y se encontró aquí en su habitación. El anciano se había quedado con la boca abierta, mirando a Holmes como alelado. En sus expresivas facciones se reflejaban tanto el asombro como el miedo. Por fin, haciendo un esfuerzo, se encogió de hombros y estalló en una risa nada sincera. Todo eso está muy bien, señor Holmes -dijo-. Pero existe un pequeño fallo en esa espléndida teoría. Yo estaba en mi habitación y no salí de ella en todo el día. -Soy consciente de eso, profesor Coram. -¿Pretende usted decir que yo puedo estar en esa cama y no darme cuenta de que ha entrado una mujer en mi habitación? -No he dicho eso. Usted se dio cuenta. Usted habló con ella. Usted la reconoció. Y usted la ayudó a escapar. Una vez más, el profesor estalló en chillonas carcajadas. Se había puesto en pie y sus ojos brillaban como ascuas. -¡Usted está
loco! -exclamó-. ¡No dice más que tonterías! ¿Conque yo la ayudé a escapar, eh? ¿Y dónde está ahora? -Está aquí respondió Holmes, señalando una librería alta y cerrada que había en un rincón de la habitación. El anciano levantó los brazos, sus severas facciones sufrieron una terrible convulsión y cayó desplomado en su butaca. En el mismo instante, la librería que Holmes había señalado giró sobre unas bisagras y una mujer se precipitó en la habitación. -¡Tiene usted razón! -exclamó con un extraño acento extranjero-. ¡Tiene usted razón! ¡Aquí estoy!
Estaba cubierta de polvo y envuelta en telarañas que se habían desprendido de las paredes de su escondite. También su rostro estaba tiznado de suciedad, pero ni en las mejores condiciones habría sido hermoso, ya que presentaba exactamente todas las características físicas que Holmes había adivinado, con el añadido de una larga y obstinada mandíbula. A causa de su natural miopía, agravada por el súbito paso de las tinieblas a la luz, se había quedado como deslumbrada, parpadeando para tratar de distinguir dónde estábamos y quiénes éramos. Y
sin embargo, a pesar de todos estos inconvenientes, había cierta nobleza en el porte de aquella mujer, cierta gallardía en su desafiante mandíbula y su cabeza erguida que despertaban algo de respeto y admiración. Stanley Hopkins le había puesto la mano sobre el brazo, declarándola detenida, pero ella le hizo a un lado, con suavidad pero con una dignidad tan dominante que imponía obediencia. El anciano se echó hacia atrás en su asiento, con el rostro crispado, y la miró con ojos afligidos. -Sí, señores, estoy en sus manos
-dijo-. Desde donde estaba he podido oírlo todo, y he comprendido que ha averiguado la verdad. Lo confieso todo. Yo maté a ese joven. Pero tiene usted razón al decir que fue un accidente. Ni siquiera me di cuenta de que había agarrado un cuchillo. Estaba desesperada y eché
mano a lo primero que encontré sobre la mesa para golpearle y hacer que me soltara. Les estoy diciendo la verdad. -Señora -dijo Holmes-, estoy seguro de que dice la verdad, pero me temo que usted no se encuentra bien. El rostro de la mujer había adquirido un color espantoso, que las oscuras manchas de polvo hacían parecer aún más cadavérico. Fue a sentarse en el borde de la cama y reanudó su relato. -Me queda poco tiempo aquí -dijo-, pero quiero que sepan ustedes toda la verdad. Soy la esposa de este hombre. Y él no es inglés: es ruso. Su nombre no se lo voy a decir. Por primera vez el anciano pareció conmovido. -¡Dios te bendiga, Anna! -exclamó-.
¡Dios te bendiga! Ella lanzó una mirada de absoluto desdén en su dirección. -¿Por qué sigues empeñado en aferrarte a esa vida miserable, Sergius? -dijo-. Una vida que ha causado daño a tantas personas sin beneficiar a ninguna..., ni siquiera a ti. Sin embargo, no es asunto mío romper ese frágil hilo antes del momento que Dios decida. Ya he cargado con bastante peso sobre mi conciencia desde que atravesé el umbral de esta maldita casa. Pero tengo que hablar antes de que sea demasiado tarde. »Como he dicho, caballeros, soy la esposa de este hombre. Cuando nos casamos, él tenía cincuenta años y yo era una alocada muchacha de veinte. Estábamos en una ciudad de Rusia, en una universidad...; pero no voy a decir dónde. -¡Dios te bendiga, Anna! -murmuró de nuevo el anciano.-Éramos reformistas...,
revolucionarios...; en fin, nihilistas, ya me entienden. Él y yo, y muchos más. Nos vimos metidos en problemas, un policía resultó muerto, hubo muchas detenciones, se buscaron pruebas y para salvar su vida y obtener de paso una fuerte recompensa mi marido nos traicionó, a su propia esposa y a sus compañeros. Sí, nos detuvieron a todos gracias a su confesión. Algunos acabaron en la horca y otros en Siberia. Yo me encontraba entre estos últimos, pero mi condena no era para toda la vida. Mi marido se vino a Inglaterra con sus mal adquiridas ganancias y aquí ha vivido discretamente desde entonces, sabiendo que si la Hermandad descubría dónde estaba no se tardaría ni una semana en hacer justicia. El anciano profesor extendió una mano temblorosa y cogió un cigarrillo. -Estoy en tus manos, Anna -dijo-. Siempre has sido buena conmigo. -Todavía no les he contado hasta dónde llegó tu vileza -continuó la mujer-. Entre nuestros camaradas de la Hermandad había uno que era mi amigo del alma. Era noble, generoso, atento..., todo lo que mi marido no era. Odiaba la violencia. Todos nosotros éramos culpables, si es que se puede hablar de culpa, menos él. Me escribía constantes cartas tratando de disuadirme de seguir por aquel camino. Aquellas cartas le habrían salvado, y también mi diario, donde yo iba dejando constancia día a día de mis sentimientos hacia él y de las opiniones de cada uno. Mi marido encontró el diario y las cartas y los escondió. Juró todo lo que hizo falta jurar para que condenaran a Alexis a muerte. No consiguió sus propósitos, pero lo enviaron a Siberia, donde aún sigue, trabajando en una mina de sal. Piensa en ello, canalla, más que canalla. Ahora mismo, en este preciso instante, Alexis, un hombre cuyo nombre no eres digno ni de pronunciar, lleva una vida de esclavo..., y sin embargo, tengo tu vida en mis manos y te dejo vivir. Siempre has sido noble, Anna
-dijo el anciano sin dejar de chupar su cigarrillo. La mujer se había puesto en pie, pero se dejó caer de nuevo con un gemido de dolor. -Tengo que terminar -dijo-. Cuando cumplí mi condena, me propuse recuperar el diario y las cartas para hacerlos llegar al gobierno ruso y conseguir la puesta en libertad de mi amigo. Sabía que mi esposo había venido a Inglaterra. Me pasé meses haciendo averiguaciones y al fin descubrí su paradero. Me constaba que aún tenía el diario, porque estando en Siberia recibí
una carta suya haciéndome reproches y citando algunos párrafos de sus páginas. Sin embargo, conociendo su carácter vengativo, estaba segura de que jamás me lo devolvería de buen grado. Tenía que apoderarme de él por mis propios medios. Con este objeto, acudí a una agencia de detectives privados y contraté a un agente, que se introdujo en la casa de mi marido como secretario... Fue tu segundo secretario, Sergius, el que te dejó de manera tan precipitada. Este hombre descubrió que los documentos se guardaban en el escritorio y sacó un molde de la llave. No quiso pasar de ahí. Me proporcionó
un plano de la casa y me dijo que por la mañana el despacho estaba siempre vacío, porque el secretario trabajaba aquí arriba. Así pues, hice acopio de valor y vine a recuperar los papeles con mis propias manos. Lo conseguí, pero ¡a qué precio! »Acababa de apoderarme de los papeles y estaba cerrando el armario cuando aquel joven me agarró. Ya nos habíamos visto aquella misma mañana. Nos encontramos en la carretera y yo le pregunté
dónde vivía el profesor Coram, sin saber que era empleado suyo. -¡Exacto! ¡Eso es! -exclamó Holmes-. El secretario volvió a casa y le habló a su jefe de la mujer que había visto. Y luego, con su último aliento, intentó
transmitir el mensaje de que había sido ella..., la «ella» de la que acababa de hablar con el profesor. -Tiene que dejarme hablar -dijo la mujer en tono imperativo, mientras su rostro se contraía como por efecto del dolor-. Cuando él cayó al suelo, yo salí corriendo, pero me equivoqué de puerta y fui a parar a la habitación de mimarido. Él amenazó con entregarme. Yo le dije que si lo hacía, su vida estaba en mis manos: si él me delataba a la policía, yo le delataría a la Hermandad. Si yo quería vivir no era pensando en mí misma, sino porque deseaba cumplir mipropósito. Él sabía que yo cumpliría mi amenaza, que su propio destino estaba ligado al mío. Por esta razón, y no por otra, me encubrió. Me metió en ese oscuro escondite, una reliquia de otros tiempos que sólo él conocía. Pidió que le sirvieran las comidas en su habitación y así pudo darme parte de las mismas. Quedamos de acuerdo en que en cuanto la policía dejase la casa, yo me escabulliría por la noche y me marcharía para no volver más. Pero, no sé cómo, parece que usted ha adivinado nuestros planes -sacó un paquetito de la pechera de su vestido y continuó-: Estas son mis últimas palabras. Aquí está el paquete que salvará a Alexis. Lo confío a su honor y su sentido de la justicia. Tómenlo y entréguenlo en la embajada rusa. Y ahora que ya he cumplido con mi deber, yo...
-¡Quieta! -gritó Holmes, atravesando la habitación de un salto y arrebatándolede la mano un frasquito.Demasiado tarde -dijo ella derrumbándose en la cama-. Demasiado tarde.Tomé el veneno antes de salir de mi escondite. Me da vueltas la cabeza..., mevoy... Confío en usted, señor, acuérdese del paquete.
* * *
-Un caso sencillo, pero muy instructivo en ciertos aspectos -comentó Holmes durante el viaje de regreso a Londres-. Desde un principio, todo giraba en torno a las gafas. De no haberse dado la afortunada circunstancia de que el moribundo se quedara con ellas, no sé si habríamos conseguido hallar la solución. Al ver la potencia que tenían las lentes, comprendí en seguida que su propietaria tenía que haber quedado ciega e indefensa al verse privada de ellas. Cuando usted pretendió hacerme creer que una persona así pudo recorrer una estrecha franja de césped sin dar ni un solo paso en falso, le comenté, como recordará, que me parecía una verdadera hazaña. Por mi parte, decidí que se trataba de una hazaña imposible, a menos que dispusiera de un segundo par de gafas, lo cual parecía muy improbable. En consecuencia, me vi obligado a considerar seriamente la hipótesis de que se hubiera quedado dentro de la casa. Al observar la semejanza entre los dos corredores comprendí que era muy probable que la mujer se hubiera equivocado, en cuyo caso era evidente que habría ido a parar a la habitación del profesor. De manera que me puse ojo avizor ante cualquier cosa que pudiera apoyar esta suposición, y examiné cuidadosamente la habitación en busca de algún posible escondite. La alfombra parecía de una sola pieza y bien clavada, así que descarté la idea de una trampilla en el suelo. Pero podía existir un hueco detrás de los libros. Como saben, estos dispositivos eran frecuentes en las antiguas bibliotecas. Me fijé en que había libros amontonados en el suelo por todas partes, y sin embargo quedaba una estantería vacía. Allí podía estar la puerta. No encontré ninguna huella que me orientara, pero la alfombra tenía un color pardusco que se presta muy bien al examen. Así que me fumé un montón de esos excelentes cigarrillos y dejé caer la ceniza por todo el espacio que quedaba delante de la librería sospechosa. Un truco muy sencillo, pero la mar de efectivo. Luego bajamos al jardín y, delante de usted, Watson, aunque usted no se dio cuenta de la intención de mis preguntas, me cercioré de que el consumo de alimentos del profesor Coram había aumentado..., como cabría esperar de quien tiene que alimentar a una segunda persona. Volvimos a subir a la habitación y me las arreglé
para tirar la caja de cigarrillos, con lo que tuve ocasión de examinar el suelo de cerca y pude ver con toda claridad, por las huellas dejadas sobre la ceniza del cigarrillo, que durante nuestra ausencia la prisionera había salido de su agujero. Bien, Hopkins, hemos llegado a Charing Cross y le felicito por haber llevado el caso a tan feliz conclusión. Supongo que irá usted a Jefatura. Watson, creo que usted y yo nos daremos un paseo hasta la embajada rusa. La aventura del Tres
Cuartos Desaparecido
En Baker Street estábamos bastante acostumbrados a recibir telegramas extraños, pero recuerdo uno en particular que nos llegó una sombría mañana de febrero hace ocho años y que tuvo bastante desconcertado a Sherlock Holmes durante un buen cuarto de hora. Venía dirigido a él y decía lo siguiente:
«Por favor, espéreme. Terrible desgracia. Desaparecido tres cuartos ala derecha. Indispensable mañana. -OVERTON.»
-Sellado en el Strand y despachado a las diez treinta y seis -dijo Holmes, releyéndolo una y otra vez-. Evidentemente, el señor Overton se encontraba considerablemente excitado cuando lo envió y, en consecuencia, algo incoherente. En fin, me atrevería a decir que lo tendremos aquí antes de que termine de echarle un vistazo al Times, y entonces nos enteraremos de todo. En tiempos de estancamiento como éstos, hasta el más insignificante problema es bien venido. Era cierto que últimamente no habíamos estado muy activos y yo había aprendido a temer aquellos períodos de inactividad porque sabía por experiencia que la mente de mi amigo era tan anormalmente inquieta que resultaba peligroso dejarle privado de material con el que trabajar. Con los años, yo había conseguido irle apartando poco a poco de aquella afición a las drogas que en un cierto momento había amenazado con poner en jaque su brillante carrera. Ahora me constaba que, en condiciones normales, Holmes ya no tenía necesidad de estímulos artificiales; pero yo sabía que el demonio no estaba muerto, sino sólo dormido, v había tenido ocasión de comprobar que su sueño era muy ligero y su despertar inminente cuando, en períodos de inacción, el rostro ascético de Holmes se contraía y sus ojos hundidos e inescrutables adoptaban una expresión melancólica. Así pues, bendije a este señor Overton, quienquiera que fuese, que con su enigmático mensaje venía a romper la peligrosa calma, que para mi amigo encerraba más peligro que todas las tempestades de su turbulenta vida. Tal como esperábamos, tras el telegrama no tardó en llegar su remitente: la tarjeta del señor Cyril Overton, del Trinity College de Cambridge, anunció la entrada de un mocetón gigantesco, más de cien kilos de hueso y músculo macizo, que obstruía todo el hueco de la puerta con sus anchos hombros mientras nos miraba a Holmes y a mí con un rostro simpático pero contraído por la ansiedad. -¿El señor Holmes? Mi compañero hizo una inclinación de cabeza. -He estado en Scotland Yard, señor Holmes. He visto al inspector Stanley Hopkins, y él me ha recomendado que acudiese a usted. Dice que el caso, por lo que él ha podido entender, está más dentro de su campo que del de la policía. Siéntese, por favor, y explíqueme de qué se trata. -¡Es espantoso, señor Holmes, sencillamente espantoso! No sé
cómo no se me ha vuelto el pelo blanco. Godfrey Staunton..., sabrá usted quién es, naturalmente... Ni más ni menos que el eje sobre el que gira todo el equipo. No me importaría prescindir de dos hombres del montón con tal de tener a Godfrey en la línea de tres cuartos. No hay quien pueda hacerle sombra, ni pasando, ni recibiendo, ni regateando, y encima tiene cabeza y sabe mantenernos conjuntados. ¿Qué puedo hacer? Eso es lo que le pregunto, señor Holmes. Está Moorhouse, el primer reserva, pero está entrenado como medio y siempre se empeña en meterse de lleno en el barullo, en lugar de ceñirse a la banda. Tiene buen pie para los saques, de acuerdo, pero no se entera y le falta punta de velocidad. Seguro que Morton o Johnson, los puntas de Oxford, lo dejan tirado. Stevenson corre bastante, pero no podría tirar desde la línea de veinticinco, y no voy a meter un tres cuartos que ni centra ni empalma sólo porque corra mucho. No, señor Holmes, estamos perdidos a menos que usted me ayude a encontrar a Godfrey Staunton. Mi amigo había escuchado con divertido asombro este largo parlamento, que fue pronunciado con una fuerza y una seriedad extraordinarias, remachando cada declaración con una vigorosa palmada en la rodilla del orador. Cuando nuestro visitante acabó de hablar, Holmes estiró
la mano y tomó la letra «S» de su archivo de datos. Pero, por una vez, no le sirvió de nada excavar en aquella mina de información variada. -Aquí tengo a Arthur H. Staunton, el joven y prometedor falsificador -dijo-. Y
estaba también Henry Stauntom, a quien ayudé a colgar; pero este Godfrey Staunton es un nombre nuevo para mí. Ahora era nuestro visitante el que se sorprendía: -¡Pero cómo, señor Holmes! ¡Le suponía un hombre bien informado! -exclamó-. Y ahora que lo pienso, si no le suena el nombre de Godfrey Staunton, puede que tampoco haya oído hablar de Cyril Overton. Holmes, con expresión divertida, negó con la cabeza. -¡Válgame Dios!
-exclamó el deportista-. ¡Pero si fui primer reserva de Inglaterra contra Gales y llevo todo el año de capitán de la «Uni»! Claro que eso no es nada. Jamás imaginé que hubiera una sola persona en Inglaterra que no conociera a Godfrey Staunton, el tres cuartos rompedor del Cambridge, del Blackheath, y cinco veces internacional.
¡Santo Dios, señor Holmes! ¿En qué mundo vive usted?
Holmes se echó a reír ante el ingenuo asombro del joven gigante. -Señor Overton, usted vive en un mundo diferente al mío, más agradable y más sano. Las ramificaciones de mi mundo se extienden por muchos sectores de la sociedad, pero me alegra decir que jamás habían penetrado en el campo del deporte aficionado, que es lo mejor y más sólido que hay en Inglaterra. Sin embargo, su inesperada visita me demuestra que incluso en ese mundo de aire puro y juego limpio puede haber trabajo para mí; así pues, señor mío, le ruego que se siente y me explique despacio, con tranquilidad y con detalle, lo que ha ocurrido y qué clase de ayuda espera usted de mí. El rostro del joven Overton había adoptado la expresión incómoda de quien está más acostumbrado a usar los músculos que el ingenio; pero poco a poco, con numerosas repeticiones y pasajes oscuros que más vale omitir en este relato, fue exponiéndonos su extraña historia. -La situación es la siguiente, señor Holmes. Como ya le he dicho, soy el capitán del equipo de rugby de la Universidad de Cambridge, y Godfrey Staunton es mi mejor jugador. Mañana jugamos contra Oxford. Ayer llegamos a Londres y nos instalamos en el hotel de Bentley. A las diez hice la ronda para asegurarme de que todos estaban recogidos, porque creo que el
entrenamiento riguroso y elsueño abundante son fundamentales para mantener el equipo en forma.Cambié
unas palabras con Godfrey antes de que se retirara a dormir. Mepareció pálido y preocupado, y le pregunté si le ocurría algo. Me dijo que todoiba bien, que era sólo un pequeño dolor de cabeza. Le deseé buenas noches ylo dejé. Media hora después, según dice el portero, llegó un tipo barbudo y deaspecto patibulario, con una carta para Godfrey. Éste todavía no se habíaacostado, así que le subieron la carta a su habitación. Nada más leerla, cayódesplomado en un sillón, como si le hubieran pegado un hachazo. El portero seasustó tanto que hizo intención de salir a buscarme, pero Godfrey lo detuvo,bebió un trago de agua y se recompuso. Luego bajó al vestíbulo, habló unaspalabras con el hombre que aguardaba allí y los dos se marcharon juntos.Cuando el portero los vio por última vez, iban casi corriendo calle abajo, endirección al Strand. Esta mañana, la habitación de Godfrey estaba vacía, sucama estaba sin deshacer y todas sus cosas estaban tal como yo las habíavisto la noche antes. Se largó con aquel desconocido a la primera de cambio ydesde entonces no hemos tenido noticias de él. Yo no creo que vuelva. EsteGodfrey era un deportista hasta la médula, y no habría abandonado sus entrenamientos y dejado plantado a su capitán de no ser por un motivoirresistible. No, me da la sensación de que se ha ido para siempre y no lovolveremos a ver.Sherlock Holmes escuchaba con la máxima atención este curioso relato.¿Qué hizo usted entonces? -preguntó.-Telegrafié a Cambridge, por si allí habían sabido algo de él. Ya me hancontestado, y nadie lo ha visto.-¿Pudo haber regresado a Cambridge?-Sí, hay un tren nocturno a las once y cuarto.-Pero, hasta donde usted sabe, no lo tomó.-No, nadie lo ha visto.-¿Qué hizo usted a continuación?Envié
un telegrama a lord Mount-James.-¿Por qué a lord Mount-James?-Godfrey es huérfano, y lord MountJames es su pariente más próximo. Su tío,creo.-¿Ah, sí? Esto arroja una nueva luz sobre el asunto. Lord Mount-James es unode los hombres más ricos de toda Inglaterra.-Eso he oído decir a Godfrey. -¿Y su amigo es pariente próximo?Sí, es su heredero, y el viejo ya tiene casi ochenta años... y además estápodrido de la gota. Dicen que podría darle tiza al taco de billar con los nudillos.Jamás en su vida le dio a Godfrey un chelín, porque es un avaro sin remisión,pero cualquier día lo recibirá todo de golpe.-¿Ha recibido contestación de lord Mount-James?-No.-¿Qué
motivo podría tener su amigo para ir a casa de lord MountJames?-Bueno, algo le tenía preocupado la noche anterior, y si se trataba de un asuntode dinero, es posible que recurriera a su pariente más próximo, que tiene tanto;aunque, por lo que yo he oído, tenía bien pocas posibilidades de sacarle algo.Godfrey no se llevaba muy bien con el viejo, y no iría a verlo si pudiera evitarlo.Bien, eso lo aclararemos pronto. Pero aun suponiendo que fuera a ver a supariente lord MountJames, todavía tiene usted que explicar la visita de ese individuo patibulario a una hora tan intempestiva y la agitación que provocó
sullegada.Cyril Overton se apretó la cabeza con las manos.-¡No se me ocurre ninguna explicación! exclamó.-Bien, bien, tengo el día libre y será un placer echarle un vistazo al asunto -dijoHolmes-. Le recomiendo encarecidamente que haga usted sus preparativospara el partido sin contar con este joven caballero. Como usted bien dice, tieneque haber surgido una necesidad ineludible para que se marchara de esaforma, y lo más probable es que esa misma necesidad lo mantenga alejado.Vamos a acercarnos juntos al hotel y veremos si el portero puede arrojaralguna luz sobre el
asunto.Sherlock Holmes era un maestro consumado en el arte de conseguir que untestigo humilde se sintiera cómodo, y tardó muy poco, en la intimidad de lahabitación abandonada de Godfrey Staunton, en sacarle al portero todo lo queéste tenía que decir. El visitante de la noche anterior no era un caballero, ytampoco un trabajador. Era, sencillamente, lo que el portero describía como«un tipo vulgar»; un hombre de unos cincuenta años, barba entrecana y rostropálido, vestido con discreción. También él parecía nervioso; el portero habíaobservado que le temblaba la mano cuando entregó
la carta. Godfrey Stauntonse había guardado la carta en el bolsillo. No le había dado la mano al hombreal encontrarlo en el vestíbulo. Habían intercambiado unas pocas frases, de lasque el portero sólo llegó a distinguir la palabra «tiempo». Luego se habíanmarchado a toda prisa, de la manera ya descrita. Eran exactamente las diez ymedia en el reloj del vestíbulo.-Vamos a ver -dijo Holmes, sentándose en la cama de Staunton-. Usted es elportero de día, ¿no es así?-Sí, señor; acabo mi turno a las once.-Supongo que el portero de noche no vería nada.No, señor; de madrugada llegó un grupo que venía del teatro, pero nadie más.-¿Estuvo usted de servicio todo el día de ayer?-Sí, señor.-¿Llevó usted algún mensaje al señor Staunton?-Sí, señor; un telegrama.-¡Ah! Eso es interesante. ¿A qué hora?-A eso de las seis.-¿Dónde estaba el señor Staunton cuando lo recibió?-Aquí, en su habitación.-¿Se encontraba usted presente cuando lo abrió?-Sí, señor; me quedé a esperar por si había contestación.-¿Y qué? ¿La hubo?-Sí, señor; escribió una respuesta.-¿Se hizo usted cargo de ella?-No. La llevó él mismo.-¿Pero la escribió en su presencia?-Sí, señor. Yo me quedé junto a la puerta, y él escribió en esa mesa, vuelto deespaldas. Al terminar de escribir, dijo: «Muy bien, portero; ya lo llevaré yomismo.»-¿Qué utilizó para escribir?-Una pluma, señor.-¿Utilizó un impreso de esos que hay sobre la mesa?
-Sí, señor; el de encima. Holmes se levantó, tomó los impresos para telegramas, los acercó a la ventana y examinó con mucha atención el que estaba encima del montón. -Es una pena que no escribiera con lápiz -dijo por fin, dejándolos en su sitio con un resignado encogimiento de hombros-. Como sin duda habrá
observado con frecuencia, Watson, la escritura suele quedar marcada a través del papel, un fenómeno que ha ocasionado la disolución de más de un feliz matrimonio. Pero aquí no ha quedado ni rastro. No obstante, me complace advertir que escribió con una plumilla de punta ancha, así que estoy casi convencido de que
encontraremos alguna impresión en este secante. ¡Ajá, seguro que es esto! Arrancó una tira de papel secante y nos mostró el siguiente jeroglífico:
-¡Póngalo frente al espejo! -exclamó Cyril Overton, muy excitado-.-No hace falta -dijo Holmes-. El papel es fino y podremos leer el mensaje en elreverso. Aquí
está.Dio la vuelta al papel y leímos esto:
-Así que esto es el final del telegrama que Godfrey Staunton envió pocas horas antes de su desaparición. Nos faltan por lo menos seis palabras del mensaje, pero lo que queda..., «No nos abandone, por amor de Dios»..., demuestra que este joven sentía la inminencia de un formidable peligro, del que alguien podía protegerle.
¡Fíjense que dice nos! Luego existe otra persona afectada.
¿Quién podría ser sino ese hombre pálido y barbudo que parecía tan nervioso? ¿Qué relación existe entre Godfrey Staunton y el barbudo? ¿Y quién es esta tercera persona a la que ambos piden ayuda contra el peligro inminente?
Nuestra investigación ha quedado ya concretada en eso. No tenemos más que averiguar a quién iba dirigido ese telegrama -sugerí yo.
-Exacto, mi querido Watson. Su idea, con ser tan profunda, ya se me había pasado por la cabeza. Pero tal vez no se haya parado usted a pensar que, si se presenta en una oficina de Telégrafos y pide que le enseñen el resguardo de un telegrama enviado por otra persona, puede que los funcionarios no se muestren demasiado dispuestos a complacerle. ¡Hay tanto tiquismiquis en este tipo de cosas! Sin embargo, no me cabe duda alguna de que con un poco de delicadeza y mano izquierda se podría conseguir. Mientras tanto, señor Overton, me gustaría inspeccionar en su presencia esos papeles que hayencima de la mesa.Había una cierta cantidad de cartas, facturas y cuadernos de notas, queHolmes examinó uno por uno, con dedos ágiles y nerviosos y ojos rápidos ypenetrantes.-Nada por aquí -dijo por fin-. A propósito, supongo que su amigo era un jovensaludable. ¿No sabe si tenía algún problema?-Estaba hecho un toro.-¿Le ha visto alguna vez enfermo?-Ni un solo día. Una vez tuvo que guardar reposo a causa de una patada, y otravez se dislocó la rótula, pero eso no es nada. -Puede que no estuviera tanfuerte como usted supone. Mesiento inclinado a pensar que tenía algún problema secreto. Con su permiso,me voy a guardar uno o dos de estos papeles, por si resultan de utilidad ennuestras futuras pesquisas.¡Un momento, un momento! -exclamó una voz quejumbrosa.Al volvernos a mirar, vimos a un anciano estrafalario que temblequeaba y seestremecía en el umbral de la puerta. Vestía de riguroso negro, con ropasraídas, sombrero de copa de ala muy ancha y una chalina blanca y floja.El efecto general era el de un párroco de pueblo o un ayudante de funeraria.Sin embargo, a pesar de su aspecto desastrado e incluso absurdo, su vozchirriaba de modo tan agudo y sus modales tenían tal intensidad que resultabaobligado prestarle atención.-¿Quién es usted, señor, y con qué
derecho anda husmeando en los papelesde este caballero?
-preguntó.-Soy detective privado y estoy intentando aclarar su desaparición.-Ah, ¿conque eso es usted? ¿Y
quién le ha autorizado, eh?-Este caballero, amigo del señor Staunton, vino a verme por recomendación deScotland Yard.-¿Quién es usted, señor?-Soy Cyril Overton.-Entonces es usted el que me envió el telegrama. Yo soy lord Mount-James. Hevenido todo lo deprisa que ha querido traerme el ómnibus de Bayswater. ¿Demanera que ha contratado usted a un detective?-Sí, señor.-¿Y está
usted dispuesto a afrontar ese gasto?-Estoy seguro, señor, de que mi amigo Godfrey responderá de ello en cuanto loencontremos.-¿Y si no lo encuentran? ¿Eh?
¡Contésteme a eso!-En tal caso, seguro que su familia...¡De eso nada, señor mío! -chilló el hombrecillo-. ¡A mí
no me pida ni unpenique! ¡Ni un penique! ¿Se entera usted, señor detective? Este muchacho notiene más familia que yo, y yo le digo que no me hago responsable. Si tienealguna aspiración a heredar se debe al hecho de que yo jamás he malgastadoel dinero, y no tengo intención de empezar ahora. En cuanto a esos papelescon los que tantas libertades se toma, le advierto que si hay entre ellos algo devalor, tendrá usted que responder puntualmente de lo que haga con ellos.-Muy bien, señor respondió Sherlock Holmes-. Mientras tanto,
¿puedopreguntar si tiene usted alguna teoría que explique la desaparición del joven?
-No, señor, no la tengo. Tiene ya edad y tamaño suficientes para cuidar de sí mismo, y si es tan imbécil que se pierde, me niego por completo a aceptar la responsabilidad de buscarlo. -Me doy perfecta cuenta de su posición -dijo Holmes, con un brillo malicioso en los ojos-. Pero tal vez usted no comprenda bien la mía. Según parece, este Godfrey Staunton carece de medios económicos. Si lo han secuestrado, no puede haber sido por algo que él posea. La fama de sus riquezas, lord MountJames, se ha extendido más allá de nuestras fronteras, y es muy posible que una banda de ladrones se haya apoderado de su sobrino con el fin de sacarle información acerca de su casa, sus costumbres y sus tesoros. El rostro de nuestro menudo y antipático visitante se volvió tan blanco como su chalina. -¡Cielos, caballero, qué idea! ¡Jamás se me habría ocurrido semejante canallada! ¡Qué gentuza tan inhumana hay en el mundo!
Pero Godfrey es un buen muchacho, un chico de fiar...; por nada del mundo traicionaría a su viejo tío. Haré
trasladar toda la plata al banco esta misma tarde. Mientras tanto, señor detective, no escatime esfuerzos. Le ruego que no deje piedra ! sin remover para recuperarlo sano y salvo. En cuanto a dinero, bueno, siempre puede recurrir a mí, mientras no pase de á cinco o, todo lo más, diez libras. Ni aun después de verse obligado a adoptar esta humilde actitud pudo el avariento aristócrata proporcionarnos alguna información útil, ya que sabía muy poco de la vida privada de su sobrino. Nuestra única pista era el fragmento de telegrama, y Holmes, llevando una copia del mismo en la mano, se puso en marcha dispuesto a encontrar un segundo eslabón para su cadena. Nos habíamos quitado de encima a lord Mount-James, y Overton había ido a discutir con los demás miembros de su equipo la desgracia que les había sobrevenido. A poca distancia del hotel había una oficina de telégrafos. Nos detuvimos a la puerta. -Vale la pena intentarlo, Watson dijo Holmes-. Claro que con una orden judicial podríamos exigir ver los resguardos, pero aún no hemos llegado a esos niveles. No creo que se acuerden de las caras en un sitio tan concurrido. Vamos a arriesgarnos. Se dirigió a la joven situada tras la ventanilla y habló con su tono más dulzón. -Perdone que la moleste. Ha debido haber algún error en un telegrama que envié ayer. No he recibido respuesta, y mucho me temo que se me olvidara poner mi nombre al final. ¿Podría usted confiarme si fue así? La muchacha echó mano a una pila de impresos. -¿A qué hora lo puso? -Poco después de las seis. -¿A quién iba dirigido? Holmes se llevó un dedo a los labios y me lanzó una mirada. -Las últimas palabras eran «por amor de Dios» -susurró en tono confidencial-. Me tiene muy angustiado el no recibir contestación. La joven separó
uno de los impresos. -Aquí está. No lleva firma -dijo, alisándolo sobre el mostrador. -Claro, eso explica que no me hayan respondido -dijo Holmes-. ¡Qué estúpido he sido! Buenos días, señorita, y muchas gracias por haberme quitado esa preocupación. En cuanto estuvimos de nuevo en la calle, Holmes se echó a reír por lo bajo y se frotó las manos.
-¿Y bien? -pregunté yo. -Vamos progresando, querido Watson, vamos progresando. Tenía siete planes diferentes para echarle el ojo a ese telegrama, pero no esperaba tener éxito a la primera. -¿Y qué ha sacado en limpio? Un punto de partida para la investigación -alzó la mano para detener un coche y dijo-: A la estación de King's Cross. -¿Así que nos vamos de viaje? -Sí, creo que tendremos que darnos una vuelta por Cambridge. Todos los indicios parecen apuntar en esa dirección. -Dígame, Holmes -pregunté mientras rodábamos calle arriba por Gray's Inn Road-, ¿tiene ya alguna sospecha sobre la causa de la desaparición? No creo recordar, entre todos nuestros casos, ninguno que tuviera unos motivos tan poco claros. Supongo que no creerá usted en serio eso de que le puedan haber secuestrado para obtener información acerca de la fortuna de su tío. -Confieso, querido Watson, que esa explicación no me parece muy probable. Sin embargo, se me ocurrió que era la única que tenía posibilidades de interesar a ese anciano tan desagradable. -Y ya lo creo que le interesó. Pero ¿qué
otras alternativas existen? -Podría mencionar varias. Tiene usted que admitir que resulta muy curioso y sugerente que esto haya ocurrido en la víspera de un partido importante y que afecte precisamente al único hombre cuya presencia parece esencial para la victoria de su equipo. Naturalmente, puede tratarse de una coincidencia, pero no deja de ser interesante. En el deporte aficionado no hay apuestas organizadas, pero entre el público se cruzan muchas apuestas bajo cuerda, y es posible que alguien haya considerado que vale la pena anular a un jugador, como hacen con los caballos los tramposos del hipódromo. Esta sería una explicación. Hay otra bastante evidente, y es que este joven es, efectivamente, el heredero de una gran fortuna, por muy modesta que sea su situación actual, de manera que no se puede descartar la posibilidad de un secuestro para obtener rescate. -Estas teorías no explican lo del telegrama.
-Muy cierto, Watson. El telegrama sigue siendo el único elemento concreto del que disponemos, y no debemos permitir que nuestra atención se desvíe por otros caminos. Si vamos a Cambridge es precisamente para tratar de arrojar algo de luz sobre el propósito de ese telegrama. Por el momento, nuestra investigación no tiene un rumbo muy claro, pero no me sorprendería mucho que de aquí a la noche lo aclarásemos o, cuando menos, realizásemos un avance considerable. Ya había oscurecido cuando llegamos a la histórica ciudad universitaria. Holmes alquiló un coche en la estación e indicó al cochero que nos llevara a casa del doctor Leslie Armstrong. A los pocos minutos, nos deteníamos frente a una gran mansión en la calle más transitada. Nos hicieron pasar y, tras una larga espera, fuimos admitidos en la sala de consulta, donde encontramos al doctor sentado detrás de su mesa. El hecho de que no me sonase el nombre de Leslie Armstrong demuestra hasta qué punto había yo perdido contacto con mi profesión. Ahora sé que no sólo es una figura de la facultad de Medicina de la universidad, sino también un pensador con fama en toda Europa en más de una rama de la ciencia. No obstante, aun sin conocer su brillante historial, resultaba imposible no quedar impresionado con sólo echarle un vistazo: rostro macizo y cuadrado, ojosmelancólicos bajo unas cejas pobladas, mandíbula inflexible, tallada engranito... Un hombre de fuerte personalidad, un hombre de inteligenciadespierta, serio, ascético, controlado, formidable..., así vi yo al doctor LeslieArmstrong. Sostenía en la mano la tarjeta de mi amigo y nos miraba con unaexpresión no muy complacida en sus severas facciones.-He oído hablar de usted, señor Holmes, y estoy al tanto de su profesión, queno es, ni mucho menos, de las que yo apruebo.-En eso, doctor, coincide usted con todos los delincuentes del país
-respondiómi amigo, muy tranquilo.-Mientras sus esfuerzos se orienten hacia la eliminación del delito, señor,pueden contar con el apoyo de todo miembro razonable de la sociedad, aunqueestoy convencido de que la maquinaria oficial es más que suficiente para esepropósito. Cuando sus actividades empiezan a ser criticables es cuando seentromete en los secretos de personas particulares, cuando saca a relucirasuntos familiares que más valdría dejar ocultos y cuando, por añadidura, haceperder el tiempo a personas que están más ocupadas que usted. Ahora mismo,por ejemplo, yo tendría que estar escribiendo un tratado en lugar de conversarcon usted.-No lo dudo, doctor; pero es posible que la conversación acabe por parecerlemás importante que el tratado. Dicho sea de paso, lo que nosotros hacemos esjusto lo contrario de lo que usted nos achaca: procuramos evitar que losasuntos privados salgan a la luz pública, como sucede inevitablemente cuandoel caso pasa a manos de la policía. Podría usted considerarme como unexplorador independiente, que marcha por delante de las fuerzas oficiales delpaís. He venido a preguntarle acerca del señor Godfrey Staunton.-¿Qué pasa con él?Usted lo conoce, ¿no es verdad?-Es íntimo amigo mío.¿Sabe usted que ha desaparecido?-¿Ah, sí? -las ásperas facciones del doctor no mostraron ningún cambio deexpresión.-Salió anoche de su hotel y no se ha vuelto a saber de él.-Ya regresará, estoy seguro.-Mañana es el partido de rugby entre las universidades.-No siento el menor interés por esos juegos infantiles. Me interesa, v mucho, elfuturo del joven, porque lo conozco y lo aprecio. Él partido de rugby no entrapara nada en mis horizontes.-En tal caso, apelo a su interés por el joven.
¿Sabe usted dónde está?-Desde luego que no.-¿No lo ha visto desde ayer?-No; no le he visto.-¿Era el señor Staunton una persona sana? -Absolutamente sana.-¿No le ha visto nunca enfermo?-Nunca.Holmes plantó ante los ojos del doctor una hoja de papel.-Entonces, tal vez pueda usted explicarme esta factura de trece guineas,pagada el mes pasado por el señor Godfrey Staunton al doctor LeslieArmstrong, de Cambridge. La encontré entre los papeles que había encima dela mesa. El doctor se puso rojo de ira. -No veo ninguna razón para que tenga que darle explicaciones a usted, señor Holmes. Holmes volvió
a guardar la factura en su cuaderno de notas. -Si prefiere una explicación pública, tendrá que darla tarde o temprano -dijo-. Ya le he dicho que yo puedo silenciar lo que otros no tienen más remedio que hacer público, y obraría usted más prudentemente confiándose a mí. -No sé nada del asunto.
-¿Tuvo alguna noticia del señor Staunton desde Londres?
-Desde luego que no. -¡Ay, Señor! ¡Ay, Señor! ¡Ese servicio de Telégrafos! -suspiró Holmes con aire cansado-. Ayer, a las seis y cuarto de la tarde, el señor Godfrey Staunton le envió a usted desde Londres un telegrama sumamente urgente..., un telegrama que, sin duda alguna, está relacionado con su desaparición..., y usted no lo ha recibido. Es una vergüenza. Voy a tener que pasarme por la oficina local y presentar una reclamación. El doctor Leslie Armstrong se puso en pie de un salto, con su enorme rostro rojo de rabia. -Tengo que pedirle que salga de mi casa, señor -dijo-. Puede decirle a su patrón, lord Mount-James, que no quiero tener ningún trato ni con él ni con sus agentes. ¡No, señor, ni una palabra más! -hizo sonar con furia la campanilla-. John, indíqueles a estos caballeros la salida. Un pomposo mayordomo nos acompañó con aire severo hasta la puerta y nos dejó en la calle. Holmes estalló en carcajadas. -No cabe duda de que el doctor Leslie Armstrong es un hombre con energía y carácter -dijo-. No he conocido otro más capacitado, si orientase su talento por ese camino, para llenar el hueco que dejó el ilustre Moriarty. Y aquí
estamos, mi pobre Watson, perdidos y sin amigos en esta inhóspita ciudad, que no podemos abandonar sin abandonar también nuestro caso. Esa pequeña posada situada justo enfrente de la casa de Armstrong parece adaptarse de maravilla a nuestras necesidades. Si no le importa alquilar una habitación que dé a la calle y adquirir lo necesario para pasar la noche, puede que me dé tiempo a hacer algunas indagaciones. Sin embargo, aquellas indagaciones le llevaron mucho más tiempo del que Holmes había imaginado, porque no regresó a la posada hasta cerca de las nueve. Venía pálido y abatido, cubierto de polvo y muerto de hambre y cansancio. Una cena fría le aguardaba sobre la mesa, y cuando hubo satisfecho sus necesidades y encendido su pipa, adoptó
una vez más aquella actitud semicómica y absolutamente filosófica que le caracterizaba cuando las cosas iban mal. El sonido de las ruedas de un carruaje le hizo levantarse a mirar por la ventana. Ante la puerta del doctor, bajo la luz de un farol de gas, se había detenido un coche tirado por dos caballos tordos. -Ha estado fuera tres horas -dijo Holmes-. Salió a las seis y media, y ahora vuelve. Eso nos da un radio de diez o doce millas, y sale todos los días, y algunos días dos veces. -No tiene nada de extraño en un médico. -Pero, en realidad, Armstrong no es un médico con clientela. Es profesor e investigador, pero no le interesa la práctica de la medicina, que le apartaría de su trabajo literario. Y siendo así, ¿por qué hace estas salidas tan prolongadas, que deben resultarle un fastidio, y a quién va a visitar?
-El cochero... -Querido Watson, ¿acaso puede usted dudar de que fue a él a quien primero me dirigí? No sé si sería por depravación innata o por indicación de su jefe, pero se puso tan bruto que llegó a azuzarme un perro. No obstante, ni a él ni al perro les gustó el aspecto de mi bastón, y la cosa no pasó de ahí. A partir de aquel momento, nuestras relaciones se hicieron un poco tirantes y ya no parecía indicado seguir haciéndole preguntas. Lo poco que he averiguado melo dijo un individuo amistoso en el patio de esta misma posada. Él me ha informado de las costumbres del doctor y sus salidas diarias. En aquel mismo instante, y como para confirmar sus palabras, llegó el coche a su puerta. -¿No pudo usted haberlo seguido? -¡Excelente, Watson! Está usted deslumbrante esta noche. Sí que se me pasó por la cabeza esa idea. Como tal vez haya observado, junto a nuestra posada hay una tienda de bicicletas. Entré a toda prisa, alquilé una y conseguí ponerme en marcha antes de que el carruaje se perdiera de vista por completo. No tardé en alcanzarlo, v luego, manteniéndome a una discreta distancia de cien yardas, seguí sus luces hasta que salimos de la ciudad. Habíamos avanzado un buen trecho por la carretera rural cuando ocurrió un incidente bastante mortificante. El coche se detuvo, el doctor se apeó, se acercó rápidamente hasta donde yo me había detenido a mi vez, y me dijo con un excelente tono sarcástico que temía que la carretera fuera algo estrecha y que esperaba que su coche no impidiera el paso de mi bicicleta. No lo habría podido expresar de un modo más admirable. Me apresuré a adelantar a su coche, seguí unas cuantas millas por la carretera principal y luego me detuve en un lugar conveniente para ver si pasaba el carruaje. Pero no se veía la menor señal de él, así que no cabe duda de que se tuvo que meter por alguna de las varias carreteras laterales que yo había visto. Volví atrás, pero no encontré ni rastro del coche. Y ahora, como ve, acaba de regresar. Por supuesto, en un principio no tenía ninguna razón especial para relacionar estas salidas con la desaparición de Godfrey Staunton, y sólo me decidí a investigarlas porque, de momento y en términos generales, nos interesa todo lo que tenga que ver con el doctor Armstrong. Pero ahora que he podido comprobar lo atentamente que vigila si alguien le sigue en esas excursiones, la cosa parece más importante, y no me quedaré satisfecho hasta haberla aclarado.
-Podemos seguirle mañana. -¿Usted cree? No es tan fácil como usted piensa. No conoce usted el paisaje de la región de Cambridge, ¿verdad que no? Se presta muy mal al ocultamiento. Toda la zona que he recorrido esta noche es llana y despejada como la palma de la mano, y el hombre al que queremos seguir no es ningún idiota, como ha demostrado sin ningún género de dudas esta noche. He telegrafiado a Overton para que nos transmita a esta dirección cualquier novedad que surja en Londres, y mientras tanto, lo único que podemos hacer es concentrar nuestra atención en el doctor Armstrong, cuyo nombre pude leer, gracias a aquella señorita tan atenta de Telégrafos, en el resguardo del mensaje urgente de Staunton. Armstrong sabe dónde está el joven, podría jurarlo...; y si él lo sabe, será fallo nuestro si no llegamos a saberlo también nosotros. Por el momento, hay que reconocer que nos va ganando por una baza, y ya sabe usted, Watson, que no tengo por costumbre abandonar la partida en esas condiciones. Sin embargo, el nuevo día no nos acercó más a la solución del misterio. Después del desayuno llegó una carta que Holmes me pasó con una sonrisa. Decía así:
Señor: Puedo asegurarle que está usted perdiendo el tiempo al seguir mis movimientos. Como tuvo ocasión de comprobar anoche, mi coche tiene una ventanilla en la parte de atrás, y si lo que quiere es hacer un recorrido de veinte millas que le acabe dejando en el mismo punto 9
de donde salió, no tiene más que seguirme. Mientras tanto, puedo informarle de que espiándome a mí no ayudará en nada al señor Godfrey Staunton, y estoy convencido de que el mejor servicio que podría usted hacerle a dicho caballero sería regresar inmediatamente a Londres y comunicarle al que le manda que no ha logrado encontrarlo. Desde luego, en Cambridge pierde usted el tiempo. Atentamente, Leslie ARMSTRONG.
-Un antagonista honrado este doctor, y sin pelos en la lengua -dijo Holmes-. Caramba, caramba. Ha conseguido excitar mi curiosidad y no lo soltaré sin haber averiguado más. -Ahora mismo tiene el coche en la puerta -dije yo-. Está subiendo a él. Le he visto mirar hacia nuestra ventana. ¿Y si probara yo suerte con la bicicleta? -No, no, querido Watson. Sin ánimo de menospreciar su inteligencia, no me parece que sea usted rival para el ilustre doctor. Tal vez pueda conseguir nuestro objetivo realizando algunas investigaciones independientes por mi cuenta. Me temo que tendré que abandonarle a usted a su suerte, ya que la presencia de dos forasteros preguntones en una apacible zona rural podría provocar más comentarios de lo que sería conveniente. Estoy seguro de que podrá entretenerse contemplando los monumentos de esta venerable ciudad, y espero poder presentarle un informe más favorable antes de esta noche. Sin embargo, mi amigo iba a sufrir una nueva decepción. Regresó ya de noche, cansado y sin resultados. -He tenido un día nefasto, Watson. Después de fijarme en r la dirección que tomaba el doctor, me he pasado el día visitando todos los pueblos que hay por ese lado de Cambridge y cambiando comentarios con taberneros y otras agencias locales de noticias. He cubierto bastante terreno: Chesterton, Histon, Waterbeach y Oakington han quedado investigados, y todos ellos con resultados negativos. Sería imposible que en esas balsas de aceite pasara inadvertida la presencia diaria de un coche de lujo con dos caballos. Otra baza para el doctor. ¿Hay algún telegrama para mí? -Sí; lo he abierto y dice: «Pregunte por Pompey a Jeremy Dixon, Trinity College.» No lo he entendido. -Oh, está muy claro. Es de nuestro amigo Overton y responde a una pregunta mía. Le enviaré una nota al señor Jeremy Dixon y estoy seguro de que ahora cambiará nuestra suerte. Por cierto, ¿hay alguna noticia del partido? -Sí, el periódico local de la tarde trae una crónica excelente en su última edición. Oxford ganó por un gol y dos ensayos. Escuche el final del artículo: «La derrota de los Celestes se puede atribuir por completo a la lamentable ausencia de su figura internacional Godfrey Staunton, que se notó en todos los momentos del partido. La falta de coordinación en la línea de tres cuartos y las debilidades en el ataque y la defensa neutralizaron con creces los esfuerzos de un equipo duro y esforzado.» -Ya veo que los temores de nuestro amigo Overton estaban justificados -dijo Holmes. Personalmente, estoy de acuerdo con el doctor Armstrong: el rugby no entra en mis horizontes. Hay que acostarse pronto, Watson, porque preveo que mañana será
un día muy agitado. A la mañana siguiente, lo primero que vi de Holmes me dejó horrorizado: estaba sentado junto a la chimenea con su jeringuilla hipodérmica en la mano. Pensé en aquella única debilidad de su carácter y me temí lo peor al ver brillar el instrumento en su mano. Pero él se rió de mi expresión de angustia y dejó la jeringuilla en la mesa. -No, no, querido compañero, no hay motivo de alarma. En esta ocasión, esta jeringuilla no será un instrumento del mal, sino que, por el contrario, será la llave que nos abra las puertas del misterio. En ella baso todas mis esperanzas. Acabo de regresar de una pequeña exploración y todo se presenta favorable. Desayune bien, Watson, porque hoy me propongo seguir el rastro del doctor Armstrong y, una vez sobre la pista, no me pararé a comer ni a descansar hasta verlo entrar en su madriguera. -En tal caso -dije yo-, más vale que nos llevemos el desayuno, porque hoy parece que sale más temprano. El coche ya está en la puerta. -No se preocupe. Déjele marchar. Muy listo tendrá que ser para meterse por donde yo no pueda seguirle. Cuando haya terminado, baje conmigo al patio y le presentaré a un detective que es un eminente especialista en el tipo de tarea que nos aguarda. Cuando bajamos, seguí a Holmes a los establos. Una vez allí, abrió la puerta de una caseta e hizo salir a un perrito blanco y canelo, de orejas caídas, que parecía un cruce de sabueso y zorrero. -Permítame que le presente a Pompey dijo-. Pompey es el orgullo de los rastreadores del distrito. No es un gran corredor, como se deduce de su constitución, pero jamás pierde un rastro. Bien, Pompey, aunque no seas muy veloz, me temo que serás demasiado rápido para un par de maduros caballeros londinenses, así
que voy a tomarme la libertad de sujetarte por el collar con esta correa. Y ahora, muchacho, en marcha: enséñanos lo ' que eres capaz de hacer. Cruzamos la calle hasta la puerta del doctor. El perro olfateó un instante a su alrededor y, con un agudo gemido de excitación, salió
disparado calle abajo, tirando de la correa para avanzar más deprisa. Al cabo de media hora, habíamos dejado atrás la ciudd y recorríamos a paso ligero una carretera rural. -¿Qué ha hecho usted, Holmes? -pregunté. -Un truco venerable y gastadísimo, pero que resulta muy útil de cuando en cuando. Esta mañana me metí en las cocheras del doctor y descargué mi jeringa, llena de esencia de anís, en una rueda trasera de su coche. Un perro de caza puede seguir el rastro del anís de aquí al fin del mundo, y nuestro amigo Armstrong tendría que conducir su coche por el río Cam para quitarse de encima a Pompey. ¡Ah! ¡Qué granuja más astuto! Así es como me dio esquinazo la otra noche. El perro se había salido de pronto de la carretera principal para meterse por un camino cubierto de hierba. A una media milla de distancia, el camino desembocaba en otra carretera ancha, v el rastro torcía bruscamente a la derecha, en dirección a fa ciudad que acabábamos de abandonar. Al sur de la población, la carretera formaba una curva y continuaba en dirección contraria a la que habíamos tomado al partir. De manera que este rodeo iba dedicado exclusivamente a nosotros, ¿eh? -dijo Holmes-. No me extraña que mis indagaciones en todos esos pueblos no condujeran a nada. Desde luego, el doctor se está empleando a fondo en este juego, y me gustaría conocer las razones de tanto disimulo. Ese pueblo de la derecha debe de ser Trumpington. Y... Por Júpiter! ¡Ahí viene el coche, doblando la esquina! ¡Rápido, Watson, rápido, o estamos perdidos! De un salto, Holmes se metió por un portillo que daba a un campo, arrastrando tras él al indignado Pompey. Apenas habíamos tenido tiempo de ocultarnos detrás del seto cuando el carruaje pasó traqueteando delante de nosotros. Tuve una fugaz visión del doctor Armstrong en su interior, con los hombros caídos v la cabeza hundida entre las manos, convertido en la viva imagen del desconsuelo. La expresión seria del rostro de mi compañero me hizo comprender que también él lo había visto. -Empiezo a temer que nuestra investigación tenga un mal final -dijo-. No tardaremos mucho en saberlo. ¡Vamos, Pompey! ¡Ajá, es esa casa de campo!
No cabía duda de que habíamos llegado al final de nuestro viaje. Pompey daba vueltas y vueltas, gimoteando ansiosamente frente al portillo, donde aún se distinguían las huellas del coche. Un sendero conducía hasta la solitaria casita. Holmes ató el perro al seto y avanzamos presurosos hacia ella. Mi amigo llamó a la rústica puertecita y volvió a llamar sin obtener respuesta. Sin embargo, la casa no estaba vacía, porque a nuestros oídos llegaba un sonido apagado..., una especie de monótono gemido de dolor y desesperación, indescriptiblemente melancólico. Holmes vaciló un instante y luego se volvió
a mirar hacia la carretera que acabábamos de recorrer. Por ella venía un coche, cuyos caballos tordos resultaban inconfundibles. -¡Por Júpiter, ahí vuelve el doctor! exclamó Holmes-. Esto decide la cuestión. Tenemos que averiguar qué ocurre antes de que llegue. Abrió la puerta y penetramos en el vestíbulo. El sordo rumor sonó con más fuerza, hasta convertirse en un largo y angustioso lamento. Venía del piso alto. Holmes se lanzó escaleras arriba, v yo subí tras él. Abrió de un empujón una puerta entornada y los dos nos quedamos inmóviles de espanto ante la escena que teníamos delante. Una mujer joven v hermosa vacía muerta sobre la cama. Su rostro pálido y sereno, con ojos azules muy abiertos y apagados, miraba hacia arriba entre una abundante mata de cabellos dorados. Al pie de la cama, medio sentado, medio arrodillado, con el rostro hundido en la colcha, había un joven cuyo cuerpo se estremecía en constantes sollozos. Se encontraba tan inmerso en su pena que ni siquiera levantó la mirada hasta que Holmes le puso la mano en el hombro. -¿Es usted el señor Godfrey Staunton? -Sí..., sí..., pero llegan ustedes tarde. ¡Ha muerto! El pobre hombre estaba tan aturdido que sólo se le ocurría pensar que nosotros éramos médicos enviados en su ayuda. Holmes estaba intentando pronunciar unas palabras de consuelo y explicarle la inquietud que su repentina desaparición había provocado entre sus amigos, cuando se oyeron pasos en la escalera, y el rostro macizo, severo y acusador del doctor Armstrong apareció en la puerta.
-Bien, caballeros -dijo-. Ya veo que se han salido con la suya, y no cabe duda de que han elegido un momento particularmente delicado para su intrusión. No me gusta armar alboroto en presencia de la muerte, pero les aseguro que si yo fuera más joven, su monstruoso comportamiento no quedaría impune. -Perdone, doctor Armstrong, creo que ha habido un pequeño malentendido
-dijo mi amigo con dignidad-. Si quisiera usted venir abajo con nosotros, tal vez podríamos aclararnos el uno al otro las circunstancias de este doloroso asunto. Un minuto más tarde, el severo doctor se encaraba con nosotros en el cuarto de estar de la planta baja. -¿Y bien, caballero? -dijo. -En primer lugar, quiero que sepa que no trabajo para lord Mount-James y que mis simpatías en este asunto están por completo en contra de ese noble señor. Cuando desaparece una persona, mi deber es averiguar qué le ha ocurrido; pero una vez que lo he hecho, el caso está concluido por lo que a mí concierne. Mientras no se haya cometido ningún delito, soy mucho más partidario de silenciar los escándalos privados que de darles publicidad. Si aquí no se ha violado la ley, como parece ser el caso, puede usted confiar plenamente en mi discreción y mi cooperación para que el asunto no llegue a oídos de la prensa. El doctor Armstrong dio un rápido paso adelante y estrechó con fuerza la mano de Holmes. Es usted un buen tipo -dijo-. Le había juzgado mal. Doy gracias al cielo por haberme arrepentido de dejar al pobre Staunton aquí solo con su dolor y haber hecho dar la vuelta a mi coche, porque así he tenido ocasión de conocerle. Sabiendo ya lo que usted sabe, el resto es fácil de explicar. Hace un año, Godfrey Staunton pasó una temporada en una pensión de Londres, se enamoró
perdidamente de la hija de la patrona y se casó con ella. Era una muchacha tan buena como hermosa y tan inteligente como buena. Ningún hombre se avergonzaría de una esposa semejante. Pero Godfrey era el heredero de ese viejo aristócrata avinagrado y estaba completamente seguro de que la noticia de su matrimonio daría al traste con su herencia. Yo conocía bien al muchacho y lo apreciaba por sus muchas y excelentes cualidades. Hice todo lo que pude para ayudarle a arreglar las cosas. Procuramos, por todos los medios posibles, que nadie se enterase del asunto, porque una vez que un rumor así se pone en marcha, no tarda mucho en ser del dominio público. Hasta ahora, gracias a esta casita aislada y a su propia discreción, Godfrey había conseguido lo que se proponía. Nadie conocía su secreto, excepto yo y un sirviente de toda confianza, que en estos momentos ha ido a Trumpington a buscar ayuda. Pero, de pronto, una terrible desgracia se abatió sobre ellos: la esposa contrajo una grave enfermedad, una tuberculosis del tipo más virulento. El pobre muchacho estaba medio loco de angustia, a pesar de lo cual tenía que ir a Londres a jugar ese partido, porque no podía faltar sin dar explicaciones que revelarían el secreto. Intenté animarlo por medio de un telegrama, y él me respondió con otro, en el que me suplicaba que hiciera todo lo posible. Ese fue el telegrama que usted, de algún modo inexplicable, parece haber visto. Yo no le había dicho lo inminente que era el desenlace, porque sabía que su presencia aquí no serviría de nada, pero le conté la verdad al padre de la chica, y él, sin pararse a pensar, se la contó a Godfrey, con el resultado de que éste se presentó aquí en un estado rayano en la locura, y en ese estado ha permanecido desde entonces, arrodillado al pie de la cama, hasta que esta mañana la muerte puso fin a los sufrimientos de la pobre mujer. Eso es todo, señor Holmes, y estoy seguro de que puedo confiar en su discreción y en la desu
amigo.Holmes estrechó la mano del doctor. -Vamos, Watson -dijo.Y salimos de aquella casa de dolor al pálido sol de la mañana de invierno.
La aventura de Abbey
Grange
Una cruda y fría mañana del invierno de 1837 me desperté al sentir que alguien me tiraba del hombro. Era Holmes. la vela que llevaba en la mano iluminaba el rostro ansioso que se inclinaba sobre mí, y me bastó una mirada para comprender que algo iba mal.
-¡Vamos, Watson, vanos! -me gritó-. La partida ha comenzado. ¡Ni una palabra! ¡Vístase y venga conmigo!
Diez minutos después, íbamos los dos en un coche de alquiler, rodando por calles silenciosas, camino de la estación de Charing Cross. Comenzaban a aparecer las primeras y débiles luces de la aurora invernal y, de cuando en cuando, alcanzábamos a ver la figura borrosa de algún obrero madrugador que se cruzaba con nosotros, difuminada en la bruma iridiscente de Londres. Holmes se arrebujaba en silencio en su grueso abrigo, y yo le imitaba de buena gana, porque hacía un frío intenso v ninguno de los dos habíamos desayunado. Hasta que no hubimos tomado un poco de té caliente en la estación y ocupado nuestros asientos en el tren de Kent, no nos sentimos lo sufi-cientemente descongelados, él para hablar y yo para escuchar. Holmes sacó una carta del bolsillo y la leyó en voz alta:
-ABBEY GRANGE, MARSHAM, KENT, 3,30 de la
mañana. QUERIDO SR. HOLMES: Me gustaría mucho poder contar (cuanto antes con su ayuda en lo que promete ser un caso de lo más extraordinario. Parece que entra de lleno en su especialidad. Aparte de dejar libre a la señora, procuraré que todo se mantenga exactamente como o lo encontré, pero le ruego que no pierda un instante, porque es difícil dejar aquí a lord Eustace. -Le saluda atentamente, Stanley HOPKINS.»
-Hopkins ha recurrido a mí en siete ocasiones, y en todas ellas su llamada estaba justificada -dijo Holmes-Creo que todos esos casos han pasado a formar parte de su colección, y debo reconocer, Watson, que posee un cierto sentido de la selección que compensa muchas cosas que me parecen deplorables en sus relatos. Su nefasta costumbre de mirarlo todo desde el punto de vista narrativo, en lugar de considerarlo como un ejercicio científico, ha echado a perder lo que podría haber sido una instructiva, e incluso clásica, serie de demostraciones. Pasa usted por encima de los aspectos más sutiles y refinados del trabajo, para recrearse en detalles sensacionalistas, que pueden emocionar, pero jamás instruir al lector.
-¿Por qué no los escribe usted mismo? -dije, algo picado.
-Lo haré, querido Watson, lo haré. Por el momento, como sabe, estoy demasiado ocupado, pero me propongo dedicar mis años de decadencia a la composición de un libro de texto que compendie en un solo volumen todo el arte de la investigación. La que tenemos ahora entre manos parece ser un caso se asesinato.
-Entonces, ¿cree usted que este sir Eustace está muerto?
-Yo diría que sí. La letra de Hopkins indica que se encuentra muy alterado, y no es precisamente un hombre emotivo. Sí, me da la impresión de que ha habido violencia y que no han levantado el cadáver, en espera de que lleguemos a examinarlo. No me llamaría por un simple suicidio. En cuanto a eso de dejar libre a la señora..., parece como si se hubiera quedado encerrada en una habitación durante la tragedia. Vamos a entrar en las altas esferas, Watson: papel crujiente, monograma
«E.B.», escudo de armas, casa con nombre pintoresco... Creo que el amigo Hopkins estará a la altura de su reputación y nos proporcionará una interesante mañana. El crimen se cometió anoche, antes de las doce.
-¿Cómo puede saber eso?
-Echando un vistazo al horario de trenes y calculando el tiempo. Primero hubo que llamar a la policía local, ésta se puso en comunicación con Scotland Yard, Hopkins tuvo que llegar hasta allí, y luego me hizo llamar a mí. Todo eso ocupa buena parte de la noche. Bien, ya llegamos a la estación de Chislehurst, y pronto saldremos de dudas. Un trayecto en coche de unas dos millas por estrechos caminos rurales nos llevó hasta la puerta exterior de un amplio jardín, que nos fue franqueada por un anciano guardés, cuyo rostro macilento reflejaba los efectos de algún terrible desastre. La avenida de acceso a la mansión atravesaba un espléndido parque entre hileras de añosos olmos y terminaba ante un edificio bajo y extenso, con una columnata frontal que
recordaba el estilo de Palladio1. Saltaba a la vista que la parte central, toda cubierta de hiedra, era muy antigua, pero los grandes ventanales demostraban que se habían realizado reformas en tiempos modernos, y un ala de la mansión parecía comple-tamente nueva. La puerta estaba abierta, y en ella nos aguardaba la figura juvenil del inspector Stanley Hopkins, con su rostro despierto y sagaz.
-Me alegro mucho de que haya venido, señor Holmes. Y usted también, doctor Watson. Aunque, la verdad, de haber sabido lo que iba a ocurrir, no les habría molestado, porque en cuanto la señora volvió en sí nos dio una explicación tan clara del asunto que poco nos queda ya por hacer. ¿Se acuerda usted de la banda de ladrones de Lewisham?
-¿Quiénes, los tres Randall?
-Exacto; el padre y dos hijos. Han sido ellos, no cabe la menor duda. Hace quince días dieron un golpe en Sydenham y fueron vistos e identificados. Hace falta mucha sangre fría para dar otro golpe tan pronto y tan cerca. Y esta vez les va a costar la horca.
-¿Así que sir Eustace está muerto?
-Sí; le aplastaron la cabeza con su propio atizador de chimenea.
-Según me ha dicho el cochero, se trata de sir Eustace Brackenstall.
-Exacto; uno de los hombres más ricos de Kent. Lady Brackenstall se encuentra en la sala de estar. La pobre mujer ha sufrido una experiencia espantosa. Cuando la vi por primera vez, parecía medio muerta. Creo que lo mejor será que la vea usted v escuche su versión de los hechos. Luego examinaremos juntos el comedor.
Lady Brackenstall no era una persona corriente. Pocas veces he visto una figura tan elegante, una presencia tan femenina y un rostro tan bello. Era rubia, de cabellos dorados v ojos azules, y no cabe duda de que su cutis habría presentado la tonalidad perfecta que suele acompañar a estos rasgos de no ser porque su reciente experiencia la había dejado pálida y demacrada. Sus sufrimientos habían sido tanto físicos como mentales, porque encima de un ojo se le había formado un tremendo chichón de color violáceo, que su doncella, una mujer alta y austera, mojaba constantemente con agua y
1 Andrea Palladio (1518-1580), arquitecto italiano del Renacimiento, célebre por sus diseños grandiosos y solemnes, basados en el estilo romano, con
abundancia de arcos y, columnas. vinagre. Yacía tendida de espaldas sobre un diván, con aspecto de total agotamiento, pero en cuanto nosotros entramos en la habitación, su mirada rápida y observadora y la expresión de alerta de sus hermosas facciones nos hicieron comprender que la terrible experiencia no había quebrantado ni su ingenio ni su valor. Estaba envuelta en una amplia bata de colores azul y plata, pero a su lado, sobre el diván, colgaba un vestido de noche negro con lentejuelas.
-Ya le he contado todo lo que sucedió, señor Hopkins
-dijo con voz cansada-. ¿No podría usted repetirlo por mí? Bien, si usted cree que es necesario, explicaré a estos caballeros lo ocurrido. ¿Han estado ya en el comedor?
-Me ha parecido mejor que oyeran primero su historia, señora.
-Me sentiré mucho mejor cuando haya arreglado usted todo esto. Es horrible pensar que todavía sigue ahí tirado. La mujer sufrió un estremecimiento y se cubrió el rostro con las manos. Al hacerlo, la manga de su bata
se deslizó hacia abajo, dejando al descubierto el antebrazo. Holmes dejó escapar una exclamación.
-¡Señora, tiene usted más heridas! ¿Qué es esto? Dos marcas de color rojo intenso resaltaban sobre el blanco y bien torneado brazo. Lady Brackenstall se
apresuró a cubrirlo.
-No es nada. No tiene nada que ver con el espantoso suceso de anoche. Si usted y su amigo hacen el favor de sentarse, les contaré todo lo que pueda. »Soy la esposa de sir Eustace Brackenstall. Nos casamos hace aproximadamente un año. Supongo que no tendría sentido tratar de ocultar que nuestro matrimonio no ha sido feliz. Me temo que todos nuestros vecinos se lo dirían, aunque yo intentara negarlo. Tal vez parte de la culpa sea mía. Me crié en el ambiente más libre y menos convencional de Australia del Sur, y esta vida inglesa, con sus protocolos y su etiqueta, no va conmigo. Pero la principal razón era un hecho conocido por todos: que sir Eustace era un borracho empedernido. Pasar una hora con un hombre así ya resulta desagradable. ¿Se imaginan lo que puede representar para una mujer sensible v cultivada verse atada a él día v noche? Defender la validez de un matrimonio así es un sacrilegio, un crimen, una infamia... Les aseguro que estas monstruosas leyes suyas acabarán atrayendo una maldición sobre su país. El cielo no consentirá que perdure tanta maldad.
Se incorporó por un instante, con las mejillas encendidas y los ojos despidiendo fuego bajo el terrible golpe de la frente. Pero la mano firme y cariñosa de la austera doncella le colocó de nuevo la cabeza sobre la almohada y el arrebato de furia se diluyó en apasionados sollozos. Por fin pudo continuar:
-Voy a contarles lo de anoche. Seguramente ya sabrán que en esta casa toda la servidumbre duerme en el ala moderna. En este bloque central vivimos nosotros; la cocina está en la parte de atrás y nuestro dormitorio arriba. Teresa, mi doncella, duerme encima de mi habitación. No hay nadie más en esta parte de la casa, y ningún ruido podría despertar a los que están en el ala más apartada. Los ladrones tenían que saberlo, pues de lo contrario no habrían actuado como lo hicieron.
»Sir Eustace se retiró aproximadamente a las diez y media. La servidumbre ya se había marchado a su sector. La única que seguía levantada era mi doncella, que permanecía en su habitación del piso alto hasta que yo necesitara sus servicios. Yo me quedé en esta habitación hasta después de las once, absorta en la lectura de un libro. Luego di una vuelta por la casa para asegurarme de que todo estaba en orden antes de subir a mi cuarto. Tenía la costumbre de hacerlo o misma, porque, como ya les he explicado, sir Eustace no siempre estaba en condiciones. Revisé la cocina, la despensa, el armero, la sala de billar y, por último, el comedor. Al acercarme a la ventana, que tiene cortinas muy gruesas, sentí de pronto que me daba el viento en la cara y comprendí que estaba abierta. Descorrí las cortinas y me encontré cara a cara con un hombre ya mayor, ancho de hombros, que acababa de penetrar en la habitación. La ventana es un ventanal francés, que en realidad forma una puerta que da al jardín. Yo llevaba en la mano una palmatoria con la vela encendida, y a su luz pude ver a otros dos hombres que venían detrás del primero y estaban entrando en aquel momento. Retrocedí, pero el hombre se me echó encima al instante. Me agarró primero por la muñeca y después por la garganta. Abrí la boca para gritar, pero él me dio un puñetazo tremendo encima del ojo, que me derribó por el suelo. Debí de permanecer inconsciente durante unos minutos, porque cuando volví en mí descubrí que habían arrancado el cordón de la campanilla y me habían atado con él al sillón de roble situado a la cabecera de la mesa del comedor. Estaba tan apretada que no podía moverme, y me habían amordazado con un pañuelo para impedir que hiciera ruido. En aquel preciso instante, mi desdichado esposo entró en el comedor. Sin duda, había oído ruidos sospechosos y venía preparado para una escena como la que, efectivamente, se encontró. Estaba en mangas de camisa y empuñaba su bastón favorito, de madera de espino. Se lanzó contra uno de los ladrones, pero otro, el más viejo, se agachó, cogió el atizador de la chimenea y le pegó un golpe terrible según pasaba a su lado. Cayó sin soltar ni un gemido y ya no volvió a moverse. Me desmayé de nuevo, pero también esta vez debieron de ser muy pocos minutos los que permanecí
inconsciente. Cuando abrí los ojos, vi que se habían apoderado de toda la plata que había en el aparador y que habían abierto una botella de vino. Cada uno de ellos tenía una copa en la mano. Ya les he dicho, ¿o no?, que uno era viejo y barbudo, y los otros dos muchachos imberbes. Podrían haber sido un padre y sus dos hijos. Estaban cuchicheando entre ellos. Luego se acercaron a mí y se aseguraron de que seguía bien atada. Y por fin se marcharon, cerrando la ventana al salir. Tardé por lo menos un cuarto de hora en quitarme la mordaza de la boca, y cuando lo conseguí, mis gritos hicieron bajar a la doncella. No tardó en acudir el resto del servicio y avisamos a la policía, que inmediatamente se puso en contacto con Londres. Esto es todo lo que puedo decirles, caballeros, y espero que no será necesario que vuelva a repetir una historia tan dolorosa.
-¿Alguna pregunta, señor Holmes? -preguntó Hopkins.
-No quiero abusar más de la paciencia y el tiempo de lady Brackenstall -dijo Holmes-. Pero antes de
pasar al comedor, me gustaría oír lo que pueda usted contarnos -añadió, dirigiéndose a la doncella.
-Yo vi a esos hombres antes de que entraran en la casa dijo ésta-. Estaba sentada junto a la ventana de mi habitación y vi a tres hombres a la luz de la luna, junto al portón de la casa del guardés, pero en aquel momento no le di importancia. Más de una hora después, oí gritar a la señora y bajé corriendo, encontrándola como ella dice, pobre criatura, y al señor en el suelo, con la sangre y los sesos desparramados por todo el comedor. Cualquier otra mujer se habría vuelto loca, allí atada y con el vestido salpicado de sangre; pero a la señorita Mary Fraser de Adelaida nunca le faltó valor, y lady Brackenstall de Abbey Grange no ha cambiado de manera de ser. Creo, caballeros, que ya la han interrogado bastante, y ahora se va a retirar a su habitación con su vieja Teresa para tomarse el descanso que tanto necesita.
Con ternura maternal, la sombría mujer pasó el brazo alrededor de los hombros de su señora y la ayudó a salir de la habitación.
-Lleva con ella toda la vida -dijo Hopkins-. La cuidó
de pequeña y vino con ella a Inglaterra cuando partieron de Australia, hace año y medio. Se llama Teresa Wright, y va no se encuentran doncellas de su clase. Por aquí, señor Holmes, haga el favor. Del expresivo rostro de Holmes había desaparecido toda señal de interés, y comprendí que, al esfumarse el misterio, el caso había perdido todo su encanto. Todavía faltaba practicar una detención, pero ¿qué tenían de especial aquellos vulgares maleantes para que él se ensuciara las manos con ellos? Un especialista en enfermedades raras y difíciles que descubriera que le han llamado para tratar un sarampión experimentaría una desilusión semejante a la que yo leí en los ojos de mi amigo. Aun así, la escena que nos aguardaba en el comedor de Abbey Grange era lo bastante extraña como para atraer su atención y despertar de nuevo su apagado interés.
Se trataba de una habitación muy espaciosa y de techo muy alto, con artesonado de roble tallado, revestimiento de paneles de roble, y un notable surtido de cabezas de ciervo y armas antiguas adornando las paredes. En el extremo más alejado de la puerta se encontraba el ventanal francés del que habíamos oído hablar. A la derecha, tres ventanas más pequeñas llenaban la estancia de fría luz invernal. A la izquierda había una chimenea ancha y profunda, con una enorme repisa de roble. Junto a la chimenea había un pesado sillón, también de roble, con travesaños en la base. Entrelazado en los espacios de la madera había un grueso cordón de color escalarta, atado con fuerza a ambos extremos del travesaño de abajo. Al desatar a la señora, había aflojado el cordón, pero los nudos que lo sujetaban al sillón seguían intactos. En estos detalles no reparamos hasta más adelante, porque, por el momento, toda nuestra atención había quedado concentrada en el espantoso objeto que yacía sobre la alfombra de piel de tigre extendida delante de la chimenea.
Dicho objeto era el cadáver de un hombre alto y bien constituido, de unos cuarenta años de edad. Estaba caído de espaldas, con el rostro vuelto hacia arriba y los blancos dientes asomando en una especie de sonrisa entre la barba negra y bien recortada. Tenía las manos cerradas y levantadas por encima de la cabeza, empuñando un grueso bastón de madera de espino. Sus facciones morenas, atractivas y aguileñas estaban retorcidas en un espasmo de odio vengativo que le daba a su muerto rostro una horrible expresión demoníaca. Parecía evidente que se encontraba en la cama cuando percibió que algo ocurría, ya que vestía una camisa de noche con muchos bordados y perifollos, y sus pies descalzos asomaban bajo los pantalones. La cabeza presentaba una herida espantosa, v toda la habitación daba testimonio de la ferocidad salvaje del golpe que lo había derribado. Caído junto a él, se veía un pesado atizador de hierro, curvado por la fuerza del golpe. Holmes examinó el instrumento y el indescriptible destrozo que había ocasionado.
-Este viejo Randall tiene que ser un hombre muy fuerte comentó.
-Sí -dijo Hopkins-. Tengo algunos datos suyos y es un tipo de cuidado.
-No debería resultar difícil echarle el guante.
-Ni lo más mínimo. Le anduvimos buscando durante algún tiempo, y llegó a decirse que había huido a América, pero ahora que sabemos que la banda está aquí, no hay manera de que se nos escape. Ya hemos dado aviso en todos los puertos de mar, y antes de esta noche se ofrecerá una recompensa. Lo que no entiendo es cómo han podido hacer una salvajada semejante, sabiendo que la señora daría su descripción y que nosotros teníamos que reconocerla por fuerza.
-Exacto. Lo más lógico habría sido asesinar también a lady Brackenstall para callarle la boca.
-Tal vez no se dieran cuenta de que se había recuperado de su desmayo -aventuré yo.
-Parece bastante probable. Si creyeron que seguía inconsciente, no tenían por qué matarla. ¿Qué me dice de este pobre hombre, Hopkins?
-Era un hombre de buen corazón cuando estaba sobrio, pero un verdadero demonio cuando estaba borracho o, mejor dicho, cuando estaba medio borracho, porque casi nunca se emborrachaba hasta el límite. En esas ocasiones parecía poseído por el diablo y era capaz de cualquier cosa. Por lo que he oído, a pesar de su fortuna y de su título, ha estado una o dos veces a punto de cruzarse en nuestro camino. Hubo un escándalo que costó bastante acallar, porque se dijo que había rociado de petróleo a un perro y le había prendido fuego (para empeorar las cosas, se trataba del perro de la señora). Y en otra ocasión le tiró
una garrafa a la cabeza a Teresa Wright, la doncella; también entonces se armó un buen lío. En general, y esto que quede entre nosotros, la casa resultará más agradable sin él. ¿Qué mira usted ahora?
Holmes se había puesto de rodillas y examinaba con gran interés los nudos del cordón rojo con el que habían atado a la señora. A continuación, inspeccionó
concienzudamente el extremo que había quedado roto y deshilachado cuando el asal-tante arrancó el cordón.
-Al arrancar esto, la campanilla de la cocina tuvo que hacer un ruido tremendo -comentó.
-Nadie podía oírlo. La cocina está en la parte de atrás de la casa.
-¿Y cómo sabía el ladrón que no lo iba a oír nadie?
¿Cómo se atrevió a tirar del cordón de una
campanilla de manera tan insensata?
-Exacto, señor Holmes, eso es. Acaba usted de plantear la misma pregunta que yo me vengo haciendo una y otra vez. No cabe duda de que este sujeto conocía la casa y sus costumbres. Tiene que haber estado completamente seguro de que toda la servidumbre se había acostado ya, a pesar de ser relativamente temprano, y de que nadie podía oír sonar la campana de la cocina. De lo que se deduce que tenía que estar compinchado con alguno de los sirvientes. Esto, desde luego, es de cajón. Lo malo es que hay ocho sirvientes, y todos tienen buenas referencias.
-En igualdad de condiciones -dijo Holmes-, uno se inclinaría a sospechar de la persona a quien le tiraron una garrafa a la cabeza. Sin embargo, eso supondría una traición a su señora, por quien esta mujer parece sentir devoción. Bueno, bueno, este detalle carece de importancia, porque cuando agarre usted a Randall no creo que le resulte dífícil averiguar quiénes fueron sus cómplices. Desde luego, todos los detalles que tenemos a la vista parecen corroborar el relato de la señora, si es que necesitaba corroboración -se acercó al ventanal francés y lo abrió de par en par-. Aquí no se ven huellas, pero el terreno es durísimo y no es de esperar que las haya. Veo que esas velas que hay encima de la repisa de la chimenea han estado encendidas.
-Sí, los ladrones se alumbraron con ellas y con la palmatoria de la señora.
-¿Y qué se llevaron?
-Pues no se llevaron gran cosa..., como media docena de artículos de plata que había en ese aparador. Lady Brackenstall opina que la muerte de sir Eustace los debió
impresionar, y que por eso no saquearon la casa, como habrían hecho en otras circunstancias.
-Seguro que fue eso. Y sin embargo, se pusieron a beber vino, según tengo entendido.
-Para calmarse los nervios.
-Ya. Supongo que nadie ha tocado estas tres copas que hay sobre el aparador.
-Así es; y la botella está tal como la dejaron.
-Vamos a ver... ¡Caramba, caramba! ¿Qué es esto? Las tres copas estaban juntas, todas ellas con rastros de vino, y una de ellas contenía bastantes posos. La botella estaba cerca de las copas, llena en sus dos terceras partes, y junto a ella había un tapón de corcho, largo y muy manchado. El aspecto de la botella y el polvo que la cubría indicaban que los asesinos habían saboreado un vino nada corriente.
La actitud de Holmes había cambiado de pronto. Su expresión de indiferencia había desaparecido y de nuevo pude advertir una chispa de interés en sus ojos hundidos y penetrantes. Cogió el corcho y lo examinó
minuciosamente.
-¿Cómo sacaron el corcho? -preguntó. Hopkins señaló un cajón a medio abrir. En su interior había unas cuantas piezas de mantelería y un
enorme sacacorchos.
-¿Ha dicho lady Brackenstall que usaron ese
sacacorchos?
-No; recuerde que estaba inconsciente mientras ellos abrían la botella.
-Es cierto. La verdad es que no utilizaron este sacacorchos. Esta botella se abrió con un sacacorchos de bolsillo, probablemente de los que van incorporados a una navaja, y que no tendría más de una pulgada y media de largo. Si examina usted la parte superior del corcho, verá que tuvieron que meter el sacacorchos tres veces para poder sacar el tapón. No han llegado a atravesarlo. Este sacacorchos tan grande habría atravesado el tapón y lo habría sacado de un solo tirón. Cuando atrape usted a ese tipo, verá cómo lleva encima una de esas navajas de múltiples usos.
-¡Magnífico! -exclamó Hopkins.
-Pero estas copas confieso que me desconciertan. Lady Brackenstall vio beber a los tres hombres, ¿no dijo eso? -Sí; eso lo dejó muy claro.
-Entonces, eso zanja la cuestión. ¿Qué más podríamos decir? Y sin embargo, Hopkins, tiene usted que admitir que estas tres copas son muy curiosas. ¿Cómo, que no ve usted nada de curioso en ellas? Está bien, dejémoslo correr. Es posible que cuando un hombre posee facultades v conocimientos especiales, como los míos, tienda a buscar explicaciones complicadas aunque tenga una más sencilla a mano. Lo de las copas, naturalmente, podría ser pura casualidad. En fin, buenos días, Hopkins. No creo que pueda serle útil para nada y parece que ya tiene usted el caso aclarado. Ya me avisará cuando detengan a Randall, y espero que me informe de cualquier otra novedad que pueda presentarse. Confío en poder felicitarle pronto por haber llevado el caso a una conclusión satisfactoria. Vamos, Watson, creo que aprovecharemos mejor el tiempo en casa.
Durante nuestro viaje de regreso pude darme cuenta, por la expresión de Holmes, de que se encontraba muy intrigado por algo que había observado. De cuando en cuando, y haciendo un esfuerzo, lograba desembarazarse de aquella impresión y hablar como si el asunto estuviera muy claro, pero de pronto volvían a acometerle las dudas, y sus cejas fruncidas y su mirada abstraída indicaban que sus pensamientos habían volado de nuevo hacia el gran comedor de Abbey Grange, escenario de aquella tragedia nocturna. Por fin, con un impulso repentino, y en el preciso momento en que nuestro tren empezaba a arrancar en una estación de las fueras, saltó al andén y me arrastró
a mí tras él.
-Perdóneme, querido amigo -dijo mientras veíamos desaparecer tras una curva los vagones de cola de nuestro tren-. Lamento mucho hacerle víctima de lo que quizás parezca un mero capricho, pero, por mi vida, Watson, que me resulta sencillamente imposible dejar el caso como está. Todos mis instintos se rebelan contra ello. Hay un error, todo es un error..., ¡le juro que es un error! Y sin embargo, la declaración de la señora no tiene cabos sueltos, la confirmación de la doncella parece suficiente, casi todos los detalles concuerdan... ¿Qué puedo yo oponer a eso? Tres copas de vino, eso es todo. Pero si yo no hubiera dado ciertas cosas por sentadas, si lo hubiera examinado todo con la atención que dedico cuando abordo un caso desde cero, sin dejarme influir por una historia perfectamente construida..., ¿acaso no habría encontrado algo más concreto en que basarme? Pues claro que sí. Siéntese en este banco, Watson, hasta que pase un tren hacia Chislehurst, y deje que le exponga mis razones. Pero, antes que nada, le ruego que borre de su mente la idea de que todo lo que nos han contado la doncella y la señora tiene que ser necesariamente cierto. No debemos permitir que la encantadora personalidad de la dama influya en nuestro buen juicio.
»Desde luego, hay en su relato algunos detalles que, si los consideramos en frío, resultan bastante sospechosos. Estos ladrones dieron un golpe importante en Sydenham hace quince días. Los periódicos hablaron de ellos y publicaron sus descrip-ciones, y parece natural que si alguien desea inventar una historia en la que intervienen ladrones imaginarios se inspire en ellos. Pero en realidad, y como regla general, los ladrones que acaban de dar un buen golpe se conforman con disfrutar de su botín en paz y tranquilidad, sin embarcarse en nuevas empresas arriesgadas. Además de esto, no es normal que los ladrones actúen a una hora tan temprana; no es normal que gol-peen a una señora para impedir que grite, ya que a cualquiera se le ocurre que ese es el medio más seguro de hacerla gritar; no es normal que cometan un asesinato cuando son lo bastante numerosos para reducir a un solo hombre sin tener que matarlo; no es normal que se conformen con un botín reducido cuando tienen mucho más a su alcance; y, por último, yo diría que no es nada normal que unos hombres de esa clase dejen una botella medio llena. ¿Qué le parecen todas esas anormalidades, señor Watson?
-Desde luego, su efecto acumulativo es considerable, y sin embargo, cada una de ellas por sí sola es perfectamente posible. A mí lo que me parece menos normal de todo es que ataran a la señora al sillón.
-Bueno, de eso no estoy tan seguro, Watson. Es evidente que, una de dos: o tenían que matarla, o tenían que inmovilizarla para que no pudiera dar la alarma en cuanto ellos escaparan. Pero, de cualquier modo, creo haber demostrado que existe un cierto factor de improbabilidad en la historia de la dama, ¿no le parece?
Y luego, para colmo, viene el detalle de las copas de vino.
-¿Qué pasa con las copas de vino?
-¿Puede usted representárselas mentalmente?
-Las veo con toda claridad.
-Nos dicen que tres hombres bebieron de ellas. ¿Le parece a usted probable?
-¿Por qué no? Había vino en las tres.
-Exacto. Pero sólo había posos en una copa. Tiene usted que haberse fijado en ello. ¿Qué le sugiere eso?
-La última copa que se llenó tendría más poso.
-Nada de eso. La botella tenía poso en abundancia, y resulta inconcebible que en las dos primeras copas no caiga nada y la tercera quede llena de poso. Existen dos explicaciones posibles, y sólo dos. La primera es que, después de llenar la segunda copa, agitaran la botella, con lo cual la tercera copa recibiría todo el poso. Esto no parece probable. No, no; estoy seguro de tener razón.
-¿Y qué es lo que supone usted?
-Que sólo se utilizaron dos copas, y que las heces de ambas se echaron en una tercera copa, para dar la falsa impresión de que allí habían estado tres personas. De ser así, todo el poso habría quedado en esta última copa, ¿no es cierto? Sí, estoy con-vencido de ello. Pero si he acertado con la verdadera explicación de este pequeño fenómeno, entonces el caso se eleva al instante desde el plano de lo vulgar al de lo excepcional, ya que eso sólo puede significar que lady Brackenstall y su doncella nos han mentido deliberadamente, que no debemos creer ni una sola palabra de su historia, que tienen alguna razón de peso para encubrir al verdadero asesino, y que tendremos que reconstruir el caso por nuestros propios medios, sin ninguna ayuda por su parte. Esta es la misión que ahora nos aguarda, Watson, y ahí viene el tren de Chislehurst. Los habitantes de Abbey Grange se sorprendieron mucho de nuestro regreso, pero Sherlock Holmes, al enterarse de que Stanley Hopkins había ido a presentar su informe en la jefatura, tomó posesión del comedor, cerró la puerta por dentro y se enfrascó durante dos horas en una de aquellas minuciosas y concienzudas investigaciones que formaban la sólida base en la que se apoyaban sus brillantes trabajos deductivos. Sentado en un rincón, como un estudiante aplicado que observa una demostración del profesor, yo seguía paso a paso aquella admirable exploración. El ventanal, las cortinas, la alfombra, el sillón, la cuerda... Todo fue examinado al detalle y debidamente ponderado. Ya se habían llevado el cadáver del desdichado barones, pero todo lo demás continuaba tal como lo habíamos visto por la mañana. En un momento dado, y con gran asombro por mi parte, Holmes se subió a la repisa de la chimenea. Muy por encima de su cabeza colgaban las pocas pulgadas de cordón rojo que permanecían unidas al cable. Se quedó
un buen rato mirando hacia arriba y luego, con intención de acercarse más, apoyó la rodilla en una moldura de la pared de madera. De este modo llegaba con la mano a pocas pulgadas del extremo roto del cordón; pero lo que más pareció interesarle no fue esto, sino la moldura misma. Por último, saltó al suelo con una exclamación de satisfacción.
-Ya está, Watson -dijo-. Tenemos el caso resuelto, y es uno de los más notables de nuestra colección. ¡Pero hay que ver lo torpe que he sido y lo cerca que he estado de cometer el mayor disparate de mi vida! Ahora creo que, a falta de unos pocos eslabones, mi cadena está ya casi completa.
-¿Ya tiene usted a sus hombres?
-A mi hombre, Watson, a mi hombre. Sólo uno, pero un tipo de cuidado. Fuerte como un león..., fíjese en ese golpe, que ha doblado el atizador. Uno noventa de estatura, ágil como una ardilla, hábil con los dedos y, sobre todo, con un talento más que notable, ya que toda esta ingeniosa historia es invención suya. Sí, Watson, nos hemos topado con la obra de un individuo
verdaderamente extraordinario. Y sin embargo, en ese cordón de campanilla nos ha dejado una pista que tendría que ha bernos sacado de dudas al instante.
-¿Dónde estaba esa pista?
-Vamos a ver, Watson, si fuera usted a arrancar un cordón de campanilla, ¿por dónde cree que se rompería? Sin duda, por el punto donde está unido al cable. ¿Por qué
habría de romperse a tres pulgadas del extremo, como ha hecho éste?
-¿Quizás porque estaba gastado en ese punto?
-Exacto. Este extremo, que es el que podemos examinar, está deshilachado. Ha sido lo bastante astuto como para deshilacharlo con su navaja. Pero el otro extremo no lo está. Desde aquí no se puede ver, pero si se sube usted a la repisa, verá que está cortado limpiamente, sin señal alguna de deshilachamiento. Es fácil reconstruir lo ocurrido. Nuestro hombre necesita una cuerda. No se atreve a arrancarla de un tirón por temor a dar la alarma al hacer sonar la campanilla. ¿Qué es lo que hace? Se sube a la repisa de la chimenea, pero desde ahí todavía no alcanza bien; apoya la rodilla en la moldura (se puede apreciar la huella en el polvo), y saca la navaja para cortar el cordón. A mí me han faltado por lo menos tres pulgadas para llegar al punto del corte, de lo que deduzco que este hombre es, por lo menos, tres pulgadas más alto que yo. ;Fíjese en esa marca en el asiento del sillón de roble! ¿Qué es eso?
-Sangre.
-Ya lo creo que es sangre. Sólo con eso queda desacredita do el relato de la señora. Si ella estaba sentada en este sillón cuando se cometió el crimen, ¿cómo cayó ahí esa mancha? No, no; ella se sentó en el sillón después de la muerte de su marido. Apostaría a que el vestido negro tiene una mancha que coincide con ésta. Este todavía no es nuestro Waterloo, Watson, sino
más bien nuestro Marengo, porque empieza en derrota y acaba en victoria2. Ahora me gustaría cambiar unas palabras con la doncella Teresa. Vamos a tener que proceder con cautela durante algún tiempo si queremos obtener la información que necesitamos.
Aquella severa doncella australiana era todo un personaje: taciturna, recelosa, de modales bruscos... Tuvo que transcurrir un buen rato antes de que la actitud amistosa de Holmes y su franca aceptación de todo lo que ella decía la descongelaran hasta el punto de corresponder a su simpatía. No hizo ningún intento de ocultar el odio que sentía hacia su difunto señor.
-Sí, señor, es verdad que me tiró una garrafa a la cabeza. Le oí insultar a mi señora y le dije que no se atrevería a hablar así si el hermano de la señora estuviese aquí. Entonces fue cuando me tiró la garrafa. A mí me habría dado igual que me tirase una docena, con tal de que dejara tranquila a mi pajarita. Estaba siempre maltratándola, y ella tenía demasiado orgullo para quejarse. Ni siquiera a mí me contaba todo lo que él le hacía. Nunca me enseñó esas marcas en los brazos que usted vio esta mañana, pero yo sé muy bien que son pinchazos hechos con un alfiler de sombrero. ¡Monstruo traicionero! Que Dios me perdone por hablar así de él ahora que está muerto, pero si alguna vez ha habido un monstruo en el mundo, ha sido él. Cuando lo conocimos era todo dulzura. Han pasado sólo dieciocho meses, pero a nosotras dos nos han parecido dieciocho años. Ella acababa de llegar a Londres... Sí, era su primer viaje, la primeravez que se alejaba de su país. Él la conquistó con su título y su dinero y sus hipócritas
2 En Marengo, localidad italiana del Piamonte, Napoleón derrotó a los austriacos en 1800, tras un comienzo desfavorable. Waterloo, en el centro de Bélgica, fue el escenario de su derrota definitiva en 1815. modales londinenses. La pobre señora cometió un error, y lo ha pagado como ninguna mujer pagó jamás.
¿En qué mes le conocimos? Ya le he dicho que fue nada más llegar a Inglaterra. Llegamos en junio, así que fue en julio. Se casaron en enero del año pasado. Sí, la señora ha vuelto a bajar a la sala de estar, y seguro que accederá a recibirle, pero no debe usted exigirle mucho, porque ya ha soportado todo lo que una persona de carne y hueso es capaz de aguantar.
Lady Brackenstall se encontraba reclinada en el mismo diván, pero parecía más animada que por la mañana. La doncella había entrado con nosotros y comenzó de nuevo a aplicar paños a la magulladura que su señora tenía en la frente.
-Espero -dijo la dama-que no habrá venido usted a interrogarme de nuevo.
-No, lady Brackenstall -respondió Holmes en su tono más suave-. No tengo intención de ocasionarle ninguna molestia innecesaria, y mi único deseo es facilitarle las cosas, porque es toy convencido de que ha sufrido usted mucho. Si quisiera usted tratarme como a un amigo y confiar en mí, vería que yo puedo corresponder a su confianza.
-¿Qué quiere usted de mí?
-Que me diga la verdad.
-¡Señor Holmes!
-No, no, lady Brackenstall, eso no sirve de nada. Es posible que conozca usted mi modesta reputación. Pues bien, me la apostaría toda a que la historia que usted nos contó es pura invención. Tanto la señora como la doncella miraban a Holmes con el rostro empalidecido y los ojos aterrados.
-¡Es usted un insolente! -exclamó Teresa-. ¿Se atreve a decir que mi señora ha mentido? Holmes se levantó de su asiento.
-¿No tiene nada que decirme?
-Ya se lo he contado todo.
-Piénselo mejor, lady Brackenstall. ¿No sería preferible ser sincera? Por un instante, el hermoso rostro dio muestras de vacilación. Pero en seguida, algún nuevo y poderoso
proceso mental lo dejó fijo como una máscara.
-Le he contado todo lo que sé. Holmes recogió su sombrero y se encogió de hombros. -Lo siento mucho dijo, y sin pronunciar otra palabra salimos de la habitación y de la casa. El jardín tenía un estanque y hacia él se encaminó mi amigo. Estaba congelado, pero había quedado un único agujero en el hielo, para beneficio de un cisne solitario. Holmes se que dó mirándolo, y luego se acercó al pabellón de guardia. Garabateó una breve nota para Stanley Hopkins y se la dejó al guardés.
-Puedo acertar o equivocarme, pero tenemos que hacer algo por el amigo Hopkins, aunque sólo sea para justificar esta segunda visita -dijo-. Todavía no le puedo confiar todas mis sospechas. Creo que nuestro próximo campo de operaciones será la oficina de la línea marítima Adelaida-Southampton, que se encuentra al final de Pall Mall, si mal no recuerdo. Hay otra línea de vapores que hace el servicio entre Australia del Sur e Inglaterra, pero consultaremos primero en la más importante.
La tarjeta de Holmes nos procuró al instante la atención del gerente, y no tardamos en obtener toda la información que mi amigo necesitaba. En junio del 95, sólo un barco de esa línea había llegado a un puerto inglés: el Rock of Gibraltar, el más grande v mejor de los transatlánticos. Una consulta a la lista de pasajeros permitió corroborar que en él había viajado la señora Fraser, de Adelaida, en compañía de su doncella. En aquellos momentos, el barco navegaba rumbo a Australia, por aguas situadas al sur del canal de Suez. Los oficiales eran los mismos que en el 95, con una sola excepción: el primer oficial, Jack Croker, había ascendido a capitán y estaba a punto de tomar el mando de su nuevo barco, el Bass Rock, que zarparía de Southampton dentro de dos días. Residía en Sydenham, pero lo más probable era que se pasara aquella misma mañana por la oficina para recibir instrucciones, de modo que si queríamos podíamos aguardarlo.
No, el señor Holmes no deseaba hablar con él, pero sí
que le gustaría saber algo más acerca de su historial y su carácter.
Su historial era magnífico. No había en toda la flota un oficial que pudiera compararse con él. En cuanto a su carácter, era de absoluta confianza cuando estaba de servicio, pero fuera de su barco era un tipo alocado, temerario, nervioso e irascible, aunque sin dejar de ser leal, honrado y de buen corazón. Esta era, en sustancia, la información con la que Holmes salió de la oficina de la Compañía Naviera AdelaidaSouthampton. Desde allí nos dirigimos a Scotland Yard, pero en lugar de entrar, Holmes se quedó sentado en el coche, con las cejas fruncidas, sumido en profundos pensamientos. Por último, se hizo llevar a la oficina de telégrafos de Charing Cross, donde cursó un telegrama, y regresamos al fin a Baker Street.
-No he sido capaz de hacerlo, Watson -dijo cuando nos hubimos instalado de nuevo en nuestro cuarto-. Una vez cursada la orden de detención, nada en el mundo habría podido salvarlo. Una o dos veces a lo largo de mi carrera he tenido la impresión de que había hecho más daño yo descubriendo al criminal que éste al cometer su crimen. Así que he aprendido a ser cauto y ahora prefiero tomarme libertades con las leyes de Inglaterra antes que con mi propia conciencia. Es preciso que sepamos algo más antes de actuar.
Antes de que anocheciera recibimos la visita del inspector Stanley Hopkins. Las cosas no le iban muy bien.
-Holmes, estoy convencido de que es usted un brujo. Le aseguro que a veces pienso que posee usted poderes que no son humanos. Vamos a ver: ¿cómo demonios sabía usted que la plata robada estaba en el fondo de ese estanque?
-No lo sabía.
-Pero me dijo que lo inspeccionara.
-¿Así que la encontró, eh?
-Sí, la encontré.
-Me alegro mucho de haberle podido ayudar.
-¡Pero es que no me ha ayudado! ¡Lo que ha hecho es complicar muchísimo más el asunto! ¿Qué clase de ladrones son éstos que roban la plata y luego la tiran al estanque más próximo?
-No cabe duda de que su proceder es bastante excéntrico. Yo me limité a razonar a partir de la idea de que si la plata la habían robado personas que en realidad no la querían, sino que únicamente la estaban utilizando como pantalla, lo más natural era que procuraran deshacerse de ella lo antes posible.
-Pero ¿cómo se le pudo pasar por la cabeza semejante idea?
-Bueno, me pareció que era posible. Nada más salir por el ventanal francés tuvieron que encontrarse el estanque, con su tentador agujerito en el hielo, delante de sus mismas narices. ¿Qué mejor escondite que aquél?
-¡Ah, un escondite! ¡Eso es otra cosa! -exclamó
Stanley Hopkins-. Sí, claro, ahora lo entiendo. Era muy pronto, había aún gente por los caminos, y tuvieron miedo de que alguien los viera con la plata, de manera que la echaron al estanque, con la intención de regresar a por ella cuando no hubiera moros en la costa. Magnífico, señor Holmes, esto está mejor que esa idea de la pantalla.
-Seguro. Ha elaborado usted una admirable teoría. No cabe duda de que mis ideas eran completamente disparatadas, pero tiene usted que reconocer que han dado como resultado la recuperación de la plata.
-Sí, señor, sí; todo el mérito es suyo. En cambio, yo he sufrido un grave resbalón.
-¿Un resbalón?
-Sí, señor Holmes. La banda de los Randall ha sido detenida esta mañana en Nueva York.
-Vaya por Dios, Hopkins. Esto sí que parece rebatir su teoría de que anoche cometieron un asesinato en Kent.
-Es un golpe mortal, señor Holmes, absolutamente mortal. Sin embargo, hay otras cuadrillas de tres hombres, aparte de los Randall, e incluso podría tratarse de una banda nueva, que la policía aún no conoce.
-Seguro; es perfectamente posible. ¿Cómo, se marcha usted?
-Sí, señor Holmes; no habrá descanso para mí hasta que haya llegado al fondo del asunto. Supongo que no tiene usted ninguna sugerencia que hacerme.
-Ya le he hecho una.
-¿Cuál?
-Bueno, he sugerido la posibilidad de una pantalla.
-Pero ¿por qué, señor Holmes, por qué?
-Ah, ésa es la cuestión, desde luego. Pero le recomiendo que piense en esa idea. Puede que descubra que tiene su miga. ¿No se queda a cenar? Está bien, adiós y háganos saber cómo le va. Hasta después de haber cenado y haber quedado recogida la mesa, Holmes no volvió a mencionar el asunto. Había encendido su pipa y acercado los pies, enfundados en zapatillas, al reconfortante fuego de la chimenea. De pronto, consultó
su reloj.
-Espero novedades, Watson.
-¿Cuándo?
-Ahora mismo..., dentro de unos minutos. Seguro que piensa usted que me he portado muy mal con
Hopkins hace un rato.
-Confío en su buen juicio.
-Una respuesta muy sensata, Watson. Tiene usted que mirarlo de este modo: lo que yo sé es extraoficial; lo que él sabe es oficial. Yo tengo derecho a decidir por mímismo, pero él no. Él tiene que revelarlo todo, o se convertiría en un traidor al cargo que ocupa. En caso de duda, preferiría no colocarle en una posición tan penosa y por eso me reservo lo que sé hasta que haya llegado a una conclusión clara sobre el asunto.
-¿Y eso cuándo será?
-Ha llegado el momento. Va usted a presenciar la última escena de un pequeño e interesante drama. Se oyeron ruidos en la escalera, y nuestra puerta se abrió para dejar paso a uno de los ejemplares masculinos más espléndidos que jamás han entrado por ella. Era un hombre joven y muy alto, con bigote rubio, ojos azules, piel tostada por el sol de los trópicos y andares elásticos, que demostraban que aquella poderosa estructura era tan ágil como fuerte. Cerró la puerta después de entrar y se quedó de pie, con los puños apretados y el pecho palpitando, como tratando de dominar una emoción avasalladora.
-Siéntese, capitán Croker. ¿Recibió usted mi telegrama?
Nuestro visitante se dejó caer en una butaca y nos miró
con ojos inquisitivos.
-Recibí su telegrama y he venido a la hora que usted indicaba. Me han dicho que ha estado usted hoy en la oficina. No hay manera de escapar de usted. Oigamos ya las malas noticias. ¿Qué piensa hacer conmigo?
¿Detenerme? ¡Hable, hombre! No se quede ahí sentado, jugando conmigo como el gato con el ratón.
-Déle un cigarro -me dijo Holmes-. Muerda eso, capitán Croker, y no se deje llevar por los nervios. Puede estar seguro de que yo no me sentaría a fumar con usted si lo considerase un criminal vulgar. Sea sincero conmigo y saldrá ganando. Trate de engañarme y lo aplastaré.
-¿Qué quiere usted que haga?
-Que me cuente toda la verdad de los sucedido anoche en Abbey Grange. Toda la verdad, fíjese bien, sin añadir ni omitir nada. Es ya tanto lo que sé, que si se desvía usted una pulgada del camino recto, tocaré este silbato de policía desde la ventana y el asunto quedará fuera de mis manos para siempre.
El marino meditó un momento y luego se dio una palmada en la pierna con su enorme mano tostada por el sol
-Correré el riesgo -dijo-. Creo que es usted un hombre de palabra y un hombre justo, y le voy a contar toda la historia. Pero antes tengo que decirle una cosa. Por lo que a mí respecta, no me arrepiento de nada, no temo nada, volvería hacer lo que hice, y me sentiría orgulloso de haberlo hecho. ¡Maldita bestia! Aunque tuviera más vidas que un gato, no le bastaría con todas ellas para pagar lo que hizo. Pero está la señora, Mary..., Mary Fraser..., porque jamás me harán llamarla por ese otro maldito apellido... Cuando pienso los problemas que esto puede ocasionarle..., yo, que daría la vida sólo por hacer brotar una sonrisa en su amado rostro..., es que se me hace la sangre agua. Y sin embargo..., y sin embargo... ¿Qué otra cosa podía yo hacer? Voy a contarles mi historia, caballeros, y después les preguntaré, de hombre a hombre, si podía haber hecho otra cosa.
»Tengo que retroceder un poco. Parece que ustedes lo saben todo, así que supongo que ya saben que la conocí
cuando ella era pasajera y yo primer oficial del Rock of Gibraltar. Desde que la vi por vez primera no existió otra mujer para mí. Cada día del viaje la amaba más, y muchas veces, durante la oscuridad de la guardia nocturna, me he arrodillado para besar la cubierta del barco allí donde sus queridos pies la habían pisado. Ella nunca me prometió nada. Me trató con toda la honradez con que una mujer puede tratar a un hombre. No tengo ninguna queja. Por mi parte, todo era amor; por la suya, buena camaradería y amistad. Cuando nos separamos, ella era una mujer libre, pero yo ya no podría ser libre jamás.
»Al regreso de mi siguiente viaje me enteré de su matrimonio. ¿Y por qué no iba a poderse casar con quien quisiera? Título y dinero... ¿A quién iban a sentarle mejor que a ella? Nació para todo lo bello y delicado. Me alegré
de su buena suerte y de que no se hubiera echado a perder entregándose a un vulgar marino sin un céntimo. Así es como yo amaba a Mary Fraser.
»En fin, pensaba que no la volvería a ver; pero al concluir mi último viaje fui ascendido a capitán y mi nuevo barco aún no se había botado, de manera que tuve que esperar un par de meses, y fui a pasarlos con mi familia en Sydenham. Y un día, en un camino rural, me encontré con Teresa Wright, su vieja doncella, que me contó cosas de ella, de él, de todo. Les aseguro, caballeros, que casi me vuelvo loco ¡Ese perro borra-cho!
¡Atreverse a ponerle la mano encima, él, que no era digno ni de lamerle los zapatos! Volví a ver a Teresa. Después vi a la propia Mary... y la volví a ver por segunda vez. A partir de entonces ella ya no quiso que siguiéramos viéndonos. Pero el otro día recibí el aviso de que mi barco zarparía en una semana, y decidí verla una vez más antes de partir. Teresa siempre estuvo de mi parte, porque quería a Mary y odiaba a ese canalla casi tanto como yo. Por ella me enteré de las costumbres de la casa. Mary solía quedarse a leer en su salita de la planta baja. Anoche me acerqué hasta allí arrastrándome y arañé el cristal de la ventana. Al principio, ella no quería abrirme, pero ahora sé que en el fondo me ama y no fue capaz de dejarme fuera en una noche tan helada. Me susurró que diera la vuelta hasta el ventanal delantero y lo abrió para dejarme pasar al comedor. Una vez más, escuché de sus labios cosas que me hicieron hervir la sangre, y una vez más maldije a ese bruto que maltrataba a la mujer que yo amaba. Pues bien, caballeros, allí estábamos los dos, de pie junto al ventanal, y pongo al cielo por testigo de que en una actitud absolutamente inocente, cuando ese hombre se precipitó en la habitación como un loco, le dijo los peores insultos que un hombre puede dirigir a una mujer y la golpeó en la cara con el bastón que traía en la mano. Yo di un salto para coger el atizador y entablamos una lucha bastante igualada. Aquí en mi brazo puede ver dónde cayó su primer golpe. Pero entonces me tocó pegar a mí y le partí el cráneo como si hubiera sido una calabaza podrida. ¿Creen ustedes que lo lamenté? ¡Ni lo más mínimo! Era su vida o la mía... Más aún: era su vida o la de ella, porque, ¿cómo iba yo a dejarla en poder de aquel loco? Así lo maté. ¿Hice mal? Si es así, caballeros, díganme qué habrían hecho ustedes de encontrarse en mi situación.
»Ella había gritado cuando él la golpeó, y eso hizo bajar a la vieja Teresa de la habitación de arriba. En el aparador había una botella de vino y yo la abrí para verter un poco en los labios de Mary, que estaba medio muerta del susto. Yo también bebí un poco. Pero Teresa se mantenía fría como el hielo, y la idea fue tan suya como mía. Teníamos que aparentar que habían sido los ladrones. Teresa no paró de repetirle la historia a su señora, mientras yo trepaba para cortar el cordón de la campanilla. Luego la até al sillón, e incluso deshilaché el extremo del cordón para que pareciera natural y nadie se preguntara cómo había podido un ladrón trepar hasta allí
para cortarlo. Cogí unos cuantos platos y cacharros de plata para reforzar la historia del robo, y las dejé solas, indicándolas que dieran la alarma un cuarto de hora después de marcharme yo. Tiré la plata al estanque y me volví a Sydenham con la sensación de que, por una vez en mi vida, había aprovechado bien la noche. Y esta es la verdad y toda la verdad, señor Holmes, aunque me cueste el cuello.
Holmes siguió fumando en silencio durante un rato. Luego cruzó la habitación y estrechó la mano de nuestro visitante.
-Esto es lo que pienso -dijo-. Se qué todo lo que me ha dicho es verdad, porque prácticamente no ha dicho ni una palabra que yo no supiera ya. Nadie más que un acróbata o un marinero podía haber trepado para cortar ese cordón desde la moldura, y nadie más que un marino podía haber hecho esos nudos para atar el cordón a la silla. La señora no había estado en contacto con marinos más que una vez en su vida, y eso fue durante su viaje. Y
tenía que tratarse de alguien de su misma categoría humana, por el empeño que ponía en encubrirle, lo cual, de paso, demostraba que le amaba. Ya ve lo fácil que me ha resultado dar con usted en cuanto me puse a seguir la pista adecuada.
-Yo creí que la policía nunca conseguiría descubrir nuestro engaño.
-Y no lo ha conseguido, ni creo que lo consiga. Pero mire, capitán Croker: este es un asunto muy serio, aunque estoy dispuesto a admitir que usted actuó bajo la provocación más extrema a la que pueda verse sometido un hombre. Tratándose de defender su vida, es muy posible que su acción se pueda considerar legítima. Sin embargo, eso debe decidirlo un jurado británico. Mientras tanto, me inspira usted tanta simpatía que si decidiera desaparecer en las próximas veinticuatro horas yo le prometo que nadie le molestaría.
-¿Y después, todo saldría a relucir?
-Desde luego que saldrá a relucir. El marino se puso rojo de ira.
-¿Cree usted que se le puede proponer algo así a un hombre? Conozco la ley lo suficiente como para saber que Mary sería detenida como cómplice. ¿Piensa que yo la dejaría sola para afrontar el escándalo mientras yo me escabullo? No, señor; que hagan lo que quieran conmigo, pero, por amor de Dios, señor Holmes, tiene usted que encontrar alguna manera de librar a mi pobre Mary de los tribunales. Por segunda vez, Holmes estrechó la mano del marino.
-Sólo estaba poniéndole a prueba, y también esta vez ha respondido. Bien, estoy asumiendo una gran
responsabilidad, pero ya le he proporcionado a Hopkins una pista excelente, y si no es capaz de sacarle partido, yo ya no puedo hacer más. Vamos a ver, capitán Croker, hagamos esto como es debido. Usted es el acusado. Watson, usted es un jurado británico, y le aseguro que nunca he conocido a una persona mejor capaci-tada para ejercer esa función. Yo soy el juez. Y ahora, caballeros del jurado, han oído ustedes la relación de los hechos.
¿Consideran al acusado culpable o inocente?
-Inocente, su señoría -dije yo.
-Vox populi, vox Dei. (3)Este tribunal le absuelve, capitán Croker. A no ser que la justicia encuentre un falso culpable, está usted a salvo de mí. Vuelva usted dentro de un año a visitar a la señora, y ojalá que el futuro de ustedes dos justifique la sentencia que hemos pronunciado esta noche. (3) “La voz del pueblo es la
voz de Dios”
La aventura de la segunda
mancha
Mi intención era que «La aventura de Abbey Grange»
hubiera sido la última de las aventura de mi amigo Sherlock Holmes que yo diera a conocer al público. Esta decisión no se debía a la escasez de material, ya que dispongo de notas acerca de varios centenares de casos que nunca he llegado a mencionar, ni tampoco a que mis lectores hayan ido perdiendo interés por la personalidad única y los métodos extraordinarios de este hombre inigualable. La verdadera razón hay que buscarla en el poco entusiasmo demostrado por el propio señor Holmes ante la continua publicación de sus experiencias. Mientras estuvo ejerciendo su profesión, la relación de sus éxitos tenía para él una cierta utilidad práctica; pero desde que se retiró definitivamente de Londres, para dedicarse al estudio y la apicultura en las tierras bajas de Sussex, la notoriedad le ha llegado a resultar aborrecible, y ha insistido de manera terminante en que se respeten sus deseos en este aspecto. Sólo cuando le recordé que yo había prometido que «La aventura de la segunda mancha»
se publicaría cuando llegase el momento adecuado, y le hice notar la conveniencia de que esta larga serie de episodios culminara en el más importante caso internacional que jamás se le encomendó, conseguí
obtener su autorización para exponer al público una versión del asunto que hasta ahora se ha mantenido celosamente oculta. Si en algún momento del relato parece que soy algo inconcreto en ciertos detalles, el lector sabrá comprender que exis-te una excelente razón para mi reticencia. Sucedió, pues, que un martes de otoño por la mañana, en un año y una década que quedarán sin precisar, recibimos en nuestros humildes aposentos de Baker Street a dos visitantes famosos en toda Europa. Uno de ellos, austero, solemne, dominante y con ojos de águila, era nada menos que el ilustre lord Bellinger, dos veces primer ministro de Gran Bretaña. El otro, moreno, elegante y de rasgos muy marcados, apenas entrado en la madurez y dotado de toda clase de cualidades físicas y mentales, era el muy honorable Trelawney Hope, ministro de Asuntos Europeos y el estadista más prometedor del país. Se sentaron uno junto al otro en nuestro sofá lleno de papeles re-vueltos, y se notaba a primera vista, por sus expresiones preocupadas y ansiosas, que el asunto que los había traído era de la máxima importancia. Las manos delgadas del primer ministro, surcadas por venas azules, apretaban con fuerza el puño de marfil de su paraguas, y su rostro demacrado y ascético nos dirigía sombrías miradas, primero a Holmes y después a mí. El ministro de Asuntos Europeos se tiraba, nervioso, del bigote y jugueteaba con los dijes de la cadena de su reloj.
-Cuando descubrí la pérdida, señor Holmes, lo cual sucedió a las ocho de esta mañana, informé
inmediatamente al primer ministro. Ha sido idea suya que vengamos a verle.
-¿Han informado ustedes a la policía?
-No, señor Holmes -respondió el primer ministro, con la manera de hablar rápida y tajante que le había hecho famoso-. Ni lo hemos hecho ni es posible hacerlo. Informar a la policía equivaldría, a la larga, a informar al público, y esto deseamos evitarlo de manera muy especial.
-¿Y eso por qué, señor?
-Porque el documento en cuestión tiene una importancia tan tremenda que su publicación podría provocar fácilmente..., yo diría que casi con seguridad..., complicaciones de suma gravedad en el escenario europeo. No exagero al decir que podrían estar en juego decisiones de guerra o de paz. Si no podemos intentar recuperarlo en absoluto secreto, lo mismo da que no lo recuperemos, porque lo que se proponen los que lo han robado es, precisamente, dar a conocer su contenido.
-Comprendo. Y ahora, señor Trelawney Hope, le agradecería mucho que me explicara con exactitud las circunstancias en que desapareció este documento.
-Se puede decir en muy pocas palabras, señor Holmes. La carta..., porque se trata de una carta de un dirigente extranjero..., se recibió hace seis días. Era tan importante que ni siquiera la he querido dejar en mi caja fuerte, sino que la he llevado todas las noches a mi casa de Whitehall Terrace y la he tenido en mi habitación, dentro de un maletín cerrado con llave. Anoche estaba allí, de eso estoy seguro, porque abrí el maletín mientras me vestía para cenar y vi dentro el documento. Esta mañana va no estaba. El maletín se quedó toda la noche sobre la mesa de¡ tocador, al lado del espejo. Yo tengo el sueño muy ligero, y mi esposa también. Los dos estamos dispuestos a jurar que nadie pudo entrar en nuestra habitación durante la noche. Y sin embargo, le repito que el documento ha desaparecido.
-¿A qué hora cenó usted?
-A las siete v media.
-¿Cuánto tiempo tardó en irse a la cama?
-Mi esposa había salido al teatro, y yo me quedé
esperándola. No subimos a nuestra habitación hasta las once v media.
-¿Así que el maletín permaneció sin vigilancia durante cuatro horas?
-A nadie se le permite entrar en esa habitación, exceptuando a la mujer que la limpia por la mañana, y a mi ayuda de cámara y la doncella de mi esposa durante el resto del día. Y los dos son servidores de confianza, que llevan bastante tiempo con nosotros. Además, ninguno de ellos podía saber que en el maletín hubiera nada más importante que el papeleo normal del ministerio.
-¿Quién conocía la existencia de esa carta? -En mi casa, nadie.
-¿Ni siquiera su esposa?
-No, señor; no le dije nada hasta esta mañana, cuando eché en falta el documento. El primer ministro asintió en señal de aprobación.
-Hace mucho que conozco su elevado sentido del deber en cuestiones de su cargo, señor -dijo-. Estoy convencido de que, tratándose de un secreto tan importante como éste, lo pondría por encima incluso de sus lazos familiares más íntimos. El ministro de Asuntos Europeos correspondió con una inclinación de cabeza.
-Con eso no me hace usted más que justicia, señor. Hasta esta mañana no le había dicho a mi esposa ni una palabra del asunto.
-¿No podría ella haberlo adivinado?
-No, señor Holmes, ni ella ni nadie podría haberlo adivinado.
-¿Había perdido usted antes algún documento?
-No, señor.
-¿Quién conocía en Inglaterra la existencia de esa carta?
-Ayer se informó a todos los ministros del Consejo. Pero el juramento de secreto que rige en todas las reuniones del Gabinete se reforzó ayer con una solemne advertencia del primer ministro. ¡Dios mío! ¡Y pensar que a las pocas horas, yo mismo iba a perderlo! -su atractivo rostro se contrajo en una mueca de desesperación, mientras se mesaba el cabello con las manos. Por un momento, tuvimos una fugaz visión de cómo era aquel hombre por dentro: impulsivo, ardiente, extremadamente sensible. Pero al instante había adoptado de nuevo la máscara aristocrática y volvía a oírse su voz suave-. Además de los miembros del Consejo de Ministros, hay dos, o tal vez tres, altos funcionarios que están enterados de la existencia de la carta. Nadie más en toda Inglaterra, señor Holmes, se lo aseguro.
-¿Y en el extranjero?
-Me inclino a creer que no la ha visto nadie más que la persona que la escribió. Estoy convencido de que sus ministros..., de que no se han utilizado los cauces oficiales habituales. Holmes reflexionó durante unos momentos.
-Bien, señor, tengo que pedirle detalles más concretos sobre ese documento, y saber por qué su
desaparición puede acarrear tan graves consecuencias. Los dos estadistas intercambiaron una rápida mirada, y las hirsutas cejas del primer ministro se
contrajeron en un ceño fruncido.
-Verá, señor Holmes, está en un sobre largo y delgado, de color azul claro. Tiene un sello de lacre rojo, con un león rampante estampado. La dirección está
escrita a mano, en letra grande y firme...
-Me temo -interrumpió Holmes-que, por muy interesantes e incluso esenciales que sean esos detalles, mi pregunta debe llegar a la raíz del asunto. ¿De qué
trataba esa carta?
-Eso es un secreto de Estado de la máxima importancia, y me temo que no puedo decírselo, y tampoco me parece que sea necesario. Si usted, valiéndose de las facultades que se dice que posee, es capaz de encontrar el sobre que le he descrito, con su contenido, habrá prestado un gran servicio a su país y se habrá hecho merecedor de cualquier recompensa que esté en nuestra mano concederle. Sherlock Holmes se puso en pie, sonriente.
-Son ustedes dos de los hombres más ocupados del país - dijo-y yo mismo, en mi modestia, también tengo mucho trabajo por hacer. Lamento muchísimo no poder ayudarles en este asunto, y prolongar esta entrevista sería una pérdida de tiempo. El primer ministro se puso en pie de un salto, con aquel mismo brillo rápido y feroz en sus ojos
hundidos que acobardaba a los consejos de ministros.
-¡No estoy acostumbrado...! -empezó a decir, pero logró
dominar su cólera y se sentó de nuevo. Durante un minuto, o más, todos permanecimos en silencio. Por fin, el anciano estadista se encogió de hombros.
-Tendremos que aceptar sus condiciones, señor Holmes. No cabe duda de que tiene usted razón y no
podemos esperar que se ponga en acción a menos que le otorguemos nuestra plena confianza.
-Estoy de acuerdo con usted, señor -dijo el estadista más joven.
-En tal caso, se lo contaré, confiando por completo en su honor y en el de su compañero, el doctor Watson. También podría apelar a su patriotismo, ya que no se me ocurre una desgracia peor para nuestro país que la que podría producirse si saliera a la luz este asunto.
-Puede usted confiar en nosotros.
-Pues bien, la carta es de cierto dirigente extranjero, molesto por algunos sucesos coloniales en los que ha intervenido recientemente nuestro país. La ha escrito en un arrebato y bajo su propia responsabilidad. Por lo que hemos podido averiguar, sus ministros no saben nada del asunto. Lo malo es que está redactada de un modo tan poco afortunado y algunas frases son tan provocativas, que si se publicaran darían lugar, sin duda, a un estado de opinión muy peligroso. Se produciría en el país una ebullición de tal calibre que me atrevería a decir que, a la semana de publicarse la carta, este país se vería envuelto en una terrible guerra. Holmes escribió un nombre en una hoja de papel y se la pasó al primer ministro.
-Exacto. Ha sido él. Y su carta, esta carta que puede significar un gasto de miles de millones y la pérdida de cientos de miles de vidas humanas, es la que se ha perdido de manera tan inexplicable.
-¿Han informado usted al remitente?
-Sí, señor; hemos enviado un telegrama en clave.
-Tal vez él desee que la carta se publique.
-No, señor; tenemos razones de peso para creer que él se ha dado cuenta de que actuó de manera acalorada e imprudente. Para él y su país, la publicación de esta carta supondría un golpe aún más duro que para nosotros.
-En ese caso, ¿a quién le interesa que se publique la carta? ¿Por qué puede desear alguien robarla o publicarla?
-Ahí, señor Holmes, nos metemos en el campo de la alta política internacional. Pero si considera usted la situación en Europa, no le resultará difícil comprender el motivo. Europa entera es un campamento armado. Existen dos alianzas con una potencia militar bastante equilibrada. Gran Bretaña se encuentra en condiciones de inclinar la balanza. Si se viera arrastrada a la guerra contra una de las dos confederaciones, esto aseguraría la supremacía de la otra, tanto si ésta entra en guerra como si no. ¿Me sigue usted?
-Con toda claridad. Así pues, a los enemigos de este gobernante les interesaría apoderarse de la carta y publicarla, con el fin de crear un enfrentamiento entre su país y el nuestro.
-Eso es.
-¿Y a quién se le enviaría este documento, en caso de caer en manos enemigas?
-A cualquiera de las grandes cancillerías de Europa. Probablemente, en estos instantes ya va camino de una de ellas, a toda la velocidad a la que pueda llevarla un vehículo de vapor. El señor Trelawney Hope dejó caer la cabeza sobre el pecho y suspiró en voz alta. El primer ministro
apoyó una mano consoladora en su hombro.
-Ha tenido usted mala suerte, querido amigo. Nadie le culpa de nada. No ha omitido usted ninguna
precaución. Y ahora, señor Holmes, ya dispone usted de todos los datos. ¿Qué medidas recomienda? Holmes movió la cabeza con expresión triste.
-¿Está usted convencido, señor, de que si no se recupera ese documento habrá guerra?
-Lo considero muy probable.
-Entonces, señor, prepárese para la guerra.
-Esas son palabras muy duras, señor Holmes.
-Considere los hechos, señor. Es completamente imposible que lo robaran después de las once y media de la noche, ya que, según he creído entender, el señor Hope y su esposa permanecieron en su habitación desde esa hora hasta que se descubrió el robo. Así pues, lo tuvieron que robar ayer, entre las siete y media y las once y media, probablemente más cerca de la primera hora, ya que es obvio que quien se lo llevó sabía que estaba allí, y lo más natural es que procurara apoderarse de él lo antes posible. Ahora bien, dada la hora en que se robó y la importancia del documento, ¿dónde puede estar ahora? Nadie tiene motivo alguno para retenerlo. Es preciso hacerlo llegar rápidamente a manos de quienes lo necesitan. ¿Qué
posibilidades tenemos a estas alturas de alcanzarlos, ni siquiera de seguirles la pista? Ni la más mínima. El primer ministro se levantó del sofá.
-Lo que dice es completamente lógico, señor Holmes. A mí también me parece que el asunto está fuera de nuestras posibilidades.
-Supongamos, sólo a manera de hipótesis, que lo hubiera robado la doncella o el ayuda de cámara.
-Los dos son sirvientes antiguos y de confianza.
-Me pareció entender que su habitación se encuentra en la segunda planta, que no se puede entrar desde fuera de la casa, y que nadie habría podido llegar desde dentro sin que le vieran. En tal caso, la carta tiene que haberla robado alguien
de la casa. ¿A quién se la pudo entregar el ladrón? A cualquiera de los varios espías internacionales y agentes secretos, con cuyos nombres estoy relativamente familiarizado. Hay tres de ellos que podrían considerarse como las estrellas de su profe-sión. Comenzaré mis indagaciones intentado averiguar si todos ellos continúan en sus puestos. En caso de faltar alguno de ellos, y sobre todo si falta desde anoche, dispondremos de algún indicio sobre el lugar de destino del documento.
-,.Por qué no habría de continuar en su puesto? preguntó el ministro de Asuntos Europeos-. Podría perfectamente haberlo llevado a alguna embajada en Londres.
-No creo que lo haya hecho. Estos agentes trabajan por libre, y muchas veces sus relaciones con las embajadas son algo tirantes. El primer ministro asintió en señal de aprobación.
-Creo que tiene usted razón, señor Holmes. Tratándose de un botín tan valioso, lo llevaría personalmente. Su línea de acción me parece excelente. Mientras tanto, Hope, no podemos descuidar nuestros otros deberes a causa de esta desgracia. En caso de producirse alguna novedad durante el día de hoy, nos pondremos en comunicación con usted. Y usted, naturalmente, nos tendrá al corriente de los resultados de sus investiga-ciones. Los dos estadistas hicieron una inclinación de cabeza y salieron de la habitación con aire solemne. Cuando nuestros ilustres visitantes se hubieron marchado, Holmes encendió su pipa sin pronunciar palabra y se quedó un buen rato sumido en profundas reflexiones. Yo me había puesto a hojear el periódico de la mañana y me encontraba inmerso en un crimen sensacional que se había cometido en Londres la noche antes, cuando mi amigo soltó una exclamación, se puso en pie de un salto y dejó la pipa sobre la repisa de la chimenea.
-Sí -dijo-; no hay mejor manera de abordarlo. La situación es muy grave, pero no desesperada. Si pudiéramos estar seguros de cuál de ellos la tiene..., porque todavía es posible que no haya salido de sus manos. Al fin y al cabo, estos tipos se mueven por dinero, y yo cuento con el respaldo del Tesoro Nacional. Si está a la venta, puedo comprarla, aunque ello signifique que todos paguemos un penique más de impuestos. Es perfectamente posible que nuestro hombre esté
aguardando a escuchar las ofertas de este bando antes de probar suerte con
el otro. Y sólo existen tres hombres capaces de jugar un juego tan arriesgado: Oberstein, La Tothiere y Eduardo Lucas. Tendré que verlos a los tres. Yo eché un vistazo al periódico.
-¿Se refiere usted a Eduardo Lucas, de Godolphin Street?
-Sí.
-Pues a ése no lo verá usted.
-¿Por qué no?
-Esta noche ha sido asesinado en su casa. Eran tantas las veces que mi amigo me había asombrado en el transcurso de sus aventuras, que sentí verdadera satisfacción al darme cuenta de que esta vez era yo quien le había dejado completamente atónito. Me miró como alucionado y me arrebató el periódico de las manos. Esto era lo que estaba leyendo cuando él se levantó de su asiento:
ASESINATO EN WESTMINSTER La pasada noche
se cometió un crimen en circunstancias misteriosas en el número 16 de Godolphin Street, una vetusta y solitaria calle de edificios del siglo XVIII, situada entre el río y la Abadía, casi a la
sombra de la gran torre del Parlamento. La pequeña pero señorial mansión llevaba varios años habitada por el señor Eduardo Lucas, muy conocido en los círculos sociales por su atractiva personalidad y por tener merecida fama de ser uno de los mejores tenores aficionados del país. El señor Lucas era soltero, de treinta y cuatro años, y su servicio estaba formado por la señora Pringle, su anciana ama de llaves, y un ayuda de cámara llamado Mitton. La primera se retira pronto y duerme en el piso alto. El ayuda de cámara había salido a visitar a un amigo que reside en Hammersmith. Así pues, el señor Lucas se quedó solo en casa desde las diez de la noche. Todavía no se sabe lo que ocurrió en ese tiempo, pero a las doce menos cuarto, el agente de policía Barrett, que hacía la ronda por Godolphin Street, observó que la puerta del número 16 se encontraba entreabierta. Llamó
sin obtener respuesta y, al advertir una luz en la habitación delantera, avanzó por el pasillo y llamó de nuevo a la puerta de esta habitación, con idéntico resultado negativo. Entonces abrió la puerta de un empujón y penetró en la estancia. La habitación se encontraba en absoluto desorden, con todos los muebles amontonados a un lado y una silla volcada en el centro. Junto a esta silla, aferrado todavía a una de sus patas, yacía el desdichado inquilino de la casa. Había recibido una puñalada en el corazón, que debió producirle la muerte instantánea.
El cuchillo con el que se cometió el crimen es una daga india de hoja curva, descolgada de una panoplia de armas orientales que adornaba una de las paredes. En cuanto al móvil del crimen, no parece haber sido el robo, ya que no falta ninguno de los objetos de valor que contenía la habitación. El señor Eduardo Lucas era tan conocido y apreciado que su violenta y misteriosa muerte ha provocado una gran consternación en su extenso círculo de amistades.
-Bien, Watson, ¿qué le parece esto?
-Una coincidencia asombrosa.
-¡Una coincidencia! Aquí tenemos a uno de los tres hombres que habíamos señalado como posibles
participantes en este drama, y resulta que muere de una manera violenta durante las mismas horas en que el drama se representaba. Las posibilidades de que se trate de una coincidencia son tan ínfimas que no existen números para representarlas. No, querido Watson, los dos sucesos están relacionados..., tienen que estar relacionados. A nosotros nos toca descubrir la relación.
-Pero ahora la policía estará enterada de todo.
-Nada de eso. La policía sabe lo que ha visto en Godolphin Street. No sabe, ni sabrá, nada de lo sucedido en Whitehall Terrace. Sólo nosotros estamos al tanto de los dos sucesos, v podemos intentar descubrir la relación entre ambos. De todas maneras, hay un detalle evidente que habría bastado para orientar mis sospechas hacia Lucas. Godolphin Street está en Westminster, a pocos minutos de Whitehall Terrace. Los otros dos agentes secretos que he mencionado viven al extremo del West End. Por tanto, a Lucas le resultaba más fácil que a los otros establecer un contacto o recibir un mensaje de la casa del ministro de Asuntos Europeos. Es poca cosa, pero cuando los hechos se concentran en tan pocas horas puede resultar esencial. ¡Caramba! ¿Qué tenemos aquí?
Había aparecido la señora Hudson, trayendo en bandeja una tarjeta de mujer. Holmes le echó un vistazo, levantó las cejas y me la pasó a mí.
-Dígale a lady Hilda Trelawney Hope que tenga la bondad de pasar -dijo. Un momento después, nuestro humilde apartamento, que ya se había visto honrado aquella mañana, se honró aún más con la entrada de la mujer más encantadora de Londres. Yo había oído hablar con frecuencia de la belleza de la hija menor del duque de Belminster, pero ni las descripciones ni las fotografías en blanco y negro me había preparado para el sutil y delicado encanto y el hermoso colorido de aquella cabeza exquisita. Sin embargo, tal como nosotros la vimos aquella mañana de otoño, no era su belleza lo primero que impresionaba al observador; el cutis era admirable, pero se veía pálido de emoción; los ojos brillaban, pero su brillo era febril; la delicada boca se apretaba y fruncía en un intento de mantener la calma. El terror, y no la belleza, era lo primero que saltaba a la vista cuando nuestra hermosa visitante quedó momentáneamente encuadrada en el marco de la puerta.
-¿Ha estado aquí mi marido, señor Holmes? -Sí, señora, ha estado aquí.
-Señor Holmes, le suplico que no le diga que he venido. Holmes respondió con una fría inclinación de cabeza y le ofreció un asiento.
-Señora, me coloca usted en una situación muy delicada. Le ruego que se siente y me explique qué
desea; pero me temo que no puedo hacerle promesas incondicionales. La dama cruzó la habitación y se sentó
de espaldas a la ventana. Verdaderamente, aquella mujer alta, elegante e intensamente femenina tenía el porte de una reina.
-Señor Holmes -dijo mientras cruzaba y descruzaba las manos, enfundadas en guantes blancos-, voy a hablarle con sinceridad, y confío en que usted, a cambio, sea sincero conmigo. Entre mi marido y yo existe absoluta confianza en todos los aspectos, excepto en uno: la política. Para este tema, sus labios están sellados, no me cuenta nada. Ahora bien, me consta que anoche ocurrió en nuestra casa un incidente sumamente deplorable. Sé que ha desaparecido un documento. Pero como se trata de asunto político, mi esposo se niega a contarme los detalles. Sin embargo, es esencial..., esencial, repito..., que yo me entere de todo. Usted es la única persona, aparte de esos políticos, que conoce los hechos. Le ruego, pues, señor Holmes, que me informe con exactitud de lo sucedido y sus posibles
consecuencias. Cuéntemelo todo, señor Holmes. No se calle por consideración a los intereses de su cliente, porque le aseguro que, aunque él no se dé cuenta, lo más conveniente para sus intereses sería confiar plenamente en mí. ¿Qué papel es ése que han robado?
-Señora, lo que me pide es completamente imposible. Ella dejó escapar un gemido y se cubrió el rostro con las manos.
-Tiene que comprenderlo, señora. Si su marido considera que debe mantenerla al margen de este asunto,
¿cómo voy a contarle lo que él ha decidido ocultar, habiendo conocido los hechos bajo promesa de secreto profesional? No está bien que me lo pida. Tendría que preguntárselo a él.
-Ya se lo he preguntado. He acudido a usted como último recurso. Pero aunque no me diga nada concreto, señor Holmes, puede usted hacerme un gran servicio si me aclara un único detalle.
-¿Cuál, señora?
-¿Puede este incidente perjudicar la carrera política de mi marido?
-Bueno, señora, desde luego, a menos que se resuelva favorablemente, puede tener efectos muy
lamentables.
-¡Ah! -exclamó ella, respirando hondo, como quien acaba de ver resueltas sus dudas-. Una pregunta más, señor Holmes: por un comentario que se le escapó a mi esposo bajo la primera impresión del desastre, he creído entender que la pérdida de este documento podría acarrear terribles consecuencias para la nación.
-Si él lo dijo, no seré yo quien lo niegue.
-¿Qué clase de consecuencias?
-Lo siento, señora, otra vez me pregunta usted más de lo que yo puedo responder.
-En tal caso, no le haré perder más tiempo. No le culpo, señor Holmes, por negarse a hablar más abiertamente, y estoy segura de que usted, por su parte, no pensará mal de mí por intentar compartir los problemas de mi marido, aun en contra de su voluntad. Una vez más, le ruego que no le diga nada de mi visita.
Al llegar a la puerta se volvió para mirarnos y tuve una última visión de aquel rostro hermoso y atormentado, con los ojos asustados y la boca apretada. Un instante después se había ido.
-Bueno, Watson, el bello sexo es su especialidad -dijo Holmes con una sonrisa cuando el ondulante frufrú de las faldas concluyó con un portazo-. ¿A qué juega esta dama?
-Me parece que lo ha dicho bien claro, y su ansiedad es muy natural.
-¡Hum! Piense en su aspecto, Watson, en su manera de actuar, en su excitación contenida, su inquietud, su insistencia en hacer preguntas. Recuerde que pertenece a una casta que no suele exteriorizar sus emociones.
-Desde luego, venía muy alterada.
-Recuerde también el curioso convencimiento con que nos aseguró que sería mejor para su marido que ella lo supiera todo. ¿Qué quería decir con eso? Y se habrá fijado usted, Watson, en cómo se situó para tener la luz a la espalda. No quería que leyésemos su cara.
-Sí, se sentó en la única silla de la habitación.
-Sin embargo, los motivos de las mujeres son tan inescrutables... ¿Se acuerda de aquella mujer de Margate, de la que yo sospeché por la misma razón? Y lo que sucedía era que no se había empolvado la nariz. ¿Cómo puedes construir algo sobre bases tan movedizas? Sus actos más triviales pueden significar una inmensidad, y sus comportamientos más extraordinarios pueden depender de una horquilla o un rizador de pelo. Buenos días, Watson.
-¿Va usted a salir?
-Sí; pienso pasar la mañana en Godolphin Street, en compañía de nuestros amigos de la policía. La solución de nuestro problema depende de Eduardo Lucas, aunque confieso que aún no tengo ni idea de la forma que pueda adoptar. Es un error garrafal teorizar antes de conocer los hechos. Quédese en guardia, Watson, por si llegan nuevas visitas. Si me es posible, vendré a comer con usted. Durante todo aquel día, el siguiente y el otro, Holmes se mantuvo de un humor que sus amigos llamarían taciturno y los demás malhumorado. Entraba y salía sin dejar de fumar, tocaba fragmentos de violín, se sumía en ensoñaciones, devoraba bocadillos a horas intempestivas y apenas respondía a las preguntas que yo le hacía de cuando en cuando. Era evidente que su investigación no marchaba por buen camino. No decía ni palabra sobre el caso, y tuve que enterarme por los periódicos de los detalles de la indagación y de la detención y posterior puesta en libertad de John Mitton, el ayuda de cámara de la víctima. El jurado de instrucción pronunció el evidente veredicto de «homicidio intencionado», pero los autores seguían siendo desconocidos. No se pudo hallar ningún móvil. La habitación estaba llena de objetos de valor, pero no habían robado ninguno. Tampoco se habían tocado los papeles del muerto. Dichos papeles fueron examinados minuciosamente, y demostraron que el fallecido era un verdadero experto en política internacional, un chismoso incorregible, un notable lingüista y un infatigable escritor de cartas. Conocía íntimamente a los políticos más destacados de varios países. Pero no se pudo encontrar nada sensacional entre los abundantes documentos que llenaban sus cajones. En cuanto a sus relaciones con mujeres, parecían haber sido numerosas, pero superficiales. Tenía muchas conocidas, pero pocas amigas, y no parecía haber amado a ninguna. Era hombre de costumbres ordenadas y conducta inofensiva. Su muerte constituía un absoluto misterio, y lo más probable era que continuara siéndolo. En cuanto a la detención de John Mitton, el ayuda de cámara, había sido una medida desesperada, como única alternativa a no hacer nada. Pero no se pudo mantener la acusación. Aquella noche, Mitton había estado visitando a unos amigos en Hammersmith y disponía de una coartada perfecta. Es cierto que emprendió el regreso a casa con tiempo de sobra para llegar a Westminster antes de la hora en que se descubrió el crimen, pero alegó que había hecho parte del camino andando, lo cual parecía bastante probable, dado que hacía una noche deliciosa. El caso es que llegó a casa a las doce de la noche, y pareció
quedar abrumado por la inesperada tragedia. Siempre se había llevado bien con su señor. En sus cajones se habían encontrado varios artículos pertenecientes a la víctima entre ellos, un estuche con navajas de afeitar-, pero él explicó que se trataba de regalos de la víctima, y el ama de llaves corroboró esta versión. Mitton llevaba tres años trabajando al servicio de Lucas. Llamaba la atención que éste nunca lo llevase con él al continente. Lucas hacía ocasionales viajes a París, que podían durar hasta tres meses, pero Mitton se quedaba al cuidado de la casa de Godolphin Street. En cuanto al ama de llaves, no había oído nada la noche del crimen. Si su señor había recibido alguna visita, tuvo que abrirle la puerta él mismo. Así pues, por lo que yo pude leer en los periódicos, el misterio llevaba durando ya tres días. Si Holmes sabía algo más, se lo guardaba para sí mismo. No obstante, me había dicho que el inspector Lestrade le mantenía informado del caso, así que me constaba que estaba al tanto de los detalles de la investigación. Al cuarto día, el Daily Telegraph publicó un largo comunicado de su corresponsal en París, que parecía resolver todo el asunto:
«La policía de París acaba de realizar un descubrimiento que levanta el velo del misterio que envolvía la trágica muerte de Eduardo Lucas, asesinado durante la noche del pasado lunes en Godolphin Street, Westminster. Como recordarán nuestros lectores, el señor Lucas fue encontrado apuñalado en su habitación, v se llegó a sospechar de su ayuda de cámara, aunque éste disponía de una coartada que disipó toda sospecha. Ayer, en París, la servidumbre de una mujer, identificada como la señora de Henri Fournaye, que reside en una pequeña mansión de la Rue Austerlitz, comunicó a las autoridades que su señora presentaba síntomas de locura. Tras someterla a un examen, se comprobó que, efectivamente, padecía una manía de carácter peligroso y permanente. La policía ha podido averiguar que la señora de Henri Fournaye había llegado de Londres el martes, y existen indicios que la relacionan con el crimen de Westminster. La
comparación de fotografías ha demostrado de manera concluyente que los señores Henri Fournaye y Eduardo Lucas eran una misma persona y que, por alguna razón, el fallecido llevaba una doble vida entre Londres y París. La señora Fournaye, que es de origen criollo, tiene un carácter muy excitable, y en ocasiones ha sufrido ataques de celos de tipo histérico. Se sospecha que durante uno de estos ataques cometió el crimen que tanta sensación ha causado en Londres. No se han reconstruido aún sus movimientos durante la noche del lunes, pero se sabe con certeza que una mujer que responde a su descripción causó un gran revuelo el martes por la mañana en la estación de Charing Cross con su aspecto enloquecido y sus gestos violentos. Así pues, parece probable que cometiera el crimen en un ataque de locura, o que perdiera el juicio a consecuencia de su acción. Por el momento, la infeliz mujer se ha mostrado incapaz de hacer una declaración coherente, v los médicos no abrigan esperanzas de que recupere la razón. Se ha sabido que la noche del lunes se vio a una mujer, que bien podría haber sido madame Fournaye, vigilando durante varias horas la casa de Godolphin Street.»
-¿Qué le parece esto, Holmes? -pregunté, después de haberle leído el artículo en alta voz mientras él terminaba el desayuno.
-Querido Watson -respondió, levantándose de la mesa y dando zancadas por la habitación-, va sé lo mucho que está usted sufriendo, pero si no le he contado nada en estos tres días es porque no hay nada que contar. Y
tampoco este informe de París nos sirve de mucha ayuda.
-Pues parece que aclara de manera concluyente la muerte de ese hombre.
-La muerte de ese hombre no es más que un mero incidente, un episodio trivial en comparación con nuestra auténtica tarea, que consiste en seguir la pista de ese documento y salvar a Europa de la catástrofe. En estos tres días sólo ha ocurrido una cosa importante, y es que no ha ocurrido nada. Recibo informes del gobierno casi cada hora, y en ninguna parte de Europa se ha advertido señal alguna de agitación. En cambio, si esta carta estuviera circulando..., no, no puede estar circulando, pero en ese caso, ¿dónde está? ¿Quién la tiene? ¿Por qué
la mantiene oculta? Esa pregunta me golpea el cerebro como un martillo. ¿Ha sido una coincidencia que Lucas muriera asesinado la misma noche en que desapareció la carta? ¿Llegó la carta a sus manos? ¿Acaso se la llevó esa esposa loca que resulta que tenía? Y si se la llevó ella,
¿estará en su casa de París? ¿Cómo podría yo registrarla sin despertar las sospechas de la policía francesa? Este es un caso, querido Watson, en el que la ley nos resulta tan peligrosa como los propios criminales. Estamos solos contra todos, pero lo que está en juego es tremendo. Si lograra resolverlo de manera satisfactoria, no cabe duda de que este caso representaría el broche de oro a mi carrera. ¡Ah, aquí llega el último parte de guerra! -echó
un vistazo a la nota que acababan de entregarle-. ¡Vaya!
Parece que Lestrade ha descubierto algo interesante. Póngase el sombrero, Watson, que vamos a dar un paseíto hasta Westminster.
Era mi primera visita al escenario del crimen: una casa alta y estrecha, algo deslucida, cursi, correcta y sólida como el siglo que la vio nacer. El rostro de bulldog de Lestrade nos miraba desde la ventana delantera. Un corpulento policía de uniforme nos abrió la puerta y el inspector nos salió a recibir efusivamente. Nos hizo pasar a la habitación en la que se había cometido el crimen, pero ya no quedaba ninguna huella del mismo, con excepción de una fea mancha de forma irregular sobre la alfombra. Dicha alfombra era una pieza india, pequeña y cuadrada, situada en el centro de la habitación, y rodeada por amplios márgenes de precioso entarimado antiguo, formado por bloques cuadrados de madera muy
pulimentados. Sobre la chimenea colgaba una magnífica panoplia llena de armas, una de las cuales era la que se había utilizado aquella trágica noche. Junto a la ventana había un suntuoso escritorio, y todos los de-talles de la habitación -cuadros, alfombras y colgaduras-indicaban un gusto por lo fastuoso que rondaba los límites de la afectación.
-¿Ha leído las noticias de París? -preguntó Lestrade. Holmes asintió.
-Esta vez parece que nuestros amigos franceses han dado en el clavo. No cabe duda de que ocurrió como ellos dicen. Supongo que ella llamó a la puerta..., una visita sorpresa, porque el hombre mantenía sus dos vidas en compartimentos estancos..., y él la dejó entrar, porque no podía dejarla en la calle. Ella le explicó cómo había logrado dar con él, le reprochó su conducta, una cosa llevó a la otra, y con esa daga tan al alcance de la mano pasó lo que tenía que pasar. Sin embargo, no debió
suceder de buenas a primeras, porque todas estas sillas estaban corridas hasta allí, y el hombre tenía una en las manos, como si con ella hubiera intentado mantener a la mujer a distancia. Está todo tan claro como si lo hubiéramos visto. Holmes arqueó las cejas.
-¿Y sin embargo, me ha hecho llamar?
-Ah, sí, es por otra cosa... Una pequeñez, pero de ésas que a usted le interesan... Una cosa bastante rara, ¿sabe?, podríamos decir que extravagante. No tiene nada que ver con el asunto principal..., nada que ver, eso salta a la vista.
-¿Y de qué se trata, pues?
-Pues bien, ya sabe usted que cuando se comete un crimen de este tipo ponemos mucho cuidado en dejarlo todo como estaba. No se ha cambiado nada de sitio. Hay un agente de guardia día y noche. Esta mañana, después de enterrar a la víctima y dar por terminadas las investigaciones en lo que a este cuarto se refiere, se nos ocurrió adecentarlo un poco. ¿Ve esa alfombra? Fíjese en que no está clavada al suelo, sólo colocada encima. Así
que pudimos levantarla. Y encontramos...
-¿Sí? ¿Qué encontraron? El rostro de Holmes se estaba poniendo tenso de ansiedad.
-Estoy seguro de que no lo adivinaría ni en cien años. ¿Ve usted esa mancha en la alfombra? Es de
suponer que una buena parte debió de atravesar la alfombra hasta el suelo, ¿no le parece?
-Desde luego que sí.
-Pues bien, le sorprenderá saber que no hay ninguna mancha en la madera del suelo.
-¡Que no hay mancha! ¡Pero si tiene que haberla!
-Sí, eso pensaría cualquiera. Pero lo cierto es que no hay mancha. Agarró la punta de la alfombra y la levantó para demostrar lo que decía.
-Sin embargo, la alfombra está tan manchada por debajo como por encima. Tiene que haber dejado
alguna marca. Lestrade se rió por lo bajo, encantado de tener tan desconcertado al famoso experto.
-Ahora verá la explicación. Sí que hay una segunda mancha, pero no está debajo de la primera. Véalo usted mismo. Y diciendo esto, levantó otra parte de la alfombra y, efectivamente, allí había una gran mancha escarlata
sobre la madera blanca del antiguo entarimado.
-¿Qué le parece esto, señor Holmes?
-Bueno, es muy sencillo. Las dos manchas coincidían, pero alguien ha girado la alfombra. Era fácil hacerlo, siendo cuadrada y no estando sujeta al suelo.
-Hombre, señor Holmes, no hace falta que usted nos diga que alguien ha girado la alfombra. Eso está clarísimo, ya que las manchas coinciden a la perfección con sólo poner la alfombra de esta otra manera. Lo que yo querría saber es quién giró la alfombra y por qué. El rostro rígido de Holmes indicaba que mi amigo estaba vibrando de excitación interna.
-Vamos a ver, Lestrade -dijo-. ¿Ese policía del pasillo ha estado de guardia en la casa todo el tiempo?
-Pues sí.
-Bien, siga mi consejo. Interróguelo a fondo. No lo haga delante de nosotros. Llévelo a la habitación de atrás y nosotros nos quedaremos esperando aquí. Pregúntele cómo se ha atrevido a dejar que entrase aquí gente y se quedara sola en esta habitación. No le pregunte si ha dejado entrar a alguien. Délo por hecho. Dígale que usted sabe que aquí ha estado alguien. Apriétele. Dígale que la única oportunidad que tiene de obtener el perdón es haciendo una confesión completa. ¡Haga exactamente lo que le digo!
-¡Por San Jorge, que si sabe algo yo se lo sacaré! exclamó Lestrade, saliendo disparado hacia el vestíbulo. A los pocos segundos oímos su voz autoritaria, procedente de la habitación de atrás.
-¡Ahora, Watson, ahora! -gritó Holmes con ansia frenética. Toda la fuerza demoníaca que aquel hombre disimulaba bajo su máscara de indiferencia estalló en un paroxismo de energía. Apartó de un tirón la alfombra india, y un instante después estaba a cuatro patas, hurgando con las uñas las tablillas del sue-lo. Una de ellas se movió hacia un lado al introducir Holmes las uñas en la juntura, y giró hacia atrás como la tapa de una caja, descubriendo una pequeña y negra cavidad bajo el suelo. Holmes introdujo su ansiosa mano en el hueco y volvió a sacarla con un gruñido de disgusto y decepción. Estaba vacío.
-¡Deprisa, Watson, deprisa! ¡Hay que volverla a colocar!
Volvió a tapar el hueco y apenas habíamos tenido tiempo de colocar en su sitio la alfombra cuando oímos la voz de Lestrade en el pasillo. Al entrar, encontró a Holmes lánguidamente apoyado en la repisa de la chimenea, con expresión resignada y paciente, como si le costara trabajo disimular sus irreprimibles bostezos.
-Lamento haberle hecho esperar, señor Holmes. Ya veo que se está muriendo de aburrimiento con este asunto. Bien, pues sí que ha confesado. Acérquese, MacPherson, quiero que estos caballeros se enteren de su inexcusable conducta. El enorme policía, sonrojadísimo y muy arrepentido, entró como arrastrándose en la habitación.
-Lo hice sin mala intención, señor, se lo aseguro. La señorita llamó anoche a la puerta..., se había equivocado de casa, ¿sabe usted? Y nos pusimos a hablar. Se siente uno muy solo cuando tiene que estar de guardia todo el día.
-Bien, ¿y qué sucedió luego?
-Quería ver el lugar donde se había cometido el crimen..., dijo que había leído la noticia en los periódicos. Era una señorita muy respetable y muy bienhablada, señor, y no vi nada de malo en dejarla que echara un vistazo. Cuando vio la mancha en la alfombra cayó desmayada al suelo y se quedó como muerta. Corrí a la parte de atrás y traje un poco de agua, pero no conseguí hacerla volver en sí. Entonces fui al «lvy Plant», el bar de la esquina, para pedir un poco de brandy. Pero cuando regresé a la casa la joven había vuelto en sí y se había marchado. Supongo que se sintió avergonzada y no se atrevió a encararse conmigo.
-¿Y qué me dice de lo de mover esa alfombra?
-Verá, señor, desde luego estaba un poco arrugada cuando yo volví. Como ella se cayó encima, y la
alfombra está sobre un suelo pulido, sin nada que la sujete... Así que la estiré un poco.
-Esto le enseñará que no puede usted engañarme, agente MacPherson -dijo Lestrade, muy digno-. Seguro que pensaba que nunca se descubriría que había faltado usted a su deber; pero ya ve que me ha bastado una simple mirada a esa alfombra para saber, sin ningún género de dudas, que en esta habitación había entrado alguien. Tiene usted suerte, joven, de que no falte nada, pues de lo contrario las iba a pasar negras. Lamento haberle hecho venir por una tontería como ésta, señor Holmes, pero pensé que podría interesarle el hecho de que la segunda mancha no coincidiera con la primera.
-Ya lo creo, ha sido interesantísimo. Dígame, agente: ¿esa mujer sólo ha estado aquí una vez?
-Sí, señor, sólo una vez.
-¿Quién era?
-No sé cómo se llama, señor. Venía por un anuncio en el que pedían una mecanógrafa, y se equivocó de número... Era una señorita muy agradable y educada,
señor.
-¿Alta? ¿Guapa?
-Sí, señor, era una joven muy crecidita. Y supongo que se podría decir que era guapa. Quizás hubiera quien dijera que era muy guapa. «¡Oh, agente, por favor, déjeme echar un vistazo! », me dijo. Era muy simpática y, ¿cómo le diría?, persuasiva, y no me pareció que hubiera nada de malo en dejarle asomar la cabeza por la puerta.
-¿Cómo iba vestida?
-Muy discreta, señor..., con una capa larga que le llegaba a los pies.
-¿Qué hora era?
-Empezaba a oscurecer. Estaban encendiendo las farolas cuando yo regresaba con el brandy.
-Muy bien -dijo Holmes-. Vamos, Watson, creo que tenemos cosas más importantes que hacer en otra parte. Lestrade se quedó en la habitación delantera mientras el arrepentido agente nos abría la puerta para que saliéramos de la casa. En el escalón de entrada, Holmes dio media vuelta v enseñó algo que tenía en la mano. El policía lo miró y se quedó de piedra.
-¡Cielo santo, señor! -exclamó, con el asombro pintado en el rostro. Holmes se llevó el dedo a los labios, volvió a meterse la mano en el bolsillo del pecho y estalló en carcajadas mientras nos alejábamos calle abajo.
-¡Excelente! -dijo-. Vamos, amigo Watson, está a punto de levantarse el telón para el último acto. Le tranquilizará
saber que no habrá guerra, que el muy honorable Trelawney Hope no verá truncada su brillante carrera, que el indiscreto gobernante no será castigado por su indiscreción, que el primer ministro no tendrá que enfrentarse a ningún conflicto en Europa, y que con un poco de tacto y habilidad por nuestra parte nadie saldrá
perjudicado por lo que podría haber sido un incidente gravísimo. Mi mente se llenó de admiración por aquel hombre extraordinario.
-¡Lo ha resuelto usted! -exclamé.
-No del todo, Watson. Todavía hay algunos detalles que continúan tan oscuros como antes. Pero tenemos ya tanto que será culpa nuestra si no conseguimos el resto. Vamos derechos a Whitehall Terrace y pondremos fin al asunto. Cuando llegamos a la residencia del ministro de Asuntos Europeos, Holmes preguntó por lady Hilda Trelawney Hope. Nos hicieron pasar a una sala de estar.
-¡Señor Holmes! -dijo la señora, con el rostro encendido de indignación-. Esto es muy indiscreto y desconsiderado por su parte. Creí haberle explicado que deseaba mantener en secreto la visita que hice, para que mi esposo no fuera a creer que me entrometo en sus asuntos. Y a pesar de ello, me compromete usted viniendo aquí y dando a entender que existen relaciones profesionales entre nosotros.
-Por desgracia, señora, no tenía alternativa. Se me ha encomendado recuperar ese importantísimo documento v me veo obligado, señora, a pedirle que tenga la amabilidad de entregármelo.
La dama se puso en pie de un salto v todo el color desapareció de su hermoso rostro. Se le pusieron los ojos vidriosos, se tambaleó y pensé que iba a desmayarse. Pero en seguida, con un tremendo esfuerzo, se recuperó
del golpe, v el asombro y la indignación más completos borraron cualquier otra expresión de sus facciones.
-¡Eso..., eso es un insulto, señor Holmes!
-Vamos, vamos, señora, es inútil. Entrégueme la carta. Ella se precipitó hacia la campanilla. -El
mayordomo les indicará la salida.
-No le llame, lady Hilda. Si lo hace, frustrará mis sinceros esfuerzos por evitar un escándalo. Entrégueme la carta y todo saldrá bien. Si colabora conmigo, yo lo arreglaré
todo. Si se me enfrenta, tendré que descubrirla. Ella se irguió desafiante, con la dignidad de una reina, y clavó sus ojos en los de Holmes como si pretendiera leer en su alma. Tenía la mano en la campanilla pero no se decidía a hacerla sonar.
-Está intentado asustarme. No es muy de hombres, señor Holmes, eso de venir aquí a intimidar a una mujer. Dice que sabe algo. A ver, ¿qué es lo que sabe?
-Le ruego que se siente, señora. Si se cae, puede hacerse daño. No hablaré hasta que se haya sentado. Gracias.
-Le concedo cinco minutos, señor Holmes.
-Con uno me bastará, lady Hilda. Estoy enterado de su visita a Eduardo Lucas, de que usted le entregó el documento, de su ingenioso regreso de ayer a la habitación de Lucas, y de cómo sacó la carta del escondrijo que hay debajo de la alfombra. Ella se le quedó mirando con el rostro ceniciento y tragó saliva dos veces antes de poder hablar.
-Está usted loco, señor Holmes..., ¡loco! -consiguió
exclamar por fin. Holmes sacó del bolsillo un trocito de cartulina. Era el rostro de una mujer recortado de una fotografía.
-Llevaba esto encima porque me pareció que podría resultarme útil -dijo-. El policía la ha reconocido. Lady Hilda se quedó boquiabierta y dejó caer la cabeza hacia atrás.
-Vamos, lady Hilda. Usted tiene la carta. Aún se puede arreglar todo. No deseo causarle problemas. Mi misión habrá concluido cuando le entregue la carta a su esposo. Siga mi consejo y sea sincera conmigo; es su única oportunidad. Había que descubrirse ante el valor de aquella dama. Ni siquiera entonces se dio por vencida.
-Le repito, señor Holmes, que comete usted un error absurdo. Holmes se levantó de su asiento.
-Lo siento por usted, lady Hilda. He hecho lo que he podido, pero ya veo que todo es en vano. Hizo sonar la campanilla y entró el mayordomo.
-¿Está el señor Trelawney Hope en casa?
-Llegará a la una menos cuarto, señor. Holmes consultó
su reloj.
-Todavía falta un cuarto de hora -dijo-. Muy bien, le esperaré. Apenas había terminado el mayordomo de cerrar la puerta cuando lady Hilda cavó de rodillas a los pies
de Holmes, con las manos extendidas 'y su bello rostro alzado e inundado de lágrimas.
-¡Tenga piedad de mí, señor Holmes! ¡Tenga piedad! suplicaba de manera frenética-. ¡Por amor de Dios, no se lo diga! ¡Usted no sabe cómo quiero a mi marido! ¡Por nada del mundo querría verle sufrir, y sé que esto le destrozará el corazón! Holmes la hizo levantar.
-Gracias a Dios, señora, ha recuperado usted su buen juicio, aunque haya sido en el último momento. No hay un instante que perder. ¿Dónde está la carta?
Ella corrió hacia un escritorio, lo abrió y sacó un sobre azul y alargado.
-Aquí está, señor Holmes. ¡Ojalá no la hubiera visto nunca!
-¿Cómo podemos devolverla? -murmuró Holmes-.
¡Pronto, pronto, tenemos que encontrar la manera!
¿Dónde está el maletín de documentos?
-Sigue en el dormitorio.
-¡Qué buena suerte! Rápido, señora, tráigalo aquí. Un momento después, la señora reaparecía con un maletín rojo en la mano.
-¿Cómo lo abrió la otra vez? ¿Tiene una copia de la llave? Sí, claro que la tiene.Ábralo. Lady Hilda se había sacado del pecho una llavecita, con la que abrió el maletín. Estaba repleto de papeles. Holmes metió el sobre azul en medio del montón, entre las páginas de algún otro documento. Una vez cerrado, el maletín regresó al dormitorio.
-Ya estamos preparados -dijo Holmes-. Todavía nos quedan diez minutos. Lady Hilda, yo voy a hacer todo lo que esté de mi parte por encubrirla. A cambio, usted puede emplear estos minutos en explicarme con sinceridad qué significa todo este terrible embrollo.
-Se lo contaré todo, señor Holmes -gimió ella-. ¡Ay, señor Holmes, yo me cortaría la mano derecha antes que darle un disgusto a mi marido! No hay en todo Londres una mujer que ame a su esposo como yo amo al mío, y sin embargo, si él supiera lo que he hecho.... lo que me he visto obligada a hacer..., no me lo perdonaría nunca. Tiene un sentido del honor tan alto que no es capaz de olvidar ni de perdonar un acto deshonroso de otra persona. ¡Ayúdeme, señor Holmes! ¡Está en juego mi felicidad, su felicidad, nuestras mismas vidas!
-¡Dése prisa, señora, que se acaba el tiempo!
-Todo se debió a una carta mía, señor Holmes, una carta imprudente que escribí antes de casarme. Una carta tonta, la carta de una chiquilla impulsiva y enamorada. Yo la escribí de manera inocente, pero a mi marido le habría parecido monstruosa. Si la hubiera leído, habría perdido para siempre la confianza en mí. Hace años que la escribí
y creía que el asunto estaba olvidado. Pero entonces apareció este hombre, Lucas, y me dijo que la carta había caído en sus manos y que se la iba a enseñar a mi marido. Le supliqué que no lo hiciera, y él me dijo que me devolvería mi carta si yo le proporcionaba cierto documento que, según él, había en el portafolios de mi marido. Tenía algún espía en el ministerio, que le había informado de su existencia. Me aseguró que mi marido no sufriría ningún perjuicio. Póngase en mi lugar, señor Holmes. ¿Qué podía yo hacer?
-Contárselo todo a su marido.
-¡No podía, señor Holmes, no podía! Por un lado, la catástrofe me parecía segura; por el otro, y aunque me resultara terrible robarle papeles a mi marido, se trataba de un asunto de política y sus consecuencias se me escapaban, mientras que en un asunto de amor y confianza las consecuencias me parecían muy claras. ¡Lo hice, señor Holmes! Saqué un molde de su llave y ese hombre, Lucas, me hizo una copia. Abrí el maletín, saqué
el documento y lo llevé a Godolphin Street.
-¿Y que sucedió allí, señora?
-Llamé a la puerta como habíamos convenido. Lucas abrió. Lo seguí hasta su habitación, dejando entreabierta la puerta del vestíbulo, porque me daba miedo quedarme a solas con aquel hombre. Recuerdo que al entrar me fijé
en una mujer que había en la calle. Nuestro negocio quedó concluido en un instante: él tenía mi carta sobre el escritorio; yo le entregué el documento; él me dio la carta. Y en aquel momento oímos un ruido en la puerta y pasos en el pasillo. Lucas levantó a toda prisa la alfombra, metió el documento en alguna especie de escondrijo que tenía allí, y lo tapó de nuevo.
»Lo que sucedió a continuación es como una
espantosa pesadilla. Conservo la visión de una cara morena y desencajada, y el sonido de una voz de mujer que gritaba en francés: «¡Mi espera no ha sido en vano!
¡Por fin te he encontrado con ella! » Se entabló una lucha feroz. Recuerdo que él cogió una silla, y que en las manos de ella brillaba un cuchillo. Escapé corriendo de aquella terrible escena, huí de la casa y no supe más hasta la mañana siguiente, cuando leí en el periódico el terrible desenlace. Sin embargo, aquella noche dormí
feliz, porque había recuperado mi carta y no sabía aún lo que me reservaba el futuro.
»A la mañana siguiente me di cuenta de que no había hecho más que cambiar un problema por otro. La angustia de mi marido cuando descubrió la desaparición de ese papel me llegó al alma. Tuve que contenerme para no arrodillarme a sus pies allí mismo y confesarle lo que había hecho. Pero aquello significaría tener que confesar también el pasado. Aquella mañana fui a visitarle a usted para hacerme una idea del alcance de mis actos. Cuando comprendí la enormidad del asunto, ya no pensé en otra que no fuera recuperar el documento de mi marido. Tenía que seguir estando donde Lucas lo había dejado, ya que lo guardó antes de que aquella terrible mujer entrara en la ha-bitación. De no haber sido por su repentina llegada, yo no me habría enterado de dónde estaba el escondrijo.
¿Cómo podía volver a entrar en aquella habitación?
Vigilé la casa durante dos días, pero la puerta nunca se quedaba abierta. Anoche hice el último intento. Ya sabe usted cómo me las arreglé para conseguir mi objetivo. Me traje el documento a casa, y había pensado destruirlo, porque no se me ocurría ninguna manera de devolverlo sin tener que confesárselo todo a mi marido. ¡Cielos, oigo sus pasos en la escalera! El ministro de Asuntos Europeos irrumpió muy nervioso en la habitación.
-¿Alguna noticia, señor Holmes? ¿Alguna noticia? - preguntó.
-Tengo algunas esperanzas.
-¡Ah, gracias a Dios! -se le iluminó el rostro-. El primer ministro ha venido a comer conmigo. ¿Podemos hacerle partícipe de sus esperanzas? A pesar de que tiene nervios de acero, me consta que apenas ha dormido desde que ocurrió este terrible suceso. Jacobs, ¿quiere pedirle al primer ministro que suba? Lo siento, querida, me temo que se trata de un asunto político. Nos reuniremos contigo en el comedor dentro de unos minutos.
El primer ministro parecía tranquilo, pero por el brillo de sus ojos y el temblor de sus huesudas manos se notaba que estaba tan nervioso como su joven colega.
-Tengo entendido que dispone usted de alguna información, señor Holmes.
-Puramente negativa, por el momento -respondió mi amigo-. He investigado en todos los lugares donde podría encontrarse el documento, y estoy seguro de que no hay peligro de que caiga en malas manos.
-Pero eso no es suficiente, señor Holmes. No podemos seguir viviendo permanentemente sobre
semejante volcán. Necesitamos algo concreto.
-Tengo esperanzas de conseguirlo. Por eso estoy aquí. Cuanto más pienso en este asunto, más
convencido estoy de que la carta no ha salido de esta casa.
-¡Señor Holmes!
-De haber salido, es indudable que a estas alturas ya se habría publicado.
-Pero ¿por qué iba nadie a robarla sólo para dejarla en esta casa?
-No estoy convencido de que haya sido robada.
-Entonces, ¿cómo pudo salir del portafolios?
-No estoy convencido de que haya salido del portafolios.
-Señor Holmes, si es una broma, no tiene gracia. Puedo asegurarle que salió del maletín.
-¿Ha examinado usted el maletín desde el martes por la mañana?
-No; no hacía ninguna falta.
-Es posible que la haya pasado por alto.
-Eso es absolutamente imposible.
-Pues yo no estoy convencido. He visto casos parecidos. Supongo que habrá otros papeles en ese
maletín. Puede haberse mezclado con ellos.
-Estaba encima de todos.
-Alguien puede haber movido el maletín, descolocando su contenido.
-Le digo que no. Lo saqué todo.
-De todas maneras, es fácil comprobarlo, Hope –intervino el primer ministro-. Que traigan aquí ese
maletín. El ministro hizo sonar la campanilla.
-Jacobs, tráigame el maletín de los documentos. Esto es una ridícula pérdida de tiempo, pero si no se va a quedar satisfecho de otra manera, haremos lo que dice. Gracias, Jacobs; déjelo ahí. Siempre llevo la llave en la cadena del reloj. Mire, aquí es-tán todos los papeles: carta de lord Merrow, informe de sir Charles Hardy, memorándum de Belgrado, notas acerca de los impuestos sobre los cereales en Rusia y Alemania, carta de Madrid, nota de Lord Flowers... ¡Cielo santo! ¿Qué es esto? ¡Lord Bellinger! ¡Lord Bellinger!
El primer ministro le arrebató de la mano el sobre azul. -¡Sí, es ésta! ¡Y la carta está intacta! Hope, le felicito. -¡Gracias! ¡Gracias! ¡Qué peso me he quitado de encima! ¡Pero esto es inconcebible..., es imposible! Señor Holmes, es usted un mago..., ¡un brujo! ¿Cómo sabía que estaba aquí?
-Porque sabía que no estaba en ninguna otra parte.
-¡No puedo creer lo que ven mis ojos! -corrió frenético hacia la puerta-. ¿Dónde está mi mujer? ¡Hilda!
¡Hilda! -su voz se perdió por la escalera. El primer ministro miró a Holmes con un centelleo en los ojos. Vamos, vamos -dijo-. Aquí hay más de lo que salta a la vista. ¿Cómo volvió la carta a meterse en el maletín? Sonriendo, Holmes se volvió para eludir el intenso escrutinio de aquellos ojos extraordinarios.
-También nosotros tenemos nuestros secretos
diplomáticos -dijo. Y recogiendo su sombrero, se encaminó hacia la puerta.