Capítulo 4
Cally se sintió como si se hubiera dado un batacazo. Trató de calmarse y contestó:
—Nicolás, lo siento, pero… el hecho de que deseara besarte no significa que quiera irme a la cama contigo.
Nicolás no reaccionó, así que ella añadió:
—Ya sé que mucha gente lo hace, pero yo creo que es un error. Me… me gustas mucho, y creo que tenemos muchas cosas en común, pero has llegado hace sólo tres días y eso no es tiempo suficiente para que dos desconocidos se conviertan en amantes.
Nicolás la había soltado mientras ella hablaba. Incluso se había separado de ella dejando un hueco entre los dos en el sofá.
—Muy bien… si eso es lo que crees… —dijo él al fin—. En ese caso será mejor que nos marchemos a la cama… por separado. No voy a desearte buenas noches, porque no creo que ninguno de los dos pase una buena noche. Hasta mañana, Cally.
—Buenas noches —se despidió ella observándolo desaparecer.
Cally apagó las luces y se fue a la cama. Sabía que había tomado la decisión correcta. Acostarse con él era violar una de sus reglas, y la habría hecho perder respeto por sí misma. Otras personas lo hacían. Otras personas trataban el sexo como si no tuviera importancia, como si fuera otro cualquiera de los placeres de la carne como comer, beber, nadar, bailar… Pero para Cally el sexo era más importante. Cally sentía que sólo debía hacer el amor con alguien muy especial, alguien ante quien los demás hombres le parecieran insignificantes. Alguien que pensara y sintiera exactamente lo mismo que ella.
No dudaba ni por un momento que hacer el amor con Nicolás habría sido una experiencia maravillosa. Una noche en sus brazos habría borrado de su memoria todos sus recuerdos decepcionantes. Pero para él, estaba convencida, habría sido sólo una experiencia más que añadir a una larga lista. Puede que ella le gustara, pero la olvidaría en cuanto se marchara de Valdecarrasca. Ella, en cambio, lo habría recordado siempre. Y de todos modos siempre lo recordaría.
Nicolás seguía despierto cuando la campana de la iglesia dio las doce. Estaba tumbado boca arriba pensando en la chica que, de haber accedido, compartiría en ese momento la cama con él.
La urgente necesidad que el suave cuerpo y los delicados labios de Cally habían despertado en él había cedido ya. Podía juzgar lo ocurrido con frialdad, sin pasión. Cally era la primera mujer que lo había rechazado. Y, para su sorpresa, él no podía más que admirar su fuerza de voluntad. Cally lo deseaba tanto como él a ella. De eso estaba seguro. Pero no había perdido el control, demostrando su plena capacidad para resistirse a las exigencias de sus sentidos.
Sabía que en el fondo ella tenía razón. Pasar de desconocidos a amantes en tres días era ir demasiado deprisa, a menos que las circunstancias fueran extraordinarias como en una guerra. Evidentemente Cally era una mujer de principios, una mujer que se había impuesto sus propias reglas y que estaba decidida a mantenerlas por mucho que su cuerpo actuara en contra.
Y en el mundo de Nicolás las personas con principios eran cada día más raras. La mayor parte de las mujeres eran ovejas dispuestas a vestir una moda ridícula diseñada por hombres a los que nada les importaba el sexo contrario, ansiosos simplemente por obtener un beneficio. Estaban dispuestas incluso a morir de hambre por mantener una figura bonita. Otras pagaban enormes sumas por un peinado extravagante y estúpido o se sometían a cirugía estética. Desde un punto de vista masculino, todo aquello eran aberraciones. Lo que hacía que una mujer resultara atractiva era la calidez de su personalidad, su sentido del humor, su compasión por el infortunio de los otros.
En su opinión el único defecto de Cally era su fracaso a la hora de oponerse a sus padres, su debilidad al ceder ante ellos en lugar de ocuparse de su propia vida. La conversación que habían mantenido durante la comida confirmaba que era una mujer inteligente, que sus intereses iban mucho más allá de Valdecarrasca y sus alrededores. Cally debería tener un empleo de responsabilidad, no perder el tiempo levantando un negocio del que podían ocuparse sus padres.
* * *
A la mañana siguiente Cally esperaba que Nicolás se mostrara frío y resentido con ella. A ningún hombre le gustaba que lo rechazaran. Lo más probable, además, era que ninguna mujer lo hubiera rechazado antes, y eso no podía más que intensificar su ira.
Por eso recibió con alivio y sorpresa su actitud amable al bajar a desayunar. Tras el desayuno, Nicolás se marchó a pasar el día fuera, pero no comentó adónde iba. Ni ella preguntó.
* * *
Aquella tarde, a última hora, Nicolás se encontró con Juanita al llegar a Valdecarrasca.
—He oído decir que ayer llevaste a comer a Cally al hotel de Benimaurell —comentó Juanita—. Y no se lo he oído decir a ella, sino a un primo mío que vive allí y que la reconoció. Su mujer me telefoneó para preguntarme quién eras tú.
—Las noticias vuelan —sonrió Nicolás.
—Cally necesita relajarse y divertirse, trabaja demasiado —continuó Juanita sin mencionar su empleo en Londres.
Juanita comenzó entonces a exaltar las virtudes de Cally: su paciencia, su buen humor… Nicolás reconoció la táctica de inmediato. Sabía por qué Juanita alababa a Cally. Habría sido divertido contarle que la noche anterior había intentado llevársela a la cama. Juanita habría fingido indignación y sorpresa, aunque probablemente su matrimonio fuera el resultado de un par de encuentros ilícitos con su actual esposo.
A pesar de tanto cacareo sobre la falta de moral y vergüenza de las jóvenes en nuestros tiempos, los padres y abuelos de esas jóvenes no siempre habían obedecido el estricto código de conducta del lugar en el que habían nacido. La naturaleza humana era siempre e invariablemente la misma, y Nicolás estaba dispuesto a apostar que muchos de los ancianos que tomaban el sol en la Plaza Mayor o sus mujeres, que salían a la compra con sus cestas, habían sido concebidos antes de que sus padres pasaran por el altar.
Aquella noche dos vendedores españoles se hospedaron en la casa rural. Nicolás y ellos estuvieron charlando bastante rato. Cally escuchó parte de la conversación. Mientras los vendedores hablaban de su trabajo, Nicolás permanecía en silencio con su habitual reserva.
Cally revisó los mensajes de Internet. Esperaba recibir la carta de despido. Los editores eran famosos por su rudeza, era muy probable que ni siquiera esperaran a que volviera de vacaciones para darle la noticia. Sin embargo el desagradable mensaje no llegó, y Cally se marchó a la cama.
No sólo su empleo la preocupaba. Tenía que reconocer que había pensado mucho en Nicolás. Se preguntaba cuánto tiempo iba a quedarse, si volvería a besarla o si la había descartado definitivamente, y también se preguntaba si se arrepentiría de no haberse acostado con él.
* * *
La primera sospecha de que Nicolás había viajado a Valdecarrasca con un propósito distinto del que parecía a simple vista surgió en la mente de Cally tras la visita al mercadillo de una ciudad vecina. Cally volvía a casa en coche cuando vio a una mujer cargada con la compra. La conocía sólo de vista, pero paró para llevarla. Tras entablar conversación a propósito del tiempo, la mujer dijo:
—Supongo que habrás oído hablar del hotel.
—¿De qué hotel?
—Me sorprende que no hayas oído nada, cuando el hombre que lleva todo el asunto se aloja en tu casa —continuó la mujer—. Pero supongo que él habrá preferido no mencionarlo. Porque no va a ser bueno para vuestro negocio, ¿no?
—¿Dónde has oído ese rumor? —preguntó Cally.
—No es un rumor, querida. Los han visto juntos en la casa… en esa casa abandonada que hay al otro lado del valle —continuó la mujer señalando la dirección con la mano—. Me refiero al hombre que se aloja en tu casa y a otro que es arquitecto, y muy famoso. El último hotel que construyó ganó un premio. Lo entrevistaron por televisión. Yo no lo vi, pero mi marido sí. En el pueblo no se habla de otra cosa. Porque no se puede dirigir un hotel sin empleados, ¿no? Buscarán a gente para trabajar. Y será malo para tu negocio, pero brindará nuevas oportunidades a la gente de este pueblo.
Cally escuchó atónita. Se sentía como si le hubieran dado una patada en el estómago.
—Pues no he oído nada, ni Juanita me ha hablado de ello. ¿Quién ha visto a ese famoso arquitecto junto a la casa abandonada?
—El viejo Diego Pérez, que siempre está paseando por allí. Los vio a los dos, pero ellos no lo vieron a él. Y los reconoció a los dos… a uno por la televisión, y al otro de verlo por el pueblo estos días. El hombre que se aloja en tu casa tiene la llave de la casa abandonada. Diego lo vio abrir la puerta. Debe ser el agente inmobiliario.
—¿Y quién es el propietario? —preguntó Cally recuperándose poco a poco del susto.
—No lo sé, será de una agencia. Antiguamente era de una familia de dinero. Si quieres saber acerca de esa familia, pregúntale a la abuela de Dolores Martínez. Tiene más de noventa años, pero he oído decir que está en sus cabales. De joven trabajaba de sirvienta en esa casa.
La mujer se bajó del coche al llegar a su destino. Sin duda más rumores correrían por el pueblo en cuestión de minutos. Por ejemplo, el de que Cally y sus padres no sabían nada acerca de quién era el madrileño. Apenas podía esperar a que volviera Nicolás para echarle en cara su conducta. Cally se sentía tentada incluso de meter sus cosas en la maleta y dejarla fuera con una nota en la que dijera que no era bien recibido.
Pero entonces recordó que Nicolás tenía que pagar la factura. Era más prudente echar cuentas de lo que debía antes de ponerlo de patitas en la calle.
* * *
Cally había preparado la factura cuando por fin Nicolás llegó. Ella dio un paso adelante, temblorosa pero con calma, hizo caso omiso de su sonrisa y su amistoso saludo, y dijo:
—Buenas noches. He oído decir que no estás aquí de vacaciones, tal y como pensaba… que estás aquí para restaurar una vieja casa señorial abandonada y montar un negocio. ¿Es eso cierto?
Nicolás descargó la mochila y entró. Y la miró con una expresión que ella no supo interpretar.
—Sí, es cierto —convino Nicolás—. Pero no sabía que los hombres de negocios fueran persona non grata. Anoche se alojaron aquí dos vendedores.
—Eso no tiene nada que ver. ¿De verdad esperas que le demos la bienvenida a una persona cuyas actividades van a perjudicar seriamente nuestro negocio? Me temo que tengo que pedirte que te marches… de inmediato. Ésta es tu cuenta —añadió Cally tendiéndosela.
Nicolás se acercó y la recogió sin dejar de mirarla a los ojos.
—¿Y por qué crees que mi proyecto va a perjudicar vuestro negocio?
Cally comenzó entonces a perder la calma.
—Si no lo comprendes, es que no estás bien de la cabeza. Un hotel a unos kilómetros de distancia acabará con esta casa. Puede que dé empleo a mucha gente, pero terminará para siempre con la paz de este lugar. ¿Pero qué te importa a ti arruinar este valle? Tú no vives aquí. Te marcharás a Madrid y seremos nosotros quienes suframos las consecuencias.
Nicolás seguía mirándola con una expresión enigmática. Cally no sabía si continuar con la perorata o callar. Por fin Nicolás contestó:
—Haga lo que haga, todas las zonas cercanas a los aeropuertos y autopistas cambiarán drásticamente en diez años. Y eso no puede alterarlo nadie. Creo que deberías resignarte. ¿Puedo pagar con visa? —añadió mirando la factura.
—Por supuesto.
Nicolás sacó la cartera y le ofreció la tarjeta, diciendo:
—Subiré a hacer la maleta mientras me cobras.
Cally lamentó echarlo a aquellas horas de la noche. Quizá hubiera debido darle un plazo y esperar a primera hora de la mañana. Aun así le sería fácil llegar a un pueblo grande en el que quedaran habitaciones libres.
Ella sabía que parte de su ira se debía a lo que, desde aquella nueva perspectiva, veía como un intento de aprovecharse por parte de Nicolás. No era más que un oportunista aunque, en su momento, su intento por entablar una intimidad con ella le hubiera parecido el sincero fruto de la amistad. Deseaba que se marchara por razones personales. Y cuanto antes.
Nicolás sólo tardó diez minutos en bajar las escaleras. Se acercó al bar, firmó el recibo bancario y añadió:
—He dejado los libros prestados en su sitio. Te dejo mi dirección de Internet por si, por alguna razón, quieres ponerte en contacto conmigo. Olvidas cobrarme por conectarme a Internet —añadió él deslizando un billete de veinte euros.
—Eso es demasiado…
—Es igual —contestó Nicolás encogiéndose de hombros—. Échalo al bote de las propinas. Adiós, Cally. No te doy la mano. Supongo que no quieres estrechársela a una persona a la que desprecias —sonrió él irónico ante el gesto hostil de Cally.
* * *
Cally subió a retirar las sábanas de Nicolás. Se habría sentido mucho mejor de haber sabido que él no tenía intención de marcharse del pueblo, sino que en ese momento se dirigía a casa de Juanita.
—Juanita, estoy pensando en quedarme una larga temporada en Valdecarrasca —comentó Nicolás—. Pero no en la casa rural. ¿Sabes de alguna casa en el pueblo que pueda alquilar?
Juanita lo miró pensativa. Tras una pausa, contestó:
—He oído decir que La Higuera se alquila, pero es una de las mejores casas del pueblo, y debe ser cara. Depende de lo que estés dispuesto a pagar.
—¿Dónde está La Higuera?
—Al otro lado del pueblo, es de un inglés que trabaja en la televisión. Es muy famoso. Si te interesa, tendrás que hablar con la señora Dryden, que también es inglesa. Su marido es americano. Si quieres, te los presento —se ofreció Juanita.
—Gracias, eres muy amable.
—De nada. ¿Puedo preguntarte por qué quieres quedarte tanto tiempo en un pueblo tan insignificante como Valdecarrasca?
—Me gusta —contestó Nicolás escueto.
Sabía a qué conclusión llegaría Juanita inevitablemente. Al menos hasta que Cally le contara que lo había echado. El señor Dryden abrió la puerta vestido con un polo cuyo logo Nicolás reconoció de inmediato: era un diseño elaborado especialmente para familias americanas tradicionales y con mucho dinero.
—Señor Dryden, este joven ha estado hospedado en la casa rural y ahora quiere alquilar una casa en el pueblo, así que se me ocurrió pensar en La Higuera. Es el señor Llorca, de Madrid.
Ambos hombres se estrecharon la mano.
—Será mejor que pase y hable con mi mujer —contestó el señor Dryden—. ¿Quiere tomar una copa de vino con nosotros, Juanita?
Agradecida ante la invitación, Juanita sin embargo la rechazó. Segundos después Nicolás entraba en el amplio salón de la casa en la que una mujer bebía Campan con soda.
—Leonora, éste es el señor Llorca. Está buscando una casa para alquilar. Señor Llorca, le presento a mi mujer.
La señora Dryden se levantó y saludó a Nicolás en español, diciendo a continuación:
—Hay una casa en alquiler, pero es demasiado grande para una sola persona. ¿O es que espera a alguien más?
Nicolás contestó inmediatamente en inglés:
—Es posible que mis amigos vengan a visitarme, pero la mayor parte del tiempo estaré solo. De todos modos estoy acostumbrado a los espacios grandes, así que no me importa siempre que la casa sea cómoda.
El señor y la señora Dryden intercambiaron miradas cómplices. El hecho de que Nicolás hubiera contestado en inglés, unido a su excelente acento, los había convencido.
—¿Qué quieres tomar? ¿Un gin tonic? ¿Vino?
—Un gin tonic, gracias —contestó Nicolás—. Con hielo y sin limón, por favor.
—Siéntate —ofreció la señora Dryden—. ¿Qué te trae por esta parte de España?
* * *
Media hora más tarde Nicolás se despedía de los Dryden dejando su tarjeta y llevándose la dirección electrónica con la que ponerse en contacto para alquilar La Higuera. Llamó por teléfono a un taxi para ir a Alicante y lo esperó leyendo el periódico en un bar.
La señora Dryden, mientras tanto, seguía sentada en su salón hojeando un ejemplar del Almanach de Gotha que su marido le había regalado. Siempre le habían interesado mucho los parentescos entre los nobles y las casas reales de Europa.
—¡Lo sabía! —exclamó triunfante, llamando a su marido, que enseguida se sentó a su lado—. Estoy segura de que es él. No se trata simplemente del señor Nicolás Llorca, es Su Excelencia el Conde Nicolás Llorca, el hijo más joven de la Duquesa de Baltasar.
—Puede que tengas razón —confirmó Todd Dryden leyendo el libro—. Desde luego parece distinguido. Y si es un Grande de España, seguro que prefiere pasar inadvertido. De haber estado la señora Haig en casa, lo habría gritado a los cuatro vientos. Lo que sigue siendo un misterio para mí es cómo esa pareja ha podido tener una hija tan sensible e inteligente como Cally.
—Todd, en cuanto vuelva a verlo le preguntaré si es cierto que es él. De todos modos es un chico muy distinguido y atractivo, ¿no te parece?
Cally volvió a Londres al día siguiente. Y un día después, por la tarde, el equipo de directivos la despidió. El susto no fue grande, lo esperaba. Cally volvió a la casa de Chelsea que compartía con Deborah, una presentadora de televisión, y Olivia, la propietaria. Olivia alquilaba habitaciones para pagar la hipoteca. Las tres estuvieron bebiendo y charlando hasta altas horas de la noche.
Durante dos semanas, Cally navegó por Internet y visitó a los Russell. Era una época difícil en el terreno laboral, ninguna empresa estaba en expansión y mucha gente cualificada competía por los escasos puestos vacantes.
Una noche, tras otro largo y lluvioso día, Cally decidió volver a Valdecarrasca. Igualmente podía conectarse a Internet desde allí. Encontró un billete barato de avión para Alicante y llamó a su madre para avisarla. Desde Alicante tomaría un autobús. Su madre debía recogerla en la parada de en un pueblo cercano a Valdecarrasca.
Al bajar del autobús Cally no vio el coche de su madre. Por suerte había un bar cerca de la parada. Entró y pidió un café. Un cuarto de hora más tarde llegó su madre.
—Lamento llegar tarde, hoy ha sido un día agotador —se disculpó la señora Haig mientras su hija entraba en el coche—. No esperábamos volver a verte tan pronto, ¿va todo bien?
—No —contestó Cally después de besarla—. Me han despedido.
—¡Oh, cariño! —exclamó la señora Haig—. ¿Crees que te costará mucho encontrar otro empleo?
—No lo sé, pero las perspectivas no son buenas. Puede que tenga que dedicarme a otra cosa. Con Internet puedo seguir al tanto de todo desde aquí igual que desde Londres, y aquí al menos puedo echaros una mano. Es mejor que quedarse en Londres contemplando la lluvia.
—¿Pero y el alquiler de tu casa?, ¿cómo vas a pagarlo?
—Me han indemnizado, tengo dinero para sobrevivir seis meses. No te preocupes por eso, mamá, no voy a suponer una carga para vosotros. Es cuestión de organizarse. Sólo necesito tiempo para pensar en mi futuro en el caso de que no encuentre otro empleo como editora.
—Aquí siempre serás bien recibida, puedes quedarte cuanto quieras —contestó su madre—. Si es que el negocio nos da de comer a los tres, claro. Por desgracia no lo creo, y menos aún si abren el nuevo hotel. Puede incluso que no podamos mantenernos ni siquiera tu padre y yo.
Estaban llegando a Valdecarrasca cuando de pronto su madre anunció:
—¡Ah, lo olvidaba! Esta noche estás invitada a casa de los Dryden. Recibí una llamada de la señora Dryden poco después de que avisaras de tu llegada. Da una fiesta en honor a un artista español que no habla inglés, así que todos los invitados tienen que hablar español. ¡Y se le ocurre llamar en el último momento! Le dije que la llamarías en cuanto llegaras. Supongo que le habrá fallado algún invitado y estará apurada. Las fiestas de los Dryden tienen fama. A tu padre y a mí no nos ha invitado —añadió mirándola—. Invéntate una excusa si no quieres ir.
—Lo pensaré —contestó Cally.
La extrañaba que la invitara. La señora Dryden siempre había sido muy amable, pero no eran verdaderas amigas. Además, ella era mucho más joven. Fuera cual fuera la razón, Cally siempre había sentido curiosidad por ver la casa. Y asistir a una fiesta siempre era mejor que pasar la noche preocupada.
* * *
Cally apenas usaba maquillaje cuando estaba en España, pero aquella noche, tras confirmar su asistencia a la señora Dryden, tardó media hora en vestirse y arreglarse. Por suerte tenía algo de ropa de noche en el armario. Había heredado de Deborah unos pantalones de terciopelo negro. Su amiga, víctima de la moda, jamás llevaba nada dos temporadas seguidas. Se puso además un top de encaje negro excesivamente escotado a juicio de ciertas mentes estrictas, pero los Dryden no tenían reputación de remilgados y, de todos modos, aquella noche a Cally todo le daba igual. En el último momento decidió ponerse también un sombrero negro comprado en París. El chal, negro también, le taparía el escote_ por la calle. Y el sombrero llamaría tanto la atención como para que el escote pasara desapercibido.
Como era de esperar, a su madre le gustó el atuendo. Su padre, en cambio, la miró con desaprobación. Pero daba igual. Aquella noche Cally sentía deseos de estar sexy. El sombrero causó risas entre los niños del pueblo y miradas atónitas de viejos conocidos.
Una doncella le abrió la puerta, le guardó el chal y le indicó que la fiesta era en el piso de arriba. Cally subió. Al final de la escalera dos puertas abiertas daban a un gran salón iluminado por lámparas de mesa y focos dirigidos a los cuadros de las paredes. Cally permaneció de pie en el umbral contemplando las inmensas librerías, los sofás, y las alfombras orientales sobre el suelo de cerámica. La anfitriona salió a saludarla.
—¡Señorita Haig, qué amable ha sido al venir avisándola con tan poco tiempo! Uno de nuestros invitados habla inglés, pero los otros no, y es dificilísimo encontrar a extranjeros que se sientan cómodos hablando castellano. He oído decir que usted habla también valenciano. Pero permíteme que te tutee y te sirva una copa, luego te presentaré al resto de invitados.
La señora Dryden llevó a Cally a la mesa que había dispuesta a modo de bar y le preguntó qué quería tomar antes de presentarle a nadie. Cally jamás había sido tímida, pero se alegró de que no todos los invitados fueran de la generación de los Dryden. La primera pareja a la que conoció rondaba los cuarenta. El era médico y ella había conocido a Leonora Dryden en clases de pintura.
Cally charlaba con ellos cuando vio que desviaban la vista hacia la puerta. Lo que tanto llamaba la atención de todos era la llegada de una despampanante mujer vestida de rojo. Escoltada por un hombre gordo, rotundo, y bajito.
Tras ellos había otro hombre más alto. Cally tardó en reconocerlo con aquel traje elegante, camisa inmaculada y corbata de seda discreta. Aquella noche Nicolás Llorca parecía el típico hombre rico que se pasaba la vida dando vueltas al mundo en su avión privado y tomando decisiones importantes. ¿Qué hacía él allí?, ¿y cómo reaccionaría cuando descubriera que la mujer del sombrero negro era la que lo había echado de la casa rural?