Capítulo 9

Al otro lado del cristal, las luces de freno proliferaban al abrigo de una noche gélida y borrosa. El conductor tocó el claxon al deslizarse por debajo del paso elevado y tomó la salida del fuerte sin poner el intermitente.

Esperé hasta que volvió a arrancar y emprendí la marcha. Al dar mi primer paso al frente, el hielo que cubría un charco de barro tintineó al romperse bajo mi peso. Contuve la respiración y agucé el oído. Nada.

Siguiendo la vía del tren en dirección al puerto se veía la luz mortecina que salía de las ventanas empañadas del puesto de agujas. En la dirección opuesta, la cuadrícula regular de rieles y traviesas se perdía en la oscuridad. La madera estaba cubierta de escarcha.

Apoyé una mano en el muro y salté. Me dejé caer entre los matorrales sin preocuparme por el ruido. Luego bajé a la carrera el terraplén, barriendo a mi paso cenizas y hojas petrificadas.

Al pie del talud me detuve un momento a mirar si se acercaba algún tren. El puesto de agujas estaba a pocos metros de distancia. Le di la espalda y me puse a andar en dirección al desfiladero. Me imaginé que mi silueta resaltaría sobre el fondo blanco de las traviesas, y por eso tuve la precaución de no caminar entre los rieles sino por el margen del lecho de cascajos.

Al poco rato llegué al puente sobre el río y mis pasos sonaron huecos. Me asomé. La orilla estaba cubierta de bloques de espuma y hielo. Después levanté los ojos al cielo y miré en todas direcciones. Era una noche sin luna. Enderecé un poco la mochila que llevaba a la espalda, me coloqué en el centro de la vía, y seguí adelante.

Las traviesas se habían puesto resbaladizas con la escarcha. Además, estaban demasiado juntas para que resultara cómodo andar sin saltarse ninguna, y demasiado separadas para salvarlas de tres en tres.

Después de un kilómetro y medio de marcha más o menos llegué al desfiladero propiamente dicho. Aunque no los veía, sabía que estaba pasando al pie de los apriscos de los rebaños de ovejas. Seguí las curvas zigzagueantes del trazado hasta ver aparecer a mi izquierda las primeras estribaciones de la montaña.

Una racha de viento helado me hizo volver la cabeza tanto para evitar el frío como por saber si se aproximaba el tren nocturno.

Estaba en pleno desfiladero. Los escasos vehículos que circulaban al pie del barranco iluminaban con sus faros el agua negra del lago, y proyectaban sombras inquietas sobre las traviesas heladas. Fue entonces cuando lo oí.

Era el ruido de una locomotora Diésel acelerando. Seguramente estaba saliendo del apeadero de La Cascada, donde el bar Las Turbinas, a unos tres kilómetros de distancia. Me volví hacia la carretera y escruté la oscuridad. No iba a tener más remedio que refugiarme en la pendiente. Por suerte, no era muy empinada.

Bajé unos metros y me senté en el suelo, entre dos árboles. En un tronco apoyé la mochila y, en el otro, los pies. Hacía un frío terrible y estaba cansada. Cerré los ojos.

De repente, me desperté. Debía de haberme quedado traspuesta un momento. Sentí temblar la tierra, igual que Couris Jean en aquella playa. Enderecé la espalda para hacer fuerza contra el tronco y estiré las piernas para acusar menos el movimiento del terraplén. Estuve a punto de taparme los oídos con las manos, pero no lo hice. Oí que la locomotora aceleraba otra vez antes de llegar a donde yo estaba. El ruido era ensordecedor, pero conseguí volver la cabeza hacia el tren. La llama del tubo de escape bailaba sobre el tejado. Oí el crujido de la locomotora y el ruido sordo de las ruedas de los vagones. Las ventanas me dejaron una franja de luz en la retina. En cuanto el tren pasó de largo, me levanté y remonté el terraplén en la oscuridad. Cuando llegué a la vía, la luz roja de cola acababa de perderse tras un recodo del desfiladero.

Volví la vista al frente y seguí andando. La única manera de resistir el viento era mantener la cabeza gacha y las manos en los bolsillos de la chaqueta de cuero. De vez en cuando tropezaba con alguna irregularidad del balasto, y una vez estuve a punto de caerme por culpa de unos raíles amontonados junto a la vía. Al cabo de un rato decidí caminar entre los raíles, a pesar de que las traviesas seguían resbaladizas y demasiado juntas o demasiado separadas. No era probable que hubiera ningún otro tren en la línea, aparte del que ya había pasado; pero seguí tomando precauciones por si acaso.

Al llegar a cierto punto me detuve y escruté la espesura.

No acertaba a distinguir ninguna luz en el lugar donde recordaba haber visto el apeadero de La Cascada, ni tampoco al pie del terraplén, donde se suponía que estaba el bar.

Seguí andando y aguzando la vista. Ni rastro del viaducto. ¿Dónde estaban las luces de la pequeña estación automatizada?

Pasó un coche por la carretera. Lo vi de reojo a través de los rizos que me colgaban sobre los hombros.

Había recorrido un buen trecho, porque desde donde estaba ya se veía la silueta de la marquesina del apeadero, al otro lado del viaducto. Debía de estar muy cerca de la cascada, y, sin embargo, no oía el ruido del agua; sólo el silbido del viento entre las copas de los árboles del fondo del precipicio.

Por fin llegué al viaducto que salvaba el barranco. Por más que aguzaba la vista, la oscuridad no me permitía ver qué demonios pasaba con la cascada. Cuando ya empezaba a desesperar, el misterio se aclaró.

La pared de roca había quedado convertida en una inmensa cascada de hielo, y hasta había carámbanos colgando del viaducto, amenazando con precipitarse en la oscuridad. Sentí un escalofrío. Crucé el viaducto y llegué al apeadero. Apoyé las manos en el andén de madera para darme impulso y luego levanté las piernas. Total, los vaqueros ya no podían estar más sucios. Una vez arriba me limpié las manos en la parte de atrás de los pantalones.

Vi que algo se movía sobre el agua negra, una cinta o algo así. Resultó ser el humo que salía de la chimenea de Las Turbinas. Seguía sin entender por qué no había ninguna luz encendida. Estaba segura de que aún faltaba un buen rato para cerrar. No podía haber tardado tanto en recorrer apenas cinco kilómetros.

Bajé hasta la carretera por el sendero serpenteante que sale del andén de La Cascada. Por suerte, había una barandilla de donde cogerse. El bar estaba completamente a oscuras, igual que el aparcamiento de la central hidroeléctrica y el puente de las compuertas. Eché un vistazo en dirección a la entrada del túnel. Nada. Entonces noté un agradable olor a madera quemada. Subí los escalones que llevaban hasta la puerta del bar. Dudé unos instantes antes de entrar, pero finalmente lo hice.

En el centro de la sala había una gran chimenea con el tiro de latón, y el bar no parecía contar con otra fuente de iluminación que aquel par de troncos encendidos. Había sombras y rincones oscuros por todas partes, y el resplandor de las llamas jugueteaba sobre los taburetes desocupados y las mesas vacías.

Ni una alma a la vista. Me acerqué a la chimenea de ladrillo y me calenté las manos. La puerta se cerró sola detrás de mí. Luego me asomé a la barra y escudriñé las sombras. Allí tampoco había nadie.

Me quité la mochila y la dejé en el suelo, apoyada en la barra. Noté una corriente de aire que procedía sin duda de la trastienda, lo mismo que la voz lejana que oí a continuación. La trampilla del mostrador estaba abierta, así que me decidí a explorar. En la trastienda había una hilera de barriles metálicos de cerveza. Oí más voces y vi una puerta abierta que conducía al exterior. Me acerqué a ver.

Distinguí tres figuras borrosas delante de mí. Todas de espaldas. Estaban de pie, y me dio la impresión de que estaban mirando las montañas. Cuando mis ojos se acostumbraron de nuevo a la oscuridad, vi que se trataba de dos hombres y una chica, y que, efectivamente, estaban contemplando las montañas por alguna razón que se me escapaba. Y a oscuras, además. La figura más cercana correspondía a uno de los hombres.

Debe de haber caído una buena —dijo de repente una de las voces masculinas.

Bueno, vamos adentro —sugirió una voz femenina y más joven, con acento del sur—. Aquí hace un frío que pela.

El hombre que estaba más cerca de la puerta obedeció y se dio la vuelta mientras yo carraspeaba para que se percataran de mi presencia.

¡Santo Dios!

¿Quién anda ahí? —preguntó otra voz masculina.

Vaya, lo siento —me disculpé.

Los tres se habían quedado pasmados, algo lógico teniendo en cuenta los pelos que llevaba.

Los dos hombres siguieron mirándome sin moverse de donde estaban: una especie de rampa de cemento con un desnivel de un metro y medio. La chica, en cambio, se abrió paso entre ellos y vino hacia donde yo estaba.

Ha habido un apagón —me informó sin quitarme la vista de encima.

Ah —comprendí al fin.

Bueno, entremos de una vez —añadió—. Nos vamos a morir de frío.

Como era yo quien estaba en la puerta, me correspondió a mí abrir la marcha hasta el bar. Los demás me siguieron en fila india. Pasé junto a los contenedores de cerveza y regresé al bar atravesando de nuevo la trampilla.

Lo siento —repetí a la altura del mostrador—. He oído voces y, como el bar estaba a oscuras, no sabía si estaba cerrado o si pasaba algo.

La chica se dirigió a la máquina registradora, y vi que contaba los billetes antes de acercarse a la chimenea y unirse a los demás. Los dos hombres iban vestidos con monos de la central hidroeléctrica. El más calvo carraspeó, se frotó las manos y comentó:

Vaya un tiempecito, ¿eh?

Sí —respondí.

El tipo volvió a carraspear.

Entonces el menos calvo señaló un extremo de la barra y dijo:

Allá arriba, donde la presa, debe de haber caído una buena. Tiene que nevar mucho para que haya un corte de suministro como éste. Si no fuera algo serio, no nos habríamos quedado sin luz.

Le di la razón.

No tardarán más de media hora en arreglarlo —aseguró el otro hombre a la chica de la barra.

Sí, una hora como máximo. Lo que tarden en conectar el equipo de reserva. Lo malo es que alguien tendrá que llegarse hasta allá arriba en todoterreno para ver qué ha pasado en la subestación.

Se hizo el silencio. Un silencio absoluto, porque no se oía siquiera el zumbido de las neveras. Entonces oí crepitar las brasas y acerqué las manos al fuego.

¿Estás de viaje? —me preguntó el que estaba más cerca de mí al ver la mochila.

Sí… bueno, más o menos. Estoy buscando trabajo.

¿Trabajo? —repitió la chica.

Sí. ¿Sabes de algo?

En esta época del año —dijo el calvo—, lo tienes crudo. ¿Buscas algo en especial? ¿Trabajo cualificado? ¿Algo para compaginar con los estudios?

No, qué va. Estoy dispuesta a hacer lo que sea. Lo que sea, menos trabajar en el puerto. No sé, he pensado que a lo mejor en los pueblos de por aquí, o en la cantera de…

Se me había olvidado cómo se decía esa palabra en mi propia lengua.

… de la península —recordé—. ¿Sigue abierta?

La cantera de la península. Sí, aún la siguen explotando. ¿Y dices que no quieres trabajar en el puerto? Eso no te lo va a poner más fácil que digamos…

Lo único que podrías conseguir en la cantera —dijo el menos calvo— es un puesto en mantenimiento. Lo menos habrá doscientos hombres trabajando allí en este momento. Pero casi siempre suelen contratar mujeres mayores para esos trabajos.

¿Y en la química? —pregunté.

¿La química? Bah, ésa la cerraron hace tres años. ¿Eres de por aquí? —aventuró el calvo mirándome fijamente.

Lo era —asentí—. Hace tiempo. He estado viajando… dando vueltas por ahí.

Hubo otro silencio.

Pues sí —insistió el calvo—, la culpa podría ser del hielo. Ahora hay cámaras instaladas en el desagüe para detectar atascos: árboles caídos, ramas y ese tipo de cosas. Eso se soluciona enviando a los buzos esta noche. El agua que hace girar las turbinas baja de la presa por los túneles de la montaña… miles de toneladas. Y al final va a parar todo al lago. Si baja el nivel del embalse, con bombearla otra vez por la noche, cuando hay menos demanda…

¿A que es perfecto? Y eterno, además. Todo el sistema está automatizado; sólo hay que echar un vistazo de vez en cuando.

Pues cualquiera lo diría —replicó la chica.

Bueno, habrá que ir tirando —anunció el menos calvo después de apurar una taza de café que había a su izquierda, oculta entre las sombras—. A ver qué problema es ése.

Sí, tienes razón —asintió el calvo entre toses—. A cuidarse.

Adiós, guapa —dijo el otro sonriendo para despedirse de la chica.

El calvo fue el primero en llegar a la puerta. Nada más salir, los dos levantaron la cabeza hacia el cielo.

La chica recogió dos tazas de entre las sombras y se las llevó a la barra.

¿Te apetece tomar algo?

Pues… no —dije—. No, gracias.

La chica metió las tazas en una especie de fregadero que debía de tener debajo del mostrador. Lo deduje por el tintineo de las tazas, porque desde donde estaba no podía verlo.

Me alegro de que no sea sábado por la noche —dijo—. No quiero ni pensar en cómo se habrían puesto los chicos de la central.

Sonreí.

¿Y dices que eres de por aquí? —me preguntó desde un rincón oscuro.

Sí.

¿De dónde exactamente?

Del puerto.

Ah. Yo estoy haciendo un trabajo para la universidad. Con esto me saco un poco de dinero extra y… Bueno, eso nunca viene mal, ¿verdad?

Claro.

Soy ornitóloga.

Pájaros.

Sí. Águilas, concretamente. Anidan en las hondonadas que hay sobre la presa. Se les está haciendo un seguimiento durante tres años, y yo formo parte del proyecto.

¿Y va todo bien? —me interesé.

Seguramente nos están sobrevolando en este mismo momento.

¿O sea, que vives aquí?

Sí, en el piso de arriba.

¿Vas mucho por el puerto?

De vez en cuando.

¿Conoces un sitio que se llama El Cepo? Era una discoteca con una panadería en la planta baja.

No me digas que ibas a ese antro. ¡Este verano le arrancaron la oreja a un tipo de un mordisco! Toda la gente que conozco va al Bahía. Es superagradable. El Cepo está lleno de sarnosos. Oye, y tú ¿qué has estado haciendo hasta ahora?

Viajar. Dar vueltas por ahí.

¿Te ha traído alguien de la central? ¿Alguien del turno de noche?

No.

Esto está en medio de la nada. ¿No es un sitio un poco raro para apearse?

Es que no me han traído. He venido andando.

¿Con este frío? Deberías ir con más cuidado.

No me pasará nada —dije—. No te preocupes.

La chica me ofreció un cigarrillo enseñándome el paquete abierto.

No, gracias —rehusé—. Lo he dejado.

Oye —dije mientras echaba un vistazo a la sala—, ¿puedo dormir aquí esta noche? No me queda mucho dinero…

Lo siento —me interrumpió haciendo un chasquido con la lengua—. No puede ser. Mi tío está al caer. Tiene que pasar a vaciar la caja, y seguro que vendrá de mal humor por culpa del apagón y lo de los grifos. No le haría ninguna gracia.

¿Tu tío es el dueño del bar?

Sí, lo compró hace cuatro años.

Ya.

Oye, de verdad que lo siento. A propósito de mi tío… Un amigo suyo tiene un hotel en la isla, una especie de chalé cerca de la pista de aterrizaje.

¿En la isla? —repetí.

Sí. Cerca de la pista. ¿Por qué no te acercas a ver? Seguro que aún están buscando gente.

Lo tendré en cuenta. ¿Crees que vendrá alguien más de la central? ¿Alguien que pueda llevarme a algún pueblo?

Pues no sé, porque el turno de noche ya ha empezado. Ese par de vagos siempre son los últimos. El turno siguiente no empieza hasta las cuatro.

Bueno, no importa —dije mientras me cargaba la mochila a la espalda.

Haz autostop en la carretera. A esta hora, seguro que pasan coches camino del pueblo.

Vale. Hasta luego.

Fuera hacía frío. Saqué el cedé portátil de la mochila, me lo metí en el bolsillo de la chaqueta de cuero, y me puse a escuchar «He Loved Him Madly». Luego me subí la cremallera de la chaqueta y me dirigí hacia la carretera con las manos en los bolsillos.

Pronto me deslumbraron las luces de un coche que venía del puente, pero me limité a volver la cara sin sacar el pulgar del bolsillo. Oí el ruido del motor, vi cómo se hinchaban las sombras y dejé que el coche pasara de largo a toda velocidad. Las mismas luces que teñían de rosa el humo del tubo de escape se perdieron a lo lejos, cerca de la costa. Los faros delanteros iluminaron la silueta de unos alerces del islote más próximo.

Volví sobre mis pasos y subí a oscuras hasta el apeadero de La Cascada. Bajé a la vía de un salto y eché a andar sin mirar atrás, concentrada en la música que estaba escuchando.

Al cabo de un rato levanté la cabeza y me pareció ver caer una pluma del cielo.

¡Águilas! —dije en voz alta.

En realidad, era un copo de nieve. El primero de la ventisca. Agaché la cabeza, pero no pude evitar que los copos empezaran a cuajar en mi pelo. Sentía su peso como si llevara la noche entera a cuestas. Seguí caminando a pesar de que la nieve había empezado a llenar los espacios vacíos entre traviesa y traviesa. Saqué las manos de los bolsillos para quitarme la nieve del pelo, pero sólo conseguí que se me helaran los dedos.

Solté un bufido para quitarme la nieve de la boca y volví a hundir las manos en los bolsillos. Me sacudí los copos del pelo. Tenía ganas de llorar. Eché la cabeza atrás para tratar de controlar mi respiración, pero la nieve me cubría los párpados cerrados. Me limpié la nariz con la manga de la chaqueta y volví la espalda para protegerme de la ventisca procedente del lago.

Luego seguí andando entre la oscuridad de la noche y la blancura del cielo tormentoso. La nieve se arremolinaba bajo el arco del puente, de manera que el único refugio estaba justo en el centro. Sabía que si se acercaba un tren, no me daría tiempo de ponerme a salvo, pero decidí arriesgarme.

Reemprendí la marcha al cabo de un rato, y no volví a detenerme hasta el paso a nivel del lago, justo después del recodo. Cuando se acabó «He Loved Him Madly», oí el ruido del agua. La nieve había cuajado sobre las ramas caídas de la orilla.

En medio de la ventisca, distinguí una silueta borrosa y amenazadora que, poco a poco, fue cobrando una forma extrañamente familiar.

Lo primero que vi fue la torre puntiaguda del hotel cerrado y el contorno de otros edificios al pie del desnivel. No veía las escaleras, pero sabía exactamente dónde estaban. Apoyé la mano en el suelo nevado del andén y abandoné las vías. Al llegar al final de las escaleras levanté la cabeza para ver la torre, pero era del mismo color que la ventisca. El pueblo estaba dormido y completamente a oscuras.

Entorné los ojos para protegerlos de la nieve e intenté localizar las torres de alta tensión. Luego busqué el abrigo de las paredes del hotel. Mirando por una de las ventanas, distinguí las siluetas de los muebles, cubiertos con sábanas blancas, y un salmón enorme dentro de una vitrina de cristal.

Atravesé el cementerio guiándome por mis recuerdos de la maqueta. Había habido algunos cambios. Aún bajo la espesa capa de nieve que las cubría, noté la disposición de las tumbas más recientes.

A la salida del camposanto, subí el sendero que conducía hasta la Iglesia Verde. De pronto reconocí su silueta blanca y eché a correr levantando cortinas de agua. Apenas me detuve un segundo para sacudirme la nieve del pelo.

En el interior de la iglesia, el eco de mis movimientos era mucho más denso. El grueso de nieve depositado sobre la techumbre de ramas no dejaba pasar el frío. Utilicé mi último mechero como linterna. El techo se iba poblando de sombras a medida que me adentraba en la oscuridad. Al llegar al centro del pasillo, apagué el mechero e hice una genuflexión. Por las ventanas recortadas en la pérgola marchita entraban remolinos de nieve. Me dirigí al primer banco, el único que quedaba al abrigo de la ventisca, y pronuncié una oración. Luego empecé a soplarme los dedos para entrar en calor.

Dejé la mochila en el suelo y me puse el último par de calcetines limpios que me quedaba. Me senté en el banco con las piernas estiradas y me abrigué el vientre con mi otro jersey. Tenía temblores, y hacía tanto frío que veía flotar mi aliento en el aire. Tardé un buen rato en dejar de temblar.

Entonces volví a encender el mechero y saqué la libreta. Tuve dificultades para sujetar el bolígrafo el tiempo necesario para escribir unas pocas frases. De todas formas, el encendedor me quemaba los dedos y tuve que apagarlo.

Entonces debí de quedarme dormida, porque, de repente, me desperté sobresaltada. Tuve el tiempo justo para volverme y vomitar en el suelo.

Al cabo de un rato, cuando ya empezaba a cabecear, sentí la punzada de una gota helada en el cráneo. Luego otra. Una tercera me cayó en la mejilla y me despabiló. Sentí que me encontraba mejor. Saqué la lengua y recogí otra gota de agua fría. Puse los pies en el suelo, con cuidado de no pisar el vómito, y me levanté.

La nieve había empezado a derretirse, y yo iba mejorando gracias a las gotas que caían del techo de ramas. Me aseé un poco, volví a cargarme la mochila a la espalda y dejé la iglesia.

Había salido la luna. Las gotas que se desprendían de los árboles perforaban la nieve con un ruido sordo. El tejado del hotel estaba nevado. Entonces se oyó un clic seguido de un zumbido, ambos procedentes de un poste de alta tensión.

Algunas de las ventanas del pueblo se iluminaron enseguida, y las farolas resucitaron rodeadas de un halo rosado. Lo mismo estaba ocurriendo en el pueblo vecino, visible al otro lado de las tierras de concesión.

Me llevé las manos a la barriga. Allí, dentro de mí, crecía una nueva vida. Un hijo del éxtasis.

Agaché la cabeza, junté los labios y empecé a andar hacia la noche.