7 SIEDLCE — KRASNYSTAW — LUBLIN CEMENTERIO DE SIEDLCE. 9 DE AGOSTO DE 2015. MEDIODÍA

 

 

Mi padre tiene una rodilla flexionada y la otra apoyada sobre el piso irregular de baldosas, la cabeza contra el pecho, una mano sobre la tumba. El sol del mediodía cae perpendicular sobre él y hace brillar su calva enrojecida no solo por eso. No veo su cara. Tal vez está rezando, o hablándoles a sus padres, o no sé qué estará pasando por su mente, pero yo no puedo decirle ni una palabra.
En la lápida están los nombres de Piotr y Maria, mis tatarabuelos. Cuando mi abuela Stein regresó a Polonia por primera vez, a fines de los años ochenta, llevó consigo, oculta entre su equipaje, una bolsita de plástico transparente con las cenizas grisáceas de mi abuelo Zbigniew, que había guardado una vez levantada su tumba del cementerio en la Argentina, para en alguna oportunidad esparcirlas en su patria. Los parientes en Siedlce, años después, cuando apareció en nuestras vidas el tío Waldemar y el lazo volvió a atarse, mandaron a hacer una placa grande, de granito negro con letras blancas, con el nombre de mi abuelo, su grado de oficial paracaidista en el ejército polaco, la fecha de su nacimiento, la de su muerte, para agregarla a la tumba de sus ancestros.
Zbigniew Ireneusz Wajszczuk Oficer Wojsk Polskich Spadochronowych
26.VIII.1912
r.w Warszawie
20.VIII.1983
Quilmes, Argentina
Hoy somos nosotros los que traemos al cementerio de Siedlce una bolsita de plástico transparente con cenizas grisáceas. Traemos también una placa chiquita, de lata, con el nombre de mi abuela Stein en ella, su fecha de su nacimiento, la de su muerte.
Ponemos unas flores blancas en un florero de plástico que encontramos, prendemos una vela roja. Mi padre deja caer las cenizas de su madre entre las hojas verdes, lustrosas, que brillan como un vergel de jardín botánico sobre la tumba, bajo la luz blanca del sol. Ahora está arrodillado, y como no sé qué decirle y tampoco tengo ningún impulso de rezar, apoyo mi mano en su hombro.
Por la noche, cuando nos tomemos una cerveza en el único pub que encontremos abierto en una calle lateral del centro de Siedlce, con tres parroquianos acodados en la barra, una rockola y un televisor donde pasan el film Kanal en blanco y negro, me voy a animar a preguntarle qué pensó en el cementerio.
Les estaba diciendo que se encontraban por fin los dos juntos donde todo empezó.

 

* * *

 

En el cementerio de Siedlce están los restos de la foto de 1907. Además de la tumba de Piotr y Maria, los patriarcas, están las tumbas de sus hijos. Lucjusz, padre del tío Waldemar; Marysia, la única hija mujer; Tadeusz, mi bisabuelo. Y en una que no encontramos por ningún lado —a pesar de que el cementerio no tiene más que una manzana de extensión y somos los únicos derritiéndonos a esta hora en este lugar— está la sepultura de Edmund, junto a su esposa y su hija Danuta, la superviviente del Levantamiento. El único que no está enterrado en Siedlce es el que viste como marinerito en la foto de 1907, el hermano menor de nuestra familia fundacional, su tumba se encuentra en la ciudad de Lublin. Técnicamente, tampoco está enterrado aquí Karol, el hijo sacerdote, pero en la tumba vergel de los patriarcas también lo recuerda una placa. Es su sepulcro simbólico: de Karol hay en realidad cenizas anónimas mezcladas con tierra y recogidas en el campo de concentración de Dachau, no sé por quién.
Hace unos años, mi hermana Bárbara, de viaje por Alemania, fue al memorial emplazado en donde estuvo Dachau y buscó el nombre de nuestro tío bisabuelo en los registros. Lo encontró. Karol Wajszczuk, número 22572, uno de los diez mil curas católicos prisioneros en el campo. Karol era párroco en una ciudad mínima llamada Drelów, a unos sesenta kilómetros de Siedlce, y fue por una noticia sobre él en un diario local que el tío Waldemar —que creció escuchando historias sobre el cura, el orgullo de la familia— empezó a rastrear nuestro árbol genealógico.
Karol había sido capellán de la resistencia durante la Primera Guerra Mundial. En 1931, el presidente polaco lo distinguió con la Cruz y Medalla de la Independencia. Era alto y tenía una voz que hacía llorar de emoción a los feligreses cuando cantaba en misa. Al menos así lo recuerdan en Drelów. Existen todavía muchas fotos de él, que veremos durante estos días: Karol joven, cuando era seminarista; Karol ya adulto, un hombre calvo y corpulento, con los niños de la escuela local; Karol en la casa familiar de Siedlce, con sus hermanos; Karol abrazado a su adorada hermana Marysia; Karol en bicicleta; Karol en una embarcación, con la Cruz de la Independencia prendida en la sotana negra.

 

Karol Wajszczuk camino a su parroquia en la ciudad de Drelów, principios de los años treinta. Archivo personal Waldemar Wajszczuk.

 

Durante la Segunda Guerra, estuvo involucrado en uno de los grupos embrionarios que luego darían forma al AK. En diciembre de 1940 fue arrestado por la Gestapo, llevado a la cárcel pestilente que los nazis instalaron en el castillo de Lublin, después deportado al campo de Sachsenhausen, ya en Alemania, y finalmente a Dachau. En los registros que mi hermana Bárbara rescató, el último destino de Karol está fechado el 28 de abril de 1942 y se oculta tras la palabra invalidtransport. En este campo de concentración solo había lugar para quienes lograban permanecer o parecer sanos. Y para los muertos. Débiles y enfermos, al invalidtransport.
Karol era un cincuentón fuerte. Existe el testimonio de un cura que se salvó de Dachau enredado en el destino de mi tío bisabuelo. A punto de desfallecer, fue obligado por el kapo de la barraca donde hacinaban a los sacerdotes polacos a salir a la intemperie a trabajar, y Karol se ofreció en su lugar. El kapo se encogió de hombros, mientras alguno completara el cupo diario, le daba lo mismo. Karol se calzó los suecos de madera de su compañero, demasiado pequeños para él, salió a la intemperie, se resbaló en la nieve y se lastimó un pie. El castigo fue una golpiza brutal porque ahora tampoco él podía trabajar.
Apaleado, enfermo, con un absceso pustuloso en el pie, lo trasladaron después de una “selección” al palacio Hartheim en Austria, un castillo renacentista que los nazis reacondicionaron como centro de eutanasia. Uno de los centros de la Aktion T4 había estado ahí: entre 1940 y 1941, los médicos nazis dieron ese nombre a los experimentos con monóxido de carbono, que resultaron en una forma eficaz de matar en tandas a discapacitados y enfermos mentales alemanes. La finalidad era “purificar” la raza aria y ensayar lo que más tarde sería la Solución Final, el exterminio de los siete millones de judíos europeos. A Hartheim comenzaron a llegar prisioneros de los campos Mauthausen, Ravensbrück, Dachau. Más de treinta mil personas murieron entre las paredes blancas del castillo; entre ellas, más de tres mil prisioneros de Dachau; entre los prisioneros, trescientos diez sacerdotes polacos; entre los sacerdotes polacos, Karol, mi tío bisabuelo.
Cuando conocí esta historia, creí sentir que algo me venía en la sangre, algún tipo de memoria codificada genéticamente que explicaba mi atracción desde chica por las historias sobre los nazis, los campos de exterminio, las cámaras de gas, el Holocausto. O quién sabe, tal vez sea solo que encontré el material con que pegarme a una historia que lleva mi nombre.

 

* * *
SIEDLCE. CALLE PIŁSUDSKI. 2 PM

 

 

Mi Siedlce
Hay muchas ciudades hermosas
Pero yo amo mi ciudad
Aquí vivieron mis ancestros
Aquí nací
Sin embargo, hubo distintos actos del destino
Hubo tanta alegría así como lágrimas
Sin embargo, te digo
Aquí me siento en casa.

 

En el Janusz, un hotel con inmensos salones de conferencias y habitaciones impersonales y alfombradas, en el que parecemos ser los únicos huéspedes, la letra de esta canción en un libro depositado en la sala de recepción canta loas de la ciudad donde todo empezó. Siedlce hoy tiene treinta y dos kilómetros cuadrados con cerca de ochenta mil habitantes, de los cuales se ven muy pocos esta tarde por la calle, un museo regional, tiendas de ropa pasada de moda, peluquerías, doce ópticas, una familia: la de Anka, hija de Danuta, a quien vengo a entrevistar, la única descendiente de los Wajszczuk que todavía vive en Siedlce.
Anka es una mujer bajita de ojos vidriosos, celestes, pelo muy corto teñido de un color rojizo, que nos saluda con movimientos lentos. Nos recibe en el comedor de su casa, un primer piso modesto sobre su local, una óptica que maneja con su hija sobre la avenida Piłsudski, la principal de Siedlce, a pocas cuadras de la casa de infancia del tío Waldemar y a pocas también de donde estaba la casa de mis tatarabuelos en la calle Katedralna.
La mesa del comedor tiene un mantel de hilo y está puesta como para un banquete, bombones en su caja, panes y fiambres y manteca, pickles, galletitas, flores, gaseosas y jugos, tortas recién sacadas de su envoltorio de confitería. Enseguida quiere que nos sentemos a comer. Los polacos no son muy demostrativos, la mayoría de las veces ni siquiera sonríen; atender y alimentar al visitante es su manera de ser cálidos. La casa de Anka me hace recordar la de mi abuela Stein, con sus cortinas marrones y pisos alfombrados, las estanterías con vitrinas repletas de souvenirs, estatuillas, fotos de nietos, bustos del Papa.

 

Pronto me doy cuenta de que esta entrevista, que coordinamos por medio del tío Waldemar, no va a funcionar. Nie wiem, nie pamiętam, no sé, no recuerdo, son las frases que entiendo de lo poco que dice Anka, sentada en la cabecera, los anteojos de lectura puestos, la mirada perdida en quién sabe qué.

 

Anka dice que yo debería hablar con el señor Bieguński, pariente de la familia, que también vive en Siedlce. Él tal vez sepa más. Sí, voy a encontrarme con el señor Bieguński mañana. Si yo supiera hablar el idioma, estoy segura de que Anka me contaría mucho más, pero estoy separada de esta historia como si mirara desde la superficie de un lago congelado a los peces nadando debajo.
Anka nació en 1951, me traduce mi primo —que nos trajo en auto a Siedlce junto con su madre, la prima de mi papá, desde Varsovia— y creció sabiendo lo que había pasado con su familia; iba con su madre Danuta y su abuelita Maria —babunia, dice— a visitar las tumbas de sus tíos. Le pregunto si cada uno de los hermanos sabía que el otro era miembro del AK. Dice que sí. Que la madre de los cuatro, su babunia, también lo sabía. Esto me parece raro, los padres no solían saber que sus hijos pertenecían al AK, el secreto era fundamental para la estructura de célula de la organización.
Todos siguen hablando en polaco, y yo miro de un lado a otro, no llego a atrapar ninguna palabra. La prima de papá le habla a Anka, le pregunta a la vez que yo lo hago, y mi primo intenta traducir al inglés a la vez que trata de hacer callar a su madre, pero no conoce bien el tema y traduce la mitad; mi papá se confunde los nombres, ya no sabe de quién estamos hablando; la cámara con la que intento hacer un video se tilda, y no hay manera de hacerla funcionar de nuevo.
Las frases zigzaguean a través de la mesa, en español, en polaco, en inglés.
—Papá, ¿de qué está hablando?
—Nada, cosas que ya sabés.
—¿Cómo? Traducime igual... ¿Sabe algo sobre los chicos, cómo eran?
—Dice que a ellos les gustaba la vida. Que la vida era buena.

 

* * *

 

La vida era buena para Edmund Wajszczuk, su esposa Maria y sus cuatro hijos: Danuta, Antoni, Barbara, Wojtek. Era un médico respetado en Żółkiewka, donde vivían en una casa grande de madera oscura desde mediados de los años veinte. Żółkiewka es un pueblo que data de la época medieval, crecido al costado de la ruta con campos adonde se posan cigüeñas, a un par de horas en auto desde Siedlce, cerca de la frontera con Ucrania. Lo visitaremos con mi padre, y parece no haber cambiado mucho desde esa época, excepto por las construcciones, hoy de cemento y hasta 1938 casi todas de madera.
En Żółkiewka nos recibirán algunos locales en la Sociedad Regional de Amigos del pueblo —donde los hermanos Wajszczuk alguna vez estudiaron violín—, con una “exposición” de fotos de época y recuerdos de cuando los hermanos vivían allí. Una de las imágenes nos muestra su casa, destruida en el gran incendio que se comió buena parte del pueblo, un año antes de que empezara la guerra, y que decidió a Edmund a mudar la familia a otro cercano, Krasnystaw, donde los chicos ya estudiaban. Dejaron el bucólico Żółkiewka como lugar de vacaciones.
No sabemos, me escribe el tío Waldemar, si Edmund era formalmente miembro del AK. Anka nos ha asegurado que no. Pero los testimonios parecen coincidir en que colaboraba con ellos, haciéndose cargo de los partisanos enfermos o heridos, tal como hacía en Siedlce el padre de Waldemar, hermano de Edmund, también médico, que solía desaparecer por días sin dar explicaciones cuando un carruaje tirado a caballo lo venía a buscar.
Edmund era jefe de médicos en el hospital de Krasnystaw y en la oficina de salud del pueblo. Un médico multifunción: era pediatra, era ginecólogo, era obstetra, era cirujano, trataba a enfermos de polio. Y atendía a todos, a los ricos y a los pobres. Algunos dicen que también ayudaba a familias que escondían judíos, pero es incomprobable, como muchas de las historias familiares, que no se pueden clasificar en verdaderas ni falsas, sino bajo el rótulo “inciertas”, babas del diablo enredadas en la memoria de los que todavía recuerdan a nuestros antepasados.
Vuelvo a Edmund. La Gestapo lo vigilaba de cerca. Su nieta Anka nos contó una de esas historias. En una de las “visitas” que solían hacerle los alemanes —que también se habían instalado en su casa de Krasnystaw—, Edmund tuvo que esconder a un partisano del AK al cual estaba operando y manchar a otra mujer con sangre para explicar qué estaba sucediendo en su consultorio; la mujer había sufrido un aborto, le dijo a los oficiales.
Luego de ese episodio, ese día o días después, o pocas semanas más tarde, la Gestapo se lo llevó para interrogarlo. Murió súbitamente cuando regresó a su casa. Esta es una de las versiones que, con ligeros cambios, escucharemos sobre su muerte. Coinciden en que murió de golpe, en su casa de Krasnystaw, en que nadie se lo esperaba, en que el resto de la familia ya vivía en la calle Ogrodowa de Varsovia o vivían los tres menores, y la esposa y la hija mayor estaban circunstancialmente de visita en la capital cuando sucedió. Edmund tenía cincuenta y tres años.

 

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Carta de Teresa Borkowska-Wójtowicz, amiga de la infancia de los hermanos Wajszczuk, al tío Waldemar:
Varsovia, 3 de enero de 2005

 

Querido doctor Waldemar Wajszczuk:
Mis memorias de la familia Wajszczuk comienzan con la llegada de Basia Wajszczuk a la escuela de Krasnystaw en 1936. Nuestros departamentos estaban separados por una calle estrecha y las ventanas estaban enfrentadas, solíamos envolver cartas con una soga en una piedra y tirarlas, entre su ventana y mi balcón. Éramos amigos de toda la familia, padres con padres, chicos con chicos. La casa de la familia Wajszczuk estaba llena de amor, de calidez, de felicidad, de maneras relajadas, de prosperidad. Los chicos no tenían que estudiar tan duramente, y los padres eran tolerantes. Nosotros les envidiábamos eso. Después de la escuela, pasábamos el día juntos. En verano, corríamos por el campo. Y hacíamos excursiones. Los tres chicos menores tenían bicicletas. En invierno, pasábamos toda la tarde en la pista de hielo artificial, en el congelado río Wieprz, o en los trineos. Por la noche, nuestros padres iban al Club Social, a jugar a las cartas, bailar o conversar. Era así hasta que empezó la guerra.
[...] Nos parecía que la guerra era una aventura que ahora también nosotros íbamos a experimentar. Y la esperábamos ansiosas. Basia y yo éramos Girl Scouts. Como líder de nuestro grupo, me pidieron organizar servicios en la oficina del distrito, por ejemplo, hacer las listas de quienes querían ver al Starost [el jefe del distrito] para recibir cupones de gasolina. Esto era de vida o muerte para muchas personas, que escapaban del ejército alemán que se aproximaba. Una tarde, durante un bombardeo, el Starost se nos acercó y preguntó por un voluntario para ir a la estación de tren a buscar a un hombre. Basia y yo nos ofrecimos. En auto, con las luces apagadas, escondidas y asustadas, llegamos a la estación. Estaba repleta de humo y gente, y no encontramos al hombre. Este viaje tan peligroso nos unió mucho.
Entramos a séptimo grado (el primero del secundario). Pero pronto se disolvió, ya que los estudiantes éramos chicos de catorce años y la mayoría estaba siendo deportada a Alemania para trabajos forzados. El invierno de 1940-1941 fue helado. Patines y trineos hasta el toque de queda. Primeros enamorados... Antek [Antoni] me besó la mano, y no me la lavé por bastante tiempo. En 1941 empezó la liquidación de los judíos del pueblo. Los soldados alemanes fueron reemplazados por la Gestapo, los colaboradores de la policía polaca y los gendarmes alemanes. Un hombre de la Gestapo se metió a vivir en una habitación del departamento de los Wajszczuk. Empezaron a arrestar polacos..., El doctor Wajszczuk trabajaba por la mañana en el hospital y por la tarde en su consultorio privado, que era parte del departamento. La casa tenía dos accesos: uno por la cocina, y una entrada principal con un hall de espera grande y oscuro. El doctor tenía muchos pacientes, y ganaba buen dinero. No existía la Seguridad Social, y él atendía a todos. La sala de espera estaba siempre llena. No tenía tiempo ni de sentarse a cenar con nosotros (yo viví un tiempo con ellos, cuando los alemanes ocuparon mi casa). La comida habitual era sopa de leche con fideos, yo la odiaba pero la comía. El pan estaba racionado, parecía arcilla y se conseguía muy poco. Una suerte de panqueques se preparaba con azúcar de remolachas mezclado con harina. Los llevábamos con Basia a la panadería, y por unos céntimos los horneaban.
Teníamos responsabilidades en la casa: limpiar, lavar los platos. Nos turnábamos con Danusia [Danuta]. Danusia era muy delicada, tranquila, cálida. Se parecía mucho a sus ancestros, según una foto que habían traído de Siedlce. Antek se volvió muy reservado. Desaparecía por horas. Él asistía a un curso clandestino de oficiales cadetes. Wojtek también desaparecía por horas, con amigos nuevos. No quería contar adónde iba, ni con quién. Una vez lo buscamos hasta el toque de queda. Cuando apareció a la mañana, averiguamos que había pasado la noche en casa de un amigo. Todos estábamos muy preocupados por Wojtek. Inadvertidamente, por hablar demasiado, podía traer una calamidad en la familia, que estaba comprometida en actividades conspirativas.
[...] Después de la muerte del doctor Wajszczuk, me encontré con toda la familia. Las mujeres usaban vestimenta de duelo, me sorprendieron sus vestidos negros que tocaban el suelo, los rostros cubiertos por velos. Basia me dijo que era la tradición familiar y que los usarían por cuarenta días. Me quedé todo el día con ellos. Estaban cerrando el departamento, discutiendo nuevos planes.
Estoy segura de que el doctor Wajszczuk pertenecía a una organización que luego se transformaría en el AK. Me baso en un incidente del verano de 1941, cuando Basia entró corriendo en nuestro departamento y le preguntó a mi madre si me dejaba ir con ella a otro pueblo, a pedido de su padre. Mi madre aceptó. Había un carruaje en la puerta de la casa de los Wajszczuk con un chofer y una mujer desconocida. Nos llevaron a una mansión, donde nos sentamos a la mesa con otras personas, comimos y luego regresamos a Krasnystaw. Esta mujer era un correo o una persona de enlace. Al dueño de la casa adonde fuimos luego lo mataron los soviéticos. En documentos secretos de la época, que luego salieron a la luz, había una nota a Stalin donde lo notificaban de tomar posesión en ese pueblo de una gran cantidad de oro y dólares norteamericanos que pertenecían al AK.
Querido doctor, le dejo mis saludos, deseándole éxito en el “laberinto de los ancestros”.

 

TERESA BORKOWSKA-WÓJTOWICZ

 

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Halina Stawska-Kozłowska, memorias sobre los hermanos Wajszczuk escritas para el 60º aniversario del Levantamiento de Varsovia (2004):
Conocí a Basia Wajszczuk antes de la guerra, en la escuela primaria de Krasnystaw. Mis amigas más cercanas eran Joasia, Teresa [Borkowska] y Basia, con quien me senté en el mismo pupitre por un tiempo. Basia era una chica sencilla, modesta, con largo cabello castaño peinado en trenzas. Como todos los chicos, estaba siempre vestida con el uniforme negro de la escuela. A veces la visitaba en su casa, en la plaza principal del pueblo. El departamento donde vivía estaba en un primer piso y era muy espacioso. Me daba vergüenza ir, me daba cuenta del alto estatus social que tenía la familia. El padre era un doctor muy reconocido. Atravesábamos una cocina grande, oscura, donde usualmente trabajaba la madre de Basia y entrábamos en un salón lleno de luz que venía de las ventanas que daban a la plaza principal. Conocí a Danuta, la hermana mayor, estudiante de farmacia, a su hermano Antoni, un joven alto, y a su hermano menor, Wojtek, que era un niñito regordete [...]Me enfermé, y mis padres pensaron que moriría. Mi padre me llevó en brazos al hospital. Tenía tifus. El doctor Wajszczuk me visitó varias veces por día, lo recuerdo muy bien. Por las noches, él salía a visitar a los enfermos graves, a pesar del toque de queda. Tal vez tenía un permiso especial, pero los alemanes a veces les disparaban a los polacos que caminaban por la noche en las calles sin chequear sus permisos.
Yo estaba en una sala aislada y un día me sorprendí al ver la cabeza de Basia Wajszczuk tratando de mirar por la ventana. Escuché su voz alegre. Venía a buscar una hogaza de pan al hospital, que los doctores recibían a veces. Trataba de alcanzarme un pedazo de pan negro. El doctor entró en ese momento, nos dijo lo peligroso que hubiera sido si yo hubiera comido apenas un mordisco. Basia escuchó la reprimenda de su padre.
Un día, ya en mi casa, la señora Wajszczuk nos visitó. Le preguntó a mi madre si me dejaría ir a Żółkiewka. Ellos tenían una casa, o parte de una casa en la finca de alguien, creo. Fui con Antoni y Basia. Basia me dio de comer y lavó mi ropa. Yo no tenía cepillo de dientes, y ella me dio el suyo [...].
Un oficial de la Gestapo se mudó a la casa de los Wajszczuk, quitándoles parte del departamento. Antoni, Basia y Wojtek fueron enviados a Varsovia a la escuela. La única escuela en Krasnystaw había sido cerrada y la mayoría de los maestros, deportados. Había más posibilidades de estudio en Varsovia. Mi madre a veces viajaba allí a visitar a su familia, y los hermanos Wajszczuk la recibían y la despedían luego con lágrimas en los ojos. La señora Wajszczuk y Danuta iban a visitar a los chicos, desde Krasnystaw. Una vez, al regresar, encontraron al doctor Wajszczuk muerto, cerca de la puerta, tirado en el piso. ¿Tal vez trató de salir a buscar ayuda?
[...] No recuerdo haberle agradecido al doctor por haberme salvado la vida. No recuerdo si les agradecí a la señora Wajszczuk o a Basia. Me parecía natural. Me di cuenta de que en la familia Wajszczuk encontré a gente buena, mis santos personales. No puedo pensar en ellos sin que asomen lágrimas a mis ojos. Hoy día hay dos tumbas que venero más que cualquier otra, la de mis padres y la de la familia Wajszczuk.

 

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El funeral de Edmund fue un día muy importante en Krasnystaw, con las banderas a media asta y el pueblo volcado en la calle para despedir al doctor. Los hijos ya estaban en Varsovia y regresaron para el funeral. Fue en agosto de 1943.
Un año después, los tres hijos menores de Edmund también estarían muertos.
Le pregunto a Anka, a través de mi primo, cómo recordaban su madre Danuta y su abuela Maria a Antoni, a Basia, a Wojtek. “Trágicamente”, traduce él. “Con desesperación”, agrega. “Fue algo que se sintió por años en la familia.”

 

 

Edmund Wajszczuk, su esposa Maria y sus cuatro hijos: Danuta, Antoni, Barbara y Wojciech, circa 1933. Archivo personal Waldemar Wajszczuk.

 

La entrevista languidece. Anka nos quiere invitar a comer al restaurante del hotel Janusz, aun cuando en la mesa hay comida para días. Nos da el teléfono de su hermano mayor, pero vive lejos, en un pueblo al oeste del país, que fue parte de Alemania hasta el final de la Segunda Guerra, y ya no llegaremos a visitarlo. Se me ocurre preguntarle si ella tiene idea de por qué su otro hermano, J., el que supuestamente sabe tanto de esta historia, no quiere que yo la cuente. Anka contesta, pero no adivino la expresión ni lo que está diciendo. “Dice que no sabe”, me traduce mi primo. “No tienen buena relación entre ellos”, agrega. Pero él la llamó para decirle que no hablara conmigo. “Para la Argentina, ninguna información.” Anka sonríe y dice que no necesita el permiso de su hermano.
¿Ya está?, me pregunta mi padre mientras nos despedimos. Sí, le contesto, mucho más no voy a poder averiguar. Nos vamos a tomar una cerveza fría al único restaurante abierto a esa hora de la tarde. La ciudad parece vacía. Nos reímos y tenemos la charla más íntima que mantuvimos hasta ahora, nosotros que siempre estamos hablando de la próxima persona que visitaremos, de si llegaremos a tiempo a un museo o a una ceremonia.

 

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KRASNYSTAW. 10 DE AGOSTO DE 2015. 5 PM

 

—¿Vos sabías que esto iba a ser así?
Papá me mira, su cara está roja, roja, roja, sopesa y da vuelta una medalla color plata dentro de una cajita azul que recibe de manos de alguna autoridad no identificada de Krasnystaw. Esa medalla tiene grabados los nombres de Antoni, de Basia, de Wojtek y de otros dos chicos del pueblo de Krasnystaw que pelearon y murieron durante el Levantamiento.
Estamos sentados en unos bancos que la municipalidad improvisó en la plaza central de Krasnystaw para un acto de homenaje a los insurgentes locales. Bajo unos árboles hay un puñado de chicos y chicas scouts de la ciudad, que sudan con treinta y siete grados a la sombra bajo las camisas caquis, las corbatas, las medias gruesas, las boinas de lana, los zapatos pesados, y cargan algunos estandartes y banderas con los escudos de sus grupos. Hay un micrófono y una escenografía al costado de un árbol, hecha de lajas apiladas, sobre ellas un grafiti en rojo que dice “Warszawa” y unas bolsas de arpillera que quieren representar una barricada. Cantan, en honor a Basia, una canción insurgente que se llama Barbara.
Una scout nos prendió escarapelas blancas y rojas en la solapa de mi vestido azul y en la camisa naranja de papá.
—¡Parecemos los visitantes de honor! —dice mi padre, sentados los dos en la primera fila junto a la tía Lilka, una mujer enérgica de ochenta y tres años, de pelo gris, ojos grandes y celestes y un rostro hecho de arrugas y sonrisas, que vive en la ciudad de Lublin y a quien veo por primera vez, pero me mira como si me hubiera criado.
Lilka se calzó un gorro blanco, cargó una bolsa con jugos, caramelos, uvas verdes y nos acompañó hasta Krasnystaw a pesar del calor. En un momento pidió la palabra, agarró el micrófono y dio un discurso en polaco que papá no me pudo traducir. La tía Lilka y el tío Waldemar son los dos únicos primos que quedan de la línea generacional de mi abuelo y de los hermanos muertos durante el Levantamiento.
Habrá cinco o seis personas sentadas con nosotros en los bancos, y en total —chicos scouts y autoridades locales y de Żółkiewka incluidos— no somos más de treinta bajo los árboles de la plaza. Uno de los organizadores se excusa con mi padre, que me traducirá después: “Hay pocas personas hoy porque ya hay pocas personas que recuerden esto. Todo se va perdiendo”.
Yo sabía, porque me lo había adelantado el tío Waldemar, que nos esperarían en Krasnystaw con este pequeño homenaje a los tres hermanos Wajszczuk. Algo que, de todas maneras, no deja de estar teñido de cierta irrealidad: nosotros acá, este pueblito perdido de Polonia, el homenaje a nuestros parientes desconocidos, la tarde absurdamente tropical en el corazón de Europa.
—Sí, sabía que nos iban a recibir —le digo a mi padre—. Pero no esperaba que nos llamaran al micrófono y nos entregaran esta medalla.
En diagonal a la plaza donde estamos sentados hay una esquina de paredes pintadas de color amarillo muy claro, con locales comerciales vacíos en la planta baja y ventanas sin cortinas y con un balcón en la planta alta, la antigua casa de los Wajszczuk. Una placa los recuerda, a ellos y a los demás insurgentes de Krasnystaw.
Ahí está el balcón donde Basia se hablaba de ventana a ventana con su amiga, y la habitación en la que junto a sus amigas coleccionaban fotos de actrices famosas para un álbum. Algo que leí en algún lado y lo recuerdo porque, sobre todo, me hace acordar a lo que hacía mi heroína de la infancia: Ana Frank.
Nos dan coronas de flores para que papá, la tía Lilka y yo depositemos bajo la placa que una chica y un chico scouts de pie, firmes, resguardan bajo el sol, al lado de otros que sostienen banderas polacas.
Un hombre de unos sesenta años, con anteojos y una remera que le marca la barriga, se nos acerca haciéndonos gestos con la mano. Es hijo de un antiguo paciente del doctor Edmund, así se presenta. Nos lleva, rodeando la manzana, a ver la entrada trasera de la casa.
Lilka y el hombre de anteojos y barriga gesticulan y señalan hacia esta especie de garaje abierto, un tanto abandonado, que hay detrás de la casa. Se ve una camioneta azul estacionada y una toalla colgando del balcón, pero parece no haber nadie en el departamento. No llegamos a entender quiénes son los nuevos dueños.
Cuando empezó la guerra, Lilka vivió en esta misma casa por unos meses. Era una nenita rubia de cinco años, y la familia de Edmund las recibió, a ella y a su madre, mientras el padre de Lilka, hermano menor de Edmund —el nene vestido de marinero en la foto familiar de 1907— escapaba de Polonia buscando unirse a las fuerzas polacas que se reagrupaban en el oeste de Europa. Algunos detalles del cautiverio de mi abuelo en Siberia —el hambre, el frío, los maltratos, el trabajo durísimo— los conocemos gracias al diario que dejó el padre de Lilka: no sabemos bien cómo, pero tío (el padre de Lilka) y sobrino (mi abuelo) se encontraron a fines de 1942 en Iraq, ambos soldados en diferentes unidades del ejército del general Anders, mientras mi abuelo se recuperaba en un hospital de Mosul y su tío ya se había unido al ejército al cual él recién arribaba. También escribe en su diario que ambos se enteraron allí de lo que había sucedido en Katyń, una matanza de la que, como oficiales, se habían salvado por poco y donde habían sido asesinados muchos conocidos de Siedlce.
Lilka se acuerda poco de sus primos, todos eran mayores que ella. Mi padre intenta traducir lo que ella empieza a contar. El mismo día que murió Edmund, su esposa —en Varsovia junto a sus cuatro hijos— tuvo un sueño premonitorio. La historia parece ser una leyenda en Krasnystaw, porque el hombre de anteojos y barriga asiente como si conociera bien lo que Lilka relata.
En el sueño, toda la familia estaba en Krasnystaw, como en los viejos tiempos, y Edmund llamaba a su esposa desde este mismo patio trasero donde estamos ahora parados, para que se asomara a la calle. Ella escuchó el llamado y miró por la ventana: sobre este mismo piso irregular de baldosas había un bulto envuelto en papel. Entonces bajó las escaleras, salió al patio trasero, desenvolvió el paquete y encontró adentro una calavera. Ese mismo día, más tarde, recibió la noticia de que Edmund había sido encontrado muerto en su consultorio, cerca de la puerta de salida, agarrándose el pecho.
Lilka saca fotos con su celular. A pesar de las horas que llevamos en viaje, de su casa en Lublin a Żółkiewka y de ahí Krasnystaw, a pesar del calor y de sus ochenta y tres años, la tía Lilka es incansable. ¿Tenemos hambre? ¿Nos gustaría ir a cenar a la ciudad de Zamość antes de regresar a Lublin?

 

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CAMPO DE MAJDANEK, LUBLIN. 11 DE AGOSTO DE 2015. 9 AM

 

El viento caliente sisea —ssssss....— en el oído como si fuese el aliento, la presencia misma del diablo, se levanta, se mueve entonces el pasto verde, tan fértil, prolijo, recortado, en esta llanura que se extiende hectáreas y hectáreas hasta donde llega la vista, y hasta donde podemos ver, somos nosotros los primeros que entramos en el ex campo de concentración y exterminio de Majdanek en esta mañana donde el viento caliente es una presencia ominosa que no deja de sisear —sssssss...— a nuestro paso.
Yo no quería venir acá.
Yo quiero ir, dijo mi padre.
El campo de Majdanek se construyó a cuatro kilómetros del centro histórico de Lublin. Fue el primer campo de concentración liberado en Polonia, cuando el Ejército Rojo entró en julio de 1944 en el país. Pronto se llenaría, tras la liberación, con prisioneros del AK y soldados polacos internados allí por los soviéticos.
Los nazis apenas llegaron a destruir alguna barraca y las paredes que alojaban los hornos crematorios, antes de huir. Por Majdanek pasaron más de ciento cincuenta mil prisioneros —judíos polacos, católicos polacos, bielorrusos, ucranianos, eslovenos, italianos— y más de la mitad de ellos murió aquí. En 1945, cuando Lilka y su madre regresaron a Lublin después de vivir con diferentes parientes —entre ellos, Edmund y su familia—, las barracas estaban en pie y todavía había cadáveres en los hornos destruidos del crematorio.

 

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Una inmensa escultura de piedra, por lo menos de tres o cuatro pisos de alto, como un centinela gigante, marca la entrada a Majdanek. Al costado del camino de acceso hay barracas. Las barracas, oscuras, desprenden el olor que el calor hace soltar a la pinotea. Un par de ellas tienen un letrero que indica: cámaras de gas. Cuando entramos, además de silencio y humedad, pensé que no quedaba ningún rastro que nos pudiera hacer sentir que miles de seres humanos habían encontrado aquí adentro, en esta habitación silenciosa y fresca, una muerte de espanto. Eso, hasta que llegamos a un cuarto donde en la pared del fondo brilla —no, fosforece— una mancha que casi la ocupa toda, de color azul intenso, marino: restos del gas Zyklon B adheridos allí que el tiempo no borró.

 

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Al final del camino de lajas de ingreso, un par de kilómetros hacia donde termina el predio, hay un mausoleo hecho de piedra, sin paredes, enorme, en forma de nave nodriza, visible desde la misma entrada del campo, que alberga un montículo: mil trescientos metros cúbicos de cenizas, de huesos, de tierra mezclada con cenizas y huesos que el viento esparce levemente en un polvo fino y gris. El sol entra por la cúpula y dibuja arabescos en la ceniza. En las fotos, este mausoleo y la escultura gigante de piedra parecerán luego monstruos antediluvianos sobre nuestras figuras diminutas.
“Nuestro destino es una advertencia para ustedes”, se lee parte del poema “Requiem”, de Franciszek Fenikowski, grabado en el friso de piedra del mausoleo.
Atrás, el pasto verde y crecido, como una alfombra suave, cubre las zanjas donde el 3 de noviembre de 1943, durante todo un día y una noche, no pararon de desplomarse, unos sobre otros, los cadáveres de dieciocho mil prisioneros judíos del campo fusilados en la Operación Erntefest —“Festival de la Cosecha”— que duró desde la mañana hasta entrada la noche. La cifra, al final de la “operación” días después, alcanzaría los cuarenta y dos mil judíos fusilados. La cortina de humo denso quedó suspendida sobre Lublin durante una semana.

 

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La tía Lilka vive a pocos kilómetros del centro histórico de Lublin, en un barrio de casas bajas con jardines frondosos que crecen sin paisajistas que los disciplinen. Quería venir con nosotros a Majdanek, pero hay mucho sol, nos dice mientras abre la puerta de alambre tejido y atravesamos un jardín donde se desmayan girasoles y crecen todo tipo de plantas y árboles bajo el calor de agosto.
Su casa, repleta de muebles y adornos y chucherías, huele como la casa de mis abuelos. La mesa está puesta, hay salchichas, ensaladas, crema de rábano picante, jugos, cerveza, torta. Con papá nos ponemos a pelar papas, lo único que falta para sentarnos a almorzar.
Sobre un piano, la tía Lilka acomodó un álbum amarillento de hojas que parecen a punto de quebrarse, con fotos de toda la larga rama de nuestra familia, empezando por la fundacional de 1907 donde mi bisabuelo es ese hombrón de mostachos y el padre de Lilka, su hermanito menor, un niño de flequillo y traje marinero. Hay fotografías de los tatarabuelos, de los bisabuelos, del cura Karol, de los primos del Levantamiento, del primer casamiento de mi abuelo y de mi padre de bebé. Todos los hombres Wajszczuk tienen la misma mirada lánguida, pesada, en sus ojos entre celestes y verdosos, como los de mi padre, que mira sobre mi hombro mientras yo saco fotos a las fotos.
“Estoy lista”, dice la tía Lilka después del almuerzo, sentada en un extremo de la mesa. Tiene una falda y camisa haciendo juego, a cuadros rojos y azules sobre fondo blanco, y me mira mientras se sirve helado. Prendo la cámara de video. Cuando le pregunto qué recuerdos tiene de los cuatro hermanos Wajszczuk, se levanta y agarra de la cocina un escobillón, de esos grandes, con un trapo en el extremo, de los que se usan para encerar. Dice que se acuerda de que ella se subía arriba de un escobillón como este, y Antoni —Antek, así lo llama— la empujaba, como si montara un caballo o un carro. Que cuando cumplió siete años fue bautizada, y recuerda a los primos de Krasnystaw de visita, fascinados abriendo y cerrando las canillas de agua corriente que en su pueblo aún eran un lujo. Danuta —Danusia, así la nombra— se mantenía más apartada: era una chica que salía de la adolescencia cuando Lilka era una nena. Y recuerda cuando en unas vacaciones en Krasnystaw, junto a sus primos, se contagió escarlatina, y el tío Edmund la curó.
Y no mucho más, apenas recuerda la tía Lilka algunos retazos de conversaciones entre su madre y sus tías, que se volvieron imágenes que probablemente no se correspondan exactamente con lo que pasó: Antoni saltando del edificio en llamas de la calle Marszałkowska, la madre buscando a sus hijos, encontrando a Danuta mientras corría por el andén del campo de tránsito de Pruszków gritando “¡Wajszczuk, Wajszczuk, Wajszczuk!” a los trenes que traían nuevos evacuados desde Varsovia. Su opinión de que Danuta, la superviviente, se sentía la menos querida de los cuatro hermanos. ¿Y la madre de los chicos? Maria —Mania, la llama también por su diminutivo— era una mujer sobria y tranquila. Muy enamorada de sus hijos. No se hacía problemas por las pequeñas peleas cotidianas y travesuras.
Unas horas después, Lilka nos despide con fruta de su jardín, agua, más comida, nos regala dos jarrones de cerámica para servir cerveza, me da un colgante con una piedra de ámbar, cuando le decimos que son muchas cosas, que no podríamos cargar todo, insiste en que nos llevemos, también, una valija. Nos abraza. No le gusta viajar, dice, pero aquí está para cuando queramos regresar. Atardece en Lublin. Iremos a dar una vuelta con mi padre por calles empedradas que nos llevan por el centro histórico hasta la colina del castillo de Lublin, hoy un museo y durante la guerra y el período soviético, la cárcel que vio pasar a dos Wajszczuk: primero a Karol, antes de que lo deportaran a Dachau, y después a su hermano menor, el padre de Lilka.
Es hora de regresar a Varsovia.