EL REGALO
I
—Vuelve —suplicó Senia por tercera vez.
Y por tercera vez Sazonka acabó respondiendo:
—Pues claro que volveré. No te inquietes. Ya te lo dije.
Y de nuevo guardaron silencio.
Senia estaba acostado en posición decúbito supino, cubierto hasta el mentón por una sábana gris del hospital, y no apartaba los ojos de Sazonka. Deseaba que su visitante permaneciese allí todo el tiempo posible, que no se marchase. Sus ojos parecían implorar la promesa de que no le dejaría abandonado a la soledad, al dolor y el miedo.
No obstante Sazonka se aburría y estaba deseando marcharse, pero no sabía cómo hacerlo sin disgustar al muchacho enfermo. Tan pronto empezaba a levantarse de la silla con el firme propósito de irse, como se sentaba de nuevo decididamente, igual que si lo hiciese para toda la vida.
Se quedaría unos minutos más si tuviera de qué hablar, pero no sabía qué decirle al enfermo, y lo que se le ocurría era tan estúpido que se sentía avergonzado. Por ejemplo, todo aquel tiempo estuvo nombrando a Senia por su nombre y patronímico —Semion Yeroseievich—, lo que era una inmensa tontería, porque Senia no era más que un aprendiz, mientras Sazonka era ya el ayudante del maestro y, por añadidura, bebedor de vodka, y si le seguían llamando Sazonka era por una vieja costumbre que con el tiempo había arraigado. Se consideraba poco menos que jefe de taller, y no hacía quince días que le había gastado a Senia la última broma. Desde luego, aquello no había estado bien, y tampoco era cosa de ponerse a hablar de ello.
Sazonka trató de levantarse resueltamente de la silla, con intención de irse, pero no llevó a cabo esa acción y volvió sobre su acuerdo, adoptó una postura relajada y dijo en un tono que no se sabía si era de reproche o de consuelo:
—¡Menuda vida! ¿Te duele?
Senia movió afirmativamente la cabeza, y dijo con voz débil:
—Bueno, tienes que irte ya; o te reñirán.
—Sí, es verdad —afirmó Sazonka, contento de encontrar un pretexto para marcharse—. Ya me lo advirtió el maestro: «No se te ocurra volver tarde —me dijo—. Lo saludas, y vuelves enseguida. ¡Y cuidado con la vodka!» Eso me dijo el demonio del viejo.
Ahora sí podía irse cuando quisiera, pero aquel pobre muchacho le daba mucha lástima. ¡Aquel cabeza dura de Senia!
Todo cuanto veía allí le inspiraba lástima: la apretada fila de camas, en las que yacían hombres pálidos y tristes; el aire impregnado de olor a medicinas y respiraciones de enfermos, la sensación, en fin, de su propia fuerza y salud.
Y sin soslayar la mirada implorante del muchacho, se inclinó hacia él y dijo con voz firme:
—Escucha, Semion… Senia. Te lo digo yo, ¿sabes? Vendré, puedes estar seguro. En cuanto tenga un momento libre, vendré. ¿Crees que no me doy cuenta? ¡Vaya si me doy cuenta! No tendría corazón si… En fin, como te digo… ¿Me crees?
En los labios ennegrecidos y secos de Senia se dibujó una sonrisa enfermiza.
—Sí —contestó.
—Ya verás como vengo. ¡Qué diablo! ¿Crees que no me doy cuenta?
Ahora se sentía menos inhibido, hasta con ánimos para hablar de la broma que le había gastado a Senia quince días antes. Y posando suavemente el dedo en el hombro del muchacho, le dijo con tono amistoso:
—Si se me fue la mano y te di un cachete, no fue por mala voluntad, ¿sabes? Sencillamente, es que tu cabeza despierta el deseo de soltarle unos coscorrones; es tan extraña, grande y rapada…
Senia sonrió de nuevo.
Finalmente Sazonka se levantó. Era muy alto, y su abundante mata de pelo le cubría la cabeza como un gorro. Sus ojos grises dirigían miradas fulgurantes a un lado y otro, y parecían reír.
—Bueno, hasta pronto —dijo en tono cariñoso.
Sin embargo, permaneció inmóvil. Quería demostrarle a Senia su afecto con un nuevo gesto de ternura, hacer algo tras lo cual Senia ya no temiese quedarse solo y así poder marcharse con la conciencia tranquila.
Visiblemente confuso y azorado, se inquietaba sin terminar de despedirse.
Pero fue Senia quien puso fin a sus vacilaciones.
—Hasta pronto —dijo con su voz atiplada.
Con absoluta sencillez, como un hombrecito, sacó la mano de debajo del cobertor y se la tendió con aire indiferente a Sazonka.
Y Sazonka, al darse cuenta de que eso era lo que le faltaba para irse con la conciencia tranquila, estrechó respetuosamente los finos dedos del muchacho con su enorme mano, y después, suspirando, los soltó. Había algo triste y enigmático en el hecho de estrechar aquella mano calenturienta y débil, algo así como el reconocimiento implícito de que Senia era, no ya igual a todos los hombres, sino incluso superior, más importante, pues dependía ahora de un amo desconocido, pero grande y todopoderoso. Entonces se podía llamar al muchacho por su nombre y patronímico: Semion Yeroseievich.
—Volverás, ¿verdad? —preguntó por cuarta vez Senia.
Esta pregunta disipó instantáneamente aquella especie de misterio majestuoso y terrible que, durante un momento, había desplegado sobre el muchacho y los ojos de Sazonka sus alas protectoras. Senia volvió a ser el muchacho doliente, y el corazón de Sazonka de nuevo se sintió invadido por la piedad.
Una vez fuera del hospital le parecía seguir aspirando aquel olor a medicinas y continuar oyendo la voz implorante de Senia:
—¡Espero que vuelvas!
Y aunque nadie podía ya oírle, Sazonka repetía en un tono de convicción:
—¡Claro que volveré! ¿Crees que no tengo corazón?
II
Las Pascuas estaban a la vuelta de la esquina y los sastres tan atareados que Sazonka no pudo emborracharse más que una vez el domingo, y muy ligeramente. Días enteros, largos y luminosos, desde el amanecer hasta la anochecida, y con frecuencia hasta medianoche, permanecía trabajando junto a la ventana, con las piernas cruzadas al modo turco, frunciendo las cejas y silbando malhumorado.
Por la mañana no daba el sol en la estancia y el aire estaba fresco, pero hacia el mediodía el sol empezaba a resplandecer en la ventana, en un estrecho guión que se llenaba de un polvillo dorado y, a medida que pasaban los minutos, se agrandaba, hasta abarcar la ventana entera; los pedazos de tela, las tijeras, todo cuanto había sobre el antepecho brillaba de un modo deslumbrador y el calor se hacía sofocante.
Sazonka abría la ventana y enseguida la pieza era invadida por un aire fresco que olía a estiércol, a barro seco y árboles en flor. Una mosca, débil aún, embriagada de sol, irrumpía en la estancia, cuyo silencio turbaban, al mismo tiempo, su zumbido y el ruido confuso de la calle. Bajo la ventana las gallinas cacareaban muy excitadas, picoteando en el suelo en busca de gusanos. En el lado opuesto de la calle, donde el sol había secado el barro, los chiquillos jugaban a los tejos y resonaban en el aire sus gritos sonoros y belicosos.
La calle, que estaba en un extremo de la ciudad, tenía escaso tránsito rodado. De tarde en tarde pasaba algún campesino de las cercanías en su carro y sin apresurarse; el carro se tambaleaba al hundir las ruedas en los baches, todavía llenos de lodo, y producía un ruido que evocaba la vasta amplitud de los campos.
Cuando Sazonka comenzaba a sentir dolor en la espalda, y sus dedos, entumecidos, no podían sostener la aguja, bajaba corriendo descalzo a la calle y dando ágiles saltos sobre los charcos llegaba junto al grupo de muchachos que estaban jugando a los tejos.
—Dejadme jugar un poco —les decía.
Una docena de manos le tendían los pequeños discos de hierro con que se derribaban los huesos, y numerosas voces le gritaban a un tiempo:
—Toma el mío, Sazonka. ¡El mío!
Sazonka cogía el más pesado, se remangaba, adoptaba una postura atlética y entornando los ojos medía la distancia. Luego lanzaba el disco, que con un ligero silbido iba a parar en medio de la larga hilera de huesos derribando varios de éstos; los chicos prorrumpían en gritos de admiración.
Después de algunas jugadas afortunadas, Sazonka se secaba el sudor de la frente, y dirigiéndose a los muchachos decía:
—¿Sabéis que Senia sigue en el hospital?
Pero los chicos, absortos en su juego, acogían estas palabras fríamente, con indiferencia.
—Habría que llevarle algo. Yo le llevaré un regalo —añadía Sazonka.
Estas nuevas palabras despertaban cierto interés entre los chicos. Mishka, el Cerdito, sosteniéndose con una mano los pantalones que se le caían, y con un puñado de canicas en la otra, decía con aire serio:
—¡Llévale diez kopeks!
Era la suma que acababa de prometerle su abuelo, y que para él constituía el colmo de la dicha a que podía aspirar un mortal. Pero Sazonka no podía perder el tiempo en aquellas conversaciones. Y volviendo a saltar sobre los charcos con ágiles brincos, regresaba a su casa y se ponía de nuevo a trabajar.
Se le hincharon los ojos, perdió el color, como si se encontrase enfermo, y las pecas que tenía en su rostro se hicieron más visibles. Sólo su abundante pelo, que le cubría la cabeza como un gorro, conservaba su aspecto alegre y triunfal. Cuando su maestro, Gavril Ivanovich, le miraba, Sazonka empezaba a pensar, no se sabe con qué motivo, en la taberna y la vodka que se bebía en ella. El recuerdo era tan tentador que, para desahogarse, se ponía a escupir y a jurar como un condenado.
A menudo sentía como un peso en la cabeza. Se pasaba días enteros dándole vueltas sin cesar a cualquier idea. Tan pronto pensaba en comprarse un acordeón como en encargarse unas botas. Pero en lo que pensaba con más frecuencia era en Senia y en el regalo que iba a llevarle. Mientras oía el ruido de la máquina de coser y los juramentos del maestro, Sazonka se imaginaba siempre la misma escena: se veía a sí mismo deteniéndose junto a la cama de Senia en el hospital, entregándole el regalo envuelto en un pañuelo con cenefa encarnada.
En sus evocaciones intentaba en vano recordar la cara de Senia, pero el pañuelo con cenefa encarnada —que no había comprado todavía—, era el que se dibujaba en su imaginación con extraordinaria nitidez. Y a todos, al maestro, a la mujer de éste, a los clientes y a los chicos, les manifestaba su firme propósito de ir a visitar a Senia el primer día de Pascua.
—¡Dejar de ir sería una asquerosa faena! —añadía—. Iré sin falta. Y le llevaré un regalo y le diré: «Aquí lo tienes, chico; ¡toma!»
Pero al mismo tiempo que hablaba de este modo se imaginaba también otra escena: se veía a sí mismo entrando en la taberna, donde al fondo, ante un mostrador, había gente bebiendo vodka. Y conocedor de aquel mal, contra el que se sentía incapaz de luchar, sentía el deseo de decir con total resolución: «¡No, iré a ver a Senia!»
Su mente quedaba envuelta en una grísea neblina, en medio de la cual se destacaba el pañuelo con cenefa encarnada. Sazonka veía en eso un reproche y una advertencia amenazadora.
III
El primer día de Pascua, y también el segundo, Sazonka, borracho perdido, estuvo armando escándalo y dio lugar a que le zurrasen la badana, pasando la noche en el puesto de policía. Hasta el cuarto día no fue a ver a Senia.
La calle, inundada de sol, estaba abarrotada por un gentío vestido con colores chillones, que reía y alborotaba por doquier. Por todas partes podía escucharse la música de los acordeones, el ruido de los discos metálicos derribando los huesos, el cacareo belicoso de los gallos que se peleaban.
Pero Sazonka no hacía caso de nada. La expresión de su rostro, en la que un ojo hinchado y el labio superior desgarrado hablaban de las recientes peleas, era grave y estaba como ensimismado; hasta su abundante pelo, lacio y en desorden, tenía un aspecto melancólico. Se sentía avergonzado de aquellas borracheras y de no haber cumplido su palabra; pensaba con dolor que Senia no le vería en plena forma, con su camisa de lana y chaleco nuevo, sino maltrecho, miserable y oliendo a vodka.
Sin embargo, a medida que se acercaba al hospital, se sentía cada vez más satisfecho y lanzaba frecuentes miradas al paquetito que llevaba. Le parecía estar ya viendo el rostro de Senia, con los labios secos y los ojos suplicantes.
—Querido amigo, ¿crees no me doy cuenta? ¿Que no tengo corazón? —decía en voz alta, como si Senia pudiera oírle, y apresuraba el paso con impaciencia.
Finalmente llegó al hospital: un enorme edificio amarillo, en cuyos muros las negras ventanas parecían ojos severos. Avanzó por el largo pasillo que olía a medicinas, experimentando la ya conocida sensación de malestar y tristeza. Entró en la sala donde estaba la cama de Senia.
Pero Senia, ¿dónde estaba?
—¿Qué busca? —preguntó un vigilante.
—Pues a un chico que ocupaba esta cama; Semion… Semion Yeroseiev. Estaba aquí… —dijo.
Y Sazonka señalaba la cama vacía.
—¡Podía usted preguntar primero, antes de meterse de rondón! —dijo el vigilante en tono desabrido—. Además, no es Semion Yeroseiev, sino Semion Pustoshkin.
—Yeroseiev es su patronímico —explicó Sazonka, poniéndose de pronto terriblemente pálido.
—Pues el tal Yeroseiev ha muerto. Aunque aquí le conocíamos por Pustoshkin.
—¿Cómo es posible? —preguntó Sazonka, tratando de mantenerse sereno y palideciendo todavía más—. ¿Cuándo ha sido?
—Ayer tarde.
—¿Y no lo podría ver? —preguntó Sazonka con voz tímida.
—¿Por qué no? —respondió el vigilante con indiferencia—. Pregunte dónde está el depósito y se lo dirán. Y no se apure tanto: estaba muy débil y su muerte era de esperar.
Sazonka preguntó con firmeza y muy cortésmente dónde estaba el depósito; sus piernas le llevaron a él cuando le indicaron el camino, pero sus ojos no vieron nada hasta que se fijaron en el cuerpo muerto de Senia. Se sintió traspasado por el frío terrible que reinaba en la habitación, y dirigió una mirada a las paredes, llenas de manchas de humedad; a la ventana, cubierta de telarañas. Aunque hiciera un sol esplendente, a través de aquella ventana el cielo parecía siempre gris y frío, como en otoño. En un rincón zumbaba una mosca. Y en alguna parte, no lejana, se oía el monótono gotear del agua, y cada gota, al caer, sonaba prolongadamente en la estancia: tac… tac… tac…
Sazonka retrocedió un paso y dijo en voz alta:
—Adiós, Semion Yeroseiev.
Después se arrodilló, se inclinó hasta tocar el pavimento húmedo con la frente y acto seguido se levantó.
—¡Perdóname, Semion Yeroseiev! —dijo, con la misma voz alta y clara.
Cayó nuevamente de rodillas y permaneció con la frente pegada al pavimento hasta que comenzó a dolerle la cabeza.
La mosca ya no zumbaba. Reinaba el silencio propio del lugar donde hay un muerto. Lenta, rítmicamente, caían las gotas de agua, semejantes a lágrimas dulces y cordiales.
IV
El hospital se hallaba en la periferia de la ciudad y detrás empezaba el campo, por donde Sazonka echó a andar.
Se extendía inmenso, monótono, regular, sin árboles ni casas en toda la extensión visible. El viento, que agitaba levemente la hierba, parecía una respiración libre y cálida.
Sazonka, al principio, avanzaba por el camino; luego torció a la izquierda, y se dirigió hacia el río a través de los bancales segados durante la estación anterior. A trechos, la tierra estaba aún algo húmeda, y, al pasar, Sazonka dejaba las huellas de sus botas.
Cuando llegó a la orilla del río, se tendió boca arriba en un pequeño desnivel cubierto de hierba y cerró los ojos. Allí no corría el aire y la atmósfera estaba caliente, como en un invernadero. La luz del sol, en ondas ardientes y rojas, le atravesaba los párpados. En el cielo azul se oía cantar una alondra. Era agradable respirar aquel ambiente primaveral y no pensar en nada.
El río, que pocos días antes se había desbordado a causa del deshielo, recuperó su cauce y corría plácidamente como un pequeño arroyo. Sólo en la orilla opuesta se veían vestigios de la reciente crecida: grandes bloques de hielo agujereado se hallaban amontonados, exponiendo su blanca superficie a los implacables rayos del sol, que como si fuesen cuchillos les abrían grietas.
Sazonka, medio dormido, palpó de pronto un envoltorio que tenía a su lado. Era el regalo.
Se incorporó bruscamente y exclamó:
—¡Dios mío! ¡Dios mío!
Había olvidado totalmente el paquete, que estaba junto a él en el suelo, y ahora lo miraba con ojos atónitos, pareciéndole que había aparecido allí por arte de birlibirloque y se había tumbado a su lado. Hasta le daba miedo tocarlo.
Estuvo un rato contemplándolo, fija, obstinadamente, y una piedad enorme y penetrante, una terrible cólera contra sí mismo se apoderó de él. Miraba el pañuelo con cenefa encarnada y se imaginaba a Senia esperándole. Le esperaría el primer día, el segundo, el tercero. Volvería a cada momento la cabeza, con la esperanza de verle entrar. Y Sazonka que no llegaría nunca.
El pobre Senia había tenido que morir solo, olvidado, abandonado, como un perro en un estercolero. ¡Ah, si él hubiera ido un día antes! El pobre Senia habría podido ver, con sus ojos moribundos, aquel regalo, y su corazón infantil se hubiera llenado de alegría, quizá su alma hubiese volado al cielo sin dolor, sin su inmensa tristeza.
Sazonka se puso a llorar, y mesándose los cabellos se revolcaba desesperado sobre la hierba.
Y mientras lloraba, exclamaba sin cesar:
—¡Dios mío! ¡Dios mío!
Después, de bruces en el suelo y con el labio desgarrado, se calló, atravesada el alma por un dolor agudísimo. La hierba tierna acariciaba suavemente su rostro. Un olor denso y tranquilizante se elevaba de la tierra húmeda, llena de fuerzas creadoras, vitales. Como una madre eterna, la tierra recibía a su hijo, al pecador arrepentido; le abría sus amorosos brazos y le proporcionaba a su dolorido corazón calor, amor y esperanza.
En la lejana ciudad sonaban alegres las campanas.
Tocaban a gloria en la fiesta de la Resurrección.