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Aunque faltaban más de cinco minutos para empezar, el salón de actos de la Facultad de Medicina estaba abarrotado. La expectación era impresionante. En el exterior reinaba el calor pringoso del mes de julio barcelonés. En el interior, se añadía el calor desprendido por muchos cuerpos humanos en un recinto demasiado lleno o demasiado pequeño. Muchos asistentes al acto combatían el bochorno abanicándose con lo que podían. Jordi no osaba hacerlo.
Estaba sobre la tarima, junto a cuatro personas más a las que acababa de conocer. Se sentía seguro, aunque incómodo. Miraba al público, y especialmente a Laura, que estaba sentada más o menos en el centro de la sala frente a Jordi. De vez en cuando repasaba las notas que había escrito para su alocución. Sería el primero en intervenir en aquella mesa redonda de la universidad de verano de maestros. No había participado nunca en actos organizados por estas universidades, pero compañeros suyos habían sido invitados para dirigir cursillos en otras ocasiones. Siempre había oído hablar bien de ellas; por eso había aceptado la invitación transmitida por los organizadores.
La mesa redonda se había anunciado a bombo y platillo con un título voluntariamente provocador: «¿El panglós en la escuela…?», y, a juzgar por la asistencia, lo habían conseguido. La moderadora le había dicho que no esperaban a tanta gente.
Hasta la prensa estaba presente.
Era el último día de la universidad de verano, pero a pesar de que debían estar hartos del curso y de la universidad, todos los maestros habían venido a escuchar a los ponentes. El anuncio oficial, hecho pocos días antes, de que el Ayuntamiento pondría en marcha el proyecto piloto el curso próximo había calentado los ánimos de los maestros.
Para dar mayor solemnidad a la mesa redonda, la moderaba la propia directora de la universidad de verano. Con gran puntualidad y al ver que en la sala no cabía nadie más, la moderadora inició el acto. Presentó a los cuatro ponentes y expuso el tema de debate.
Empezaba Jordi. No quería entrar en el fondo del debate; creía que su papel consistía únicamente en explicar qué era el panglós y para qué podía servir. Eran otros los que debían decir si merecía la pena utilizarlo en las escuelas, o donde fuera. Por ello no dilató mucho sus explicaciones. Sólo dio una idea general de las funciones del aparato y de las instrucciones para su utilización.
Tras las descripciones, tenía previsto hacer una demostración. Sacó el panglós de la cartera y, frente a un público muy interesado, se lo colocó en la cabeza. Había estado pensando en qué lengua emitiría. No podía hacerlo en catalán porque era la lengua que él hablaba y no se habría notado la diferencia. Le había parecido que hacerlo en inglés sería pedante y en árabe una provocación. Por ello había decidido emitir en castellano. Se dio cuenta de su error en cuanto oyó un silbido general seguido de un gran barullo. Le costó recuperar el control de la situación, pero lo consiguió explicando —sin el panglós— que no había imaginado que una parte del público pudiera molestarse y que lo único que quería era demostrar la facilidad con la que se podía emitir en una lengua cualquiera. El público le perdonó el incidente con un fuerte aplauso.
La segunda en intervenir fue Lamia Habib, directora de la escuela municipal en la que se llevaría a cabo el proyecto piloto del Ayuntamiento. A pesar de ser árabe, hablaba un catalán muy correcto, «mejor que el de algunos catalanistas radicales», pensó Jordi. Tenía el don de la simpatía y eso le serviría para lo que tenía que decir: «En nuestra escuela, más del ochenta por ciento de los niños son árabes. Proceden de las familias más desfavorecidas de la ciudad. Algunos de ellos viven en situaciones próximas a la miseria y nos cuesta lo indecible lograr que sus padres los traigan cada día a la escuela. Viven inmersos en un entorno completamente árabe, con muy pocas rendijas por donde pueda colarse un poco de catalán, castellano o inglés: algún programa de televisión y poca cosa más».
Era el drama de la inmigración reciente, ahora y siempre, aquí y en todas partes. Todo el público lo conocía de sobras, y la simpatía de Lamia Habib consiguió que muchos lo sintieran como propio, al menos durante un momento. Con su voz cálida y sincera se había ganado la solidaridad de los asistentes.
—Ya sabéis lo que cuesta llevar una escuela en estas condiciones. Los maestros nos sentimos a menudo solos. Nadie nos ayuda: ni los padres, ni la administración. Muchos padres consideran la escuela sólo como un lugar en el que dejar a sus hijos un rato cada día. La administración parece que la considera como un asunto del gabinete de prensa: para aparecer en ella en ocasión de las inauguraciones y para no aparecer en ella cuando surgen problemas. Nadie se preocupa de los objetivos ni de los medios. Lo único que les preocupa un poco es el aprobado. Los padres quieren que aprobemos a sus hijos, y es un cargo de conciencia para nosotros no hacerlo. La administración también nos lo pide, porque quiere quedar bien en las estadísticas de rendimiento escolar.
Lamia Habib conectaba con el auditorio. Decía, en público y ante la prensa, aquello que muchos pensaban.
—Pero no se pueden hacer milagros. Si ya cuesta alcanzar los objetivos mínimos en las escuelas normales, ¿cómo va a costar en una escuela como la nuestra? No sólo tenemos niños más problemáticos sino que, por si fuera poco, tenemos un plan de estudios más cargado: también deben aprender árabe. ¡Y todos quieren aprobar como los demás!
El público seguía identificándose con Lamia Habib.
—Por eso, en la escuela, vemos con muy buenos ojos la experiencia piloto. Estamos muy ilusionados con ella. Los niños podrán recibir toda la enseñanza en árabe. Quizá puedan, ¡por fin!, saber bien una lengua, y no como ahora, que saben muchas pero mal. Y tendremos mucho más tiempo para profundizar en las demás materias, porque ganaremos las seis horas por semana que dedicábamos al catalán, castellano e inglés.
El auditorio se desconcertó. Algunos pocos, que a juzgar por el color de la piel debían ser magrebíes, aplaudieron entusiasmados. Otros no estaban de acuerdo con lo que acababa de decir Lamia Habib, pero influenciados todavía por su personalidad, la aplaudieron tímidamente. Los demás, la mayoría, empezaron a murmurar.
Jordi recordaba lo que le había costado a Abassi Haschani que el Ayuntamiento aceptara los planteamientos que ahora presentaba Lamia Habib. No sólo había sido la entrevista, tensa, con María Casas. Había tenido que remover Roma con Santiago, llegando hasta el mismísimo alcalde, para que le mantuvieran la promesa hecha durante la campaña electoral. Ahora el público que tenía delante parecía no compartir el proyecto. Pero aquel público, pensó Jordi, no se había presentado a las elecciones o, como mínimo, no las había ganado.
La tercera intervención era la de Mireia Serrahima, pedagoga muy conocida en la asociación de maestros que organizaba aquella universidad de verano. Tenía una voz grave, muy a tono con la expresión seria de su rostro. Comenzó diciendo: «Ya sé que lo que diré no gustará a muchos de vosotros», pero nadie entre el público osó manifestar ningún tipo de oposición. El prestigio de que gozaba la persona que les hablaba era demasiado reconocido como para discrepar de entrada.
—El proyecto piloto me parece muy acertado —dijo lanzando una jarra de agua fría sobre buena parte de los asistentes—. Los maestros tenemos la obligación de enseñar a los niños y niñas a expresarse correctamente. Deberíamos conseguir que aprendieran toda la riqueza del lenguaje y que fueran capaces de expresar correctamente todos sus pensamientos y sentimientos. Deberíamos enseñar, normalmente, la lengua materna; el árabe en el caso que nos ocupa. Los asistentes seguían cautivados. Difícilmente podían discrepar con lo que estaba diciendo Mireia Serrahima, pero temían lo que podía continuar.
—Las demás lenguas tienen un papel meramente instrumental. Las enseñamos, más mal que bien, porque la sociedad nos lo exige. Pero desde un punto de vista pedagógico no aportan nada nuevo a los escolares. La capacidad de expresión y de comprensión, siempre tan necesaria, se consigue en una sola lengua. No hacen falta otras para mejorar esta capacidad. Más bien al contrario: a algunos niños, la diversidad de lenguas en la clase, les impide mejorar la capacidad de expresión.
»Sé que a algunos de vosotros no os gustará lo que estoy diciendo. Pero no deja de ser irrefutable. La pedagogía que todos hemos estudiado es muy clara en este sentido y los estudios publicados lo corroboran. Existen excepciones, como siempre, pero las conclusiones generales son clarísimas.
»No debemos temer este cambio, sino al contrario. Por otra parte, no es la primera vez que vivimos un cambio así en tanto que cuerpo profesional. Generaciones de maestros anteriores a la nuestra vivieron algunos casos parecidos, como la supresión del latín o la sustitución del francés por el inglés.
»Si el panglós acaba imponiéndose, lo que está por ver, el papel instrumental de las segundas, terceras o cuartas lenguas pierde todo su sentido, y será normal y coherente que la sociedad ya no nos exija que las enseñemos. Tendremos que alegrarnos de ello porque la escuela podrá librarse de esta carga y podremos dedicarnos a trabajar más a fondo otros objetivos pedagógicos, que buena falta nos hace.
El público parecía no alegrarse mucho con ello. Casi todos los asistentes aplaudieron sin convicción, turbados por lo que habían oído decir a Mireia Serrahima, pero todavía sin fuerzas para rebatirle sus argumentos.
El último ponente era Enric Pujades, uno de los intelectuales más reconocidos del país. Hablaba con voz pausada, como si meditara todas las palabras que decía.
—Opino que lo que ha dicho la admirada Mireia es muy acertado, como siempre —empezó dirigiéndole una mirada afectuosa—. En su calidad de pedagoga, su planteamiento es impecable: en la escuela debe enseñarse aquello que la sociedad pide. Hasta ahora le hemos pedido que enseñara unas lenguas instrumentales; si estos instrumentos ya no son válidos, hemos de pedirle que deje de enseñarlos.
A la mayoría de los asistentes no les hacía ni pizca de gracia lo que estaban oyendo, pero no era fácil discrepar. Comenzaban a circular comentarios quejándose de los organizadores de la mesa redonda: no habían invitado a nadie contrario al panglós. Algunos incluso decían que aquello era una manipulación política.
—Pero existe un aspecto complementario que no se ha tratado bastante y que debería valorarse antes de sacar conclusiones. Este aspecto es la relación entre la lengua y la identidad colectiva o, si lo preferís, la relación entre comunidad lingüística y comunidad nacional.
»Todos sabemos que una comunidad lingüística es el conjunto de personas que utilizan una misma lengua para comunicarse. Las personas que forman esta comunidad se dan cuenta de que comparten una misma lengua y, con ella, otras formas de expresión y de cultura. Con el tiempo, toman conciencia de formar parte de un grupo y adquieren un sentimiento de identidad colectiva que en algunos casos puede llegar a identidad nacional.
El auditorio había enmudecido. Mantenía un silencio expectante. Las palabras de Enric Pujades no decían nada nuevo, aunque era difícil adivinar lo que pretendía.
—Esto es lo que sucede en nuestro caso. Los catalanes tenemos identidad nacional, reconocida por la Constitución y por la Comunidad Europea, esencialmente porque compartimos una lengua propia. Es evidente que tenemos otros rasgos de identidad, una historia común, por ejemplo, pero lo principal es la lengua. Somos una nación diferenciada porque tenemos una lengua.
»Pero una lengua no es un concepto metafísico que exista independientemente de las personas. Una lengua no existe al margen de los que la hablan. Una lengua no hablada no puede existir. Y si deja de existir, desaparecerá la comunidad lingüística correspondiente, y con ella la comunidad nacional.
»No creo que la invención del panglós altere este planteamiento. No creo que se pueda decir que una comunidad lingüística la forman las personas que emiten en la misma lengua. No. Hace falta que la lengua sea hablada por las personas, que sea interiorizada, que forme parte de la propia conciencia. Es aquí donde yo veo la necesidad de continuar enseñando el catalán. Si pretendemos mantener nuestra identidad colectiva es necesario que todo el mundo sepa hablar catalán.
El público prorrumpió en aplausos. Enric Pujades espero a que se desvanecieran para proseguir.
—Hasta ahora nuestra identidad se ha visto amenazada varias veces, tanto por las olas migratorias que hemos recibido a lo largo de la historia, como por otros motivos. Ahora el panglós se nos presenta como una amenaza todavía más peligrosa. Me sabe mal decirlo, pero lo veo así. Si los planes del Ayuntamiento terminan llevándose a término, mucha gente de este país no sabrá catalán. Si no ando equivocado, dejaremos de ser país.
El público se puso de pie, aplaudiendo a rabiar. La gente comentaba satisfecha las palabras que acababa de oír. En la mesa, Mireia Serrahima felicitaba a Enric Pujades; Lamia Habib parecía abatida.
A Jordi le dolió que aquellos aplausos fueran en contra de las ilusiones de Lamia Habib y de los esfuerzos del que ya era su amigo, Abassi Haschani. No obstante, también él aplaudía. Arrastrado quizá por el auditorio, tímidamente quizá, pero también con convicción.
Compartía las inquietudes de Enric Pujades. Sí, era indudable. La lectura de la escena que tenía ante sus ojos le desvanecía cualquier sombra de duda que hubiera podido conservar. La lengua común favorecía el sentimiento de identidad colectiva de aquella gente; de la misma forma, pensaba, que un tronco común confiere identidad de árbol a un conjunto de ramas. Eso lo sabía hasta aquel policía de la comisaría: para él, todos los que hablaban catalán eran una misma cosa. Nunca habría afirmado lo mismo de los que llevaban gafas o tenían los pies planos o fumaban pipa.
Y además, a aquella gente que estaba aplaudiendo le gustaba esa identidad. Y querían mantenerla. Así de sencillo. Quizás estaban demasiado comprometidos en transmitir aquella identidad a los niños y niñas como para desear otra cosa. Pero a Jordi también le parecía evidente que también la desearan muchas otras personas que no eran maestros. Como Laura, por ejemplo. Y como él, ¿por qué no?
Y si pretendían mantenerla debían mantener su lengua, la lengua que les vinculaba; de la misma forma, pensaba, que las ramas deben mantener su tronco si pretenden seguir siendo árbol.
Ése debía ser el sentido último de la escena que presenciaba: aquella gente quería seguir siendo un árbol. Y Jordi también quería seguir siendo una de sus ramas. Por eso aplaudía.
Durante unos momentos experimentó cierta rebeldía contra el panglós. ¡Él, su inventor! Como si le supiera mal haber engendrado una criatura que se transformaba en un monstruo. Pero no. Él sólo era la persona que el azar había escogido en aquel momento para traer el panglós al mundo. Podía haber escogido a cualquier otra, aquel mismo año, el anterior o una década después. El panglós era inevitable. Lo que era evitable, lo que debía evitarse, era utilizarlo mal.
Se sintió más cerca de Laura. La miró y, a pesar de la distancia, le pareció que también ella le miraba. Ahora ya entendía lo que ella había querido decirle desde que se conocieron: que el panglós no era un instrumento cualquiera.
Llegó el momento de las intervenciones del público. No quedaba tiempo suficiente para que todos los que lo deseaban pudieran hablar y la moderadora tuvo que poner mucho empeño para que los parlamentos fueran breves.
Ninguno de los que hablaron osó manifestarse en favor del proyecto piloto del Ayuntamiento, al menos tal como lo había presentado Lamia Habib. Nadie se opuso a la utilización del panglós en la escuela. Todos daban algún que otro argumento para mantener la enseñanza de las lenguas.
Una joven dijo que si no se conocían otras lenguas existiría una total dependencia del panglós. Si se estropeaba, o se le agotaban las pilas, el usuario podría quedar totalmente incomunicado. «Bastante dependemos ya de los aparatos —dijo con amargura—, como para añadir uno nuevo».
Otra joven quería comunicar al auditorio la gran desmoralización de los organizadores y de los asistentes al curso de «Técnicas de inmersión lingüística» impartido en la universidad de verano. Tantos esfuerzos invertidos, decía, en crear las teorías que justificaban la inmersión, tantas discusiones, tantas horas de preparación, y ahora resultaba que un aparato minúsculo lo mandaba todo a paseo.
Una señora mayor preguntó, en la intervención más aplaudida, qué pasaría con los profesores de lengua. Habían ganado unas oposiciones y no tenían, decía, ninguna obligación de enseñar otras materias para las que no estaban preparados ni tenían obligación de aprender.
Un señor de mediana edad que se presentó como profesor de literatura dijo que era importante que la gente pudiera leer las obras literarias en la versión original. A su parecer, aunque las traducciones eran buenas, las versiones traducidas siempre perdían la música y el ritmo del original.
Entre el parlamento de Enric Pujades, la respuesta del público, estas intervenciones y otras parecidas, Jordi se dio cuenta de que el colectivo de maestros no aceptaría la propuesta de Abassi Haschani. Vio claro que acabaría ganando María Casas.
Faltaban pocos días para el inicio de las vacaciones. Era el momento ideal para solucionar los temas con los que la gente no quería volver a lidiar al año siguiente. Todo el mundo tenía un montón de asuntos pendientes de resolución: devolver los libros que la biblioteca les reclamaba desde hacía meses, contestar la correspondencia retrasada, poner las notas finales de los estudiantes, terminar un artículo de compromiso o poner al día la contabilidad de los proyectos.
Ignasi quería solucionar el asunto del panglós. Había convocado una reunión del Comité de Gobierno para la última semana de julio. El orden del día tenía un punto estelar: «Utilización del panglós en las clases de Electroacústica». A Jordi no le gustó en absoluto que fuera tan explícito. Habría preferido tratarlo como un asunto más, incluido en un tema más general como, por ejemplo, «Planificación del curso próximo» o algo parecido. Se quejó de ello a Ignasi pero fue en vano. Éste le dijo: «Es un tema polémico en el departamento y quiero que todos sepan que lo trataremos en esta reunión. Así nadie podrá quejarse de ello después».
A Jordi tampoco le gustó que la reunión se celebrara en una fecha tan próxima a las vacaciones. Temía que faltara alguien. Quizá los dos estudiantes ya se habrían ido o algún profesor estaría en uno de los muchos congresos que se celebran en verano. Pero no, aquel día estaban los nueve.
La reunión era aburrida pero, por lo menos, transcurría más deprisa que de costumbre. Los primeros puntos eran de trámite e Ignasi no encontró mucha oposición. Esta vez, a Josep no le costaría mucho redactar el acta. Los dos estudiantes, Gualbert y María José, tenían prisa por terminar pronto. Santiago debía pensar que no era el mejor momento para volver a quejarse de las discriminaciones o para presentar sus habituales reivindicaciones. Margaret, según decía, esperaba con alegría ir a pasar unos días en su país. Ferran estaban repasando un artículo mientras, con un oído, iba siguiendo la reunión. Esteban no decía nada pero no perdía comba.
El interés de los asistentes por la reunión cambió de pronto cuando llegó el punto que todos esperaban. A Ignasi incluso se le quebró la voz cuando empezó.
—Este punto, como todos recordaréis, procede de la petición que hizo Jordi hace dos meses de utilizar el panglós en sus clases.
Todos lo recordaban perfectamente y no hacía falta que Jordi lo repitiera. En aquellos dos meses, la vida del departamento había girado en torno al panglós y a la petición de Jordi. Todos habían debido hablar en un sentido u otro de aquel asunto. Todos se habían preparado para aquella reunión. Todos sabían lo que querían decir.
Ignasi siguió adelante con su presentación del tema. Era superflua, pero no molestaba.
—Durante este tiempo todos hemos podido hacernos una idea de las ventajas e inconvenientes de la utilización del panglós en las clases, y ahora no os molestaré resumiéndolos —dijo intentando ahorrarse una síntesis que a su parecer nadie le valoraría—. He hecho unas cuantas gestiones relacionadas con este asunto en el rectorado porque, como sabéis, existe un reglamento de la lengua que debe seguirse en las clases homologadas a nivel europeo —dijo justificando su labor de director—. El resultado es que dejan la pelota en nuestras manos: el reglamento existe pero, en este caso, nos dan autonomía para no seguirlo. La vicerrectora de estudios, Imma Piqué, dice que aceptará nuestra decisión, sea la que sea —concluyó Ignasi no muy satisfecho. Y añadió—: Es una lástima que no siempre procedan de esta forma.
A Jordi, aquella presentación no le gustó y, visiblemente enfadado, pidió una precisión:
—¿Podrías decirnos también qué piensan en el rectorado del panglós y de su utilización en las clases?
Era una pregunta incómoda para Ignasi. No podía decir que no lo sabía porque estaba justamente con Jordi el día que había hablado con la vicerrectora y el rector.
—No me ha parecido esencial y por eso no lo he dicho antes —dijo a modo de justificación—. No lo hablamos muy a fondo, pero me pareció que en el rectorado lo veían con buenos ojos y que les interesaba mucho.
Jordi se dio por satisfecho. No tanto como habría deseado, pero lo suficiente. Ignasi había tenido que reconocer que lo que generaba controversia en el seno del departamento se veía claro en los órganos superiores. Y lo hacía a disgusto. No le gustaba la polémica interna, pero todavía le gustaba menos que el rectorado hubiera expresado tan claramente su preferencia por una de las opciones. Estaba de nuevo en una de aquellas situaciones que tanto temía: con independencia del resultado, él saldría trasquilado. La primera que solicitó intervenir fue Margaret:
—Quiero ser la primera en hablar para no ser malinterpretada —dijo en inglés—. Sólo quería decir que en este asunto me abstendré. He hablado de ello con otros profesores visitantes del departamento y hemos optado por seguir la línea de siempre. Ya sabéis que normalmente no queremos intervenir en los conflictos internos que no nos afectan directamente. Nuestra estancia aquí es breve y desconocemos todos los detalles de estos temas. Por ello nos parece mejor no incidir en ellos.
La intervención de Margaret no sorprendió a nadie, ni siquiera a Jordi. Los profesores visitantes tenían derecho a escoger un representante en el Comité de Gobierno, pero siempre hacían un papel muy discreto. No se negaban a dar su opinión si alguien la solicitaba pero, a la hora de votar y en caso de no haber consenso, solían abstenerse.
—Entendemos tu posición y yo, por lo menos, la acepto —dijo Ferran dirigiéndose a Margaret cuando le tocó intervenir—. Pero nos gustaría saber cómo lo ves —le preguntó esperando obtener una opinión favorable.
—Yo lo veo como un experimento más de los muchos que hacemos —dijo Margaret—. En todas las universidades es frecuente que los estudiantes participen de alguna forma en la experimentación de los resultados de las investigaciones llevadas a cabo en los departamentos. En este caso, Jordi solicita poder probar el panglós en sus clases para ver qué posibilidades puede llegar a tener y qué mejoras deberían introducirse en el aparato. No veo nada anómalo. Por otra parte, he estado utilizando el panglós durante unos días y me ha parecido que puede ser muy útil y que vale la pena probarlo.
Jordi le agradeció estas palabras. No obtendría el voto de Margaret pero su opinión, un poco alejada del departamento y por lo tanto más imparcial, podría pesar sobre los demás.
—Yo lo veo de la misma forma —dijo Ferran adhiriéndose a la opinión de Margaret—. También yo lo he probado y os puedo asegurar que es un aparato magnífico. Estoy seguro de que el experimento será un éxito —dijo tratando de transmitir entusiasmo—. Además, contamos con el interés y el apoyo del rectorado y vale la pena aprovecharlos.
—¡Si les interesa tanto, que lo demuestren! —dijo Santiago cuando le llegó el turno—. Nos hemos pasado el curso reclamando al rectorado más inversiones para el departamento y no nos han dado nada. Ahora dicen que nos dan su apoyo pero en cuanto al dinero ni un duro. Si el experimento tiene éxito, como decís, ellos se colgarán las medallas con nuestro dinero.
—Perdona, pero al departamento no le costará nada —intervino Jordi para matizar las palabras de Santiago—. Ya os dije que montaríamos los veinte pangloses en el departamento, con cargo a nuestro presupuesto.
—Da igual. Algo costarán estos veinte pangloses, digo yo —replicó Santiago sarcástico—. Si disponéis de este dinero, podríais dedicarlo a comprar nuevos equipos para vuestro laboratorio, que buena falta os deben hacer. No tengo nada en contra del experimento que propones, pero debemos exigir que lo pague el rectorado. Si no lo hacemos así, si ven que podemos gastar el escaso dinero de que disponemos para estas cosas —dijo en tono despectivo—, pensarán que andamos sobrados y todavía nos harán menos caso. No conozco la opinión del departamento, pero yo lo veo así —dijo dirigiendo una mirada punzante a Ignasi, empujándole a intervenir.
—La verdad es que nos hacen muy poco caso —dijo Ignasi atrapado—. Llevo todo el curso reclamando dinero para inversiones y todavía ha de llegar la hora en que hayan dicho esta boca es mía —dijo en tono indignado, dejando a Santiago satisfecho—. Eso sí: ahora sale el panglós y todo son parabienes y enhorabuenas para el departamento, pero de nuestras peticiones ni rastro.
—Pues ahora es el momento de ponerlas encima de la mesa. ¡Si ellos quieren que utilicemos el panglós, nosotros queremos más dinero para los laboratorios! —concluyó Santiago, en un tono que Ignasi interpretó como una orden.
—Creo que hemos de ser más prudentes y no tirar mucho de la cuerda —dijo Gualbert, que empezaba en un tono reflexivo—. Si se rompiera podríamos quedarnos sin el panglós y sin dinero. Más vale que lo planteemos al rectorado de una forma positiva: el departamento hace un esfuerzo para mejorar la calidad de la docencia poniendo pangloses en las clases y esperamos que ellos hagan un esfuerzo similar mejorando los laboratorios. El argumento tiene su contundencia y les costará no aceptarlo, visto el interés que tienen en el asunto.
Santiago puso cara de no compartir aquel punto de vista e Ignasi de no gustarle que un estudiante le dijera cómo tenía que negociar con el rectorado. Entonces Gualbert cambió de discurso:
—Los delegados de los estudiantes nos reunimos para discutir y tomar una actitud común. Decidimos, por una mayoría muy amplia, que estábamos a favor. Creemos que la comunicación en las clases entre el profesor y los estudiantes que entienden el catalán mejorará mucho, sin que los que no lo entiendan pierdan nada.
Ignasi le escuchaba como si estuviera oyendo algo que ya sabía y no le preocupaba mucho. Gualbert se percató de ello y adoptó un tono más contundente:
—Los estudiantes creemos que somos los que más voz tenemos en este capítulo y nuestra posición es absolutamente clara. En definitiva, somos los que nos pondremos o no nos pondremos los pangloses, y poco afecta al resto del departamento. Por ello, ¡los estudiantes no entenderíamos, ni aceptaríamos —y, mirando fijamente a Ignasi marcó una pausa para que todos entendieran a qué se refería— que no se autorizara!
Luego saltó María José y, en castellano, dijo:
—No todos los estudiantes lo vemos del mismo modo. En la reunión que ha mencionado Gualbert hubo seis delegados que votaron en contra. A mí me parece que si hacemos un resumen de la reunión esto también hay que decirlo —dijo inquieta.
—En una democracia lo que importa es la voluntad mayoritaria. Ya se sabe que siempre existen minorías —contestó, en catalán y como excusándose, Gualbert.
Era extraño ver a los dos estudiantes enfrentados ante el seno del Comité de Gobierno. Siempre defendían las mismas posiciones. Eran conscientes de que la desunión les debilitaba ante el resto del Comité y, por ello, se esforzaban en ponerse de acuerdo y actuar unitariamente. Esta vez las divergencias entre ellos debían de ser muy profundas.
—Pero las minorías deben ser respetadas —dijo María José prosiguiendo en castellano—. No se puede obligar a nadie a ponerse un panglós, tanto si quiere como si no. Y eso es lo que pasaría si la propuesta prospera. Sólo podría aceptarse si el rectorado nos permitiera montar dos grupos de esta asignatura, uno en catalán y el otro en inglés, y que la gente escogiera libremente el que más le gustara.
Nadie hizo mucho caso a esta condición. La asignatura tenía unos cuarenta estudiantes y era inconcebible que el rectorado permitiera escindirla en dos grupos. Bastantes dificultades surgían ya para conseguir el profesorado necesario para imaginar que el rectorado pondría dinero para desdoblar grupos injustificadamente.
Entonces tomó la palabra Josep:
—Es una lástima que estemos discutiendo innecesariamente por una cosa que, en rigor, no podemos hacer —dijo dolido por cómo se desarrollaba la reunión—. En principio existe un reglamento universitario según el cual las clases homologadas deben hacerse en inglés. Ya sé que la vicerrectora nos permitiría hacer una excepción, pero, con todos los respetos, no es nadie para decirlo. El reglamento fue aprobado por el Claustro de la universidad y es imposible eludirlo. De lo contrario, alguien podría presentar una impugnación y probablemente ganarla. Sólo pensar en llegar a una situación como ésta, me asusta.
A nadie le sorprendía que Josep pudiera asustarse con una cosa como aquélla. Dado su respeto a la legalidad, difícilmente soportaría que alguien, aun con razón, opinara que el departamento hacía algo ilegal.
Pero le disgustaba que su intervención tuviera un aspecto tan negativo. No era ésa su intención, así que continuó:
—El panglós es una realidad y tarde o temprano acabaremos utilizándolo de alguna forma en nuestras clases. Me parece algo muy estimulante y creo que en esto estamos todos de acuerdo. No debe resultar muy difícil cambiar el reglamento, sobre todo si los estudiantes nos ayudan —dijo dirigiéndose a los dos estudiantes—. Deberíamos procurar que no tardasen mucho y aprovechar este tiempo para trabajar más la propuesta de Jordi. Estoy convencido de que terminaremos por ponernos de acuerdo. Al fin y al cabo todos queremos lo mismo: mejorar la calidad de la docencia.
Se hizo un silencio. A Jordi le pareció que Josep tenía su parte de razón, pero sabía que en la universidad las cosas no funcionaban así. Se hacían excepciones siempre que convenía y, llegado el caso, se modificaban los reglamentos después. Creer que la gente modificaría un reglamento para permitir una cosa que nadie había visto nunca antes era una utopía, pensaba Jordi. Las cosas funcionaban justamente al revés.
El último en tomar la palabra fue Esteban. Tardó un poco en empezar, como si diera tiempo a todos para poder concentrarse en lo que iba a decir. Adoptó una pose mayestática, habitual en él, y en un tono muy pausado dijo en castellano:
—Es evidente que el panglós representa una innovación tecnológica importante. Esto es indudable. Lo reconoce todo el mundo, incluso los del WCK que son muy exigentes. Es muy posible que pronto sea un aparato de uso corriente. Yo todavía no he tenido la oportunidad de utilizarlo, pero estoy convencido de que será útil en muchas ocasiones. Pero le pasará lo que le ha pasado a todas las innovaciones: tendrá que vencer muchas resistencias y a todos nos costará encontrar la mejor forma de utilizarlo. Basta ver la polémica que ha surgido en torno al proyecto piloto del Ayuntamiento para darse cuenta de esto.
Todos seguían con atención las palabras de Esteban. Había empezado como siempre: con un planteamiento muy general que nadie sabía cómo terminaría. Esteban se percató de que ya era el centro de atención y continuó:
—A mí me parece que esto es lo que nos está pasando ahora. No me refiero a la conveniencia o no de reformar tarde o temprano el reglamento. Yo nunca he sido excesivamente legalista. Tampoco quiero meterme en eso de sí hemos de utilizarlo como elemento de negociación con el rectorado. Éste es un tema que dejaría en manos del director del departamento.
El rostro de Ignasi reflejó la contradicción en que lo colocaban aquellas palabras. Por una parte, le halagaba que tuvieran confianza en él en cuanto a las gestiones que pudiera emprender. Por otra, no le gustaba en absoluto que le hicieran hacer esas gestiones.
—Querría referirme a cómo hemos de utilizar el panglós en las clases —seguía diciendo Esteban—. He estado analizando el estudio que hizo Jordi. Me parece que hace un planteamiento del problema muy acertado y que está muy bien documentado. No sé si todos conocéis este estudio. Trata de minimizar el número de traducciones que los estudiantes tienen que hacer en las clases. Yo estoy de acuerdo con este objetivo. Si los profesores y los estudiantes tienen que expresarse en una lengua que no conocen mucho, la calidad de la comunicación siempre disminuye.
A Jordi le sorprendió que Esteban conociera su estudio. Se lo había pasado a Josep hacía un par de meses e imaginaba que sólo lo habría leído él, y quizá también Ignasi. Nadie había dicho nada al respecto durante aquel tiempo. No le gustó que hubieran esperado el momento de reunirse para hablar de ello.
—Pero discrepo, en cambio, con el resultado del estudio —afirmó categóricamente Esteban—. Creo que el estudio es incompleto. Sólo se analizan tres opciones: la situación actual; el uso del panglós por parte del profesor, emitiendo en inglés; y el uso del panglós por parte de los estudiantes que no entienden el catalán cuando el profesor da su clase en catalán. Estoy de acuerdo en que, si sólo se contemplan estas opciones, la mejor es la última.
Jordi se puso tenso. Esteban estaba utilizando públicamente los datos de un estudio que él había redactado para uso personal. Le dolía porque, de haber sabido que sería leído por otras personas, lo habría redactado de otra forma.
—Pero existe otra opción, todavía mejor, al menos en este caso —dijo Esteban con el aire de superioridad del que da una lección magistral—. Es la de dar la clase en castellano y que se pongan el panglós los estudiantes de fuera que no lo entienden. Tengo aquí las cifras relativas a esta opción, por si alguien quiere comprobarlas. De todas formas, la justificación es muy sencilla: todos los estudiantes que entienden el catalán también entienden suficientemente el castellano, pero hay estudiantes que entienden el castellano y no entienden suficientemente el catalán, por ello lo óptimo es que la clase se dé en castellano. Diez pangloses bastarían para alcanzar este punto óptimo. Eso es lo que deberíamos hacer si lo que de veras nos preocupa es la calidad de la docencia.
Al principio, Jordi se enfureció. No le parecía muy legítimo que Esteban pretendiera ridiculizarlo con su propia argumentación. Pero decidió no seguirle el juego. Recordó la conversación con Marc Boada y eso le relajó. «Esteban no tiene ni idea que el gobierno está preparando una ley que obligará que los pangloses emitan en catalán en la universidad. ¡El día que lo lleven sus estudiantes se dará cuenta de que los extranjeros le hablarán en catalán, tanto si le gusta como si no!».
Pero no quería ir por ahí. Sacaría a la superficie algo que nadie había mencionado.
—Mi estudio no es incompleto —dijo en tono confidencial—. Es sólo un estudio de las opciones que yo tenía en aquel momento, y no pretende establecer ninguna ley general. Cuando lo hice, ni me pasó por la cabeza poder dar las clases en castellano. Ya sabéis que nunca he sido beligerante con el tema de la lengua, pero siempre he considerado que lo natural, para mí, es darla en catalán.
Miró fijamente a Esteban, pero éste rehuyó su mirada. Jordi nunca había podido penetrar en sus ojos y tampoco iba a conseguirlo ahora.
—No tengo nada en contra de la lengua castellana —dijo todavía mirándole—. Pero no es la mía.
Jordi se sorprendió de las palabras que él mismo acababa de pronunciar. Pero en aquel momento sentía que le salían de dentro. Éstas y otras:
—Creo que es muy importante velar por la calidad de nuestras clases. Pero éste no es el único objetivo que se nos exige, ni el único que tratamos de alcanzar. Existen otros. También es importante convertir el catalán en la lengua de expresión normal en la universidad y en el país. —Marcó una pausa y añadió—: Al menos para los que creemos que la existencia del país vale la pena, y ya sé que no somos todos.
No lo dijo en tono irónico, ni queriendo ofender a nadie. Era su expresión íntima y sabía que no todos la compartían.
Con Jordi, terminó el primer turno de intervenciones. Hubo un segundo turno, pero no aportó nada nuevo a lo que se había dicho anteriormente, como de costumbre. Llegaba el momento de decidir.
Ignasi trató de posponer la decisión.
—Han salido muchas ideas interesantes y quizá valdría la pena estudiarlas más a fondo —dijo.
Pero Jordi no lo aceptó.
—Si posponemos la decisión, mi propuesta ya no podrá llevarse a cabo el próximo curso y tendremos que esperar al siguiente. He presentado una propuesta y tengo derecho a que se vote tal como la he presentado.
Preveía el resultado, pero quería que los asistentes se comprometieran con el voto y tuvieran que pasar cuentas con quien correspondiera, ya fuera de dentro del departamento o de fuera.
Se procedió a la votación a mano alzada. Hubo tres votos a favor: Jordi, Ferran y Gualbert; y tres votos en contra: Esteban, Santiago y María José. Los otros tres se abstuvieron.
Era el peor resultado para Ignasi. En su condición de jefe del departamento, tenía el voto de calidad. No le tocaba más remedio que decidir.
Jordi se enteró de la decisión al regresar de las vacaciones. No se había forjado muchas ilusiones. Tenía alguna esperanza en la presión que pudiera ejercer el rectorado, pero dudaba que fuera suficiente para vencer las resistencias que se habían agrupado en torno al panglós. En algunos momentos pensaba que la decisión del Ayuntamiento al pretender llevar el proyecto piloto adelante, aun manteniendo las clases de lenguas, le favorecería dentro del departamento pero, en otros momentos, pensaba lo contrario. Jordi conocía la mezquindad que reinaba a veces en la vida universitaria.
Ignasi lo mandó llamar. Hacía más de un mes que no se veían, pero no tenían mucho que decirse. Jordi intuyó la decisión mientras se sentaba frente a su escritorio. Le bastó mirarle un momento y comprobar, una vez más, que le esquivaba la mirada.
Ignasi fue al grano:
—Me sabe mal lo que tengo que decirte, pero espero que entiendas que no me resulta sencillo decírtelo. A veces, la tarea de director de departamento es muy ingrata.
Jordi estuvo a punto de decirle que todos los trabajos son ingratos si no se pone ilusión en hacerlos, pero se contuvo.
—Este caso es difícil porque no hay posibilidad de llegar a un compromiso —siguió diciendo Ignasi—. Es un caso de sí o no, sin salidas intermedias. No se puede llegar a un compromiso para satisfacer a las dos partes.
—¿Han dicho algo los del rectorado? —preguntó Jordi antes de dejarle continuar.
—No han abierto la boca —respondió Ignasi—. Y eso que conocían perfectamente el resultado de la votación. Pero no me extraña. Nunca se mojan con los asuntos de los departamentos. Son muy astutos: saben que si metieran baza en esto podríamos exigirles que también lo hicieran en todos los demás problemas que tenemos.
Jordi perdió las escasas esperanzas que tenía. Comprendió que había sido un iluso. No pensaba que le hubieran engañado, pero había imaginado que los parabienes del rector y de la vicerrectora significarían algo.
Ignasi se esforzó en retomar el hilo de la conversación:
—Creo que todos los puntos de vista que se han manifestado en este problema tienen su parte de razón. Si existieran experiencias previas, la gente quizá lo vería más claro. En este sentido, nos irá bien seguir el proyecto del Ayuntamiento. Pero ahora es difícil, y a mí me gustaría que no hubieran vencedores ni vencidos. La única solución que se me ocurre, de momento, es hacer desaparecer el problema.
—¿Y cómo piensas hacerlo? —preguntó Jordi descolocado.
—He decidido que lo mejor es que este curso no des las clases de Electroacústica. Se las he dado a Joan. A ti te he puesto las de Procesamiento de Señales. Espero que no te lo tomes a mal.
La asignatura de Procesamiento de Señales era de segundo. No se daba en inglés porque no estaba homologada a nivel europeo.
El rector no había movido un dedo por el destino del panglós en el departamento de Jordi, pero había movido todos los hilos para poder lograr celebrar un acto como aquél.
Un rato antes había firmado un acuerdo de colaboración entre la universidad y la multinacional Piretti para la creación de una empresa destinada a la fabricación industrial del panglós. La universidad aportaba la patente y Piretti el resto del capital necesario. La empresa se localizaría en algún lugar, todavía por determinar, de Cataluña.
Jordi había participado en las negociaciones y había influido notablemente en su resultado final. Sería el director técnico de la nueva empresa y dispondría de un buen laboratorio y del dinero suficiente para mejorar el panglós. Cuando lo deseara podría regresar a su departamento, en las mismas condiciones actuales. También tendría la posibilidad de contratar a gente de su universidad.
El rector fue el encargado de presentar el acuerdo a la prensa. Tenía a su lado al director general de la Piretti, Giampio Pernici, y al propio Jordi. La presentación se celebraba en la sala de juntas de la universidad, llena de periodistas y cargos universitarios invitados especialmente para aquel acto. Entre los asistentes estaba Laura. Nadie había invitado a Ignasi.
El rector no cabía en sí de gozo. Tenía una buena ocasión para salir en la prensa y no la desperdició. Dijo que el acuerdo que acababan de firmar demostraba, una vez más, que la universidad estaba en vanguardia del desarrollo tecnológico del país. Previó un gran éxito para el panglós, especialmente en sociedades plurilingües como la europea. Comentó las previsiones, optimistas, en relación al volumen de ventas. «En cualquier caso —dijo para terminar—, la empresa nace con un pan bajo el brazo: ya tenemos un pedido de cuarenta mil pangloses para el COM’40».
Jordi estaba contento. Aquel acto representaba el reconocimiento social de la utilidad del panglós, de la misma forma que el MT/38, ocho meses antes, había representado el reconocimiento académico. En este sentido no podía pedir más.
Pero le remordía cierta preocupación que le impedía manifestar plenamente su alegría: el proceso de fabricación del panglós se iniciaría sin que la sociedad supiera todavía cómo utilizarlo correctamente.
Laura le ayudó a aceptarlo:
—Eso ha pasado siempre —dijo—. La humanidad está más capacitada para inventar aparatos que para regular las condiciones de su utilización. Pero no te preocupes: tarde o temprano se acaba dando con la forma de hacerlo.