Heridas de guerra
— Lynn Abbey —
La fantasía tradicional está tradicionalmente alejada de las características femeninas con las que pretende identificarse la mujer contemporánea. Pero, ¿Cómo crear una mujer activa con una marcada personalidad, en una sociedad orientada en su contra? Una solución es crear un mundo construido a lo largo de patrones que rompan con la tradición; otra, admitir que la mujer es una anomalía, como Lynn Abbey hace en su novela Daughter of the Bright Moon (La Hija de la Brillante Luna). Su heroína, Rifkind, es la hija de un cacique del desierto. Enfrentándose a las costumbres de su pueblo, Rifkind es educada tanto para tener la habilidad de los guerreros como para adquirir los poderes curativos y mentales de una sacerdotisa de la Brillante Luna. Rifkind se aventura en las «civilizadas». Tierras Lluviosas, donde su magia es tan extraña para sosegar a sus habitantes como su habilidad con las armas. Y así se convierte en instrumento de un poderoso duque para vencer aun peligroso hechicero. Avergonzado por la victoria de Rifkind, el Duque Humphry traiciona a la heroína y sumerge las Tierras Lluviosas en una guerra civil entre él y su hijo, Ejord. Las aventuras de Rifkind continúan en The Black Fíame (La llama negra). La historia que sigue se desarrolla entre ambas novelas.
Lynn Abbey combina la fuerza de la espada y de la brujería en un solo personaje: Rifkind es en ambas cosas el activo cuestor que desarticula los planes del enemigo, y la Sabia Mujer sabe que ha sido ella quien lo ha hecho. Sólo que en Heridas de guerra, ella ha perdido el control de la parte hechicera de sí misma y está en horrible peligro de convertirse en sólo otro bárbaro. Ella debe perderse por completo antes de volverá ser ella misma totalmente de nuevo.
El joven soldado acarició con la mano el cuello de su caballo, tranquilizándole con dulces palabras y deseando que alguien hiciese lo mismo con él.
—Llevó veinte veranos en estas tierras y nunca antes había visto una tormenta como ésta —le dijo a su compañero, un experimentado veterano que le estaba ayudando a sosegar a los caballos.
—Es la pura verdad. Y hasta puede que treinta o más. Desde que le di a mi padre la última jarra de cerveza para que viera la Brillante Luna. Oh, ya sé que Rifkind le ha jurado a lord Ejord que no practicará aquí sus brujerías, pero no puedo dejar de pensar que hay cierta conexión entre nuestra lady Oficial y esta tormenta que oculta la luna.
El hombre más joven se sentó frente a las frías cenizas del fuego de campamento.
—Si la tormenta ha separado a Rifkind de su diosa lunar, ¿acaso le haya ofrecido algo a alguno de nuestros dioses para despejarla?
—Spaughn, mi joven amigo, somos soldados, y un soldado sólo pretende de los dioses seguridad y gloria en la batalla. Si cualquier dios o diosa necesita ser aplacado, lo mejor será que roguemos para que lord Ejord o alguien diferente haga lo necesario para ello, porque, si no es así, no seremos nosotros quienes lo hagamos directamente.
—¿Quizá debiéramos rezar para que no lloviese? —preguntó Spaughn en voz baja.
Ambos miraron hacia la multitud de brillantes rayos que golpeaban los picos desnudos de las montañas y oyeron el retumbar de los truenos estallando en la lejanía.
—A nosotros nos da igual. El ejército de Humphry cruzará el paso al amanecer. Mañana lucharemos, con tormenta o sin ella. De todos modos, en una guerra, siempre muere sólo el ejército. Mañana estaremos comiendo comida caliente o quemándonos en el infierno de Shaandra.
—Nunca antes he entrado en combate. ¿Es tan malo como dicen? Nunca pensé que tendría que luchar bajo la lluvia.
—Quizás, a veces, no lo hagas… si es que ambos ejércitos están civilizados. Pero ni el duque Humphry se quedará sentado en el paso hasta que el cielo aclare, ni lord Ejord dejará de enviar su flota a través del río a causa de la lluvia. Se enfrentarán al amanecer. Y, si quieres tener las mejores oportunidades para volver a cenar otra vez… vete a cuidar los caballos. Mejor quedarse sin dormir que con ella.
El viejo soldado señaló bruscamente con el pulgar hacia la tienda de campaña en la que su comandante, Rifkind, permanecía con la lámpara de aceite iluminando tranquilamente las junturas y gualdrapas de su refugio. Spaughn se estremeció. Como muchos de los más jóvenes reclutas, su respeto por Rifkind bordeaba el terror. Otro retumbar de truenos llevó la desolación a la cuerda donde estaban atados los caballos. Los dos hombres dejaron de hablar y volvieron a sus tareas.
Turin, el caballo de guerra de Rifkind, se agitó y coceó en el exterior de la tienda de su ama. La tormenta le irritaba tan poco como si hubiera estado en el mucho más cómodo establo, pero su atención estaba puesta en la tienda, no en el brillante estallido del cielo. Los soldados dejaron a Turin con sus frustraciones. El cornudo caballo de batalla de Rifkind sólo soportaba el contacto con su dueña, y sus cuernos de hierro podían desgarrar a un hombre fácilmente, y matarle rápida y ferozmente.
El viento llegaba en poderosas ráfagas a través del campamento. Gritos de angustia se oían por encima de los truenos mientras se soltaban los vientos de las tiendas, derrumbándose sobre los hombres que descansaban en su interior. Por todas partes, los soldados se apresuraban a sujetar los víveres del ejército. Incluso Rifkind, cuya redonda tienda ignoraba tormentas más fuertes, se movió en las tinieblas, tensando los vientos y fijando con rocas los postes. Con su hogar protegido, le dedicó a Turin suaves palabras y le acarició el cuello antes de zambullirse de nuevo al interior sin decir ni una palabra a los dos hombres que tranquilizaban a los caballos a menos de veinte pasos de ella.
La mujer se sentó suavemente en la silla de campo que soportó estoicamente su peso y el de sus armas. Un suspiro escapó de los labios de Rifkind mientras se desataba la lazada. De los pantalones, descubriendo una roja y arrugada cicatriz en su muslo, palpitando en la brumosa luz de la tienda. Cualquiera hubiera podido reconocer lo doloroso de aquella herida a medio curar e infectada, pero sólo Rifkind sabía que la herida ya había sido curada por sus propias manos en otro tiempo y que la molestaba de nuevo cada vez más, a cada día que pasaba Poniéndose suaves aceites sobre la abultada señal, empezó a darse un doloroso masaje.
Sus constantes atenciones y masajes habían conseguido detener la infección, aunque todavía era presa del dolor que acompañaba cada uno de sus movimientos. A cualquier otro curandero del campamento le habría resultado perfectamente posible curar la herida de nuevo. Pero no se había encontrado con ningún curandero de confianza en todos los días que llevaban de viaje y, aunque lo hubiese visto, ella hubiese preferido tragarse su orgullo a admitir que la Brillante no prestaba atención a las súplicas de su sacerdotisa. Dos veces había crecido la Brillante Luna desde que la abandonara Rifkind, y por dos veces Rifkind había intentado la reconciliación y la reiniciación. El purulento muslo daba testimonio de su fracaso.
Los tensos nervios bajo sus dedos temblaban con un crescendo de agonía, y su piel lagrimeó un líquido amarillo que diluyó los aceites. Rifkind se mordió los labios y dejó de atormentarse.
—Pagué por ello… —murmuró a través de los dientes apretados mientras sus dedos rozaban ligeramente la carne tumefacta.
La sonriente e impúdica cara del emperador y usurpador Humphry llenaba por completo la imaginación de Rifkind. Que él no hubiera tenido nada que ver con su problemática herida era una cuestión sin importancia. La había recibido mientras se encontraba al servicio de Humphry contra su enemigo, An-Soren, y, a las pocas horas de recibirla, Humphry la traicionó.
—Todo para utilizarme. Te has burlado de mí y de mi Diosa. Me has apresado en tus planes… ¡Me has traicionado y me has apartado de mi diosa!
Sus manos se olvidaron del dolor y odiaron con la rabia de su alma.
—¡Humphry!
El fornido duque la miró con sonriente malicia desde el interior de su imaginación. Rifkind se apretó los párpados con los dedos, eliminando la imagen y untándose aceite por la plateada medialuna de su carrillo.
—Brillante, Mi Diosa, ¿dónde te encuentras? Desde que Humphry llegó al poder has apartado de mí Tu cara. ¿No me ayudarás a enfrentarme a su tiranía? ¡Te necesito! ¡Líbrame del mal de Humphry! Si estuve bajo su mando, fue sólo para derrotar a Tus enemigos. ¿Dónde te encuentras?
Su mente voló en un viaje sin fin, buscando a su Diosa inútilmente.
Ejord esperaba ante la puerta de la tienda oscura. Había repetido su nombre varias veces, y aunque podía ver el brillo del candil reluciendo en el interior no había conseguido respuesta alguna.
—¿Rifkind? —llamó nuevamente.
—Ya es muy tarde —le contestó categórica y reconociendo que no quería dejarle sin respuesta. Rifkind se ató la —lazada, de los pantalones con un nudo corredizo—. Deberíais estar descansando.
Rifkind cojeó lentamente hasta la puerta de tela de su hogar, levantándola para admitirle en él. Silenciosos relámpagos centelleantes iluminaban los árboles alrededor de la tienda, la única luz que brillaba en el oscuro campamento. Los hombres se alimentaban de raciones frías desde la noche anterior. Ninguna humareda delatora debía elevarse del bosque para alertar a los exploradores de Humphry e impedir que estos últimos les tendiesen una emboscada.
—No me gustan mucho estos relámpagos —empezó diciendo Ejord en cuanto se encontró dentro de la tienda, protegido del viento—. Esas nubes traen una tormenta como si fuera el fin del mundo. Si a mí me parece así, y la temo, lo mismo les pasará a los hombres. Mañana me enfrentaré a mi padre, independientemente de la tormenta, pero, al menos, debo pasear entre los hombres esta noche para tranquilizar sus temores.
Rifkind se volvió hacia él mientras caminaba cuidadosamente hacia su silla. El mundo vibraba en armonía con la palpitación de su pierna. Si la herida se abría nuevamente, Rifkind no sería capaz de restañarla. Pero se movió sin cojear.
—¿Deseáis que os acompañe por el campamento?
Ejord se había dado cuenta de que llamar la atención dando una vuelta por el campamento sería muy adecuado y, con toda seguridad, la voz de la mujer reflejaba su malestar.
—Acompañadme, si es vuestro deseo —contestó Ejord con poco entusiasmo. La feroz e impresionante presencia de Rifkind apenas contaba para despertar la mente de los hombres—. Sólo vine para deciros que iba a dar un paseo por el campamento. ¿Qué podéis decirme sobre la tormenta que tenemos encima?
—¡Yo no la he atraído! —saltó Rifkind—. Siempre he honrado vuestros votos. No he practicado ningún ritual para favorecer vuestra campaña. («No podría hacerlo ni aunque lo desease», añadió para sí misma, ocultando las amargas palabras antes de pronunciarlas). Ella me ha abandonado.
Ejord retrocedió al ver la vehemencia de sus negaciones. Rifkind consiguió que en la mente del hombre creciesen, más que se tranquilizasen, las sospechas.
—Ya sé que no sois responsable de la tormenta. Pero… esta no es una tormenta natural, y los hombres están convencidos de que se trata de algún encantamiento. Supongo que quizá podría decirles que se trata de un signo de vuestra diosa. Ellos creen que las lunas controlan las fuerzas de la naturaleza.
—No sé nada sobre esta tormenta —dijo Rifkind finalmente, en voz baja, regulando los tonos entre el fragor de un terremoto de truenos aporreando el campamento—. No es cosa mía. No puedo disiparla. Si pensáis que no es natural, deberéis encontrar un Pupilo del Tiempo que conozca vuestra Glascardia mejor que yo.
Ejord asintió con la cabeza. Rifkind alargó la mano hasta su negra capa, dando un paso adelante, cautelosamente.
—¡Vuestra pierna! —exclamó Ejord.
Rifkind se detuvo a medio movimiento, como si una espada la amenazase.
—No puedo curar…, no puedo mantener curada la herida. He perdido todo lo que Ella me dio.
Rifkind se derrumbó pesadamente en la silla, con la derrota pintada en la cara y en los hombros. Cuando volvió a levantar la mirada, se encontró con los ojos de Ejord, silencioso, confuso, clavados en ella. El hombre no conocía su lesión y ni siquiera la sospechaba, como descubrió Rifkind desoladamente. Rifkind culpaba de su debilidad a una recalcitrante galopada. El viento, en unión de los truenos, creaba un molesto alboroto fuera de la tienda, un alboroto absorbido por el deseo silencioso que rodeaba a la fracasada curandera.
—¿Cómo? —preguntó Ejord—. Estaba con vos cuando dejasteis el palacio. Os vi levantaros y andar. Antes de ahora, os he visto curaros a vos misma. ¿As-Soren llega hasta vos desde la tumba para atormentaros?
—As-Soren ha muerto. Ya no se acuerda de mí.
—¿Quién, entonces?
Dio un paso hacia delante para ponerle una mano en el hombro. Rifkind le apartó.
—No lo sé. No lo he preguntado. Nunca antes me he sentido tan mal. Ya se me pasará.
Rifkind se tumbó.
—¿Puedo hacer algo por vos? ¿Deseáis descansar unos días? Mis hombres dicen que hay varios curanderos por estos bosques…
—Estaré lista para la batalla de mañana.
Rifkind cortó en seco la expresión de preocupación y culpabilidad con la insondable y negra mirada que la marcaba desde que se le infectó la herida.
—Entonces, descansad. Visitaré yo solo a los hombres.
Al tiempo que Ejord salía de la tienda, una ráfaga de viento apagó el candil. Rifkind se quedó sentada en las tinieblas. Los poderosos conocimientos que implicaba el ritual de sacerdotisa retorcieron sus recuerdos de Humphry hasta que la rubicunda cara del duque se convirtió en una máscara oscura, fatalmente roja. Odio y rabia acrecentados emanaron de la tienda como vientos secos que sacudían los batientes del refugio y levantaban nubes de polvo en el interior de su hogar. Rifkind retorció la imagen hasta que fue casi negra… en aquel momento, y recordando los votos hechos a Ejord renunció a la imagen para apagar sus recuerdos. Había hecho el voto mientras la Diosa la favorecía, y no encontraba deshonor en su impotencia. Agitó la cabeza una vez más para librarse de sus pensamientos, pero estos persistían en el polvo que la rodeaba.
—No tengo nada. ¡Y el hombre que nos ha traicionado a mí y a mi diosa con sus maquinaciones aún tendrá menos!
Antes del amanecer, Rifkind guió a sus hombres hasta un boscoso acantilado sobre el vado del río que las tropas de Humphry, tras salir de los pasos de las montañas, debían alcanzar para penetrar en las fértiles tierras de la Glascardia. Su destacamento de hombres montados tenía órdenes de rechazar a las tropas del Imperio que pudieran escapar de la trampa que Ejord les había tendido. Pesadas nubes ocultaban el equívoco amanecer. La única luz procedía de los relámpagos que sordamente asaltaban el bosque. Aún no llovía. Los hombres a sus espaldas estaban ojerosos después de una noche de miedo, sin dormir.
Nuggin, el viejo soldado, y su joven compañero, Spaughn, hicieron avanzar sus monturas hacia la de Rifkind.
—Para vos, Milady —dijo Nuggin, extendiendo el brazo y ofreciéndole un ramillete de plumas atadas con un bramante encarnado—. Que la mano de Brel te proteja.
Rifkind miró fijamente el talismán mientras lo registraba lentamente en sus pensamientos. Una demostración de la temerosa adoración infantil, una cosa bastante exigua comparada con los talismanes que le habían acompañado en el pasado. Estuvo a punto de rechazarlo cuando vio de cerca la cara de Nuggin. Rifkind ya había visto anteriormente expresiones similares, de velado terror, en la cara de todos sus hombres.
—Vuestro regalo me da confianza, y me da también confianza en vuestro dios. No me atrevo a rechazarlo. —Rifkind se adelantó mientras el trueno les ensordecía a todos y los relámpagos chisporroteaban no lejos de su flanco—. ¿Rechazarlo? ¿Qué voy a obtener aquí de vuestros distantes dioses? ¿Es ese ramillete de plumas de gallina menos potente que mi diosa, quien ha apartado Sus ojos de mí? ¡Protégeme si puedes, Brel! ¡Aumentaré tu confianza y la vida de tus hombres con el número de bajas de mi venganza!
Los dos soldados se apartaron de ella, cerrando los ojos ante la perversidad de su expresión, la mirada de sus ojos sin vida, mientras ponía las plumas en la lazada de las cinchas del ronzal de Turin. Les saludó y, luego, les permitió retirarse hasta la masa de los hombres bajo su mando.
Ejord había dispuesto que las tropas de Rifkind no estuvieran a la vista del resto de su ejército. Rifkind esperaba en tensa ignorancia. El espejo de señales que Ejord tanto había insistido que usase Rifkind era del todo inútil en la precaria luz del alborear. Las hojas susurraban y giraban. Profundas nubes grises se transformaban en masas amarillentas. Gigantescas gotas de lluvia empezaron a golpear sobre los hierbajos de la ladera de la colina con fuerza audible. El viento se levantó de nuevo y condujo la muralla de agua hacia el refugio del bosque.
Turin sacudió la cabeza y pateó el suelo mientras los violentos goterones le salpicaban los ojos. A Rifkind le corrían raudales de agua por el semblante, discurriendo por él libremente y obligándole a mantener los ojos fijos, acechando el valle barrido por la lluvia.
Su autoridad sobre los cansados y nerviosos hombres era un sueño. Ellos no compartían su dolor ni su deseo de venganza, pero la frialdad de sus pensamientos les arrastraba mientras intentaban controlar los nerviosos caballos y se tensaban viendo los movimientos en el valle que había bajo ellos. Sus susurros de duda y de temor se perdían entre los latigazos de la lluvia y los ojos muertos de su líder.
—¡No hay ninguna señal en esta lluvia! —les gritó Rifkind a todos menos a Turin, el único que comprendía su angustia y su frustración.
La lluvia corría en pesadas capas por el valle, ocultando los acantilados del otro lado. Un solitario jinete avanzaba a trompicones por la llanura. Otros dos le seguían, y cinco más a todos ellos, y, además, un caballero montado vistiendo un capote acuartelado con las armas de Overnmont y los demás con las del Imperio.
—¡Malditos sean los Dioses Perdidos! ¡Malditas sean sus señales! ¡Humphry se me escapa! —Incorporándose en los estribos, Rifkind desenvainó la espada—. ¡Vista al frente, soldados! —La espada osciló en un arco que terminaba por alinearla con el hombre del capote—. ¡Cabalguemos para destruir a Humphry!
Su grito de guerra se levantó como un penetrante gorjeo. Hizo un nuevo molinete con la espada y clavó las espuelas en los flancos de Turin. Los hombres la siguieron, como la habían seguido los de su antiguo clan, atraídos por el salvaje anhelo de batalla de su voz.
En el valle, los hombres de Humphry oyeron el grito y levantaron la mirada para ver las montadas furias que se abalanzaban sobre ellos. El hombre del capote ordenó a sus pocos hombres en una formación cerrada a su alrededor, mientras más hombres y algunos arqueros corrían para reunirse con ellos. Rifkind observó con el ceño fruncido la formación de soldados. Humphry debería haber llamado en su defensa caballeros armados, no arqueros ni infantes.
Pero Rifkind no tenía tiempo para malgastar en ponderar las tácticas del enemigo. Condujo a Turin y a sus hombres en una ancha curva mientras penetraba en el angosto valle. Su carga final llegaría desde el río, en vez de desde el bosque; se movió a través del viento lluvioso y apuntaló a los arqueros detrás de sus hombres.
Un caballo sin jinete la adelantó, perdido el soldado en la resbaladiza ladera de la colina. Eran menos de cincuenta cuando empezó la carga, un lastimoso grupo para enfrentarse al ejército del Imperio aunque, efectivamente, consiguiera abrirse paso, mojada y enfurecida, con un impetuoso asalto en el vado.
Rifkind no pensó en la inutilidad de sus órdenes. Su grito de guerra resonó con el estrépito del trueno. Clavó la espada en el cuello del primer lacayo que se enfrentó a ella. Ritmos de ataque y defensa circulaban a través suyo mientras rodeaban al puñado de enemigos. Pronunció el nombre de Humphry en el fragor del combate y fue recompensada por una multitud de espadas levantadas por la infantería, ávidos para capturarla o morir.
Fría luz brillante centelleó en sus ojos. Ella no estaba enloqueciendo, pero cada uno de los latidos de un corazón de guerrero la atraía en cerrada comunión entre su espada y el enemigo. Su habilidad era lo bastante grande como para compensar su pequeño tamaño y fuerza, pero su ferocidad en la batalla procedía de un don preternatural, de su presencia de ánimo y coordinación que la advertía del próximo ataque antes de que este se desencadenase. Su cuerpo y su mente se despedazaban en los persistentes dolores y vacíos que la atormentaban. Se sentía completa y, nuevamente, formaba parte del mundo.
El caballero del capote perdió el caballo apenas comenzó la lucha. Se quedó a pie firme en el centro de sus hombres, haciendo girar con las dos manos una enorme espada con una facilidad tal que hubiera matado sin problemas a Rifkind o a Turin de haberlos alcanzado. La cabeza del hombre, oculta por un yelmo de cuero y hierro, asentía ligeramente reconociendo el desafío. Rifkind picó espuelas y Turin enfiló contra el caballero; Rifkind estaba segura de que había llegado el momento de la venganza.
El caballero, entrenado y armado tradicionalmente, no se enfrentaba, por su velocidad y agilidad, en combates personales. Su tizona cortaba el aire por encima de Rifkind mientras ésta se inclinaba hacia abajo desde la silla y clavaba la larga daga en el hueco que había entre el yelmo y la pechera del caballero. El hombre cayó de lado, el yelmo lejos de él, descubriendo a un hombre joven, de oscuros y largos cabellos y un rostro pálido y circunspecto.
¡No era Humphry!
Los relámpagos parpadeaban alrededor de las levantadas espadas de los combatientes. Rifkind observó cómo chapoteaba la lluvia sobre los ojos abiertos del hombre muerto, mientras el tumulto de la batalla remolineaba en torno a ella.
No era Humphry.
Por un momento, se quedó vacía de su deseo por la lucha, hasta que nuevas siluetas armadas entraron en su campo de visión. Clavó los talones en los flancos de Turin. Cargó hacia delante, con los relámpagos señalando su avance hacia la fuerza principal del ejército de Humphry. Sus hombres la siguieron. El asalto del río estaba despuntado. Rifkind lanzó nuevamente el grito de guerra, y esta vez fue contestada por una carga de la caballería del Imperio.
Las espadas chocaron entre relámpagos, infectando el aire, que ardió con acre acidez. Los truenos retumbaban dentro de los yelmos de los caballeros. Rifkind buscó a un caballero, más pesadamente armado que los demás, haciendo maniobrar a Turin para un combate personal, uniéndose al otro caballo en círculos cerrados mientras tenían unidos los costados. Los afilados cuernos de Turin se clavaron en el caballo enemigo, más grande que él, hasta que a éste se le nubló la vista y anduvo sin control.
Rifkind dirigió su larga espada curva contra el pesado sable y empuñó una daga con la mano libre mientras el caballero hacía malabarismos sujetando las riendas y la espada. Rifkind, que no necesitaba riendas ni bridas para controlar a Turin, encontró la oportunidad que estaba buscando.
Un rayo cayó a tierra a sus espaldas al tiempo que la daga taladraba el costado del caballero. Su montura se encabritó. El caballero, malherido, con las manos agarradas en las enmarañadas riendas y desequilibrado por el peso de la armadura, se desplomó. Su espada rozó inocentemente el flanco de Turin, pero aquel simple contacto fue demasiado incluso para que la férrea disciplina del guerrero aguantara. El hombre se incorporó lleno de terror, llevando a Rifkind al otro lado de la silla. Rifkind levantó el brazo armado para balancearse. Los rayos golpearon por segunda vez. Un brillo cegador pareció zumbar doloroso, bajándola por el brazo, por el cuerpo, hasta llegar, finalmente, al propio Turin.
¡Hasta la misma espada estaba ardiendo!
La espada cayó de sus manos al mismo tiempo que ella misma se derrumbaba de lomos de Turin, débil e incapaz de evitar la lluvia de golpes que caía sobre ella.
El cielo estaba oscuro, pero sin nubes. Rifkind estaba mojada, aunque hacía ya mucho tiempo que no llovía. No había ningún sonido salvo el de los pájaros nocturnos y los insectos. Y voces.
Levantó la cabeza. Una neblina envolvente la obligó a bajarla de nuevo, una bruma mental que la convenció de que todo era gris y en la que los relámpagos, la batalla, su propio nombre, su alma, eran desconocidas. La Brillante Luna eclipsó las estrellas, bañándolas con su fría luz, aunque Rifkind fuese incapaz de reconocer a su Diosa.
—¡Por allí! ¡He oído moverse algo! —vociferó una voz mientras unos pies se movían hacia ella. Manos torpes la agarraron por las embarradas hombreras—. ¿Estáis malherida? —preguntaron, sin preocuparse de los daños que pudieran causarle al moverla y desconcertándola con la manera que tenían de reclamar el botín.
—¿Herida? —les gruñó, escupiendo hierba mojada.
—¿Podéis andar?
Rifkind se detuvo para considerar la pregunta mientras su rescatador la ayudaba a ponerse en pie. Lo consiguió, pero se tambaleaba de un lado para otro, incapaz de levantar un pie, a pesar de que deseaba poder andar y correr nuevamente. Mechones de cabello le cayeron sobre los hombros, mechones soltados por la lluvia y por sus inestables movimientos.
—¡Échame una mano, chaval! ¡Es lady Rifkind; está herida!
—La bruja puede curarse sola. Recoge el oro que lleve encima.
Parecían nativos de la región saqueando un campo de batalla. Pero ¿cuál era su propio nombre, cuál su propio papel en la carnicería? El mundo giró locamente desde la tensión de los recuerdos. El hombre que la había ayudado a incorporarse la soltó; Rifkind cayó.
—¿Estás seguro de que es Rifkind?
El compañero del hombre se reunió con él.
—¿Qué otra mujer podría ser? ¿Quién sino ella iba a estar en un campo de batalla empuñando una espada?
—Hemos visto un caballo con cuernos igual al suyo. De ser la bruja, debería haberse quedado cerca de ella.
—Esta mujer es Rifkind.
El hombre mantuvo sus palabras con creciente irritación.
—En ese caso, lord Humphry nos dará por ella una bonita pieza de oro —dijo el compañero, accediendo ávidamente.
La sola palabra «Humphry» rompió el aturdimiento de Rifkind. Luchó débilmente contra los brazos que la retenían. ¿Humphry? ¿Humphry? El nombre despertaba un amargo sabor en la bruma que embotaba sus pensamientos. No había una cara que se uniera al nombre en su memoria, pero él nombre era algo real en medio de su confusión. Quién o qué fuese Humphry, ella supo que lo odiaba.
—Quieres que las tropas del Imperio corran tranquilas por el valle, ¿eh? Podemos llevársela a Ejord. Su campamento está a tres leguas de aquí. Su oro es igual de bueno y, además, así no invadirá la aldea. Más vale lo malo conocido…
Ejord. Aquel era otro nombre familiar, aunque brillaba menos a través de la niebla, y desapareció antes de alcanzarlo nuevamente.
—Bruja o no, ella no podrá ir a ninguno de los dos campamentos; además, no tengo estómago para llevarle a Ejord su cadáver. La granja de Mohegan está justo después del campamento. Mohegan dejó que el ejército pasara por sus tierras. Ahora que se han ido, habrá regresado a ellas.
El avaricioso ladrón no discutió con el otro mientras sujetaba a Rifkind, que sintió un escalofrío de invisible despedazamiento, sin poder reaccionar para protestar mientras su rescatador se la echaba al hombro y empezaba a andar hacia el bosque.
Se detuvieron ante una choza de una sola planta. Al tiempo que el ladrón se la cambiaba de hombro, ofreciéndole una mejor vista del portón, el otro golpeó en la tosca plancha de madera tallada que hacía de puerta.
—¡Mohegan! ¡Abre! ¡Somos Rafe y Stend!
—¿En medio de la noche, chicos? ¿Por qué me despertáis de mi bien merecido sueño? ¿Qué traes al hombro?
—A lady Rifkind, la he encontrado en el campo de batalla. Está herida.
—Ya veo. ¿Y qué otra tontería tenéis que decirme? Por lo menos habréis traído un odre de vino para repartir, ¿no?
Les creyera o no, el viejo les dejó entrar en la choza amueblada con ordinariez. La depositaron en un jergón que había en uno de los rincones de la sencilla habitación.
—¡Dioses Perdidos! ¡Es una mujer! ¿Qué vais a hacer con una mujer? —exclamó Mohegan. Acercó un candil a la cara de Rifkind—. Por su aspecto, diría que no es de por aquí.
—Mohegan, es lady Rifkind, que combate junto a lord Ejord para echar de Glascardia a lo ejércitos del Imperio.
La paciencia de Rafe con los incrédulos se estaba agotando.
—¿Lady Rifkind? ¿Lady…? Quieres decir la bruja, ¡la Asheeran!
Rifkind apartó la cara del candil, pero escuchó atentamente la conversación, esperando que aquellos hombres supieran más sobre ella que ella misma. Pero los hombres empezaron a hablar de cosas y personas que nada significaban para ella y, cuando al fin volvió Rifkind a prestar atención a su propia identidad, la luna se consolidó, dispuesta a envolverla en su oscuridad y sumirla en un sueño sin imágenes.
—Eh, mujer. Rifkind. ¿Puedes oírme?
Una brillante luz resplandeció ante sus ojos; su mano no pudo moverse para taparla, pero se esforzó para convencer al hombre para que apartara el candil. Mohegan, con la barba enredada y blanquecina, y los ojos nublados por las cataratas, la miraba fijamente.
—¿Rifkind? —Ella repitió el nombre, segura al fin de que era el suyo—. ¿Dónde estoy?
—Estuviste en la batalla entre los de Overnmont, padre e hijo. Excepto las quemaduras que tienes en las manos, no veo más heridas. No hay sangre en la paja. Ellos dijeron que eras Rifkind, consejera y amante del joven Ejord. No te examinaré más profundamente sin tu permiso. Mohegan no está tan loco como para toquetear a una joven mujer, sin importar quién sea.
»Si estás herida, te pondré una cataplasma en las llagas. Si es fiebre, te aplicaré sanguijuelas. Pero no sé lo que te turba, mujer. Descansa hasta que los muchachos alcancen a tu señor y te devuelvan a quien perteneces. —Se apartó, apretándose la mano libre contra el pecho—. Mis amigos son unos malditos locos. Y un viejo como yo… No ha sido mucho tiempo los tres días que he malgastado viviendo en el bosque como un animal para eludir los ejércitos, ¡pero mis amigos me han despertado en mitad de la primera noche que podía dormir en mi propia cama!
»Está viejo y moribundo», pensó Rifkind desde el interior de la niebla. Su corazón se estiraba para llenar los receptáculos de su cuerpo y de su mente. Todo habrá terminado pronto para él. Sus pensamientos le llegaron espontáneamente y la sumergieron en la oscuridad cuando intentó examinarlos.
El viejo dormitaba en una silla, ante el hogar. Rifkind permanecía en la oscuridad, rodeada de brumas. Había estado en una batalla con una gran luz abrasadora…
Voces estridentes resonaron en el exterior de la choza. La puerta crujió en sus vetustos goznes.
—¡Eh, viejo! ¡Abre la puerta o la tiramos abajo!
—Un momento, chicos, un momento —refunfuñó Mohegan desde la silla.
Cojeó hasta la puerta, abriéndola para sus nuevos invitados antes de que cumplieran sus amenazas. Dos magullados guerreros irrumpieron en la choza llevando a un tercero en una camilla. El herido llevaba un manchado capote con cuarteles armados que se incendiaron a través de la bruma de la mente de Rifkind.
—Nuestro caballero es un guerrero de Humphry que fue dado por muerto por el rebelde hijo de éste. Ese oro es para ti, y vino, si cuidas sus heridas.
Uno de los porteadores agarró a Mohegan de la túnica y le dirigió unas palabras.
—Haré lo que pueda. El oro no vale mucho en el bosque, pero el vino…
El herido estaba consciente. Vociferó de dolor cuando le pusieron en la mesa para que Mohegan le examinase. Los otros dos hombres le sujetaron mientras los larguiruchos dedos del viejo sondeaban las heridas medio coaguladas sin que sus ojos apenas pudieran verlas.
Rifkind esperaba en silencio sobre el jergón. El capote podía ser la clave que uniera las destrozadas piezas de su memoria; hasta que pudo reconocer al hombre de Humphry y regodearse con el dolor del caballero. De repente, se reconoció a sí misma, su pasado, la latente llaga de la pierna, su impotencia para curarla y su incapacidad para matar a Humphry el día de la batalla. Se encogió en el rincón para impedir que los hombres de Humphry la reconocieran.
Un cubo de brea burbujeaba en el hogar, enviando pestilentes olores a través de la mal ventilada habitación. Mohegan echó en la perola viscosos líquidos y oscuros polvos. Levantó un cucharón hasta la nariz, pero los nocivos vapores fueron demasiado incluso para sus debilitados sentidos. Se tambaleó, agarrándose el pecho y tirando el cucharón a la cara del soldado más próximo.
La brea salpicó al hombre, que rugió tanto por el susto como por el dolor; el caballero de la mesa gimió gravemente mientras era empujado de un lado para otro por su camarada, y Mohegan, agarrado por los débiles hombros por el único hombre indemne, temblaba con incontrolables espasmos. Sus ojos abiertos se contrajeron al ver los plateados destellos de la Brillante Luna mientras caía al ser arrojado con facilidad a través de la ventana.
La mirada de Rifkind desfiló desde la ventana hasta la severa imagen de la Diosa que había más allá, y una maléfica y satisfecha sonrisa se congeló en sus labios. La cara plateada creció hasta tapar la ventana, enviando fría luz hasta Su sacerdotisa. Rifkind sintió el plateado creciente de la luna en su mejilla, convirtiéndose en una viviente fuente de helada cólera que penetraba a través de su cuerpo. Rifkind intentó taparse los ojos y se encogió en su propio terror, pero la Diosa la paralizó; en vez de eso, la muerte que empapaba la choza se desbordó sobre ella. Rifkind se retorció desde el sufrimiento que no había podido aliviar.
—Soy una curandera. —Extrañada de su propia arrogancia, Rifkind repetía las mismas palabras que había pronunciado durante su lejana iniciación entre los Asheera—. Antes que nada, soy curandera. No debo causar sufrimientos, sino aplacarlos. Aquellos que me busquen cuando estén turbados, se alejarán de mí en paz.
Se incorporó, centrando la atención en el cuarto hombre. La Diosa guiaba sus movimientos con una delicadeza y exactitud que Rifkind no había sentido antes.
El caldero de brea estaba en ebullición. Tras levantar las manos para que las bañara la purificadora luz de la luna, Rifkind las sumergió en el caldero de brea, cambiando la alquitranada sustancia en una infusión de dulces aceites y yerbas. Su voz se estremeció al entonar un cántico en la Antigua Lengua. El fuego creció de modo antinatural hasta que el puchero de hierro estuvo incandescente, monótonamente rojo, aunque ella dejase las manos y antebrazos sumidos en él. Levantó los brazos completamente, radiantes, envueltos en una tornasolada luz azul, abiertos los dedos con llamas flameantes.
—Todo está preparado —rumoreó suavemente en la Antigua Lengua.
Sus dedos curativos limpiaron la brea adherida y restauraron la cara del hombre en el tiempo de un latido. Sus manos extendidas revolotearon sobre las marcas enrojecidas que indicaban las heridas del caballero. Cuando sus flameantes dedos rodearon las marcas rojas, las heridas desaparecieron y el hombre se hundió en un profundo sueño. Tras restaurar su poder en el vaporoso perol, se dirigió a Mohegan. Este se estremeció mientras Rifkind le apretaba el pecho con las manos. Sus ojos opacos reflejaron por un momento la gloria de la Brillante y, luego, se aclararon.
El viejo permaneció en maravillado silencio, lo mismo que el soldado indemne, mientras Rifkind se hundía en una silla a esperar el trance que siempre seguía a una curación, cuando su cuerpo purgaba el haberse privado del ritual esperando una motivación adecuada. Incluso cuando Rifkind cerró los ojos y se sumió en un pacífico sueño, estuvo bañada por un aura de plata azulada.
La palpitación del muslo, los persistentes restos de la relampagueante confusión que la embargaba y la purulenta maldad de su odio hacia Humphry, hicieron que Rifkind despertara después de varias horas de sueño. Los soldados se habían recuperado y habían salido silenciosamente de la choza por temor a la dormida sirviente de la Diosa.
Un rígido frasco de cuero estaba sobre la mesa: el pago prometido a Mohegan, aunque él no hubiese intervenido. La diosa había obligado a los hombres a honrar su juramento. Mohegan se sentó sobre la paja cuando Rifkind empezó a examinar el vacío perol de brea.
—No tenía intención de dañarte, Gran Dama. Lo metí en mis jarros.
El viejo se frotó los ojos como queriendo aclararse la visión que le había quedado como recuerdo de sus sueños. Su paso era seguro cuando se acercó al aparador para quitar de en medio una serie de jarros.
—Son tuyos —le dijo Rifkind—, aunque no te puedo decir por cuánto tiempo mantendrá su potencia la infusión.
Agradecido, Mohegan separó los jarros en el anaquel.
—Hasta que llegaste, no había creído que existiera ninguna fragancia que tuviera poderes curativos, pero ahora he visto a tu diosa y sentido su poder. Creo que la infusión ha recogido Su fuerza.
—En ese caso, no lo dudes, y serás capaz de hacer muchas cosas si sigues creyendo en Ella. Debo irme al campamento de Ejord y unirme a sus ejércitos. No tenía intención de despertarte al marchar.
—Los muchachos dicen que Ejord te está buscando.
—Quizás así tendré que hacer sólo la mitad del camino. Ya estoy bien y, aunque tu cabaña es ahora mucho más cómoda que cuando entré a ella por primera vez, no tengo paciencia para esperar. Debo saber el destino de mis hombres y nuestros planes para el futuro.
—Los dos ejércitos deben estar al sur, por lo que pude ver ayer mientras volvía. Toma la frasca… —Le ofreció el vino que los hombres de Humphry habían dejado como pago—, es tuya, tú les curaste. ¡Y procura que los ejércitos se muevan lejos del bosque! No es bueno que un viejo como yo se encuentre en medio de una batalla. ¡Díselo a Ejord, y también a Humphry si le ves!
Rifkind sonrió y se metió la frasca en el cinturón. Si retrasaba la marcha, el viejo podría preguntarle por su demora, y ella no deseaba dañar la nueva fe del hombre en la Brillante por negarse a contestar. Había sido una noche de curaciones y milagros, pero ya era de día y podía sentir el empuje del ejército y la responsabilidad de una sacerdotisa que era, a la vez, un guerrero.
Con una sonrisa final y un saludo, salió de la choza sin cojear, sin dolor, y siguió el estrecho sendero que llevaba hacia el sur y hacia los ejércitos.