LA SANGRE DE LOS ALTONATOS
Micky Neilson
Capítulo uno: O todos o ninguno
CAPÍTULO UNO: O TODOS O NINGUNO
Por suerte había dejado de delirar.
Mientras recuperaba la consciencia, los horrores de los que Liadrin había sido testigo seguían frescos en su memoria.
Sacudió la cabeza, para aclararse las ideas, abrió los ojos e intentó orientarse en ese entorno invertido. El humo se había despejado y la vacilante luz de las antorchas proyectaba unas sombras danzantes por esas paredes de piedra tallada. Unas gigantescas máscaras de madera, que se hallaban montadas sobre unas lanzas con punta de piedra, miraban hacia el suelo de manera desaprobadora; esas bastas efigies de diversos animales divinos primitivos y tenebrosos los vigilaban silenciosa y sombríamente.
Al menos, la habitación había recuperado la normalidad.
Ese espacio cerrado de forma circular contaba con una serie de escalones con forma de anillo en su parte central, que descendían hasta un piso inferior redondo, cuyo suelo estaba repleto de surcos que se expandían hacia fuera, como los radios de una rueda, desde un centro hundido hasta alcanzar unos agujeros de desagüe situados en los bordes. Liadrin se percató, con extremo desagrado, de que el suelo y los surcos estaban manchados de una sustancia oscura de color carmesí. Del techo, encima de esa hondonada, pendía un enorme gancho por medio de una cadena oxidada.
Posó la mirada sobre un brasero de cobre bastante llano que yacía en el suelo a pocos metros. Dentro de él, unas pocas ascuas brillaban aún tenuemente.
En ese instante, en algún lugar situado junto al muro de su derecha, Dar’Khan se despertó sobresaltado. Volvió la cabeza para ver cómo se retorcía bajo esas cuerdas que lo ataban, pero sus esfuerzos fueron en vano; el mago seguía demasiado débil. Tenía la cara roja por culpa de la sangre que se le había ido acumulando en la cabeza; además, las venas de sus sienes destacaban sobremanera y su larga melena rozaba el suelo. Miró a su alrededor frenéticamente por un momento y, acto seguido, profirió un hondo suspiro.
Clavó sus ojos en Liadrin.
—Me hallaba atrapado en una suerte de pesadilla horrible.
—Igual que yo —contestó Liadrin—. Me he despertado solo unos segundos antes que tú.
Dar’Khan se revolvió una vez más, pero fue inútil.
—No tenía intención de morir de esta manera —masculló—. Atado como un animal.
—NINGUNO TENÍAMOS intención de morir de esta manera —le corrigió Liadrin.
—No me gusta que habléis tanto sobre la muerte —protestó Galell. Liadrin volvió la cabeza hacia el lado opuesto, donde el joven sacerdote se encontraba colgado, y se preguntó cuándo habría recuperado la lucidez.
El sacerdote siguió hablando, como si se hallaran en una situación normal.
Los dos habláis como si ya os hubierais rendido. Yo, sin embargo, pretendo dar con la manera de salir de este atolladero.
Dar’Khan lanzó unas carcajadas breves y teñidas de tristeza.
—Ah, bendita sea la ignorancia de la juventud.
¿Me estás llamando ignorante? Pues te recuerdo que no fui y quien nos llevó hasta una emboscada.
—Fue tu torpeza la que sin duda alertó a esos salvajes de nuestra presencia.
—Al menos yo no fui el primero en ser golpeado y caer inconsciente
—Claro, ya que para eso tendrías que haber luchado. Después de todo, los sacerdotes no estáis preparados para los rigores del combate. Nuestra misión consiste en preservar la vida e iluminar a nuestros camaradas No el esplendor de la Luz —les interrumpió Liadrin— es más fácil derramar sangre que restañar las heridas, Si alguna vez yaces destrozado y moribundo en el campo de batalla seguro que acabarás agradeciendo a la Fuente del Sol que poseamos el don de la curación. —Dar’Khan se preparó para replicar mientras Liadrin proseguía hablando—. Pero discutir es precisamente lo que no deberíamos seguir haciendo. A menos que queramos atraer su atención y que ellos regresen para volvemos a dejar inconscientes.
Dar’Khan resopló a modo de respuesta para mostrar su indignación, pero a partir de ahí reinó el silencio, que solo quebraba el crepitar de las antorchas. Liadrin intentó hacer algún movimiento; cualquiera, aunque solo fuera mover un dedo. Sin embargo, esas ligaduras mantenían sus manos bien atadas a su espalda y el resto de su cuerpo se negaba a reaccionar. La única sensación que era capaz de notar era un tremendo dolor provocado por esas cuerdas que le jetaban fuertemente los tobillos.
Entonces, Galell hizo una pregunta en voz baja.
—¿Por qué creéis que todavía no han intentado matamos?
—No lo sé, Galell —contestó Liadrin, a pesar de que, en realidad, tenía alguna idea al respecto, ya que había oído algunas historias acerca de ciertos horripilantes rituales trols, unas histonas que su interlocutor más joven probablemente nunca habría escuchado, unas historias que nunca acababan bien. Estaba bastante segura de que fuera lo que fuera lo que esos monstruos con piel cubierta de musgo les tuvieran reservado, seguramente iba a ser extremadamente desagradable.
Se volvió para mirar a Dar’Khan, quien había cerrado los ojos como si estuviera meditando, lo cual era una buena señal. Quizás estaban superando todas las secuelas que les habían dejado los golpes recibidos en la cabeza. La propia Liadrin notaba que lentamente iba recobrando la capacidad de concentrarse. Cerró los ojos y buscó con todo su ser la gloria de la Luz, pero esta siguió fuera de su alcance.
Se preguntó entonces si alguien habría reparado en su ausencia. De ser así, tal vez los Errantes hubieran preparado una partida de búsqueda; tal vez incluso estuvieran reuniendo un ejército ahora mismo. Se sintió responsable por no haber exigido una escolta más fuertemente armada cuando se habían aventurado a investigar esa piedra rúnica defectuosa. Debería haber hecho mucho más para poder proteger a su joven aprendiz, Galell, quien a pesar de su coraje, ignoraba aún cómo funcionaba realmente el mundo.
Como habían pasado varios meses desde el último ataque a una aldea elfa, Liadrin se había sentido bastante segura en compañía del puñado de arqueros que hacían también las veces de guía. Aunque, claro, esos arqueros cayeron rápidamente ante los trols, quienes se abalanzaron sobre ellos tras haber surgido, aparentemente, de la nada.
Sin lugar a dudas, habían permanecido escondidos en los árboles y habían aguardado el momento oportuno para abalanzarse sobre sus adversarios. ¿Acaso eran ellos los que habían neutralizado esa piedra rúnica? ¿O, simplemente, la habían descubierto y habían esperado a que se presentara alguien a investigar?
Si habían aprendido a sabotear las piedras rúnicas, tenían un grave problema que solucionar… De repente, oyó unas tenues pisadas que procedían de detrás de la puerta de madera que se hallaba justo frente a ella. Oyó un tintineo metálico y un crujido. Al instante, la puerta se abrió.
Qué criatura tan espantosa, pensó Liadrin al ver entrar al trol. Al fin y al cabo, tenía más derecho a odiar a los trols que la mayoría de la gente. Por culpa de esas bestias, había perdido a sus padres, fallecidos en una de las muchas incursiones brutales que realizaban los trols.
Este trol en particular llevaba apoyado sobre un hombro huesudo el extremo de un palo de madera. Gracias a su constitución enjuta y desgarbada pudo atravesar la puerta con suma facilidad, pero como era tan alto, la fina línea de pelo que coronaba su cabeza y la hélice de sus orejas puntiagudas rozaron la parte superior de la entrada. Portaba el primitivo atuendo tribal de los Amani, que estaba compuesto de poco más que un taparrabos, unas plumas, unos abalorios y diversos accesorios de cuero. A ambos lados de su cintura, dos hachas ligeras pendían de una cuerda, que hacía las veces de cinturón. Miró a ese peculiar trio y esbozó una amplia sonrisa; al curvar sus oscuros labios, mostró unos dientes puntiagudos y unos largos colmillos amarillentos que brotaban de su mandíbula en dirección ascendente.
A continuación, se adentró en la estancia unos cuantos pasos y se apartó a la derecha para permitir que entrara otro trol. Este se parecía mucho al anterior, salvo por el hecho de que sus colmillos se inclinaban hacia abajo y se expandían hacia los lados.
Un compañero elfo colgaba boca debajo de ese palo de madera que llevaban sobre los hombros ambos trols; se trataba de un forestal que debía de ser un Errante de alto rango, a juzgar por su armadura ligera, el cual tuvo que apretar el mentón contra el pecho para evitar rozar con la cabeza el suelo.
Los trols iniciaron una discusión en su peculiar idioma, por lo que Liadrin solo logró entender algún que otro fragmento suelto Primer trol señaló con la cabeza hacia la pared donde ella y los demás se encontraban colgados. El segundo señaló hacia el gancho que pendía del techo en el centro de la habitación.
—No discutáis por mi culpa; con lo bien que os estabais llevando hasta ahora —comentó el forestal. Mientras pronunciaba estas palabras, examinó la estancia, fijándose en todos los detalles, a la ve que evaluaba la situación. Su mirada se cruzó con la de Liadrin, a quien obsequió con una sonrisa fugaz y compasiva.
El primer trol dirigió su mirada hacia el forestal y, a continuación, la alzó hacia su compañero y se encogió de hombros. Acto seguido, llevaron al elfo hasta las escaleras situadas en el centro de la estancia y lo elevaron, para poder enganchar las cuerdas con las que le habían atado los tobillos al gancho. Después, el segundo trol lo desenganchó del palo de madera.
—En unos momentos, nuestros compañeros van a tomar este pequeño escondrijo vuestro —les advirtió el forestal a los trols—. Si nos dejáis marchar ahora, tal vez podamos mostramos misericordiosos con vosotros en cierta medida.
Al instante, el segundo trol echó hacia atrás una pierna y propinó al forestal una fuerte patada en la cabeza. El primer trol se rio, con unas carcajadas profundas y guturales que estremecieron a Liadrin.
Algo se movió cerca de la puerta. Ambos trols se quedaron quietos y, acto seguido, se apartaron al ver que un tercer trol entraba en la estancia.
Este se apoyaba al andar en un bastón coronado por una cabeza reducida de elfo, y unas calaveras deformadas esbozaban unas sonrisas maliciosas desde el extremo superior de unas estacas de madera que sobresalían a su espalda. De su cinturón colgaban unas bolsas, unos amuletos y unos fetiches de aspecto muy extraño.
En su cara se divisaban las arrugas propias de su avanzada edad; sin embargo, el brillo de esos ojos que destacaban bajo ese prominente ceño reflejaba una perturbadora inteligencia.
Dar’Khan se lamentó.
—Oh, otra vez, no…
El anciano médico brujo sorteó el círculo de la parte central y se acercó al brasero del suelo.
En cuanto el médico brujo metió una mano en una bolsa, de la que extrajo diversas hojas verdes que arrojó al brasero, los otros dos trols salieron rápidamente de esa estancia.
—¿Qué está haciendo? —preguntó el forestal.
—Prepara algo para que dejemos de resistimos —contestó Liadrin.
El médico brujo amontonó con sumo cuidado un poco de leña bajo el brasero y colocó el extremo de una cuerda de unos quince centímetros de largo bajo esta. A continuación, se agachó y pronunció una sola palabra.
—Dazdooga.
Liadrin dio por sentado que esa palabra significaba «fuego» porque el extremo de la cuerda que yacía apartada en la leña se prendió. El anciano médico brujo se rio entre dientes, a la vez que se giraba y sorteaba de nuevo el círculo arrastrando los pies para salir de la estancia. Los dos trols de antes cerraron rápidamente la puerta tras él y la sellaron con llave desde fuera.
—No nos queda mucho tiempo —informó Liadrin al forestal mientras la cuerda se iba quemando y la llama se acercaba a la leña.
—Me Hamo Lor’themar Theron y soy teniente de los Errantes respondió el forestal con premura. —Nuestro grupo de tres hombres se vio sorprendido y superado en número por el enemigo, aunque logramos enviar a una veintena de esos monstruos a reunirse con sus ancestros antes de que cayera por culpa de una de esas pociones embotelladas suyas. Cuando me desperté, mis camaradas estaban muertos y yo… tal y como me veis ahora.
Galell inquirió:
—¿Es cierto lo que has dicho antes acerca de que vienen refuerzos a ayudamos?
—Por desgracia, no. Fue una mera baladronada, pero dadas las circunstancias… —Posó la mirada sobre la cuerda que se quemaba—… pensé que había que intentarlo.
Entonces, Dar’Khan habló.
—¿Tienes alguna idea de qué planean hacer con nosotros?
Lor’themar intentó girar la cabeza para poder ver al mago, pero fue incapaz.
—No. Pero mientras me traían hacia aquí, me dio la sensación de que estaban muy atareados preparando un recibimiento.
Ya solo quedaba una cuarta parte de la cuerda para que la llama alcanzara la leña.
Liadrin volvió la cabeza hacia Dar’Khan.
—¿Has recuperado las fuerzas?
Dar’Khan. intentó concentrarse. Liadrin y los demás notaron un leve tirón, pero no físicamente sino en los más hondo de su ser. Esa sensación se prolongó durante unos breves segundos y se esfumó.
Dar’Khan negó con la cabeza.
Como el fuego estaba a punto de alcanzar la leña, Lor’themar habló con un tono apremiante.
—Quizá sobrevivamos a esto, pero para que eso sea posible, debemos colaborar. Cuando la oportunidad se presente, entraré en acción. El resto tendréis que intentar hacer todo lo posible por imitarme. Cuando llegue el momento, ¡no titubeéis! Os juro que no importa lo que suceda, si soy capaz de liberarme, no os dejaré atrás. —La leña se prendió—. ¡Estamos juntos en esto, así que o sobrevivimos todos o perecemos todos!
El brasero se calentó. Un espeso humo negro se alzó de esas hojas, se hinchó, y ascendió extendiéndose por el techo. Unos segundos después, una nube de tentáculos inició su descenso.
En ese instante, Lor’themar concluyó su perorata:
—Os juro que de aquí saldremos todos vivos o moriremos todos juntos. O todos o ninguno.
Liadrin observó cómo el humo le envolvía los pies y luego las piernas, para progresar después por el resto de su cuerpo.
—De acuerdo: o todos o ninguno.
Galell se mostró de acuerdo y, sorprendentemente, su voz transmitió la misma compostura, la misma confianza, que antes.
—O todos o ninguno.
A Dar’Khan se le desorbitaron los ojos en cuanto el humo le engulló el torso.
Sí, sí… ¡o todos o ninguno!
La oscuridad envolvió la estancia.
Liadrin cerró los ojos y todo cuanto oía a su alrededor pasó a sonar muy lejos y distorsionado. Aguantó la respiración todo el tiempo posible hasta que el pánico se apoderó de ella y tuvo que jadear para poder respirar. De inmediato, ese humo amargo le llenó los pulmones y la quemó por dentro.
Al instante, sintió que se partía en dos, era como si su mente y su espíritu se hubieran separado de su cuerpo, como si se hallaran perdidos y deambularan por esa espesa niebla negra.
Apenas fue consciente de que abría los ojos.
Entonces, el humo se retiró hacia las esquinas de la estancia girando y agitándose como si fuera una nube tormentosa que hubiera cobrado vida.
Lor’themar tembló un poco al principio y, acto seguido, sufrió unas violentas convulsiones. De su boca brotó espuma a borbotones, al mismo tiempo que se retorcía y agitaba como un pez atrapado por un anzuelo.
De repente, una voz resonó por todo ese espacio cerrado; una voz áspera y ronca que pertenecía a un trol. Ese sonido parecía surgir de todas partes a la vez y parecía llenar la cámara mientras se desplazaba por la estancia de un modo espeluznante.
—La Luz no os va a salvar ahora.
Tras el humo, a ambos lados, se oyeron unos crujidos. Dos de las máscaras de madera salieron disparadas de la pared y, a continuación, permanecieron flotando en el aire.
—Habéis sido juzgados y habéis sido hallados culpables.
Los rasgos de las máscaras se desfiguraron para reflejar el sentimiento que expresaba esa voz.
—¡Culpables!
—¡Culpables!
Liadrin se giró para ver a Dar’Khan, cuyos ojos se habían vuelto bancos por completo. Sonreía, se reía; esas carcajadas resultaban más estremecedoras que si hubiera chillado.
Dirigió sus ojos a Galell, quien le devolvió la mirada expresión donde se mezclaba la conmoción y él… ¿alivio?
—A veces da la impresión de que unos niños están chillando —dijo—. Sí, centenares de niños.
De repente, se le desprendió un gran trozo de su cráneo, que fue a parar al suelo. Un incesante flujo de sangre manó de ese agujero que tenía abierto en la cabeza y salpicó la mampostería. Liadrin apartó la vista.
Lor’themar aulló de agonía y Liadrin observó horrorizada cómo su cuerpo ardía envuelto en llamas.
Las dos máscaras se hallaban ahora más cerca, la miraban ceño fruncido mientras la condenaban malévolamente.
—¡Culpables!
—¡Culpables!
Dar’Khan siguió riéndose. Liadrin miró hacia atrás La piel del mago se había tomado gris y se le estaba cayendo. Se le había pelado la piel que le rodeaba la boca, de tal modo que habían quedado expuestas unas fauces sangrientas y sonrientes propias de un depredador. Un insecto hinchado emergió por una de sus fosas nasales y se escabulló por su rostro. Los huesos le rasgaron la carne y quedaron a la vista.
Liadrin cerró los ojos con fuerza.
Esto no es real.
No es real.
¡No es real!
La voz prosiguió hablando.
—¡Habéis sido hallados culpables!
Liadrin abrió los ojos. Las máscaras ya no se encontraban ahí. Estaba completamente desorientada e ignoraba cuánto tiempo había estado alucinando.
¿Se acabó, pensó, o es que mi mente me está jugando otra mala pasada?
El velo de humo se apartó y, tras él, apareció un trol que se encontraba agachado ante ella. Vestía un jubón de cuero que llevaba desabrochado y la parte inferior de su rostro estaba tapada por una larga tela. Al trol se le desorbitaron los ojos y dos chorros de llamas brotaron de ellos.
Supongo que, después de todo, aún sufro las secuelas del humo.
—Sois culpables. Culpables de habernos expulsado de nuestras propias tierras…
Dos trols curtidos en mil batallas, que también llevaban tapada parte inferior de sus caras con un trozo de tela, flanqueaban sentados a Lor’themar no estaba ardiendo, aunque todavía retorcía y sufría convulsiones; además, tenía los ojos mientras luchaba con sus propias y horrendas visiones.
Los trols golpearon el suelo de piedra con sus lanzas
—¡Culpables!
—¡Culpables!
—Culpables de obligamos a escondemos como animales Culpables de matar a mis hermanos y hermanas. Culpables de pensar que todo cuanto os rodea os pertenece. Culpables de ser tan necios como para pensar que vais a triunfar donde otros fracasaron.
El trol se detuvo por un momento y estudió a Liadrin detenidamente. A esa bestia inmunda le brillaron pérfidamente los ojos mientras se reía entre dientes y una carcajada resonaba en lo más profundo de su garganta.
Liadrin asumió de inmediato que debía de tratarse de Zul’jin. Había oído historias sobre ese temible líder trol que realizaba ataques contra cualquier aldea elfa por muy protegida que estuviera. De algún modo, siempre se las había ingeniado para infiltrarse en sus defensas y siempre se las arreglaba para infligir mucho daño a sus adversarios y causar muchas bajas; además de huir siempre indemne. Era famoso por su crueldad y astucia.
—Los aqir intentaron expulsar a nuestros ancestros; luego, los elfos de la noche intentaron obligamos a marchar. Después, lo ha intentado vosotros, pero…
Se inclinó aún más cerca y agitó la cabeza de lado a lado
—… nosotros somos como una pesadilla… —Liadrin parpadeó y, de repente, el pañuelo de Zul’jin se transformo en una inmensa boa constrictor que reptaba por la cara y cuello de ese líder—… que no se olvida.
La serpiente alzó su gigantesca cabeza y abrió sus fauces, mostrando así una hilera tras otra de dientes afilados como agujas.
Liadrin volvió a parpadear y la serpiente desapareció; fue reemplazada por un pañuelo destrozado.
Zul’jin se enderezó cuan largo era (poseía una altura impresionante; fácilmente, le sacaba cabeza y media al trol más alto que ella hubiera visto hasta entonces) y se dirigió al piso inferior. Lor’themar también había abierto ya los ojos mientras parecía que estaba intentando librarse de sus visiones y recordar dónde estaba.
Entonces, se preguntó cómo se encontraría Galell. Miró hacia atrás y comprobó que este tenía los ojos cerrados, pero daba la sensación de que, en vez de estar combatiendo contra unas pesadillas espantosas, se hallaba sumido en unos pensamientos muy hondos; más que aterrorizado, parecía meditabundo. Liadrin no estaba segura de si eso debía preocuparla o no.
—Y como no vamos a marchamos… creo que deberíamos reconquistar nuestras tierras, quemar vuestros bonitos edificios y enviaros de vuelta corriendo por donde habéis venido. Pero no va a ser fácil. Sois taimados y arteros…
En ese instante, se llevó una mano a un costado y desenvainó una daga de hoja ondulada de casi un metro de largo.
—Nuestra magia es débil comparada con vuestras piedras rúnicas. Vuestras ciudades están protegidas con esa magia. Pero he estado observando y pensando…
Lor’themar.
—Creo que extraéis vuestro poder de ese manantial de la luz… ¿Cómo lo llamáis? ¿La Fuente del Sol? Sí, creo que de ahí obtenéis ese poder. Sin él, quizá vuestra magia no sería tan extraordinaria.
Liadrin se volvió hacia Dar’Khan, quien ya no era un cadáver viviente, sino que parecía haber recuperado el juicio… De hecho, parecía estar prestando atención incluso.
Lor’themar colocada en su sitio. Acto seguido, rasgo la túnica del forestal, cuyo torso quedó expuesto.
Liadrin intentó mover un dedo, pero no hubo suerte. Respiró hondo, se serenó en la medida de lo posible y volvió a intentarlo.
Y lo logró.
Aunque solo fue un movimiento muy leve, era algo, al menos, Eso significaba que los efectos del humo empezaban a remitir.
Lor’themar, aunque apenas le rozó la piel.
—Quiero saber cómo podría superar el poder de esas piedras rúnicas. Quiero saberlo todo sobre la Fuente del Sol y sus defensas.
En ese instante, Liadrin pensó: Eso era un alivio, al menos.
El líder trol se puso en pie y posó la mirada sobre Liadrin y los demás.
—Quizá vuestro amigo no hable. Es un forestal, ¿no? Sí, son muy duros. Pero vais a ver cómo lo desollamos vivo, le vais a oír chillar hasta que no le quede aliento; quizá así os lo penséis mejor, quizá así alguno de vosotros decida hablar, pero debéis saber que solo os voy a dar una oportunidad.
Dar’Khan. Por último, echó un vistazo fugaz a Galell, que seguía con los ojos cerrados. El silencio se prolongó durante un momento que pareció eterno.
—Vuestra reacción no me sorprende. Sois muy orgullosos. Tal vez os guste mucho luchar y matar, pero que os quede clara una cosa, vamos a pelear hasta que no quede ninguno de nosotros en pie. Os vais a enterar de qué pasta estamos hechos. Presa de la ansiedad, Lor’themar. —Pero primero te voy a abrir en canal para comprobar de qué estás hecho tú.
—¡No! —exclamó Liadrin—. ¡Apártate de él!
La sacerdotisa giró la cabeza hacia Dar’Khan y le suplicó con la mirada que hiciera algo. El mago clavó su mirada teñida de miedo en ella. En ese momento, parecía sentirse totalmente desconcertado e inútil. Hizo un gesto de negación con la cabe, con el que le indicó que todavía no había recuperado la capacidad de lanzar hechizos.
La punta de la daga atravesó la piel de Zul’jin le hizo un largo tajo hacia abajo en vertical.
—No va a ser rápido…
De inmediato, Liadrin intentó invocar a la Luz para curarle esa herida pero aquel humo seguía levantando un muro en su mente.
Lor’themar no chilló, pues se hallaba tremendamente concentrado en la tarea que había iniciado solo unos segundos antes. Había logrado recuperar cierta movilidad en las manos y estaba intentando sacar el diminuto cuchillo que llevaba debajo del cinturón en la zona lumbar.
La sangre manó a raudales por la herida abierta y Zul’jin introdujo sus larguiruchos dedos en ella.
Lor’themar gritó.
Liadrin dirigió su mirada a Galell, quien, de algún modo, había logrado aflojar las ligaduras que le ataban las muñecas. Ahora, estaba intentando soltarse las de los tobillos. Los otros dos trols estaban tan concentrados en la tortura de Lor’themar que no se estaban percatando de nada.
Lor’themar por la cara, por ambos lados, donde el pañuelo no le tapaba.
Galell logró soltarse, cayó al suelo y rodó a un lado. Inmediatamente, se puso en pie y cogió una de las lanzas que estaban apoyadas sobre la pared. El trol que se encontraba más cerca de él se giró y abrió los ojos como platos a la vez que lanzaba su lanza. Galell esquivó el proyectil por muy poco y, al mismo tiempo, el trol hizo ademán de coger el hacha que llevaba atada al cinturón.
El joven sacerdote vaciló por un breve instante y, de repente, cruzó de un salto la estancia y le clavó su lanza al trol en el cuello, atravesándole también la garganta. El trol alzó ambas manos y trató de agarrar a tientas la punta ensangrentada de la lanza que emergía de su cuello mientras intentaba seguir respirando como podía. Cayó hacia atrás a la vez que un inmóvil Galell lo contemplaba fijamente. Observó cómo el trol agitaba los brazos en el aire en vano mientras su sangre empapaba el suelo de piedra.
Nunca había matado a nadie, pensó Liadrin.
Zul’jin se giró y atacó con su cuchillo ondulado, cuya hoja silbó al rasgar el aire a solo unos centímetros del rostro de Galell, quien se tambaleó hacia atrás, al resbalarse con la sangre del trol moribundo.
Lor’themar había logrado sacar el diminuto cuchillo que llevaba en la parte de atrás del cinturón. Cortó las cuerdas que le ataban las muñecas y se alzó, con sumo dolor, hasta poder alcanzar las ligaduras de los tobillos, que cortó a continuación.
Galell se hizo con una de las hachas que el trol caído llevaba en su cinturón Se puso en pie como un rayo y arremetió contra Lor’themar.
El trol de la cicatriz se dispuso a arrojar su lanza contra Galell pero Zul’jin cargó hacia él, con la daga en ristre, justo cuando el joven sacerdote cogía la máscara para utilizarla a modo de escudo. La punta de la daga del líder trol se clavó en la madera. Galell se abalanzó sobre su rival.
En ese instante, Lor’themar cayó al suelo, mareado y adormilado por culpa de la sangre que había perdido.
Liadrin intentó librarse de sus ataduras a la vez que volvía a sentir esa misma sensación que había notado antes de que alguien tiraba de ella desde lo más hondo de su ser. Lanzo una mirada a Dar’Khan, que seguía colgado totalmente quieto y con los ojos cerrados. Esa sensación se intensificó por un breve instante y, acto seguido, se disipó. Cabía la posibilidad de que el mago hubiera recuperado su capacidad de concentración, así que tal vez… Liadrin cerró los ojos y expandió su consciencia para alcanzar la Luz.
Zul’jin agarró con fuerza la máscara que sostenía Galell y tiró de ella obligando así al joven sacerdote a girar, lo que provocó que este se estampara contra la puerta de madera, a continuación, el líder trol cogió un hacha que llevaba colgada del cinturón y se dispuso a romper a hachazos la máscara que Galell utilizaba como defensa improvisada.
El trol de la cicatriz saltó al piso inferior y se cernió amenazante sobre Lor’themar. Acto seguido, alzó su lanza por encima de la cabeza, dispuesto a propinar un golpe letal.
Lor’themar rodó hacia delante, se detuvo justo detrás de una de las piernas de su atacante y, con la diminuta hoja que había utilizado para liberarse, le cortó el tendón de Aquiles justo por encima del tobillo. El trol de la cicatriz aulló de dolor y trastabilló hacia atrás, de modo que fue a caer sobre los escalones.
Entretanto, Galell notó cómo la puerta que tenía a sus espaldas temblaba violentamente, por culpa de los golpes que recibía desde el otro lado, al mismo tiempo que intentaba esquivar la mortífera hacha de Zul’jin.
Liadrin por fin sintió el cálido resplandor de la Luz, que inundó su ser mientras se concentraba en todo el dolor y horror que había experimentado en los últimos minutos para redirigirlo hacia la mente de Zul’jin.
Lor’themar intentó coger un hacha que se encontraba caída en el suelo muy cerca de él. Logró alcanzar el mango al mismo tiempo que se esforzaba por ponerse de rodillas.
Zul’jin dejó de atacar a Galell de un modo tan implacable, sus ataques se volvieron más lentos. El líder guerrero se tambaleó como si estuviera aturdido y se llevó la mano libre a la cabeza, como si estuviera sufriendo un terrible dolor y un ataque de paranoia y terror. No obstante, Galell ya no podía soportar más las constantes embestidas que recibía la puerta desde el otro lado. El joven sacerdote arrojo la máscara al suelo, se volvió y concentró sus esfuerzos en mantener la puerta cerrada.
En ese momento, unas manchas oscuras aparecieron en la visión periférica de Lor’themar, quien era consciente de que a duras penas había recuperado el dominio de su mente y su propio cuerpo. Se esforzó por mantener la concentración mientras el trol de la cicatriz, que no estaba dispuesto a aceptar la derrota a pesar de tumbado boca abajo y ser incapaz de ponerse en pie, se movía para adoptar una posición que le permitiera atacar a su adversario.
Liadrin se dio cuenta de que Lor’themar, el pánico dominó a Liadrin por una fracción de segundo y perdió totalmente el contacto con la Luz.
El trol arremetió contra el forestal. Lor’themar logró bloquear el golpe con su hacha cuando la punta de la lanza se hallaba ya a solo unos centímetros de su objetivo. El mango de la lanza se hizo añicos y el forestal gritó de dolor en cuanto las astillas de madera se le clavaron en el hombro. Entonces, lanzó un hachazo del revés y estuvo a punto de decapitar al trol. La criatura se llevó las manos a la profunda herida que su rival le había abierto en la garganta, de la que manaba sangre a borbotones, y rodó de costado.
En ese instante, Dar’Khan. Las gotas de sudor surcaban el rostro del mago, quien tenía los ojos cerrados y los dientes apretados, y cuyas venas del cuello y las sienes parecían estar a punto de estallar.
Si bien Zul’jin se había recuperado ya del ataque mental de Liadrin, fingió que seguía muy débil por solo un segundo más, mientras evaluaba la situación y repasaba con sumo cuidado sus opciones. Con una rapidez inusitada, agarró a Galell del pelo, lo apartó de un terrible empujón de la puerta y le hizo la zancadilla.
La puerta se abrió de manera violenta y unos cuantos trols entraron en tropel. Tres de ellos rodearon a Lor’themar y alzaron sus lanzas.
Zul’jin obligó a Galell a arrodillarse de un empujón, a la vez que aferraba con más fuerza si cabe al sacerdote del pelo y cogía impulso con el hacha para propinarle el golpe letal…
Liadrin notó que esa sensación de que alguien estaba tirando de sus tripas iba en aumento, hasta que sintió que toda su esencia estaba siendo arrancada de ese lugar en particular, del mundo.
Zul’jin blandió el hacha con todas sus fuerzas justo cuando Galell se desvanecía, de tal manera que la otra mano del trol solo sujetaba el vacío cuando la hoja hendió unas diminutas partículas de luz que revoloteaban en el aire.
El líder trol se giró y la ira ardió en sus ojos mientras varios guerreros trols más entraban en avalancha en la estancia.
Llegaban demasiado tarde. Los prisioneros habían escapado.
CAPÍTULO DOS: CAEN LAS SOMBRAS
Capítulo dos: Caen las sombras
Liadrin y Galell estaban sentados en la cima de Agujas del Sol. Al sur, relucían las radiantes cúpulas y los majestuosos y altísimos pináculos de la ciudad de Lunargenta.
Pero lejos, en el horizonte, un fulgor resplandecía, su brillo rivalizaba con el resplandor del sol que se reflejaba en el Mare Magnum. Un esplendoroso haz de luz atravesó las nubes, un rayo de la Fuente del Sol: el magnífico corazón de su sociedad, la fuente que alimentaba sus energías místicas, una fuente aparentemente inagotable de poder arcano.
Era la Fuente del Sol la que hacía que el reino elfo de Quel’Thalas pudiera existir, era la Fuente del Sol la que hacía posible que los elfos nobles pudieran vivir de ese modo. Sus energías proporcionaban poder a los magos que habían levantado ese reino y permitía que se conjuraran muchos de los hechizos que utilizaban en su vida diaria. Mientras la Fuente del Sol existiera, el futuro del pueblo de Liadrin parecía tan brillante como las radiantes energías de la misma fuente sagrada.
Claro que el futuro no siempre había sido tan prometedor para los elfos nobles. Miles de años atrás habían sido expulsados de su tierra natal de Vallefresno por ser adeptos a la magia… a una magia que había atraído la atención d ela demoníaca Legión Ardiente y había provocad la Guerra de los Ancestros.
No obstante, la magia se había convertido en una parte fundamental y básica de las vidas de los elfos nobles, como lo era comer o respirar. Sin embargo, acabaron rechazando las viejas costumbres de sus hermanos kaldorei (la adoración de la luna y a la diosa Elune) y decidieron idolatrar al sol. También viajaron hasta estas nuevas tierras y se asentaron en un territorio que había pertenecido en su día a los trols, donde fundaron su reino, que defendían de manera incansable.
Y mira todo lo que hemos logrado, pensó Liadrin mientras cerraba los ojos. Incluso ahora era capaz de notar cómo el calor de la Fuente del Sol inundaba su ser. La luz de esa fuente iluminaba todos los momentos del día de los elfos nobles. Los bañaba con su luz, los alimentaba sin cesar.
Les permitía prosperar.
Liadrin estaba tumbada boca arriba, con una sonrisa relajad dibujada en su rostro, mientras repasaba mentalmente la ceremonia de ascenso a la que había acudido esa mañana. Recordó el aspecto magnífico que había tenido Lor’themar.
También se acordó de cómo el sumo sacerdote Vandellor se había inclinado hacia ella para hacerle una confidencia:
—Es un joven excelente… seguro que hará muy afortunada a alguna damisela cuando llegue el momento.
Liadrin negó con la cabeza. Así era Vandellor, siempre velaba por los intereses de la sacerdotisa.
Tras el asesinato de sus padres, fue Vandellor quien reunió el papel de su padre, así como el de su mentor en los caminos de la Luz. Ambas funciones las había ejercido de manera excelente.
Aún así, Liadrin no quería que ese viejo elfo se inmiscuyera en su vida romántica. Al fin y al cabo, tales cuestiones nunca debían forzarse. Había respondido al comentario de Vandellor con una sonrisilla y una mirada de reproche. Ante lo cual, el sumo sacerdote había alzado ambas manos, con las palmas hacia fuera, en señal de rendición, y se había vuelto a acomodar en su asiento.
A la izquierda de Vandellor, se encontraba el gran magíster Belo’vir, quien acababa de comentar lo bastante alto como para que Liadrin pudiera escucharlo:
—Por el mero hecho de que tú jamás hayas querido casarte, no tienes derecho a insistir en que debe prometerse en matrimonio.
—Bueno, yo nunca pude encontrar a nadie capaz de soportarme —replicó Vandellor—. Al menos, ella no tendrá ese problema.
Liadrin reprendió a ambos hombres con delicadeza.
—Sois incorregibles. No me extraña que nunca os casarais. Y ahora, por favor, espero que tengáis la amabilidad de no seguir hablando sobre mí como si no estuviera presente.
El gran magíster se recostó, suspiró y masculló:
—No será de tu sangre, pero no cabe duda de que se parece a ti.
Liadrin contuvo una risita. Desde que ella tenía uso de razón, ambos hombres habían sido amigos. Habían crecido juntos, habían librado incontables batallas codo con codo y, en ocasiones, a Liadrin le daba por especular sobre en qué clase de líos se habría metido cuando eran jóvenes. Ahora, en el otoño de sus vidas, le recordaban más a una vieja pareja que discutía continuamente que a ninguna otra cosa, lo cual siempre la hacía reír.
Mientras tanto, en la plaza, Sylvanas había continuado con la ceremonia.
—Con este Fora’nal te nombro Alar’annalas, señor forestal de los Errantes. La bondadosa gente de este reino puede descansar tranquila al saber que siempre estarás aquí para protegerlos, para defenderlos de cualquier amenaza.
Remató sus palabras con un «belono belore’dorei», que significaba «soporta bien tus pesadas cargas, hijo del sol».
Incluso el rey Anasterian había hecho acto de presencia brevemente para desearle a Lor’themar un éxito prolongado. El rey parecía hallarse muy anima, a pesar de su débil salud, que había ido declinando de manera continuada en los últimos años. Liadrin se maravilló ante su fino pelo, que llegaba casi hasta el suelo y brillaba con un blanco tan deslumbrante que prácticamente daba la sensación de que refulgía. Tras darle sus mejores deseos, el rey partió junto a un pequeño grupo de consejeros vestidos con túnicas.
Si bien cabía la posibilidad de que Liadrin se equivocara, tuvo la sensación de que esos consejeros habían sido portadores de malas noticias, pues creía haber atisbado un gesto de preocupación en el semblante de Anasterian antes de que se lo llevaran con premura.
Entonces, había vuelto a centrar su atención en Dar’Khan también habían estado presentes cuando había sido ascendido a capitán forestal. Pero esta ceremonia era especial, al igual que lo era su protagonista.
Quel’Thalas y, por tanto, los elfos se habían visto obligados a participar en la contienda.
Zul’jin, ni siquiera esos dragones legendarios infinitamente sabios y fuertes, pudieron superar el escudo mágico (que recibía sus energías de la Fuente del Sol, por supuesto) que protegía la capital de los elfos.
Mientras el Pozo del Sol nos proteja, nuestro reino será invencible, pensó Liadrin con orgullo.
Gracias al apoyo de los ejércitos de la Alianza, Lor’themar y Sylvanas habían avanzado por el sur bajo el mando de Alleria, la extraordinaria hermana de Sylvanas.
Eso provocó que el grueso de las fuerzas de la Horda tuviera que dirigirse al oeste y abandonar el inútil asedio de Lor’themar y los ejércitos de la Alianza persiguieron a la Horda, mientras Sylvanas y su robusto contingente elfo se quedaban atrás para eliminar esa amenaza que aún permanecía allí.
El rey Anasterian vio entonces la oportunidad de cambiar para siempre el equilibrio de poder entre los elfos y los trols. Con ese fin, envió a unos cuantos magos y sacerdotes a ayudar a los forestales a detener y eliminar a las fuerzas Amani que todavía quedaban en pie.
Liadrin fue asignada al pelotón liderado por Halduron Alasol. Ese día, el cielo se tiñó de color rojo sangre, el aire hedió a cenizas y fuego y los pulmones le ardieron por culta de esos devastadores infiernos que engullían los bosques. Ese día, el destacamento de Halduron logró atrapar y capturar al legendario Zul’jin sin querer, de modo accidental.
Como los incendios se habían extendido de manera errática e imprevisible, Zul’jin y un puñado de sus camaradas se separaron del grueso del ejército de sus hermanos Amani y se vieron empujados hacia la orilla del lago Darrowmere; no obstante, fueron incapaces de alcanzarlo por culpa de las enormes columnas de fuego que devoraban los árboles.
Halduron y sus forestales acabaron con los camaradas de Zul’jin había perdido el contacto con el ejército Amani por culpa de esas terribles tormentas de fuego, Halduron se había alejado de las fuerzas de Sylvanas.
Como los exploradores fueron incapaces de hallar un camino entre las llamas, decidieron que los forestales tendrían que esperar. El destino de Zul’jin se encontraba en manos únicamente de Halduron, quien se hallaba agotado por la batalla y separado del resto de las fuerzas aliadas.
Muchos de los forestales del pelotón de Halduron habían perdido compañeros o seres queridos por culpa de las sangrientas campañas de Zul’jin, por lo que su furia no iba a poder ser aplacada fácilmente. Mientras el sol iba abandonando el cielo, continuaron golpeándolo, cada vez más y más violentamente, hasta que uno de los hombres de Halduron cogió un cuchillo y le arrancó el ojo derecho.
Al final, Liadrin tuvo que llevarse a Halduron a un rincón.
—Aunque soy consciente de que no has buscado mi consejo en este asunto, he de señalar que considero inútil proseguir con este tormento. Si vamos a matarlo, acabemos ya de una vez con él. La tortura siempre deja un sabor amargo.
Halduron suspiró.
—Yo no debo tomar ese tipo de decisiones.
Liadrin entendía el razonamiento del forestal, pero ahí había más de lo que parecía a simple vista, había algo en su comportamiento que revelaba que actuaba impulsado por unas motivaciones que no estaba dispuesto a compartir.
Mientras Liadrin cavilaba, una sombra planeó sobre el rostro de Halduron. Acto seguido, una lanza de madera fue a clavarse en el costado izquierdo del teniente. Los refuerzos de Zul’Aman habían hallado un camino por el que cruzar el lago y habían tomado posiciones en esas estructuras desmoronadas que les brindaban protección. Mientras Halduron recuperaba el equilibrio, Liadrin le extrajo el resto de la lanza y logró canalizar la luz suficiente como para que el forestal pudiera sanarse y preparar el contraataque. Halduron reunió a su pelotón, con el fin de peinar el perímetro y acabar con sus atacantes.
Liadrin los acompañó. Pronto, descubrieron que esa fuerza de asalto era muy reducida y estaba dispersa; solo eran un puñado de trols que habían logrado atravesar las llamas. Para cuando llegó la medianoche, habían dado buena cuenta de todos sus adversarios. Sin embargo, al regresar a las ruinas, Liadrin se topó con algo que quedaría grabado a fuego en su memoria.
Un extremo de la cadena seguía sujeto a la columna de piedra, pero el otro, que se encontraba en el suelo y cuyo extremo acababa en un grillete, seguía atado al brazo de Zul’jin, que había sido cortado justo a la altura del hombro. También había desaparecido la lanza que Liadrin le había arrancado a Halduron del torso. Asimismo, una gran cantidad de sangre empapaba el suelo en un radio muy amplio.
De ese modo, el infame Zul’jin se convertiría en un lema habitual entre los Amani.
No obstante, a pesar de su importancia para la Horda, el viejo trol desapareció por completo. Había pasado más de una década y Liadrin se preguntaba si Zul’jin seguiría vivo o no.
En ese instante, abandonó su ensimismamiento y disfrutó de la calidez del sol que acariciaba su rostro, a la vez que dejaba de contemplar la distante Fuente del Sol y decidía posar la mirada sobre esas ajetreadas calles, donde unos niños corrían de aquí para allá riendo mientras unos ciudadanos realizaban sus tareas dianas con determinación. La calma y la paz dominaban en el reino, lo cual, si uno creía en los rumores, contrastaba tremendamente con lo mucho que estaban sufriendo los humanos.
En las últimas semanas, habían corrido rumores por Lunargenta de que se había desatado una plaga de no-muertos, una epidemia que había arrasado aldeas enteras y cuyas víctimas resucitaban como cadáveres hambrientos y agresivos decididos a sembrar el caos y provocar masacres.
Se estremeció al pensar en esas historias sobre muertos que atacaban a sus parientes vivos. Incluso se rumoreaba que habían tenido que sacrificar una ciudad entera (¿Cómo se llamaba? ¿Stratholme?), que habían tenido que masacrarla para contener la epidemia. Todo resultaba realmente aterrador, lo cual le hacía sentir aún más sana y salva en la Tierra de la Primavera Eterna de los elfos y daba aún más razones a su gente para permanecer alejados de los humanos.
Miró a Galell, quien no estaba observando nada en particular. Se preguntaba en qué estaría pensando ese joven, que había dejado de ser un mero aprendiz para convertirse en un sacerdote querido y muy respetado. La propia Liadrin (aunque intentó recordarse a sí misma que no debía mostrarse demasiado orgullosa de ello) había tenido mucho que ver con su gran progresión. Galell le había dicho en muchas ocasiones que nunca podría agradecérselo como era debido… y en todas esas ocasiones, ella le había recordado gentilmente que no hacia falta que lo hiciera. Después de todo, gracias a él, había podido sobrevivir ese día en que acabaron encerrados en un escondite trol.
A veces, todavía se preguntaba cómo había logrado Galell deshacerse de sus ataduras. Siempre que se lo preguntaba, él se limitaba a sonreír y responder: «Si no te ocultara algún secreto, nuestra relación no tendría ninguna gracia, ¿eh?». Y la reacción de Liadrin siempre era la misma: sonreía mientras negaba con la cabeza.
Hubo alguna que otra ocasión en la que Liadrin intuyó que el joven sacerdote sentía algo por ella. Sin embargo, a ella le resultaba imposible considerarlo algo más que una versión joven de sí misma…, no, esa comparación era injusta… No le era posible considerarlo algo más que un hermano pequeño, por lo cual su relación no podía ir mucho más lejos. Sospechaba que Galell era consciente de lo que ella opinaba al respecto, por esa razón nunca hablaban sobre el tema.
—¿Es una reunión privada, o puedo unirme a vosotros?
Liadrin alzó la mirada y una afectuosa sonrisa se dibujó en su rostro al ver a Lor’themar.
—¿Todo un Alar’annalas me pregunta si puedo disfrutar de su compañía? —replicó Liadrin, quien se puso en pie para darle un abrazo al forestal justo cuando alguien hizo un comentario desde la puerta.
—Yo he hecho mucho por él para que llegue tan alto. ¡No creáis que ha alcanzado tanta notoriedad por sí solo!
Dar’Khan se reía de cosas que solo él sabía o que solo a él le hacían gracia.
—Como que tú no has sido siempre muy ambicioso —replicó Lor’themar se sentó—. Dar Khan ha estado estudiando detenidamente las defensas de nuestra ciudad…
—Esa es una información que pretendo utilizar de un modo juicioso, os lo aseguro —afirmó el mago al mismo tiempo que tomaba asiento—. Si la Segunda Guerra nos enseñó algo, es que nuestras defensas no son infalibles En mi opinión, Lor’themar ya conoce cuáles son sus debilidades… pero creo que necesitaremos el apoyo de alguien que no sea un militar para que la Asamblea abra los ojos en esta manera.
—Lo cual aprovechará para postularle como el candidato ideal a gran magíster —sugirió Galell.
A Dar’Khan le centellearon fugazmente esos ojos verdeazulados que tenía, al mismo tiempo que lanzaba una mirada teñida de reproche al joven sacerdote. Resultó evidente que tuvo que hacer un gran esfuerzo para responder con un tono de voz sereno.
—Ese es un cargo que debería haber ocupado hace mucho. ¿Acaso es un pecado ansiar que a uno le reconozcan sus logros?
La mirada del mago dejó de ser tan dura en cuanto llegaron las bebidas para los ahí presentes.
Liadrin reflexionó acerca de lo envidioso que parecía haberse vuelto Zul’jin. Liadrin se preguntaba hasta qué punto le habían reconcomido por dentro todos esos años plagados de resentimiento.
—Aunque lo más importante de todo es proteger la Fuente del Sol, por supuesto —concluyó Dar*Khan, cuya mirada se dirigió rápidamente hacia Lor’themar.
—Esa es una gran verdad —admitió el señor forestal.
Entonces, reinó un silencio que te prolongo hasta que Liadrin decidió romperlo.
—Recuerdo que, cuando nos capturaron los trols, pensé que quizá Dar’Khan, ya que las siguientes palabras iban dirigidas especialmente a él. —Debemos sentirnos agradecidos por lo que tenemos. Debemos dar las gracias por las vidas que vivimos, por la paz que disfrutamos.
—Sí, y también debemos dar las gracias por poder contar unos con otros —apostilló Lor’themar—. Seguimos vivos porque permanecimos juntos. No debemos olvidar que somos tan fuertes porque permanecemos unidos.
—En efecto. —Liadrin se incorporó mucho más animada—. Brindemos por el bendito fulgor de la Fuente del Sol. ¡Por la Luz! Y, por ti, Lor’themar, por supuesto. Felicidades por tu ascenso. Pero sobre todo, brindemos por mantenemos siempre unidos… O todos o ninguno.
Liadrin alzó su copa y se preguntó si sus palabras habrían llegado muy hondo a Dar’Khan; sin embargo, el mago mantuvo un gesto inescrutable cuando levantó su propio cáliz.
El resto se sumó al brindis y tres voces replicaron al unísono:
—O todos o ninguno.
La vida les sonreía. La serenidad y la paz reinaban en la ciudad.
Pero eso no iba a durar.
Liadrin se encontraba sobre el adarve de las puertas interiores de Lunargenta, observando nerviosamente el avance torpe, pesado y decidido de los no-muertos, preguntándose cómo y por qué su pueblo volvía a hallarse entre la espada y la pared. A unos metros a su izquierda se hallaba Vandellor, quien le lanzó una mirada fugaz y reconfortante.
La peste se había extendido de tal forma que los humanos no eran capaces de contenerla. Y lo más perturbador de todo era que el propio rey de Lordaeron, Terenas Menethil II, había muerto. Se rumoreaba que lo había asesinado su propio hijo, ni más ni menos. Ahora, las ciudades humanas no eran más que un montón de ruinas (la misma capital había quedado reducida a escombros) y el torvo espectro de la muerte avanzaba amenazadoramente hacia las murallas de los elfos.
Una fuerza maléfica guiaba los movimientos de esos ejércitos de cadáveres. Liadrin se preguntó distraídamente si esa figura distante montada a caballo sena su amo. Esa silueta recortada ante el ciclo abrasador se hallaba en la cresta de una montaña muy alta sobre la que permanecía totalmente inmóvil, aunque su capa y su pelo espectralmente blanco sí se movían mecidos por el viento. A su alrededor avanzaban los no-muertos en tropel, coronando la cima como si fuera una única ola implacable e inagotable.
Un abrumador hedor a podrido había precedido la llegada de ese ejército de no-muertos; era la pestilencia propia de un matadero de una necrópolis, de los muertos putrefactos. A pesar de que los elfos apenas habían tenido tiempo para prepararse. Liadrin halló consuelo al pensar que sus defensas mágicas eran impenetrables. Se dijo a sí misma que todo iría bien al mismo tiempo que bajaba su mirada hacía esa grotesca muchedumbre que se agolpaba allá abajo.
Unos necrófagos, que avanzaban arrastrando los pies y estaban tan descompuestos que habían perdido cualquier semejanza con un ser humano, conformaban la vanguardia enemiga Tras esos cadáveres putrefactos, marchaban de un modo caótico unos esqueletos con armadura. Entre estos, caminaban unas abominaciones descomunales, del tamaño de un ogro, que hacían estremecerse a la tierra mientras progresaban lentamente y blandían ganchos, cadenas y guadañas manchados de sangre. Esas monstruosidades horrendas parecían haber sido creadas uniendo retales de diferentes cadáveres; algunos de ellos incluso poseían unas extremidades añadidas que se agitaban ante sus hinchados torsos. Muchos de ellos dejaban un rastro de vísceras sanguinolentas que caían de unas enormes heridas abiertas en sus cuerpos.
Entre esas aberraciones, había algunas seres que todavía parecían humanos; muchos de ellos eran ancianos demacrados ataviados con largas túnicas, que portaban bastones y llevaban sobre la coronilla alguna calavera de animal a modo de adorno; esos seres, que practicaban una magia atroz y manipulaban la vida y la muerte de manera macabra a su antojo, eran nigromantes. En ese instante, Liadrin captó cierto movimiento en el horizonte… y divisó algo más repugnante que esas atrocidades grotescas que portaban cadenas. Esos engendros se asemejaban a unas arañas colosales. Liadrin recordó entonces historias que había oído contar sobre los aqir, una raza de insectos inteligentes hacía mucho tiempo olvidada, cuyos ancestros habían poblado esas mismas tierras en el pasado, antes de que los trols los expulsaran hace milenios. Si bien el imperio aqiri ya no existía, cabía la posibilidad de que algunos supervivientes de esa raza hubieran sobrevivido escondidos en los rincones más remotos del mundo.
De repente, una voz rasgó el aire y resonó con claridad, como si su dueño se hallara a solo unos metros de distancia. Liadrin supo enseguida que pertenecía a esa misteriosa figura montada a caballo. Fue un bramido estentóreo, áspero y frío, en el que todavía podían detectarse leves trazas de humanidad.
—El reloj de arena se vacía. Bajad vuestras defensas. Si me permitís acceder a la Fuente del Sol. os recompensaré con la servidumbre eterna. Si os negáis… no solo acabaré con vuestras vidas, sino también con las de aquellos que amáis, con las de vuestros padres e hijos, de modo que no quedará nadie para llorar vuestra muerte.
Aunque los ecos de su voz se prolongaron varios segundos, su propuesta solo recibió el silencio por respuesta.
Liadrin miró a Vandellor en busca de cierto consuelo, pero el viejo sacerdote parecía concentrado en evaluar a la multitud congregada ahí abajo. Más allá de él. Cerca de la torre de guardia occidental, se hallaba el gran magíster Belo’vir, con los brazos cruzados y aparentemente imperturbable, pensó fugazmente en Galell quien se había presentado voluntario para ayudar a reunir a todos los niños de la ciudad por si al final había que evacuarlos.
Solo por precaución, por supuesto, se recordó Liadrin a si misma, quien aferró su bastón con más firmeza si cabe al echar la vista atrás para contemplar la Plaza Alalcón. La plaza, que normalmente bullía de vida, se hallaba espeluznantemente vacía. Acto seguido, volvió a posar su mirada sobre el ejército reunido ahí fuera. Seguramente, esas fuerzas repugnantes no suponían una verdadera amenaza. Al fin y al cabo, si ni siquiera los dragones rojos habían sido capaces de penetrar sus defensas en el pasado, ¿cómo iba a hacerlo una muchedumbre de cadáveres animados sin mente?
Bajo la guía del rey Anasterian y con el poder de la Fuente del Sol a nuestro alcance, seguramente podremos repeler cualquier ataque.
Aún así, había algo que no encajaba… Si ese señor d ela guerra de pelo blanco de esa cima poseyera de verdad el poder necesario como para entrar en su ciudad, ya había irrumpido en ella. ¿A qué venían entonces esas fanfarronerías? Era como si estuviera aguardando a algo, haciendo tiempo…
Esperando una señal.
En cuanto An’telas. Eso significaba que la magia que debería haber ocultado ese templo al aire libre había sido anulada. Además, los guardianes que tenían que haber estado apostados junto a sus columnas parecían haberse esfumado.
Ordenó a sus forestales que se desplegaran y exploraran la zona. Su teniente, Ry’el, transmitió la orden.
El pelotón de An’telas.
La zona que circundaba el templo estaba repleta de huellas y los árboles y la maleza próximos habían sido apartados por lo que debía de ser una fuerza de tamaño considerable procedente del oeste, pero lo más llamativo de todo era la hierba quemada, las plantas marchitas y la tierra devastada que marcaba el camino que habían seguido los intrusos. Lor’themar no estaba seguro de que podría haber causado exactamente esa devastación tan extraña, pero no perdió el tiempo especulando.
Temía que el factor tiempo fuera vital, sobre todo si…
Mientras bajaba de la cima, el tejado del templo quedo a la vista, de modo que pudo divisar el altar que había dentro.
Vio que había sido reducido a escombros.
A Lor’themar se le aceleró el corazón: el cristal lunar incrustado en el altar había desaparecido. Se lo habían llevado. Pero ¿cómo? ¿Quién? ¿Acaso lo habían robado algunos buscadores de tesoros? ¿O lo había sustraído ese ejército que marchaba hacia el norte cuyo avance había percibido?
An’telas había sido erigida en medio de una intersección de líneas ley, unos canales de inmenso poder mágico que discurrían por las entrañas de la misma tierra, Ese puesto avanzado se había construido sobre una convergencia no tan importante como la Fuente del Sol. ya que esta fuente sagrada había sido levantada justo encima de un descomunal cruce de canales de energía arcana.
En An’telas, incrustado en ese altar ahora destrozado, se había hallado hasta entonces uno de los tres cristales lunares. Según la leyenda, el cristal que se guardaba ahí había sido extraído del Ojo Esmeralda de Jenna la cuando el mundo aún era joven.
Había otros dos cristales más; ambos se encontraban enclaustrados en otros templos levantados en otras intersecciones de líneas ley: uno era un trozo de la Piedra Ametista de Hannalee; el otro, un fragmento del Cuerpo de Zafiro de Enulaia.
Esos tres cristales, cargados de energía gracias a las lineas ley, transmitían las arcanas energías de la tierra a la red mágica que protegía Lunargenta. Ese domo de energía era conocido por los elfos como Ban’dinoriel: el Guardián de la Puerta. Se trataba de una barrera defensiva de un poder inconmensurable que hacía palidecer por comparación a las piedras rúnicas, que alimentaban el campo exterior de atenuación; un campo que solo permitía utilizar la magia élfica.
Pero ahora, uno de esos cristales había desaparecido. A pesar de que Lor’themar se aproximó a los escombros y los revisó concienzudamente, la piedra no aparecía por ningún lado. Salió del templo y se arrodillo sobre el suelo del bosque.
Había unas marcas muy profundas en ese terreno quemado; se trataba de un conjunto muy variado de huellas que no se parecían a nada que Lor’themar hubiera visto antes. Y ese olor… esa pestilencia a osario que le revolvía a uno las tripas e impregnaba toda la zona…
Ry’el regresó y afirmó que no había hallado ni rastro de los guardianes ni de ningún enemigo.
Lor’themar consideraba que no se podían permitir el lujo de retroceder, no si su reino estaba en peligro.
Mientras cabalgaba raudo y veloz, una sene de pensamientos dieron vueltas por su cabeza a la misma velocidad. Si esos tipos que habían asaltado el templo pertenecían a ese ejército, ¿con qué fin habían robado los cristales? En teoría, quizá fuera posible acabar con el Guardián de la Pueda con el poder de esos objetos, esa era una de las debilidades de su sistema defensivo que Lor’themar, pero tal y como le había dicho al mago en su momento…
Por el mero hecho de arrancar los cristales de su sitio, la barrera no iba a colapsarse de inmediato. Si bien el robo de estas reliquias mágicas provocaría que el escudo fuera menguando de potencia con el paso del tiempo, los magos de Lunargenta eran más que capaces de canalizar las energías de la Fuente del Sol para mantener levantadas sus defensas. En realidad, usaban los cristales porque era más conveniente y mucho más eficaz que obligar a los magos a canalizar esa magia todo el día.
No obstante, había otra posibilidad remota de superar sus defensas. Consistía en revertir el flujo de energía de los cristales, lo cual provocaría una sobrecarga que podría hacer que la barrera se viniera abajo. Pero tal hazaña requeriría contar con una fuente de energía de una potencia inconcebible.
Lor’themar aceleró el paso, pues no quería correr ningún riesgo… pero no solo por eso, sino porque unos descorazonadores malos augurios se habían adueñado de lo más hondo de su ser, por unos pensamientos que habría preferido no tener y que le estaban reconcomiendo por dentro.
En todos los años que habían pasado desde el descubrimiento de esas intersecciones, ningún enemigo exterior había descubierto jamás la existencia de los templos ni de los cristales que albergaban en su interior, ni siquiera los trols. Ese secreto lo conocían únicamente los elfos nobles. Sin duda alguna, ninguno de ellos se habría atrevido a traicionar a su raza, aunque lo hubieran capturado y torturado, como le había ocurrido a él. Sin lugar a dudas, ninguno de los suyos seria capaz de poner en peligro todo lo que habían construido y defendido con tanto ahínco.
Esos malos augurios se transformaron entonces en una tremenda sensación de premura. El señor forestal ordenó a sus hombres que comerán al máximo.
Cuando el sol del mediodía alcanzó su cénit, la hedionda podredumbre que procedía del otro lado de las murallas era ya insoportable.
Un mar turbulento de horrendas monstruosidades se extendía ante Liadrin. Ahí no había ninguna formación discernible, pues no parecían tener ningún interés en organizar sus fuerzas de algún modo estratégico, sino que lodo lo fiaban a acercarse lo más posible a la muralla en tropel, ya que sus tropas eran innumerables. La avalancha de cadáveres que coronaban la cresta de la montaña había ido menguando hasta convertirse en un mero goteo constante. Liadrin pudo comprobar que el terreno que ese ejército había atravesado hace poco tenía ahora un color repugnante, mezcla de negro y púrpura, que, literalmente, parecía una cicatriz.
La hierba, el suelo, la piedra… nada es inmune a esta peste, reflexionó Liadrin sombríamente.
Entonces, divisó movimiento en la cima de la montaña y pudo distinguir unos carros con ruedas empujados por unos cadáveres putrefactos, en los que transportaban montones de… algo; la sacerdotisa fue incapaz de discernir qué era eso en concreto. Los carros se detuvieron en la cima y entonces pudo comprobar que eran catapultas. Algunos cadáveres arrastraron esos montones de cosas inidentificables hasta esas máquinas de asedio para utilizarlos como munición.
En ese instante, una de las criaturas necrófagas de allá abajo se acercó demasiado a la muralla y rebotó al estrellarse contra la barrera defensiva invisible. En otras circunstancias, la estúpida expresión que se dibujó en la cara de esa criatura quizá hubiera resultado cómica. El engendro se trastabillo hacia atrás y cayó, perdiendo la parte inferior del brazo derecho en la caída. Entonces, hizo algo que era al mismo tiempo absurdo y extremadamente enervante; ese engendro cogió la extremidad que había perdido con la mano izquierda y se dispuso a mordisquearla.
Mientras Liadrin reprimía una oleada de náuseas, la voz de esa misteriosa figura montada a caballo, esa voz tan gélida como un frío viento capaz de helarte hasta los huesos, resonó una vez más.
—No sobrestiméis vuestro poder. ¡Y no subestiméis el mío! ¡He sobrevivido a pesadillas inimaginables! He viajado hasta los confines del mundo y he renunciado a todo cuanto quería. No penséis ni por un momento que vuestras murallas doradas me disuadirán. ¡Soy el heraldo del apocalipsis, el portador de la destrucción; el Matarreyes! Os lo vuelvo a repetir, bajad vuestras defensas.
Es él, pensó Liadrin. Arthas, el príncipe caído que asesinó a su rey, a su padre. Arthas, quien ya no era un hombre, sino un monstruo. De repente, la inquietud la dominó, pues conocía al fin la identidad de su enemigo y sabía que este había traído la calamidad a su propio pueblo. Entonces, decidió recurrir al poder del cristal colocado sobre el extremo superior de su bastón para poder concentrarse, para poder desterrar todas las dudas que plagaban su mente y para poder cenarse en el problema que ahora tenía entre manos.
Cerca de la puerta interior se oyó al gran magíster Belo’vir responder con un tono de voz imperativo propio de un barítono.
Infinidad de ejércitos han hollado este mismo suelo y han lanzado las mismas baladronadas que tú —vociferó, con un tono que una tremenda confianza a la vez que resultaba un tanto burlón—. ¡Cómo puedes ver con claridad, todos fracasaron a pesar de sus ímprobos esfuerzos! ¡Y tú hoy no vas a tener más suerte! ¡Ese ejército sin mente que comandas estaría mejor si hubiera permanecido muerto!
El jinete respondió inmediatamente con una fría bravata:
—Ciertamente, conozco a alguien que hubiera deseado que eso fuera así. Alguien al que todos admirabais…
El jinete obligó a su caballo a girar.
—Acércate —ordenó.
Las aberraciones que se hallaban más cerca de él se apartaron y una figura flotó a través del espacio que dejaron. A pesar de la lejanía. Liadrin pudo discernir que era una mujer de su propia raza…
Por un segundo, esa mujer guardó un desafiante silencio. Entonces, la figura montada a caballo hizo un leve gesto. La mujer se retorció y contorsionó, echó la cabeza hacia atrás… y gritó.
Liadrin soltó su bastón para poder llevarse las manos a los oídos y, durante vanos segundos, mientras ese chillido duró, fue incapaz de moverse y apenas pudo respirar. Cuando ese aullido se apagó, la sacerdotisa no estuvo siquiera segura de si había acabado o no, ya que todavía resonaba en sus oídos ese chillido capaz de perforarle los tímpanos. Intentó sobreponerse al mareo subsiguiente mientras esa espantosa mujer hablaba; su voz sonó amplificada, tal y como lo había hecho La del jinete negro que la controlaba.
—Haced… lo que dice. Si… obedecéis, será… misericordioso.
Liadrin oyó entonces que alguien respiraba hondo a su izquierda. Era Vandellor, quien negaba con la cabeza, pues era incapaz de aceptar la verdad que acababa de descubrir, al mismo tiempo que decía:
—Esa voz… se parece a la de…
La desesperación se adueñó del semblante del anciano, a la vez que intentaba distinguir con más claridad esa figura. Liadrin supo inmediatamente qué quería decir. Conocía perfectamente esa voz. Era la voz de alguien que había halagado a Lor’themar en la ceremonia de ascenso, era la voz de alguien a quien los elfos habían considerado una líder valiosa, respetada y querida.
Era la voz de Sylvanas Brisaveloz.
An’daroth.
Al forestal se le partió el corazón al ver un montón de cadáveres desperdigados entre las ruinas. Al igual que en An’telas, aquí los guardianes yacían muertos a plena vista.
Sin ningún género de dudas, los corazones de esos elfos caídos ya no latían: su sangre impregnaba los escombros dispersos y unos agujeros enormes y profundos se abrían en sus pechos, gargantas y espaldas. Aun así, Ry’el ordenó a los demás que hicieran lo mismo.
El segundo cuerpo que el señor forestal examinó tampoco tenía pulso, al igual que el primero. Los ojos de Ry’el le confirmó que el resto de los guardias caídos también estaban muertos.
Lor’themar entornó los ojos y di visó unas sombras que emergían del bosque, a espaldas de sus soldados. En solo una fracción de segundo, sostenía su largo arco en sus manos, en el que ya había colocado una flecha y cuya cuerda había tensado tanto que las plumas del astil le acariciaron la mejilla. La luz del sol que se filtraba por el follaje reveló que sus armaduras y sus facciones eran élficas; sí, eran los guardianes de An’telas. Aliviado, el señor forestal bajó su arco.
Ry’el se volvió en cuanto esos elfos salieron del bosque, Lor’themar se percató de que habían sufrido unas heridas espantosas. Al elfo que encabezaba ese grupo le faltaba casi todo el brazo izquierdo y gran parte del cráneo de modo que su larga melena rubia solo pendía de un lado de su cabeza, ya que en el otro lado solo había una gruesa costra de sangre seca. Los demás habían sufrido unas heridas igualmente atroces; de hecho, resultaba increíble que aún fueran capaces de andar. No obstante, había algo más, algo terriblemente inquietante en la manera que avanzaban lánguidamente en silencio. Sus rostros eran totalmente inexpresivos. No mostraban ningún alivio por haberse encontrado con sus compañeros elfos, ni siquiera evidenciaban el porte sombrío de aquellos que acaban de participar en una batalla y han terminado agotados. ¿Acaso se hallaban conmocionados?
En cuanto Ry’el se les aproximó, el primero de los guardianes alzó su espada y, sin inmutarse lo más mínimo, decapitó al teniente. Al instante, el resto de los guardianes arremetieron contra los forestales, quienes, presa de la incredulidad, se quedaron paralizados momentáneamente, al igual que el propio Lor’themar.
Poco a poco, el señor forestal fue asimilando que los guardianes que estaban atacando a sus hombres estaban realmente muertos. Habían fallecido y, de algún modo, habían vuelto a la vida… con la intención de matarlos tanto a sus hombres como a él. Lor’themar intentó superar su desconcierto para poder reaccionar, pero en cuanto desenvainó su espada, el centinela cuyo pulso había comprobado solo unos segundos antes (ese centinela que estaba muerto, sin lugar a dudas) se levantó silenciosamente y se puso de pie a su espalda.
Liadrin y Vandellor intentaban recuperarse del sobresalto que se habían llevado al haber visto a Sylvanas Brisaveloz, una amada matriarca de su pueblo, convertida en un mero títere desprovisto de vida cuyos hilos manejaba ese príncipe caído. Vandellor se encontraba visiblemente afectado.
—Por la luz… Sylvanas. ¿Cómo puede ser? —masculló lo bastante alto como para que Liadrin pudiera escucharlo.
El gran magíster Belo’vir permaneció en silencio. La sombra de una tremenda tristeza planeaba sobre él. Liadrin notó que una diminuta grieta de incertidumbre se extendía por los cimientos de su fe.
Si la misma general forestal había caído ante este enemigo, ¿de qué más serían capaces esos nuevos adversarios? Cuando Liadrin pisó por primera vez el adarve, hizo gala de una confianza inquebrantable, pero ahora…
Justo entonces, un fogonazo de luz ámbar estalló en el cielo.
Todos elevaron la cabeza hacia el firmamento. Liadrin se giro. Ese rayo solar había surgido del norte, que se hallaba a sus espaldas, del lugar donde se encontraba la Fuente del Sol. La explosión se disipó. En la lejanía, el jinete negro se volvió hacia los miembros más cercanos de esa abominable muchedumbre. Acto seguido, una de esas criaturas le entrego un objeto cubierto con una tela oscura.
El príncipe caldo espoleó a su caballo para que descendiera de esa cima. Su pelo y su capa ondearon al viento mientras esas monstruosidades se apartaban ante él. Enseguida, se halló en una elevación próxima y Liadrin pudo verlo con más claridad; comprobó que su montura era, en realidad, un corcel putrefacto, esquelético y provisto de cuernos, cuyos ojos ardían y cuyas pezuñas refulgían. El expríncipe Arthas por su parte, a pesar de su palidez y de hallarse un tanto demacrado, podría haber pasado por un ser humano.
En ese instante, el líder enemigo se volvió para que todos pudieran contemplar el objeto que sostenía en la mano derecha Súbitamente, habló con su atronadora voz glacial.
—¡Ciudadanos de Lunargenta! Os he dado múltiples oportunidades de rendiros, que habéis rechazado tozudamente.
Entonces, apartó la tela que cubría aquel objeto y lo sostuvo en alto: se trataba de tres cristales unidos, que conformaban una piedra más grande.
Vandellor profirió un grito ahogado y Belo’vir dijo de repente:
—Son los cristales lunares. ¿Cómo es posible?
Esas gemas ardieron allá abajo con un intenso fuego en su interior cuando el jinete proclamó:
—¡Debéis saber que hoy toda vuestra raza y todo vuestro pasado será borrado de la faz de la Tierra! ¡La misma Muerte ha venido a reclamar el noble hogar de los elfos para si!
Una luz multicolor estalló en un fogonazo cegador La muralla que se encontraba a los pies de Liadrin tembló, a la vez que unas líneas de fuego recorrieron la Tierra. Allá en lo alto, la misma esencia de la barrera defensiva de los elfos se vino abajo en cuanto un anillo incandescente se extendió, como una onda en un estanque, a través de ese escudo invisible acompañado de un rugido ensordecedor. Unas cascadas deslumbrantes de energía ondularon ante sus ojos hasta desaparecer. En solo unos segundos, la mayor defensa de los elfos nobles, el Guardián de la Puerta, había caído.
Belo’vir se volvió y bramó:
—¡Arqueros, ocupad vuestras posiciones en la muralla! ¡Preparad los dracohalcones!
A continuación, se giro hacia el magíster más cercano.
—¡Avisa a la Asamblea de que Ban’dinoriel ha caído, de que hay que a izar la barrera de nuevo! ¡Deprisa!
El magíster asintió, se transformó en una luz deslumbrante y se desvaneció.
Los arqueros elfos ocuparon en tropel el adarve, al mismo tiempo que la grotesca turbamulta de aberraciones del otro lado se acercaba como una avalancha. La vanguardia de cadáveres putrefactos logró subir a la muralla por la que treparon a gran velocidad, mientras otros cuantos miembros de ese ejército cavaban frenéticamente por debajo de esta construcción, Belo’vir alzó ambas manos, como si estuviera sujetando una copa invisible entre ellas y, al instante, una turbulenta bola de fuego se formó ante él Los magos posicionados a lo largo del adarve hicieron lo mismo y generaron una serie de orbes ardientes. En solo unos segundos, las llamas se aplanaron y extendieron, creando un lazo de fuego que cubría toda la muralla a lo largo.
Belo’vir y el resto de magos bajaron las manos y, de inmediato, las llamas descendieron por la muralla como un descomunal tapiz ardiente, que incineró a toda la vanguardia del ejército de no-muertos.
En esos instantes, centenares de arqueros se agolpaban en la plaza Alalcón y en el bazar al este. En cuanto Belo’vir dio la orden, los arqueros de allá abajo, así como los de la muralla, colocaron sus flechas en sus arcos y estiraron sus cuerdas al unísono. El gran magíster elevó una mano y, acto seguido, la bajó. Los arqueros dispararon y el silbido de un millar de veloces flechas rasgó el aire. Una andanada que oscureció el cielo sobrevoló la cabeza de Liadrin y cayó sobre la multitud congregada ahí fuera, atravesando extremidades, torsos y cráneos… sin embargo, dio la impresión de que esos proyectiles eran como meras gotas de lluvia para casi todas esas monstruosidades de pesadilla, pues, lamentablemente, ni una sola de esas criaturas mordió el polvo.
El príncipe caído se volvió hacia Sylvanas e hizo un leve gesto.
Belo’vir suspiró profundamente.
—Hay que variar de estrategia… ordenad a los arqueros que prendan fuego a sus…
El chillido ensordecedor que profirió a continuación la exgeneral forestal obligó a Liadrin y Vandellor a arrodillarse y a Belo’vir a taparse los oídos. Un silencio sepulcral reinó a continuación, que fue aprovechado para que las catapultas situadas a lo largo de la cresta de la de la montaña lanzaran sus proyectiles de carne y hueso. Al instante, un amasijo de extraños objetos deformes impacto contra la muralla. Uno de ellos golpeó a un arquero situado cerca de Liadrin, provocando su caída. Liadrin se horrorizó al comprobar que el proyectil, que había aterrizado sobre la pasarela, era una cabeza decapitada, cuyos ojos velados contemplaban fijamente la nada, cuyas horripilantes facciones estaban congeladas en el gesto de estupefacción que aquel hombre había esbozado en sus últimos instantes de vida, Era un elfo; sin duda alguna, uno de los forestales de Sylvanas.
Liadrin escrutó la muralla y el terreno situado allá abajo, donde pudo ver un amasijo de trozos de cuerpos, órganos y sangre que habían sido lanzados desde las catapultas a modo de proyectiles. Como no había duda de que ese conjunto de extremidades, vísceras y torsos no iba a hacer ningún daño estructural a la muralla, dio por sentado que ese ataque buscaba únicamente desmoralizar y aterrorizar a sus rivales, destrozarlos psicológicamente.
Pues no va a funcionar.
Entonces, Liadrin, cuyo mundo todavía se hallaba sumido en una mortaja de silencio, decidió coger su bastón con ambas manos y fijó la vista en el horizonte.
Unas criaturas gigantescas que recordaban a unos murciélagos ocuparon el cielo por entero, a la vez que ese ejército de no-muertos arremetía en tropel contra la muralla. Súbitamente, unas enormes sombras planearon fugazmente por encima de Liadrin, quien alzó la mirada y vio a decenas y decenas de jinetes de dracohalcones que volaban a gran velocidad dispuestos a entablar batalla.
En solo unos segundos los dracohalcones se abalanzaron sobre esas pesadillas con alas y entablaron un espectacular combate aéreo, utilizando sus alas como armas, hicieron cabriolas en el aire y chocaron con sus adversarios.
Los cadáveres volvieron a trepar por la muralla mientras muchos más continuaban cavando allá abajo y una turbamulta de abominaciones horrendas arremetía contra la puerta principal. Liadrin miró a ambos lados y lo único que pudo ver fue a un mar de enemigos; una marea realmente sobrecogedora fue consciente en ese instante de que los elfos no podrían defender como era debido toda la muralla ni todas las puertas.
El pánico la dominó y tuvo que concentrarse para recobrar la compostura Intentó contactar con la Luz para poder sanar a esos jinetes de dracohalcones heridos que se veían superados en número. Vandellor, quien justo acababa de empezar a hacer lo mismo, tenía dibujado en su rostro un gesto de gran concentración y ambos brazos estirados, así como las manos envueltas en un tenue fulgor. De repente, unos haces de luz, que parecían haber surgido de la nada, alcanzaron a los jinetes que surcaban el cielo.
En un principio, Liadrin tuvo la sensación de que la Luz no estaba respondiendo a su invocación. El miedo se apoderó de su mente y perdió la concentración; sintió que iba más allá del mero miedo a la muerte o a que cayera la ciudad, sino que era algo mucho más profundo, algo que no alcanzaba a…
Entonces se dio cuenta de dónde se hallaba el problema: en la Fuente del Sol. Sus energías parecían hallarse muy lejos, era como si algo las amortiguara, como si su reconfortante esplendor se encontrara atenuado por alguna fuerza desconocida. En ese instante, a duras penas fue capaz de oír el fragor de la batalla que los cadáveres que habían alcanzado la parte superior de la muralla acababan de desatar, los arqueros más próximos soltaron sus arcos y empuñaron sus espadas, pues tanto ellos como los magos iban a tener que combatir ahora cuerpo a cuerpo.
Liadrin se recordó a si misma que por mucho que las energías de la Fuente del Sol no le llegaran como era debido, eso no podía impedir que invocara a la Luz. Cerro los ojos y buscó el brillo de la Luz. valiéndose de su bastón para poder mantener la concentración Sin embargo, en cuanto la bendita gloria de la Luz la inundó…
… oyó un FUOOOOSSS atronador por encima de su cabeza, seguido por una colisión que estremeció la mampostería e hizo volar escombros por doquier en medio de una espesa nube de polvo.
Una de esas criaturas con forma de murciélago, que llevaba agarrado a un dracohalcón, se acababa de estampar junto a su presa contra la torre de guardia más próxima, El dracohalcón y su jinete habían salido despedidos al chocar contra esa estructura, habían caído al suelo y habían sido devorados rápidamente por esa muchedumbre de no-muertos. La pesadilla con alas, sin embargo, había acabado cayendo sobre el adarve situado entre Belo’vir y Vandellor aplastando a un arquero y empujando al viejo sacerdote al suelo.
Liadrin alejó a Vandellor de ahí. El monstruoso murciélago chilló de dolor. Belo’vir lo agarró de una de sus alas, que también eran brazos, y alzo su mano libre, la cual estaba envuelta en llamas de inmediato, la piel de esa aberración se endureció, y, acto seguido, la criatura entera quedó petrificada.
Los arqueros situados en las puertas centraron sus disparos en las pesadillas con alas, al mismo tiempo que, en diversos puntos de la muralla, unas criaturas gigantescas con forma de araña emergían de debajo de las baldosas de piedra tras haber logrado abrirse camino por el subsuelo. Por otro lado. Liadrin pudo comprobar que muchas de esas criaturas murciélago yacían ahora en el suelo con sus deformes cuerpos petrificados, inmunes a cualquier ataque.
Entonces. Belo’vir hizo un gesto y el veloz proyectil estalló en llamas, como si nunca hubiera existido.
—Están utilizando a nuestros propios muertos… en nuestra contra —acertó a decir con voz ronca.
Con una sola mano. Liadrin arrancó la flecha de la espalda de Belo’vir mientras que con la otra llamaba desesperadamente a la Luz. Presa de los nervios, notó que la Luz la esquivaba una vez más. A pesar de que expandió su mente y su alma, sintió que la Luz seguía eludiéndola, aunque se hallaba cerca. Siguió intentándolo con más intensidad si cabe y al final…
La energía sanadora bañó al gran magíster en el mismo instante en que un cadavérico desgraciado se encaramaba con dificultad a la parte superior de la muralla a solo unos centímetros de ambos. Liadrin abrió los ojos y, con una explosión de fuego, devolvió a esa bestia horrenda a la multitud de allá abajo.
Súbitamente, se oyó un estruendo atronador procedente de la garita, seguido por el crujido de la madera al astillarse tras recibir el impacto de unos cañonazos. Las puertas principales habían caído. Belo’vir se giró.
—¿Por qué no se ha alzado la barrera? —preguntó, sin dirigirse a nadie en particular. Acto seguido, clavó sus ojos en el príncipe caído, La mirada de Arthas se cruzó con la de Belo’vir y a Liadrin le dio la sensación de que había sido capaz de atisbar brevemente una sonrisa en el rostro de su enemigo.
A la suma sacerdotisa el corazón le dio un vuelco cuando, con un chillido muy agudo, la bestia alada que se encontraba entre ambos volvió a cobrar vida, cuando su piel de piedra volvió a transformarse una vez más en pelaje y carne.
Las garras del tamaño de unas dagas de esa bestia hendieron el aire a diestro y siniestro, sorprendiendo a Vandellor y provocando que Liadrin soltara su bastón, que acabó rodando por los baluartes a |a vez que Belo’vir agarraba a esa criatura del cuello. Entretanto, abajo, un torrente imparable de monstruosidades atravesaba la destrozada puerta principal. Las puertas laterales situadas al este y oeste cayeron poco después.
Los jinetes de los dracohalcones atacaron con rapidez inusitada: las criaturas murciélago de piel pétrea del suelo volvieron a ser de carne y hueso, y se abalanzaron sobre los arqueros, quienes ya estaban siendo atacados por cadáveres y arañas. Asimismo, muchos más de esos monstruosos insectos emergieron de debajo de la muralla y también irrumpieron por la puerta abierta.
Liadrin apartó a Vandellor a un lado y le clavó la flecha que sostenía en la mano justo en la base del cráneo a esa aberración con forma de murciélago. La criatura aulló. Belo’vir se giró, estiro ambos brazos hacia delante y unas llamas surgieron de sus manos, El fuego engulló a esa criatura, que huyó volando por encima del muro para acabar cayendo sobre esa masa informe de abajo, bajo la cual desapareció.
Liadrin clavó su mirada en el horizonte, donde unos enjambres de esas pesadillas aladas cubrían de nuevo el cielo por entero.
En unos segundos, las criaturas murciélago que acababan de llegar descendieron sobre los jinetes de dracohalcones, que ahora se hallaban irremediablemente superados en número. Vandellor curó a tantos como pudo de un modo desesperado. Liadrin hizo lo mismo mientras imploraba a la Luz que los protegiera en su momento de mayor necesidad.
Una enorme parte de la muralla situada a su derecha tembló y se derrumbó varios metros, ya que sus cimientos estaban cediendo por culpa de los túneles subterráneos que habían abierto las arañas.
Un joven archimago llamado Rommath se aproximó corriendo a Belo’vir, quien estaba apoyado pesadamente sobre la parte superior de la muralla.
Señor, las defensas de la ciudad han caído. Han superado nuestras líneas. ¿Qué debemos hacer?
Belo’vir escrutó el campo de batalla en busca del jinete negro y Sylvanas, pero fue en vano.
—La Fuente del Sol se halla en peligro. Debemos retiramos a Quel’Danas para proteger la fuente sagrada.
A Vandellor se le desorbitaron los ojos. Tanto él como Liadrin se volvieron hacia el gran magíster.
—¿Vamos a retiramos? Pero ¿qué será de Lunargenta? —preguntó el sumo sacerdote.
La mirada taciturna que les lanzó Belo’vir fue una respuesta más que suficiente.
—Ya es demasiado tarde para salvar Lunargenta. La Fuente del Sol es lo único que importa. —A continuación, se giró hacia Rommath—. Evacuad la ciudad. Llevad a los niños a los barcos y partid de inmediato. Teletransportad a toda la gente que podáis a la isla.
El archimago asintió y se marchó raudo y veloz.
Vandellor miró a Liadrin y, a pesar de que no tenían ningún lazo de sangre entre ellos, la suma sacerdotisa fue capaz de percibir el amor y la preocupación propios de un padre en sus ojos. A continuación, el sacerdote se volvió hacia Belo’vir.
—He de pedirte un favor.
—Te lo concederé si está en mi mano.
Vandellor se inclinó hacia el gran magíster y le susurró algo al oído. Acto seguido, un pensativo Belo’vir dirigió su mirada hacia Liadrin.
Cuando Vandellor se alejó de él, el gran magíster posó su mirada sobre el anciano y asintió.
—Nos vamos.
Belo’vir, Vandellor y una veintena de arqueros desaparecieron del adarve, dejando atrás únicamente unas ascuas de luz que giraban en el aire en medio de esa devastación total.
Una sombra se movía detrás de Lor’themar, una sombra que ocupaba el lugar donde debería haber estado un elfo muerto. Esa sombra había alzado un brazo, en cuya mano sostenía una espada con la que se preparaba para atacar. El forestal se giró de improviso y trazó un amplio arco con su arma, decapitando así al guardián. El cadáver dio otro paso hacia delante antes de caer de bruces.
En ese instante, a su alrededor, se estremecieron unos cuantos más de esos guardianes asesinados, como si acabaran de despertar de un profundo sueño.
Lor’themar corrió hacia sus compañeros forestales para ayudarlos, pero era demasiado tarde. Solo uno de sus hombres seguía en pie y estaba rodeado por tres de esos cadáveres reanimados. Ese único superviviente le clavó su espada al guardián más próximo, atravesándole el corazón, lo cual habría matado a cualquier ser vivo; sin embargo, no pareció afectar de ninguna manera a su atacante impío.
El guardián agarró al forestal de la mano con la que sostenía la espada y se la cercenó de una manera muy poco ortodoxa, llevándose por delante la armadura, la carne y el hueso.
Lor’themar les iba a dar alcance en solo un par de zancadas más.
A pesar de que los demás guardianes lanzaban ataques torpes y dispersos, uno de ellos acabó acertando al forestal en un punto que su armadura no cubría. Así fue como cayó el último de los hombres de Lor’themar, aferrando el acero que sobresalía de su vientre. Acto seguido, los tres posaron sus ojos vidriosos sobre el señor forestal.
Tras él, dos de los guardianes que habían sido asesinados recientemente se pusieron en pie con suma torpeza, agarraron sus espadas con esas manos desprovistas de vida y lentamente avanzaron hacia él tambaleándose.
Rápidamente, Lor’themar dirigió sus ojos hacia el guardián decapitado que había pretendido matarlo, el cual seguía inmóvil en el suelo, Al parecer, esas espantosas atrocidades no podían ser derrotadas de una estocada en el corazón, pero sí podían ser vencidas si se les cortaba la cabeza. Esquivó una estocada lánguida, se puso de puntillas y giró, acertando en su objetivo con una tremenda precisión. Al instante, dos de esos no-muertos yacieron sin vida una vez más. Un tercero trastabilló hacia atrás, a la vez que su cabeza pendía hacia delante sobre una enorme herida abierta allá donde antes había estado su garganta.
Lor’themar notó un tremendo dolor en un muslo y en la mano con la que sostenía la espada, pues ahí lo habían herido algunos de esos cadáveres que aún quedaban en pie. El señor forestal jadeaba agitadamente por culpa de lo mucho que acababa de correr. Arremetió entonces contra la muñeca del atacante más próximo y le cercenó la mano con la que sujetaba la espada, pero el cadáver se abalanzó sobre el forestal antes de que pudiera reaccionar y le arañó la cara con la mano que aún le quedaba.
De repente, Lor’themar sintió un espantoso dolor en el ojo, que desató unas oleadas de intensa agonía que recorrieron tanto su mente como su cuerpo. Supo al instante que había perdido ese ojo y que, si no se lo curaba pronto un sanador, probablemente se quedaría así para siempre.
Siempre que lograra sobrevivir a los próximos minutos.
El cadáver que le había destrozado el ojo lo empujó hacia atrás por pura inercia. Se tropezó con una piedra a la altura del talón y cayó al suelo con fuerza. Otro cadáver yacía clavado sobre la punta de su espada, aunque no sabía si había acabado empalado ahí de manera fortuita o si ese no-muerto se había arrojado sobre el arma adrede. El resto de cadáveres alzaron sus espadas.
De improviso, un silbido muy agudo hendió el aire. La cabeza del cadáver atravesado por la espada de Lor’themar se meció hacia delante, al recibir el impacto de una flecha en la cuenca de su ojo derecho.
Una segunda flecha alcanzó al único cadáver que quedaba en pie en el pecho, atravesando su armadura. Lentamente y de una manera un tanto estúpida, el elfo muerto alzó la vista justo cuando otra flecha volaba hacia él. Este proyectil le acertó en la garganta y emergió por su espalda. Una cuarta flecha se clavó en su frente y, al instante, el cadáver cayó. El no-muerto que seguía clavado en la espada del señor forestal se llevó distraídamente una mano a la punta de la flecha que le sobresalía de la cuenca del ojo y entonces… ¡Zas! ¡Zas! ¡Zas! Tres flechas más se enterraron en la parte posterior de ese elfo no-muerto.
Lor’themar extrajo su espada del cadáver y, en cuanto este cayó hacia delante, se apartó rápidamente. Dirigió su vista hacia el sur y divisó a Halduron quien se aproximaba raudo y veloz, acompañado de un pelotón de Errantes.
—An’telas han sido reducidas a escombros; hemos venido lo más rápido que…
Halduron se calló de repente al ver cómo tenía el señor forestal el ojo.
—¡Tu ojo! Debemos llevarte a…
De improviso, oyeron unos chasquidos procedentes del cercano bosque. Lor’themar alzó una mano para pedirle a Halduron quien, evidentemente, también había oído esos ruidos, que se callara. Una sombra se desplazaba entre los árboles a varios metros de distancia. El señor forestal se puso en pie de un salto y cogió su arco con rapidez propia de la experiencia y la práctica. En solo un instante, había colocado una flecha en esa cuerda que ya había tensado; el hecho de tener el ojo izquierdo destrozado no suponía ninguna desventaja a la hora de apuntar y disparar, ya que lo habría cerrado de todos modos.
La flecha voló velozmente hacia su objetivo y la sombra cayó. Halduron, Lor’themar se arrodilló junto a ese anciano, que llevaba sobre la cabeza algo que parecía ser una calavera de oso. Halduron dio una patada al bastón del nigromante para que no pudiera alcanzarlo.
—Es un humano… pero no está muerto como los demás. Al menos, no por ahora.
El nigromante entornó la mirada.
—Habéis llegado demasiado tarde. La Plaga ya habrá… —Tosió de manera repentina y la sangre le salpicó la barbilla y el pecho—… ya habrá arrasado vuestro amado… reino.
El anciano exhaló aire con fuerza y un estertor escapó de su garganta.
Halduron acercó una oreja al pecho de aquel humano.
—Está muerto. Y espero que de manera permanente. ¿Acaso es posible que haya dicho la verdad? —inquinó Halduron, quien alzó la vista y comprobó que Lor’themar ya había echado a correr hacia el norte.
Desde el alcázar del buque mercante Fellovar un ansioso Galell observó cómo unos penachos de humo negro se alzaban perezosamente desde el lugar donde se encontraba Lunargenta, Entre esas columnas de humo, se divisaban unas aberraciones que se asemejaban a los murciélagos y que revoloteaban de un lado para otro, trazando círculos en el cielo y lanzándose en picado. No obstante, los acantilados del cabo nordeste de Quel’Thalas le impedían atisbar la ciudad con claridad.
Presa de la desesperación, deseó poder hacer algo al respecto, pero tenía que estar ahí, dispuesto a prestar ayuda a los evacuados si era necesario. Un sanador y un puñado de guardianes habían sido asignados a cada uno de los tres barcos que transportaban a cerca de un centenar de niños. En cuanto llegaran a las Tierras del Interior y los críos se hallaran a salvo con los enanos Martillo Salvaje, regresaría y combatiría hasta el amargo final si hacía falta.
Se dirigió a babor y, desde ahí, contempló el resplandeciente haz de luz de la Fuente del Sol, que se elevaba de un modo magnifico hacia el cielo, y se preguntó por qué su luminosidad había menguado. Mientras se habían apresurado a embarcar a los niños en los barcos, había escuchado a otros realizar comentarios similares. Daba la sensación de que las energías de la fuente sagrada estaban siendo contenidas por algo o alguien, que pretendía que no pudieran valerse ellas.
—Quiero volver a casa. ¿Cuándo podremos volver?
Galell se dio la vuelta y se topó con un crío vestido de manera elegante con su mejor atuendo que llevaba el pelo peinado de un modo impecable, el cual intentaba hacer todo lo posible para parecer muy valiente. Galell también podía percibir el miedo que se ocultaba tras esa fachada de bravura. Entonces, se arrodilló para colocarse a la misma altura del niño.
—¿Cómo te llamas?
—An’dorvel.
—Escucha, joven An’dorvel. Debes hacer todo lo posible por ser fuerte y paciente y, sobre todo, no debes preocuparte. ¿Serás capaz de hacer algo así?
El crío apretó los dientes y asintió.
—Bien. Ahora ve abajo con los demás —le ordenó Galell.
El muchacho se volvió y como hacia la trampilla de la cubierta principal. Galell fue a estribor y se agachó para evitar la botavara de la vela mayor. El Morn’danel estaba ganando velocidad y se estaba colocando a su altura. Mientras dejaban atrás los acantilados del norte de la costa Bris Azur, Galell pudo divisar Lunargenta en la lejanía pese a que no podía verla bien, fue capaz de distinguir que muchos sus altos pináculos habían sido derribados. Se le partió el corazón.
Su Patria se estaba desmoronando mientras él se encontraba ahí, sin poder hacer nada.
Tampoco vio nada que le indicara que el ejército invasor siguiera ahí y murciélagos también parecían haberse esfumado.
El Morn’danel los adelantó, atravesando esas aguas tranquilas. Galell decidió entonces echar un vistazo al Varillian, el tercer barco de ese convoy. Se agachó una vez más para sortear la botavara y divisó el Varillian desde la popa de babor De repente, por el rabillo del ojo, captó que algo se movía, algo que, en un principio, parecía una nube gigantesca. Pero en cuanto giró la cabeza, comprobó que esa «nube» estaba compuesta en realidad por esas criaturas que creía que eran murciélagos gigantes; una bandada enorme de ellos estaba descendiendo sobre el Varillian. Galell se volvió y gritó:
—¡Alerta!
Dos guardias se acercaron a él corriendo desde la cubierta de proa y, unos segundos después, se sumó a ellos Revenn, el capitán del Fellovar. Los guardianes cogieron sus arcos y dispararon varias andanadas de flechas mientras en el Varillian tenía lugar un horrendo espectáculo… Casi una decena de esas criaturas se abalanzaron sobre el barco rezagado, al que rasgaron las velas y destrozaron las jarcias al mismo tiempo que reducían los mástiles a astillas. Los elfos que viajaban a bordo intentaron hacer todo lo posible por combatir a esas bestias, a pesar de que, desgraciadamente, los superaban en número.
Galell intentó entrar en contacto con la Luz para poder apoyar a los agobiados guardias de la otra nave y logró sanar a vanos, pero no era suficiente.
Aunque el fragor de la batalla fue espantoso, lo que más afectó a Galell fueron los gritos de terror, los chillidos ahogados de los niños que se hallaban bajo cubierta.
El capitán Revenn corrió hacia proa y vociferó al timonel:
—¡Todo a babor!
En ese instante, tres de esas horrendas criaturas se separaron del grupo principal, acortaron rápidamente la distancia que los separaba del Fellovar y arremetieron contra sus mástiles. En solo unos segundos, esas bestias rapaces estaban haciendo trizas las velas mayores y los trinquetes.
Pese a que los guardianes del Fellovar respondieron a ese ataque con flechas, enseguida sufrieron el asalto de esas aberraciones furiosas. Los niños gritaron en la bodega. Galell imploró desesperadamente a la Luz que sanara y protegiera a los atacados. Todo esto sucedió en menos tiempo del que se necesita para respirar hondo una sola vez.
Mientras tanto, en el Varillian, el palo del trinquete que estaba fracturado se vino abajo, atravesando la cubierta y el casco por estribor. La nave hizo aguas, se ladeó cuarenta y cinco grados y la proa se inclinó hacia la espuma del mar.
Acto seguido, varias de esas bestias murciélago se separaron del resto para atacar la nave que encabezaba la travesía, el Morn’danel, la cual viró bruscamente hacia babor; quizá con demasiada brusquedad, ya que se interpuso en el camino del Fellovar.
De improviso, una de esas criaturas se precipitó sobre el guardián más cercano a Galell. El sacerdote posó su sanadora mano sobre su compañero elfo al mismo tiempo que cogía la daga del guardián y se la clavaba en la espalda a esa bestia. Mientras el Morn’danel se aproximaba de costado, ese engendro con forma de murciélago aulló y giró en el aire, llevándose consigo a Galell en sus brazos hacia el este, hacia el cielo, hacia mar abierto.
Por encima de los chillidos ensordecedores de esa criatura, el joven sacerdote pudo oír la devastadora colisión que se produjo en cuanto el bauprés del Fellovar empaló al Morn’danel por el medio. Galell tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para intentar no pensar en los niños que viajaban en el interior de ambos navíos y en el final que les aguardaba, ya que, incluso en esos momentos, soportar la pesada carga de tal desesperación parecía un destino peor que la muerte.
El viento lo azotó a la vez que hacía todo lo posible por seguir agarrado a ese monstruo con una mano y buscaba a tientas la empuñadura de la daga con la otra. La criatura le propinó un mordisco en el cuello justo cuando dio con el arma, que extrajo de un tirón y, acto seguido, enterró en una zona del cuerpo de esa aberración situada varios centímetros más arriba, donde suponía que debía hallarse el corazón de esa bestia. Notó que ese engendro perdía ímpetu y, súbitamente, tanto él como esa criatura murciélago cayeron en picado hacia las aguas cristalinas que los aguardaban allá abajo.
Por el rabillo del ojo, a duras penas alcanzó a ver cómo los mamparos del desdichado Varillian se hundían en el agua. A pesar de que intentó no pensar en An’dorvel, a pesar de que intentó no imaginárselo con su pelo peinado cuidadosamente y su atuendo impecable atrapado y chillando junto a los demás niños en la bodega del Fellovar mientras el agua entraba ahí a raudales, no pudo evitarlo y se derrumbó emocionalmente. Entonces, sintió un fuerte impacto al chocar contra la superficie del agua junto a esa criatura murciélago. El mundo se tomó borroso para Galell, pero mientras su consciencia flaqueaba, todavía pudo oír los gritos de agonía de los niños que viajaban a bordo del Morn’danel y el Fellovar.
Al final, una piadosa oscuridad se apoderó de él.
Hacerse con los cristales lunares había sido muy fácil.
Como era de esperar, había informado a su amo de los conjuros de camuflaje que ocultaban esos templos, pero tampoco habría hecho falta, ya que el amo Arthas contaba con sus propios agentes capaces de ver a través de esos engaños mágicos con suma facilidad.
Aun así, le había hecho saber que existían los cristales lunares, así como donde se encontraban los templos y le había especificado cuajes eran sus defensas; toda esa información se la había sonsacado a ese necio de Lor’themar prácticamente sin hacer esfuerzo alguno.
De algún modo, Arthas había logrado que Dar’Khan pudiera comunicarse mentalmente con un consejero cuyas recomendaciones hechas entre susurros resultaron ser muy útiles. Si a estos consejos se les sumaba el poder mágico que el amo Arthas le había proporcionado, el mago pudo contar con las herramientas necesarias para confeccionar los hechizos de contención y liberación.
Si bien el amo utilizaría la esencia de la Fuente del Sol en la medida que la necesitase para alcanzar unos objetivos que el mago ignoraba, le había prometido a Dar’Khan Drathir sería recordado con temor y respeto, y su nombre se sumaría a la lista de los magos más poderosos que jamás habían existido.
Dar’Khan sonrió con suficiencia mientras limpiaba la sangre de la hoja de su espada. Las espadas eran unas armas bastas y burdas, pero en este caso eran necesarias desgraciadamente. El consejero le había advertido que debía reservar sus energías mágicas para llevar a cabo el conjuro de contención. A pesar de que había podido contar con las fuerzas extra que le había proporcionado su amo, el conjuro lo había dejado extenuado. No obstante, aunque se sentía muy débil y completamente exhausto, había logrado atravesar con su espada a un último magíster que no sospechaba que era un traidor.
El filo de su arma había saboreado la sangre de muchos en las últimas horas. Los cadáveres de diversos miembros clave de la Asamblea yacían desperdigados por la meseta de la Fuente del Sol. Había ido a por los que sabía que supondrían una mayor amenaza: los que estaban más familiarizados con el tipo de sortilegio que iba a tener que realizar, aquellos que podrían detectar el hechizo con más facilidad y rastrear su origen hasta dar con él. No obstante, el caso de Belo’vir era distinto, puesto que el gran magíster dominaba con maestría los hechizos que los magos solían utilizar más habitualmente, pero no estaba muy familiarizado con la vertiente más esotérica de lo arcano.
Tras haber llegado tan lejos, Dar’Khan llegó a gozar realmente cuando atravesaba con esa espada la frágil carne.
En cuanto terminó con esa funesta labor, escogió un lugar bastante alejado como para poder lanzar el hechizo; el salón más remoto que pudo encontrar del Bancal del Magíster.
En cuanto inició el encantamiento, lanzó una llamarada que surcó el cielo por encima de Lunargenta; esa era la señal acordada para que su amo supiera que había llegado el momento de actuar.
Las órdenes que Dar’Khan. Pasó por encima del cadáver de un desgraciado mago, que había irrumpido corriendo en la sala justo cuando el conjuro de contención acababa de ser completado, y prosiguió caminando hasta un balcón desde el que podía contemplarse la Fuente del Sol.
El resto de magos se encontraban ahí, rodeando con las manos en alto ese haz de luz central de energía arcana, ya que intentaban desesperadamente canalizar su poder para levantar algún tipo de defensa; sin embargo, el hechizo de contención estaba desbaratando todos sus esfuerzos.
Por un breve instante, Belo’vir lideraba un importante ejército, compuesto de magos, sacerdotes, arqueros y forestales, que se dirigía a la orilla sur de la isla. Los miembros de La Asamblea que todavía seguían vivos habían decidido quedarse atrás, pues estaban empecinados en desentrañar el misterio de por qué no podían acceder a las energías de la Fuente del Sol.
Dar’Khan se percató en ese instante de que, a pesar de que gracias al hechizo de contención había impedido que los demás pudieran acceder a la esencia de la Fuente del Sol… él todavía podía hacerlo.
Si decidía hacer uso de esas energías, no agradaría a su amo, ya que sus órdenes habían sido muy claras al respecto: Dar’Khan debía esperar a que llegara Arthas. No obstante, no pasaría nada si, simplemente, probaba esas energías un poco…
Mientras los desconcertados magos seguían intentando dar con una solución a ciegas, Dar’Khan estiró ambos brazos y abrió su ser, invitando así a que un diminuto tentáculo de ese manantial arcano entrara en él lentamente. Una minúscula porción de ese poder lo atravesó como si se tratara de un relámpago y, por un instante infinitesimal, creyó que esa pequeña fracción de energía sería más que capaz de despedazarlo.
Pero él era Dar’Khan. Y éste era el momento que tanto había anhelado, que tanto había planeado y por el que había asesinado a muchos. Ese poder era suyo e iba a usarlo. Valiéndose de unas técnicas que su misterioso consejero le había enseñado, Dare’Khan se hizo con el control de las energías robadas y notó cómo esas fuerzas caóticas que bramaban en su fuero interno se iban estabilizando.
La sonrisa del mago se ensanchó aún más.
Pero debía parar. Sabía que debía parar. Aunque seguro que su amo no se enojaría con él si se hacía con un poco más de poder…
Bajo el mando de Quel’Danas. Liadrin se hallaba en un bancal desde el que podía verse la última línea de defensa elfa y se preguntó si los evacuados habrían logrado escapar sanos y salvos. También rogó a la Luz que Galell y los niños alcanzaran su destino. Entonces, dirigió su mirada hacia Vandellor, quien se encontraba en el tejado de un almacén próximo, con gesto muy serio y tenso. Acto seguido, Liadrin dirigió sus ojos al sur una vez más.
Las sombras se habían ido alargando a medida que el día se acercaba a su fin. En la lejanía, esa masa de tierra que era Quel’Thalas se extendía hasta el mar. Liadrin apenas era capaz de distinguir las estructuras de madera del puerto del norte. Más allá, una espesa nube humo negro se alzaba hasta el cielo, arrastrada hasta una gran altura por los vientos del este. La sacerdotisa se preguntó cómo pensaba el príncipe caído atravesar con su ejército esa distancia que los separaba. ¿Cruzarían ese mar a nado? ¿O lo harían montados en esas criaturas murciélago? ¿O acaso contaban con una armada de barcos que los llevarían hasta el otro lado?
Mantén la concentración, se aconsejó a sí misma. No podía permitirse el lujo de que tuviera lugar otro incidente como el acaecido en la puerta interior cuando esas monstruosidades llegaron. En esa ocasión, había perdido la concentración y había sucumbido al miedo, razón por la que había tenido muchos problemas para canalizar la Luz.
Conserva la calma. Confiá en la Luz. Lograremos sobreponernos a esto.
Sin embargo, por mucho que quisiera, seguía dudando. Se sintió invadida por una abrumadora sensación de espanto al ver su amada patria reducida a escombros. Tuvo una terrible premonición: la Fuente del Sol corría un grave peligro. Temía que Arthas pronto se presentaría ahí, ya que de algún modo, lograría atravesar ese mar que los separaba.
Y traería la muerte consigo.
Los ejércitos de la Plaga aguardaban órdenes mientras deambulaban de aquí para allá. Algunos de sus miembros estaban muy ocupados demoliendo un puerto situado en la costa a cierta distancia. Otros cuantos habían clavado sus miradas en una isla del noroeste, en la Isla del Caminante del Sol, pues se habían quedado ya sin tierras ni propiedades que arrasar.
Al otro lado del Mar del Norte, un luminoso rayo de luz que surgía de la Fuente del Sol brillaba como un faro. En esa isla de los elfos, estos los esperaban desafiantes; esa enorme masa de agua era lo único que los separaba de la Plaga.
Los esbirros no-muertos parecían moverse sin ton ni son por la orilla que habían invadido en tropel; o bien caminaban de aquí para allá, buscando restos de cuerpos, o bien simplemente permanecían quietos. Pero entonces, súbitamente y al unísono, alzaron sus cabezas y se giraron hacia el sur. Tras haber recibido una señal no verbal, unos cuantos cadáveres putrefactos y unas cuantas colosales arañas se apartaron a un lado, despejándole el camino a su amo.
Una figura ataviada con una armadura negra, que cabalgaba a lomos de un corcel de color ébano que poseía unos ojos de fuego, atravesó ese pasillo improvisado y obligó a detenerse a su montura a escasos metros de la orilla. Aquel humano, que había sido en su día el príncipe Arthas y un reverenciado campeón de los Caballeros de la Mano de piala, escrutó el paisaje con unos ojos fríos, negros y carentes de toda emoción; con los ojos de un caballero de la Muerte. Desmontó de manera ágil al mismo tiempo que desenvainaba una tizona temible, que debía sostener con ambas manos y tenía runas talladas. Mientras avanzaba, las runas de la hoja brillaron tenuemente y unas espirales de humo brotaron de su filo.
Permaneció callado por un momento, con la mirada clavada en Quel’Danas. Acto seguido, inclinó la cabeza y susurró algo a algún acompañante invisible.
—Será pronto.
Una figura pálida y espectral se acercó flotando hasta colocarse a su lado. Entonces, Arthas miró hacia atrás, en dirección a Sylvanas.
—No puedes llenar este canal de cadáveres para poder atravesarlo. Arthas —afirmó la exgeneral forestal—. Ni aunque utilizaras a todos los muertos de toda la ciudad seria bastante. No puedes avanzar más. Me alegro de tu fracaso.
Arthas alzó distraídamente una mano y, al instante, Sylvanas cayó al suelo, aullando de agonía. Sus gritos atormentados reverberaron en varios kilómetros a la redonda.
—¿Acaso crees que no había previsto que llegaría este momento? —replicó Arthas, quien dio un paso al frente—. En su día, fui un ser humano… tan falible y vulnerable como cualquier otro. Y sí, en esa época, sin una flota de barcos, un obstáculo como este podría haber parecido insuperable… A continuación, Arthas alzó su espada por encima de su cabeza y la arrojó hacia la orilla. El arma dio vueltas en el aire y su punta se clavó violentamente en la arena.
—Pero ya no. —El caballero de la Muerte se giró—. Chsss… Escucha; Agonía de Escarcha está hablando.
La espada emitió un zumbido muy leve y resonante, y las runas que la decoraban brillaron intensamente. En ese momento, el agua del océano que iba a morir a la orilla rozó el filo de la hoja y, al instante se congeló.
Arthas sonrió.
—Sé testigo del final: de la caída de la última barrera.
De repente, se oyeron una serie de crujidos, borboteos y siseos a medida que el hielo que rodeaba la hoja se fue expandiendo; en un principio, lentamente, aunque enseguida se aceleró su crecimiento; se extendió como una mancha a través del mar y afectó a toda esa masa de agua, que rápidamente se transformó en hielo al congelarse el océano palmo a palmo, legua a legua, desde su plácida superficie hasta sus insondables y turbias profundidades.
En solo unos instantes, una placa sólida de hielo blanco cubría muchos kilómetros a lo largo y ancho en dirección norte, hasta alcanzar la costa de Quel’Danas.
Al unisono, esa turbamulta pútrida avanzó en tropel. Al principio, algunos de esos cadáveres se resbalaron al hollar esa superficie tan lisa; muchos de ellos incluso avanzaron con torpeza a cuatro patas. Únicamente esas monstruosas arañas gigantes no parecieron inmutarse lo más mínimo al pisar el hielo.
El corcel de Arthas se le acercó y el caballero de la Muerte se montó en él sin apenas hacer esfuerzo. Después, espoleó a su caballo para que avanzara unos cuantos pasos, se agachó y arrancó su espada del hielo. Mientras esa multitud aberrante pasaba junto a él, Arthas miró hacia atrás.
Ah, y no te permito que te dirijas a mí por mi antiguo nombre, Sylvanas… A partir de ahora, puedes llamarme amo.
Espada en mano, Arthas conminó a su montura a hollar el hielo.
Belo’vir y los magos ahí reunidos permanecieron sumidos en la incredulidad y el silencio, mientras contemplaban fijamente esa extensión de hielo sólido extendida por donde se había hallado un océano sereno solo unos instantes antes.
Al otro lado de esa llanura helada, los ejércitos de la Plaga habían recorrido ya una cuarta parte de la distancia que los separaba de su objetivo y avanzaban con paso firme.
Liadrin se retorcía las manos mientras observaba su avance desde el bancal y el corazón se le desbocaba. El silencio era sepulcral.
Belo’vir se encaminó hacia la orilla dando grandes zancadas.
—¡Hermanos, ayudadme! —exclamó al mismo tiempo que se arrodillaba sobre la orilla helada. Un intenso fulgor emergió de sus manos y de inmediato, unas llamas surcaron el hielo. Los demás magos siguieron el ejemplo del gran magíster, generando un río de fuego que fluyó por encima de esa gélida superficie.
Los ejércitos de no-muertos habían cubierto ya la mitad del recorrido.
Aunque los magos generaron el calor suficiente como para derretir las capas superiores del hielo hasta vanos metros de profundidad, ese titánico esfuerzo resultó ser insuficiente para penetrar en las zonas más profundas y heladas, por lo que no pudieron derretirlas…; además, la energía que habían invertido en el esfuerzo había dejado tanto a Belo’vir como a los demás exhaustos.
El gran magíster desistió, al igual que el resto, y las llamas se desvanecieron. Entonces, se volvió hacia los magos más cercanos a él. La Plaga se hallaba ya a tiro de piedra.
—Atrás les ordenó el gran magíster con voz ronca, pues llevaba muchas horas gritando.
Los magos obedecieron al mismo tiempo que ocupaban la van guardia de sus fuerzas varias decenas de arqueros elfos, que portaban flechas llameantes listas para ser disparadas en sus arcos. Belo’vir permaneció en silencio. Liadrin cerró los ojos e intentó desesperadamente calmar los atronadores latidos de su corazón mientras el gran magíster vociferaba:
—A mi señal.
Alzó un brazo a la vez que, fatigado, evaluaba a las fuerzas que aproximaban.
Los cadáveres, las arañas monstruosas y otros diversos seres grotescos alcanzaron entonces la capa de agua derretida, que no era muy profunda, pero eso no demoró su progresión. Belo’vir bajó el brazo.
—¡Disparad!
Una lluvia de misiles ardientes hendió el aire y cayó sobre numerosos adversarios, provocando que se ralentizara momentáneamente el avance de su vanguardia. Sin embargo, muchas de esas criaturas monstruosas siguieron avanzando a pesar de que sus cuerpos estaban envueltos en llamas.
—¡Mantened la formación! —bramó Belo’vir.
Unos gritos de guerra resonaron en cuanto los elfos desenvainaron sus espadas y se sumieron a la refriega para despachar a esos horrores de pesadilla si eso era posible. Liadrin ignoró el fragor de la batalla, cerró los ojos y buscó el contacto con la Luz.
El enemigo avanzó inexorablemente y empujó a las fuerzas elfas de nuevo hacia la orilla; la Plaga era tan numerosa que se impuso abrumadoramente a sus rivales, a pesar de los tremendos esfuerzos de los magos y los sanadores.
—¡Mantened la formación! —volvió a gritar Belo’vir, al mismo tiempo que unas llamas brotaban de las yemas de sus dedos—. Mantened la…
A pesar del fragor del combate, Liadrin pudo oír cómo se clavaba esa flecha en el lado derecho del pecho de Belo’vir. La suma sacerdotisa intentó desesperadamente hallar la Luz mientras el gran magíster se tambaleaba hacia atrás. En ese mismo instante, oculto entre esa inmensa hueste, un elfo noble resucitado bajó su arco y siguió caminando torpe y lentamente.
Al mismo tiempo que Liadrin estaba a punto de alcanzar el fulgor de la Luz, Vandellor canalizó sus energías curativas hacia Belo’vir, quien agarró la flecha por su extremo emplumado y la partió. A continuación, empujó el astil hacia dentro hasta que la punta de la flecha emergió por su espalda, rasgándole la piel y atravesándole la túnica; después, se llevó la mano a la espalda para poder arrancársela del todo.
De improviso, el suelo bajo los pies de Liadrin tembló y esta perdió la concentración. La sacerdotisa dirigió la mirada hacia el campo de batalla, donde unos elfos intrépidos luchaban presas de la desesperación mientras gritaban, caían y morían. El pánico la dominó mientras intentaba contactar con la Luz una vez más, pero esta vez la percibió aún más lejos que antes.
Justo entonces, el jinete negro, Arthas, emergió de entre esa masa informe, galopando raudo y veloz hacia Belo’vir justo por debajo del hombro.
Liadrin golpeó con los puños la verja que tenía delante, chilló pan poder desahogarse y aliviar su frustración al mismo tiempo que el príncipe caído cabalgaba hacia la Fuente del Sol. Vandellor siguió canalizando la Luz hacia el gran magíster, en un esfuerzo que cualquier sacerdote más joven y menos experimentado habría sido incapaz de hacer. El cuerpo de Belo’vir relució envuelto en un aura dorada; no obstante, esa turbamulta necrófaga se lo llevó por delante y lo pisoteó en cuanto holló tierra firme.
Vandellor trepó por los aleros y descendió por la fachada del almacén con la intención de ayudar a su viejo amigo. Pese a que Liadrin le pidió a gritos que se detuviera, el anciano elfo no la escuchó o no quiso prestarle atención.
De repente, se produjo un cambio en el aire. Liadrin notó que el vello se le ponía de punta. Unos pequeños fragmentos de escombros flotantes salieron disparados hacia un lugar situado al norte de la costa, esos desperdicios giraron en el aire y, acto seguido, se dispersaron al rasgarse el aire. Súbitamente, ahí apareció el rey Anasterian Caminante del Sol.
Arthas se detuvo y obligó a su caballo a darse la vuelta.
El rey vestía la armadura Darth’Remar.
También portaba la hojarruna de su bisabuelo. Zul’Aman. En la mano izquierda sostenía un bastón ornamentado; el cristal reluciente montado sobre su extremo superior era una reliquia encantada cuyo origen se remontaba a Kalimdor, la antigua patria de los elfos nobles. A pesar de que el peso de los años, de sus tres mil años de existencia, había hecho mella en su cuerpo, tanto la mente como el corazón del rey Anasterian seguían en plena forma. El monarca había hecho acopio de todas las fuerzas que le quedaban y había decidido presentarse en ese momento para librar esa terrible batalla que sabía que seria la última.
Anasterian atravesó esa hueste de pesadilla que había alcanzado ya la orilla helada, atacando al enemigo a diestro y siniestro con su bastón y su espada: se abrió paso por esa llanura de hielo a base de mandobles, estocadas y golpes hasta alcanzar la zona de hielo derretido que miles de no-muertos seguían atravesando.
Se detuvo en cuanto se halló en medio de esa turbamulta. Entonces, profirió un grito de guerra en el antiguo idioma thalassiano y golpeó con la parte inferior de su bastón ese hielo sólido. Al instante, la no muy profunda capa de agua se extendió en un radio muy amplio y unas grietas, cuyo origen era el punto de impacto, se abrieron en esa superficie helada. Esas fisuras en forma de telaraña se expandieron y ensancharon hasta que el agua salada emergió por ellas.
El aire se estremeció alrededor del rey. Los soldados cadáveres que se habían dirigido hacía él para rodearlo cayeron hacia atrás como si hubieran sido golpeados. Anasterian se desvaneció y el agua, que había sido desterrada de su lugar natural unos momentos antes, volvió a llenar el vacío que el monarca acababa de dejar. El hielo siguió quebrándose hasta que un gran trecho helado se deshizo en varios témpanos descomunales. Los no-muertos intentaron mantener el equilibrio sobre esos inestables trozos de hielo, pero la mayoría resbaló y fue engullida por esas olas turbulentas.
A lo largo de la costa se abrió un hueco entre esa multitud de no-muertos, ya que una fuerza invisible los empujaba y apartaba de en medio.
Unas diminutas partículas de escombros giraban en el aire, que súbitamente se iluminó. Anasterian apareció de nuevo y el cristal situado en el extremo superior de su bastón proyectó una luz ámbar muy intensa.
A los pies del rey brotó un círculo de fuego, cuyas llamas cobraron velocidad a su alrededor tras unirse; acto seguido, se elevaron violentamente, se extendieron y conformaron un gigantesco y destructor tornado de fuego.
Las monstruosidades que rodeaban al rey ardieron.
Liadrin sintió renacer levemente la esperanza en su fuero interno. Como hacia la orilla, en busca de Vandellor y, enseguida, lo divisó vadeando entre una multitud de cadáveres, entre los que buscaba a Belo’vir, sin embargo, esa hueste no-muerta se interponía entre ella y el sumo sacerdote. Entonces, se volvió para dirigir su mirada hacia Arthas y, en ese instante, comprobó que las facciones del príncipe caído reflejaban unas emociones que hasta entonces no había mostrado. Ira. Frustración. Impaciencia.
Liadrin se abrió paso hasta Vandellor luchando como una posesa: entonces, se detuvo, miró a su alrededor y se percató de que los no-muertos ahora permanecían inmóviles y alerta, observando las reacciones de Arthas. Liadrin prosiguió avanzando hacia Vandellor, quien se encontraba arrodillado junto a un destrozado Belo’vir. A pesar de que el sumo sacerdote intentaba sanar desesperadamente las miles de heridas del gran magíster, lo único que había logrado era mantener a su viejo amigo consciente.
Liadrin agarró a Vandellor por los hombros.
—¡Si mueres no nos serás de ayuda!
Vandellor agarró a Belo’vir con un brazo y tiró de él para que pudiera incorporarse. El gran magíster clavó su mirada en el lugar donde se hallaban Arthas y Anasterian. Liadrin y Vandellor dirigieron sus ojos al mismo lugar.
Arthas espoleó a su montura y cargó contra el rey. El vórtice ígneo se disipó al arremeter el jinete negro contra él. Aunque Liadrin observó con suma atención todo cuanto acaeció después, todo sucedió a tal velocidad que casi le resultó imposible comprender lo que veían sus ojos.
Arthas se abalanzó sobre el rey con su espada y Anasterian pareció desplazarse sin ni siquiera haberse movido, ya que pasó de hallarse directamente delante de ese caballo negro a encontrarse arrodillado e inclinado. De repente, una luz deslumbrante brotó de su reliquia de cristal con el fin de cegar a Arthas, pero el caballero de la Muerte logró golpear el bastón del monarca y desviar su trayectoria, con tal mala fortuna que el bastón acabó cercenando las patas delanteras de su corcel.
El caballo cayó a plomo. Arthas gritó una extraña palabra (que a Liadrin le sonó muy similar a «invencible») y cayó rodando de su montura. Rápidamente, se puso en pie con un gesto de rabia. El antiguo príncipe parecía consternado, aunque esa reacción no se debía a que hubiera resultado hendo. Miró a su caballo y observó impotente cómo intentaba agónica y desesperadamente enderezarse, pero fue en vano. Acto seguido, fulminó con La mirada al rey.
Los no-muertos que habían seguido avanzando prosiguieron su ataque; Las turbamultas cercanas al rey y Arthas, sin embargo, permanecieron inmóviles, mientras los elfos que todavía no habían caído observaban y esperaban a que concluyera ese duelo que decidiría el destino de todos ellos.
Liadrin sintió una apremiante necesidad de mirar al mar. Ahí vio a Sylvanas, quien permanecía quieta y pesarosa encima del hielo que flotaba sobre las aguas. Liadrin se compadeció de la antigua general forestal, quien estaba siendo obligada a observar una batalla en la que no se le permitía intervenir. La suma sacerdotisa centró su atención de nuevo en Anasterian y Arthas, quien bramó:
—Quizá fuiste un adversario formidable hace tiempo. Pero ahora, soy capaz de percibir cómo se apaga la chispa de tu alma, cómo tu fuerza vital titila débilmente como una vela al viento… con sumo gusto, voy a apagar para siempre esa llama.
El rey y el antiguo príncipe trazaron un círculo uno alrededor del otro. Anasterian sostenía a Felo’melora con ambas manos con tanta fuera que sus nudillos se habían tomado blancos.
—Al menos yo podeos un alma, despreciable bastardo.
Arthas alzó a Agonía de Escarcha.
—No por mucho tiempo.
Al igual que antes, Liadrin tuvo la sensación de que los acontecimientos se sucedían tan rápidamente que ni su mente ni sus ojos eran capaces de asimilarlos. Arthas se abalanzó sobre el rey. Anasterian pareció dejar de existir y apareció justo detrás de Arthas, al que intentó decapitar. El caballero de la Muerte se echó al suelo y se giró. El rey volvió a teletransportarse de nuevo. Arthas aferró a Agonía de Escarcha con suma fuerza y, al instante, emergió de ella una onda expansiva que congeló de repente todo lo que se hallaba en las inmediaciones.
Aunque Liadrin no acabó congelada, sí notó el impacto de la detonación. Anasterian permaneció inmóvil, ya que todo su cuerpo había quedado cubierto por una capa de hielo. Las runas de las espadas de ambos refulgieron ferozmente mientras Arthas caminaba hacia el rey. El caparazón helado que cubría al monarca se agrietó y deshizo. Arthas hizo una finta; Anasterian atacó con todas sus fuerzas. Felo’melora y Agonía de Escarcha chocaron. Liadrin contuvo la respiración.
Con un terrible y desgarrador tañido, Agonía de Escarcha partió la hoja élfica en dos. Arthas prosiguió con su golpe hacia abajo y atravesó la pierna derecha del rey. Anasterian hincó una rodilla en tierra y enterró muy profundamente la hoja rota de Felo’melora en el muslo de Arthas. El antiguo príncipe gruñó, dio la vuelta a su espada y se la clavó a Anasterian justo por detrás de la clavicula. A continuación, empujó hacia dentro la hoja, le atravesó el pecho y le perforó el corazón.
Anasterian exhaló su último aliento y se quedó quieto. Arthas arrancó la espada y, acto seguido, el rey, totalmente rígido, cavó de bruces sobre el hielo.
Una espantosa estupefacción se apoderó de Liadrin. Anasterian había muerto.
Un grito horrendo rasgó el aire. Liadrin se llevó las manos a los oídos y, a través de sus lágrimas, pudo ver a Sylvanas, quien atormentada y desgarrada, aireaba su frustración y clamaba indignada al cielo con un aullido prolongado y teñido de desesperación.
En cuanto ese grito de angustia cesó al fin, Belo’vir se volvió hacia la costa. Ahí, decenas de no-muertos que no podían ahogarse estaban alcanzando la orilla de manera torpe y desmañada. El gran magíster era espantosamente consciente de que, sin lugar a dudas, pronto emergerían miles más.
Vandellor profirió un grito al atravesarle una hoja oxidada el pecho. Liadrin dirigió su mirada hacia la espalda del sumo sacerdote y pudo ver que tenía clavada ahí la empuñadura de una hoz que estaba atada a una cadena. Buscó con la mirada el otro extremo de esa cadena y comprobó que quien la sostenía, a varios pasos de distancia, era una de esas babeantes abominaciones hechas de retales unidos de carne. El engendro tiró entonces de la cadena y arrancó así la hoz de la espalda de Vandellor seccionándole la columna. El anciano elfo se derrumbó.
Liadrin lanzó un chillido plagado de angustia, cayó de rodillas al suelo y, con más desesperación que antes si cabe, intentó contactar con la Luz. Sin embargo, debido a su estado de agitación, la radiante gloria de la Luz le resultó inalcanzable.
De improviso, un diminuto orbe de fuego salió disparado de la palma de una de las manos de Belo’vir y alcanzó a ese altísimo coloso, de tal modo que penetró en su pálida piel y explotó dentro de él. El monstruo puso los ojos en blanco al caer y el suelo tembló por culpa del impacto.
Los cadáveres empapados de agua salada se aproximaron aún más a ellos. Belo’vir miró a Arthas, quien se hallaba junto a su corcel, cuyas patas delanteras ya estaban curadas. El príncipe caído desató una gran bolsa que llevaba colgada de la silla, miró satisfecho por última vez al rey muerto y, a continuación, se dirigió a la Fuente del Sol.
Entonces, Belo’vir habló, con un tono de voz lo suficientemente alto como para que Liadrin pudiera escucharle.
—Se acabó. Hemos perdido.
El gran magíster posó una mano sobre el hombro de Liadrin la cual notó al instante esa sensación, que ya le resultaba familiar de que algo tiraba de ella en su fuero interno.
Consternada, alzó la cabeza hacia Belo’vir y lo miró con los ojos desorbitados.
—¿Qué estás haciendo?
Belo’vir la contempló con una mirada benévola teñida de resignación.
—Hago un favor a un viejo amigo.
—¡No. quiero quedarme! Quiero…
Liadrin se desvaneció, lo cual le libró de ser testigo de cómo los no-muertos se cernían sobre el gran magíster, lo rodeaban y los despedazaban sin miramientos.
Dar’Khan había absorbido ya un poco más del abrumador poder de la Fuente del Sol cuando percibió la presencia de su amo. Por un breve instante, se planteó la posibilidad de absorber tanta energía como pudiera para teletransportarse luego muy lejos, pero sabía que, sin duda alguna, su amo lo encontraría, daba igual dónde decidiera esconderse.
Dar’Khan abrió los ojos súbitamente. Allá abajo, una turbamulta de no-muertos había obligado a batirse en retirada al resto de los miembros de la Asamblea. El mago pudo comprobar que habían abierto un camino por el que Arthas avanzaba hacia la fuente.
Tal y como había practicado, tal y como le había enseñado su instructor, Dar’Khan no se sentía de ningún modo extenuado, ya que el Poder de la Fuente del Sol lo había fortalecido.
Durante un fugaz instante, el mago temió que Arthas pudiera castigarlo por culpa de la codicia que había mostrado; sin embargo, su amo se quedó quieto delante de la Fuente del Sol durante un largo instante, contemplando su premio. El fulgor radiante de la fuente iluminó las facciones del príncipe caído. Su capa ondeó al viento, que también meció su canosa melena. Los no-muertos lo contemplaban inmóviles a una distancia cercana.
—¡Amo! —exclamó Dar’Khan—. Amo, he…
Arthas susurró unas palabras a alguien invisible y, acto seguido, arrojó un saco al haz de luz de la Fuente del Sol. El mago llegó a apreciar que unos huesos caían de esa bolsa justo antes de que el rayo centelleara con una luz blanca cegadora.
Dar’Khan se aferró el pecho con fuerza. Por culpa de lo que acababa de hacer su amo, la esencia de la Fuente del Sol había cambiado repentinamente. Esa mutación afectó profundamente a ese mago traidor en lo más hondo de su ser. En cuanto se recuperó, se concentró, cerró los ojos, desapareció…
… y apareció junto a Arthas; sin embargo, el caballero de la Muerte no le prestó ninguna atención. El rayo de la Fuente del Sol había adquirido un color muy extraño; un violeta pálido moteado de verde. En el interior de ese miasma turbulento, dio la impresión de que se estremecía una sombra.
—Amo, las energías de…
Arthas habló sin volver la cabeza lo más mínimo, con una voz fría como la hoja de un cuchillo.
Sí, han sido contaminadas. No te encontrarías tan mal si no hubieras absorbido parte de ellas.
Aterrado, el mago hincó una rodilla en el suelo y tartamudeó:
—Amo, te juro que…
La voz del antiguo príncipe adoptó un tono más sereno, pues trataba de calmar al mago.
¿Por qué tienes tanto miedo? Has actuado siguiendo el dictado de tu propia naturaleza. Deseabas servirme y lo has hecho. Y seguirás haciéndolo. Después de lodo, has contribuido a que este momento sea posible.
Una voz áspera, ronca y sepulcral resonó desde el interior de esa luz turbia.
—¡He renacido, tal y como se me prometió! ¡El Rey Exánime me ha concedido la vida eterna!
Dar’Khan reconoció de inmediato esa voz, a pesar de que ya no era un susurro. Era la voz de su consejero invisible, era esa otra voz que había oído en su mente, esa voz que le había proporcionado los conocimientos necesarios para que la Fuente del Sol cayera en sus manos.
El mago se puso en pie. Al instante, profirió un fuerte gruñido al sentir cómo el frío acero le atravesaba las entrañas. Miró fijamente a Arthas a los ojos y solo pudo ver un abismo insondable. Acto seguido, el caballero de la Muerte extrajo su espada.
—No temas, mi ambicioso amigo. La muerte es solo el principio, como mi colega Kel’Thuzad puede atestiguar.
Dar’Khan se volvió, cayó otra vez de rodillas y contempló cómo esa figura flotaba dentro de esa esencia nociva que hasta hace poco había sido el corazón y el alma del remo de su pueblo.
Un espeluznante esqueleto con cuernos, ataviado con unos peculiares ropajes, una armadura y unas cadenas emergió de la fuente. Irradiaba tal gélida maldad que Dar’Khan tuvo la sensación de que se le estaba helando la sangre por el mero hecho de haber posado su mirada en él.
Entonces, la oscuridad se adueñó de la visión periférica del mago y el mundo pareció alejarse de él. La calavera de ese engendro se inclinó sobre él y tuvo la sensación de que esas fauces huesudas se curvaban para formar una sonrisa.
Lo último que escuchó Dar’Khan fue la más burlona de aquel esqueleto.
CAPÍTULO TRES: LA CORRUPTA FUENTE DEL SOL
Capítulo tres: La corrupta Fuente del Sol
Lor’themar esperaba impaciente en la puerta oriental, en ese terreno repleto de escombros que había sido en su día el bazar, entre las deprimentes ruinas de Lunargenta.
Halduron se aproximó. Lor’themar le formuló la inevitable pregunta, a pesar de que sabía perfectamente la respuesta.
—¿Algún cambio?
El forestal negó con la cabeza. Lor’themar se limitó a asentir y a intentar disimular lo mucho que le preocupaba el estado de su amigo Galell.
Al llegar a Lunargenta, Lor’themar y el resto de los Errantes habían reunido a todos los supervivientes que habían sido capaces de localizar. Después, establecieron una posición defensiva en la plaza y acabaron con los no-muertos que todavía deambulaban por ahí y vigilaban la capital arrasada tras la marcha de Arthas. Al día siguiente, los Errantes peinaron el perímetro varias veces en busca de cualquier superviviente que se les hubiera pasado por alto en un principio o que intentase alcanzar la ciudad.
Lor’themar se había encontrado por casualidad a Galell inconsciente en la orilla oriental, en medio de unos restos de madera, junto a los cadáveres de unos cuantos guardianes y el cuerpo de una macabra criatura que recordaba a un murciélago; se parecía a esas bestias muertas que plagaban las plazas interiores de la ciudad y el terreno colindante a esta. Los cadáveres habían sido quemados, por supuesto, y este pronto iba a compartir su mismo destino.
Al regresar a la ciudad, los Errantes habían dejado a Galell en la trastienda de una de las pocas estructuras que seguían totalmente intactas; un edificio de dos plantas que, en su día, antes de esa devastación, había sido una taberna muy popular.
Ese mismo día había llegado a la ciudad un puñado de supervivientes de Lor’themar se dio cuenta de que esos elfos traían consigo un cadáver, una figura cadavérica de reluciente pelo blanco ataviada con una armadura. Entonces, se percató de que esos hermanos habían logrado llevarse del campo de batalla al rey caído, a Anasterian, lo cual le sorprendió tremendamente. Enseguida, corrieron muchas historias acerca del coraje de ambos hermanos entre sus compañeros elfos, que ayudaron a levantar ligeramente la moral de los supervivientes, cuyo estado de ánimo era cada vez más sombrío.
Si bien las secuelas de ese desastre los habían sumido en la desesperación y la confusión, había otra razón mucho más poderosa que cundiera el desánimo: el estado actual de la Fuente del Sol. La Fuente había cambiado. Lor’themar lo sabía y los demás supervivientes también, aunque no hablaran de ello; no obstante, el señor forestal sospechaba que sí hablaban entre ellos sobre ese tema, pero nunca cuando él estaba cerca.
Aun así, era mejor dejar que los expertos en magia se preocuparan de tales cuestiones. Como señor forestal, estaba obligado a garantizar la seguridad de los que quedaban vivos. Y eso era precisamente lo que pretendía hacer.
Cierto tiempo más tarde, Galell se despertó. Lor’themar corrió a su lado y dio gracias al sol porque el sacerdote hubiera recuperado la consciencia. Sin embargo, poco le duró la alegría al forestal. Sí. Galell había despertado, eso era cierto, pero sus ojos eran como las ventanas de una casa vacía. El sacerdote no respondía a los estímulos del mundo exterior, era incapaz de pronunciar una sola palabra y se limitaba a mirar inexpresivamente a la pared que había ante él.
Una semana después, seguía en el mismo estado.
Pese a que Lor’themar le preocupaba mucho Galell, le preocupaba aún más el destino de otra persona a la que, con el paso de los años, había aprendido a respetar y apreciar por encima del resto de sus amigos: le inquietaba mucho el destino de Liadrin.
Los supervivientes siguieron llegando con cuentagotas. Cada \vez que se presentaba uno de ellos, Lor’themar optó por centrarse en lo que tenía entre manos, aunque sin abandonar del todo la esperanza de que Liadrin pudiera seguir viva.
Ahora, se hallaba junto a las puertas, aguardando la llegada de Kirin Tor; un órgano muy elitista que reunía a los magos más poderosos de todo el mundo conocido.
Aunque Kael’thas se podría haber teletransportado directamente hasta una plaza de esa ciudad (lo cual era una gesta muy sencilla para alguien que poseyera los poderes mágicos del príncipe), el hijo de Anasterian había decidido viajar por el sur para poder evaluar con sus propios ojos el alcance de la devastación que habían sufrido el remo y la ciudad tanto por fuera como por dentro.
Ese era el mensaje que Rommath, el consejero del príncipe, le había entregado a Lor’themar Rommath se había teletransportado a la ciudad cuatro días antes, con tan mala suerte que había ido a aparecer en la plaza Alalcón, en una parte de la ciudad que los Errantes todavía no controlaban. No obstante, ese magíster demostró ser más que capaz de defenderse solo, ya que logró abrirse paso entre decenas de no-muertos, mientras buscaba supervivientes, hasta que llegó por fin al bazar, donde halló refugio.
A pesar de que la llegada del consejero del príncipe había supuesto un gran alivio para Lor’themar, el forestal no congenió con Rommath, era un elfo muy silencioso, poseía una mirada penetrante y tenía un carácter muy frío. Incluso ahora, mientras esperaban a los demás supervivientes, el señor forestal se sentía un tanto incómodo ante ese magíster.
Además, sus bruscos modales no habían ayudado en nada a serenar los ánimos de los abatidos supervivientes. El magíster no había hecho ningún anuncio oficial y, de hecho, había aconsejado a Kael’thas a la ciudad, para impedir así que algún «traidor» (sí, había utilizado esa palabra, no se había andado con rodeos) pudiera concebir algún plan para atentar contra el príncipe.
Lor’themar, que era confiado por naturaleza, aún albergaba la esperanza de que lo que sospechaba no fuera cierto, aún seguía intentado negar desesperadamente lo que cada vez estaba más conocido que era verdad.
Hay un traidor.
Si eso era cierto, entonces Lor’themar también había jugado un papel clave en la caída de Lunargenta al no haber permanecido alerta como era debido, por haber sido tan confiado, tan ingenuo. Por esa razón, el señor forestal seguía deseando estar equivocado al respecto, a pesar de que todas las evidencias demostraban lo contrario.
Más tarde, ese mismo día, llegó por fin el príncipe sin llamar la atención, sin pompa ni boato alguno, acompañado por un puñado de arqueros, dos sacerdotes, la Guardia Real y otro magíster: un elfo modesto y afable llamado Astalor.
Las facciones del príncipe revelaban de manera inconfundible que pertenecía a la orgullosa dinastía Caminante del Sol: esos pómulos elevados, esa nariz esbelta y esos ojos cerúleos eran inconfundibles, además, tenía una mirada triste pero al mismo tiempo enérgica, que transmitía la sensación de que poseía una sabiduría tan enorme que Lor’themar solo podía imaginar.
En cuanto el príncipe entró en la plaza, los rumores arreciaron entre los muchos supervivientes.
—Ya es demasiado tarde…
—… se marchará en cuanto tenga una oportunidad…
—Pero ¿para qué se iba a quedar aquí?
Kael’thas no reaccionó ante esos comentarios (a lo mejor ni siquiera los había oído), sino que se limitó a contemplar esa destrucción, sin mostrar sus emociones, manteniéndose impertérrito.
Lor’themar se arrodilló ante él.
—Alteza, me alegra ver que has llegado sano y salvo.
Con una seña, Kael’thas indicó al señor forestal que podía levantarse.
—Sí, solo nos hemos topado con algún reducido grupo de… adversarios.
El príncipe había titubeado; al parecer, era reacio a utilizar la palabra «no-muertos».
Kael’thas avanzó y paseó su mirada por todos los supervivientes, mientras intentaba buscar las palabras adecuadas.
—Sé que esto ha sido muy difícil —acertó a decir, pero, de inmediato, volvieron a arreciar las protestas de los supervivientes.
—¿Qué sabrás tú de las dificultades que hemos soportado?
—Dinos cómo vamos a comer a partir de ahora…¿cómo vamos a sobrevivir?
—¡Callaos y dejadle hablar! —exclamó Falon.
—¡Queremos hechos y no palabras!
—Kael’thas se quedó callado. Los supervivientes siguieron protestando airadamente, sin respetar nada ni a nadie. El Príncipe suspiró y se dio la vuelta.
—Me gustaría ver a mi padre.
Lor’themar agachó la cabeza.
—Como desees, alteza.
En la estancia principal de la taberna solo había una mesa, sobre la cual descansaba en paz el rey, cuyo reluciente pelo blanco parecía un montón de nieve esparcido sobre ese mueble. Sobre su pecho, con la empuñadura colocada justo bajo la barbilla, se encontraba Felo’melora, cuyas dos piezas partidas habían puesto juntas para que la espada pareciera hallarse aún entra.
Kael’thas pasó un dedo por encima del lugar donde ambas piezas se unían.
Lor’themar le explicó lo sucedido y, prácticamente, se disculpó por lo que había acaecido.
—Se rompió durante la batalla, alteza.
—No creí que eso fuera posible. —Kael’thas buscó con la mirada el rosto de su padre. Acto seguido, el príncipe siguió hablando con un tono más suave—. Hay muchas cosas que no creía posible, hasta ahora.
Durante un momento, reinó el silenció.
—¿Dónde están los demás cuerpos?
—Los hemos quemado, mi señor. Para evitar que… se levantaran de nuevo.
El príncipe clavó una mirada teñida de incredulidad en el señor forestal. Rápidamente, asimiló lo que este había querido decirle y, al instante, asintió.
—Por supuesto.
—Estaré fuera, junto a la puerta.
A pesar de que Lor’themar cerró como pudo esa puerta rota al salir de la taberna, pudo escuchar la sombría voz del príncipe desde la calle.
—Elor bindel felallan morin’aminor. —Lo primero que dijo el príncipe fue una bendición thalassiana—. Sabía que este día llegaría… pero jamás soñé que fuera a llegar tan pronto. Temo no estar preparado, padre. Tú eres el rey. Siempre serás el rey.
Lor’themar oyó entonces el roce de una tela y, aunque no pudo verlo, supo que el príncipe se acababa de arrodillar junto a su padre.
—Lo único que siempre he querido es que te sintieras orgulloso de mí. Concédeme la fuerza necesaria para ser el hombre que esperabas que fuera. Concédeme la fuerza necesaria para guiarlos en estos tiempos desesperados. Concédeme la fuerza necesaria para liderar a nuestro pueblo como es debido. —A continuación, murmuró un último rezo—. Elu’meniel mal alann.
Esa noche montaron una pira funeraria y el cuerpo de Anasterian fue incinerado. En cuanto prendieron fuego a la pira, todas las miradas se volvieron expectantes hacia Kael’thas y los magos se retiraron de nuevo en busca de ese refugio que les brindaba la taberna aislados del resto.
—Entonces, ¿estamos solos en esto? ¿Acaso debemos adivinar qué piensa el príncipe? ¿Ni siquiera va a hacer un discurso? —despotricó Vorinel, un artesano muy alto que procedía de la Isla del Caminante del Sol.
Lor’themar extendió ambos brazos y pidió silencio con una seña, mientras el resplandor anaranjado del fuego iluminaba sus facciones.
—El príncipe se dirigirá a nosotros a su debido tiempo. Hasta entonces, contamos con provisiones de comida y reservas de agua fresca suficientes. Aunque ahora carezcamos de algunas cosas, sé que podremos obtenerlas de algún modo. Mantened la calma e intentad ser pacientes.
Al mismo tiempo que los murmullos menguaban, el señor forestal miró hacia atrás, hacia esos edificios a oscuras, y no pudo evitar preguntarse por qué el príncipe había decidido aislarse del resto del mundo.
A lo largo de los dos días siguientes, el príncipe prácticamente estuvo desaparecido, al igual que Rommath y Astalor.
Durante ese tiempo, algunos grupos de no-muertos (algunos de los cuales eran cadáveres descompuestos; otros, meros esqueletos capaces de caminar, y algunos otros, elfos caídos que habrían podido pasar por vivos si no fuera por sus ojos velados, su mirada perdida y su torpe deambular) continuaron buscando una manera de atravesar sus defensas, pero los Errantes los repelieron.
Aunque sus defensas aguantaron, Lor’themar se sentía cada vez más agotado. Últimamente, cada vez le costaba más despertarse.
Cuando llegó la mañana del tercer día, Lor’themar, pues temía que pudiera desencadenarse una revuelta si todo seguía como hasta ahora. Pese a que Falon y Solanar le habían ayudado mucho a hora de mantener el orden, el señor forestal temía que la paciencia de esa gente estuviera a punto de agotarse.
El príncipe regresó varias horas más tarde, flanqueado por los magísteres y portando un objeto tapado por una tela. De inmediato, se dirigieron presurosos a la taberna y permanecieron ahí dentro el resto del día.
Kael’thas y sus acompañantes.
Pero esa charla nunca tuvo lugar, ya que, esa misma noche. Lor’themar y le pidió que reuniera a los supervivientes, pues quería dirigirse a ellos.
El príncipe, que tenía la mirada perdida, parecía hallarse un tanto nervioso sobre esa plataforma improvisada con los restos de algunas estructuras de la ciudad. Rommath y Astalor lo flanqueaban. La multitud le hacía preguntas a gritos:
¿Adónde vamos a ir?
—¿Cuánta comida queda?
—¿Por qué no se nos ha dicho nada?
Entonces, Kael’thas habló con una voz clara e imponente:
—¡He estado en la Fuente del Sol!
La muchedumbre calló.
De repente. Lor’themar entendió, al menos en parte, lo que el príncipe había estado haciendo cuando había desaparecido en diversas ocasiones durante varias horas: se había teletransportado a la Fuente del Sol.
Kael’thas prosiguió.
—He podido examinar sus energías. Y mis sospechas, así como las de mis magísteres, se han confirmado. La Fuente del Sol ha sido corrompida y mancillada, la nigromancia ha contaminado su energía. Asimismo, los no-muertos se han dirigido en tropel a Quel’Danas, atraídos por esa vetusta fuente como polillas a una llama. Y esa misma energía que los llama, ese mismo poder que sigue impregnando nuestra alma, se extenderá por lo que queda de nuestro reino… por todas estas tierras, infectando, corrompiendo y envenenándolo todo con su maldad.
Súbitamente, alguien gritó desde la muchedumbre:
—Entonces, ¿deberíamos irnos? ¡Tenemos que alejamos de ella lo más posible! Además ¡aquí ya no queda nada para nosotros!
—La Fuente del Sol nos alimenta con su energía sin importar dónde nos encontremos en este mundo. No podemos escapar de su influencia. La situación es esta: debemos combatir aquí y ahora, o si no, nos arriesgáremos a perderlo todo.
—¡Ya lo hemos perdido todo! —replicó una joven.
—¡No! Aún conserváis la vida. Y mientras sigáis vivos, esta tierra también seguirá siendo nuestra. Este todavía es nuestro hogar. Podremos reconstruirlo. Pero nunca lo lograremos si la amenaza de la Fuente del Sol sigue planeando sobre nosotros.
—Entonces, ¿qué sugieres? —preguntó Falon.
—Esto no es una sugerencia, sino una orden: la Fuente del Sol debe ser destruida.
El gentío volvió a estallar en protestas; reinó tal cacofonía que Vorinel tuvo que gritar como un poseso para ser escuchado.
—¡Nuestra ansia de poder mágico siempre nos ha llevado al desastre! ¡De eso intentaron advertimos nuestros primos kaldorei!
—¡Yo digo que debemos destruirla! De todos modos, ¡esa maldita cosa nunca debería haber existido!
Si bien esas palabras suscitaron diversas reacciones de estupefacción y enojo, también había muchos supervivientes que, lo admitieran abiertamente o no, creían que Vorinel había dicho la verdad.
—Pero hay una amenaza mucho más inmediata y más aterradora que la que supone nuestra valiosa Fuente del Sol —vociferó alguien, concretamente una mujer, desde la puerta.
Todos volvieron sus ojos hacia ella y comprobaron que cerca del umbral había alguien ataviado con una túnica. Lor’themar en particular sintió un inconmensurable alivio al oír su voz. Al instante, se abrió paso entre la muchedumbre para poder verla mejor, para poder cerciorarse de que lo que veían sus ojos era lo que tanto deseaba. Y así fue.
—¿Y cuál es esa amenaza más inmediata? —preguntó el príncipe.
Liadrin se acercó y, pese a que estaba desaliñada y su ropa se hallaba manchada, parecía sana y fuerte, y muy viva cuando respondió:
—Los trols.
Llevan varios días entrando sin parar en Zul’Aman procedentes de los lugares más recónditos. Según parece, todos los Amani están abandonando sus escondites y se están reuniendo con el fin de prepararse para la guerra.
En el interior de la taberna, Liadrin estaba sentada a la misma mesa donde el cuerpo de Anasterian había estado solo unos días antes, justo frente a Kael’thas. Entre ambos, había un objeto bastante grande tapado con un trozo de tela.
Lor’themar deambulaba de un lado a otro sin parar y Halduron se hallaba cerca de él. Un guardia real se encontraba al lado del príncipe y, tras el guardia, estaba Astalor. Rommath había optado por un rincón oscuro, al abrigo de las sombras.
El príncipe replicó:
—¿Por qué quieren reunir un ejército tan enorme para destruirnos? Podrían habernos atacado hace días, antes de que nos reagrupáramos, y nos podrían haber derrotado con relativa facilidad.
Liadrin se inclinó hacia delante.
—Tal vez nosotros no seamos su presa.
El señor forestal se paró en seco. Su mirada se cruzó con la de Liadrin y asintió.
—Hace mucho tiempo, Zul’Aman, desde donde pude escrutar el océano, y divisé varios barcos, varios destructores.
Kael’thas suspiró.
—Así que saben que los no-muertos han invadido Quel’Danas, de eso no hay duda. Esos engendros se están congregando en esa isla a millares; a cada día que pasa, son más y más. Los magísteres y yo pudimos comprobarlo cuando fuimos a examinar la energía de la Fuente del Sol. Salimos de ahí con vida por poco.
Astalor apostilló:
—Es probable que los trols ignoren cuál es el poder de las fuerzas no-muertas que todavía permanecen ahí. Solo saben que esa Plaga ha arrasado Lunargenta, lo cual es una gesta que ellos nunca pudieron llevar a cabo… por eso están haciendo tantos preparativos y están reuniendo un ejército tan enorme, porque no saben que los miembros más poderosos de las tuerzas no-muertas ya no se encuentran ahí.
El príncipe se reclinó en la silla, pensativo.
Muy bien. Quizá esto nos brinde la oportunidad que tanto estábamos esperando. Si los trols quieren la Fuente del Sol, que se la queden.
Kael’thas se puso en pie y apartó la tela que cubría el objeto colocado sobre la mesa, revelando así lo que había debajo: los cristales lunares unidos. Acto seguido, se dispuso a pasear alrededor de la mesa.
—Cuando conocí a Arthas… no era más que un zafio truhán indisciplinado. Sin embargo, ha sido capaz de utilizar nuestros cristales lunares en nuestra contra para quebrar nuestras defensas.
Liadrin asintió.
—Así es. Yo misma fui testigo de ello.
El príncipe prosiguió.
—Entonces, nosotros también deberíamos usarlos en nuestro provecho. Los magísteres y yo podríamos canalizar bastante poder a través de estos cristales como para desestabilizar la Fuente del Sol y, si mis cálculos son correctos, incluso podríamos destruirla.
Un pesado silencio dominó la estancia mientras cada uno de ellos sopesaba la importancia de las palabras que acababa de pronunciar el príncipe, quien dejó de andar y posó su mirada en Liadrin.
—¿Crees que los trols atacarán primero?
—Sí. Cuento con un explorador apostado en el extremo más aislado de las montañas que rodean Zul’Aman. En cuanto sus tropas se movilicen, nos alertará.
—Bien. Debemos coordinar nuestro plan con el ataque de los trols. Así, cuando acudan en tropel a Quel’Danas, podremos borrarlos de la faz de la Tierra, tanto a ellos como a los no-muertos que aún queden allí.
Entonces, Astalor intervino en la conversación.
—Pero si centramos nuestro poder en canalizar esas energías, seremos incapaces de mantener a raya a los no-muertos.
El príncipe se mostró de acuerdo.
—Sí, necesitaremos una fuerza de choque que haga retroceder a los no-muertos durante el tiempo que necesitemos Rommath, Astalor y yo para llevar a cabo nuestra tarea. Además, los no-muertos también estarán distraídos con el ataque de los trols, así que solo hará falta que un puñado de hombres nos acompañen en la Fuente del Sol. No voy a reclutar a ninguno de los supervivientes en contra de su voluntad para esta misión, pero estoy dispuesto a aceptar voluntarios.
Lor’themar dio un paso al frente.
—Los Errantes estamos dispuestos a luchar a tu lado.
—¡Sí, sí! —vociferó Halduron.
Liadrin se puso en pie.
—Yo también me sumo al plan.
Kael’thas contempló detenidamente la túnica que vestía la suma sacerdotisa.
—De acuerdo. Nos vendrá bien contar con otro sanador.
—No actuaré como canal de la Luz.
El príncipe arqueó una ceja.
—¿Ah, no? ¿Por qué?
La voz de Liadrin adoptó un tono glacial.
—¿De qué sirve recurrir a un poder que no responde cuando más se le necesita? La Luz es veleidosa y despreciable, no quiero tener nada más que ver con ella. El mismo día en que murió mi mentor, dejé de ser suma sacerdotisa.
Kael’thas permaneció callado. Rommath, sin embargo, había abandonado el abrigo de las sombras y, de hecho, parecía estar escuchando lodo con gran atención.
El señor forestal rompió el silencio.
—Entonces, tal vez sería mejor que te quedases…
Liadrin pronunció un epíteto thalassiano de tal modo que provocó que Lor’themar arqueara una ceja.
—Bobadas. Lucharé con vosotros.
A continuación, se dirigió a la pared donde los Errantes habían dejado apoyadas una gran cantidad de armas que habían arrebatado a varios no-muertos derrotados. Se arrodilló y cogió una clava.
—Estoy segura de que alguno de tus hombres podrá enseñarme a usar esto.
Antes de que Lor’themar pudiera responder, alguien habló desde el umbral de la puerta de la trastienda.
—Aún no sé si he recuperado mi capacidad de canalizar la Luz, pero os ayudaré en la medida que pueda.
Galell, que estaba apoyado sobre la jamba de la puerta, tenía el aspecto de alguien que acababa de despertarse de un sueño largo y especialmente agitado. Liadrin gritó su nombre, corrió hacia él y le abrazó. Lor’themar y Galell se sintieron en paz.
Kael’thas también se había dirigido al resto de supervivientes para pedir voluntarios y los hermanos Falon y Solanar habían sido los primeros en dar un paso al frente, a los que enseguida se unieron un puñado más de elfos. Ahora, el grupo de voluntarios al completo se encontraba en lo que solía ser el bazar. Esas veinte almas intrépidas soportaban la pesada carga del destino de todo su pueblo sobre sus exhaustos hombros. La mirada de los refugiados que los rodeaban estaban plagadas de desesperación y ansiedad pero, en lo más hondo de su ser, todavía ardían también los rescoldos de la esperanza.
Un Errante atravesó presuroso la puerta para comunicarles una noticia: el explorador que vigilaba a los trols había disparado una flecha en llamas al cielo. Había dado la señal.
Entonces, Kael’thas, que sostenía en sus manos los sagrados cristales lunares, pronunció una sola palabra en thalassiano y, al instante, esa enorme gema se dividió en tres. Le entregó una piedra a Rommath y otra a Astalor.
Unas oscuras nubes surcaron del cielo.
—¡Ha llegado el momento! —anunció Kael’thas a la vez que sopiaba un fuerte viento del este—. ¡Qué la luz del sol nos guie hasta el final! ¡Si el destino nos lo permite, volveremos a reunirnos con vosotros y todos nosotros tendremos un futuro! Si no regresamos… ¡espero que nos volvamos a encontrar disfrutando de la paz eterna!
Una vez dicho esto, Kael’thas, Rommath y Astalor alzaron la mano que les quedaba libre simultáneamente y, al unísono, el grupo de veinte voluntarios se desvaneció entre unas relucientes motas de luz que el cada vez más intenso viento dispersó.
Lor’themar dio un paso al frente.
—Los Errantes estamos dispuestos a luchar a tu lado.
—¡Sí, sí! —vociferó Halduron.
Liadrin se puso en pie.
—Yo también me sumo al plan.
Kael’thas contempló detenidamente la túnica que vestía la suma sacerdotisa.
—De acuerdo. Nos vendrá bien contar con otro sanador.
—No actuaré como canal de la Luz.
El príncipe arqueó una ceja.
—¿Ah, no? ¿Por qué?
La voz de Liadrin adoptó un tono glacial.
—¿De qué sirve recurrir a un poder que no responde cuando más se le necesita? La Luz es veleidosa y despreciable, no quiero tener nada más que ver con ella. El mismo día en que murió mi mentor, dejé de ser suma sacerdotisa.
Kael’thas permaneció callado. Rommath, sin embargo, había abandonado el abrigo de las sombras y, de hecho, parecía estar escuchando todo con gran atención.
El señor forestal rompió el silencio.
—Entonces, tal vez sería mejor que te quedases…
Liadrin pronunció un epíteto thalassiano de tal modo que provocó que Lor’themar arqueara una ceja.
—Bobadas. Lucharé con vosotros.
A continuación, se dirigió a la pared donde los Errantes había dejado apoyadas una gran cantidad de armas que habían arrebatado a varios no-muertos derrotados. Se arrodilló y cogió una clava.
—Estoy segura de que alguno de tus hombres podrá enseñarme a usar esto.
Antes de que Lor’themar pudiera responder, alguien habló desde el umbral de la puerta de la trastienda.
—Aún no sé si he recuperado mi capacidad de canalizar la Luz, pero os ayudaré en la medida que pueda.
Galell, que estaba apoyado en la jamba de la puerta, tenía el aspecto de alguien que acababa de despertarse de un sueño largo y especialmente agitado. Liadrin gritó su nombre, corrió hacia él y lo abrazó. Lor’themar y Galell se sintieron en paz.
Kael’thas también se había dirigido al resto de supervivientes para pedir voluntarios y los hermanos Falon y Solanar habían sido los primeros en dar un paso al frente, a los que enseguida se unieron un puñado más de elfos. Ahora, el grupo de voluntarios al completo se encontraba en lo que solía ser el bazar. Esas veinte almas intrépidas soportaban la pesada carga del destino de todo su pueblo obre sus exhaustos hombros. La mirada de los refugiados que los rodeaban estaban plagadas de desesperación y ansiedad pero, en lo más hondo de su ser, todavía ardían también los rescoldos de la esperanza.
Un Errante atravesó presuroso la puerta para comunicarles una noticia: el explorador que vigilaba a los trols había disparado una flecha en llamas al cielo. Había dado la señal.
Entonces. Kael’thas, que sostenía en sus manos los sagrados cristales lunares, pronunció una sola palabra en thalassiano y, al instante, esa enorme gema se dividió en tres. Le entregó una piedra a Rommath y otra a Astalor.
Unas oscuras nubes surcaron del cielo.
—¡Ha llegado el momento! —anunció Kael’thas a la vez que soplaba un fuerte viento del este—. ¡Qué la luz del sol nos guíe hasta el final! ¡Si el destino nos lo permite, volveremos a reunimos con vosotros y todos nosotros tendremos un futuro! Si no regresamos, ¡espero nos volvamos a encontrar disfrutando de la paz eterna! —Una vez dicho esto, Kael’thas, Rommath y Astalor alzaron la mano que les quedaba libre simultáneamente y, al unísono, El grupo de veinte voluntario se desvaneció entre unas relucientes motas de luz que el cada vez más intenso viento dispersó.
Un vasto y turbulento océano de no-muertos rodeaba la Fuente del Sol y cubría Quel’Danas por entero.
De improviso, una serie de detonaciones rasgaron el aire; un estrépito cuyo origen no eran unos relámpagos sino unos cañones pesados. Al sudeste, una armada de destructores trols se encontraba parada de costado a cierta distancia del litoral, desde donde bombardeaba la isla de manera cadenciosa con su poderosa artillería. Entretanto, por el lado de esas naves que no miraba a la orilla, estaban lanzando al mar un gran número de botes de transporte de tropas repletos de guerreros trols. Muchos de los no-muertos que se hallaban cerca de la costa de Kael’thas y los demás aparecieron súbitamente cerca de la Fuente del Sol.
Unos relámpagos se bifurcaron en el firmamento.
Los no-muertos que se habían visto apartados a un lado al llegar ese grupo reaccionaron de inmediato y los atacaron de una manera desmañada y torpe. Al instante, la batalla se desató. Lor’themar y los Errantes se abalanzaron sobre sus adversarios, obligando así a retroceder a los cadáveres más cercanos. De ese modo, lograron abrir un hueco y trazar un círculo defensivo alrededor de ese brillante rayo que se perdía allá arriba entre las nubes tormentosas.
Ka’elthas iba acompañado por uno de sus sacerdotes personales. Su segundo al mando se unió a Astalor. Si bien los hermanos habían acordado que Falon se colocaría cerca de Rommath, en el último instante, Falon había insistido en que Solanar ocupara su lugar.
—No es el momento de discutir —vociferó Falon por encima del fuerte viento mientras los Errantes luchaban con fiereza—. ¡Soy el mayor y seré más útil allí!
Un reticente Solanar cumplió los deseos de su hermano y, raudo y veloz, Falon fue en ayuda de uno de los forestales heridos.
Galell decidió apoyar a la vanguardia de sus fuerzas. Esperaba haber tomado la decisión correcta. Al fin y al cabo, había estado varios días inconsciente y aún no había intentado contactar con la Luz. Restablecer su vínculo con la Luz era como caminar a tientas por una habitación a oscuras. El paisaje no había cambiado, pero la perspectiva sí. Tenía que reorientarse, para hallar de nuevo el camino.
El príncipe y los magísteres cerraron los ojos y susurraron unas palabras muy poderosas. Los cristales lunares brillaron de manera tenue.
Una bola de cañón trol cayó cerca, levantando una colosal nube compuesta de piedras, polvo, escombros y cadáveres mutilados.
Lor’themar se preguntó si se estaba volviendo loco a la vez que se giraba y atacaba a otro asaltante no-muerto.
Comenzó a llover a cántaros en la isla justo cuando decenas de botes de transporte de tropas trol alcanzaron la orilla sur, cuyos guerreros desembarcaron de inmediato y se sumaron a la refriega vadeando.
Pese a que Liadrin manejaba torpemente la pesada clava, su carencia de destreza la compensaba con una tremenda determinación y una furia sin limites. Lor’themar le había dicho que debía decapitar a los cadáveres andantes si quería acabar con ellos realmente y eso era precisamente lo que la ex suma sacerdotisa estaba haciendo con gran fervor, a pesar de que iba ataviada con una armadura que le había quitado a un guardián caído en batalla y no le quedaba nada bien.
Puedes hacerlo, pensó. Tienes que hacerlo.
Lor’themar se abrió paso a espadazos a través de un grupo de no-muertos y, detrás de este, se topó con unos antiguos magísteres que lo aguardaban. Al ver sus ojos vidriosos, tuvo claro que no eran supervivientes, sino que, más bien, eran unos elfos caídos que habían sido revividos rápidamente por algunos nigromantes durante el saqueo de Lunargenta y a los que habían abandonado en esa isla para que se pudrieran cuando Arthas se había marchado de allí. Mientras intentaba cercenarles sus desprotegidos cuellos, el forestal rezó para que esos magísteres no hubieran sido traídos de entre los muertos con los mismos poderes que poseían cuando se hallaban entre los vivos.
Los truenos rugieron sin piedad.
Unos rayos cegadores surgieron de los cristales lunares y se adentraron en la Fuente del Sol. Rommath, Kael’thas y Astalor se arquearon hacia atrás al unísono. Unas corrientes discontinuas de energía pura se elevaron hacia el ciclo, cuyo calor y brillo era mucho mayor que el de los relámpagos que rasgaban el firmamento.
Uno de los Errantes que se encontraba delante de Galell chilló al sentir cómo le atravesaba las costillas la espada de un siervo de la Plaga. El sacerdote se serenó, se concentró, expandió su conciencia y contactó con la Luz. Canalizó sus propiedades curativas hacia el forestal al mismo tiempo que oía una detonación atronadora que procedía del litoral, a la vez que oía un silbido agudo que anunciaba que una bola de cañón se aproximaba. Percibió que su vinculo con la Luz era cercenado en cuanto esa bola de cañón impacto contra el suelo, rebotó y elevó por los aires al forestal, partiendo prácticamente en dos su cuerpo.
Galell permaneció quieto; pese a que la batalla seguía rugiendo a su alrededor, parecía hallarse muy distante, como si la estuviera observando a través de un sueño.
Los elfos habían planeado empujar a los no-muertos hacia los asaltantes Amani, para mantenerlos ocupados durante el tiempo que Lor’themar rezó para que el príncipe y los magísteres concluyeran su Urea antes de que eso ocurriera.
El suelo tembló violentamente. Pese a que la mayoría de los Errantes lograron mantener el equilibrio, muchos de los no-muertos cayeron al barro. Unas grietas surgieron en la tierra y se ensancharon con gran rapidez hasta transformarse en unas enormes fisuras, de las que brotó una energía abrasadora.
Mientras los no-muertos intentaban volver a ponerse en pie Lor’themar pudo comprobar, que fácilmente, un centenar de trols habían rodeado la Fuente del Sol y estaban estrechando el cerco con premura. Sus gritos de guerra hendían el aire. Sus destructores habían cesado el bombardeo, pero ese era un triste consuelo, ya que el ejército trol avanzaba cual avalancha.
Un solo rayo de pura energía blanca apareció súbitamente en el centro del haz de luz de la Fuente del Sol. El rayo latió y creció, y se expandió con cada latido. Kael’thas y los magísteres estaban, sin lugar a dudas, fatigados, pues estaban empleando todo su poder para poder canalizar esas fuerzas. Ahora, los cristales lunares estaban envueltos en llamas y una turbulenta energía verde ocupaba su parte central.
Tras haber logrado levantarse del suelo, los no-muertos avanzaron una vez más hacia la Fuente del Sol. Mientras Lor’themar defendía su posición, oyó cómo algo se partía, algo que le recordó al sonido que hace el cuchillo de un carnicero al partir la carne. Un cadáver putrefacto cayó delante de él y su lugar fue ocupado por un rabioso trol.
Los rabiosos eran mucho más musculosos que sus hermanos y eran tan fuertes gracias a un cóctel en el que se mezclaba magia primitiva y oscura; unos siniestros médicos brujos preparaban esas pociones que desataban un espantoso frenesí en esos feroces guerreros. Este, en concreto, estaba cubierto de tatuajes y pinturas de guerra de arriba abajo; además, blandía varias lanzas de hoja muy gruesa.
Lor’themar lo atacó y falló. Maldijo entonces su incapacidad e percibir la profundidad tras haber perdido un ojo. Se rehizo y volvió a arremeter contra el trol, quien con una velocidad inusitada paro el golpe y contraatacó. Un tremendo dolor se apodero de las costillas del señor forestal, ya que la punta de la lanza trol había hallado ahí una zona que su armadura no protegía. Falon. que se hallaba cerca de él, canalizó inmediatamente el poder sanador de la Luz hacia esa herida. El rabioso, que fue testigo de todo esto, decidió entonces coger una segunda lanza que llevaba atada a la espalda y la arrojó hacia Falon, alcanzándole en el pecho.
Lor’themar alzó su espada con ambas manos por encima de la cabeza y trazó un arco descendente con el que le aplastó el cráneo a ese rabioso. Al instante, se volvió y se arrodilló junto a Falon mientras dos Errantes cubrían con suma rapidez su puesto. Pudo comprobar que la vida se esfumaba de los ojos del sacerdote. Miró a su alrededor, en busca de otro sacerdote, pero no vio a ninguno cerca…
Ya era demasiado tarde. La vida había abandonado a Falon.
Solanar, que se encontraba detrás de Rommath, notó cómo una repentina sensación de tristeza se apoderaba de él. Buscó con la mirada a su hermano en el campo de batalla, pero solo vio un caos total. Sin embargo, ya sabía que… ya sabía que Falon había muerto sin necesidad de tener que verlo.
Liadrin le destrozó el cráneo a una aberración que había sido en su día un guardián elfo y entornó los ojos para poder ver algo a través de la intensa lluvia. Entonces, se dio cuenta de que conocía al enemigo que se aproximaba hacia ella. La desesperación se apoderó de ella y se le hizo un nudo en el estómago. Se trataba de un anciano que vestía una túnica de sumo sacerdote. Bajó la clava al mismo tiempo que fijaba su mirada en los ojos inertes de Vandellor.
No puedo hacerlo. ¡No puedo hacerlo!
Debes hacerlo. No le mires a los ojos.
Ese cadáver viviente que había sido en su día el mentor de Liadrin, que había sido como un padre para ella, intentó arañarla torpemente con unas largas uñas, pero no logró rozarle la cara. Esa aberración llevaba la túnica repleta de unas manchas oscuras de color carmesí y en el centro de su pecho no había nada más que una cavidad desigual infestada de gusanos.
La ex suma sacerdotisa maldijo a la Luz. la maldijo con una pasión que desafiaba a todo cuanto hasta hacia poco había considerado sagrado y verdadero. Al instante, enterró la clava en la sien de Vandellor. Pudo oír el chasquido de su cuello al romperse. El cadáver se tambaleó y, acto seguido, arremetió contra ella. Liadrin agarró mejor la clava y giró todo el cuerpo para propinarle un segundo golpe del revés. Después, le sacudió por una tercera y última vez, logrando así que la cabeza del viejo elfo se separara definitivamente de sus hombros.
Mientras ese engendro que había sido Vandellor caía, Liadrin alzó la cabeza hacia el cielo y gritó bajo ese aguacero.
Rommath, Kael’thas y Astalor se echaron hacia atrás, pues la palpitante columna de un blanco cegador acababa de engullir las tonalidades violáceas de la Fuente del Sol, que se expandió hacia fuera acompañada de un fuerte zumbido que se imponía a todos los demás ruidos. Se estremeció con su último latido y, súbitamente, regresó al centro de la Fuente del Sol. El zumbido fue reemplazado entonces por un silencio repentino roto únicamente por el rítmico repiqueteo de la lluvia al caer sobre el suelo.
—¡Ahora, ahora! —gritó Kael’thas, a la vez que extendía ambos brazos a lo ancho.
Uno a uno, los Errantes, los sanadores y por último, los magísteres y el propio Kael’thas fueron desapareciendo. Entonces, el cegador rayo blanco explotó, vaporizando lodo cuanto halló a su paso y a todos los que encontró en su camino.
Cuando el humo se disipó, ya no quedaba nada de la Fuente del Sol salvo un agujero oscuro y vacío.
En la Isla del Caminante del Sol, ya no quedaba nadie vivo que pudiera ver cómo esa gigantesca criatura alada sobrevolaba la isla. Tras aterrizar, agachar la cabeza y plegar las alas para protegerse, el anillo exterior de la explosión lo alcanzó.
El colosal dragón rojo se estremeció ante el terrible impacto, aunque no sufrió daño alguno. A continuación, adoptó otra forma: la de un humano ataviado con una túnica. Después, alzó ambas manos y las energías menguantes de la Fuente del Sol se fusionaron en una sola.
¡He llegado tarde!, pensó el dragón, que respondía al nombre de Borel cuando portaba esa forma. Sin embargo, mientras observaba cómo esas energías se unían, detectó algo dentro del tenue fulgor…
Tal vez… tal vez no esté todo perdido.
En el centro del antiguo bazar se produjo un estallido de luz del que emergieron Kael’thas y todos los demás.
La gente que se había quedado allí vitoreó y corrió a abrazar al grupo de valientes que acababa de regresar. De los veinte que habían partido, habían sobrevivido diecisiete. Aunque daba la impresión de que todos y cada uno de ellos estaban total y completamente extenuados. Kael’thas. Rommath y Astalor, sobre los que flotaban los restos flamígeros de los cristales lunares, parecían más cansados incluso que el resto.
Lor’themar posó una mano sobre el hombro de Solanar.
—Falon ha sido asesinado por uno de esos trols. Ha muerto para que yo pueda vivir… Te prometo que procuraré que el resto de mi vida sea digna de ser vivida para cerciorarme de que tu hermano no murió en vano.
Solanar contempló fijamente al señor forestal durante varios segundos. Después, se sentó con las piernas cruzadas en el suelo y enterró la cabeza entre las manos.
Liadrin se volvió hacia Galell, quien permanecía callado y tenía la mirada perdida.
—¿Estás ileso?
El sacerdote se limitó a asentir. Liadrin le rodeó el hombro con un brazo y lo acercó hacia sí.
—Sé lo que sientes. Créeme, lo sé.
Rommath extendió entonces un brazo y abrió la mano con la palma hacia arriba, sobre la cual, a un par de centímetros, flotaba un cristal lunar.
—Los cristales lunares han sobrevivido.
Astalor entornó la mirada.
—Su poder ha menguado mucho y, sin ningún género de dudas habrá sido corrompido por las energías que han tenido que canalizar, tal vez aún nos sean útiles.
Entonces, el magíster se giró hacia Kael’thas.
—Mi señor, creo que estarán más seguros si los guardas tú.
El príncipe desplazó su mirada de su camarada a las piedras, que se habían convertido en unas llameantes esferas verdes.
Rommath titubeó brevemente y, entonces, añadió:
—Tiene razón.
—Que así sea —respondió Kael’thas.
Al instante, los dos magísteres hicieron un gesto y esos orbes pasaron a flotar justo delante del príncipe, quien extendió ambos brazos. Dos de esas esferas se dirigieron a sus hombros; una levitó sobre su hombro derecho; la otra, sobre el izquierdo La tercera flotó por encima de su cabeza mientras se subía a la plataforma y alzaba ambos brazos para acallar a los supervivientes.
Uno de ellos, una mujer de Fondeadero de Vela del Sol, exclamó:
—¡Viva el nuevo rey! ¡Viva el rey Kael’thas!
Pero antes de que aquel gentío pudiera responder, el príncipe gritó:
—No.
Y todos callaron.
—Anasterian era nuestro rey y siempre será recordado como el último rey de los elfos nobles. Ahora mismo, debemos centrarnos en lo más importante: en rehacemos y curarnos. —El príncipe bajó entonces las manos y prosiguió—. Hoy, hemos luchado contra muchos de nuestra propia raza, a quienes hemos destruido… hemos luchado contra unas criaturas malignas que en su día fueron elfos, contra unos elfos a los que conocía desde la infancia, contra unos elfos a los que quería y respetaba…
Liadrin apretó con más fuerza si cabe a Galell del hombro y, acto seguido, le soltó, se volvió y se alejó.
—¡Este ataque a nuestro pueblo y la destrucción de la Fuente del Sol marca el inicio de una nueva etapa sombría para todos nosotros, pero tendremos que adaptamos a las circunstancias, prevaleceremos y nos reharemos!
Lor’themar escrutó la mirada de los supervivientes y pudo percibir en sus ojos la chispa cada vez más intensa de la impaciencia y de una esperanza renacida. Incluso Solanar alzó la cabeza y lo miró con melancolía.
—Debemos dejar toda esta miseria atrás. ¡Debemos iniciar una nueva etapa! Por tanto, a partir de este día, ¡ya no seremos elfos nobles! En honor a la sangre que ha sido derramada por todo este reino, en honor a los sacrificios de nuestros hermanos y hermanas, de nuestros padres e hijos, en honor a Anasterian… ¡a partir de ahora, asumiremos el nombre de nuestra dinastía real! ¡A partir de hoy, somos los sin’dorei! ¡Los elfos de sangre!
Kael’thas escrutó a los allí congregados, que repetían sus palabras con las cabezas alzadas con orgullo.
—Sin’dorei…
—Elfos de sangre…
—¡Por Quel’Thalas! —gritó el príncipe.
—¡Por Quel’Thalas!
El príncipe alzó los brazos y esos orbes verdes que flotaban a su alrededor brillaron intensamente.
—¡Por los sin’dorei!
CAPÍTULO CUATRO: LOS ALBORES DE LOS CABALLEROS DE SANGRE
Capítulo cuatro: Los albores de los Caballeros de Sangre
Eras tan orgullosa.
Dejaste que el miedo le controlara. Les fallaste
¡No!
Dejaste que Vandellor muriera y ahora su alma está condenada.
No, no.
Deberías haber muerto con ellos.
Pero no lo hice. No puede…
Quizá.
Quizá debería haber muerto con los demás.
¡¡¡No!!!
Liadrin se despertó en una salita sucia y repleta de polvo.
A pesar de que habían pasado cinco años desde el ataque a la Fuente del Sol. muchas de las heridas que había sufrido en aquella época se negaban a curarse.
De todas esas emociones, a ella le parecía que la culpa era la más firme, la que más se resistía a ser desterrada. No podía deshacerse de ella ni dejarla al margen. No podía ignorarla. Persistía con suma tozudez.
Un dolor sordo nublaba su mente. Se sentía muy débil y una fina capa de sudor le cubría la piel.
Hacía mucho tiempo que no consumía magia.
Al incorporarse, un grupo de ratas cruzó ese suelo plagado de escombros a gran velocidad. Los cuervos graznaban fuera, en algún lugar. Liadrin se puso en pie como pudo y atravesó lenta y torpemente la puerta destrozada que llevaba hasta una antecámara que carecía de techo.
Antes de poder serlo, intuyó la presencia del pequeño cristal verde que yacía sobre un aparador destrozado entre diversas armas y piezas de armaduras, que conformaban el botín de batallas recientes.
Ese cristal era otro regalo más de su misterioso benefactor. Había recibido varios a lo largo de las últimas semanas, siempre se los habían dejado ahí de manera muy sigilosa y discreta, aunque intuía la identidad de esa alma caritativa.
Cruzó la habitación, estiró el brazo y cogió la gema… después, se sentó bajo una ventana sin cristal alguno y apoyó la espalda contra la pared. Se acercó esa piedra verde al pecho, cerró el puño con fuerza en tomo a ella, cerró los ojos… y enseguida notó que la magia fluía por ella como un arroyo cálido y persistente, que se extendía por todo su cuerpo hasta inundarla Por dentro. Súbitamente, abrió los ojos (unos ojos que antaño había sido azules; antes de la caída y la destrucción de la fuente, antes de que perdieran abruptamente el acceso a sus energías, lo cual los había dejado en ese lamentable estado), que relucían con un color verde muy brillante.
Liadrin sonrió al abrir el puño. El agolado cristal seguía ahí, aunque ahora no era más que una piedra ennegrecida.
Con un leve movimiento de muñeca, la ex suma sacerdotisa la arrojó hacia una esquina a oscuras. Acto seguido, profirió un hondo suspiro, se reclinó y se relajó una vez más.
Sabía que el alivio que sentía ahora era solo temporal. Dentro de unas horas, esa hambre insaciable regresaría; esa ansia, esa desesperación, ese anhelo que pedía a gritos más magia arcana.
Después de que la Fuente del Sol fuera destruida, todos y cada uno de los elfos de sangre habían sentido un agujero negro, un vacío en su fuero interno que había ido creciendo, sin prisa pero sin pausa, con el tiempo.
Ningún miembro de su raza, ni siquiera Kael’thas, había sido capaz de prever las atroces secuelas que la pérdida de la Fuente del Sol iba a acarrear. Al principio, no entendían por qué se sumían en un estado letárgico, ni por qué esa extraña enfermedad estaba matando a los muy jóvenes y muy viejos. Después de todo, habían destruido la corrupta Fuente del Sol; no cabía duda de que habían acabado con la amenaza que representaba.
Kael’thas, Rommath y Astalor estudiaron esa enfermedad que afectaba a los supervivientes con sumo detenimiento y, pasado cierto tiempo, llegaron a una conclusión: durante generaciones, los elfos nobles se habían imbuido de las energías inagotables de la Fuente del Sol. Incluso cuando la fuente se corrompió, siguió impregnándolos con su magia; con una magia dañina y nociva, ciertamente, pero magia en definitiva.
Pero al quedarse sin las energías de ese manantial mágico, los supervivientes se sentían vacíos y desolados y se veían obligados a buscar desesperadamente alguna magia que reemplazara a la que una vez había fluido por sus venas. Con el paso de los años, se habían vuelto adictos a la magia de la fuente y, ahora que esta había desaparecido, los elfos de sangre teman que luchar a diario contra la enfermedad y debilidad que acarreaba esa pérdida.
Los elfos se adaptaron a las nuevas circunstancias lo mejor posible. El propio Kael’thas buscó una solución a su dependencia y se mostró dispuesto a viajar hasta los confines del mundo y más allá.
El príncipe había prometido que pondría punto final al dolor de jos elfos de sangre, había prometido que buscaría una cura… o un sustituto adecuado para las energías de la Fuente del Sol. Con ese fin, se había aliado con Illidan, el veleidoso elfo de la noche, para combatir a la Plaga tras la destrucción de la fuente. Kael’thas optó por sellar esa alianza después de que tanto él como varios de sus aliados hubieran sido ridiculizados y marginados por sus otros «aliados», las fuerzas humanas bajo el mando del gran mariscal Garithos.
Al final. Kael’thas a extraer magia de otras fuentes. A su vez, el príncipe enseñó a otros a hacer eso mismo y esos conocimientos fueron pasando de un elfo de sangre a otro, hasta que todos conocieron las técnicas necesarias para extraer energías arcanas de cristales, reliquias, criaturas o incluso mortales que poseyeran tal poder.
Por último, Kael’thas había seguido al Traidor hasta el mundo de Terrallende, el antiguo hogar de los orcos, donde, por lo que Liadrin tenía entendido, Illidan reinaba ahora como señor supremo de esas tierras tras haber librado una ardua lucha.
Pero ¿qué papel desempeña Kael’thas en el reino de Illidan?, se preguntó Liadrin.
Le preocupaba que Illidan fuera una influencia muy perniciosa para el príncipe, ya que el nuevo señor de Terrallende se servía de magias muy viles; de la magia oscura de los demonios, que lo corrompía y lo consumía todo si el ansia por dominarla no se mantenía a raya. Sí, eso le preocupaba, pero ese tipo cuestiones no se hallaban bajo su control.
Liadrin se levantó, se acercó a la ventana y, desde ahí, contempló las Tierras Fantasma.
A varios kilómetros al sur del lugar donde en el pasado se había alzado la puerta exterior, se hallaban las Tierras Fantasma; un terreno yermo y baldío al que antaño muchos de su raza habían llamado hogar. Allá donde se habían erigido los inmaculados estados elfos, ahora solo había ruinas destrozadas. Allá donde había habido bosques frondosos, solo quedaban unos espectros arbóreos marchitos.
No quedaba ni rastro de esos intensos colores que deslumbraban la vista, pues habían sido reemplazados por diversas tonalidades grises. Su edad de oro había quedado muy atrás. La Tierra de la Primavera Eterna había dejado de existir.
No obstante, en ese mismo terreno desolado, en esa mansión decrépita. Liadrin había morado las ultimas semanas mientras se enfrentaba a sus fantasmas (a su ira, su culpa y su arrepentimiento) de la mejor manera que sabía, matando a todo agente de la Plaga que pudiera encontrar.
Liadrin escrutó los árboles, en busca de algún movimiento, de alguna señal que revelara que estaban ahí.
A pesar de que habían pasado cinco años, esas aberraciones seguían insistiendo. Eran como una enfermedad incurable, para la que el remedio más lógico, al igual que ocurría con cualquier otra aflicción, era extirpar ese tumor maligno, extraerlo del todo. Pero para que la sanación fuera total, Liadrin sabía que tendría que cortarle la cabeza a esa serpiente, que debería hallar a aquel que seguía propagando la peste de los no-muertos, a aquel que se negaba a morir, a aquel que había sido una pieza clave para que su reino cayera.
A Dar’Khan.
Arthas era inalcanzable, pues se hallaba sentado en su trono de hielo en la cima del mundo en el continente helado de Rasganorte. El caballero de la Muerte se había fusionado con su antiguo amo, el Rey Exánime y ahora eran un solo ser. De momento, el nuevo Rey Exánime parecía contentarse con aguardar ahí, en ese solitario lugar, a que la peste de los no-muertos se extendiera por todo el mundo gracias a sus tenientes de campo y a la Necrópolis, su fortaleza flotante.
No obstante, Liadrin preveía, con casi total seguridad, que a su pueblo le aguardaba en el futuro otra batalla mucho más larga y cruenta con el excaballero de la Muerte.
Otra cosa más que escapa a mi control, pensó.
Si, más le valía preocuparse por el presente.
Durante años, había perseguido y exterminado a los no-muertos allá donde los encontrara. Había ayudado a los suyos a liberar de la presencia de la Plaga a los bosques que rodeaban Lunargenta (más conocidos como el Bosque Canción Eterna). Si bien los demás habían decidido concentrarse en reconstruir sus hogares, ella se había marchado sola de ahí, tras haber jurado destruir a la Plaga para siempre, tras haber jurado que daría con aquel que los traicionó.
Sin embargo. Lor’themar localizó primero a ese mago traidor.
Hace dos años. Lor’themar, Halduron y unos cuantos más, con la ayuda de los dragones azules, se habían enfrentado a ese gusano de Dar‘Khan en el mismo lugar donde antaño se había encontrado la Fuente del Sol. Era una batalla de la que el señor forestal apenas hablaba, en las raras ocasiones en que Liadrin y él aún conversaban.
No obstante, había una cosa en la que Lor’themar había insistido mucho tras concluir esa batalla: según él, las energías de la Fuente del Sol no se habían perdido del todo. De algún modo, de alguna forma, la esencia de la fuente todavía existía, pero esa esencia estaba pasando por un proceso de purificación y, cuando llegara el momento adecuado, la fuente volvería a brillar de nuevo.
Aunque a Liadrin eso le había parecido muy bien, era consciente de que Lor’themar siempre había sido un optimista incorregible.
Por otro lado, ese desgraciado cobarde de Dar’Khan había sido destruido durante la batalla, o eso se suponía… sin embargo, los agentes de la Plaga eran incapaces de permanecer muertos mucho tiempo.
En cuanto había quedado claro que había vuelto de entre los muertos, Liadrin se dispuso a seguir todos sus movimientos. No obstante, Dar’Khan no había logrado ser un superviviente nato tanto en vida como en la muerte siendo un idiota; no, siempre se las había ingeniado para ir un paso por delante, siempre se las había arreglado para hallarse cerca pero nunca ser alcanzado. Era como si tuviera ojos en todas partes, que vigilaban y aguardaban pacientemente.
En el lejano sur de las Tierras Fantasma, en la base de las montañas, la Plaga había levantado hacía poco unas murallas, unas fortificaciones y unos edificios infernales con un propósito oculto; esas estructuras estaban hechas con hueso y hierro. Liadrin veía la mano de Dar’Khan detrás de todo eso.
Por el momento, se contentaba con exterminar a los agentes no-muertos que vagaban desperdigados por esos bosques muertos, mientras soñaba con llevar a cabo su venganza algún día en nombre de Vandellor. Dar’Khan.
De hecho, la posibilidad de destruirlo era la única razón que hacía que se levantara todas las mañanas y se enfrentara a su enfermedad. Eso la motivaba mis que cualquier deseo o necesidad.
Justo entonces, un ruido procedente del otro lado de la puerta atrajo su atención. Algo o alguien se aproximaba.
Rápidamente, Liadrin empuñó la maza más cercana, ya que era su arma favorita desde el día en que la Fuente del Sol fue destruida.
Se giró, con la maza echada hacia atrás y… bajó el arma en cuanto comprobó que era Halduron quien entraba en la habitación.
—No pretendía sobresaltarte —se disculpó con sinceridad.
Normalmente, no saludo a las visitas con una maza con la que pretendo aplastarles el cráneo —replicó Liadrin con suma calma—, pero no esperaba tu llegada; además, los forestales sois muy sigilosos.
Halduron sonrió.
—¿Cómo te encuentras?
—Me tomo las cosas como vienen. ¿Cómo va la reconstrucción?
Avanza muy rápidamente. A cada día que pasa, Lunargenta va renaciendo poco a poco. Si decides acompañarme, podrías verlo con tus propios ojos.
Una inquisitiva Liadrin arqueó las cejas.
—El regente ha requerido que te presentes ante él.
—Ah, el regente. ¿Cómo se encuentra Lor’themar?
—Se toma las cosas como vienen.
La levísima sombra de una sonrisa se dibujó en los labios de Liadrin.
—Si me voy de aquí, ¿quién buscará al traidor?
—Los Errantes mantendrán los ojos bien abiertos. Si detectan a Dar’Khan. te avisaremos inmediatamente. Tienes mi palabra.
A través de la puerta, pudo divisar a más miembros del pelotón de Halduron.
Quizá si cesaba esa búsqueda momentáneamente y descansaba adecuadamente, podría ver las cosas con más claridad y podría planear una estrategia mejor. Quizá Lor’themar había obtenido alguna información que pudiera ayudarla en su misión. Por supuesto, volver a verlo también seria estupendo.
—Además, podrás regresar aquí cuando quieras —agregó Halduron.
Liadrin asintió.
—Muy bien. Tú primero, general forestal.
Era cierto, las agujas doradas de Lunargenta se elevaban hacia el cielo una vez más. La mitad oriental de la ciudad se hallaba ya bajo su completo control y había sido reconstruida en gran parte, aunque las puertas principales y los cuadrantes occidentales seguían en su mayoría abandonados y sin reparar. Halduron informó a Liadrin de toda la Isla del Caminante del Sol también había sido reconquistada y que, de hecho, estaba siendo reconstruida a buen ritmo.
Mientras se aproximaban a la puerta oriental, Liadrin no pudo evitar contemplarlo todo sinceramente asombrada, ya que la ciudad se había recuperado mucho. En la parte interior de esa entrada había una enorme estatua de Kael’thas junto a una pared.
Halduron señaló a la estatua mientras cruzaban el umbral y rodeaban el monumento.
—Ahora, a esta puerta se la llama la Puerta del Pastor aquí regresó Kael’thas tras la devastación.
Una estatua idéntica se alzaba en el otro lado del muro, que se hallaba de cara a la ciudad propiamente dicha. Unos estandartes pendían tanto dentro como fuera del patio y, debajo de estos, ardían unos fuegos intensos en unos braseros. Liadrin no pudo evitar pensar que todo aquello se parecía muchísimo a un santuario consagrado a una deidad muy querida. En cuanto dejaron la puerta atrás y se aventuraron en Lunargenta por el Camino de los Ancestros, Liadrin se maravilló ante las espectaculares vistas, unas vistas que había temido no volver a ver jamás: esas calles repletas de árboles, esos arcos ornamentados, esas urnas flotantes, esos pináculos altísimos, esos balcones dorados, esas torrenciales cascadas…
Lunargenta volvía a parecer un hogar. Bullía de vida.
Incluso los patrulleros arcanos habían regresado; unos engendros cuya fuente de energía era la magia, que actuaban como defensores de la paz, protectores y, a veces, como pregoneros. Sí. daba la sensación de que la normalidad parecía reinar en la ciudad en gran parte. Liadrin sintió una gran satisfacción.
Dejaron atrás el nuevo Banco Real de Cambio y ascendieron por unas escaleras no muy pronunciadas que daban a los magníficos jardines de la Corte del Sol. Continuaron hasta llegar a la base de una aguja colosal con forma de punta de ala de halcón.
Cruzaron la entrada, subieron por una tortuosa rampa y atravesaron otro pasaje abovedado que llevaba al Sagrario Interno. Desde ahí, Halduron guio a Liadrin hasta lo que parecía ser un muro donde no había nada. Acto seguido, movió una mano frente a un cristal cercano y, al instante, una puerta oculta se abrió. Con una seña, le indico a la exsacerdotisa que entrara, aunque él se quedó fuera.
—Que tengas un buen día, Liadrin. Y que te vaya bien.
Tras pronunciar esas palabras, Halduron se marchó.
La decoración del estudio era muy sencilla y funcional; ahí solo había una estantería repleta de tomos y grimorios, un escritorio y una silla situada junto a una pared, así como una piedra de visión en la esquina más cercana y una larga mesa en el centro de la habitación sobre la cual había una larga y estrecha caja. Esa decoración no era muy acorde con los gustos de Lor’themar; de hecho, el regente parecía hallarse bastante incómodo mientras deambulaba entre la mesa y una puerta envuelta en sombras situada más allá.
En cuanto Liadrin entró, Lor’themar la saludó con un semblante y una actitud que transmitían, al mismo tiempo, la sensación de que le brindaba una afectuosa bienvenida mezclada con una cierta aprensión e inquietud. El regente logró esbozar una sonrisa.
—Pensaba que tal vez no vendrías.
—El mismo regente ha requerido mi presencia… ¿cómo me iba a negar?
Lor’themar posó rápidamente su ojo bueno sobre la caja de la mesa.
—Aunque me alegro de verte, en realidad ha sido Rommath quien ha requerido que vengas. Quiere hacerte una propuesta sobre algo que Astalor y él han logrado… —El regente lanzó una mirada a la puerta que se hallaba a sus espaldas—. Dejaré que sea él quien te explique los detalles. Yo solo quería desearte que todo vaya bien…
Lor’themar rodeó la mesa y se acercó a Liadrin, a la que habló entonces en voz muy baja, como si esas paredes pudieran escucharles.
—Aunque, claro, tú decides si quieres aceptar su propuesta o no. No apruebo del todo sus métodos, pero tiene todo el apoyo de su alteza Kael’thas.
El regente clavó su ojo bueno en la exsacerdotisa con gesto extremadamente serio.
—Simplemente, te sugiero que te lo pienses mucho y que sopeses las consecuencias con sumo cuidado. La magia nunca ha sido lo mío pero este asunto en particular… ese instante, alguien que poseía una voz grave y se encontraba junto a la puerta situada en la parte posterior de la habitación, le interrumpió.
—Me alegro de que hayas podido venir, Liadrin.
Rommath abandonó el abrigo de las sombras de la puerta. Iba ataviado con una túnica carmesí y un cuello alto (que le recordó desgraciadamente a Liadrin ese pañuelo que solía llevar Zul’jin) que ocultaba sus facciones por debajo de la altura de sus ojos.
En el pecho del gran magíster brillaba un amuleto verde. A Liadrin la dominó de inmediato el ansia de apoderarse del poder arcano que irradiaba.
Lor’themar se volvió.
—Os dejo a solas para que deliberéis. —Entonces, apoyó una mano fugazmente sobre el hombro de Liadrin—. Mi puerta siempre estará abierta para ti.
El regente se marchó. La puerta oculta se deslizó y se cerró tras él, dejando a la ex suma sacerdotisa y al gran magíster sumidos en un hondo silencio. Dio la sensación de que la luminosidad de las luces de la estancia menguaba. Durante varios segundos, Rommath clavó en Liadrin sus ojos de un verde intenso.
—Llevo cierto tiempo observándote. En un sentido figurado, por supuesto. A lo largo de los últimos años, tu reputación como guerrera ha ido creciendo, lo cual resulta sorprendente si tenemos en cuenta que antes eras una sacerdotisa.
Rommath se adentró aún más en la habitación y se aproximó a la mesa. El aura de poder que emanaba del amuleto despertó aún más ansias en Liadrin, quien se obligó a hacer caso omiso de esa hambre de magia que la reconcomía por dentro de manera apremiante e insistente y afectaba a todas las fibras de su ser.
—Los tiempos cambian. La gente cambia —replicó Liadrin.
—En efecto.
Rommath se detuvo ante la mesa y posó sus ojos sobre la caja que había ahí encima. Liadrin clavó su mirada una vez más en el amuleto. Rommath la observó detenidamente por un momento y, a continuación, agarró esa baratija que llevaba al cuello y se la quitó.
—¡Oh, qué maleducado soy! —exclamó el gran magíster, quien sorteó la mesa, extendió el brazo y le ofreció el amuleto que sostenía en la palma de la mano—. Adelante.
Liadrin notó un cosquilleo mientras se concentraba en el aura mágica de esa reliquia.
—¿Seguro que no te importa?
Claro que no.
Liadrin titubeo, pero al final, extendió el brazo y cerró el puño sobre esa fruslería. Inmediatamente, percibió cómo la atravesaba por entero la calidez de su poder arcano, cómo la alimentaba. Se sumió en las profundidades de su fuero interno…
El flujo de magia embriagadora se interrumpió de manera abrupta en cuanto Rommath agarró esa reliquia y se la quitó.
—Los elfos de sangre debemos mantener un delicado equilibrio, debemos caminar siempre entre la linea que separa la escasez del exceso. —El gran magíster volvió a colocarse en un punto situado delante de la mesa y se puso de nuevo esa baratija en el cuello—. Siempre caminamos entre esos dos extremos. Debemos hallar el punto medio, el equilibrio, pues ese es nuestro fin. Y al alcanzar ese fin nos sentimos completos.
Liadrin suspiró hondo, con el rostro aún sonrojado por la energía extraída al amuleto.
—¿Por qué estoy aquí?
—A lo largo de tu vida, has ido de un extremo a otro: de la devoción pía a la Luz… —Rommath sostuvo en alto su mano derecha, con la palma hacia arriba— a la destreza marcial propia de un gran guerrero. —Entonces, alzó la mano izquierda y la abrió—. En ese sentido, eres una elfa única. La idónea para la misión que te voy a encomendar. Pero tal y como he dicho antes… —Rommath juntó ambas manos. La caja de la mesa se deslizó hasta el borde de esta, hasta colocarse a solo unos centímetros de él—. Iodos debemos hallar el equilibrio.
El gran magíster separó súbitamente los dedos de las manos. Al instante, el cierre de la caja se abrió y la tapa se alzó, revelando en interior un objeto similar a una lanza que poseía una hoja enorme de color carmesí en un extremo, cuyo filo plano tenía una forma que recordaba a unas llamas.
—¿Qué es eso?
—Es una corcesca templada en sangre, que será tu arma si decides empuñarla.
Liadrin estiró el brazo. Rommath hizo un gesto y, de inmediato, el arma salió volando y acabó en la mano de la exsacerdotisa. Estaba muy bien hecha y era muy cómoda al tacto. Tenía una largura parecida a la del bastón que había llevado cuando era sacerdotisa, mientras que el peso de la hoja se aproximaba al de la clava que se había acostumbrado a blandir. Era como si fuera… una prolongación de sí misma.
El gran magíster pareció leerle los pensamientos.
—Como te he dicho… es una cuestión de equilibrio.
Rápidamente, Liadrin alzó la mirada. De repente, Rommath se hallaba tan cerca de ella que pudo intuir que una sonrisa se ocultaba tras ese cuello alto mientras el magíster seguía hablando.
—Hace años, cuando te presentaste ante nosotros y nos informaste del ataque inminente que iban a realizar los trols, antes de que partiéramos a destruir nuestra querida Fuente del Sol, dijiste algo que se me quedó grabado en la memoria: dijiste que la Luz era despreciable, que le fallaba a uno cuando más se la necesitaba.
Los ojos verdes de Liadrin se clavaron en la mirada penetrante del gran magíster.
—Lo recuerdo.
—¿Sigues pensando lo mismo a día de hoy?
—Sí.
Rommath alzó la mano y acarició con los dedos el filo con forma de llamas de la corcesca.
—¿Y si te dijera que hay una forma… una manera de asegurar que la Luz te ayudará y no te dejará en la estacada? ¿Y si te dijera que podrías doblegar a la Luz a tu voluntad, que podrías darle órdenes con un mero pensamiento y que podrías manipularla con la misma facilidad que esa arma que sostienes en la mano?
—Si me dijeras eso, yo te respondería que eso es imposible. Nadie puede dominar así a la Luz.
Rommath estiró aún más el brazo y posó su fría mano sobre el hombro de Liadrin, quien retrocedió ligeramente.
—Nada es imposible, solo lo que permitimos que lo sea. Ven. quiero enseñarte algo.
La temperatura de la mano de Rommath aumentó en cuanto notó sensación de que algo tiraba de ella en su fuero interno, provocada el hechizo de teletransportación del magíster. El estudio desapareció y fue reemplazado por una habitación distinta. Liadrin atisbo el acceso a un balcón abovedado cercano, en cuya entrada ondeaba una cortina transparente. Un fulgor tenue y radiante iluminaba es cortina desde el exterior. Por un mareante segundo, Liadrin se sintió como si se hallara dentro de un sueño.
—¿Dónde estamos?
—Aunque no hemos viajado muy lejos, sí hemos abandonado la Plaza del Errante. Aquí, mis magos más prominentes, liderados por Astalor, han pasado mucho tiempo y han invertido mucho esfuerzo en intentar lograr lo imposible. Y no hace mucho… —Rommath cruzó la pequeña estancia, apartó la cortina y le indicó que se acercara con una seña—. Lo consiguieron.
Liadrin volvió a tener esa sensación de estar flotando en un sueño cuando atravesó el umbral y se adentró en el balcón que daba a una cámara mucho más grande. Una vez ahí, se quedó paralizada y mesmerizada. Fue incapaz de hablar mientras contemplaba a un ser luminoso que levitaba en ese espacio vacío, una criatura viva que parecía estar compuesta de pura energía.
Ese ser brillaba y centelleaba, bañando con una luz, que llegaba a todos los rincones, esa cámara, que recordaba a una caverna. Liadrin pudo distinguir unas alas en esa forma fluctuante, pero aparte de eso, tenía ante sí la cosa más única, extraña y, probablemente, más hermosa que jamás había visto.
No solo irradiaba luz, sino que emanaba la Luz, A pesar de que se había alejado hacía mucho de ese poder, podía percibir cómo inundaba la estancia por entero, iluminándolos a todos y cada uno de ellos. Frente al balcón, Liadrin pudo divisar otro mirador, donde se hallaba un mago canalizando unas energías, de cuyas manos brotaba un rayo ondulante de magia arcana que alcanzaba a ese ser. Al instante, Liadrin desplazó sus ojos hacia el suelo, donde dos magos más canalizaban unas fuerzas similares hacia esa entidad. Le dio la sensación de que esas corrientes de poder eran, en realidad, unas cadenas mágicas.
Astalor, que se encontraba cerca de ambos magos, posó su mirada sobre Liadrin y asintió con una leve sonrisa.
Entonces, la exsacerdotisa dirigió su mirada una vez más hacia ese ser radiante y, al igual que antes, se quedó hipnotizada al instante.
—Nunca había visto nada igual.
Una vez más, Liadrin pudo intuir que Rommath estaba sonriendo.
—Pocos lo han visto.
El gran magíster se cruzó de brazos y observó a la entidad con orgullo.
—Procede de Terrallende, aunque no es originario de ese mundo. Es un… regalo, si quieres llamarlo así, de su alteza. Lo capturaron en una fortaleza interdimensional llamada el Castillo de la Tempestad. Es un naaru. Este, en concreto, se llama M’uru.
—M’uru… —repitió Liadrin en vez baja.
—Por lo que hemos deducido, estos seres son eternos, conscientes e inmensamente poderosos. Y como seguramente ya has percibido, son una suerte de transmisores de la Luz. Quizá incluso sean una especie de emisarios de ese poder. El príncipe pretendía que absorbiéramos todo el poder de este naaru, que nos alimentáramos de él hasta que no quedara nada más por absorber, pero Astalor propuso otra alternativa. Él y yo reunimos a nuestros magos más talentosos y buscamos sin descanso una manera de subyugar a esta criatura, para poder robarle su poder y doblegarla a nuestra voluntad. Tras muchos intentos frustrados y cuando casi habíamos abandonado toda esperanza, logramos por fin nuestro objetivo.
—Así que… este naaru obedece vuestras órdenes, ¿no?
—Sí. Y a través de él, podemos hacer que la Luz nos obedezca. Solo necesitamos un receptáculo, un voluntario. Alguien que tenga grandes conocimientos sobre la Luz, pero que no esté constreñido por las restricciones y los escrúpulos morales que normalmente rigen utilización Rommath giró la cabeza hacia ella. —Alguien capaz utilizar ese poder para aniquilar a los enemigos que se oponen a nosotros y de enseñar a otros a hacer lo mismo.
Las infinitas posibilidades que descubría esa propuesta danzaron velozmente por su mente. ¿Qué mejor manera podía haber de vengar a Vandellor. Dar’Khan? Además, era un arma que podría utilizar como quisiera. Se imaginó entonces a un ejercito de soldados capaces de manipular la Luz de maneras que nadie había sido capaz de imaginar jamás.
—Si —afirmó Liadrin con decisión—, acepto tu oferta. Y si esto realmente funciona como dices, estaré encantada de ayudarte.
Rommath asintió, dejó de estar cruzado de brazos e hizo un gesto. La exsacerdotisa volvió a tener esa turbulenta sensación de que tiraban de ella y, solo un instante después, se hallaba en el suelo de esa estancia, junto a Astalor Alzó la vista y pudo contemplar a esa gloriosa entidad con mayor claridad, El corazón le dio un vuelco y se quedó sin respiración. Ante su deslumbrante resplandor, se sintió de repente muy pequeña e insignificante.
Pero eso está a punto de cambiar, pensó.
—Arrodíllate y alza tu arma —le ordenó Rommath.
Liadrin se arrodilló y alzó su corcesca con ambas manos. Astalor apoyó una mano sobre el hombro de la exsacerdotisa y señaló con la otra a M’uru. Rommath hizo lo mismo. Ambos cerraron los ojos y susurraron unas palabras extrañas en un idioma que no parecía hecho para ser hablado por unos mortales.
Entonces, todo sucedió a la vez.
El tiempo pareció detenerse. El silencio reinó en la habitación y, durante un breve segundo, se sintió como si flotara en el vacío…
De improviso, algo la golpeó.
En su época de suma sacerdotisa, cuando había invocado a la Luz, esta la había bañado con su fulgor, la había envuelto con su calidez, pero esta vez sentía algo totalmente distinto. Se sentía como si la estuvieran despedazando. Era como si hubiera caído un relámpago directamente en su alma.
Por un instante, se sintió como si la estuvieran volviendo del revés, como si le estuvieran arrancando las entrañas. Entonces, escuchó una música en su cabeza y fue consciente de que ese ser, el naaru, intentaba comunicarse con ella. Rommath y Astalor volvieron a susurrar unas palabras y, una vez más, se sintió como si la golpeara un rayo y los tonos musicales que oía en su mente se transformaron en un ruido ensordecedor, en el chirrido que hace el metal al rozar contra un cristal. Ese caos sónico duró vanos segundos y, de repente, Liadrin estuvo segura de que le iba a estallar la cabeza, literalmente. Entonces, ese estruendo cesó de inmediato.
Sin embargo, esa sensación de estar repleta de esa energía permaneció. Ahora la Luz estaba dentro de ella, pues se había unido de manera inextricable con su esencia y, además, se hallaba sometida a su voluntad. Podía sentir cómo recoma todo su cuerpo como un fuego voluble.
Liadrin se concentró, se miró las manos y sonrió al comprobar que el aura de la Luz las envolvía.
Rommath y Astalor dejaron de agarrarla cada uno de un hombro. El gran magíster extendió los brazos, lo cual era un gesto repleto de grandiosidad, y le brillaron los ojos de orgullo.
—Y ahora te voy a nombrar líder de nuestra nueva orden. ¡Te nombro matriarca de los Caballeros de Sangre! ¡A partir de ahora, serás la sacerdotisa guerrera de los sin’dorei! Levántate y recibe un merecido reconocimiento, lady Liadrin.
Alguien llamó a la puerta tres veces con gran fuerza.
Galell estaba sentado en el suelo, con las rodillas pegadas al pecho mientras se abrazaba a sí mismo e intentaba controlar los escalofríos que le recorrían de la cabeza a los pies.
Le costaba muchísimo pensar con claridad, pero eso no era nada nuevo, pues se había pasado los últimos años desconectado del resto del mundo y con el juicio sumamente nublado. En cuanto los elfos averiguaron que eran adictos a la magia, Galell descubrió rápidamente que unas fuertes dosis de magia arcana inducían un aturdimiento emocional que el exsacerdote hallaba muy reconfortante. La magia calmaba sus pesadillas y apaciguaba sus pensamientos y remordimientos; le distanciaba de la desesperación. Cuando se encontraba en manos de lo arcano, casi no sentía nada y la mayoría de las veces era preferible no sentir nada a tener que enfrentarse a la realidad.
Volvieron a llamar a la puerta con más fuerza si cabe y más insistencia. Alguien de voz ronca gritó desde el otro lado:
—¡Despierta, escoria inmunda!
Desgraciadamente, su cuerpo había desarrollado cierta inmunidad a la magia, por lo cual Galell debía consumir cada vez más magia arcana para que esta le hiciera efecto, y se había visto obligado a recurrir a ciertas fuentes a las que los elfos honrados ni se acercaban: a los tenebrosos moradores del Frontal de la Muerte, cuyos métodos de obtención y distribución de magia eran cuestionables, cuando menos.
A pesar de hallarse en un estado de total desconexión de la realidad, Galell era perfectamente consciente de que se hallaba al borde de un terrible precipicio, de que su caída a los infiernos a nivel tísico y mental lo había llevado peligrosamente cerca de convertirse en uno de los desdichados. Y no podía permitir que eso ocurriera, no.
—¡Vale, voy a derribar la puerta! —gritó entonces la persona que se hallaba al otro lado del portón.
Galell deseó disfrutar de la bendición de la Luz una vez más, pero estaba tan saturado de magia y había perdido tanta claridad mental que gesta le resultaba imposible. No había sentido la caricia de la Luz desde hacía muchos años y se había alejado tanto de ella, que no sabía muy bien cómo podría hallar el camino de vuelta hasta ese bendito poder…
La puerta se abrió violentamente. Orovinn irrumpió en la habitación con una mirada plagada de furia.
—¿Dónde está mi dinero?
El enloquecido elfo de sangre, cuya melena morena era tan larga que se extendía a lo largo de sus ropajes de cuero oscuro, se alzaba amenazante y con los puños cerrados sobre Galell, que seguía tirado en el suelo. Orovinn se arrodilló y respiró hondo. Rápidamente, recorrió con la mirada la habitación y se rio entre dientes.
—Así que… tienes el mono, ¿eh? Buena suerte con eso. —Entonces, ese enorme elfo agarró a Galell del cuello y lo atrajo hacia sí—. ¡Pero aún me debes dinero, chaval!
—Tengo intención de bascar trabajo los próximos días.
—Más te vale. Orovinn le propinó entonces un fuerte golpe al exsacerdote en el pómulo. —Tienes una semana más. Si cuando acabe, no tengo ninguna moneda de oro en mis manos, ¡te juro que colgaré tu inmundo cadáver de la Puerta del Pastor!
Orovinn le escupió en la cara, se levantó y, antes de salir de la estancia, dio una patada a la única mesa que había en la estancia, que volcó.
Si bien era cierto que Galell esperaba tener un trabajo dentro de unos días, también era cierto que con ese trabajo buscaba su propio beneficio y no el de Orovinn.
La noticia de que había nacido una nueva orden llamada los Caballeros de Sangre corrió rápidamente. La mayoría hablaba sobre ello con cierto desdén, ya que se decía que estaban robando su poder a la Luz a través de una criatura preternatural a la que mantenían esclavizada.
Sin embargo, la revelación más sorprendente (al menos para Galell) había tenido lugar un día en que, desde su ventana, había podido observar a esos caballeros marchar cuando atravesaban la ciudad; en ese instante, se dio cuenta de que esa formación estaba encabezada… ¡por la mismísima Liadrin! Se había quedado estupefacto. Al verla liderando a esos Caballeros de Sangre, había pensado que quizá ella podría brindarle la oportunidad de volver a entrar en contacto con la Luz, aunque tal vez no fuera de la manera que él habría deseado. No obstante, el exsacerdote temía que, sin la intervención de la Luz, lo poco que quedaba del hombre que había sido se perdería para siempre.
Así que había dejado de consumir magia radicalmente, lo cual provocó que enfermara gravemente, pero era necesario que aguantara todo lo posible hasta poder recuperar la lucidez, para poder superar ese estado de ruina física, mental y emocional en que se hallaba y para poder presentarse ante Liadrin como era debido. Sí, era necesario porque intuía que realmente esa podría ser su última oportunidad…
… de empezar una nueva vida.
Pese a que todavía tenían mucho que aprender, Liadrin no pudo evitar sentirse impresionada por los grandes avances que habían hecho los miembros de la orden en las últimas semanas.
Además, a lo largo de esas mismas semanas, se había estado haciendo muchas preguntas: ¿Por qué había otros que preferían seguir intentando alcanzar la Luz como se hacia antes? ¿Por qué preferían ser siervos de la Luz cuando podían ser sus amos? ¿Por qué buscaban siempre a tientas algo que casi siempre se hallaba fuera de su alcance cuando ahora podían aferrarlo con firmeza y someterlo a su voluntad?
Su montura, un corcel purasangre thalassiana, se movía inquieta. Liadrin la obligó a volverse hacia el sur. Desde su posición en lo alto del risco podía divisar ese páramo oscuro que conformaban las Tierras Fantasma en la lejanía. Ese era su objetivo. Ahí es donde se encontraba Dar’Khan.
Todo llegará a su debido tiempo. Piensa en el presente. Piensa en lo que puedes controlar.
Por ahora, Liadrin se contentaba con adiestrar a su ejército. ¿Y qué mejor manera podía haber de adiestrarlos que liberando a sus tierras de esos nauseabundos desdichados que ocupaban el puerto abandonado de Fondeadero Vela del Sol?
Esos criminales desesperados y dementes, conocidos como los desdichados, habían extraído tanta magia arcana en unas cantidades tan desorbitadas que se habían transformado físicamente en unas aberraciones demacradas, temerarias y crueles capaces de matar alegremente por solo un puñado de cristales de maná.
Aunque eran dignos de lástima, eran también muy violentos y no se rendían jamás, por lo que eran unos adversarios muy a tener en cuenta.
Por lo cual, esta era una prueba más que adecuada para sus bisoños caballeros.
Mientras uno de sus caballeros pedía ayuda a gritos desde allá abajo, Liadrin se recordó a sí misma que los desdichados eran una amenaza que no había que tomar a la ligera. Espoleó a su montura y bajó del risco para observar la batalla.
El puerto seguía estando ocupado por unos barcos medio sumergidos, algunos de los cuales se remontaban a la Segunda Guerra incluso, cuyos baupreses y mástiles quebrados sobresalían como lanzas de esas aguas poco profundas en ángulos exagerados.
Uno de esos barcos, un navío mercante, permanecía intacto. En la cubierta principal de la nave, Vranesh se encontraba rodeado por todas partes por esos trastornados desdichados.
—¡Hay seis en la bodega! ¿Acaso os vais a morir si me ofrecéis alguna ayuda, palurdos plebeyos?
Vranesh era arrogante y distante, incluso para ser un elfo. Pero era un tipo comprometido y un luchador muy diestro. Mientras sus atacantes portaban garrotes y mazas, este caballero blandía una lanza, similar en tamaño y aspecto a la corcesca que recibiría cuando alcanzara el rango de adepto. Vranesh arremetió contra sus asaltantes y a dos de ellos les abrió unos enormes tajos.
—¡Ahora mismo, estamos un poco ocupados! —exclamó Solanar.
Liadrin dirigió rápidamente su mirada hacia la parte superior de la cofa, donde Solanar dio una patada a un desdichado, que cayó al vacío y que, por un horripilante y desgraciado capricho del destino, acabó empalado en uno de los mástiles rotos.
Solanar había sido uno de los primeros en presentarse voluntario a ser un Caballero de Sangre. Como muchos elfos de sangre, se había cambiado el apellido para honrar a los caídos. En el caso de Solanar, ese cambio tenía una importancia especial, pues con él pretendía honrar a su hermano (Liadrin consideraba que Furiasangre, el nuevo apellido de este caballero, era un tributo más que adecuado a su hermano). Entonces, Solanar se volvió hacia arriba para encararse con dos combatientes más.
Cyssa. que también había logrado acceder hasta allí y se mostraba ansiosa por demostrar de qué pasta estaba hecha, profirió un chillido agudo y atacó, canalizando la luz mediante su lanza. Ambos atacantes acabaron de rodillas. Uno de ellos sacó una daga e intentó defenderse, pero Cyssa lo decapitó con un fervor que bordeaba el júbilo.
—¡Aguanta. Vranesh! ¡Estaré ahí en breve! —vociferó Mehlar Hojalba, quien bajó apresuradamente desde allá arriba hasta la cubierta. Mehlar había sido un paladín que había estado bajo las órdenes del legendario humano Uther el Iluminado y era un veterano que había librado muchas batallas contra la Plaga. No obstante, echaba la culpa a Uther de muchas cosas; la caída de Quel’Thalas era una de ellas. Sin duda alguna, Mehlar era un hombre de principios, un admirable ejemplo de rectitud moral. Aunque Liadrin no estaba precisamente de acuerdo con su forma de pensar, admiraba su te y convicción.
—¡Da igual! ¡Ya me las arreglaré solo! —replicó Vranesh, quien se arrodilló a bordo del navío mercante. Al instante, una luz cegadora lo envolvió, la cual se expandió súbita y violentamente, arrojando a los cuatro desdichados que aún quedaban en pie al agua.
Bachi y Sangrevalor (quienes odiaban que los llamaran por su nombre, que, de hecho, se negaban a dar a conocer, ya que preferían que se dirigieran a ellos por su apellido) se acercaron presurosos a la costa.
—Todo despejado en la orilla —anunció Sangrevalor.
Bachi, que era conocido por no saber qué era el miedo, aunque tal vez estuviera un poco trastornado, se lanzó de cabeza al agua para atacar a los desdichados que Vranesh había arrojado al mar.
Unas pisadas veloces resonaron justo a la espalda de Liadrin quien obligó a su caballo a darse la vuelta mientras alzaba su corcesca. Notó que la Luz la anegaba por dentro. Oyó ese breve pero ya familiar caos cacofónico dentro de su mente mientras encauzaba la Luz a través de la corcesca para atacar al líder de los desdichados, a quien arrojó hacia atrás, hacia él árbol tras el cual se había estado escondiendo hasta hacía poco. Tras rebotar contra ese descomunal tronco, se estampó de bruces contra una valla de madera que bordeaba el camino.
Liadrin espoleó a su corcel, se detuvo junto al líder caído y le clavó su corcesca.
Mehlar (que había dejado de correr hacia Vranesh, pues este ya no necesitaba su ayuda) ascendió velozmente hacia donde se encontraba la exsacerdotisa con la lanza en ristre.
—¿Queda alguno más? ¡El próximo cabeza de chorlito que ose atacarte tendrá que responder ante mí, mi señora!
—Calma, Mehlar. Ese era el último.
A continuación, Liadrin se llevó una mano a la sien. Las jaquecas eran lo peor de todo y, aunque utilizaba la misma Luz para mitigarlas, con ese remedio solo parecía incrementar su frecuencia e intensidad.
—¿Se encuentra mal, mi señora?
—Estoy bien.
Solanar y Cyssa habían pisado ya tierra firme y se aproximaban, al igual que los demás, incluido Bachi, quien sonreía a pesar de estar empapado. Vranesh fue el último en llegar.
—¡Vranesh!
—Lo sé, señora, debería haber registrado la bodega.
—Sí, deberías haberlo hecho. Y tú, Solanar, deberías haber esperado a Cyssa. Nunca te alejes corriendo de tu compañero.
Solanar asintió.
—Los errores que habéis cometido hoy son meros síntomas de un problema mucho más grave: de que no actuáis como un grupo. Todavía os comportáis y actuáis como individuos aislados, no habéis interiorizado aún que formáis parte de algo mucho más grande. Sois un equipo. Si no actuáis como tal, moriréis —aseveró Liadrin, a la vez que arrancaba su corcesca del cadáver—, y ahora… deshagámonos de toda esta escoria.
A pesar de lo mucho que habían hecho los Caballeros de Sangre por esa gente, la opinión del vulgo sobre ellos no había variado.
Liadrin esperaba que, en cuanto los ciudadanos hubieran superado sus iniciales reservas respecto a los métodos que empleaba la orden, en cuanto vieran lo que su grupo era capaz de hacer, aceptarían a los Caballeros de Sangre, tal vez incluso los recibirían con los brazos abiertos.
Sin embargo, ahora que Liadrin encabezaba la marcha del grupo por el bazar, se percato de que seguían mirándolos con el mismo desprecio, miedo y precaución que antes. Algunos incluso rehuían sus miradas.
—No nos están recibiendo como unos héroes, precisamente —observó Solanar, quien caminaba junto al corcel de Liadrin.
Tenía razón. Nada había cambiado.
En la Plaza del Errante les aguardaba un recibimiento similar mientras Liadrin y los Caballeros de Sangre se dirigían hacia los alojamientos que se habían convertido en su base de operaciones.
Justo delante del edificio en cuestión, Cyssa se detuvo y recorrió con la mirada a los ahí presentes.
—Pero ¿qué tripa se os ha roto? ¿Acaso sois incapaces de entender que luchamos por vosotros para protegeros?
La mayoría de los curiosos se volvieron y se centraron en sus asuntos. Unos pocos se atrevieron a devolverle la mirada de un modo desafiante.
Liadrin desmontó y le entregó las riendas a Cyssa.
—Dales tiempo —le dijo.
Asqueada, Cyssa llevó el corcel al establo. Una vez dentro de la base de operaciones de los Caballeros de Sangre, Liadrin se quitó la armadura y dejó la corcesca en un armero situado en la pared opuesta. Daba gusto volver a casa y poder relajarse, y poder respirar sin el agobio de la armadura.
—Cuando era muy joven, mis amigos y yo solíamos jugar a un juego…
Liadrin reconoció esa voz de inmediato. Sonrió, se volvió y vio que Galell se encontraba justo en la entrada. Estaba delgado y un poco pálido, y tenía un hematoma muy feo en un pómulo. Aun así, su aspecto mucho mejor que la última vez que lo había visto. Durante los primeros días del periodo de reconstrucción, Galell casi siempre había permanecido callado y aislado del resto del mundo, lo cual había preocupado mucho a la exsacerdotisa, Liadrin le había vuelto a preguntar muchas veces sobre cómo había podido soltarse de sus ataduras aquel remoto día en que habían acabado encerrados en la guarida de un trol, solo por obligarlo a hablar de algo, pero él le había dado la misma respuesta de siempre: «Si no te ocultara algún secreto, nuestra relación no tendría ninguna gracia, ¿eh?».
—A un juego llamado el cautivo —prosiguió diciendo Galell—. Uno de nosotros hacia de preso y los demás lo ataban y abandonaban a su suerte. El cautivo se las tenía que ingeniar como fuera para soltarse. Nos turnábamos y el que se liberara en menos tiempo ganaba.
Liadrin cruzó la habitación y abrazó a su viejo amigo.
—Yo era el mejor en ese juego. Ese día, en la guarida de esos trols, recordé mi infancia y me imaginé que volvía a jugar al cautivo. Aunque me llevó un poco más de tiempo que cuando era crío, al fin logré soltarme.
Liadrin sonrió y negó con la cabeza.
—¿Eso es todo? ¿Ese es el gran truco que me has estado ocultando todos estos años?
Galell asintió.
—Al menos, ya no hay secretos entre nosotros.
Todavía sonriendo, la matriarca de los Caballeros de Sangre lo miró fijamente durante un largo instante.
—¿Y qué me dices sobre esos cristales que dejaste en mi puerta mientras me encontraba en las Tierras Fantasma?
—¿Qué cristales?
—No lo niegues; sé que fuiste tú. Quería dar contigo para expresarte mi gratitud, pero me has ahorrado las molestias.
—Pero si…
—Chsss. —Liadrin se llevó un dedo a los labios—. Dime, ¿cómo te ha ido?
—¿Quieres saber la verdad? —Galell titubeó—. Hace mucho no soy el que era. Me siento muy perdido y solo.
Con suma delicadeza, Liadrin posó la palma de su mano sobre la mejilla de Galell.
—Tú nunca estarás solo. —Un fulgor inundó la mano de la exsacerdotisa y el moratón desapareció al instante del rostro de su amigo—. Además, ¿quién de nosotros no se ha sentido perdido durante estos últimos años?
Galell sonrió, feliz por haber sentido de nuevo la Luz, aunque solo fuera brevemente. Acto seguido, alzó una mano y la colocó sobre la de Liadrin.
—Me gustaría disfrutar de la calidez de la Luz como en el pasado. Pero… no es algo que pueda hacer ya yo solo, asique he venido a pedirte ayuda.
Liadrin arqueó una ceja.
—¿Quieres utilizar nuestros métodos para volver a conectar con la Luz? No se puede decir que haya mucha «calidez» en la forma en que nosotros interactuamos con ella… —Liadrin miró en dirección a la cámara subterránea donde mantenían encerrado a M’uru. Es bien una lucha. Una pelea constante.
Pero Galell insistió.
Creo que esta podría ser la mejor oportunidad que voy a tener Para volver a ser el que era. Creo que la Luz me mostrará el camino… aunque deba obligarla a hacerlo.
—¿Estás seguro de que quieres hacerlo?
—Sí.
Un manto de silencio los cubrió a ambos mientras la matriarca dictaba. No estaba segura de si Galell tenía madera de Caballero de Sangre. Todo el mundo sabía lo que había sufrido, todo el mundo sabía que había sobrevivido a algo de lo que nunca quería hablar al hundimiento de esas naves mercantes, a la muerte de todos esos niños evacuados. Liadrin se preguntaba a menudo hasta qué punto ese día había dejado unas cicatrices muy profundas en su alma.
Pero si yo no le concedo una oportunidad, ¿quién se la dará?
Liadrin suspiró.
—¿Estás preparado para ser despreciado, malinterpretado y marginado por tus propios hermanos?
—Sufriré cuanto haga falta para poder recuperar el control de mi vida.
—¿Estás dispuesto a mantener la disciplina y a seguir el entrenamiento que se te va a exigir? ¿Estás dispuesto a hacer exactamente lo que yo diga?
—Sí. Sin duda alguna.
Liadrin lo observó detenidamente. Aún no las tenía todas consigo.
—Necesito tu ayuda, Liadrin. O todos o ninguno, ¿vale?
Galell había demostrado mucho coraje en la guarida de los trols. Además, cuando llegó el momento de destruir la Fuente del Sol, había estado ahí, luchando junto a ellos. Todo eso tenía que servir de algo.
—Sí, o todos o ninguno —respondió al fin Liadrin—. Ven conmigo, entonces; Astalor tiene algo que enseñarte.
Pasaron los días y Liadrin regresó una vez más a las Tierras Fantasma.
Sin embargo, esta vez no estaba sola.
Miró a su derecha, donde Solanar aguardaba montado sobre su propio corcel. Iba vestido con el tabardo de los Caballeros de Sangre, cuyo símbolo era un fénix en llamas sobre un fondo negro. Observo a los demás: Vranesh, Cyssa y Bachi pasarían de ser adeptos a unos caballeros de pleno derecho en breve…, pero seguían siendo muy individualistas y no actuaban como un grupo cohesionado.
Y luego estaba Galell.
Escrutó el claro envuelto en la oscuridad y al fin lo divisó en la lejanía, cerca de los árboles.
A pesar de que había demostrado una gran determinación a lo largo de los últimos días, no había hecho un gran esfuerzo por integrarse al grupo. Liadrin había visto el brillo de la dicha en sus ojos cuando le habían mostrado a M’uru y, en ese momento, de manera fugaz, había vuelto a ser el antiguo Galell, el seguro y firme Galell. Se entrenaba vigorosamente pero en silencio. No se relacionaba con casi nadie y los demás lo consideraban un tipo peculiar. En los dos últimos días, parecía haberse retraído más y eso preocupaba a Liadrin. Se preguntaba si había tomado la decisión correcta al dejar que se uniera a la orden.
Entonces, se recordó a si misma que la primera fase requería de un período de adaptación.
Dale tiempo.
—Todo despejado, mi señora —anunció Mehlar, quien se aproximaba desde el norte.
Sangrevalor emergió del bosque situado al sur.
—Lo mismo digo —añadió.
Liadrin asintió. No había ningún miembro de la Plaga por esa zona, lo cual era una gran noticia. No obstante, en la actualidad, la Plaga no era la única amenaza con la que debían tener cuidado. En las últimas semanas, habían divisado varias bandas de trols que se dirigían en tropel a Zul’Aman y muchos trols habían sido vistos también explorando las ruinas cercanas al lugar donde se encontraba ahora su grupo.
Posó su mirada sobre la estructura que tenían ante ellos y se preguntó si, por fin, se estarían más cerca de capturar a Dar’Khan.
Aunque todas las fincas de las Tierras Fantasma se hallaban en ruinas, el tiempo no parecía haber pasado por la Aguja de la Estrella del Alba. Ese alto edificio, situado sobre un saliente a los pies de las montañas, al este del lago Elrendar, podía dar la impresión de abandonado a un observador no muy avezado, esos terrenos descuidados estaban lo bastante cerca del Bosque Canción Eterna como para que alguna flora hubiera empezado a emerger aquí y allá; además, la propia torre relucía espléndida en su largo camino hacia el ciclo nocturno. Ahí arriba, Liadrin pudo atisbar unas torrecillas majestuosas que parecían flotar alrededor de la aguja central. De hecho, para ser una construcción supuestamente en ruinas situada en los lindes de una tierra muerta, esa propiedad proyectaba el espejismo de hallarse en una condición excelente.
Esa finca había sido en su día el hogar de Dar’Khan. Aquí había pasado su infancia. Y era aquí donde, en los últimos días, los Errantes habían detectado movimientos sospechosos de la Plaga.
Era una especie de señal. Tenía que serlo. ¿Acaso Dar’Khan había cometido al fin un error?
Liadrin esperaba que sí.
—Entremos a echar un vistazo.
El interior de la mansión se encontraba en un estado inmaculado, al igual que casi toda la parte exterior. Las paredes estaban cubiertas de muebles. Unos estandartes con el blasón de la ciudad de Lunargenta pendían de unas columnas. Una lámpara de araña de cristal pendía allá en lo alto, rodeada por una tortuosa escalera.
Vranesh inició el registro.
—¿Qué es lo que buscamos exactamente?
—Ojalá lo supiera —contestó Liadrin—. Algo fuera de lugar, alguna pista sobre por qué la Plaga muestra tanto interés de repente por este sitio después de tanto tiempo…
Sangrevalor y Bachi subieron por la escalera. Galell dejó de caminar y se llevó una mano a la cabeza.
—¿Qué te ocurre, Galell? —preguntó Liadrin.
—Es un mero dolor de cabeza. No me pasa nada —respondió con una tenue sonrisa, en un vano intento por calmar su preocupación.
Las jaquecas parecían afectar a Galell más que a los demás y Liadrin no podía evitar preguntarse por qué. Siempre había pensado que el joven vivía más dentro de su propia cabeza que en el mundo real. Tal vez por eso los dolores de cabeza le afectaban mucho más lo que la hacía pensar que quizá no pudiera ser apto la orden.
—Mirad esa alfombra —dijo Cyssa, señalando el borde de una descomunal alfombra circular que se hallaba a sus pies. En efecto, había un pliegue alrededor de todo el borde de la alfombra, como si alguien la hubiera quitado y vuelto a colocar apresuradamente.
Los demás se apartaron. Liadrin se agachó y retiró la alfombra; había una trampilla cuadrada ahí debajo.
—Bien visto. Cyssa. Me parece que has dado con algo.
Liadrin se arrodilló, corrió el cerrojo y abrió la trampilla. Dentro de ese pequeño hueco, encontró un viejo diario con tapas de cuero. Entre sus páginas había un pergamino, que no estaba tan amarillento como las hojas del diario, sino que era blanco.
—¿Qué es eso? —inquirió Cyssa, acercándose.
Galell también se aproximó. Liadrin desenrolló el pergamino, en el cual había escrito un mensaje con unos símbolos que no fue capaz de reconocer.
—Una pista, tal vez.
Cuando Liadrin entró en los aposentos de Lor’themar, el regente había estado emplumando una flecha. Ahora, su entretenimiento yacía descartado a un lado de la mesa mientras transcribía el mensaje encontrado en la Aguja de la Estrella del Alba en un nuevo pergamino. Entretanto, los haces de luz del sol de la tarde se colaban por el halcón abierto.
Liadrin recorrió la habitación con la mirada. En un escritorio cercano divisó una carta que tenía rolo su sello. Lo más intrigante de todo era que ese sello era el emblema de la Horda.
—No soy un experto, pero parece escrito en clave —afirmó Lor’themar—. Si es así, quizá alguno de nuestros escribas sea capaz de descifrarlo. Mientras tanto… —Enrolló el pergamino viejo, lo volvió a colocar en el diario y, por último, lo cerró y se lo entregó a Liadrin—… sugiero que devuelvas esto a su sitio y sigas vigilando la aguja.
Liadrin asintió.
—De acuerdo.
Lor’themar profirió un suspiro y examinó una de las flechas que había estado preparando. Acto seguido, fijó su mirada en ella.
—Tenía mis reservas acerca de tu nueva orden, ¿sabes? Aún las tengo, a decir verdad. Pero… —Los ojos de Lor’themar volaron hasta la carta del escritorio—. A la luz de ciertos hechos recientes, quizá no sea algo tan malo.
—¿A qué «hechos recientes» te refieres?
—He intercambiado correspondencia con Thrall y… Sylvanas.
A Liadrin le dio un vuelco el corazón al oír mencionar el nombre de la antigua general forestal. Todo el mundo sabía que Sylvanas comandaba ahora un ejército de no-muertos que se habían aliado con la Horda, a los que se conocía como los Renegados. Sylvanas había logrado liberarse del control que Arthas había ejercido sobre ella, pero todavía tenía mucho camino por recorrer para ganarse la confianza de Liadrin. Aún estaba por ver si, en esa reina de los Renegados, quedaba algún rastro o no de la noble y valerosa elfa que había sido antaño.
—¿Y qué asunto nos traemos entre manos con ellos?
Lor’themar se puso en pie y se acercó al escritorio.
—Estamos en la fase preliminar de una serie de discusiones cuya finalidad es examinar la posibilidad de que los sin’dorei se alíen con la Horda.
Liadrin permaneció en silencio, meditabundo.
—Bueno… nuestros primos kaldorei se llevarían una gran sorpresa, sin duda.
Lor’themar se volvió.
—Cierto. Pero… los tiempos cambian.
—Y la gente también —apostilló la matriarca, repitiendo las mismas palabras que le había dicho a Rommath no hacía mucho tiempo.
—La reputación de tus Caballeros de Sangre ha llegado hasta Durotar. Creo que tu nueva orden ha logrado que les tiente más la posibilidad de sellar una alianza con los elfos de sangre. Aunque albergaba muchas dudas al principio, ahora creo que es posible que pronto, algún día, tus caballeros y tú logréis hacer algo asombroso. Creo que con eso bastaría para que Thrall cambiara de opinión.
Entonces, deja que la gente siga despreciándonos, pensó Liadrin.
—Dar’Khan —dijo la matriarca en voz alta.
—¿Perdón?
—Pase lo que pase. Dar’Khan tiene que morir. Si al eliminarlo logramos convencer a nuestros posibles aliados de que deben unirse a nosotros, miel sobre hojuelas.
—Si eso fuera tan fácil, lo mataría yo mismo —replicó sombríamente Lor’themar—. En su día, creía que había muerto, pero…
De repente, pareció muy cansado.
—Deberías descansar un poco. Volveré mañana —le recomendó Liadrin, quien hizo ademán de marcharse.
—Tengo entendido que Galell se ha sumado a tus filas. ¿Cómo se encuentra nuestro viejo amigo?
Liadrin caviló un momento antes de responder.
—Se está… adaptando, creo. Le daré recuerdos de tu parte.
La matriarca asintió con la cabeza una última vez al mismo tiempo que salía de la habitación.
El forestal cogió el material con el que emplumaba las flechas de la mesa y se lo llevó al escritorio. Entonces, abrió un cajoncito, dentro del cual había varios cristales arcanos. El propio Lor’themar no los necesitaba tanto como sus hermanos. De hecho, los forestales en general parecían menos afectados por la adicción a la magia y por el síndrome de abstinencia que el resto, aunque el regente no sabía por qué.
Pero sí sabía que los demás elfos de sangre no eran tan afortunados, por lo cual había encomendando a Halduron la misión de dejar anónimamente algunos cristales a Liadrin mientras esta estuviera viviendo en las Tierras Fantasma.
Los tiempos cambiaban, la gente cambiaba… pero había otras cosas, como la admiración y el afecto que Lor’themar profesaba por Liadrin, que se habían mantenido inmutables a pesar del paso de los años.
Alguien llamó con fuerza a la puerta.
Galell estaba tumbado en el centro de la habitación. Daba la impresión de que esos golpes estaban acompasados con el doloroso martilleo que sentía en la cabeza. El exsacerdote estiró un brazo y agarró uno de los cristales que había cogido en la Aguja de la Estrella del Alba. Lo aferró con fuerza, cerró los ojos y notó que la jaqueca poco a poco desaparecía a medida que la magia fluía dentro de él.
A lo largo de los últimos días, Galell se había percatado de que el consumo de magia le ayudaba a aliviar esos dolores de cabeza. Pero cada vez necesitaba más cantidad de magia para lograr únicamente un ligero alivio.
También había sufrido amnesias, ya que había ciertos periodos de tiempo sobre los que no tenía ningún recuerdo. No era la primera vez que Galell tenía la sensación de que estaba perdiendo la cordura. No obstante, había conseguido lo que quería: ahora era capaz de controlar la Luz. Ahora podía manipular la Luz para combatir a sus adversarios y podía curar sus propias heridas y las de los demás; sin embargo, la Luz no podía borrar esa amargura que anidaba en su corazón por mucho que la obligara. Las jaquecas y ese ruido cacofónico y enervante que invadían su mente eran unos recordatorios atroces de su incapacidad para superar ese dolor.
Los golpes que recibía la puerta se volvieron más fuertes. Orovinn gritó:
—¡Ha llegado tu hora! ¡Despierta, alimaña!
Galell siguió intentándolo. El problema estribaba en que todavía no había aprendido a controlar la Luz de un modo adecuado. Necesitaba más tiempo y también necesitaba aclarar sus ideas. Los cristales parecían ser la única solución. Por el momento, al menos.
La puerta tembló: estaba a punto de venirse abajo.
Galell cogió una bolsa cercana, abrió la puerta violentamente y agarró del cuello a Orovinn, al que empujó hacia el otro extremo del pasillo, mientras canalizaba toda la energía de la Luz hacia su mano ignorar desesperadamente el ruido discordante que bramaba en su mente.
Entonces, le restregó por la cara la bolsa repleta de oro a aquel elfo tan alto.
—Con la mitad de esto, te pago lo que te debo. Con la otra mitad, te pagaré los nuevos cristales que me traerás mañana por la mañana. ¡Y que sean de la mejor calidad! ¿Trato hecho?
Orovinn lo miró con unos ojos desorbitados teñidos de miedo y balbuceó con voz ronca:
—No veo ninguna razón que… impida que hagamos negocios.
A la tarde siguiente, a última hora, Liadrin cabalgaba hacia las Tierras Fantasma junto a Solanar para relevar a Vranesh, Mehlar y Galell: los tres se habían pasado todo el día vigilando la Aguja de la Estrella del Alba.
Para cuando ambos se adentraron en esos bosques marchitos, el sol proyectaba sus últimos rayos.
Cuando se aproximaron hacia Mehlar, este estaba apoyado sobre una trampa para animales.
—¿Habéis visto algo? —preguntó Liadrin a voz en grito.
—No hemos visto ni oído nada. Ha reinado un silencio sepulcral, mi señora —respondió Mehlar.
Justo entonces, Vranesh salió de detrás de un carro cercano, ajustándose los leotardos de anillas.
—¿Dónde está, Galell?
Los dos hombres apostados ahí se miraron mutuamente. Vranesh habló primero:
—Yo no me responsabilizo de ese tipo; además, estaba respondiendo a una llamada urgente de la naturaleza.
Mehlar se encogió de hombros.
—Hoy se ha ido a deambular por ahí varias veces. Yo diría que se comporta de un modo peculiar.
Vranesh resopló.
—En su caso, lo peculiar es lo normal.
—A esto es lo que me refiero siempre —le reprendió Liadrin
—Cuando uno forma parte de un grupo, debe cuidar de los demás ¡Ninguno de los dos debería haberlo perdido de vista!
Entonces, un chillido espeluznante atravesó el lago y reverberó por las montañas. Liadrin no pudo reconocer aquella voz; podía tratarse de Galell o no.
—Desplegaos —ordenó la matriarca.
Los Caballeros de Sangre obedecieron.
Liadrin atravesó el denso bosque a lomos de su caballo lo más rápido posible en dirección sur, siguiendo el camino de las laderas. Enseguida, se detuvo cerca de un matorral aplastado, donde un círculo de sangre oscura empapaba el suelo. Liadrin miró a lo lejos, hacia el sur, hacia el altozano más próximo.
Ahí había más sangre, que apenas era visible bajo esa luz menguante.
Espoleó a su montura y, al instante, se percató de que la cantidad de sangre que teñía el suelo, así como la maleza de alrededor y los árboles, crecía de un modo alarmante.
—¡Caballeros, a mí! —gritó Liadrin.
Mientras seguía avanzando, la matriarca vio… los restos mortales de algún cuerpo descuartizado. Aunque no podía saber si eran humanos, elfos o de alguna otra raza. Siguió ese macabro rastro aún más lejos y divisó una extremidad cercenada: un brazo, en concreto, cuya piel era de un color verde pálido.
Su corcel coronó otro altozano y Liadrin escrutó desde ahí un pequeño claro situado allá abajo, donde Galell se encontraba sentado en medio de un amasijo de vísceras y miembros destrozados. La cabeza de un trol yacía delante de él. Galell se mecía adelante y atrás, con las manos en la cabeza. Estaba cubierto de sangre, como si se hubiera pintado con ella.
Liadrin bajó de un salto de su caballo y abrazó con fuerza a Galell. En ese instante, Solanar, Mehlar y Vranesh irrumpieron corriendo en ese atroz escenario.
—¡No deberíais haberlo perdido de vista! —exclamó la matriarca mientras se volvía hacia Vranesh y Mehlar.
—Lo siento, mi señora, no teníamos ni idea… —se excusó Mehlar.
—¿Has hecho tú esto? —le preguntó Liadrin a Galell, pero la única respuesta que obtuvo fue un largo gemido.
—No teníamos ni idea —repitió Mehlar, quien se quedó boquiabierto al contemplar esa masacre.
—Debo llevarlo de vuelta a Lunargenta. Mehlar, Vranesh, escuchad. Solanar se quedará aquí con vosotros hasta que yo envíe a otros caballeros a relevaros. ¡Manteneos alerta! Y ahora ayudadme a subirlo al caballo.
—¿Cómo está? —inquirió Lor’themar desde la mesa a la que estaba sentado.
—Está descansando.
—¿Te ha contado lo que ocurrió?
Liadrin estaba sentada en una silla situada cerca de la puerta. Estaba cubierta de sangre, ya que, cuando había montado al exsacerdote sobre el corcel, este la había manchado muchísimo.
—Solo que lo acorraló un explorador trol en el bosque. Pero eso no explica… Me ha contado que, últimamente, ha estado pensando mucho en ese día en que acabamos en la guarida de unos trols hace unos cuantos años. Lo cierto es que, desde hace tiempo, ya no es el mismo que era.
Era evidente que Lor’themar estaba extremadamente preocupado, como podía deducirse por su semblante y el tono de voz con el que habló:
—Lo vigilaré de cerca. Aunque, ahora mismo, hay un asunto muy urgente que requiere nuestra atención. Esta es la razón por la que he requerido tu presencia. —El regente desenrolló un pergamino—. Astalor ha descifrado el código —anunció y, acto seguido, cogió el pergamino de la mesa y lo leyó en alto—: «Te entregaré las Piedras de la Luz y el Fuego, así como los fragmentos que quedan de Piedra de la Chispa cuando el día y la noche sean iguales». Esta misiva está firmada por un tal «Thadirr».
—Mañana por la noche es el equinoccio —observó Liadrin—. Pero ¿a qué piedras se refiere ese mensaje?
Lor’themar volvió a colocar el pergamino sobre la mesa.
—Durante las Guerras Trols, Dar’Khan también lo sabe y quiere esconder las piedras en un lugar seguro para que no puedan ser usadas en su contra.
—¿Alguna idea sobre quién podría ser el tal «Thadirr»?
Lor’themar se limitó a negar con la cabeza.
—Quienquiera que sea, me da la sensación de que ha localizado las piedras antes que nosotros y ahora planea entregárselas a Dar’Khan —conjeturó Liadrin.
—Sí, pretende entregárselas sin recibir nada a cambio, lo cual parece indicar que… —De repente, alguien llamó a la puerta—. Pasa —gritó el regente.
Halduron entró en la habitación.
—Lamento molestar, pero he de informarle de cierto asunto.
Lor’themar asintió.
—Ya estábamos acabando. —Volvió a centrar su atención en Liadrin—. Lo cual parece indicar que ese individuo misterioso no va a encontrarse con Dar’Khan directamente, sino que va a dejar esas piedras en el mismo sitio donde descubriste el diario.
—Si es así, los Caballeros de Sangre lo… o la estarán esperando. Quizá esta podría ser esa gran gesta, sobre la que tú y yo ya hemos hablado, que nos permitiría desequilibrar la balanza en tu favor en las negociaciones.
—Creo que puedes tener razón.
Liadrin se levantó y se dispuso a marchar.
—A lo mejor tú también quieres oír lo que tengo que decir —le dijo Halduron—. Debéis saber que un grupo de buscadores de tesoros de la Alianza lograron infiltrarse en Zul’jin.
Lor’themar miró a Liadrin. Tras un momento de silencio, respiró hondo con suma fuerza.
—Supongo que era una mera cuestión de tiempo que ese buitre regresara a su nido.
Halduron parecía tremendamente inquieto. Liadrin recordó la noche en que Zul’jin había escapado y decidió que sería mejor dejar a ambos a solas.
—Iré a informar a mis caballeros. Mañana, esas piedras serán tuyas.
Liadrin agachó levemente la cabeza ante Halduron de camino a la puerta.
Lor’themar se levantó y salió al balcón que daba a la Corte del Sol. Soplaba un frío viento, que agitó los materiales que utilizaba para emplumar las flechas que tenía sobre el escritorio y arrojó una pluma al suelo. Halduron se agachó para cogerla y la acarició entre sus dedos.
—Añoras tu antigua vida como forestal, ¿verdad?
Lor’themar siguió contemplando la ciudad mientras respondía.
—Más a cada día que pasa. A veces, me siento como si estas paredes se me fueran a venir encima. Los bosques me llaman, hermano. Me imagino con el arco en la mano, con el cálido sol acariciándome la piel y con el viento susurrándome y prometiéndome nuevas aventuras. Sin murallas ni muros… sin una agenda que atender. Sí, en esa época fue cuando más vivo me sentí. Te envidio por lo libre que eres.
Halduron se dio cuenta de que Lor’themar no estaba mirando a la ciudad, sino que estaba soñando con esos bosques donde no había murallas ni muros.
—Hay una cosa más que debo decirte —afirmó Halduron con un tono de voz grave mientras se unía a Zul’jin en ese bosque… aunque mis hombres lo torturaron, fui yo quien tomó la decisión de mantenerlo con vida, porque quería que fueras tú quien decidiera su destino. Tuve la oportunidad de matarlo entonces, pero no lo hice. Fue un estúpido error. Por mi culpa, ahora está vivo y vuelve a amenazamos.
Lor’themar se giró y dio una palmada a Halduron en el hombro.
—Yo más que nadie se lo que es sentirse culpable, Halduron. Al fin y al cabo, fue mi exceso de confianza lo que permitió a Dar’Khan recopilar los conocimientos necesarios para abrirle la puerta a Arthas, para traer la destrucción a nuestro reino…
—Pero ¡no podías saber lo que tramaba! —protestó Halduron de inmediato.
—Precisamente, eso es lo que quería decirte. La culpa, los remordimientos, la desesperación… se adueñan de nuestro corazón y, con el paso del tiempo, te acaban devorando por dentro si se lo permites. Yo porto la pesada carga de mi fracaso sobre mis hombros todos los días.
—¿Y cómo logras seguir adelante? —insistió Halduron.
—Negándome a que mis sentimientos sean un escollo a la hora de afrontar mis tremendas responsabilidades. Además, me aferró a un leve destello de esperanza: a que creo que estas penalidades que compartimos nos unirán aún más… —Lor’themar clavó su único ojo sobre Halduron y concluyó con total sinceridad—. Después de todo lo que hemos pasado, sigues siendo mi camarada más leal y de más confianza.
El alivio se adueñó del semblante de Halduron.
—Sí, yo también debería aferrarme a un leve destello de esperanza —aseveró.
Tus padres se avergonzarían al ver en lo que te has convertido.
Ellos lo entenderían. He hecho lo que he considerado mejor.
Solo has triunfado a la hora de esconder tu miedo. Tu orgullo traerá la ruina a aquellos que quieres.
No voy a escucharle. Renuncio a ti.
No puedes huir de tus pecados.
¡Te vas a callar porque yo te lo ordeno!
¿Al igual que das órdenes a la Luz?
¡Pues si! ¡Y ahora lárgate! ¡Ya no me dominas!
Liadrin se despenó al oír unos golpes en la puerta. La abrió y se topó con Vranesh, que tenía un aspecto alarmantemente pálido.
—Hay algo que debes ver.
Una enorme muchedumbre se había congregado en el interior de la Puerta del Pastor. Vranesh y Liadrin tuvieron que hacer un gran esfuerzo para poder abrirse paso hasta la parte frontal de esa multitud, desde donde podían contemplar la estatua de Kael’thas.
De ese monumento, pendía un cadáver cubierto de sangre, cuya cabeza estaba caída hacia delante de un modo extraño, ya que le habían partido el cuello, y cuyos brazos estaban estirados y atados con una cuerda a las hombreras de la armadura de la estatua.
—¿Quién es? —preguntó Liadrin.
Alguna escoria del Frontal de la Muerte. Creo que ha comentado que se llamaba Orovinn. Pero corren rumores de que…
En ese preciso instante, uno de los ahí congregados exclamó, señalando a la matriarca:
—¡Ha sido uno de los vuestros quién ha hecho esto!
—¡Yo no sé nada sobre este asunto! —le espetó Liadrin.
La turbamulta empezó a empujar hacia delante y, al instante, varios guardias corrieron hacia allá para restaurar el orden. Otro se abrió paso entre esa muchedumbre rebelde para dirigirse a Liadrin.
—Mi señora, el gran magíster quiere hablar contigo.
A Rommath le brillaban los ojos de furia.
—¡Han visto a uno de tus caballeros colgando ese cadáver en la estatua en plena noche!
Liadrin pudo sentir que el gran magíster irradiaba una energía muy negativa y opresiva. Su ira era más que palpable. Además, Vranesh le había revelado en confianza a la matriarca que, efectivamente, muchos habían identificado a Galell como el asesino. Pero eso era imposible. Galell jamás habría podido…
—Estamos negociando una posible alianza con la Horda —le informó Rommath.
Liadrin estuvo a punto de responder que ya conocía esa información, pero al final decidió no hacerlo. El gran magíster siguió hablando:
—Una debacle como esta podría poner en peligro todo el proceso de negociación. Los guardianes y los patrulleros arcanos lo han buscado por todo el reino y no han podido hallar ni rastro de ese tal…
—Galell —apostilló Liadrin—. Debe haber algún error. Galell no es un asesino. Quizá lo mató en legítima defensa.
—¡No hay ningún error! —le espetó Rommath—. Ha desaparecido. ¡Y ningún elfo inocente habría huido! ¡Además, todo aquel que mata en defensa propia no monta un espectáculo macabro después con su víctima para que todos lo vean! —El intenso fulgor que se había apoderado de los ojos del gran magíster ahora se había atenuado un poco—. Voy a marchar en breve a Terrallende para informar a su alteza del estado de las negociaciones. Quiero que des con ese tal Galell y espero que esta situación esté resuelta para cuando regrese mañana.
—Pero hay otros asuntos que exigen…
—¿Exigen? —Rommath desapareció al instante y reapareció, súbitamente, a solo unos centímetros de ella. Liadrin retrocedió un paso—. Yo sí que exijo. Te exijo que encuentres a ese renegado y que, cuando lo hagas, emplees todos los medios necesarios para poder poner punto final a este asunto. ¡Sí, eso es lo que yo exijo!
—¿Qué estás insinuando?
El gran magíster respondió con un tono de voz mucho más bajo y sereno.
—Que hagas lo que tengas que hacer.
Un sinfín de pensamientos surcaron la mente de Liadrin. Seguramente, no tendría que acabar tomando unas medidas tan extremas; seguramente, seria capaz de descubrir la verdad y traer de vuelta a Galell, al que proporcionaría la ayuda adecuada. Pero para eso primero tenía que encontrarlo. Pero cuanto más cavilaba al respecto, más convencida estaba de que sabía adonde había huido. Rommath siguió hablando:
- Y hazlo rápida y discretamente. Tal vez el futuro de nuestro pueblo dependa de ello. ¿Puedo confiarle esta misión?
Liadrin vaciló.
—¿Puedo confiarte esta misión? —insistió el gran magíster.
—Sí.
Rommath hizo un gesto y la puerta situada a la espalda de Liadrin se abrió.
—Bien. Espero que demuestres que no me equivoco al confiar en ti. ¡Y ahora vete!
La luna iluminaba con un cálido fulgor la Aguja de la Estrella del Alba; las paredes de mármol parecían irradiar una tenue luz blanca.
Sin embargo, la luz de la luna no se filtraba con tanta facilidad entre las ramas del esquelético árbol donde Vranesh se revolvía incómodo mientras mascullaba:
—¡Ten cuidado, Bachi! Estás ocupando mi espacio.
—¿Qué estás insinuando? Deberías creerme cuando te digo que no me pareces atractivo —replicó Bachi.
—¡Callaos los dos! ¡Se os oye por todas partes!
Solanar era quien había pronunciado esas últimas palabras, el que asumía las funciones de líder de los caballeros en ausencia de Liadrin.
Mientras él, Vranesh y Bachi vigilaban ese edificio por el Sur, Cyssa, Mehlar y Sangrevalor lo observaban desde un emplazamiento situado al Norte. Entre ambas posiciones podían divisar con claridad a cualquiera que entrara o saliera de la Aguja de la Estrella del Alba.
Liadrin se había mostrado reacia a dar explicaciones cuando le habían preguntado por qué se tenía que marchar; les había dado la sensación de que estaba muy preocupada e inquieta cuando había afirmado que debía atender un asunto muy urgente y que confiaba en que sus caballeros serian más que capaces de ocuparse de un solo agente de la Plaga, quienquiera que fuera este o fuera lo que fuese. Aun así, les había aconsejado que evaluaran detenidamente esa amenaza antes de entrar en acción y que, si consideraban que suponía un gran peligro, seria mejor que no hicieran nada.
No obstante, los rumores sobre Galell corrían desbocados entre los caballeros… Algunos achacaban su delirante comportamiento a un consumo de magia terriblemente desequilibrado; otros afirmaban que era el poder de la Luz, la quebrada voz de M’uru, lo que le había vuelto loco. Todos ellos sufrían dolores de cabeza e intentaban hacer todo lo posible por acallar esa cacofonía que bombardeaba sus mentes cuando canalizaban los poderes del naaru… Aunque no hablaban sobre ello abiertamente, todos y cada uno de ellos había intuido, en algún momento u otro, que, si no ponían limites a ese caos sonoro, perderían la cordura algún día.
La súbita caída de Galell en las fauces de la locura parecía haber perturbado mucho a Cyssa en particular. Se había aislado un poco del resto y no se comportaba como la elfa descarada y vivaracha de siempre. A Solanar le preocupaban las consecuencias que la crisis de locura de Galell podría tener sobre el grupo, pero por ahora hacía todo lo posible para que todo el mundo estuviera centrado en la tarea que tenían entre manos.
Bachi extendió un brazo, dio una palmadita a Solanar en el hombro y señaló hacia el lago, donde una figura encorvada remaba en una barca que surcaba esas aguas iluminadas por la luz de la luna.
Vranesh la observó detenidamente, ya que sus ojos (como los ojos de cualquier elfo de sangre) eran capaces de percibir el aura de magia arcana que envolvía a esa figura encapuchada. En cuanto llegó a la orilla, aquella enigmática silueta se puso en pie; en sus manos aferraba un pequeño cofre.
—Por la fuente, ¿lo estáis viendo? Ese cofre irradia una energía muy potente… ¡Las piedras deben estar ahí dentro!
—¡Calla! —le espetó Solanar.
La figura, que sostenía el cofre contra su pecho, abandonó el bote y, acto seguido, subió lentamente por la colina. Para alivio de Solanar. Vranesh y Bachi se mantuvieron callados. En solo unos instantes, ese misterioso individuo se adentraría en la aguja.
—Esta noche, no nos vamos a hacer solo con esas piedras, sino que es probable que también logremos capturar a un prisionero que lo sepa todo sobre las operaciones de la Plaga. Ha llegado el momento. ¡Da la señal a los demás! ¡Es hora de atacar!
Lor’themar no se lo podía creer.
Galell había sido acusado de asesinato. ¿De verdad podía haber caído tan bajo? Lor’themar no había tenido la oportunidad de visitar a su amigo, tal y como había querido, por culpa de los innumerables asuntos que habían requerido su atención, por culpa de las mil cosas que tenía que hacer, como siempre. Aunque, si hubiera logrado sacar un rato para hacerle una visita, ¿eso habría cambiado las cosas? El regente también se preguntó cómo debía de estar afrontando ese problema Liadrin. Después de todo, había sido ella quien lo había introducido en la orden, había sido ella quien…
Los pensamientos de Lor’themar se vieron interrumpidos, ya que alguien estaba llamando a la puerta de manera insistente.
—Pasa.
La puerta se abrió y, acto seguido, entró un mago que portaba una caja fuerte que parecía haber sobrevivido a una guerra. A continuación, cruzó la puerta Astalor, quien parecía tremendamente ansioso, lo cual no era normal en él.
—He ordenado que te trajeran esto en cuanto me he dado cuenta de que… ¡Oh, ojalá Rommath estuviera aquí!
—¿Qué es?
El mago colocó la caja fuerte sobre la mesa y, con el borde de esta, apartó a un lado los materiales con los que Lor’themar estaba emplumando sus flechas.
—Es una caja fuerte que han encontrado entre las ruinas hace solo unas horas, en una zona situada muy lejos de los antiguos aposentos de Belo’vir, en una zona que todavía no habíamos explorado… La explosión de la fuente debió de desplazarla hasta ahí en su día.
Astalor hizo un gesto y la tapa de la caja se abrió de inmediato. En cuanto se acercó, Lor’themar pudo percibir las poderosas emanaciones mágicas que irradiaba y pudo contemplar esas piedras aguamarinas. Los fragmentos de una tercera piedra vacían entre ambas: eran las Piedras de la Luz y el Fuego, y los restos de la Piedra de la Chispa.
—No sé cuáles son las piedras que posee el tal Thadirr, pero seguro que no son estas, lo cual me lleva a extraer dos conclusiones: que o bien se ha hecho con unas piedras similares y las ha tomado por estas, o bien ha mentido.
Lor’themar cogió uno de los fragmentos mellados de la Piedra de la Chispa y, a pesar de que no se hallaba tan en sintonía con los poderes de la fuente como otros, fue capaz de notar que unas energías arcanas lo envolvían al instante.
—Si miente… ¿por qué lo hace?
—Para atrapar a Dar’Khan, tal vez.
El regente colocó el fragmento sobre la mesa y, con premura, buscó la copia que había hecho de la carta. Si lo que sospechaba era cierto…
Lor’themar cogió una pluma que se hallaba cerca y reordenó las letras de la firma «Thadirr». Se maldijo a sí mismo por haber sido tan necio como para no haber resuelto ese simple anagrama antes y a continuación, escribió un nombre: «Drathir». Si no hubiera estado tan preocupado por las negociaciones con la Horda, quizá se habría dado cuenta mucho antes…
—Sí, está claro que es una trampa, Astalor, pero su fin no es capujar a Dar’Khan…
La furia lo dominó: estaba furioso con Dar’Khan y consigo mismo. A continuación, cogió de la mesa el fragmento de la Piedra de la Chispa.
—El objetivo de esa trampa somos nosotros.
Dar’Khan había tenido que dar con la manera de atraer a la orden hasta una trampa diseñada por él. Había considerado muchos planes alternativos para lograr su meta, pero los había ido descartando uno a uno. Al final, había pedido consejo a su amo… y entonces se había acordado de las piedras.
Después de todo, Lor’themar y Liadrin. Sabía que si creían que no se enfrentaban a una gran amenaza, sino a solo una persona, bajarían la guardia. Su plan dependía del predecible comportamiento de sus antiguos amigos, lo cual agradó a su amo, quien dio el visto bueno a esa trampa, que se tendió de inmediato.
El mago sonrió al recordar la cara que habían puesto los caballeros al irrumpir justo cuando fingía que estaba depositando las piedras en aquel escondrijo. Habían parecido tan confiados en un principio… hasta que Dar’Khan se había quitado la capucha y una hueste de esbirros, que habían permanecido ocultos en las laderas, invadieron la gran sala. ¡Qué cara de sorpresa habían puesto esos necios! Sí, jamás podría olvidar ese momento.
Ahora, cerca de él, uno de esos caballeros (que, probablemente, era su líder, a juzgar por el tabardo que vestía) se estaba enfrentando a los guerreros esqueléticos que lo rodeaban. De repente, hizo ademán de atacar. Al instante. Dar’Khan hizo un gesto, susurró un encantamiento y ese fanático bellaco cayó al suelo, donde se retorció de dolor.
Si los Errantes no hubieran irrumpido entonces súbitamente, los Caballeros de Sangre ya habrían muerto. Halduron y su pelotón habían llegado justo después de que la trampa saltara. La batalla se había extendido hasta los terrenos que circundaban el edificio, donde los forestales habían luchado valientemente… pero eso solo iba a servir para retrasar lo inevitable, por supuesto.
Otro caballero, una mujer concretamente, había logrado imponerse a sus atacantes. Rápidamente, Dar’Khan había alzado las manos y separado los dedos para golpear con sus tenebrosos poderes el frágil cuerpo de la elfa, que voló por los aires hasta estamparse contra la tortuosa escalera con tanta fuerza como para que se le rompieran varios huesos. La mujer se quedó inconsciente al instante… lo cual lo enojó. ¿Qué gracia tendría matarla en ese estado? Dar’Khan quiso cerciorarse de que se hallaba plenamente lúcida cuando falleciera.
El mago había albergado la esperanza de que Liadrin se encontrara entre sus adversarios y todavía esperaba que se presentase, para tal vez intentar lanzar una última ofensiva a la desesperada antes de caer. Sí, sería glorioso poder llevar su cadáver hasta la Ciudad de la Muerte para hacer que regresara de entre los muertos como un títere al servicio del rey Exánime. Sí, su amo se sentiría muy dichoso si la propia Liadrin acabara liderando a sus caballeros no-muertos en el asedio a Lunargenta.
Justo entonces, uno de los agentes invisibles de Dar’Khan (una de sus sombras) le había proporcionado una clara imagen de lo que estaba ocurriendo fuera del edificio. ¡Un destacamento de guardianes acababa de llegar! Los había teletraqsportado alguien a quien Dar’Khan no había reconocido de inmediato… pero a quien acabó reconociendo rápidamente… era el perrito faldero de Kael’thas, Astalor, quien sostenía una especie de caja fuerte en las manos. Lo acompañaba alguien más, alguien que se adentró corriendo en la jauja. Se trataba del mismísimo regente…
—¡Lor’themar! —gritó Dar’Khan, al mismo tiempo que el regente irrumpía raudo y veloz en la gran estancia.
—Saludos, Thadirr —replicó Lor’themar con un tono mordaz.
Dar’Khan se había vuelto quebradizo y había adquirido el color de un pergamino amarillento. Sus ojos se habían vuelto blanquecinos y un enjambre de insectos devoradores de carne recorría su cuerpo reanimado, deambulando torpemente y retorciéndose entre piel y músculos putrefactos.
—He venido para acabar por fin con tu miseria —afirmó Lor’themar.
En cuanto había descubierto la estratagema de Dar’Khan, el regente había reunido a su guardia privada y había ordenado a Astalor que los teletransportase hasta la aguja, aunque antes de eso había acabado con cierta tarea pendiente…
Mientras cogía una flecha, echó un vistazo rápido a la estancia. Uno de los Caballeros de Sangre, una mujer, yacía cerca de las escaleras; era incapaz de adivinar si estaba viva o muerta. El resto de la orden libraba una batalla a muerte contra los cadáveres putrefactos esqueléticos que comandaba Dar’Khan.
—Por lo que parece, habéis descubierto mi engaño. Muy bien Da igual. ¿Qué esperas lograr aparte de morir? —dijo Dar’Khan estirando el brazo derecho de repente.
Al instante, unas llamas engulleron a Lor’themar. Durante un breve segundo, el regente pudo percibir el olor de su propia piel y su propio pelo al quemarse; tuvo la sensación de que la sangre que corría por sus venas iba a empezar a hervir de un momento u otro, como si lo estuvieran asando vivo.
Cerca de allí, Vranesh logró cobrar ventaja sobre los asaltantes no-muertos que lo hostigaban. Por el rabillo del ojo pudo divisar que Lor’themar. A solo unos cuantos pasos de Solanar, un no-muerto alzó una espada oxidada con intención de atacar. Sin embargo, Sangrevalor conjuró un escudo sagrado para proteger a su camarada, frustrando así el ataque del miembro de la Plaga, lo cual permitió que el caballero pudiera seguir encauzando la Luz sin ningún impedimento.
Enseguida, Lor’themar miró a ambos lados y comprobó que los Caballeros de Sangre más próximos estaban proyectando sus conjuros de sanación sobre él en medio de sus combates particulares.
Entonces, Astalor irrumpió en la estancia, corriendo.
A Dar’Khan se le borró la sonrisa de la cara.
Ese perrito faldero había entrado como un rayo en esa gran sala, flanqueado por dos piedras que rasgaban el aire y se asemejaban a un par de pequeñas mascotas con alas. El mago no-muerto pudo percibir al instante el poder que emanaba de esas dos reliquias, pues él mismo había utilizado esas energías en otra vida; unas energías que ahora, en su forma actual, eran algo execrable para él.
Pudo sentir cómo la magia que le suministraba fuerzas se escapaba de su marchito cuerpo. Trastabilló hacia atrás mientras Astalor se detenía y gesticulaba, y las piedras que levitaban a su izquierda y derecha lo debilitaban. Dar’Khan esbozó un gesto de terror, ya que, de repente, le habían arrebatado todo su poder.
Sus esbirros también se vieron afectados; cesaron sus ataques y cayeron como el trigo ante un segador frente a las armas de esos furiosos caballeros.
Su amo no se iba a sentir nada contento.
Lor’themar cogió la única flecha que llevaba en su carcaj. Esa era la tarea que había concluido antes de acompañar a Astalor a la aguja: como ese fragmento en particular de la Piedra de la Chispa tenía una forma similar al de la punta de una flecha, el regente la había colocado rápidamente sobre un astil que acababa de emplumar. Con sus propias manos, había imbuido de magia esa flecha, la había convertido, literalmente, en un leve destello de esperanza, en un arma que ahora podría utilizar contra Dar’Khan.
Colocó la flecha en la cuerda y la tensó. El mago no-muerto intentó lanzar un último conjuro, pero el poder de las piedras se lo impidió. Lor’themar disparó. A pesar de que la punta tenía una forma irregular, la flecha voló perfectamente y se clavó en la frente del mago traidor.
Dar’Khan hincó una rodilla en el suelo y, de inmediato, empezó a desintegrarse. Elevó una mano hasta el astil que sobresalía de su cráneo y tuvo tiempo suficiente para proferir un último y lúgubre aullido antes de que su cuerpo destrozado se transformara por completo en un humo que se dispersó por el aire en solo unos segundos. La flecha, sin embargo, siguió ahí, flotando en el aire. Acto seguido, cayó estrepitosamente al suelo y se detuvo justo al lado de la alfombra.
A continuación, varios Caballeros de Sangre corrieron a sanar a su compañera inconsciente mientras Lor’themar lo invadió un pánico repentino. ¿Dónde estaba? ¿Acaso había caído en la batalla?
El regente agarró del hombro a uno de los caballeros más próximos.
—¿Dónde está lady Liadrin?
—Se fue, pues tenía un asunto urgente que atender por orden de Rommath —contestó el joven elfo.
—¿En qué consistía esa orden? —exigió saber Lor’themar.
El caballero se limitó a encogerse de hombros a modo de respuesta.
El regente sintió un tremendo alivio al comprobar que sus peores temores no se habían hecho realidad. Mientras se dirigía hacia la salida, el regente inclinó levemente la cabeza ante Astalor, quien respondió con el mismo gesto.
Al salir al exterior, la ligera y húmeda niebla que procedía del lago Elrendar le refrescó. Respiró hondo ese aire plagado de promesas de nuevas aventuras que aún estaban por llegar. Aunque no estaba totalmente seguro de si por fin había sido testigo del final de Dar Khan, al menos pudo hallar consuelo en el hecho de que ahora su pueblo poseía esas piedras y que la derrota de ese mago traidor sería un factor que contribuiría a impulsar las negociaciones con la Horda.
Como siempre, Lor’themar se sintió muy esperanzado. En ese momento lejos de las murallas y los muros de la corte, se sintió más vivo de lo que se había sentido en mucho tiempo.
Entonces, centró sus pensamientos en Liadrin. ¿Cuál era esa misión que le había encomendado Rommath? Fuera lo que fuese, seguramente palidecería en comparación con la peligrosa amenaza a la que sus caballeros se habían enfrentado ahí.
El paso del tiempo había dejado su inconfundible marca en la guarida trol.
La puerta se había desmoronado y las telarañas cubrían el techo, invadían los recovecos más recónditos y se extendían por todas las paredes. Las máscaras de madera hacia mucho que habían sido robadas o destruidas y lo único que quedaba para recordar que una vez habían estado ahí eran unas pilas de polvo y de vísceras inidentificables, lo mismo sucedía con las lazas y las efigies de dioses animales. Esa estancia apestaba a heces de rata, moho y podredumbre.
Galell se encontraba sentado en medio de esa oscuridad, en la oquedad circular situada sobre la parle central de la que irradiaban esas hendiduras con forma de surco manchadas de sangre muy antigua, a la que se había sumado recientemente la suya; un pequeño precio a pagar por suprimir el estrépito que el Ser de Luz desataba en su mente.
Galell cogió uno de los fragmentos de cristal de maná con una mano temblorosa, lo acercó hasta su brazo izquierdo y, lentamente, se introdujo ese trocito bajo la piel. Sin embargo, las dosis de magia cada vez le afectaban menos y pronto se iba a quedar sin más fragmentos.
Tendría que ir a ver a Orovinn para pedirle que le consiguiera más… pero espera, Orovinn estaba muerto, ¿verdad? Un recuerdo fugazmente por la mente de Galell, algo que había visto con sus propios ojos, una escena repugnante en la que le desgarraba la a Orovinn con sus propias manos. Aunque eso era absurdo, por supuesto. Él nunca…
Sacudido por unas convulsiones repentinas, Galell se desplomó hacia un costado, se hizo un ovillo y tuvo la sensación de que la habitación daba vueltas a su alrededor. Sí, sí, claro que había asesinado a Orovinn, tal y como ese malévolo elfo se merecía. Estaba destinado a morir… como todos.
Orovinn ya no volvería a llamar a su puerta a golpes. Galell sonrió y, al incorporarse, se echó a reír estúpidamente.
—Toc, toc. llamaba a mi puerta…
… pero Orovinn ya no volverá a toc-tocarme la moral.
El exsacerdote echó la cabeza hacia atrás y estalló en carcajadas. Esa frase era una estupidez, por supuesto, pero en ese momento le pareció la cosa más graciosa que había oído jamás. Galell dejó de reírse por un instante y se preguntó por qué le resultaba tan graciosa la muerte de otra persona, pero entonces se dio cuenta de que eso daba igual. Intentó contener la risa, pero fue inútil.
—Toc, toc, llamaba a mi puerta…
—… pero Orovinn ya no volverá a toc-tocarme la moral.
Liadrin pasó por encima del montón de madera podrida que había sido antaño la puerta de esa guarida trol. A pesar de que su raza había abandonado hacía mucho el culto a la diosa luna, sus ojos élficos todavía eran capaces de ver en la penumbra. Al instante, se sintió desolada por lo que contempló; Galell estaba sentado dentro de esa fosa circular y se reía estúpidamente de un modo incontrolable. Su lanza y unos cuantos fragmentos mellados de cristal yacían desperdigados a su alrededor, pero cuando Liadrin se acercó aún más a él, se percató de que tenía muchos más clavados por todo su cuerpo. Esos trozos de cristal sobresalían de sus brazos por varios sitios y la sangre fluía libremente por esas heridas. Sus ojos ardían con tanto fulgor que parecían casi totalmente blancos. Con ese aspecto y esos ojos relucientes, le recordó espantosamente a uno de los desdichados, o aún peor, a uno de esos necrófagos no-muertos que suelen acechar en las sombras.
No había estado muy segura de qué iba a encontrarse cuando llegara, ni siquiera había estado segura de si Galell se encontraría ahí… pero sin duda alguna no estaba preparada para algo así.
—¿Galell?
El exsacerdote se mecía adelante y atrás, murmurando:
—Toc, toc, llamaba a mi puerta…
A Liadrin se le rompió el corazón. Ante sus ojos tenía a Galell, a su antiguo aprendiz, a uno de sus mejores amigos, totalmente desquiciado. Se sintió totalmente impotente. De hecho, se sintió responsable de que su amigo hubiera elegido el camino de la autodestrucción. ¿Acaso había ignorado las señales? ¿Acaso había estado demasiado centrada en la orden y en sus propios asuntos? ¿Acaso habría podido hacer mucho más para evitar que se sumiera en la locura?
Súbitamente. Galell giró la cabeza en dirección hacia Liadrin. Se le desorbitaron los ojos por un instante y su rostro adoptó un gesto horrible.
—No estábamos destinados a sobrevivir
—Galell, tienes que venir conmigo. Puedo ayudarte.
El exsacerdote se estremeció y se rascó el brazo, provocando así que manara sangre fresca de sus heridas. Acto seguido, habló con voz ronca.
—Nuestro destino era morir, para ser castigados por los pecados del pasado. ¡Eso es lo que intenta decirme cuando ME GRITA!
En una mera atroz fracción de segundo, Galell cogió la lanza y abandonó la fosa de un salto, blandiendo su arma con una ferocidad antinatural y asombrosa.
Aunque Liadrin alzó su corcesca y consiguió bloquear varios de sus feroces ataques, Galell logró rozar su armadura en dos ocasiones. La matriarca se tambaleó mientras intentaba contraatacar sin lanzar ningún golpe letal. Se tuvo que agachar para evitar un arco mortífero que trazó esa lanza y, al mismo tiempo, atacó a su amigo, abriéndole una enorme herida en el muslo izquierdo.
Galell lanzó un hechizo de sanación y la Luz brotó de él, pero luminiscencia parecía… muy tenue y cetrina. El exsacerdote se llevó la mano libre a la cabeza y chilló mientras soltaba la lanza y trastabillaba hacia atrás, lo que provocó que cayera al foso.
Por un momento, sus facciones se relajaron y el fulgor de sus ojos se atenuó. En ese instante, Liadrin pudo ver fugazmente al Galell de siempre, pero eso solo era un mero espejismo que mostraba al elfo que había sido.
Liadrin le imploró:
—Esto no tiene por qué acabar así. Es lo último que querría. Siempre fuiste muy fuerte mentalmente. Puedes derrotar a la locura.
Su amigo replicó, y esta vez, su voz sonó como la del antiguo Galell.
—Cuando me habla, es como si un cristal se hiciera añicos. —Las lágrimas recorrieron sus mejillas—. Me siento como si una parte de mí, esa parte a la que quiero aferrarme, se separara del resto de mi ser y fuera a la deriva como un barco perdido entre… —Entonces, se calló, se incorporó hincando una rodilla en el suelo y extendió lo brazos, mientras susurraba unas palabras a alguien o algo que no estaba ahí. Liadrin a duras penas logró entender lo que decía—. Debes hacer todo lo posible por ser fuerte y paciente y, sobre todo, no… —De repente, profirió un grito plagado de angustia y agitó los puños en el aire. Después, golpeó con ellos ese suelo de piedra—. An’dorvel, lo siento. Siento tanto haberte fallado.
—¿Quién es An’dorvel? —preguntó Liadrin mientras se acercaba.
Galell sacudió violentamente la cabeza de lado a lado, cogió la lanza y retrocedió. Liadrin permaneció inmóvil, con un brazo estirado.
Galell aferró la lanza con más fuerza si cabe. Encauzó la Luz hacia su arma, que refulgió de manera ominosa, mientras se agarraba la cabeza con la otra mano.
—A veces, es como si unos niños gritaran. Como si cientos de críos chillaran.
Al exsacerdote se le desorbitaron los ojos, que volvieron a relucir con gran intensidad.
—O todos o ninguno, Liadrin. No estábamos destinados a sobrevivir.
Galell adoptó un gesto espantoso y el semblante de su viejo amigo desapareció para dar paso al rostro de la aberración en que se Había convertido. Al instante, blandiendo su arma de un modo demencial, arremetió contra Liadrin, a la que obligó a retroceder y a la que atacó como una bestia salvaje.
La matriarca bloqueó sus golpes y se defendió como pudo, canalizando la Luz hacia su propia corcesca. El resplandor de ambas armas iluminó la penumbrosa cámara, las cuales centellearon con más intensidad si cabe al chocar. Varios de los ataques de Galell lograron sortear los bloqueos defensivos de su rival, a la que había empujado hacia la pared opuesta. Liadrin logró esquivar por muy poco un lanzazo que la habría decapitado y, en cuanto lanzó su contraataque, se percató de que Galell había abierto la guardia al haber arremetido de esa manera contra ella, de que no seria capaz de reaccionar a tiempo para bloquear o esquivar su golpe, de que ese iba a ser su fin. Lloró cuando la hoja de la corcesca atravesó la cabeza de Galell brillando intensamente. Fue un ataque preciso que le arrancó limpiamente la parte superior del cráneo.
El exsacerdote cayó a plomo, como un peso muerto, mientras el resto de su sangre salpicaba la mampostería.
El fulgor de la lanza de Galell menguó. Liadrin dejó de encauzar la Luz hacia su arma y, una vez más, la oscuridad envolvió esa guarida.
Liadrin se sentó, sin prestar por el momento ninguna atención a sus heridas, de las que manaba sangre. Atrajo a Galell hacía sí y le acarició la armadura, al mismo tiempo que daba rienda suelta a sus lágrimas.
—O todos o ninguno, Galell; o todos o ninguno.
Siguió así hasta que se quedó sin más lágrimas que llorar y el cadáver de Galell se enfrió.
He hecho lo que había que hacer, se repitió a sí misma una y otra vez. Me he limitado a defenderme. No obstante, el aterrador recuerdo de ese día permanecería de manera persistente en su mente, pues sería imposible desterrarlo de su memoria, ya que sería una cicatriz permanente en su alma.
Horas después, mientras contemplaba cómo las llamas engullían a Galell en un claro cercano a las ruinas, Liadrin ordenó a la Luz que le curara esas heridas. Hizo todo lo posible por hacer caso omiso a las notas discordantes que se clavaban en su mente cual dagas punzantes, e intentó no dejarse arrastrar por la inquietud cuando esa cacofonía pareció prolongarse mucho más de lo habitual.
De improviso, una voz reconfortante y serena atravesó ese ruido informe.
—Has hecho lo que tenías que hacer.
Liadrin se volvió y vio a Lor’themar, quien estaba abandonando el cobijo de los árboles. El regente se aproximó, titubeó y, por último, avanzó hasta la ex suma sacerdotisa a la que abrazó con fuerza. En ese instante, el tremendo dolor que había invadido la mente de Liadrin por fin se calmó.
—¿Qué nos ha pasado, Lor’themar? ¿Qué le ha pasado a nuestro grupo de amigos?
Lor’themar respondió con suma gravedad.
—Los tiempos cambian.
—La gente cambia —replicó Liadrin.
Mientras ambos permanecían unidos en ese abrazo, lady Liadrin se preguntó fugazmente si estaba equivocada, si tal vez no estaba honrando la memoria de Vandellor como debía, si tal vez su mentor, así como los sacerdotes y los paladines de este mundo, habían estado siempre en lo cierto…
… si tal vez el destino de la Luz era permanecer inalcanzable para siempre.