El patriarca del idiota
En agosto de 2006 Fidel Castro cumplió ochenta años y muchos idiotas, llenos de ternura, se conmovieron. Fidel se les había hecho un ancianito entre las manos rojas de aplaudir. Más que un tirano, era una costumbre. Ya hay idiotas que son hijos y nietos de idiotas que también corearon aquel pareado profundo y mal concordado de: «Fidel, seguro, a los yanquis dale (sic) duro». Son familias más unidas por los editoriales de Granma que por el ADN. Como en el microcuento de Augusto Monterroso, cuando despertaron, «el dinosaurio todavía estaba allí». Y cuando se acostaron. Y cuando se volvieron a levantar. El dinosaurio ha estado allí siempre, como las pirámides de Egipto, los dibujos de las cuevas de Altamira o los sones de Compay Segundo, otro fenómeno sorprendentemente incombustible.
De ese largo periodo, Castro lleva casi cincuenta en el poder. Nadie ha tenido tanto éxito en la historia de la mano dura. Su cumpleaños fue saludado con poemas y ditirambos, como corresponde al rol de los escritores orgánicos en ese tipo de gobierno. Sin embargo, un par de informaciones, publicadas poco antes de la fiesta, le agriaron la ocasión al viejo dictador: primero, la prestigiosa revista Forbes, tras una compleja investigación, lo catalogó como uno de los gobernantes más ricos del mundo —más, incluso, que la familia real inglesa—, adjudicándole una fortuna de unos novecientos millones de dólares, mientras los periodistas independientes dentro de la Isla divulgaron la lista de las residencias oficiales conocidas del eterno presidente de los cubanos: cincuenta y nueve suntuosas viviendas dispersas por todo el territorio nacional, con sus correspondientes dotaciones de criados y guardias siempre alertas, situadas en las playas más bellas, en las montañas y valles, en la ciénaga, en las ciudades y pueblos importantes de la Isla, más tres cotos particulares de caza, un suntuoso yate de pesca (regalado por el obsecuente Parlamento) y dos modernos y enormes aviones rusos de uso casi privado, para los viajes internacionales, adquiridos por decenas de millones de dólares. En suma: ningún gobernante, incluido el extravagante Kim Il Sung, que depositaba en museos las sillas en las que colocaba sus egregias nalgas, ha disfrutado más los privilegios del poder. Ninguno se ha divertido tanto.
El anciano tirano —a quien le irrita que le recuerden que es el malversador más tenaz de la historia cubana— montó en cólera y retó a sus adversarios a que demostraran que disponía de un solo dólar depositado a su nombre en el exterior, a lo que los expertos en estos tejemanejes respondieron describiendo la densa telaraña de cuentas cifradas y testaferros que custodian celosamente el inmenso tesoro del Comandante. Es obvio que su dinero no aparece a su nombre. Aparece a nombre de otros. Tirios y troyanos, sin embargo, estaban de acuerdo en que Fidel Castro no quería su fortuna para comprar diamantes en Tiffany o palacios en Europa (sus gustos pertenecen a una estética agropecuaria, muy lejana de esas banalidades), sino para satisfacer lo que ha sido su permanente pasatiempo desde que era un alocado matón juvenil a fines de los años cuarenta: «hacer la revolución» y destruir al pérfido capitalismo occidental encabezado, claro, por Estados Unidos. En cualquier caso, el rifirrafe entre Castro y la prensa libre, a las ocho décadas de su nacimiento, dejaba al descubierto que bajo la austera guerrera verde oliva, la dentadura movediza y esquiva, como si tratara de escapar en balsa, y la barba fiera de guerrillero, teñida de un gris plomizo, se escondía un político hedonista que había vivido como un jeque petrolero durante todo el tiempo que ha ejercido el poder en Cuba, pese a la terca pobreza de sus compatriotas: once millones de cubanos que, cuarenta y ocho años después del triunfo revolucionario, continúan con los alimentos, la ropa, el agua y la electricidad minuciosamente racionados.
Poco después de estos episodios, la enfermedad de Fidel Castro obligó al dictador a ceder el mando a su hermano Raúl y designar a Hugo Chávez algo así como su médico de cabecera. El mito de la salud pública cubana se vino abajo de inmediato: La Habana tuvo que mendigar medicinas y asistencia médica a España.
EL TERCER ACTO DE LA OBRA
Como en el teatro clásico, el castrismo es una obra estructurada en tres actos. El primero fue relativamente corto y duró del primero de enero de 1959, fecha en que Batista huyó y comenzó la revolución, a enero de 1964, cuando el flamante presidente norteamericano Lyndon B. Johnson, apenas sesenta días después del asesinato de su predecesor John E Kennedy, firmó una orden con la que puso fin a los intentos por derrocar el gobierno comunista instalado en la Isla, apenas a 140 kilómetros de las costas americanas.
Desde ese momento, asegurado Castro en su poltrona, y hasta 1992, trascurrió el segundo acto, que fue el de la creciente sovietización de Cuba, proceso que se aceleró a partir de 1970, tras el hundimiento económico de la Isla en medio de la inflación y el desabastecimiento, desbarajuste producido por el llamado «modelo guevarista» de los años sesenta. Finalmente, tras la desaparición de la URSS en 1992, y con ella la del enorme subsidio soviético otorgado al improductivo castrismo durante tres décadas, calculado en más de 100 mil millones de dólares por la historiadora rusa Irina Zorina, hasta hoy, sucede el tercero, último, y todavía inconcluso acto de este largo y extravagante episodio histórico que ha sido la instalación de un régimen comunista en las idílicas playas del Caribe.
En efecto. Estamos al final de la puesta en escena de la dictadura más prolongada de la historia de América Latina, aunque nadie sabe exactamente cuándo comenzará el desmantelamiento del régimen. El propio —y agonizante— Comandante le ha llamado a esta etapa el «periodo especial». Pero para Castro es especial no porque sea el último, sino porque durante esta larga fase, que ya dura más de quince años, ha tenido que recurrir a los más pintorescos ardides para conseguir la supervivencia del modelo comunista, incluidas algunas concesiones menores a los odiados enemigos capitalistas, pero todas en el terreno económico, dado que en el político ha mantenido firmes y sin fisuras sus inquebrantables controles estalinistas.
Los noventa, y hasta entrado el siglo XXI, fueron los tiempos en los que, a regañadientes, se toleraron ciertas actividades privadas, el envío de remesas desde el exilio, la libre circulación del dólar, el turismo masivo y las inversiones mixtas, nombre que se les dio a las asociaciones entre empresarios extranjeros inescrupulosos y el gobierno, dedicadas a explotar la mano de obra increíblemente barata y dócil de unos trabajadores cubanos carentes de derechos sindicales y de la posibilidad de protestar por la confiscación de hasta el 95 por ciento de sus salarios por medio de un cambio tramposo: los inversionistas extranjeros le pagaban al gobierno 400 dólares por los servicios de cada obrero, mientras el gobierno, a su vez, remuneraba al trabajador con 400 pesos cubanos. El cambio oficial era, aproximadamente, 25 a uno; el salario real, pues, era de 16 dólares mensuales.
Pero esas mínimas aperturas comenzaron a clausurarse paulatinamente a partir de 1999, cuando Castro sintió que el régimen, tras tocar fondo, había comenzado a recuperarse, aunque los niveles de consumo todavía estuvieran muy por debajo de los que existían en 1989. La cuenta era muy simple: como el gobierno había decretado la pobreza más austera calificándola como virtud revolucionaria, mientras declaraba que el consumismo era un crimen de lesa humanidad, todo lo que supuestamente requerían los cubanos para lograr la felicidad total era un mínimo de comida y ropa para subsistir, y eso se podía lograr con una magra combinación entre las exportaciones de níquel, los ingresos por turismo, las remesas de los exiliados y otras minucias. Lo revolucionario, pues, no era vivir confortablemente, sino sobrevivir a duras penas, consigna que, además, le garantizaba al gobierno la existencia de una ciudadanía apática y sin expectativas, perfecto estado de ánimo para obedecer sin chistar.
EL FACTOR CHÁVEZ
Y en eso apareció Hugo Chávez. A fines de 1998 el teniente coronel fue electo presidente de los venezolanos y no tardó en anudar las mejores relaciones comerciales con Castro. Enseguida comenzó una suerte de colaboración entre los dos países basada en un intercambio de bienes por servicios ideada para beneficiar económicamente a Cuba y políticamente a un gobernante venezolano necesitado de galvanizar a su clientela política dentro de la vieja tradición populista latinoamericana. Castro proporcionaba médicos y personal sanitario para trabajar en las barriadas pobres de las ciudades, y recibía a cambio petróleo, comida y materiales de construcción.
Las relaciones entre Castro y Chávez, sin embargo, eran más profundas de lo que aparentaban en la superficie. El venezolano había llegado a Cuba por invitación expresa de Fidel Castro en diciembre de 1994 —después de ser amnistiado por el presidente Rafael Caldera tras su cruento intento de golpe de Estado de 1992— para pronunciar un discurso en la Universidad de La Habana. En ese momento Chávez era un confuso ex militar, situado bajo la influencia ideológica de Norberto Ceresole, un argentino fascista procedente del peronismo, partidario del gobierno libio, donde un caudillo militar árabe utilizaba al ejército como correa de transmisión de su ilimitada autoridad. Ceresole, muerto en 2003 a los sesenta años, era quien había convencido al teniente coronel golpista de la infusa sabiduría recogida en El libro verde, pomposamente llamada por Chávez «la tercera teoría universal», mezcla de sofismas, socialismo, militarismo e islam.
Pero en abril de 2002 sucedió algo que modificó cualitativamente los vínculos entre Castro y Chávez: el extraño golpe militar que mantuvo al presidente venezolano prisionero durante cuarenta y ocho horas. En ese breve periodo, en el que Castro se movió frenéticamente tras bambalinas para devolverle el poder a su amigo y benefactor, Chávez comprendió que necesitaba algo más que médicos por parte de La Habana para continuar como inquilino en Miraflores: necesitaba toda la ingeniería represiva, el aparato de inteligencia y las técnicas propagandísticas que le permitieran mantenerse en el poder sin temor a que sus enemigos lo desplazaran de la casa de gobierno. Necesitaba, en suma, la técnica para sostenerse en el gobierno que Castro, a su vez, había aprendido de los soviéticos desde los años sesenta y setenta, cuando miles de asesores procedentes de la URSS y otros países del Este habían reformado totalmente la burocracia cubana hasta hacerla absolutamente imbatible por sus enemigos. El leninismo, a fin de cuentas, era eso: un puño implacable firmemente cerrado, un férreo procedimiento de gobierno.
Tras recuperar el poder milagrosamente —sus enemigos, en medio del mayor desconcierto le devolvieron graciosamente la presidencia—, Chávez y Castro, que compartían personalidades mesiánicas y narcisistas, comenzaron a reunirse con frecuencia para reforzar mutuamente sus convicciones más delirantes, iniciando un proceso de simbiosis entre los dos gobiernos, basados en una premisa esencial: la «revolución», tanto la venezolana como la cubana, no podían salvarse en un mundo hostil dominado por Estados Unidos y las ideas «neoliberales». Como Rusia en 1917, que tuvo que enfrentarse al mismo dilema —los peligros del «socialismo en un solo país»—, llegaron a la conclusión de que era necesario crear una red internacional de estados colectivistas y antiimperialistas capaces de hacerle frente a los «agresivos regímenes occidentales» liderados por Washington.
Ese punto de partida llevó a Castro y a Chávez a formular una nueva visión del destino de ambas naciones. El marxismo-leninismo, que había sufrido un durísimo golpe con la traición de los soviéticos y la desaparición del comunismo en casi toda Europa, estaba en fase de franca recuperación. Por supuesto, ya no le correspondería a Rusia o a la decadente Europa la tarea y la gloria de ser los abanderados de la lucha revolucionaria: Cuba y Venezuela, con el puño en alto y entonando una versión salsera de La Internacional, estaban llamadas a reemplazar al Moscú anterior a Gorbachov como faro de la humanidad en la lucha en contra del capitalismo y a favor de los pobres del mundo. Y esa tarea, naturalmente, comenzaba en América Latina, ámbito natural de expansión desde el que el aguerrido eje Habana-Caracas avanzaría hasta el aniquilamiento de sus enemigos.
Pero esta vez la estrategia de lucha sería muy diferente a la imaginada en su tiempo por Marx y luego perfeccionada por Lenin. Ya los humillados y empobrecidos obreros, movidos por la conciencia de clase y la certeza de ser los grandes motores de la historia, no paralizarían la economía con una huelga definitiva que liquidaría al Estado burgués. Tampoco había que reeditar la epopeya de Mao o Castro, donde una guerrilla rural llega al poder por medio de una insurrección que avanza hacia las ciudades. El método que se emplearía para lograr ese mismo objetivo era el practicado por Chávez a fines de 1998: unas elecciones democráticas, que darían paso a una nueva Constitución, tras lo cual el caudillo elevado a presidente iría desmantelando el andamiaje republicano, con su sistema de equilibrios y contrapesos, hasta tener el control de todas las instituciones. Junto a él, escoltando el proceso, un ejército de médicos y personal sanitario cubanos, pagados con petrodólares venezolanos, se dedicarían a prestar servicios gratuitos de salud en los barrios más pobres con el propósito de tratar de demostrar que el «socialismo del siglo XXI» era eso: compasión con los desamparados.
Castro y Chávez, evidentemente, lo tenían todo: primero, la supuesta necesidad de proteger la supervivencia de sus gobiernos dentro de un campo colectivista autoritario; segundo, una visión mesiánica de ellos mismos y de sus países, nuevo reemplazo de la URSS, que los inducía a dedicar sus vidas y esfuerzos a la redención de la humanidad dentro de los esquemas del socialismo; tercero, una metodología, puesta a prueba en Venezuela, para llevar adelante esa causa sagrada. Muy pronto, a fines de 2005, Castro y Chávez obtendrían en Bolivia su primera victoria con la elección de Evo Morales, aunque poco después, en junio de 2006, el triunfo de Alan García en Perú contra Ollanta Humala les aguaría la fiesta. Mientras tanto, la infatigable tribu de los idiotas, hábilmente orquestada por los servicios cubanos y los consabidos Institutos de Amistad con los Pueblos, aplaudía con entusiasmo delirante. Sobre la mesa de póquer se desplegaba todo un trío de ases: Fidel, Hugo y Evo. Eran los tres gloriosos chiflados de la revolución definitiva.
DEBILIDADES Y FORTALEZAS DE ESA ALIANZA
El matrimonio Castro-Chávez, a partir del 2003, tuvo un alto costo económico para los venezolanos: unos 100 mil barriles diarios de petróleo refinado (por los que La Habana nunca pagará, como les sucedió a los rusos), más créditos jugosos que sirven, entre otros objetivos, para el paradójico (aunque indirecto) fin de costear las importaciones norteamericanas de alimentos, calculadas en unos quinientos millones de dólares anuales. Venezuela, pues, no sólo comenzaba a suplantar a la extinta URSS en su viejo papel de madre y cuartel general de la revolución planetaria: también sustituía a la ex metrópoli en la tarea de subsidiar con largueza suicida a un régimen cubano tenazmente improductivo que apenas puede sostenerse sin la solidaridad de los donantes exteriores.
No obstante, esas dádivas tienen otro costo oculto para Chávez. Según todas las encuestas, a los venezolanos, incluidos los chavistas, esas muestras de caridad internacionalista con Cuba les irritaban tremendamente. ¿Por qué los venezolanos tenían que abonar una parte sustancial de los altísimos gastos de un gobierno empeñado en mantener un sistema probadamente ineficiente? Al fin y al cabo, más de la mitad de la sociedad venezolana era clasificada como pobre o miserable, y no tenía demasiado sentido contribuir a aliviar la miseria de los cubanos a cambio de operaciones de cataratas, mientras los naturales del patio vivían en la más palmaria indigencia. Tampoco les satisfacía la preponderante arrogancia de los asesores y diplomáticos cubanos, demasiado presentes en los medios de comunicación venezolanos con actitud de colonizadores políticos.
Curiosamente, desde la perspectiva cubana los acuerdos entre Castro y Chávez tampoco resultaban apreciados. Dentro de la Isla, molestaba tanto la emigración forzada de millares de médicos y dentistas hacia Venezuela, como la inmigración de decenas de miles de pacientes venezolanos y de otras nacionalidades a los que se les daba un tratamiento infinitamente mejor que el que recibían los cubanos de a pie, acostumbrados a ser atendidos en hospitales destartalados y carentes de medicinas o de equipos. Pero la incomodidad no se reducía al pueblo llano: la declaración del vicepresidente del Consejo de Estado cubano Carlos Lage en Caracas, en diciembre de 2005, cuando advirtió que Cuba tenía dos presidentes, Fidel Castro y Hugo Chávez, anunciando veladamente una hipotética federación entre los dos países, había molestado a mucha gente dentro de la cúpula dirigente que pensaba que el militar venezolano era un personaje poco serio y nada fiable que jamás sería aceptado como líder de los cubanos.
Además, la inconsulta renovación de los votos revolucionarios por parte de Fidel y Hugo en el momento de contraer nupcias políticas y jurarse fidelidad ideológica hasta la muerte había caído como un balde de agua fría en el entorno del general Raúl Castro, ministro de las Fuerzas Armadas, hermano menor de Fidel y su heredero a dedo desde la cesión de poderes a mediados de 2006 cuando el cáncer del Máximo Líder se aceleró, pese a ser un anciano cirrótico de setenta y cinco años, jugador de gallos y contador de chistes vulgares. Para Raúl, para su yerno, el teniente coronel Luis Alberto Rodríguez, y para los generales Julio Casas Regueiro y Abelardo Colomé Ibarra, una vez enterrado Fidel Castro, el poder económico y político del país sería colocado bajo la autoridad de unas Fuerzas Armadas que ellos ya controlaban celosamente, y partir de ese momento se ensayarían unas reformas a la China o a la Vietnam, encaminadas a alcanzar mayores niveles de eficiencia y crecimiento económico, cancelando cualquier proyecto delirante de conquista planetaria semejante a los que empobrecieron y ensangrentaron el país en las tres primeras décadas de la revolución. El castro-chavismo, sin embargo, liquidaba esa posible evolución política y los devolvía a la incertidumbre de los años sesenta y setenta, cuando Fidel Castro empleaba a decenas de miles de soldados y todos los recursos del país en la conquista de Angola, Somalia, Etiopía, Nicaragua o Bolivia, empeñado, como estaba, en ser la punta de lanza de la revolución planetaria.
LOS LÍDERES MUEREN, EL PARTIDO ES INMORTAL
¿Quién será el encargado de llevar adelante esos planes revolucionarios tras la muerte de Fidel? El propio Raúl Castro, muy a su pesar, se vio obligado a revelarlo en un discurso pronunciado en junio de 2006 ante la plana mayor del Ejército de Occidente, uno de los tres grandes cuerpos militares con que cuenta el país. En esa oportunidad, protegido, curiosamente, por un ostensible chaleco y gorra antibalas —una extraña medida si se tiene en cuenta que les hablaba a sus camaradas de armas—, Raúl explicó que ningún ser humano puede heredar la autoridad sin límites de Fidel. Esa tarea le tocará al Partido Comunista.
En realidad, si ello llega a suceder, si el PC, en efecto, después del entierro de Castro recibe la misión de gobernar y decidir el destino de los cubanos, será la primera vez que esto suceda, dado que durante casi medio siglo el papel que Fidel le tenía reservado era el de ejecutor de sus múltiples iniciativas personales: una mera correa de transmisión a la que jamás le consultó ninguna de las cuestiones trascendentales que afectaron sustancialmente la vida de los cubanos, desde la colocación de misiles atómicos soviéticos a principios de los sesenta, las prolongadas guerras africanas de los setenta, o los ataques a la perestroika y el distanciamiento de la URSS durante el gobierno de Gorbachov.
Eso explica el mínimo prestigio del Partido Comunista entre los cubanos, la debilidad doctrinal de sus cuadros dirigentes y hasta la propia apatía de quienes militan en la mayor organización de masas del país: todos los cubanos saben que los lideres y miembros del PC no han sido la vanguardia de la revolución, sino un instrumento dócil en las manos de un caudillo carente de escrúpulos. Eso explica por qué durante una década, desde 1997, Castro ni siquiera se ha preocupado de convocar a un Congreso, aun cuando en ese periodo ha expulsado del Comité Central y del Buró Político —el máximo órgano rector— a dos de los dirigentes más conspicuos, el ex canciller Roberto Robaina y a Juan Carlos Robinson, el más joven de los dirigentes y uno de los pocos negros instalados en la cúpula del poder, lo que no impidiera que lo condenaran a doce años de cárcel sin darles una explicación coherente a sus compañeros de partido.
Pero la falta de efectividad o de prestigio no es el único inconveniente que tendrá que afrontar el PC. Durante todo el tiempo que Fidel Castro ha estado al frente del gobierno ha ejercido el mando mediante una incesante sucesión de conflictos nacionales e internacionales artificialmente inducidos. Para el viejo Comandante, gobernar es pelear y polemizar. Lo ha hecho sin tregua contra Estados Unidos, pero también, en diferentes momentos, contra Rusia, China, la OEA, la ONU y numerosos gobiernos latinoamericanos: Vicente Fox, Ernesto Duhalde, el salvadoreño Francisco Flores, la panameña Mireya Moscoso, entre otros. La ha emprendido contra la Unión Europea, contra José María Aznar, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional o la Iglesia católica. Y la dinámica es siempre la misma: Castro airea desde la tribuna un conflicto cualquiera y, a continuación, pone todo el aparato de propaganda a atacar e insultar a sus adversarios. Finalmente, saca a los resignados cubanos a las calles a manifestarse masivamente contra el enemigo de turno agitando unas banderitas y coreando consignas revolucionarias con la certeza, un poco ingenua, de que esos ejercicios sirven para galvanizar la emoción revolucionaria.
¿Incurrirá el PC poscastrista en la misma estrategia mitinera, o, mejor aún, motinera, casi adolescente, de un Máximo cheerleader que nunca superó emocionalmente la etapa del líder estudiantil, que no logró convertirse en estadista responsable y se quedó atrapado en el papel del permanente agitador? ¿Se atreverán Raúl Castro, o los que le sigan, a inventarse periódicamente un «caso Elián» —el niño balserito convertido en objeto de una disputa internacional en torno a su custodia—, para entretener (y fatigar) a las masas con algún escándalo descomunal? Y si no lo hace, ¿cómo transitará el heredero de Castro, sea el Partido u otro caudillo, de la revuelta atmósfera legada por Castro al tipo de burocracia sosegada y plomiza propia de las dictaduras comunistas?
DESPUÉS DEL ENTIERRO DE CASTRO
En todo caso, lo previsible es que Castro, como sucedió con el caudillo español Francisco Franco, se lleve su régimen a la tumba. ¿Por qué? Porque, como se dice dentro de la jerga marxista, están dadas todas las condiciones objetivas y subjetivas para el cambio. En primer término, el conjunto de la sociedad, y especialmente los jóvenes, están cansados de un sistema que no les brinda la menor oportunidad de superación personal. No importa el talento que posean, o los deseos de trabajar que muestren, el modelo de Estado creado por Castro, colectivista e improductivo, no les permite mejorar la calidad material de sus vidas, o crear hogares mínimamente confortables, aunque hayan recibido una buena educación universitaria.
Un sistema que en medio siglo no sólo no ha conseguido solucionar, sino que ha agravado las carencias populares de comida, ropa, vivienda, transporte, agua potable y electricidad, no puede ser percibido con ilusiones por quien comienza a vivir su vida de adulto y desea conquistar una existencia mejor que la que han tenido que soportar sus progenitores. Agréguesele a esta miseria impuesta la imposibilidad de viajar y asomarse al mundo que tienen los jóvenes (que ni acceso a Internet se les permite) y se entenderá por qué el sueño de la mayoría consiste en emigrar. Naturalmente, en el momento en que esos jóvenes puedan contribuir a cambiar el sistema, como sucedió en todos los países comunistas de Europa, serán ellos quienes den el primer paso en esa dirección.
Este juicio pesimista sobre la naturaleza del sistema ni siquiera excluye a los cuadros y las bases del Partido Comunista. Después de medio siglo de experimentar con una variante tropical del estalinismo, la mayor parte de los militantes probablemente estaría dispuesta a propiciar alguna suerte de apertura que comenzará con un debate abierto dentro de la propia organización y, poco a poco, o rápidamente, derivará hacia una apertura política que incluirá a otras opciones de la oposición hasta que, pese a las infinitas dificultades propias de toda transición, se instale en el país una democracia plural y un sistema económico basado en el mercado y en la existencia de la propiedad privada.
Al fin y al cabo, como sucede en las sociedades dominadas por caudillos todopoderosos, con mucha frecuencia la lealtad real de los militantes no es a la ideología ni a las instituciones, sino a la persona colocada en la cúspide de la autoridad. Una vez desaparecida esa persona, con ella se desvanece también la lealtad partidista. Llegado ese momento, una parte sustancial de los comunistas reformistas se habrá integrado en formaciones políticas muy diferentes al PC tradicional, aunque siempre quedará un pequeño porcentaje de nostálgicos del viejo orden político introducido por Castro en la vida política nacional.
Qué hará Estados Unidos en ese momento histórico? Sin duda, lo que mejor cuadre a sus intereses, incluidos los de la apreciable comunidad cubanoamericana, una poderosa minoría que forma parte de establishment y cuenta con varios congresistas, un senador y suficientes votos en la Florida como para inclinar las elecciones en una u otra dirección. Y los intereses norteamericanos son, claramente, de dos tipos íntimamente relacionados: primero, necesitan que no se produzca un éxodo salvaje e incontrolado de la Isla hacia Estados Unidos; segundo, es fundamental que en Cuba se entronice un régimen democrático, económicamente sensato y estable, capaz de mantener el orden e inducir la prosperidad de manera permanente. Sólo eso le garantizaría a Estados Unidos una suerte de sosiego permanente en su frontera caribeña. En el pasado, Washington colaboró con dictaduras supuestamente amigas de Estados Unidos y el resultado fue nefasto: Batista le abrió la puerta a Castro y, en Nicaragua, Somoza dio paso a los sandinistas. Es impensable volver a incurrir en el contraproducente error de our son of a bitch. A largo plazo esa política siempre sale mal.
Por su parte, en contra de la versión difundida por el régimen, los exiliados serán un factor de moderación en medio de ese proceso. No es verdad que existan millares de personas dispuestas a vengarse o a tratar de recuperar sus propiedades violentamente. Una y otra vez, los principales grupos de la oposición externa han declarado su disposición a no reclamar las viviendas confiscadas, agregando, de paso, que esos hechos ocurrieron hace más de cuarenta años, y la generación de propietarios perjudicados prácticamente ha desaparecido. Es verdad que quedan sus hijos y descendientes, pero casi todos están perfectamente integrados a los niveles sociales medios y altos del mundo norteamericano, y seguramente no tendrán demasiado interés en tratar de recuperar unas propiedades totalmente dilapidadas por la incuria del socialismo. Incluso, lo probable es que, en los primeros años de la transición, sean muy pocos los exiliados que regresen a vivir en la Isla de forma permanente, aunque lo deseable sería que se fueran trenzando lazos económicos y sociales cada vez más densos y fuertes entre la comunidad radicada en el exterior y quienes viven en la Isla, porque ese factor aceleraría tremendamente la recuperación de los cubanos afectados por el vendaval comunista.
Sin embargo, lamentablemente, la desaparición física de Fidel Castro y el inicio de la transición no significa que las huellas morales y materiales de la etapa comunista se borrarán súbitamente. Durante tres generaciones los cubanos han tenido que adaptar su comportamiento a las arbitrariedades, presiones y atropellos de una dictadura totalitaria, y, como en todos los pueblos que han abandonado el comunismo, eso ha creado en la sociedad algunos hábitos negativos que costará mucho esfuerzo erradicar. Entre ellos, la mutua desconfianza, recurrir a la mentira, apropiarse de lo ajeno sin sentimiento de culpa y una cínica indiferencia ante las responsabilidades cívicas. A los cubanos les tomará cierto tiempo descubrir que en libertad se vive de otra manera.