Tras desayunar a la mañana siguiente me dispuse a buscar a Myshtigo, pero él me encontró primero. Estaba yo abajo, a la orilla del río, hablando con los hombres que debían hacerse cargo de las felucas.

Dijo él, afablemente:

—Conrad, ¿puedo hablar contigo?

Asintiendo, señalé hacia una honda zanja.

—Caminemos hasta aquel sitio. Aquí ya terminé.

Anduvimos en silencio.

Al cabo de unos minutos, dijo:

—Tú sabes que en mi mundo existen varios sistemas de funcionamiento mental, sistemas que circunstancialmente producen percepciones extrasensoriales…

—Eso he oído.

—La mayoría de los veganos, tarde o temprano, se hallan expuestos a estas percepciones. Algunos tienen una gran aptitud para ello. Muchos, no. Pero casi todos nosotros poseemos un sentido especial para ello, una identificación de sus operaciones…

—¿Y…?

—Yo no soy telepático, pero he comprobado que tú posees esta capacidad, ya que anoche la usaste conmigo. Lo pude sentir. Es algo totalmente desacostumbrado entre los de tu raza, por este motivo no pude preverlo y, por tanto, no tomé ninguna precaución para evitarlo. Además, ejerciste este poder sobre mí en el momento perfecto. El resultado fue que mi mente quedó totalmente abierta para ti. Tengo que saber cuántas cosas llegaste a averiguar.

O sea, que aparentemente había algo extrasensorial relacionado con aquellas oscuras visiones. Habitualmente, todo cuanto contenían era lo que parecían ser las percepciones inmediatas del sujeto, además de un vislumbre de los pensamientos y sentimientos que acompañaban a las palabras que pronunciaba. Y a veces hasta me engañaba a mí mismo.

La pregunta de Myshtigo indicaba que no sabía hasta qué punto llegaba mi penetración, y yo había oído decir que algunos profesionales veganos del fisgoneo en la psique lograban abrirse paso en el inconsciente. O sea, que decidí fanfarronear.

Dije sentenciosamente:

—Concluí que no estás escribiendo un simple libro de viajes.

Él no dijo nada.

—Por desgracia, yo no soy el único que tiene conocimiento de este detalle —proseguí—, lo cual te coloca en una posición algo peligrosa.

—¿Por qué?

—Quizá lo interpreten equivocadamente —aventuré.

Meneó la cabeza meditativo, al preguntarme:

—¿Quiénes son ellos?

—Lo siento. Lo lamento. Nada más.

—Pero yo necesito saberlo.

—De nuevo te repito que lo lamento. Si quieres abandonar tus propósitos, puedo hacer que regreses hoy mismo a Port.

—No, no puedo hacer eso. Debo seguir adelante. ¿Qué puedo hacer?

—Cuéntame un poco más sobre ello, y así quizá esté en condiciones de hacerte algunas sugerencias.

—No, ya sabes demasiado…

Y de pronto, añadió precipitadamente:

—Entonces, éste debe ser el verdadero motivo por el cual Dos Santos está aquí. Es un moderado. La rama activista del Radpol debe haber averiguado algo sobre mis planes, y, como dices, los han interpretado equivocadamente. Él debe saber lo referente al peligro. Tal vez debería ir a hablarle.

—No, yo no creo que debas hacerlo. En realidad, no cambiaría nada. De todos modos, ¿qué le dirías?

Una pausa. Y murmuró:

—Ya veo lo que intentas decirme. También se me ha ocurrido la idea que él no sea tan moderado como pensé… Si éste es el caso, entonces…

—Exacto. ¿Quieres volver a tu punto de origen?

—No puedo.

—Bien, de acuerdo, hombre azul… Entonces vas a tener que confiar en mí. Puedes empezar contándome más cosas acerca de tu investigación…

—¡No! No sé cuánto conoces ni cuánto no sabes. Es evidente que estás intentando sonsacarme más información, y, por consiguiente, no creo que sepas mucho. Lo que estoy haciendo sigue siendo todavía confidencial.

—Yo estoy tratando de protegerte, y, en consecuencia, quiero toda la información posible.

—Entonces, protege mi cuerpo y deja que me preocupe yo por mis motivos y pensamientos. Mi mente estará cerrada para ti en el futuro. No es preciso que pierdas tu tiempo intentando sondearla.

Le tendí una automática.

—Sugiero que lleves esta arma mientras dure el viaje. Para proteger tus motivos.

—Muy bien. Así lo haré.

—Ahora vete a preparar tus cosas. Nos iremos de aquí muy pronto.

Mientras regresaba al campamento por otro camino, analicé mis propios motivos. Un libro, sólo un libro, no podía lograr anular la Tierra, ni el Radpol, ni el Retornismo.

Ni siquiera La llamada de la Tierra, de Phil, lo había logrado, ni mucho menos. Pero este asunto de Myshtigo tenía que ser algo más que un simple libro. ¿Una investigación? ¿Acerca de qué? ¿Un movimiento? ¿En qué dirección…?

No lo sabía, y tenía que saberlo. Porque Myshtigo no podía seguir con vida si pretendía destruirnos, y, sin embargo, no podía yo permitir su destrucción si lo que estaba haciendo podía resultarnos de alguna ayuda. Y pudiera serlo.

Por consiguiente, alguien debía vigilar que no se precipitasen los acontecimientos hasta que pudiéramos estar del todo seguros.

Cuando estuvimos a la sombra de su «skimmer», le dije:

—Diane, tú afirmas que significo algo para ti, como quien soy, como Karaghiosis.

—Lo reafirmo.

—Entonces, escúchame… Creo que puedes estar equivocada sobre el vegano. No estoy seguro, pero si tú estás equivocada, sería un gran error matarle. Por esta razón, no puedo permitirlo. Aplaza cualquier cosa que hayas planeado hasta que lleguemos a Atenas. Y solicita aclaraciones del mensaje a Radpol.

Me miró fijamente, y por fin dijo:

—De acuerdo.

—¿Y qué pasa con Hasán?

—Aguarda.

—Es dueño de su propia elección del momento y lugar, ¿no es así? Aguarda solamente la ocasión más oportuna de golpear.

—Sí.

—Entonces debe ser advertido a fin que suspenda cualquier acción hasta que estemos seguro a qué atenernos.

—Muy bien.

—¿Se lo dirás?

—Le será comunicado.

—Excelente.

Di media vuelta disponiéndome a alejarme.

Dijo ella:

—Y cuando venga el mensaje de respuesta, si dijese lo mismo que antes, ¿qué pasaría entonces?

—Ya veremos.

La dejé junto a su «skimmer» y regresé al mío.

Cuando el mensaje de respuesta llegase, diciendo lo que pensaba yo que diría, sabía que tendría que enfrentarme con más problemas. Y todo porque yo había tomado ya mi decisión.

A lo lejos, hacia el sudeste, las tierras de Madagascar seguían ensordeciendo los registradores con lastimeros lamentos radiactivos. Un tributo a la habilidad de uno de nosotros.

Estaba yo seguro que Hasán podía aún afrontar cualquier barrera sin que pestañearan sus amarillos ojos inundados de sol, acostumbrados a la muerte.

Probablemente resultaría difícil contenerlo.

Allá abajo, muerte, ardor, marcas de franjas fangosas, nuevos litorales…

Vulcanismo en Kos, Samos, Ikaria, Naxos…

Halicarnassos reducido, empequeñecido a grandes mordiscos…

El extremo occidental de Kos nuevamente visible, pero, ¿y qué?

… Muerte, ardor, mareas de franjas fangosas. Nuevos litorales…

Había conducido a mi convoy dando un gran rodeo fuera de su periplo, para poder comprobar lo que había sucedido en aquella zona del mar Egeo.

Myshtigo tomaba notas.

Lorel había dicho:

—Continúa adelante con el viaje. Los daños físicos no han sido demasiado graves, debido a que el Mediterráneo estaba ya lleno de basuras. Las lesiones personales o bien fueron fatales o ya están siendo atendidas adecuadamente.

Pasé en vuelos casi rasantes sobre lo que quedaba de Kos, el extremo occidental de la isla. Era una comarca salvaje, volcánica. Había ahora nuevos cráteres humeantes. Surcos recientes y brillantes de agua marina formaban líneas cruzando aquella porción de tierra.

La antigua capital de Austipalaia estuvo allí en tiempos remotos. Tucídides nos relata que fue destruida por un poderoso terremoto. Debería haber visto éste, para formarse una idea de lo que puede llegar a ser una conmoción terráquea.

Mi norteña ciudad de Kos había contenido habitantes desde trescientos sesenta y seis años antes de Cristo. Ahora todos habían desaparecido, y sólo quedaba lo líquido y lo ardiente. No había supervivientes.

Y el sicómoro de Hipócrates y la mezquita de la Logia y el castillo de los Caballeros de Rodas, y las fuentes, y mi casa, y mi esposa… todo había sido barrido por gigantescas olas o hundido en abismos marinos. Se habían ido lejos, para siempre. Lejos… Cassandra debía ser inmortal en algún sitio, pero estaba muerta para mí.

Más al este, algunos picachos de aquella alta cordillera montañosa que había interceptado la llanura costera del norte seguían todavía asomándose fuera del agua. Allí estaba el elevado picacho de Dhikaios, o Cristo el Justo, que dominó los poblados de las laderas norteñas. Nadie había logrado coronar su cima y ahora no era más que una diminuta isleta.

—Vivías allí —comentó Myshtigo.

Afirmé en silencio.

—Aunque habías nacido en la aldea de Markrynitsa, en las colinas de Tesalia, ¿no es así?

—Así fue.

—Pero, ¿construiste allí tu hogar?

—Por algún tiempo.

—«Hogar» es un concepto universal —dijo el vegano—. Puedo comprender todo su significado.

—Gracias.

Continué mirando hacia abajo, sintiéndome mal, triste, mareado. Luego, ya no sentí nada.

Después de las ausencias, Atenas vuelve a mí con una súbita familiaridad que siempre refresca, frecuentemente se renueva y a veces incita.

Phil me leyó en cierta ocasión algunas líneas de uno de los últimos grandes poetas griegos, George Seferis, que se refería a «mi» Grecia al decir:

«… Una comarca que ya no es nuestro propio país, ni tampoco el vuestro.»

Y apoyando su tesis afirmaba que era una alusión a los veganos. Cuando le expuse que no había veganos en la panorámica griega durante la época en que vivió Seferis, Phil arguyó que la poesía existe con independencia del tiempo y del espacio y que significa lo que necesite en aquel momento el lector. Pero tenía otras razones para no necesitar aquel párrafo como testimonio inapelable.

Grecia es nuestro país y siempre lo será. Los godos, los hunos, los búlgaros, los serbios, los francos, los turcos y últimamente los veganos, no lograron jamás quitarnos nuestro hondo regionalismo. Yo he sobrevivido a los griegos. Atenas y yo hemos cambiado un poco, los dos juntos. Sin embargo, la Grecia de tierra firme, el continente griego, es esencialmente Grecia y no cambia para mí. Intentad arrebatármela, seáis quienes fuereis, y mis dioses bajarán majestuosamente de las colinas como antiguos vengadores del pasado.

Todos vosotros os extinguiréis, pero las colinas de Grecia permanecerán, seguirán idénticas. Seguirá el aroma de carne de cabra asándose con mixtura de sangre y vino, el sabor de almendras endulzadas, un viento frío por la noche, y cielos de un radiante azul como los ojos de un dios durante el día.

Ésa es la razón por la que me siento vivificado cada vez que regreso, porque ahora que soy un hombre con muchos años a mis espaldas, mi pasión por Grecia la extiendo a la Tierra entera. Ésa es la razón por la que he luchado, he matado y bombardeado, y he hecho uso de todos los recursos, legales o no. He tratado de impedir que los veganos comprasen la Tierra, pedazo a pedazo, al gobierno ausente instalado allá en Taler.

Por esta razón me fui creando una posición bajo otro nombre, en la enorme máquina del servicio civil administrativo que rige este planeta, situándome en particular en el departamento de Artes, Monumentos y Archivos. En esta posición puedo luchar para preservar lo que aún queda, mientras aguardo el próximo acontecimiento.

El afán vengativo del Radpol había aterrorizado por igual a los expatriados y a los veganos. No llegaron a comprender que los descendientes de aquellos que habían sobrevivido a los Tres Días no iban a ceder voluntariamente sus mejores áreas de litoral para lugares de vacaciones veganas, ni forzar a sus hijos e hijas a trabajar en aquellos lugares, ni tampoco servir de guías a los veganos a través de las ruinas de sus ciudades, señalándoles los sitios de interés para su entretenimiento. Ésa es la razón por la que la Oficina esté compuesta, en su mayoría, por personal extranjero.

Habíamos enviado una llamada a aquellos descendientes terrícolas de las colonias marcianas y titanianas pidiéndoles el regreso, y no hubo regreso. Allá habían crecido diferentes, en medio de una cultura mucho más avanzada que la nuestra. Habían perdido su identidad original. Nos abandonaron.

No obstante, ellos componían el Gobierno de la Tierra, de jure, legalmente elegido por la mayoría ausente…, y quizá, también de facto, si profundizábamos en la cuestión, y era preciso llegar a este extremo, aunque yo esperaba que los sucesos no exigiesen tal alternativa.

Durante más de medio siglo las cosas estuvieron estancadas, como en un callejón sin salida. Nada de nuevos centros veganos, nada de violencias por parte del Radpol. Ningún Retorno. Pero pronto iban a ocurrir nuevos acontecimientos. Se presentía en el ambiente… Sin duda, Myshtigo estaba inspeccionando, y lo del libro era una simple excusa.

Regresé a mi Atenas en un día sombrío, frío y lluvioso, una Atenas recién sacudida y recompuesta por los últimos cataclismos de la Tierra. En mi cerebro había un interrogante y en mi cuerpo magulladuras, pero de todos modos me sentía vivificado.

El Museo Nacional seguía aún allí, entre Tositsa y Vasileos Iracles. La Acrópolis estaba todavía más ruinosa de lo que la recordaba. La Posada del Jardín Altar, antiguamente el viejo Royal Palace en la esquina nordeste de los Jardines Nacionales, al otro lado de la Plaza Syndagma, ostentaba grietas y resquebrajaduras, pero a pesar de ello, estaba en pie y abierta para la clientela.

Entramos y nos inscribimos.

En mi calidad de comisionado de Artes, Monumentos y Archivos (aunque comprendí que se debía principalmente a que era el único griego del grupo), fui objeto de una consideración especial.

Me concedieron la suite número 19.

No estaba como la había dejado ni mucho menos. Ahora relucía de orden y limpieza.

Una placa de metal en la puerta decía:

«Estas habitaciones fueron el cuartel general de Konstantino Karaghiosis durante la fundación del Radpol y gran parte de la Rebelión Retornista.»

En el interior, otra placa sobre la cabecera de la cama indicaba:

«Konstantino Karaghiosis durmió en esta cama.»

En la larga y estrecha antesala localicé otro rótulo en la pared del fondo. Decía:

«Las manchas de esta pared fueron producidas por una botella de brebaje, arrojada a través de la sala por Konstantino Karaghiosis, durante la celebración del bombardeo de Madagascar.»

Lo crean o no, así era.

Otra placa insistía:

«Konstantino Karaghiosis se sentó en este sillón.»

Sentí algo muy parecido al miedo cuando entré en el cuarto de baño.

Aquella noche salí a pasear por los húmedos pavimentos de piedra tosca de mi casi desierta ciudad. Mis antiguos recuerdos y mis pensamientos actuales eran como dos ríos confluyendo tumultuosamente.

Había dejado a los demás roncando en sus cuartos, y al bajar la amplia escalinata desde la Posada, me detuve a leer una de las inscripciones de la oración fúnebre de Pericles:

«La Tierra entera es la tumba de grandes hombres.»

Estaba en un lateral del monumento al Soldado Desconocido. Contemplé por unos instantes los enormes y carcomidos miembros de aquel arcaico guerrero, tendido con todas sus armas en su lecho funerario, todo mármol y bajorrelieves pétreos, en cierto modo casi cálidos, porque la noche le sienta bien a Atenas. Después, salí fuera, pasando de largo ante Leóforos Amalias.

La cena había sido espléndida: cordero lechal, macedonia de legumbres y frutas, miel de arrope, yogur especial y abundante café. Phil pasó todo el rato discutiendo con George acerca de la evolución.

—¿Acaso no ves una convergencia de vida y mito, aquí, durante los últimos días de este planeta?

—Concretamente, ¿qué pretendes decir? —preguntó George, apurando el resto de sus natillas de naranja y ajustándose los lentes, que le habían resbalado durante la comilona.

—Quiero decir que al surgir la humanidad de las tinieblas trajo consigo leyendas, mitos y evocaciones de criaturas fabulosas. Ahora estamos descendiendo nuevamente al interior de aquellas mismas tinieblas. La Fuerza Vital va siendo cada vez más inestable y débil. Hay un resurgimiento de aquellas formas primarias que durante tanto tiempo solamente han existido como tenues recuerdos raciales…

—Absurdo, Phil. ¿Fuerza Vital? ¿En qué siglo te has instalado? Hablas como si todo lo referente a la vida fuera una simple y consciente entidad.

—Lo es.

—Demuéstralo, por favor.

—En tu museo tienes los esqueletos de tres sátiros y fotografías de otros con vida. Viven en las colinas de este país. También han sido vistos por aquí centauros, y hay flores-vampiro, y caballos con alas. Hay serpientes de mar en cada mar. Murciélagos araña surcan nuestros cielos. Hasta poseemos declaraciones juradas de personas que han visto la Bestia Negra de Tesalia, devoradora de hombres, huesos incluidos, lo cual es bastante mítico; toda clase de leyendas están brotando de nuevo a la vida.

George suspiró.

—Cuanto llevas dicho hasta ahora, sólo demuestra que en la grandiosidad de un infinito todo es posible. Cualquier forma de vida puede aparecer si se dan los factores apropiados de precipitación y un ambiente de continuidad congénita. Las cosas que has mencionado como nativas de la Tierra son mutaciones, criaturas originándose cerca de diversos Sitios Ardientes esparcidos por el mundo, donde han encontrado los factores y el ambiente precisos. Un sitio como éstos se halla en lo alto de las colinas de Tesalia. Si la Bestia Negra irrumpiese en este momento a través de aquella puerta, con un sátiro montado en su espalda, ello no alteraría mi opinión ni demostraría la tuya.

En aquel momento miré hacia la puerta, no con la esperanza de ver a la Bestia Negra, sino a algún inofensivo viejo que pudiera entrar con andar renqueante, o algún camarero llevándole a Diane una bebida no encargada por ella, con un mensaje doblado en el interior de una servilleta.

Pero no sucedió ninguna de las tres cosas.

Al pasar de largo ante Leóforos Amalias, por la Puerta de Adriano, y más allá del Olímpeo, todavía no sabía yo cuál iba a ser el mensaje. Diane había establecido contacto con el Radpol, pero todavía no había llegado respuesta alguna. Dentro de unas treinta y seis horas estaríamos surcando el cielo desde Atenas a Lamia. Después atravesaríamos a pie áreas de extraños y nuevos árboles con largas hojas pálidas y rojas venas, parras trepadoras, y otros ejemplares de flora que forman tupidas enramadas en lo alto, con una enormidad de retoños germinando entre sus raíces semidescubiertas. Luego seguiríamos adelante a través de planicies bañadas por el sol, por entre lugares elevados y rocosos, y descenderíamos por hondos barrancos, pasando delante de ruinosos monasterios.

Era una excursión bastante demencial, pero, como siempre, Myshtigo lo había querido. Sólo porque yo había nacido allí, él pensaba que estaría a salvo. Intenté contarle lo referente a los animales salvajes, a los caníbales kouretes, una tribu que vagabundeaba por allá. Pero él quería ser como Pausanio y verlo todo a pie, a nivel del suelo. Entonces decidí que muy bien, de acuerdo, si el Radpol no acababa con él, la fauna lo lograría.

Pero, para poner a salvo mi responsabilidad, fui a la Oficina de Correos del Gobierno Terrícola más cercana, obtuve un permiso de duelo y pagué mis impuestos de muerte. Decidí que, dado el caso, valía más estar en regla en estos aspectos, sobre todo siendo yo el comisionado responsable.

Si Hasán tenía que ser eliminado, lo mataría legalmente.

La calle estaba desierta, casi a oscuras del todo. Di la vuelta para penetrar por el Aerópago de Leóforos Dioniso y seguí avanzando hasta alcanzar la empalizada que corre a lo largo de la ladera sur de la Acrópolis.

Oí unas pisadas, bastante detrás de mí, en la esquina. Permanecí atento cosa de medio minuto, pero solamente había silencio y una noche muy negra. Encogiéndome de hombros, atravesé la gran entrada y me dirigí al templete de Dioniso Eleuterio. Del templete no queda nada, salvo los cimientos. Seguí adelante, encaminándome hacia el Teatro.

Pasé al proscenio. La labor de escultura en relieve empezaba en los peldaños narrando anécdotas de la vida de Dioniso. Todo guía de turistas y cada miembro de una gira debe, de acuerdo con una norma promulgada por mí (Número 237-1, por si les interesa), «… llevar no menos de tres luminarias de magnesio consigo, mientras efectúe un recorrido». Quité la horquilla de una de ellas y la dejé caer al suelo. El resplandor no sería visible desde más abajo debido al ángulo de la ladera de la colina y a la mampostería, que formaba una especie de parapeto.

No miré hacia la brillante llamarada, sino arriba, a las figuras pintadas de plata. Allí estaba Hermes, presentando el dios infante a Zeus, mientras las corifantas trenzaban las fantasías pírricas a cada lado del trono. Aparecía Ícaro, a quien Dioniso había enseñado a cultivar la vid, disponiéndose a sacrificar un macho cabrío, mientras su hija ofrecía pasteles a los dioses (éstos permanecían a un lado con un sátiro, elogiando los dones físicos de la hija). Se hallaba también Sileno, intentando sostener en alto el cielo, al igual que Atlas, sólo que no lo hacía con tanta maestría. Y estaban allí todos los otros dioses de las ciudades, rindiendo visita a este Teatro, y localicé a Hestia, Teseo, y Ceres con un cuerno de la abundancia…

—Has de quemar una ofrenda a los dioses —dijo una voz cercana.

No me volví. Procedía directamente de detrás de mi hombro derecho; no necesitaba verle, porque conocía aquella voz.

—Quizá lo haga —repliqué.

—Ha transcurrido largo tiempo desde que pisaste esta tierra, esta Grecia.

—Es verdad.

—Esto es debido sin duda a que nunca existió una inmortal Penélope, paciente como las montañas, confiada en el retorno de su guerrero errante.

—¿Eres tú, en estos días, el narrador pueblerino de cuentos y leyendas?

La voz rió.

—Me cuido de las ovejas de muchas patas en los llanos elevados, donde los dedos de Aurora son los primeros en pintar el cielo con rosas.

—Sí, en efecto, eres el narrador de historias. ¿Por qué no estás ahora en los llanos altos, corrompiendo a la juventud con tus canciones?

—Por culpa de los sueños.

—¿Sueños?

—Sí.

Me volví y contemplé el vetusto rostro. Sus arrugas, a la luz de la llama agonizante, tan negras como redes de pescador perdidas en el seno del mar. La barba tan blanca como la nieve que, en copos voladores, baja desde las montañas. Los ojos parecidos al azul del turbante anudado en torno a sus sienes. Ya no se respaldaba en ninguna guardia personal, del mismo modo que ya ningún guerrero se apoya en su espada. Yo sabía que sobrepasaba el centenar de años.

—Soñé que aquí, ante mí, yacía Atenas —me contó—. Este lugar, este Teatro, tú…, y allá sentadas las ancianas. La que va midiendo la hebra de la vida estaba enfurruñada porque había prendido la hebra de tu vida en el horizonte y ningún extremo del hilo estaba a la vista. Pero la que teje la hebra la había dividido en dos hilachas muy delgadas. Uno de los ramales corría hasta surcar los mares y volvía a perderse nuevamente de vista. El otro ascendía muy arriba en las colinas. En la primera colina se hallaba el Hombre Muerto, que sostenía tu hilo en sus pálidas manos, extraordinariamente blancas. Más allá de él, en la siguiente colina, el hilo yacía a través de una roca ardiente. Tras esta roca se hallaba la Bestia Negra sacudiendo tu hilo con sus colmillos. Y a lo largo del hilo andaba majestuosamente un gran guerrero extranjero, sus ojos eran amarillos, blandía desnuda la hoja de acero en sus manos y varias veces alzó la hoja en gesto de amenaza.

Suspiró el narrador.

—Por eso bajé a Atenas, para encontrarme contigo aquí. Para decirte que regreses de nuevo por donde viniste, a través de los mares. Para avisarte que no vayas arriba a las colinas, donde te espera la muerte. Porque supe que aquellos sueños no eran míos, sino que aparecieron destinados a ti, oh, padre mío, y que yo debía encontrarte aquí y avisarte. Vete lejos ahora, cuando aún estás a tiempo de hacerlo. Vete, por favor.

Le cogí del hombro.

—Jasón, hijo mío, yo no retrocedo nunca. Acepto la plena responsabilidad de mis propios actos, sean justos o equivocados, incluyendo mi propia muerte, si es necesario. Debo ir a las colinas esta vez, ahora, allá arriba, cerca del Sitio Quemante. Te doy las gracias por tu advertencia. Nuestra familia ha tenido siempre esta predisposición a los sueños, y con frecuencia inducen a error. Yo también tengo sueños… Sueños en los cuales veo a través de los ojos de otras personas, algunas veces claramente, otras no tan claro. Te agradezco tu aviso y lamento no poder seguir tu consejo.

—Entonces, regresaré a mi rebaño.

—Ven conmigo a la Posada. Mañana te llevaré en vuelo hasta Lamia.

—No. Ni duermo en grandes edificios, ni vuelo.

—Entonces, ya va siendo hora que empieces, pero no me queda más remedio que aceptar tus propias decisiones. Podemos acampar aquí esta noche. Soy el comisionado de este monumento.

—Ya oí decir que volvías a ser alguien importante en el Gran Gobierno. ¿Habrá más matanzas?

—Espero que no.

Hallamos un sitio protegido y liso. Nos recostamos sobre su capa.

—¿Cómo interpretas los sueños? —le pregunté.

—Tus regalos nos llegan puntualmente en las fechas señaladas, cada año, pero, ¿cuándo fue la última vez que nos visitaste en persona?

—Hará, aproximadamente, unos diecinueve años.

—Entonces, ¿no sabes nada referente al Hombre Muerto?

—No.

—Es más grande que la mayoría de los hombres, más alto, más fornido, con la carne color vientre de pez, y dientes de animal. Se empezó a hablar de él hace aproximadamente unos quince años. Aparece únicamente por la noche. Bebe sangre. Ríe con la aguda risita de un niño, mientras recorre los campos en busca de sangre, sangre de personas, de animales, simplemente sangre. Entrada la noche, sonríe a través de las ventanas de las alcobas. Incendia los templos. Cuaja las leches. Produce abortos por el terror. Se dice que de día duerme en un ataúd, custodiado por miembros de la tribu kourete.

Comenté:

—Cosas extrañas surgen de los Sitios Ardientes. Ya lo sabemos.

—«… Donde Prometeo desparramó en exceso el fuego de la creación.»

—No. Donde algún bastardo hizo estallar una bomba de cobalto y los muchachos y chicas de ojos relucientes y codiciosos vitorearon el estallido con entusiasmo… ¿Y qué hay acerca de la Bestia Negra?

—Tiene el tamaño de un elefante y es muy rápida. Dicen que es caníbal. Aterroriza las planicies. Tal vez algún día se encuentre con el Hombre Muerto y se destruyan mutuamente.

—Por lo general, no suele suceder así, pero no deja de ser una idea agradable. ¿Eso es todo cuanto sabes de la Bestia Negra?

—Sí. No sé de nadie que haya podido verla más que fugazmente.

—Bien, yo procuraré verla todavía menos.

—Y ahora debo hablarte de «Bortan».

—¿«Bortan»? Este nombre me resulta familiar.

—Tu perro. Yo acostumbraba a cabalgarlo cuando era niño y golpeaba con mis piernas sus grandes flancos acorazados. Él gruñía y protestaba y me agarraba el pie, cariñosamente.

—Mi «Bortan» ha estado muerto por tanto tiempo, que ni siquiera podría roer sus propios huesos, si es que acaso excavase para sacarlos al aire en una fantástica reencarnación.

—También yo pensaba así. Pero dos días después que te fuiste tras tu última visita, «Bortan» irrumpió ruidosamente en la choza. Aparentemente, había seguido tu rastro a través de media Grecia.

—¿Estás seguro que era «Bortan»?

—¿Acaso hubo otro perro del tamaño de un caballo pequeño, con placas óseas en sus costados, y mandíbulas como cepos para oso?

—No, no lo creo. Ésa es probablemente la razón por la que la especie se haya extinguido. Los perros necesitan estar acorazados para alternar con sus congéneres actuales. Deberían desarrollarse muchísimo más, ser más veloces, y terriblemente agresivos. Si «Bortan» está todavía vivo, es posiblemente el último perro sobre la Tierra. Él y yo fuimos cachorros al mismo tiempo, ¿sabes?, y de ello hace ya tanto tiempo, que duele pensarlo. Aquel día, cuando desapareció mientras estábamos cazando, pensé que había sufrido un accidente. Lo busqué con ahínco hasta llegar a la conclusión que había muerto. Por entonces, ya era increíblemente viejo.

—Quizá estaba herido y anduvo errante durante años. Pero cuando le vimos por última vez, iba siguiendo tu rastro y no queda duda que era «Bortan». Cuando comprobó que te habías ido, se puso a aullar lastimeramente y reemprendió de nuevo tu búsqueda. Desde entonces, no lo hemos vuelto a ver. Sin embargo, algunas veces, entrada la noche, oigo sus ladridos de caza por las colinas…

—Ese maldito perro testarudo y necio debería saber que no vale la pena preocuparse tanto por nada.

—Los perros eran seres raros.

—Sí, ciertamente, lo eran.

Y entonces, el viento de la noche, enfriado a través de los arcos de los años, acudió buscándome como un sabueso. Lamió mis ojos. Cansados, se cerraron.

Grecia está podrida de leyendas, preñada de amenazas. Muchas áreas de tierra firme cercanas a los Sitios Ardientes son históricamente peligrosas. Se debe esto a que, si bien en teoría la Oficina gobierna la Tierra, en realidad solamente se ocupa de las islas. El personal burocrático de gran parte de tierra firme viene a ser algo así como los Inspectores de Impuestos del siglo veinte en determinadas áreas de las colinas. En cualquier temporada, son caza fácil.

Las islas sufrieron menos daños que el resto del mundo durante los Tres Días, y en consecuencia fueron las lógicas avanzadillas para las oficinas de distrito mundiales cuando los taleritas decidieron que no nos vendría mal un poco de administración. Los continentales siempre estuvieron opuestos a esta clase de idea. Además, en las regiones en torno a los Sitios Ardientes, los nativos no siempre son completamente humanos. Todo esto forma un conglomerado de histórica antipatía con pautas de comportamiento anormal. Esta es la razón por la cual Grecia es tan difícil de regentar.

Pudimos haber navegado costa arriba hasta Bolos. Pudimos haber volado hasta Bolos. Pero Myshtigo quería darse una caminata desde Lamia, para pasear y disfrutar el vigorizante efecto de un escenario extraño, rebosante de leyenda. Este es el motivo por el que dejamos los «skimmers» en Lamia. Y es la razón por la cual caminamos hacia Bolos.

Y ésta fue la causa por la que topáramos con la leyenda.

Me despedí de Jasón en Atenas. Se disponía a remontar la costa en un barco de vela. Muy sensato.

Phil había insistido en soportar la caminata, en lugar de volar. Prefirió tomarnos delantera y reunirse con nosotros más arriba del trayecto. Fue también una decisión bastante acertada, quizá, y en cierto modo, según se mire…

La ruta hacia Bolos se extravía por entre la espesura. Pasa por entre altos peñascales, alguna que otra aglomeración de cabañas y campos de amapolas. Cruza pequeños arroyos, penetra por laderas de colinas, a veces surca por encima de montes. Se ensancha y se estrecha sin causa visible.

Era todavía temprano aquella mañana. El cielo tenía algo de espejo azul, ya que la luz solar parecía descender desde todas partes. En los sitios sombreados, una ligera humedad seguía destilando del césped y de las hojas inferiores de los árboles.

Fue en un interesante claro a lo largo del camino a Bolos donde encontré a un medio tocayo.

Aquel lugar había sido tiempo atrás una especie de sagrario sepulcral, allá por los verdaderos Viejos Tiempos. Acudía allí con bastante frecuencia en mi juventud porque me gustaba cierta cualidad en su ambiente, algo especial que supongo es eso llamado «paz». Algunas veces encontré allí la medio-gente o los no existentes, o soñé excelentes sueños, o bien encontré cacharros de antigua alfarería, o cabezas de estatuas, y otras cosas por el estilo, las cuales podía vender en Lamia o en Atenas.

Ningún sendero conduce a este lugar. Es preciso saber dónde se halla. No les habría conducido hasta allí, a no ser por que Phil venía con nosotros y yo sabía que le encanta cualquier cosa que huela a recinto sagrado, a significado oculto, a cortinas que se deslizan para desvelar oscuros sucesos del pasado, etcétera.

Hay una corta y pronunciada senda que baja hacia un claro con forma ovoide, de unos cincuenta metros de largo y unos veinte de ancho. Uno de los extremos se une a una planicie producida por la erosión de la roca. Una honda caverna, habitualmente vacía, se abre al final. Algunas piedras medio hundidas, casi cuadradas, se esparcen de un modo aparentemente casual. Parras silvestres crecen en torno al perímetro del lugar y en el centro se eleva un enorme y antiguo árbol, cuyas ramas forman un enrejado sobre toda el área, manteniéndola sombreada el día entero. Por esta causa, es difícil ver con claridad una vez dentro del calvero.

Pero pudimos ver a un sátiro en el centro, mondándose la nariz.

Vi la mano de George bajando hacia su pistola. Le cogí del hombro, capté su mirada y sacudí la cabeza en negativa. Encogiéndose de hombros, asintió, apartando la mano de la culata.

Extraje de mi cinto el caramillo de pastor que le pedí a Jasón. Hice señales a los demás para que se agazapasen, permaneciendo donde estaban. Avancé unos pasos más y alcé la flauta de Pan hacia mis labios.

Mis primeras notas fueron un tanteo melódico. Había transcurrido demasiado tiempo desde que toqué el caramillo por última vez.

Las orejas del sátiro se aguzaron hacia adelante y miró por todo su alrededor. Hizo rápidos amagos en tres distintas direcciones. Como una ardilla sobresaltada que no supiese a qué árbol brincar.

Después permaneció quieto, estremeciéndose, al oír una vieja tonadilla que yo lanzaba al aire.

Proseguí interpretando, recordando…, recordando las zampoñas, las melodías, y las cosas amargas, dulces y embriagadoras que realmente siempre he conocido. Todo ello volvió a mí mientras estaba tocando para el pequeño sujeto de patas semejantes a bombachos peludos: la digitación y el control del viento soplado, los arpegios suaves, las escalas agudas, las espinas de sonido, las cosas que solamente el caramillo puede expresar con exactitud. No puedo tocarla en las ciudades, pero súbitamente volvía a ser yo, y vi rostros por entre las hojas y oí el rumor de pezuñas. Avancé algo más.

Como en un sueño, me vi de pie, mi espalda contra el árbol y todos a mi alrededor. Se bamboleaban oscilando de pezuña en pezuña, no permaneciendo nunca quietos. Toqué para ellos como lo había hecho tan frecuentemente años antes, sin saber si eran los mismos que me oyeron entonces, y, en verdad, sin importarme tampoco que fuera así o no.

Hacían cabriolas en mi alrededor. Reían mostrando blanquísimas dentaduras y sus ojos bailaban. Trenzaban círculos, embistiendo el aire con sus cuernos, perneando en alto con sus patas cabrías, arqueándose muy hacia adelante, botando en el aire, pateando la tierra.

Cesé de tocar bajando el caramillo.

No era una inteligencia humana la que me examinaba desde aquellos salvajes y oscuros ojos, al petrificarse todos como estatuas, simplemente inmovilizados, contemplándome.

Levanté el caramillo una vez más, lentamente. Esta vez toqué la última canción que alguna vez compuse. La recordaba perfectamente. Era algo así como una endecha, como un canto fúnebre. La interpreté una noche cuando decidí que Karaghiosis debía morir.

Había presentido ya la falacia del Retorno. Ellos no regresarían, nunca volverían. La Tierra moriría. Yo había bajado por los Jardines y toqué aquella última melodía que aprendí del viento y quizá también de las estrellas. Cuando la terminé, no volví a tocarla. Al día siguiente, el gran barco resplandeciente de Karaghiosis se desmenuzó en la bahía de Pireo.

Los sátiros se sentaron pausadamente en el césped. De vez en cuando, uno se frotaba los ojos con gesto lastimero. Todos estaban a mi alrededor, escuchando atentamente.

Ignoro cuánto tiempo estuve tocando. Cuando terminé, bajé el caramillo y me senté. Pasaron unos instantes y uno de ellos alargó el brazo, tocó el caramillo y retiró la mano rápidamente. Alzando la vista, me miró.

—Marchaos —dije, pero no parecían comprenderme.

Por consiguiente, alcé la flauta de Pan y toqué de nuevo los últimos compases.

«La Tierra está muriéndose, agonizando. Pronto estará muerta… Volved a vuestros hogares, la reunión ha terminado. Es tarde, es tarde, tan tarde…»

El mayor de ellos sacudió su cabeza.

«Marchaos, marchaos ahora. Estimad el silencio. ¿Qué esperan los dioses ganar? Nada. Todo fue un juego. Marchaos, marchaos ahora. Es tarde, es tarde, tan tarde…»

Pero ellos todavía permanecían sentados allí. Me puse en pie, entrechoqué mis palmas y grité:

—¡Idos!

Me alejé rápidamente.

Reuniéndome con mis compañeros, les precedí, dirigiéndome hacia la carretera.

Hay aproximadamente unos sesenta y cinco kilómetros desde Lamia a Bolos, incluyendo el rodeo en torno al Sitio Ardiente. Cubrimos quizá una quinta parte de aquella distancia el primer día. Aquella noche, instalamos nuestro campamento en un claro a un lado de la carretera, y Diane vino junto a mí.

Dijo escuetamente:

—¿Y bien?

—¿Y bien, qué?

—Acabo de comunicar con Atenas. Nada. El Radpol sigue en silencio. Quiero saber ahora tu decisión.

—Estás tú muy decidida. ¿Por qué no podemos esperar un poco más?

—Ya hemos esperado demasiado. Supongamos que decida terminar este viaje antes del tiempo convenido… Este paraje campestre es perfecto. Aquí pueden sobrevenir tan fácilmente los accidentes… Además, tú ya sabes lo que el Radpol diría. Lo mismo que antes, y significaría lo mismo que antes: matar.

—Mi respuesta es también la misma que antes: no.

Pestañeó rápidamente, bajando la cabeza.

—Vuelve a pensarlo, por favor.

—No.

—Pero, ¿hablas completamente en serio acerca de proteger a Myshtigo?

—Sí.

—Entonces puedes hacer algo fácil —especificó ella—. Olvídalo. Todo el asunto. Lávate las manos en este caso. Acepta la oferta de Lorel y consíguenos un nuevo guía. Puedes emprender el vuelo lejos de aquí por la mañana.

—No.

—¿Persistes entonces en proteger a Myshtigo?

—Sí.

—No quiero que resultes herido o algo peor.

—Tampoco a mí me agrada particularmente esa posibilidad. O sea, que puedes ahorrarnos a ambos un montón de molestias con abandonar el proyecto.

—No puedo hacerlo.

—Dos Santos hará lo que tú le digas.

—El problema no es de orden administrativo. ¡Maldita sea! ¡Ojalá nunca te hubiera conocido!

—Lo siento.

—La Tierra está en juego y tú te colocas del lado equivocado.

—Creo que eres tú la equivocada.

—¿Qué piensas hacer?

—Como no puedo convencerte, impediré simplemente que logres tu propósito.

—No puedes anular al secretario del Radpol y a su consorte sin motivo evidente. Políticamente, somos quisquillosos.

—Lo sé.

—Por lo tanto, no podrías perjudicar a Don, y no creo que pretendas hacerme daño a mí.

—Tienes razón.

—Entonces, solamente queda Hasán.

—De nuevo tienes razón.

—Y Hasán es… Hasán. ¿Qué harás?

—¿Por qué no le entregas ahora mismo su licencia para que se vaya y me ahorras alguna molestia?

—No lo haré.

—Ni pensé que lo harías.

Diane alzó el semblante. Sus ojos estaban húmedos, pero su rostro y su voz seguían sin variación.

—Si acaso resultase que tú tenías razón y nosotros estábamos equivocados —afirmó ella—, lo siento ya desde ahora.

—Yo también. Mucho, mucho más de lo que te puedas imaginar.

Aquella noche dormité dentro de la posible trayectoria a tiro de cuchillo de Myshtigo, pero no ocurrió nada ni hubo ningún intento. La mañana siguiente transcurrió sin acontecimientos, lo mismo que la mayor parte de la tarde.

En un momento que nos detuvimos para tomar fotografías de una ladera, dije:

—Myshtigo, ¿por qué no vuelves a tu hogar? ¿O bien regresas a Taler? ¿O te vas a cualquier sitio? ¿O escribes cualquier otra clase de libro? Cuanto más nos alejemos de la civilización, tanto menor será mí poder para protegerte.

—Me diste una automática, ¿no recuerdas?

Amagó el gesto de disparar con su diestra.

Hubiese dado cualquier cosa para que no fuese tan introvertido, tan ausente, tan despreocupado sobre su propio bienestar. Empezaba a odiarle. No podía comprenderle. No había manera que hablase como no fuera para solicitar alguna información o contestando brevemente a una pregunta. Y siempre que contestaba lo hacía de modo altivo, insultante, hermético. Era un vanidoso, consentido, insoportable y además azul. Realmente me hacía dudar de la tradicional filosofía, filantropía y sentido periodístico superior atribuido a los «shtigo-gens». Definitivamente no me era nada simpático.

Pero aquella noche le hablé a Hasán, después de haberle tenido constantemente vigilado con un ojo (el azul) durante todo el día.

Estaba él sentado junto al fuego, con el aspecto de un bosquejo de Delacroix. Ellen y Dos Santos descansaban cerca, bebiendo café. Desempolvé mi árabe y me acerqué a Hasán.

—La paz sea contigo.

—Y contigo.

—No intentaste matarle hoy.

—No.

—¿Tal vez mañana?

Se encogió de hombros.

—Hasán…, mírame.

Lo hizo.

—Fuiste contratado para matar al azul.

Volvió a encoger los hombros.

—No es preciso que lo niegues, ni lo admitas. Lo sé. No puedo permitirte que lo hagas. Devuelve el dinero que Dos Santos te haya pagado y sigue tu camino. Puedo proporcionarte un «skimmer» por la mañana. Te llevará a cualquier parte del mundo, donde desees ir…

—Pero es que yo soy feliz aquí, Karaghiosis.

—Dejarás de ser feliz muy pronto si le ocurre cualquier cosa al azul.

—Soy un escolta, Karaghiosis.

—No, Hasán. Tú eres un hijo de camello dispéptico.

—¿Qué es dispéptico, Karaghiosis?

—No conozco la palabra equivalente en árabe, y tú no comprenderías la griega. Espera, que ya encontraré otro insulto mejor… Eres un cobarde y un comedor de carroña y un acechador de callejones, porque eres mitad chacal y mitad simio.

—Puede que tengas razón, Karaghiosis, mi padre decía que yo había nacido para ser desollado vivo y descuartizado en gran cantidad.

—Hasán, resulta dificultoso insultarte adecuadamente, pero quiero advertirte que el azul no debe sufrir daño alguno.

—No soy sino un humilde escolta.

—No me hagas reír. Posees la astucia y el veneno de una serpiente. Eres astuto y traicionero. También eres maligno.

—No, Karaghiosis. Te doy las gracias, pero no es verdad. Tengo siempre el orgullo de cumplir mis compromisos. Eso es todo. Esta es la ley por la que vivo. Tampoco puedes insultarme de modo que yo te rete a duelo, permitiéndote elegir a manos desnudas, a daga o a sable. No. Yo no me ofendo.

—Entonces, anda con tiento. Tu primer movimiento agresivo hacia el vegano será el último que harás.

—Si así está escrito, Karaghiosis…

—Y llámame Conrad.

Me aparté, alejándome inundado de malos pensamientos.

Al día siguiente recorrimos más de una docena de kilómetros, lo cual era ir bastante aprisa. Y fue aquella misma noche cuando sucedió.

Nos recostamos en torno a un fuego. Era un fuego precioso, que ondeaba su brillante ala contra la noche, que nos calentaba, y olía a madera, impulsando un arabesco de humo en el aire. Precioso.

Hasán estaba sentado, limpiando su escopeta de cañón de aluminio. Tenía la cámara y la culata de plástico y era realmente ligera y manejable.

Mientras la estaba pulimentando, el cañón se puso horizontal, se movió lentamente en arco y apuntó directamente a Myshtigo.

Lo hizo de un modo completamente casual, limpiamente, y debo reconocerlo así. Aquella maniobra duró cerca de media hora, y había adelantado el cañón con movimientos casi imperceptibles.

De todos modos, gruñí cuando aquella posición de tiro se grabó en mi cerebelo, y en tres zancadas estuve a su lado.

Le arrebaté el arma de sus manos.

Fue a golpear contra algunas piedras pequeñas, a unos dos metros de distancia. La mano me quedó hormigueando del bofetón que asesté a la escopeta.

Hasán estaba ya en pie, sus dientes moviéndose a uno y otro lado dentro de su barba, chasqueando juntos, como pedernal y acero. Casi podía ver las chispas.

—¡Dilo! —le incité—. Vamos, ¡di algo! ¡Cualquier cosa! ¡Sabes condenadamente bien lo que estabas haciendo!

Sus manos se engarfiaron.

—¡Vamos, golpéame! —le azucé—. Bastará con que me toques. Entonces lo que te haga, será legítima defensa. Ni el propio George será capaz de recomponerte.

—Yo estaba simplemente limpiando mi escopeta. La has estropeado.

—Tú no eres de los que encañonan armas por accidente. Te disponías a matar a Myshtigo.

—Estás equivocado.

—Vamos, golpéame. ¿O acaso eres un cobarde?

—No tengo ningún motivo de disputa contigo.

—Eres un cobarde.

—No, no lo soy.

Tras unos pocos segundos de silencio, sonrió.

—¿Temes desafiarme? —preguntó.

Y allí empezó la cosa. Era la única manera.

El primer movimiento tenía que hacerlo yo. Hubiese preferido que no fuese así. Había esperado que pudiese encolerizarle o avergonzarle o provocarle para que me golpease o me retase.

Supe entonces que no podría.

Lo cual era mala cosa, muy mala.

Estaba yo bien seguro que podía vencerle con cualquier arma que se me ocurriera nombrar. Pero si iba a ser a su manera, las cosas podían resultar distintas. Todo el mundo sabe que hay algunas personas con aptitud para la música. Pueden oír una composición una sola vez y sentarse a interpretarla en el piano a continuación. Pueden tomar un instrumento desconocido y en pocas horas lo hacen sonar como si lo hubiesen pulsado durante años. Son hábiles, muy hábiles en este arte, tienen esa clase de talento. Una capacidad de coordinar una íntima percepción con una serie de nuevas acciones.

Hasán era así, pero con las armas. Tal vez otras personas tengan también esta cualidad, pero no van por el mundo llevándola a la práctica, por lo menos no durante décadas y décadas. Tenía habilidad con cualquier arma, desde el rudimentario boomerang hasta el bazooka. El código de duelo proporcionaría a Hasán la elección de arma, y era el asesino más refinadamente experto que jamás conocí.

Tenía que ponerlo en su sitio, y comprendí que aquél era el único medio de hacerlo, a menos de asesinarle por la espalda. Debía jugar en su propio terreno.

—Conforme —dije—. Te desafío a duelo.

Su sonrisa se hizo más amplia.

—De acuerdo, y aceptamos ambos ante testigos. Nombra tu segundo.

—Phil Graber. Nombra el tuyo.

—El señor Dos Santos.

—Muy bien. Da la casualidad que tengo en mi maletín un permiso de duelo, los impresos adecuados y he pagado el impuesto de muerte para una persona. O sea, que no hay necesidad de demorarlo mucho. ¿Cuándo, dónde, y cómo quieres que se haga?

—Aproximadamente a un kilómetro de aquí, pasamos ante un buen claro despejado.

—Sí, lo recuerdo.

—Nos podemos encontrar allí mañana al amanecer.

—Hecho. ¿Y en cuanto a armas…?

Fue a recoger su mochila, abriéndola. De su interior brotaron las armas más dispares: objetos afilados, ovoides incendiarios, tiras retorcidas de metal y cuero…

Extrajo dos objetos y cerró la mochila.

Noté que mi corazón se aceleraba en repentina taquicardia.

—La honda de David —anunció Hasán.

Las inspeccioné.

—¿A qué distancia?

—Cincuenta metros.

—Has hecho una excelente elección —le dije, ya que no he usado una honda desde hace más de un siglo—. Me gustaría que me prestases una esta noche, para practicar. Si no quieres prestármela, puedo confeccionarme una.

—Puedes llevarte la que prefieras, y practicar toda la noche con ella.

—Gracias.

Seleccioné una y la colgué de mi cinto. Fui después a recoger una de nuestras tres linternas eléctricas.

—Si alguien me necesita, estaré en el claro que hemos mencionado —dije— y no olviden colocar centinelas esta noche. Es una zona peligrosa.

—¿Quieres que vaya contigo? —preguntó Phil.

—No. Gracias, de todos modos. Iré solo. Ya nos veremos.

—Entonces, buenas noches.

Eché a caminar desandando un trecho de carretera hasta llegar al claro. Instalé la linterna a un extremo del lugar, de modo que reflejase sobre un grupo de arbustos, y me desplacé al otro extremo.

Fui recogiendo algunas piedras y volteando la honda, tiré una hacia un árbol. Fallé.

Lancé una docena de piedras, dando en el blanco con cuatro de ellas.

Seguí practicando. Al cabo de una hora más o menos, ya daba en el blanco con algo más de regularidad. Pero así y todo, no podría competir con Hasán a cincuenta metros.

La noche fue transcurriendo y yo seguí volteando la honda. Después de cierto tiempo, alcancé lo que parecía ser mi puesta a punto máxima en cuanto a puntería. Unos seis tiros de cada once daban atinadamente donde yo deseaba.

Pero comprobé que tenía algo a mi favor, mientras imprimía el giro a la honda y enviaba otra piedra a restallar contra un árbol. Lanzaba mis tiros con una fuerza tremenda. Eligiese lo que fuera como diana, había mucha potencia tras el golpe. Había hecho ya añicos varios de los árboles más pequeños, y estaba seguro que Hasán no podía hacer lo mismo ni con el doble de golpes. Si podía atinarle a él, estupendo. Pero toda la fuerza del mundo carecía de eficacia si no podía aplicarla contra él.

Y en cambio, tenía la certeza que él sí que podía acertar. Me pregunté hasta qué límite podría yo aguantar el ataque en granizada y seguir actuando después de encajarlo.

Dependería, lógicamente, del lugar anatómico donde él me golpease.

Dejé caer la honda y saqué la automática de mi cinto cuando oí quebrarse una rama, a lo lejos, a mi izquierda. Hasán apareció en el claro.

—¿Qué quieres? —le pregunté.

—Vine a ver cómo iban tus prácticas —dijo, observando los árboles destrozados.

Encogiéndome de hombros, enfundé mi automática y recogí la honda.

—Apenas asome el sol, ya te enterarás.

Caminamos a través del calvero y descolgué la linterna. Hasán estudió un arbusto que momentos antes se había convertido en astillas. No dijo nada.

Regresamos al campamento. Todo el mundo, menos Dos Santos, se había amparado en sus tiendas. Don era nuestro centinela. Paseaba por el perímetro de alarma, llevando un rifle automático. Agitamos la mano en su dirección y entramos en el campamento.

Hasán plantaba siempre una Gauzy, una tienda de capa unimolecular, opaca, liviana como una pluma, y muy recia, casi impenetrable. Pero de todos modos, nunca dormía en su interior. La empleaba simplemente para guardar sus pertenencias.

Me senté sobre un tronco ante la fogata y Hasán se agachó para entrar en su tienda. Reapareció un instante después, con su pipa y un trozo de materia endurecida de aspecto resinoso, que procedió a desmenuzar y moler entre sus dedos. Lo mezcló con un poco de hilachas melosas y rellenó la cazoleta de su pipa.

Cuando logró encender la mezcla con una astilla del fuego, se sentó a fumar a mi lado.

—No quiero matarte, Karaghiosis —dijo.

—Comparto este sentimiento. No deseo en modo alguno ser liquidado.

—Pero vamos a pelear al amanecer.

—Sí.

—Podrías retirar tu desafío.

—Podrías irte en un «skimmer».

—No lo haré.

—Tampoco yo retiraré mi reto.

Al cabo de un rato, comentó:

—Es penoso, muy penoso, que dos de nuestra categoría deban pelear por culpa del azul. No vale ni tu vida ni la mía.

—Es verdad, pero está implicado mucho más que su vida solamente. El futuro de este planeta se halla relacionado de alguna manera con lo que él está haciendo.

—De estas cosas no entiendo, Karaghiosis. Yo peleo por dinero. No tengo otra profesión.

—Lo sé.

La fogata iba extinguiéndose. La alimenté con más madera.

Hasán preguntó:

—¿Recuerdas aquella vez que bombardeamos la Costa de Oro, en Francia?

—Lo recuerdo.

—Además de los azules, matamos a mucha gente.

—Sí.

—El futuro del planeta no se alteró por aquella matanza, Karaghiosis. Aquí estamos, muchos años después de aquello, y nada ha cambiado.

—Lo sé.

—¿Y recuerdas los días cuando nos agazapábamos en un hoyo de una ladera dominando la bahía de Pireo? Tú me suministrabas las cintas de munición y yo ametrallaba los barcos cañoneros, y cuando empezaba a cansarme, tú manipulabas la ametralladora. Disponíamos de mucha munición. La Guardia de la Oficina no aterrizó aquel día ni el siguiente. No ocuparon Atenas ni lograron abrir brecha en el Radpol. Y nosotros charlábamos allí sentados, aquellas noches, esperando que llegase el rayo luminoso… En aquella ocasión, me hablaste de los Poderes en el Cielo.

—Lo he olvidado…

—Pero yo, no. Me contaste que había hombres como nosotros que vivían arriba en el aire, por las estrellas. Y también, que estaban por allá los azules. Algunos de los hombres, dijiste, buscaban congraciarse con los azules y para ello tratarían de venderles la Tierra, para que la convirtiesen en un museo. Otros, añadiste, no querían que esto sucediese, deseaban que las cosas permaneciesen como están ahora, siendo la Tierra propiedad de ellos y gobernada por la Oficina. Los azules estaban divididos en dos bandos sobre esta cuestión, porque había un problema ético y legal.

»Existía un compromiso y les fueron vendidas a los azules algunas áreas limpias, que ellos emplearon como lugares turísticos, y desde las cuales viajaban en giras por el resto de la Tierra.

»Pero tú querías que la Tierra perteneciese solamente a los de la Tierra. Dijiste que si les dábamos a los azules solamente un palmo, luego querrían la Tierra entera. Tú deseabas que los hombres que ahora viven por las estrellas volvieran para reconstruir las ciudades, enterrar los Sitios Quemantes y matar a las bestias que ahora predominan sobre los hombres.

Hasán exhaló una densa y aromática humareda de su pipa, antes de proseguir su evocación:

—Mientras estábamos sentados esperando el rayo luminoso, la bola de fuego, dijiste que estábamos en guerra, no a causa de nada que pudiéramos ver, oír, sentir o probar, sino a causa de los Poderes en el Cielo, quienes nunca nos habían visto, y a quienes nunca veríamos. Los Poderes en el Cielo habían hecho aquello, y debido a ello los hombres tenían que morir aquí en la Tierra. Dijiste que mediante la muerte de hombres y de azules los Poderes podrían retornar a la Tierra. Aunque nunca lo hicieron. Quedó únicamente la muerte.

Volvió a aplicar un tizón a su pipa, que se apagaba.

—Y fueron los Poderes en el Cielo los que al final nos salvaron, porque debían ser consultados antes que la bola luminosa pudiera ser quemada sobre Atenas. Le recordaron a la Oficina una ley antigua, promulgada después de los Tres Días, especificando que la bola luminosa en forma de seta no debería nunca más estallar en los cielos de la Tierra. Tú pensaste que de todos modos la harían estallar, pero no lo hicieron. Esa fue la causa por la que los detuvimos en Pireo. Pero los Poderes nunca regresaron a la Tierra. Y cuando la gente gana mucho dinero se va lejos de aquí… y nunca regresan del cielo. Nada de lo que hicimos en aquellos días ha originado el menor cambio.

—Sin embargo, gracias a nuestros esfuerzos, las cosas han permanecido como estaban, sin empeorar —le dije.

—¿Qué sucederá si este azul muere?

—No lo sé. Quizá entonces las cosas se pongan peor. Si él está inspeccionando las áreas por las que estamos pasando, como posibles terrenos aptos para ser comprados por veganos, entonces se vuelve a repetir lo de antaño.

—¿Y el Radpol volverá a combatirles, volverá a bombardearles?

—Eso creo.

—Entonces vayamos a matarle ahora mismo, antes que vaya más lejos y vea más sitios.

—No es así de sencillo…, ellos se limitarían a enviar otro. Habría también repercusiones…, quizá detenciones en masa de miembros del Radpol. El Radpol ya no vive en constante estado de alerta, como en aquellos días. La gente no está preparada. Necesitarían tiempo para organizarse otra vez. Este azul, por lo menos, lo tengo al alcance. Puedo vigilarle, averiguar algo de sus planes. Y si se hace necesario, puedo destruirle yo mismo.

Aspiró su pipa. Volví a olfatear. Era algo como madera de sándalo.

—¿Qué estás fumando?

—Procede de un lugar cercano a mi casa. Fui allá recientemente de visita. Es una de las nuevas plantas que nunca hasta ahora habían crecido por allí. Pruébala.

Aspiré varias bocanadas que llegaron a mis pulmones. Al principio no ocurrió nada. Continué aspirando, y al cabo de unos instantes experimenté una gradual sensación de frescor y tranquilidad que se extendió a través de todos mis miembros. El sabor era amargo, pero tranquilizaba. Le devolví la pipa. La sensación continuó, se hizo más fuerte. Era muy agradable. No había sentido aquella sedación, aquel relajamiento, desde hacía muchas semanas.

El fuego, las sombras y el suelo en torno a nosotros se volvieron súbitamente más reales. El aire nocturno, la lejana luna, el rumor de los pasos de Dos Santos resultaban de algún modo más claros que la propia vida. Persistir en aquella lucha me parecía ahora ridículo. La perderíamos al final. Estaba escrito que la humanidad debería ser en adelante como perros, gatos, o chimpancés domesticados a disposición de los dominadores, los veganos… y en cierto modo no era tan mala idea.

Quizá necesitábamos gente más sensata que nosotros, para vigilarnos, cuidar de nosotros y dirigir nuestras existencias. Habíamos convertido en un degolladero nuestro propio mundo durante los Tres Días, y los veganos nunca habían sufrido una guerra nuclear.

Los veganos tenían en funcionamiento un eficiente gobierno interestelar, con una inteligente elasticidad, que abarcaba docenas de planetas. Cualquier cosa que hacían resultaba estéticamente placentera. Sus propias vidas estaban bien reglamentadas. Eran felices. ¿Por qué no dejarles disponer plenamente de la Tierra? Probablemente conseguirían efectuar una tarea mucho más compleja que la que nosotros alguna vez hicimos. Y a fin de cuentas, ¿por qué no ser sus peones laborales? No sería una mala vida. En el fondo, sería mejor regalarles la vieja bola de barro, llena de llagas radiactivas, poblada por tullidos y mutilados.

¿Por qué no?

Acepté la pipa otra vez, para inhalar más paz. Resultaba tan placentero poder olvidar ya todas esas cosas… No pensar en nada que, al fin y al cabo, uno no podía resolver. Simplemente estar allí sentado, respirar en la noche, formar un solo elemento con el fuego y el viento ya era suficiente. El universo estaba cantando su himno único. ¿Para qué abrir el saco de caos y estropearlo todo?

Pero yo había perdido a mi Cassandra, mi morena embrujadora de Kos, víctima de los necios e insensatos poderes que mueven la Tierra y las aguas. Nada podía anular mi sentimiento de gran pérdida. Era una tristeza lejana, como aislada tras cristales, pero seguía allí. Todas las pipas del Oriente no podían mitigar aquella sensación. Yo no quería conocer la paz. Necesitaba odiar. Necesitaba golpear a todas las máscaras del universo —tierra, agua, cielo, Taler, Gobierno de la Tierra y Oficina— de modo que tras una de ellas pudiera encontrar aquel poder que me la había arrebatado, y hacerle conocer también lo que era el sufrimiento. No quería conocer la paz. No quería estar a las buenas con ninguno de los elementos que habían dañado irreparablemente lo que era mío, por sangre y por amor. Durante un rato, quise ser de nuevo Karaghiosis, acechándolo todo a través del retículo de un teleobjetivo y pulsando un gatillo.

«Oh, Zeus, de los rayos rojos ardientes, concédeme que yo pueda quebrantar los Poderes en el Cielo.»

Devolví nuevamente la pipa.

—Gracias, Hasán, pero no estoy en forma para disfrutar del nihilismo del nirvana.

Me puse en pie, dirigiéndome hacia el lugar donde había amontonado mi equipaje.

A mis espaldas, oí la voz de Hasán:

—Lamento tener que matarte al llegar la mañana.

El mundo que nos rodeaba era radiante, claro y limpio, lleno del canto de los pájaros. Pero en el campamento, aquella mañana, cada semblante había perdido su expresión.

Prohibí el uso de la radio hasta después del duelo. Phil llevaba encima algunas piezas esenciales del aparato, para asegurarse que nadie lo haría funcionar.

Lorel no sabría nada. Tampoco el Radpol. Nadie lo sabría, hasta que todo hubiese acabado.

Ultimamos los preliminares, se midió la distancia.

Ocupamos nuestros sitios en los extremos opuestos del claro. El sol naciente estaba a mi izquierda.

Dos Santos interpeló:

—¿Preparados, caballeros?

—Sí.

—Lo estoy.

—Hago un intento final para disuadir a ambos de esta clase de acción. ¿Alguno de los dos desea volver a considerar su decisión?

—No.

—No.

—Cada uno de vosotros dispone de diez piedras de similar tamaño y peso. El primer lanzamiento es concedido, lógicamente, al que fue retado. Hasán.

Ambos asentimos.

—Podéis empezar.

Phil retrocedió y ya no quedó más que cincuenta metros de aire separándonos. Ambos nos habíamos colocado de perfil, a fin de presentar el menor blanco posible. Hasán encajó su primera piedra en la honda.

Le aceché mientras volteaba rápidamente el aire a un lado, y repentinamente su brazo avanzó.

Hubo un ruido crujiente a mis espaldas.

No sucedió nada más.

Había fallado.

Coloqué una piedra en mi propia honda y fustigué el aire hacia atrás y en torno. El aire suspiró agudamente mientras iba yo cortándolo.

Lancé el proyectil con toda la fuerza de mi brazo derecho.

Arañó su hombro izquierdo, tocándolo apenas. Fue principalmente piel lo que surcó.

La piedra rebotó de árbol en árbol detrás suyo, antes de desaparecer.

Entonces, todo quedó muy quieto. Los pájaros habían abandonado su concierto matutino.

Dos Santos interpeló:

—¡Señores! Cada uno ha tenido una oportunidad de liquidar su querella. Puede decirse que os habéis enfrentado uno al otro con honor, desfogando vuestra cólera, y ahora estáis satisfechos. ¿Deseáis parar el duelo?

—No —dije.

Hasán se frotaba el hombro y denegó con la cabeza.

Colocó la segunda piedra en su honda, la hizo girar en poderoso molinillo y me la lanzó.

Me dio de lleno entre la cadera y las costillas.

Caí al suelo y todo se volvió negro.

Un segundo después, las luces volvieron a brillar, pero estaba yo doblado y algo con un millar de dientes me tenía agarrado por el costado y no quería soltarme.

Los testigos estaban corriendo hacia mí, pero Phil con ademanes imperiosos les hizo retroceder.

Hasán seguía en su sitio.

Dos Santos se acercó.

—¿Cómo vas? —me preguntó Phil afablemente—. ¿Puedes levantarte?

—Claro que sí. Necesito un minuto para normalizar el resuello y que aminore este ardor, pero me levantaré.

—¿Cuál es la situación? —preguntó Dos Santos.

Phil le explicó cómo iban las cosas.

Oprimí mi herida con la mano y de nuevo estuve en pie, aunque lo conseguí lentamente.

Un par de centímetros más arriba o más abajo y algo óseo hubiera podido romperse. Tal como era, sólo dolía infernalmente.

Froté el impacto, moví mi brazo derecho en varios círculos para comprobar el juego de músculos de aquel costado.

Luego recogí la honda y encajé una piedra en ella.

Esta vez acertaría. Tenía la corazonada que así iba a ser.

La giré repetidamente y salió veloz.

Hasán se desplomó, aferrándose el muslo izquierdo.

Dos Santos acudió a su lado. Hablaron.

La túnica de Hasán había amortiguado el golpe, haciéndolo deslizarse en parte. La pierna no estaba rota. Continuaría apenas pudiera sostenerse en pie.

Empleó cinco minutos en darse masaje, y de nuevo se puso en pie. Durante aquel intervalo, mi dolor había sido sustituido por un latido pulsante.

Hasán seleccionó su tercera piedra.

La encajó lentamente, cuidadosamente…

Me tomó las medidas. Y entonces empezó a azotar el aire con la honda…

Y en todo aquel breve tiempo tuve la sensación, que fue creciendo, que debería inclinarme un poco más hacia mi derecha. Así lo hice.

Hasán lanzó su piedra.

Rascó mi mejilla y rasgó mi oreja izquierda.

Repentinamente, toda mi mejilla izquierda estuvo húmeda.

Ellen gritó, brevemente.

Si llego a estar un poco más a la derecha, no la hubiese oído.

Era mi turno, otra vez.

Lisa, gris, la piedra tenía el tacto de la muerte en torno a ella…

«Yo seré la decisiva», parecía decirme.

Era como uno de aquellos pequeños tirones que noto a veces en mi manga, llenos de premonición. Son unos avisos muy personales, por los cuales siento un gran respeto.

Me enjugué la sangre de la mejilla. Encajé la piedra.

La muerte cabalgaba en mi brazo derecho al alzarlo. Hasán debió notarlo también porque vaciló en leve retroceso. Pude darme cuenta a través del descampado.

Y la voz dijo:

—Todos van a permanecer exactamente donde están y dejen caer sus armas.

La voz habló en griego, o sea, que nadie salvo Phil, Hasán y yo lo comprendimos. Quizá Dos Santos o Peluca Roja también. Todavía no lo sé.

Pero todos nosotros comprendimos perfectamente el sentido del rifle automático que llevaba el hombre, y las espadas, mazos, y cuchillos de las tres docenas más o menos de hombres y semihombres que estaban tras él.

Eran kouretes.

Los kouretes son malos.

Siempre consiguen su ración de carne. Humana o no.

Habitualmente la comen asada.

El que hablaba parecía ser el único que llevase arma de fuego…

Y yo tenía un puñado de muertes dando giros muy arriba de mi hombre. Decidí obsequiarle con la piedra.

Mi piedra le estalló en la cabeza.

—¡Matadles! —grité.

Y todos empezamos a hacerlo así.

George y Diane fueron los primeros en abrir fuego. Luego, Phil encontró una pistola. Dos Santos corrió hacia su equipaje. También Ellen fue allá, muy velozmente.

Hasán no había necesitado mi orden para empezar la matanza. Las únicas armas que él y yo llevábamos eran las hondas. Los kouretes estaban, no obstante, a menos de cincuenta metros de nosotros, y su formación era compacta, de masa. Hasán tumbó a dos con piedras bien colocadas, antes que empezaran su embestida. Yo tumbé a un tercero.

En seguida, estuvieron a medio camino a través del claro, saltando por encima de sus muertos y caídos, aullando y gritando hacia nosotros.

Como dije, no todos ellos eran humanos; había uno alto y flaco, con alas de tres palmos llenas de pústulas, un par de microcéfalos, con tanto cabello, que parecían no tener cabeza, un tipo que probablemente llevaba adherido a su mellizo y tres enormes y macizos brutos, que seguían avanzando, pese a los orificios de balazos en sus pechos y vientres. Uno de estos últimos tenía unas manos que debían medir aproximadamente tres palmos de largo por dos de ancho y el otro parecía estar aquejado por algo similar a elefantiasis. De los restantes, algunos eran algo más normales en su apariencia, pero todos, en conjunto, tenían un aspecto maligno y feroz, y o bien llevaban jirones de trapos o ningún jirón de trapo. Todos sin afeitar y además olían muy mal.

Lancé otra pedrada y no tuve oportunidad de ver dónde atinó, porque por entonces ya estaban encima de mí.

Comencé a aporrear con los pies, los puños, los codos; no era cuestión de andarse con miramientos. Los disparos fueron decreciendo, y cesaron. El dolor de mi costado resultaba bastante insoportable. De todos modos, conseguí derribar a tres de ellos, antes que algo grande y romo me acertara a un lado de la cabeza y cayera como cae un hombre muerto.

Empezar a ver en un caluroso lugar sofocante…

Empezar a respirar en un caluroso lugar sofocante, que huele como un establo…

Empezar a tener sensaciones en un tenebroso, sofocante y caluroso lugar que huele como una pocilga…

Todo esto no conduce realmente a la tranquilidad mental, al sosiego estomacal, o la reanudación de las actividades sensoriales sobre su engranaje seguro y normal.

Apestaba allí dentro y el calor era infernal, yo, en verdad, no deseaba inspeccionar el puerco suelo desde demasiado cerca, sólo que estaba en una posición muy propicia para hacerlo así.

Gimiendo, me palpé todos los huesos, y con esfuerzo logré sentarme.

El techo era bajo y declinaba aún más antes de juntarse con la pared del fondo. La única ventana al exterior era pequeña y enrejada.

Nos hallábamos en la parte posterior de una cabaña de madera. Había otra ventana con rejas en la pared opuesta, pero daba al interior. Más allá, había una estancia más amplia, y George y Dos Santos estaban hablando a través de ella con alguien que se hallaba en aquel otro lado. Hasán yacía inconsciente o muerto a unos cuatro pasos de donde estaba yo; había sangre reseca en su cabeza. Phil, Myshtigo y las mujeres estaban hablando en voz baja en la esquina más alejada.

Me frotaba la sien mientras todo esto iba registrándose en mi mente. Mi costado izquierdo dolía con firme constancia, y varias otras porciones de mi anatomía habían decidido unirse al juego. Si cada una de ellas hubiese relucido con un color distinto, yo hubiese parecido un arco iris sicodélico.

—Ya despertó —dijo Myshtigo.

—Hola todo el mundo, aquí estoy de nuevo —les dije.

Acudieron hacia mí y asumí una posición erecta. Era una pura bravata, pero me las arreglé para sostenerla.

—Nos han hecho prisioneros —dijo Myshtigo.

—Vaya… ¿De veras? No lo habría adivinado.

—Cosas como éstas no ocurren en Taler —manifestó—, ni en ninguno de los mundos del complejo vegano.

—Pues, es una lástima que no te quejases allá —le dije—. No olvides la cantidad de veces que te pedí regresases a tus patrios lares.

—Esto no nos habría ocurrido a no ser por tu duelo.

Entonces fue cuando le abofeteé. Tuve el suficiente dominio de mí mismo para no matarle. Era sencillamente un tipo demasiado patético. Le golpeé con el dorso de mi mano, proyectándolo contra la pared.

—¿Tratas de decirme que no sabes la razón por la que estuve allí como un poste de tiro al blanco esta mañana?

—Debido a tu disputa personal con mi guardaespaldas —declaró, frotándose la mejilla.

—Una disputa acerca de si él iba o no a matarte.

—¿A mí? ¿Matarme…?

—Olvídalo.

—Vamos a morir aquí, ¿no es cierto? —quiso saber.

—Esa es la costumbre de la comarca.

Me volví, alejándome y contemplé al hombre que estaba estudiándome desde el otro lado de los barrotes. Hasán se había reclinado por entonces contra la pared del fondo, agarrándose la cabeza. No me había dado cuenta que se había levantado.

—Buenas tardes —dijo el hombre tras las rejas, y lo dijo en inglés.

—¿Estamos en la tarde? —le pregunté.

—Por completo —replicó.

—¿Por qué no estamos muertos? —le pregunté.

—Porque os quería con vida —especificó—. Oh, no precisamente a ti solo, Conrad Nomikos, comisionado de Artes, Monumentos y Archivos; también a tus distinguidos amigos, incluyendo al poeta laureado. Yo quise que todo prisionero que ellos capturasen fuera traído aquí con vida. Vuestras identidades son, para así decirlo, condimentos.

—¿Con quién tengo el placer de hablar? —pregunté.

—Es el doctor Moreby —aclaró George.

—Es su médico-brujo —dijo Dos Santos.

Moreby corrigió sonriente:

—Prefiero «chamán» o «jefe exorcista».

Me acerqué al enrejado y vi que era un hombre delgado, curtido, bien afeitado, y que tenía todo su cabello tejido en una enorme trenza negra, enroscada como una cobra en torno a su cabeza. Tenía los ojos oscuros, bastante juntos al caballete de la nariz, una frente muy despejada, y una gran papada maxilar, que llegaba más abajo de su nuez. Llevaba sandalias de rafia, un sari de límpido color verde, y un collar de huesos de dedos humanos. En sus orejas, lucía grandes aretes de plata, en forma de serpiente.

—Tu inglés es bastante perfecto —comenté— y Moreby no es un apellido griego.

—¡Cielo santo! —gesticuló graciosamente, remedando una burlona sorpresa—. No soy indígena. ¿Cómo pudiste ni por asomo confundirme con un nativo?

—Lo siento. Ahora me doy cuenta que vas demasiado bien vestido.

Emitió una risita falsa.

—Oh, te refieres a estos trapos viejos. Acabo de ponérmelos. No, no soy nativo. Soy de Taler. Leí cierta literatura maravillosamente excitante sobre el tema del Retornismo, y decidí regresar y ayudar a reconstruir la Tierra.

—Ah… ¿Y qué sucedió entonces?

—La Oficina, en aquella época, no contrataba a nadie, y experimenté alguna dificultad en encontrar un empleo local. Por consiguiente, decidí entregarme a trabajos de investigación. Este sitio está lleno de oportunidades para dicha tarea.

—¿Qué clase de investigación?

—Poseo dos diplomas de graduado en antropología cultural, de Nueva Harvard. Decidí estudiar a fondo una tribu de los Sitios Ardientes…, y después de algunos halagos conseguí que ésta me aceptase. Me dediqué entonces a educarles. Bastante pronto fueron acatándome por todo este ámbito. Maravilloso para mis planes. Después de algún tiempo, mis estudios, mi trabajo social, pasaron a segundo plano. Había cosas más sugestivas. Bien, yo supongo que ha leído usted El fondo de las tinieblas…, ya sabe lo que quiero decir. Las prácticas locales son…, digamos, básicas. Encontré mucho más estimulante participar en ellas que observarlas. En consecuencia, me tomé la responsabilidad de volver a modelar algunas de sus prácticas más toscas, para hacerlas más estéticas. Así, después de todo, procedí a educarles verdaderamente. Desde que he llegado a este sitio, ellos hacen cosas con mucho más estilo.

¿Cosas? ¿Qué cosas…?

—Bien, en primer lugar, antes eran simples caníbales. Muy simples. No sabían usar cierta sofisticación con sus cautivos antes de matarlos. Cosas como éstas son muy importantes. Si son efectuadas adecuadamente le dan a uno categoría, ¿comprendes lo que quiero decir? Encontré aquí, con toda seguridad, una gran riqueza de costumbres, y supersticiones y tabúes procedentes de muchas culturas y eras milenarias. ¡Y lo tenía todo al alcance de mis dedos!

Volvió a gesticular.

—El hombre, y hasta el semihombre y el hombre de los Sitios Ardientes, es un ser amante de los ritos, y yo conocía una buena cantidad de prácticas y ceremonias similares. En consecuencia, puse todo ello en orden para su empleo adecuado y ahora ocupo una posición de elevado honor.

—¿Qué piensas hacer con nosotros?

—Las cosas se iban poniendo últimamente bastante aburridas y los nativos estaban ablandándose en inquietudes. Decidí que ya era tiempo de efectuar otra ceremonia. Hablé con Procrustes, el jefe guerrero, y sugerí que nos proporcionase algunos prisioneros. Creo que es en la página 577 de la edición abreviada de El ramillete dorado donde se especifica: «Los tolaki, notorios cazadores de cabezas de las islas Célebres Centrales, beben la sangre y comen los sesos de sus víctimas para adquirir así mayor bravura. Los italones de las islas Filipinas beben la sangre de sus enemigos muertos, y comen parte del sector posterior de sus cabezas y de sus entrañas, crudas, para adquirir el valor de sus enemigos». Bien, ahora disponemos de la lengua de un poeta, la sangre de dos formidables luchadores, los sesos de un científico muy distinguido, el hígado bilioso de un fogoso político, y la interesante coloración carnal de un vegano… Todo reunido en esta única sala. Todo un botín, diría yo.

—Has logrado expresarte en forma suficientemente clara —hice notar—. ¿Y qué pasará con las mujeres?

—Oh, para ellas elaboraremos un extenso rito de fertilidad que culminará en un prolongado sacrificio.

—Comprendo.

—Bien, pero hay otra posibilidad: tal vez permitamos que todos vosotros continuéis vuestro viaje, sin ser molestados.

—¿Ah, sí?

—Sí. Procrustes tiene predilección por dar a sus cautivos una oportunidad de medir sus facultades, de ser probados, y eventualmente redimirse ellos mismos. En este aspecto es muy cristiano.

—Haciendo honor a su nombre, supongo.

Hasán acudió y permaneció a mi lado, acechando a Moreby a través del enrejado.

—Oh, excelente, excelente —dijo Moreby—. De veras que me gustaría tenerte aquí algún tiempo, ¿sabes? Tienes sentido del humor. La mayoría de los kouretes carecen de esta cualidad, aun cuando tienen grandes condiciones. Seguramente simpatizarían contigo…

—No te molestes. Prefiero que me digas algo sobre el medio de redención.

—Bien. Somos los custodios del Hombre Muerto. Es mi creación culminante. Estoy seguro que uno de vosotros dos lo comprobará durante su breve relación con él.

Miró alternativamente a Hasán y a mí.

—He oído hablar de él —dije—. Dime qué hay que hacer.

—Eres requerido a elegir un campeón para pelear con él, esta noche, cuando resucite de nuevo de entre los muertos.

—¿Qué es?

—Un vampiro.

—Tonterías. ¿Qué es realmente?

—Es un vampiro legítimo. Ya verás…

—De acuerdo, como quieras. Es un vampiro y uno de nosotros debe presentarle pelea. ¿Cómo?

—Lucha libre, manos desnudas, y él no es muy difícil de agarrar. Se limitará a quedarse quieto y esperar el ataque. Estará muy sediento, y también hambriento, el pobre.

—Y si es vencido, ¿tus prisioneros quedarán libres?

—Esa es la norma, tal como originalmente la bosquejé hará unos dieciséis o diecisiete años. Naturalmente, esta contingencia nunca se dio…

—Comprendo. Tratas de decirme que es duro.

—Oh, es invencible. Esa es la gracia del asunto. No resultaría una buena ceremonia si pudiese terminar de cualquier otra manera. Yo relato la historia completa de la lucha antes que tenga lugar, y entonces mi gente la presencia. Esto reafirma su fe en el destino y mi íntima asociación con sus designios.

Bostezó, cubriéndose la boca con una varilla emplumada.

—Ahora debo ir a la zona de los asados para supervisar el entarimado de la sala y las ramas sagradas. Decide esta tarde sobre tu campeón, y los veré a todos esta noche. Buenas tardes.

—Tropieza y rómpete el cuello.

Sonrió y abandonó la barraca.

Convoqué a los presentes para una reunión de urgencia.

—Ya sabemos —comencé explicándoles— que tienen un fabuloso fenómeno producido por la radiactividad y que además de ser llamado el Hombre Muerto es considerado muy duro. Voy a pelear con él esta noche. Si puedo vencerle, se da por supuesto que podremos irnos libremente, pero para mí la palabra de Moreby no tiene ningún valor. Por consiguiente, debemos planear una fuga, o de lo contrario, seremos servidos en un plato de estofado. Phil, ¿recuerdas la ruta hacia Bolos?

—Creo que sí. Aunque hace ya tiempo que la recorrí. Pero ahora, ¿dónde estamos exactamente?

—Si puedo servir para algo —intervino Myshtigo desde un lado de la ventana—, veo un resplandor. No es de ningún color para el cual exista una palabra descriptiva en vuestro lenguaje, pero se halla en aquella dirección.

Señaló hacia fuera.

—Es un color que normalmente yo veo en la vecindad de materiales radiactivos si la atmósfera es bastante densa a su alrededor. Se extiende por un área bastante amplia.

Me fui a la ventana y miré en aquella dirección.

—Eso puede ser el Sitio Ardiente —dije— y si es así, entonces nos han trasladado más cerca de la costa, lo cual es favorable. ¿Alguno de vosotros estaba consciente cuando fuimos traídos aquí?

Nadie contestó.

—Entonces actuaremos bajo la suposición que aquello es el Sitio Ardiente y que estamos muy cerca. Por consiguiente, el camino hacia Bolos debe hallarse hacia allá.

Señalé en la dirección opuesta.

—Puesto que el sol luce a este lado de la barraca y es de tarde, dirijan vuestros pasos en la otra dirección apenas lleguen al camino. Dejando a vuestras espaldas la puesta de sol. No deben haber más allá de veinticinco kilómetros.

—Nos seguirán el rastro —dijo Dos Santos.

—Hay caballos —dijo Hasán.

—¿Qué?

—Calle arriba, en un parque. Hace poco había tres cerca de aquella barra. Ahora están detrás del edificio. Puede que haya más. Si bien no parecían caballos muy fuertes…

—¿Todos vosotros sabéis montar? —pregunté.

—Nunca he montado un caballo —dijo Myshtigo—, pero el thrid es algo similar. He montado thrid.

Todos los demás habían cabalgado.

—Entonces esta noche vais a montar —dije— y si es preciso, dos por caballo. Si sobran caballos, soltad los sobrantes, y provocad una estampida, que se alejen. Mientras estén distraídos presenciando mi combate con el Hombre Muerto, os acercáis disimuladamente hacia el parque. Si es preciso, agarrad todas las clases de armas que podáis y luchad para abriros paso hasta los caballos. Phil, consigue llevarlos a lo alto de Makrynitsa y menciona por todas partes el nombre de Korones. Os darán acogida y protección.

—Lo lamento —dijo Dos Santos—, pero tu plan no es factible.

—Si sabes de alguno mejor, oigámoslo —le dije.

—Ante todo —dijo— no podemos realmente confiar en el señor Graben. Mientras tú estabas todavía inconsciente, experimentaba grandes dolores y se le veía muy débil. George cree que sufrió un ataque cardíaco durante nuestra pelea con los kouretes. Si algo le sucede, estamos perdidos. Te necesitamos a ti para que nos conduzcas fuera de este lugar, suponiendo que tengamos éxito en nuestro intento de fuga. No podemos contar con Phil Graber.

Hablaba con firmeza casi dogmática.

—En segundo lugar, no eres el único capaz de luchar contra una amenaza exótica. Hasán también puede derrotar al Hombre Muerto.

—No le puedo pedir que haga esto —dije— porque aunque gane, estará probablemente por entonces separado de nosotros, y ellos se le echarán encima sin la menor duda, lo cual significaría más que probablemente la pérdida de su vida. Tú le contrataste para matar por tu cuenta, no para morir.

—Yo lucharé contra el Hombre Muerto, Karaghiosis —anunció Hasán.

—No tienes por qué hacerlo.

—Yo mataré al Hombre Muerto —afirmó Hasán— y os seguiré. Conozco los medios de ocultarme de cualquier persecución. Seguiré vuestro rastro.

—Esta pelea es asunto mío —persistí.

—Entonces, ya que no podemos llegar a un acuerdo, dejemos la decisión a los hados —dijo Hasán— y echemos una moneda al aire.

—De acuerdo. ¿Nos quitaron nuestro dinero, al igual que nuestras armas?

—Tengo algunas monedas —dijo Ellen.

—Echa una al aire.

Lo hizo.

—Cara —dije yo, cuando la moneda caía hacia el suelo.

—Cruz —replicó ella.

—¡No la toques! —exigí.

En efecto. Salió cruz. Y en el otro lado de la moneda estaba la cara, como comprobé, por si acaso.

—Conformes, Hasán, tipo afortunado —comenté—. Acabas de ganarte una panoplia de héroe «hágalo-usted-mismo», con monstruo incluido. Buena suerte.

Encogió los hombros, impasible.

—Estaba escrito.

Entonces se sentó adosado contra la pared, extrajo un diminuto cuchillo de la suela de su sandalia izquierda, y comenzó a limpiarse las uñas. Había sido siempre un asesino muy atildado.

Cuando el sol fue hundiéndose lentamente por el oeste, Moreby vino a vernos de nuevo, acompañado por un nutrido contingente de cuchilleros kouretes.

—Ha llegado el momento —declaró—. ¿Ha decidido quién va a ser vuestro campeón?

—Hasán luchará contra tu representante —dije.

—Muy bien. Entonces, vais a venir conmigo. Por favor, no intentéis nada insensato. Me repugnaría entregar mercancía averiada para el festival.

Caminando dentro de un círculo de hojas aceradas, abandonamos la barraca y subimos calle arriba, la única del poblado, pasando delante del parque. Ocho caballos, cabezas gachas, estaban en su interior. Hasta en la luz decreciente pude ver que no eran muy buenos caballos. Sus costados estaban cubiertos de llagas y eran bastante flacos. Todos miramos al pasar junto a ellos.

El poblado consistía en unas treinta chozas, semejantes a la que nos había servido de alojamiento forzoso, íbamos caminando por una sucia senda llena de surcos y basura. La totalidad del lugar olía a sudores, orina, fruta podrida y humo.

Recorrimos aproximadamente unos ochenta metros y giramos a la izquierda. Era el término de la senda. Proseguimos a lo largo de una vereda hasta entrar en una gran explanada cercada y sin maleza. Una mujer gorda y calva, con enormes pechos y una cara que era un campo de lava con carcinoma, estaba atendiendo un fuego lento y terriblemente sugestivo, en la base de un gran utensilio de barbacoa. Al pasar nosotros, ella sonrió y chasqueó sus labios con húmedo ruido.

Cerca de ella yacían en el suelo grandes estacas afiladas…

Más adelante, se extendía un sector nivelado de tierra compacta. Un enorme árbol de tipo tropical, infestado de enredaderas, que se había adaptado a nuestro clima, se erguía en un extremo de aquel campo. Por todo el contorno podían verse hileras de antorchas de unos dos metros, en cuyos extremos oscilaban grandes lenguas de fuego como penachos. Al otro extremo se levantaba la cabaña más elaborada de todas ellas. Tenía aproximadamente unos cinco metros de alto y unos diez de fachada. Estaba pintada de un rojo brillante y cubierta en toda su superficie por signos de brujería pensilvana. La total sección del centro de la pared frontal era una alta puerta corredera. Dos kouretes armados montaban guardia ante aquella puerta.

El sol era un diminuto gajo de naranja en el confín occidental. Moreby nos encaminó a lo largo del campo hacia el árbol.

De ochenta a cien espectadores estaban sentados en el suelo al otro lado de las antorchas y a cada lado del campo.

Moreby gesticuló señalando la cabaña roja.

—¿Qué os parece mi hogar? —preguntó.

—Encantador —dije.

—Tengo un compañero de cuarto, pero duerme durante el día. Están ya a punto de conocerle.

Llegamos a la base del gran árbol. Moreby nos dejó allí, rodeados por sus guardianes. Se dirigió al centro del campo y comenzó a echarles a los kouretes un discurso en griego.

Nosotros habíamos convenido que esperaríamos hasta que la pelea llegase cerca de su final, fuera a favor de quien fuese, y estuvieran los de la tribu excitados y concentrándose en el resultado inminente, antes de intentar la fuga. Habíamos empujado a las mujeres al centro de nuestro grupo, y me las arreglé para colocarme al lado izquierdo de un indígena con espada, al que me proponía matar rápidamente. La mala suerte quiso que estuviéramos al extremo más alejado del campo. Para llegar hasta los caballos tendríamos que abrirnos paso a través del área de la barbacoa.

—… Y entonces, en aquella noche —estaba diciendo Moreby— resucitó el Hombre Muerto, aplastando a golpes y derribando a este poderoso guerrero, Hasán, rompiéndole sus huesos y esparciendo sus miembros por este lugar de festín. Finalmente, bebió la sangre de su enemigo de su garganta y comió parte de su hígado, crudo y aún humeante en el aire de la noche. Estas cosas hizo él en esta noche. Grande es su poder.

—¡Grande, el más grande! —gritó la muchedumbre, y alguien empezó a golpear un tambor.

—Ahora le haremos regresar nuevamente a la vida…

La muchedumbre vitoreó.

—¡Nuevamente a la vida!

—¡Salve!

—¡Salve!

—Agudos dientes blancos…

—¡Agudos dientes blancos!

—Blanca, blanca piel…

—¡Blanca, blanca piel!

—Manos que rompen…

—¡Manos que rompen!

—Boca que bebe…

—¡Boca que bebe!

—¡La sangre de la vida!

—¡La sangre de la vida!

—¡Grande es nuestra tribu!

—¡Grande es nuestra tribu!

—¡Grande es el Hombre Muerto!

—¡Grande es el Hombre Muerto!

Al final lo vociferaban. Gargantas humanas, semihumanas, inhumanas, exhalaban la breve letanía como una ola de pleamar a través del campo. Nuestros guardias también la estaban vociferando. Myshtigo estaba tapándose sus sensitivos oídos y en su faz había una expresión de agonía. También mi cabeza tintineaba. Dos Santos se persignó y uno de los guardianes le hizo una señal negativa con la cabeza. Don se encogió de hombros y volvió de nuevo la cara hacia el campo.

Moreby se dirigió a la barraca y golpeó por tres veces sobre la puerta corredera, con su varilla.

Uno de los guardianes la empujó hasta abrirla.

En su interior, un inmenso catafalco rodeado de cráneos de hombres y animales, ostentaba un color negro deslustrado. Soportaba un inmenso ataúd elaborado con madera oscura y decorado con brillantes líneas retorcidas.

A la señal de Moreby, los guardianes alzaron la tapa.

Durante los siguientes veinte minutos, Moreby aplicó inyecciones hipodérmicas a algo dentro del ataúd. Efectuaba sus manipulaciones con gestos lentos y rituales. Uno de los guardianes reclinó su acero a un lado y le ayudó. Los tamborileros mantenían una lenta y constante cadencia. La muchedumbre estaba muy silenciosa, muy quieta.

Por fin, Moreby se volvió.

—Ahora el Hombre Muerto resucita —anunció.

—… Resucita —respondió la muchedumbre.

—Ahora aparece para aceptar el sacrificio.

—Ahora aparece…

—Aparece, Hombre Muerto —interpeló Moreby, volviéndose hacia el catafalco.

Y apareció.

En todo su inmenso largo.

Porque era grande.

Ancho, obeso.

Verdaderamente, era grande el Hombre Muerto.

Quizá pesaría unos ciento ochenta kilos.

Se sentó en el féretro y miró a su alrededor. Se frotó el pecho, los sobacos, el cuello y las ingles. Saltó fuera de la enorme caja y al quedar en pie junto al catafalco, empequeñeció a Moreby hasta convertirlo en enano.

Llevaba únicamente un taparrabos y anchas sandalias de piel de cabra.

Su piel era blanca, con blancura de muerto, de vientre de pez, de luna… Un blancor de cadáver.

—Un albino —dijo George, y su voz llegó a todo el campo porque fue el único sonido en la noche.

Moreby lanzó una ojeada en nuestra dirección y sonrió. Cogió la mano de gruesos dedos del Hombre Muerto y lo condujo fuera de la barraca, al interior del campo. El Hombre Muerto soslayaba el resplandor de las antorchas. Mientras avanzaba estudié la expresión de su rostro.

—No hay la menor inteligencia en ese rostro —dijo Peluca Roja.

—¿Puedes verle los ojos? —preguntó George, entornando los suyos.

Sus lentes se habían roto durante la escaramuza.

—Sí. Son de matiz sonrosado.

—¿Tiene las comisuras de los ojos sesgadas?

—Oh, déjame ver… Sí.

—Ya… Es un mongoloide. Casi aseguraría que es un pobre idiota. Por esto le resulta tan fácil a Moreby hacer con él lo que ha hecho. ¡Mira sus dientes! Parecen limados.

Miré. Estaba sonriendo, porque acababa de ver el remate colorado de la cabeza de Peluca Roja. Pudimos observar muchos dientes blancos, agudos, afilados…

—Su albinismo es lo que justifica los hábitos nocturnos que Moreby le ha impuesto. ¡Fíjate! Hasta se encoge bajo la luz de las antorchas. Es ultrasensible a cualquier clase de actínicos.

—¿Y qué pasa con sus hábitos dietéticos?

—Adquiridos, a través de la imposición. Numerosos pueblos primitivos sangran su ganado. Los kazaki lo hicieron hasta el siglo XX, y también los todasi. Ya viste las llagas de los caballos cuando pasamos ante el pasto. La sangre es alimenticia, ¿sabes?, si puedes aprender a conservarla dentro. Y estoy seguro que Moreby ha regulado la dieta del idiota desde que era un niño. Lógicamente, es un vampiro lo que ha ido creciendo.

—El Hombre Muerto ha resucitado —dijo Moreby.

—El Hombre Muerto ha resucitado —aprobó la muchedumbre.

—¡Grande es el Hombre Muerto!

—¡Grande es el Hombre Muerto!

Moreby dejó caer la mano de cadavérica blancura y vino hacia nosotros. El único vampiro legítimo que conocíamos permaneció sonriente en medio del campo.

—Grande es el Hombre Muerto —dijo Moreby, con un rictus mientras se aproximaba—. Resulta algo magnífico, ¿no es verdad?

—¿Qué le has hecho a esa pobre criatura? —preguntó Peluca Roja.

—Muy poca cosa —replicó Moreby—, puesto que ya nació con buena disposición.

—¿De qué eran las inyecciones que le administraste? —inquirió George.

—Le inyecto novocaína antes de combates como el que se avecina. La ausencia de dolor ante los golpes complementa la imagen de su invencibilidad. También le di una inyección de hormonas. Recientemente, ha estado engordando y se ha hecho un poco pesado. Así compenso este defecto.

—Hablas de él y lo tratas como si fuera un juguete mecánico —dijo Diane.

—Lo es. Un juguete invencible. También un juguete muy valioso. Tú, Hasán, ¿estás ya preparado?

—Lo estoy —replicó Hasán, quitándose la capa y el burnús, tendiendo ambas prendas a Ellen.

Los recios músculos de sus hombros se abultaron mientras flexionaba rápidamente los dedos, y avanzó saliendo del círculo de aceros. Mostraba una roncha en su hombro izquierdo y varias otras contusiones en su espalda. El resplandor de las antorchas se reflejó en su barba tornasolándola con tonos sangrientos. No pude evitar el recuerdo de aquella noche en el «honfour» cuando simuló un estrangulamiento y Mama Julie había dicho: «Tu amigo está poseído por Angelsou.» Para aclarar a continuación: «Angelsou es un dios de la muerte, y solamente visita a los de su misma índole».

Alejándose de nosotros, Moreby iba anunciando:

—Grande es el guerrero Hasán.

—Grande es el guerrero Hasán —replicó la multitud.

—Su fuerza es la de muchos hombres.

—Su fuerza es la de muchos hombres —replicó el gentío.

—Todavía más grande es el Hombre Muerto.

—Todavía más grande es el Hombre Muerto.

—Él romperá sus huesos y lo aplastará en este lugar de festejos.

—Él romperá sus huesos…

—Él comerá su hígado.

—Él comerá su hígado.

—Beberá la sangre de su garganta.

—Beberá la sangre de su garganta.

—Grande es su poder.

—Grande es su poder.

—¡Grande es el Hombre Muerto!

—¡Grande es el Hombre Muerto!

—Esta noche —dijo Hasán, quedamente— se convertirá de verdad en un hombre muerto.

—¡Hombre Muerto! —gritó Moreby al avanzar Hasán y enfrentarse con su rival—. ¡Te doy a este hombre, Hasán, en holocausto!

A continuación, Moreby se apartó de la trayectoria y con sus gestos ordenó a los guardianes que nos apartasen a un lado.

El idiota esbozó una sonrisa todavía más anchurosa y avanzó lentamente hacia Hasán.

Inch Allah —dijo Hasán, simulando volverse para rehuirle, inclinándose a la vez hacia un lado.

Tomó impulso su puño desde el suelo hacia arriba, en un giro lateral duro y veloz, como un latigazo. Un golpe bestial con el canto de la mano que restalló en la mandíbula izquierda del Hombre Muerto.

La cabeza blanquísima se movió tan sólo unos centímetros.

Y continuó sonriente.

Luego, sus brazos cortos y voluminosos se proyectaron para tomar a Hasán por debajo de los sobacos. Hasán se agarró a sus hombros, trazando finos surcos rojos y exprimió gotas rojas de los sitios donde sus dedos se hincaban en los músculos níveos.

La turba gritó a la vista de la sangre del Hombre Muerto. Quizá el olor de su sangre excitó al propio idiota. Esto, o el griterío.

Porque alzó a Hasán dos palmos del suelo y corrió lacia adelante llevándolo en vilo.

El gran árbol estaba en el camino y la cabeza de Hasán se abatió al chocar.

Entonces, el Hombre Muerto chocó contra él, retrocedió lentamente, se sacudió y empezó a golpearle.

Fue una verdadera paliza. Le azotaba con sus gruesos brazos, grotescamente cortos.

Hasán alzó las manos frente a su rostro y mantuvo los codos pegados al estómago.

No obstante, el Hombre Muerto continuaba golpeándole en los costados y en la cabeza. Sus brazos subían y bajaban.

Y ni por un instante dejaba de sonreír.

Finalmente, las manos de Hasán cayeron y las cruzó ante su estómago.

Y de las comisuras de su boca manaba la sangre.

El juguete invencible continuaba en su juego.

Y entonces, lejos, muy lejos, al otro lado de la noche, tan lejos que únicamente yo pude oírlo, sonó un rugido que reconocí al instante.

Era el gran alarido de caza de mi sabueso «Bortan».

En algún lugar debió dar con mi rastro, y estaba acudiendo, corriendo a través de la noche, saltando como un macho cabrío, volando como un caballo, reluciente en su abigarrado colorido, sus ojos brasas ardientes y sus colmillos dientes de sierra. ¡Ah, mi perro, mi magnífico perro de caza…!

Mi «Bortan» nunca se cansaba de correr.

Perros de su clase han nacido sin miedo, propensos a la cacería, y llevando la marca de la muerte.

Mi sabueso iba viniendo, y nada podía detenerle en su carrera.

Pero estaba lejos, muy lejos, al otro lado de la noche…

La muchedumbre estaba gritando. Hasán ya no podía encajar mucho más aquel castigo. Nadie podría.

Con el rabillo de mi ojo —el pardo— percibí un leve gesto de Ellen.

Era como si hubiese arrojado algo con su diestra.

Dos segundos después sucedió.

Aparté la vista rápidamente de aquel punto de brillo que brotó, chisporroteante, a un lado del idiota.

El Hombre Muerto gimió, perdida la sonrisa.

La Norma 237.1 promulgada por mí, era excelente:

«Cada guía y cada miembro de una gira debe llevar no menos de tres luminarias de magnesio consigo, durante el viaje.»

Lo cual significaba que a Ellen le quedaban sólo dos.

El idiota había cesado de golpear a Hasán.

Intentó patear la luminaria alejándola. Chilló. Se cubrió los ojos con las manos. Rodó por el suelo.

Hasán le acechaba, sangrando, jadeante…

La llamarada creció. El Hombre Muerto chilló más agudamente…

Finalmente, Hasán se movió.

Alzando un brazo tocó una de las gruesas parras que colgaban del árbol. Tiró de ello. Se resistía. Tiró más fuerte.

Se desprendió.

Sus movimientos se hicieron más firmes mientras retorcía un extremo en torno a cada mano.

La llamarada escupió, haciéndose de nuevo brillante.

Hasán cayó arrodillado junto al Hombre Muerto, y con un movimiento veloz enlazó la parra en torno a su garganta.

La luminaria volvió a escupir.

Hasán enrolló prietamente.

El Hombre Muerto pugnó por levantarse.

Hasán enlazó más estrechamente el sarmiento.

El idiota le agarró por la cintura.

Los recios músculos en las espaldas de Hasán se transformaron en bultos nudosos. El sudor se mezclaba con la sangre en su rostro.

El Hombre Muerto se puso en pie, levantando consigo al árabe.

Hasán estrujó con mayor fuerza.

El idiota, cuya faz ya no era blanca sino moteada de rojo y con las venas sobresaliendo como cuerdas en su frente y cuello, lo levantó en vilo. Igual que yo levanté al rolem-robot, alzó el Hombre Muerto a Hasán, hincándose aún más profundamente en su cuello el sarmiento al tensarse sus músculos con toda su fuerza inhumana.

La muchedumbre gemía, se levantaba y cantaba incoherentemente. El redoble de tambores, que había alcanzado un latido frenético, continuaba en su período culminante, sin descanso ni mengua. En aquel momento volví a oír el rugido de «Bortan», todavía muy lejano.

La luminaria empezó a agonizar.

El Hombre Muerto se tambaleaba.

De pronto, al estremecerle un enorme espasmo, arrojó lejos de sí a Hasán.

El grueso sarmiento se aflojó en torno a su garganta al quedar libre de las manos de Hasán.

Hasán volteó por el suelo en acrobacia ukemi de karate y quedó arrodillado. Permaneció así.

El Hombre Muerto avanzó hacia él.

Súbitamente, su zancada falló.

Empezó a estremecerse de arriba abajo. Hizo un gorgoteo y se agarró la garganta. Su rostro se hizo aún más rojizo, casi púrpura. Tambaleante llegó hasta el árbol y adelantó una mano. Se apoyó contra el tronco, resollando. Pronto se puso a boquear ruidosamente. Su mano resbaló a lo largo del tronco y cayó al suelo. Se incorporó de nuevo, pero manteniéndose encorvado.

Hasán se levantó.

Recogió el sarmiento.

Avanzó hacia el idiota.

Esta vez su presa era irrompible.

El Hombre Muerto cayó y no volvió a levantarse.

Era como desconectar el volumen de una radio que hubiese estado sonando al máximo.

Clic…

Un gran silencio repentino. Todo había ocurrido rápidamente. Y la noche era benévola. Alargué las manos a través de ella y fracturé el cuello al indígena de la espada. Se la quité. Giré entonces a mi izquierda y con ella le abrí el cráneo al otro más cercano.

Entonces, de nuevo como un clic, pero esta vez a pleno volumen. La noche fue rasgada en su centro.

Myshtigo derribó a su guardián con un alevoso golpe de conejo, entrelazadas sus manos, y pateó a otro en la espinilla. George consiguió conectar un veloz rodillazo en el bajo vientre del individuo más cercano.

Dos Santos, no tan rápido o quizá simplemente desafortunado, recibió dos profundos tajos, en pecho y hombro.

La muchedumbre se levantó de donde había estado esparcida por el suelo, como en una película acelerada del crecimiento de semillas de vegetal.

Avanzaba contra nosotros.

Ellen arrojó el burnús de Hasán sobre la cabeza del cuchillero que estaba a punto de destripar a su marido. El laureado poeta terrícola pudo entonces abatir una piedra con fuerza en la cima del burnús.

Por entonces, Hasán se había unido a nuestro pequeño grupo, empleando su mano para esquivar un tajo de espada que le dedicaban con muy malas intenciones. Empleó una antigua maniobra de samurai que le salvó la vida y le proporcionó una espada. Y también era muy eficiente en su uso, como en el de todas las armas.

Matamos o mutilamos a todos nuestros guardianes antes que la multitud estuviera a medio camino hacia nosotros, y Diane, buena discípula de Ellen, arrojó sus tres luminarias de magnesio, a través del campo, sobre la chusma.

Entonces echamos a correr, Ellen y Peluca Roja sosteniendo a Dos Santos.

Pero los kouretes nos habían cortado el camino y estábamos corriendo hacia el norte, en tangente, alejándonos de nuestra meta.

—No podremos lograrlo, Karaghiosis —me gritó Hasán.

—Me doy cuenta.

—A menos que tú y yo los entretengamos mientras los otros toman delantera.

—De acuerdo. ¿Dónde?

—En el hoyo de barbacoa más alejado, donde los árboles se espesan por el sendero. Es una especie de gollete de botella. No podrán atacarnos en grupo.

—¡Conformes! ¿Oísteis? ¡Corred hacia los caballos! ¡Phil os guiará! Hasán y yo los vamos a contener todo el tiempo que podamos.

Peluca Roja giró la cabeza empezando a decir algo.

—¡No discutas! ¡Vete! ¿Quieres vivir, no?

Querían vivir. Siguieron corriendo.

Hasán y yo dimos media vuelta, yendo a un lado del hoyo de barbacoa y esperamos. Los otros dieron media vuelta también atajando a través del bosque, dirigiéndose hacia el poblado y el parque de pasto. La chusma continuó acudiendo en línea recta hacia Hasán y hacia mí.

La primera oleada nos embistió y empezamos la matanza. Estábamos en el espacio en forma de V donde el sendero desembocaba del bosque hacia el llano. A nuestra izquierda había un hoyo con brasas; a nuestra derecha un espeso macizo de arbustos. Un sitio ideal para matar. Varios se amontonaron muertos, otros chorreaban sangre y caían hacia atrás; los demás se detuvieron y luego intentaron flanquearnos.

Nos situamos espalda contra espalda asestándoles tajos al irse aproximando.

—Si uno tan sólo de ellos tiene un arma de fuego, somos hombres muertos de verdad, Karaghiosis.

—Me doy cuenta.

Otro semihombre cayó bajo mi acero. Hasán envió a uno, chillando, dentro del hoyo ardiente.

Por entonces ya estaban todos en torno nuestro. Una hoja se deslizó, esquivando mi guardia y me rasgó al hombro.

Alguien gritó:

—¡Retroceded, manada de necios! ¡Os digo que os retiréis, rebaño de tipos raros!

Lo hicieron, obedientes, retrocediendo fuera del alcance de estocada y mandoble.

El hombre que había hablado medía aproximadamente un metro veinte. Su mandíbula inferior se movía como la de una marioneta, como si funcionara por bisagras, y sus dientes semejaban una hilera de fichas de dominó, todos manchados de negro y castañeteando al abrirse y cerrarse.

—Sí, Procrustes —oí decir a uno.

—¡Id en busca de redes! ¡Atrapadles vivos! ¡No luchéis a corta distancia con ellos! ¡Ya nos han costado demasiadas bajas!

Moreby estaba a su lado, y gimoteaba:

—… Yo no sabía, mi señor.

—¡Silencio, tú, destilador de brebajes de mal sabor! ¡Tú nos has costado un dios y muchos hombres!

—¿Atacamos? —me preguntó Hasán.

—No, pero prepárate a cortar las redes cuando las traigan.

—No me agrada nada que nos quieran vivos —comentó.

—Hemos enviado muchos al infierno, para allanarnos el camino —le dije—, y estamos todavía en pie y empuñando aceros. ¿Qué más quieres?

—Si los perseguimos podemos llevarnos con nosotros dos o quizá cuatro más. Si esperamos, nos echarán la red y moriremos sin haber matado a más.

—¿Qué importa, una vez estés muerto? Esperemos… Mientras estemos vivos existen muchas probabilidades que pueden presentarse de un momento a otro.

—Como tú digas.

Encontraron redes y nos las arrojaron. Tajamos tres de ellas antes que nos enzarzasen en la cuarta. Las juntaron apretadamente y avanzaron.

Noté cómo me arrancaban la espada de la mano, y alguien me propinó un puntapié. Era Moreby.

—Ahora van a morir como muy pocos han muerto —dijo.

—¿Los demás escaparon?

—Sólo por el momento. Seguiremos su pista, los encontraremos y los traeremos de nuevo aquí.

Reí complacido.

—Perdiste —le dije—. Consiguieron escapar.

Volvió a atizarme una patada.

—¿Así es cómo cumples tus promesas? —pregunté—. Hasán venció al Hombre Muerto.

—Hubo trampa. La mujer arrojó una luz de bengala.

Mientras nos amarraban dentro de las redes Procrustes acudió junto a Moreby.

—¿Y nuestros muertos? —preguntó.

—Los llevaremos al Valle del Sueño —dijo Moreby—, y allí emplearé mis poderes para preservarlos contra futuras comilonas.

—Está bien —dijo Procrustes—. Sí, así debe ser.

Hasán debió estar manipulando con su brazo izquierdo durante aquel intervalo a través de la red, porque lo proyectó fuera y sus uñas surcaron la pierna de Procrustes.

Procrustes le dio varias patadas y de paso se desfogó dándome a mí una. Se frotó los arañazos de la pantorrilla.

—¿Por qué hiciste eso, Hasán? —pregunté después que Procrustes se alejó, ordenando que nos atasen a estacas de barbacoa para ser transportados.

—Tal vez quede todavía algo de metacianuro en mis uñas —me explicó Hasán.

—¿Cómo te fue a parar allí?

—De las balas de mi cinto que no me quitaron, Karaghiosis. Impregné mis uñas después de haberlas afilado hoy.

—Ah… Tú arañaste al Hombre Muerto al principio de vuestro combate…

—Sí, Karaghiosis. Después ya fue simplemente cuestión de intentar sobrevivir hasta que él cayese.

—Eres un asesino ejemplar, Hasán.

—Gracias, Karaghiosis.

Envueltos todavía en las redes, fuimos atados a las estacas. Cuatro hombres, a la orden de Procrustes, nos izaron.

Con Procrustes y Moreby encabezando la comitiva, fuimos transportados a través de la noche.

Mientras nos desplazábamos por un sendero desigual, el mundo fue cambiando gradualmente. Siempre ocurre lo mismo cuando uno se acerca a un Lugar Ardiente. Es como caminar hacia atrás, a través de las eras geológicas.

Mientras avanzábamos, los árboles iban siendo más pequeños y los espacios entre ellos más anchos. Pero no eran árboles como los que habíamos dejado atrás en el poblado. Eran formas retorcidas (y retorciéndose aún) con remolinos de algas marinas por ramas, troncos nudosos y raíces descubiertas que reptaban lentamente por la superficie del suelo. Diminutas cosas invisibles hacían ruidos raspantes al escapar escurridizas de la luz de la linterna de Moreby.

A lo lejos, podía detectar un tenue resplandor palpitante, exactamente al borde del horizonte. Frente a nosotros.

Una profusión de negras enredaderas aparecían bajo los pies. Se contorsionaban siempre que uno de nuestros portadores las pisaba.

Los arbustos se convirtieron en simples helechos. Luego hasta los helechos desaparecieron. Fueron reemplazados por grandes cantidades de líquenes peludos, de color sanguinolento, que crecían por encima de todas las rocas. Débilmente luminosos.

Ya no había más ruidos animales. No había ruido alguno salvo el jadear de nuestros cuatro portadores, las pisadas, y el ocasional cliqueteo sofocado del rifle automático de Procrustes cuando chocaba con una roca afelpada.

Nuestros portadores llevaban espadas en sus cintos. Moreby transportaba varios aceros y una pistola pequeña.

El sendero giró bruscamente hacia arriba. Uno de nuestros portadores imprecó. Muy en alto, lentamente, chapoteando en el aire como un pez diabólico surcando aguas estancadas, la negra forma de un murciélago araña cruzó sobre la faz de la luna.

Procrustes cayó.

Moreby le ayudó a levantarse, pero Procrustes, tambaleándose, se apoyó en él.

—¿Qué te aqueja, señor?

—Un vértigo repentino, entumecimiento en mis miembros. Toma mi rifle. Se hace cada vez más pesado.

Hasán rió quedamente.

Procrustes se volvió hacia Hasán, colgándole abierta su mandíbula inferior de marioneta.

Luego volvió a caer.

Moreby acababa de sujetarle el rifle y sus manos estaban ocupadas. Los guardianes nos posaron en el suelo, con cierta rudeza, y corrieron al lado de Procrustes.

—Denme un poco de agua —dijo. Y cerró los ojos.

No los volvió a abrir.

Moreby aplicó el oído a su pecho, y mantuvo la parte emplumada de su varilla bajo sus fosas nasales.

—Está muerto —anunció finalmente.

—¿Muerto?

El portador que estaba cubierto de escamas empezó a sollozar.

—Era bueno —gimoteaba—. Era un gran jefe guerrero. ¿Qué haremos ahora?

—Está muerto —repitió Moreby—, y yo soy vuestro cabecilla hasta que sea proclamado un nuevo jefe guerrero. Envolvedle en vuestras capas. Dejadle en aquella roca plana allá arriba. Ningún animal llega por aquí, y, por lo tanto, no será importunado. Lo recogeremos en nuestro camino de regreso. Ahora debemos saciar nuestra venganza en estos dos.

Gesticuló con su varilla a modo de batuta.

—El Valle del Sueño está cerca. ¿Habéis tomado las píldoras que os di?

—Sí.

—Sí.

—Sí.

—Muy bien. Ahora coged vuestras capas y envolvedlo.

Lo hicieron así, y pronto fuimos nuevamente alzados y llevados a la cima de una colina desde la cual un sendero bajaba hacia un foso fluorescente que parecía picado de viruela. Las rocas del lugar parecían estar incendiadas.

Le dije a Hasán:

—Esto me fue descrito por mi hijo como el lugar donde el enredo de mi vida yace sobre una piedra ardiente. Me vio en sueños, amenazado por el Hombre Muerto, pero los hados del destino trasladaron esta amenaza sobre ti. Antaño, cuando yo no era sino un sueño en los planes de la muerte, este sitio estaba señalado como un posible lugar para mi fin.

—La caída desde el paraíso pasa por la parrilla —dijo Hasán.

Nos llevaron abajo, a la grieta, dejándonos caer sobre las rocas.

—Soltad al griego y atadlo en aquella columna —ordenó Moreby, quitando el seguro del rifle y retrocediendo.

Gesticulaba señalando con el arma.

Le obedecieron atando mis manos y mis tobillos sólidamente. La roca era cilíndrica, lisa y húmeda.

Hicieron lo mismo con Hasán a unos dos metros aproximadamente a mi derecha.

Moreby había dejado en el suelo la linterna de modo que arrojaba un semicírculo amarillo en torno a nosotros. Los cuatro kouretes parecían estatuas demoníacas a su lado.

Sonrió, reclinando el rifle contra la pared rocosa de su espalda.

—Éste es el Valle del Sueño —manifestó—. Aquellos que duermen aquí, ya no despiertan. Sin embargo, conservan la carne en buen estado, almacenándose para los años flacos. De todos modos, antes de abandonarlos…

Sus ojos se posaron en mí.

—¿Ves dónde he dejado mi rifle?

No le contesté.

—Creo que tus entrañas llegarían hasta allí, comisionado. En todo caso, pretendo averiguarlo.

Extrajo una daga de su cinto y avanzó hacia mí. Los cuatro semihombres le acompañaron.

—¿Quién crees que tiene más tripas? —preguntó—. ¿Tú o el árabe?

Ninguno de los dos replicó.

—Ambos lo vais a ver por vosotros mismos —dijo a través de sus dientes—. ¡Primero, tú!

Tiró de mi camisa hasta sacar los faldones y la cortó de arriba abajo.

Imprimió al acero una rotación en lento círculo significativo a unos dos centímetros de mi estómago, estudiando mientras mi cara.

—Estás asustado —dijo—. Tu rostro todavía no lo demuestra, pero lo hará.

Añadió, imperativo:

—¡Mírame! Voy a hincarte la hoja muy poco a poco. Algún día cenaré tu carne. ¿Qué te parece?

Me reí. De pronto, valía la pena reírse.

Su semblante se crispó hasta tensarse en una momentánea expresión de asombro.

—¿El miedo te ha enloquecido, comisionado?

—¿Pluma o pelo? —le pregunté.

Él sabía lo que quería yo decirle. Aunque a mí me tuviera sin cuidado su homosexualidad. Iba él a decir algo cuando oyó un guijarro chasquear a unos tres metros. Giró su cabeza repentinamente en aquella dirección.

Consumió el último segundo de su vida chillando, mientras la fuerza del salto de «Bortan» le convertía en pulpa contra el suelo, antes que su cabeza fuera extirpada de sus hombros.

Mi sabueso había llegado.

Los kouretes gritaron aterrorizados ante mi perro porque sus ojos son como brasas ardientes, y sus colmillos, dientes de sierra. Su cabeza se mantiene tan lejos del suelo como la de un hombre alto. Aunque agarraron sus espadas para asestarle tajos, no les sirvió de nada, sus flancos son como los costados de un armadillo. Mi «Bortan» es todo un señor perro de un cuarto de tonelada.

Estuvo en plena actividad durante un largo minuto y cuando hubo terminado estaban todos hechos pedazos.

—¿Qué es eso? —quiso saber Hasán.

—Un cachorro que encontré en un saco, abandonado por la resaca en la playa, demasiado duro para ahogarse. Es mi perro «Bortan».

Había una pequeña brecha en la parte más blanda de su hombro. No se la había producido en la reciente reyerta.

—Nos buscó primero en el poblado —expuse— y trataron de detenerle. Muchos kouretes han muerto en el día de hoy.

Acudió al trote y me lamió el rostro. Meneó el rabo, hizo ruidos perrunos, contoneándose como un cachorrillo, y corrió en pequeños círculos. De nuevo saltó hacia mí para volver a lamerme el rostro. Luego se dedicó, una vez más, a mover las mandíbulas, escupiendo pedazos de kourete.

—Es bueno para un hombre tener un perro —dijo Hasán—. Siempre me han gustado los perros.

«Bortan» le estaba olfateando mientras hablaba.

—Por fin has regresado, viejo sabueso —le dije—. ¿No te has enterado que la raza canina se ha extinguido?

Meneó el rabo, se me acercó de nuevo y lamió mi mano.

—Lamento no poder rascarte las orejas. Y te consta que me gustaría mucho hacerlo, ¿verdad?

Agitó la cola.

Abrí y cerré mi mano derecha dentro de sus ligaduras. Mientras lo hacía giré la cabeza en esta dirección. «Bortan» observaba, estremecido su húmedo hocico.

—Manos, «Bortan». Necesito manos para libertarme. Manos para soltar mis ataduras. Debes conseguirlas, «Bortan», y traerlas aquí.

Fue a recoger un brazo que yacía en el suelo y vino a depositarlo ante mis pies. Entonces alzó la vista y meneó su cola.

—No, «Bortan». Manos vivas. Manos amistosas. Manos para desatarme. Me comprendes, ¿verdad?

Lamió mi mano.

—Vete y encuentra manos para libertarme. Que estén intactas y vivas. Las manos de unos amigos… ¡Ahora, rápidamente! ¡Vete!

Volviéndose se alejó, se detuvo para mirar una vez más atrás, y luego ascendió por el sendero.

—¿Acaso te comprende? —preguntó Hasán.

—Eso creo. El suyo no es un cerebro ordinario de perro, y ha dispuesto de muchos, muchos más años de los que vive un hombre para aprender a comprender.

—Entonces esperemos que encuentre a alguien pronto, antes que nos durmamos.

—Sí.

Estábamos suspendidos, y la noche era fría.

Esperamos durante un largo tiempo. Finalmente, perdimos la noción del tiempo.

Nuestros músculos estaban agarrotados y doloridos. Nos hallábamos recubiertos con la sangre reseca de incontables pequeñas heridas. Las magulladuras nos formaban como una segunda piel. Estábamos amodorrados de fatiga, de falta de sueño.

Colgábamos hacia adelante, las cuerdas hincándose en nosotros.

—¿Crees que llegarán a tu pueblo?

—Les dimos una buena ventaja. Creo que tienen una probabilidad bastante grande.

—Siempre es complicado trabajar contigo, Karaghiosis.

—Sí. Lo he comprobado yo mismo.

—Como aquel verano en que nos mustiamos en las mazmorras de Córcega.

—Vaya que sí.

—O nuestra marcha hacia la Estación Chicago, después de perder todo nuestro equipaje en Ohio.

—Sí, aquel fue un mal año.

—Tú siempre andas metido en problemas, Karaghiosis. «Nacido para hacerle un nudo a la cola del tigre», éste es el aforismo para la gente de tu índole. Resulta difícil convivir con vosotros. Yo, personalmente, amo la quietud y la sombra, un libro de poemas, mi pipa…

—¡Eh! ¡Oigo algo!

Hubo un repique de cascos.

Un sátiro apareció más allá del haz luminoso de la linterna. Avanzaba nerviosamente, sus pupilas iban de mí a Hasán, y a mí de nuevo, y arriba, abajo, en torno, y más allá de nosotros.

—Ayúdanos, pequeño encornado —dije en griego.

Se acercó cautelosamente. Vio la sangre, los destrozados kouretes.

Dio media vuelta, como disponiéndose a escapar.

—¡Vuelve! ¡Te necesito! Soy yo, el tocador de caramillo.

Se detuvo volviendo a darnos frente, estremecidas sus fosas nasales, resollando. Sus agudas orejas vibraban.

Regresó con una expresión apenada en su faz casi humana, al atravesar el sitio de la matanza.

—El acero. A mis pies —dije, señalando con mis ojos—. Recógelo.

No le parecía gustar la idea de tocar nada hecho por el hombre, especialmente un arma.

Silbé las últimas líneas de mi copla.

«Es tarde, es ya tarde, tan tarde…»

Sus ojos se humedecieron. Los secó con el dorso de sus peludas muñecas.

—Recoge la hoja y corta mis ligaduras. Recógela. No, así no, o vas a cortarte tú mismo. Por el otro extremo. Eso es.

Recogió apropiadamente el acero y me miró. Moví todo lo que me fue posible mi mano derecha.

—Las cuerdas. Córtalas.

Lo hizo. Empleó quince minutos y me dejó luciendo un brazalete de sangre. Tuve que mover constantemente mi mano para impedirle que me cortase una arteria. Pero la liberó.

—Ahora dame el cuchillo y yo me ocuparé del resto.

Colocó el acero en mi palma extendida.

Lo cogí. Segundos después, quedé completamente libre, y solté a Hasán.

Cuando me volví, el sátiro había desaparecido. Oí el rumor del frenético galopar de sus cascos en la distancia.

Debo decir que si nuestro grupo hubiese seguido el camino más largo desde Lamia a Bolos por la ruta costera, las cosas hubiesen podido ser muy distintas y Phil estaría vivo. Pero realmente no puedo juzgar cuanto ocurrió en este caso. Aún ahora mirando hacia atrás, no sería capaz de decir cómo hubiese recompuesto y modificado los acontecimientos si todo tuviera que repetirse de nuevo.

Llegamos a Bolos a la tarde siguiente, y ascendimos el Monte Pelión hacia Portaria. Al otro lado de un hondo barranco estaba Makrynitsa.

Atravesamos la hondonada y encontramos a los demás.

Phil les había conducido a Makrynitsa, pidió una botella de vino y su ejemplar del Prometeo Encadenado y había permanecido sentado con ambas cosas hasta bien avanzada la noche.

Por la mañana, Diane le encontró sonriente y yerto.

Le construí una pira entre los cedros cerca del ruinoso Episcopio, porque él no hubiese querido estar enterrado. Amontoné incienso, hierbas aromáticas, y la pira resultó dos veces más alta que un hombre en pie. Aquella misma noche ardería y yo le diría adiós a otro amigo. Parece ser, mirando atrás, que mi vida se ha compuesto principalmente de una serie de llegadas y partidas. Digo hola. Digo adiós. Sólo la Tierra permanece…

Aquella tarde caminé con el grupo hacia Pagasae, el puerto de la antigua Iolkos, encajado en el promontorio opuesto a Bolos. Permanecimos a la sombra de los almendros de la colina. Bello paisaje. La colina, los almendros, la rocosa ladera, el litoral…

Sin hablar con nadie en particular, comenté:

—Desde aquí los argonautas izaron velas en su búsqueda del vellocino de oro.

—¿Quiénes fueron? —preguntó Ellen—. Leí el relato en la escuela, pero ya lo he olvidado.

—Estaban Heraclio, Teseo, Orfeo el cantante, Asclepio, los hijos del Viento Norte, Jasón, el capitán y Caronte, cuya cueva está allí arriba cerca de la cuna del Monte Pelión.

—¿De veras?

—Te la enseñaré alguna vez.

—De acuerdo.

—Los dioses y los titanes batallaron también cerca de aquí —dijo Diane, apareciendo a mi otro costado—. ¿Los titanes no arrancaron el Monte Pelión apilándolo sobre Ossa en un intento de escalar el Olimpo?

—Eso dice la narración. Pero los dioses fueron amables y restauraron el paisaje después de la sangrienta batalla.

—Una vela de barco —anunció Hasán, gesticulando con una naranja medio mondada en su mano.

Oteé las aguas en la lejanía y, en efecto, pude observar un diminuto aleteo en el horizonte.

—Sí, todavía se usa este lugar como puerto.

—Quizá sea un cargamento de héroes —dijo Ellen— regresando con algunos vellocinos más. Y por cierto, ¿qué hacían con tanto vellocino de oro?

—No es el vellocino lo que importa —dijo Peluca Roja—, sino el conseguirlo. Cualquier buen narrador sabía que esto era lo importante.

—Allí, al otro lado —expliqué—, se conserva una iglesia bizantina en ruinas, el Episcopio. Tengo programado restaurarla en unos dos años.

—¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí? —preguntó Ellen.

—Me agradaría pasar un par de días más en Makrynitsa —dije—, y luego proseguir hacia el norte. Podríamos estar aproximadamente una semana más en Grecia, y después ir a Roma.

—No —dijo Myshtigo, que había estado sentado en una roca contemplando el mar—. No, porque el viaje ha terminado. Ésta es la última etapa.

—¿Y por qué?

—Me doy por satisfecho ya y ahora regreso a mi casa.

—¿Y tu libro?

—Ya conseguí mi relato.

—¿Qué clase de relato?

—Ya te enviaré un ejemplar autografiado cuando esté acabado. Mi tiempo es muy valioso, y ahora ya dispongo de todo el material que quiero. Por lo menos, de todo el que necesito. Comuniqué con Port-au-Prince esta mañana y me van a enviar un «skimmer» esta noche. Vosotros seguid adelante y haced lo que queráis, pero yo he acabado.

—¿Pasa algo malo?

—No. Todo va bien, pero es hora que me vaya. Tengo mucho que hacer.

Levantándose, se desperezó.

—Debo empaquetar algunas cosas. Si me perdonáis, voy a hacerlo ahora mismo. Pese a todo, tu país es hermoso, Conrad. Te veré a la hora de cenar.

Se alejó ladera abajo.

Caminé unos pasos en su dirección, siguiéndole.

—¿Qué será lo que precipitó su decisión? —me pregunté en voz alta.

Oí una pisada.

—Está agonizando —dijo George, suavemente.

Mi hijo Jasón, que nos había precedido en varios días, se había ido de Makrynitsa. Unos vecinos me contaron su extraña partida, la noche anterior. El patriarca había sido transportado a lomos de un enorme perro de ojos incandescentes que derribó la puerta de su alojamiento y se lo había llevado a través de la noche. Todos mis parientes deseaban que fuese a cenar con ellos. Dos Santos seguía descansando. George había curado sus heridas y no creía necesario embarcarle hacia el hospital de Atenas.

Es siempre grato regresar adonde uno nació.

Bajé hasta la plaza y pasé la tarde charlando con mis descendientes. Llevé unas flores al cementerio, permanecí un rato allá, y fui a la casa de Jasón para reparar su puerta con algunas herramientas que encontré en el establo. Después encontré un frasco de su vino y me lo bebí todo. Y me fumé un cigarro. También me preparé un jarro de café. Acabé el jarro.

A pesar de ello, todavía me sentía deprimido.

George me dijo que el vegano mostraba síntomas inequívocos de un desorden neurológico. Una variedad cuya etiología era desconocida. Incurable. Invariablemente fatal.

George lo sabía desde el principio del viaje, porque Phil le había pedido que observase al vegano, pues sospechaba en él los indicios de una enfermedad fatal.

Todo ello me creaba un nuevo problema.

O Myshtigo había terminado su tarea o no le quedaba tiempo suficiente para hacerlo. Él dijo que la había terminado. Si no era así, yo había estado protegiendo todo el tiempo a un hombre muerto, sin finalidad alguna. Si había terminado su obra, entonces yo necesitaba conocer los resultados.

La cena no aportó ninguna ayuda. Myshtigo había dicho todo lo que le importaba decir, y ahora ignoraba o soslayaba nuestras preguntas. O sea, que tan pronto nos tomamos el café, Peluca Roja y yo salimos fuera a fumar un pitillo.

—¿Qué ha ocurrido? —me preguntó ella.

—No lo sé. Creí que tal vez tú lo sabrías.

—No. ¿Y ahora, qué?

—Dímelo tú.

—¿Matarle?

—Tal vez sí. Pero, ¿por qué?

—Ya lo acabó.

—¿El qué? ¿Qué es concretamente lo que acabó?

—¿Cómo voy yo a saberlo?

—¡Maldita sea! ¡Es que yo tengo que saberlo! Me gusta saber por qué mato a alguien.

—Es evidente, ¿no? Los veganos quieren volver a comprar en la Tierra. Él regresa para darles un informe sobre los lugares en que están interesados.

—Entonces, ¿por qué no los visitó todos? ¿Por qué interrumpir su viaje después de Egipto y Grecia? Arena, rocas, junglas y un surtido de monstruos. Esto es todo cuanto vio. No es material para una apreciación estimulante.

—Entonces es que está asustado y quiere vivir un poco más. Pudo haber sido devorado por un boadilo o un kourete. Huye.

—Excelente. Dejémosle huir. Dejémosle entregar un informe desastroso.

—No puede. Si ellos quieren comprar, no van a adquirir nada tan desastroso. Se limitarán a enviar a otro, alguien más resistente, para terminar el informe. Si matamos a Myshtigo, sabrán que seguimos protestando, que seguimos siendo resistentes nosotros mismos.

—Él no teme por su vida.

—¿No? Entonces, ¿a qué le teme?

—No lo sé. Pero tendré que averiguarlo.

—¿Cómo?

—Creo que se lo preguntaré.

—Eres un lunático.

Dio media vuelta.

—Debe ser a mi estilo, o nada —dije.

—Cualquier estilo, entonces. Ya no importa. Ya hemos perdido.

La cogí por los hombros, besándole el cuello.

—Todavía no hemos perdido. Ya verás.

Permanecía erguida.

—Vete a dormir —dijo ella—, es tarde. Es demasiado tarde.

Regresé al gran caserón de Iakov Korones donde Myshtigo y yo estábamos alojados y donde Phil estuvo en su última jornada. Su Prometeo Encadenado seguía en la mesa de escribir, junto a un frasco vacío. Había aludido a sus propios achaques cuando me visitó en Egipto y sufrió un ataque, sobreviviendo a varios. Parecía normal que hubiese dejado un mensaje para un viejo amigo, en un caso así.

O sea, que abrí el libro y lo hojeé. Estaba escrito en las páginas en blanco al final del libro, en griego. Aunque no en griego moderno, sino clásico.

«Querido amigo, aunque aborrezco escribir algo que no pueda retocar, presiento que es preferible que me dedique a hacerlo con celeridad. No me encuentro bien. George quiere que vaya a Atenas. Lo haré, por la mañana. Pero primero, con respecto al tema que nos importa…

»Saca al vegano fuera de la Tierra, vivo, a cualquier precio.

»Es importante.

»Es la cosa más importante en el mundo.

»Temía decírtelo antes porque pensé que Myshtigo podía ser un telépata. Esto es por lo que no formé parte del viaje entero, aunque me hubiese gustado mucho hacerlo así. Por ello fingí odiarle, para poder permanecer lejos de él lo más posible. Solamente después de confirmar el hecho que no era telepático decidí unirme a vuestro grupo.

»Sospechaba yo, presentes Dos Santos, Diane y Hasán, que el Radpol debía estar anhelando suprimirle. Si él era un telépata, imaginé que lo averiguaría rápidamente y haría lo que fuese necesario para asegurar su vida. Si no era un telépata, tuve una gran fe en tu habilidad para defenderle contra casi todo, incluyendo a Hasán. Pero no quise que él se enterase de lo que yo sabía. Aunque intenté avisarte, si lo recuerdas.

»Tatram Myshtigo, su abuelo, es uno de los seres más nobles y agradables que he conocido. Es un filósofo, un gran escritor, un administrador altruista de los servicios públicos. Me relacioné con él durante mi estancia en Taler, hace ya unos treinta años y más tarde nos convertimos en íntimos amigos. Desde entonces hemos estado en comunicación casi constante, y fui advertido por él de los planes del complejo vegano con referencia a la disposición de la Tierra. También me exigió juramento de mantenerlo en secreto. Nadie debe saber que estoy enterado. El anciano sufriría en todos los sentidos, si esto llegase a saberse.

»Los veganos se encuentran en una posición muy embarazosa. Se dieron cuenta y muy claramente, durante los días de la Rebelión Radpol, de la existencia de una población indígena con una fuerte organización propia y deseosa de la restauración de nuestro planeta. Los veganos no quieren la Tierra. ¿Para qué? Si quieren explotar a los terrícolas tienen más de ellos en Taler que nosotros en la propia Tierra, y no lo hacen en modo alguno, masiva ni maliciosamente. Nuestra ex población ha elegido cualquier labor de explotación antes que regresar. ¿Qué nos indica esto? El Retornismo es un movimiento ya muerto. Nadie va a regresar. Por eso abandoné el movimiento. Y me parece que tú hiciste lo mismo. Los veganos desearían quitarse de encima el problema de la Tierra. Indudablemente quieren visitarla. Es instructivo, moderador, y absolutamente terrorífico para ellos venir aquí y ver lo que puede hacerse con un mundo.

»Lo que ellos necesitaban era encontrar un medio de llegar a un acuerdo con nuestra ex población y su gobierno en Taler. Los taleritas no estaban muy dispuestos a renunciar a su única justificación para los impuestos y su existencia: la Oficina.

»Pero después de muchas negociaciones y mucha persuasión económica, incluyendo la oferta de la plena ciudadanía vegana a nuestra ex población, parece ser que fue hallado un medio. La puesta en ejecución del plan se dejó en manos de los “shtigo”, especialmente Tatram.

»Finalmente, él halló el medio, según creía, de devolver apropiadamente la Tierra a una posición autónoma y preservar su integridad cultural. Es por lo que envió a su nieto, Cort, a efectuar su “inspección”. Cort es un ser extraño. Su verdadero talento es representar teatralmente (todos los “shtigo” están muy dotados) y le encanta simular. Creo que quería representar el papel de un alienígena hostil, y estoy seguro que lo hizo con arte y eficiencia. (Tatram me advirtió también que sería el último papel de Cort. Está muriéndose de drinfan, que es incurable; creo también que ésta es la razón por la que fue elegido.)

»Créeme, Konstantin Karaghiosis Korones Nomikos Conrad (y demás nombres que no conozco) cuando digo que él no estaba inspeccionando con fines perjudiciales.

»Deploro el hecho que nunca podré acabar tu elegía,

»Phil

Muy bien, decidí entonces. Vida, y no muerte, para el vegano. Phil había hablado y no dudé de sus palabras.

Regresé a la mesa de la cena y permanecí con Myshtigo hasta que estuvo dispuesto para irse. Le acompañó a la casa de Iakov Korones y le hice compañía mientras empaquetaba varios objetos y prendas. Durante aquel lapso, intercambiamos quizá seis palabras.

Llevamos sus pertenencias al lugar donde tomaría tierra el «skimmer», frente a la casa. Antes que los demás (incluyendo Hasán) acudieran a despedirle, me dijo:

—Conrad, explícame por qué estás echando abajo la pirámide.

—Para fastidiar a Vega. Para hacerte saber que si queréis este sitio y os las componéis para quitárnoslo, lo vais a obtener en peor estado de lo que estaba después de los Tres Días. No quedará nada para contemplar. Quemaríamos el resto de nuestra historia. No quedaría ni siquiera un fragmento para vosotros.

El aire escapando de sus pulmones salió con un agudo plañido. El equivalente vegano a un suspiro.

—Supongo que es loable —dijo—, pero, ¿crees que podrás alguna vez volverlo a colocar todo en su sitio? ¿Pronto, a lo mejor?

—¿Tú qué crees?

—Observé que tus trabajadores marcaban la mayoría de las piezas.

Me encogí de hombros.

—Me queda por hacerte una pregunta muy seria, entonces —declaró—, acerca de tu propensión a la destrucción. ¿Es esto realmente arte?

—Vete al infierno.

Entonces llegaron los demás. Sacudí lentamente la cabeza en negativa hacia Diane y agarré la muñeca de Hasán lo suficiente para que dejase caer una diminuta aguja que había adherido a la palma de su mano. Entonces le dejé que también estrechase la diestra del vegano, brevemente.

El «skimmer» zumbó bajando del cielo. Acompañé a bordo a Myshtigo, colocando personalmente su equipaje, y cerrando yo mismo la puerta.

El aparato despegó sin el menor incidente y desapareció en cuestión de segundos.

Aquél era el término de la excursión.

Ahora me tocaba incinerar a un amigo.

Erguido en la noche, mi entarimado de troncos soportaba lo que quedaba del poeta, mi amigo. Apagando la linterna, encendí una antorcha. Hasán estaba a mi lado. Me había ayudado a transportar el cadáver al carromato y se ocupó de las riendas.

Dos Santos, que no aprobaba la cremación, decidió no asistir a ella, alegando que sus heridas le importunaban. Diane eligió permanecer con él en Makrynitsa.

Ellen y George estaban sentados en el lecho del carro que se hallaba apartado tras un amplio ciprés, y se tomaban de las manos. Eran los únicos testigos, además de Hasán.

Apliqué la antorcha a una esquina de la pira. La llama mordió lentamente y empezó a invadir la madera. Hasán encendió otra antorcha, hincándola en tierra, retrocedió y fue observando.

Mientras las llamas fulminaban su paso hacia arriba, desparramé vino por el suelo. Arrojé más hierbas aromáticas en la fogata. Y entonces, también retrocedí.

La música de las llamas me parecía ser el mejor de los funerales para un gran poeta.

Sus rojos penachos alcanzaban casi la cúspide.

Entonces vi a Jasón, en pie junto al carro, y a «Bortan» sentado a su lado. Retrocedí más. «Bortan» acudió a sentarse a mi derecha. Lamió mi mano.

—Gran cazador, nos perdimos el uno al otro —le dije.

Meneó afirmativamente su cabezota.

Las llamas alcanzaron la cúspide de la pira y empezaron a mordisquear la noche. El aire se pobló de dulces aromas y del sonido del fuego.

Jasón se aproximó.

—Padre, él me condujo al sitio de las rocas quemantes, pero ya habías escapado.

—Un no-hombre amigo nos liberó. Antes, este hombre, Hasán, destruyó al Hombre Muerto. O sea, que tus sueños resultaron ser, a la vez, ciertos y equivocados.

—Él es el guerrero de ojos amarillos de mi visión.

—Lo sé, pero esta parte también quedó rebasada.

—¿Y de la Bestia Negra?

—Ni un bufido ni una pisada.

Contemplamos la pira durante mucho, mucho tiempo, mientras la noche avanzaba… En varios momentos, las orejas de «Bortan» se tendieron hacia adelante y se dilataron sus fosas nasales. George y Ellen no se habían movido. Hasán era un espectador silencioso, inexpresivo.

—¿Qué harás ahora, Hasán? —le pregunté.

—Volver de nuevo al Monte Sindjar por una temporada.

—¿Y después?

Encogió los hombros.

—Lo que deba ser, escrito está —replicó.

Y entonces un espantoso ruido se nos vino encima, como los gruñidos de un gigante idiota, y lo acompañaba el crujido de árboles descuajados.

«Bortan» saltó en pie y gruñó. Los asnos jóvenes que habían arrastrado el carromato se removieron inquietos. Uno de ellos emitió un breve rebuzno.

Jasón sujetó con fuerza el palo agudizado que había recogido del montón de leña, y se envaró.

Entonces irrumpió aquello en el descampado. Enorme y horrendo, digno de cuantos nombres le eran aplicados:

El Devorador de Hombres…

El Sacudidor de la Tierra…

El Poderoso, el Abominable…

La Bestia Negra de Tesalia.

Por fin, alguien podría decir cómo era realmente. Si lograba escapar con vida para contarlo.

Debió ser atraída por el olor de la carne incinerada.

Y era enorme. Por lo menos, del tamaño de un elefante.

Un enorme jabalí… Con lomo de navaja de afeitar, provisto de colmillos largos como un brazo de hombre… Ojillos porcinos, negros, girando locamente, enrojecidos por el resplandor de la fogata…

Derribó tres árboles al llegar…

No obstante, berreó cuando Hasán, sacando un tizón quemante de la hoguera, lo hincó en su hocico para saltar atrás rápidamente.

La bestia se desvió, lo cual me dio tiempo para arrancarle a Jasón el largo garrote.

Corrí asestándole un punterazo en el ojo izquierdo.

La bestia volvió a desviarse a un lado y berreó como una caldera con una grieta de escape de vapor.

Y «Bortan» ya estaba encima de ella, mordiéndole el lomo.

Ninguno de mis dos estoconazos en su garganta le hicieron más que heridas superficiales. Luchaba contra las fauces y, finalmente, se sacudió, libre de la dentellada de «Bortan».

Hasán se colocó a mi lado, esgrimiendo otro tizón.

La bestia nos embistió.

Desde algún sitio, George vació una pistola ametralladora contra la Bestia Negra. Hasán hincó el tizón. «Bortan» saltó de nuevo, esta vez atacándole por el lado ciego.

Y estos hostigamientos hicieron que volviera a desviarse en su embestida, chocando contra el carro ya vacío y matando a ambos asnos.

Corrí entonces hacia el animal, clavándole el garrote afilado hacia arriba, bajo su sobaco izquierdo.

El palo se rompió en pedazos.

«Bortan» seguía mordiendo, y su gruñido era como un trueno prolongado. Cada vez que los colmillos asestaban un tajo, soltaba «Bortan» su presa, brincaba apartándose, y volvía al ataque.

Hasán y yo la rodeamos con las estacas más agudas que pudimos hallar en el montón de leños. Persistíamos en pinchar a la bestia, girando en torno. «Bortan» persistía en intentar morderle la garganta, pero la gran cabeza hocicuda permanecía gacha, y los colmillos tajaban el aire como espadas. Sus pezuñas hendidas abrían grandes hoyos en el suelo al ir girando en sus intentos de destriparnos al resplandor flamígero anaranjado y oscilante.

Finalmente, se detuvo y viró, súbitamente con gran velocidad para algo tan enorme, y su brazo golpeó a «Bortan» en el flanco lanzándole a unos tres metros lejos. Hasán le golpeó a través del lomo con su madero y yo lancé un estacazo hacia su otro ojo, pero fallé.

Entonces se dirigió hacia «Bortan» que estaba levantándose. Gacha la cabeza, relucientes los colmillos…

Arrojé mi estaca y me abalancé hacia la bestia que atacaba a mi perro. Ya había bajado al máximo la cabeza para asestar su golpe de muerte.

Agarré ambos colmillos cuando la cabeza casi rozaba el suelo. Nada podía contener aquel tajo doble y feroz. Me di cuenta mientras empujaba hacia el suelo con todas mis fuerzas.

Pero lo intenté, y en cierto modo lo conseguí por espacio de un segundo…

Por lo menos, mientras fui arrojado por el aire, rasgadas y sangrantes las manos, vi que «Bortan» había logrado zafarse apartándose de la mortal acometida.

Me mareó la caída porque fui arrojado lejos y alto. Oí un gran berrido similar al de un cerdo furioso. Hasán gritó y «Bortan» emitió, una vez más, su hondo rugido batallador.

… Y el ardiente rayo rojo de Zeus descendió por dos veces de los cielos.

… Y todo quedó en silencio.

Lentamente, pude ponerme en pie.

Hasán estaba en pie junto a la pira llameante, con un tizón al rojo vivo todavía alzado en posición de lanzamiento de jabalina.

«Bortan» estaba olfateando la montaña de carne estremeciéndose.

Cassandra se hallaba en pie junto al ciprés con su espalda contra el tronco. Llevaba pantalones de cuero, una camisa de lana azul y mi escopeta para elefantes aún humeando. Ostentaba una tenue sonrisa.

—Eh… Hola, Cassandra. ¿Dónde estuviste?

Dejó caer la escopeta lentamente, estaba muy pálida. La tuve abrazada antes que el arma cayera al suelo.

—Luego te preguntaré —dije—, ahora no. Ahora nada. Sólo sentarnos aquí bajo este magnífico árbol y contemplar el fuego.

Eso hicimos.

Un mes después, Dos Santos fue despedido del Radpol. Él y Diane parecieron haber desaparecido desde entonces. El rumor pregona que renunciaron al Retornismo, se trasladaron a Taler y viven allí ahora. Nunca conocí la historia completa de Peluca Roja, y supongo que nunca la sabré. Ni creo tampoco que vuelva a verla nunca.

Poco después de la reorganización del Radpol, Hasán regresó del Monte Sindjar, permaneció algún tiempo en Port-au-Prince, luego compró un barco pequeño y zarpó una mañana sin despedirse de nadie ni dar la menor indicación sobre su punto de destino. Se supuso que había encontrado un nuevo empleo en algún lugar. Varios días después hubo un huracán y oí rumores en Trinidad referentes a que la resaca lo depositó en la costa del Brasil y halló la muerte a manos de los fieros miembros de una tribu que rondaban por allá. Intenté comprobar la veracidad de este rumor, pero me fue imposible.

Dos meses más tarde, Ricardo Bonaventura, presidente de la Alianza Contra el Progreso, un grupo disidente del Radpol que había incurrido en la desaprobación de Atenas, murió de apoplejía durante una reunión del partido. Hubo algunos chismorreos acerca del veneno Divban en las anchoas de un aperitivo (una combinación sucesivamente letal, me aseguró George), y al día siguiente el nuevo capitán de la Guardia de Palacio se esfumó misteriosamente, con un «skimmer» y las actas de las tres últimas sesiones secretas del ACP (sin mencionar el contenido de una pequeña caja fuerte que también se esfumó). Le han descrito como un hombretón de ojos amarillos, bronceado, barbudo, con un toque levemente arábigo en sus rasgos faciales…

Jasón sigue pastoreando por las alturas donde los dedos de Aurora son los primeros en pintar el cielo con rosas, y sin duda alguna corrompe a la juventud con sus canciones.

Ellen está nuevamente embarazada, toda delicadeza pese a su cintura hinchada, y no quiere hablar con nadie excepto con George. George quiere intentar una caprichosa cirugía embrionaria, para convertir a su próximo retoño en un respirador de agua a la vez que respirador de aire, lo cual le permitiría cruzar esa gran frontera virgen bajo el océano y él sería padre de una nueva raza y escribiría un interesante libro sobre la materia. Pero Ellen no está muy entusiasmada con la idea, o sea, que tengo el presentimiento que el océano permanecerá virgen algún tiempo más.

He decidido seguir en la Oficina. Fundaré una especie de Parlamento después que haya elaborado un partido de oposición al Radpol. Quizá el Rec In, o algo similar, para designar algo así como los Reconstruidores Independientes.

Y Cassandra, mi princesa, mi ángel, mi encantadora dama, sigue adorándome. Y yo a ella.

Ella era «el cargamento de héroes» que Hasán había oteado en el mar aquel día en Pagasae. Aquel barco de vela. Aunque no transportaba vellones de oro, sino simplemente mi armero personal. Sí. Era mi Vanidad Dorada aquel velero. Ella estaba navegando en mi barco cuando los cimientos de Kos se hundieron. Después, hizo proa a Bolos porque sabía que Makrynitsa rebosaba de parientes míos. Fue algo maravilloso que tuviera ella la sensación que había peligro y transportase a tierra mis armas pesadas. (También fue algo maravilloso que supiera cómo usarlas. Sobre todo, la de matar elefantes.) Tendré que aprender a tomar sus premoniciones más en serio.

He comprado una casa en un sitio muy tranquilo al extremo de Haití opuesto a Port-au-Prince. Tiene una gran playa y abundante jungla en torno. Necesito poseer un distanciamiento, como toda la isla, entre la civilización y yo, porque tengo, bueno, un problema de caza. El otro día cuando vinieron unos abogados no prestaron mucha atención al cartelito: «Cuidado con el perro». Ahora, sí. El que está bastante averiado en la clínica renunció a presentar una demanda por daños, y George lo pondrá nuevo en poco tiempo. Los otros no resultaron tan gravemente perjudicados.

Por suerte, yo andaba cerca.

Todo el planeta Tierra fue comprado por el Gobierno Talerita, adquirido por los generosos, abundantes y ricos «shtigo». Ahora todo el mundo es vegano. Y pocos son los terrícolas que desean regresar.

El sabio viejo Tatram procuró de todos modos que los «shtigo» no fueran propietarios de la Tierra. La compra fue hecha en nombre de su nieto, el difunto Cort Myshtigo.

Y Myshtigo dejó escrita su voluntad de reparto, su última voluntad y testamento, al estilo vegano. Me citaba.

Pues sí… He heredado el planeta.

La Tierra, para concretar más.

Diablos, yo no la quiero. Quiero decir que si bien de momento estoy comprometido en el asunto, ya veré cómo salirme del apuro.

El viejo Tatram empleó diversas artimañas legales. Pero esencialmente quería a alguien que conociese bastante la Tierra para poder ser su administrador, y que no quisiera apropiarse de ella para su uso personal y codicioso.

Cort llegó a escribir su libro.

En realidad deseaba comprobar si yo era bueno, honrado, noble, puro, leal, fiel, fidedigno, altruista, amable, alegre, y «sin ambiciones personales».

Lo cual significa que era un extravagante lunático, porque dijo:

—Sí, es todo eso.

Desde luego, le engañé sin proponérmelo.

Tal vez tuviera razón acerca de mi falta de ambiciones personales, aunque supongo que se debe a que soy condenadamente perezoso, y no tengo el menor deseo de contraer constantes jaquecas y migrañas de las que abundaban en la atormentada Tierra.

Me basta y sobra con tomarme en ella unas vacaciones.

De momento la Tierra es salvaje e inhabitable. Es, un lugar pedregroso e inhóspito. La basura deberá ser limpiada, sección por sección. Lo cual significa mucho trabajo. Me propongo poner a George al frente de un programa de Sanidad Pública.

Saldremos adelante. Ya estoy cansado de ser un sepulturero y un tipo nacido con propensión para los alborotos.

Cassandra y yo disfrutamos de esta casa en la Isla Mágica. A ella le gusta. A mí también. Ya no le importa mi edad indeterminada. Lo cual es estupendo.

Precisamente esta misma mañana a hora temprana, cuando estábamos tendidos en la playa contemplando al sol poniendo en fuga a las estrellas, me volví hacia ella para comentar que la tarea que me aguardaba iba a ser de las que dan úlceras, dolores de cabeza y demás.

—No, no lo será —replicó ella.

—Eres demasiado optimista, Cassandra.

—No. En aquella ocasión, te dije que estabas encaminándote hacia grandes peligros, y fue así, aunque entonces no me creíste. Esta vez tengo la sensación que las cosas irán bien. Eso es todo.

—Dando por buena tu profecía en el pasado, sigo opinando que subestimas lo que nos espera…

Levantándose, dio ella un leve talonazo en el suelo.

—¡Nunca me crees!

—Claro que sí te creo. Lo único que pasa es que ahora estás equivocada, querida…

Entonces fue a zambullirse. Mi preciosa sirena nadó, alejándose en las oscuras aguas. Tras cierto tiempo, regresó.

Sonriente, sacudiéndose el agua del cabello, dijo:

—De acuerdo. Tienes razón.

La cogí por el tobillo, atrayéndola sobre la arena a mi lado, y empecé a cosquillearla.

—¡No sigas!

—Eh, pero si te creo siempre, Cassandra. De veras. Seguro que tienes razón.

—Tú lo que eres es un engreído petulante… ¡ay!

Estaba encantadora allí en la playa; la enlacé, y permanecimos hasta que el día nos rodeó por doquier.

Y el sitio es precioso. Ideal para terminar mi relato.