Claude Ford sabía perfectamente cómo había que cazar un brontosaurio. Había que arrastrarse sin miramiento alguno por el barro entre los sauces, sobre florecillas primitivas de pétalos tan verdes y marrones como un campo de fútbol, sobre la loción de belleza que era el lodo. Había que acechar a la criatura, de aspecto tan majestuoso como el de un calcetín lleno de arena, tendiéndose entre las cañas. Allí estaba el animal, permitiendo que la gravedad uniera su panza a la exquisita humedad del cenagal, barriendo la hierba con los orificios de su nariz, que recordaban los de un conejo monstruoso, resoplando y buscando más cañas apetitosas. Era una bestia bellísima. El horror había alcanzado en ella su expresión suprema, completando todo el círculo y desapareciendo finalmente en su propio esfínter. Sus ojos brillaban con la viveza del dedo gordo del pie de un cadáver semicorrupto. Su hedionda respiración y la piel de sus toscas cavidades auditivas eran elementos a recomendar muy especialmente a toda persona que, de otro modo, se hubiera sentido inclinada a ensalzar ensoñadoramente la obra de la Madre Naturaleza.
Pero a ti, pequeño mamífero de pulgares en oposición, que aferras en tus garras (de otra forma indefensas) un rifle semiautomático de alta potencia, calibre 65, autorrecargable, cañón doble, visión telescópica y computación digital, y te deslizas entre los sauces prehistóricos, lo primero que te llama la atención es el pellejo descomunal del saurio. Despide un olor tan resonante como la nota baja de un piano. Hace que la epidermis del elefante parezca un trozo de papel higiénico arrugado. Es gris como los mares vikingos, gruesa como los cimientos de una catedral. ¿Qué posible contacto hasta el hueso podría mitigar la agitación de esa carne? Sobre ella retozan los pequeños parásitos pardos —¡puedes verlos desde aquí!— que habitan en esas crestas y desfiladeros grises, tan bulliciosos como duendes, tan crueles como cangrejos. Si uno de ellos salta sobre ti, te partiría la espalda. Y cuando uno de esos parásitos se detiene para levantar su pata junto a una de las vértebras del brontosaurio, puedes ver que lleva a su vez su propio lote de vividores, cada uno de ellos tan grande como una langosta. Porque ahora ya estás muy cerca, oh, tan cerca que oyes el latido del primitivo órgano cardíaco del monstruo, mientras el ventrículo, de forma milagrosa, se mueve en armonía con la aurícula.
El tiempo de escuchar al oráculo ha pasado: ya has cubierto la etapa de los augurios y ahora te encaminas hacia la muerte, la tuya o la suya. Hoy ya no hay más tiempo para la superstición. De ahora en adelante, la respuesta a tus plegarias saldrá de tu tempestuoso valor, de esta temblorosa aglomeración de músculos enmarañada inescrutablemente bajo el envoltorio de piel brillante por el sudor, de esta sangrienta prisa por matar al dragón.
Podrías disparar ahora. Sólo hay que esperar a que esa diminuta cabeza de excavadora haga una nueva pausa para engullir un montón de juncos, y con un vulgar bang mostrarás a todo el indiferente mundo jurásico que presencia la escena la obra final del impulso sexual evolutivo. Sabes muy bien por qué te detienes, aunque finjas lo contrario. Ese viejo gusano de tu conciencia, largo como un bate de béisbol, de vida tan larga como la de la tortuga, está actuando. Más monstruoso que la serpiente, se desliza a través de todas tus sensaciones. A través de las pasiones: diciendo que aquí hay un blanco fácil, ¡oh, inglés! A través de la inteligencia: susurrando tediosamente que el ave rapaz que nunca se sacia, se asentará de nuevo cuando la tarea esté finalizada. A través de los nervios: diciendo burlonamente que cuando la corriente de adrenalina cese de fluir empezarán los vómitos. A través del maestro que hay detrás de la retina: forzándote a aceptar como belleza visual lo que estás contemplando.
Ahórranos ese miserable disparate de una palabra, belleza. ¡Madre santa! ¿Es esto un documental, no estamos excluidos?
«Situados ahora sobre el dorso de esta titánica criatura, vemos una docena redonda —y amigos, nunca mejor dicho lo de redonda— de aves de exóticos plumajes, exhibiendo en ellos todo un colorido que parece más propio de la magnífica y fabulosa playa de Copacabana. Son tan “redondas” porque se alimentan del estiércol que cae de la mesa del opulento. ¡Observen ahora esta bellísima toma! Vean cómo se alza la cola del brontosaurio… Maravilloso, un par de quintales por lo menos brotando de su orificio posterior. Una auténtica belleza, amigos, suministro directo de consumidor a consumidor. Las aves se disputan ahora el botín. ¡Hey vosotras, hay bastante para todas! Y además, ya estáis bien gordas… Y nada que hacer ahora, como no sea volver al viejo filete de carne que son estas nalgas y esperar la próxima tanda. Y mientras el sol se sumerge en el oeste jurásico, nos despedimos diciendo: ¡Que aproveche!»
No, te estás demorando y ése es el trabajo de toda una vida. Mata a la bestia, no prolongues tu agonía. Te envalentonas, levantas el rifle hasta el hombro y apuntas. Hay un terrible estruendo y te quedas aturdido. Miras a tu alrededor sin contener tus temblores. El monstruo sigue ronzando, aliviado por haber hecho suficiente ruido como para inquietar al Anciano Marinero.
Enfurecido (¿o se trata de otra emoción más sutil?), sales ahora de los matorrales y te enfrentas a la bestia. Y esta situación es típica de los apuros a que te lleva constantemente tu consideración hacia ti mismo y los demás. ¿Consideración? ¿O vuelve a ser algo más sutil? ¿Por qué has de estar confuso? ¿Sólo porque procedes de una civilización confusa? Pero se trata de un tema que deberás analizar después, si hay un «después», porque esos ojos de cerdo que se concentran en ti y esa boca, tan cercana que podría alcanzarte con su saliva, amenazan pelea. ¡Que no sean sólo tus fauces, oh monstruo, sino también esas patas enormes y, si te parece, tu masa gigantesca aplastándome! Que la muerte sea una saga, sagaz, al estilo de Beovulfo.
A cuatrocientos metros de distancia se oye una docena de hipopótamos saltando estrepitosamente, vestidos con túnicas de barro ancestral. Un instante después, una cola inmensa, tan larga como el domingo y tan espesa como el sábado por la noche, se abalanza sobre tu cabeza amenazando con partirla. Te agachas, porque es tu obligación, pero da igual: la bestia no te habría alcanzado aunque no te hubieras movido, ya que su coordinación de movimientos no es mejor que la tuya si tuvieras que acertarle a un mono con el Woolworth Building. Una vez hecho esto, el saurio parece pensar que ya ha cumplido con su deber. Se olvida de ti. Y tú deseas que te fuera tan fácil olvidarte de ti mismo. Después de todo, ése fue el motivo por el que viniste aquí. Olvídese de todos sus problemas, decía el folleto del viaje en el tiempo, que para ti significaba olvidarte de Claude Ford, un granjero tan inútil como su nombre con una terrible esposa llamada Maude. Maude y Claude Ford, que no se avenían el uno al otro o al mundo en que habían nacido. Era la mejor razón en el mundo tal-como-está para venir aquí y cazar lagartijas gigantes… aunque fuiste lo bastante necio como para creer que ciento cincuenta millones de años significarían una cierta diferencia para el revoltijo de pensamientos en un vórtice cerebral de un hombre.
Tratas de contener tus absurdos y babeantes pensamientos, pero en realidad no han dejado de existir nunca desde los tiempos cocacolaborantes de tu juventud. ¡Dios mío! ¡Si no existiera la adolescencia, habría que inventarla! Delicadamente, te animas a volver a mirar la enorme masa de este tirano vegetariano en el que descargaste tus confusos deseos de vida-muerte, todas las emociones de las que es capaz el organismo humano. En esta ocasión el monstruo es real, Claude, tal como querías que fuera, y en esta ocasión debes enfrentarte a él antes de que se vuelva y te ataque de nuevo. Alzas tu arma por segunda vez y esperas hasta poder apuntar al punto vulnerable.
Las espléndidas aves revolotean, los parásitos retozan como perros y el cenagal gime cuando el brontosaurio se inclina e introduce su menudo cráneo en el agua, agitándolo entre aquella brillante bilis para buscar forraje. Tú contemplas la escena. Nunca has estado tan nervioso en toda tu agitada vida y confías en que esta catarsis exprima para siempre hasta la última gota del ácido del miedo que llevas dentro. Perfecto, te dices locamente una y otra vez, echando a perder el millón de dólares que ha costado tu educación del siglo XXII. Perfecto, perfecto. Y mientras lo dices por enésima vez, la cabeza de pesadilla sale del agua como un expreso y mira en dirección hacia ti.
Pasta en dirección hacia ti. Mientras aquellas fauces mastican con sus grandes y romos molares, postes de hormigón subiendo y bajando, ves que el agua de la ciénaga desborda labios sin bordes, bordes sin labios, mojando tus pies y empapando la tierra. Tallo y raíz, hojas, flores y barro… todo lo ves intermitentemente en ese estómago dentado. Entre la confusión, debatiéndose, revolviéndose o yendo de un lado para otro, pececillos, pequeños crustáceos, ranas… todos condenados a las entrañas que se ocultan tras las terribles y trituradoras fauces. Y cuando el glup-glup-glup se produce, aquellos ojos capaces de soportar el fango vuelven a vigilarte.
Estas bestias viven hasta doscientos años, informa el folleto del viaje en el tiempo, y es evidente que este animal se ha esforzado en no renunciar a uno solo de los años que le corresponden, porque sus ojos reflejan siglos de antigüedad, décadas y más décadas de revolcones irreflexivos que le han permitido adquirir la sabiduría de la inconsciencia. Para ti es como mirar un charco inquietante y la sensación te produce un shock psíquico. El resultado es un reflejo que te hace disparar dos veces. Bang, bang. Las terribles balas de expansión buscan el blanco.
Esas luces seculares, mortecinas y sagradas, se apagan sin la más mínima vacilación. Claustros que se cierran hasta el Día del Juicio. Tu ensangrentado recuerdo te atormentará para siempre. Las membranas nictitantes se cierran lentamente sobre las destrozadas pupilas, sábanas sucias cubriendo un cadáver. Las mandíbulas prosiguen su lento masticar. La cabeza cae poco a poco al suelo. Un reguero de sangre de reptil se desliza por una de las arrugadas mejillas. Todo es lentitud, agua goteando, el ritmo tétrico de la Era Secundaria. Y tú sabes que, si la Creación hubiera dependido de ti, habrías encontrado algún medio menos angustioso que el Tiempo para ponerla en movimiento.
¡No importa! ¡Llenen sus vasos, señores! ¡Beban! ¡Claude Ford ha matado a una criatura inofensiva! ¡Viva Claude el Feroz!
Contienes la respiración cuando la cabeza toca el suelo, arrastrando con ella ese cuello tan largo y tan cómico. Las fauces se cierran para siempre. Observas y esperas que suceda algo más, pero en vano. Todo ha terminado. Podrías quedarte aquí ciento cincuenta millones de años, lord Claude, y no verías nada nuevo. Los predadores reducirán a huesos esa poderosa masa de carne y el tiempo se encargará de hundir el esqueleto en el fango. El peso de los restos hará que éstos vayan profundizando cada vez más en el subsuelo. Luego crecerá el nivel de las aguas y un viejo Mar Conquistador se presentará con el aire despreocupado de un tahúr que está dando una mala mano a sus acompañantes. El lodo y sus sedimentos se filtrarán en la imponente sepultura, una llovizna que durará siglos enteros. El lecho del viejo brontosaurio se elevará y descenderá, quizá hasta seis veces, con la suficiente suavidad para no turbar al muerto y pese a que las rocas sedimentarias estarán empezando a rodearlo. Finalmente, cuando su sepulcro supere en majestuosidad al de cualquier raja indio, las fuerzas de la Tierra harán emerger al saurio, todavía dormido, hasta dejarlo en una cresta de las Montañas Rocosas, muy por encima del nivel de las aguas del Pacífico. Pero nada de eso es de tu incumbencia, Claude el Guerrero. Una vez el diminuto gusano de la vida ha dejado de existir en el cráneo de la criatura, el resto no tiene importancia alguna para ti.
Te has quedado insensible. No sabes dónde estás. Esperabas espectaculares estertores de agonía, bramidos de furia. Al mismo tiempo, te alegras de que aquella cosa no diera señales de estar sufriendo. Eres sentimental, como todos los hombres crueles. Eres aprensivo, como todos los hombres sentimentales. Te pones el rifle bajo el brazo y te acercas al brontosaurio para obtener un goce visual de tu victoria.
Pasas junto a las torpes patas, observas la blancura putrefacta del risco de la panza, te apartas de esa caverna reluciente y evocadora de pensamientos que es la cloaca de la bestia y te detienes en la curva de la cola. Ahora tu decepción es tan clara y evidente como una tarjeta de visita: el gigante no es la mitad de grande de lo que tú habías pensado. Por ejemplo, no es ni la mitad de grande que la imagen de ti y Maude que guardas en tu mente. ¡Pobre pequeño guerrero! ¡La ciencia no inventará jamás algo útil para ti, para esa muerte titánica que deseas en las cavernas contraterrenales donde moran los espantosos impulsos instintivos de tu id!
No te queda más remedio que huir a tu tiempo móvil con el estómago repleto de anticlímax. Mira, las espléndidas aves consumidoras de excrementos ya han aceptado la realidad de su situación. Una a una, extienden sus encogidas alas y vuelan desconsoladamente sobre el cenagal, en busca de un nuevo huésped. Saben reconocer los virajes de la suerte y no esperan la llegada de los buitres. Las aves se van y tú te alejas.
Te alejas, pero te detienes. Debes regresar, no puedes hacer otra cosa, pero 2181 d. C. no es simplemente un año. Es Maude. Es Claude. Es todo ese terrible, desesperado e interminable intento de adaptarse a un ambiente cuya complejidad jamás cesa de crecer. Tu huida de aquel mundo para venir a La gran simplicidad del Jurásico —el título del folleto de tu viaje— fue solamente una evasión temporal. Y ha terminado.
Por eso te has detenido. Y mientras piensas, algo cae certeramente sobre tu espalda, lanzándote de bruces contra el oloroso fango. Luchas y chillas porque unas pinzas de langosta te están desgarrando el cuello. Tratas de coger el rifle, pero no puedes. Te retuerces agónicamente, y un segundo después ese crustáceo voraz se abalanza sobre tu pecho. Agarras a la criatura por su caparazón… y te arranca los dedos de cuajo. Cuando mataste al brontosaurio no tuviste en cuenta que sus parásitos abandonarían el cadáver, y que para un renacuajo como tú esos animales serían mucho más peligrosos que su huésped.
Haces todo lo que puedes y pataleas durante tres minutos como mínimo. Para entonces, tienes encima toda una manada de esas criaturas. Ya te están sacando brillo a los huesos. Te gustará estar allí arriba, en las Montañas Rocosas. No te enterarás de nada.