I
Por encima de la ciudad incendiada, una mujer solloza un blues. Cómo llora, cómo gime. Llamas alimentadas por lágrimas rastrean el cielo.
Es una viejísima canción:
Lléname como las montañas. Lléname como el mar.
Retorciéndose en el calor, ella se yergue donde no hay apoyo. Las llamas lamen su cuerpo.
Toda entera.
Finamente trazados, con un brillo de hielo, los cables manipuladores irradian hacia fuera. Tensas ligaduras entre su cuerpo y la parpadeante oscuridad, todos los cables conducen a la intangible, abrumadora figura que está detrás de ella. Sin expresión, Átropos mira a la mujer.
Con el rostro contraído, ella mira el corazón de un millón de fuegos y grita.
Toda entera.
Átropos alza las terribles y brillantes hojas de la cizalla y corta sin vacilar los cables. Con los miembros extendidos hacia los cuatro puntos cardinales, la mujer se precipita sobre las llamas. Queda instantánea y completamente consumida.
El rostro de Átropos permanece oculto por las sombras.
II
Alpertron presenta
CONCIERTO JAIN SNOW
con MOOG ÍNDIGO
estimulación a sesenta bandas por RobCal.
23 y 24 de junio
Una sola actuación a las 21.00
Localidades: 20, 16 y 12 dólares.
Disponibles en todas las taquillas Alpertron o en la entrada.
MONTAÑAS ROCOSAS
RUEDO CENTRAL
DENVER
III
Me llamo Robert Dennis Clary y nací hace veintitrés años en Oil City, Pennsylvania, donde crecí. Obtuve la licenciatura de ingeniero electrónico y un título en electrónica.
—No es usted idóneo, mister Clary —dijo el rector—. Le falta el necesario espíritu de equipo. Hablando francamente, es usted egoísta. Y una estafa.
Mi madre me dijo una vez que lamentaba que yo no fuera lo bastante guapo como para salir adelante sin trabajar.
—Escucha, mamá. Estoy bien. No hay nada de malo en trabajar en el circuito de conciertos.
Trabajo muchísimo ahora. Nunca he sido lo bastante genial como para tener un puesto realmente bueno con, por ejemplo, Bell Futures, u otra de las grandes firmas espaciales. Pero poseo una cualidad que se cotiza: lo que el entrevistador llamó una afinidad especialmente coordinadora para los circuitos múltiples. Parecía asombrado cuando yo terminé de manipular la consola de estimulación.
—Dios, muchacho, te metes de verdad en ello, ¿no?
Así fue como conseguí el puesto en la Alpertron, S. L., la gran agencia de promoción y programación. Estoy en la gira de conciertos, y manejo su panel de estimulación; a un lado del escenario estamos mi consola y yo. No es muy distinto, en principio, de tocar uno de los instrumentos del grupo musical, aunque es endiabladamente más complicado que el sintetizador de Nagami, incluso. Parece bastante sencillo; mi consola es el enlace esencial entre el intérprete y el público. Simplemente un transceptor de retroalimentación glorificado: recoge la carga empática de Jain, la canaliza hacia el público, éste reacciona y añade su propia carga, y yo se la devuelvo a la estrella. Y luego, vuelta a empezar, utilizando las sesenta bandas de estimulación, cada una con sus controles separados para equilibrar, aumentar e intensificar. La cosa puede desmadrarse, y por eso no todo el mundo puede hacer este trabajo. Lo que me ayuda es que, al parecer, yo tengo una resistencia natural al exceso de radiación de las transmisiones empalicas.
—¿Has pensado alguna vez en enseñar? —preguntó el consejero vocacional del colegio.
—No —dije—. Me gusta la acción.
Y por eso estoy en el circuito de conciertos de Jain Snow; en mi opinión, la única verdadera cantante de blues y estrella de estimulación.
Jain Snow, mi intermitente amor no correspondido. Su voz es áspera: suena suave hasta que te desgarra.
Es mayor que yo, cuatro, quizá cinco años; pero parece una adolescente. Jain es alta, tiene una revuelta mata de pelo rojo, y su cara no es tanto bonita como intensa. Nunca he conocido a nadie que no quisiera hacer el amor con ella.
—Cuando eres una estrella —dijo una vez, medio borracha— no te cuelgan por coger el último pastel del plato.
Eso me incluye a mí, y a veces me deja meterme en su cama. Pero no muchas.
—¿Te gusta? —dijo.
—Eres realmente estupenda —contesté, soñoliento.
—No hablo de mí —dijo—. Quiero decir estar en la cama de una estrella.
Le dije que era un bicho y ella se rió.
No las suficientes.
Ya sé que yo no me atrevo a insistir; y aunque me atreviera, seguiría existiendo Stella.
Stella Vanilla (nunca he sabido cuál es su verdadero apellido) es el guardaespaldas de Jain. Otras estrellas de estimulación tienen batallones de karatekas asesinos como protección. Jain sólo necesita a Stella.
—Stella, ¿me traes un whisky? Sí, irlandés. Si no tienen, escocés.
Ella es más baja que yo, menuda y morena, con el pelo castaño y rizado. También es experta en todas las artes marciales que yo conozca. Y si todo lo demás falla, en el bolsillo lleva un Colt Pitón 357 con un cañón de diez centímetros. La primera vez que lo vi, pensé que ella no podría siquiera levantarlo.
Pero vaya si puede. Vi a Stella cuando, a la salida del Ruedo Bradley en Los Ángeles, un grupo de excitados motoristas quisieron acercarse demasiado a Jain.
—Apartaos, reptiles.
—¿Quién eres tú para decirlo?
Ella tuvo que sostener el arma con las dos manos, pero el cañón no vaciló. Stella disparó una vez: la bala se incrustó en las entrañas de una Harley-Waukel aparcada. Los motoristas retrocedieron rápidamente.
Stella envuelve a Jain en su protección como en una capa. Lo cual, a veces, divierte a Jain; lo noto. ¿Stella? ¿Puedes marcarme un par de gramos? Stella, llámame a Alpertron. Stella, echa a los tipos de la entrada. Stella… El cuento de nunca acabar.
Cuando la conocí, pensé que Stella era la persona más fría que me había encontrado jamás. Y en Des Moines la vi llorando, sola, en una cabina telefónica a oscuras. Jain la había despertado y le había dicho que se diera un paseo de dos horas mientras ella se tiraba a un tío que se había ligado en el bar del hotel. Yo di golpecitos en el cristal de la cabina; Stella me ignoró.
Stella, ¿la quieres tanto como yo?
Aquí estamos: un simpático, simbólico y obtuso triángulo. Y, sin embargo… Somos una feliz familia del mundo del espectáculo.
IV
Estamos en el jet fletado por Alpertron, S. L., volando a 12.000 metros sobre el Oeste de Kansas. Stella y Jain están sentadas al otro lado del pasillo. Es un vuelo largo y se ha producido una pausa en la conversación, generalmente ruidosa. Jain hojea el último catálogo de Neiman-Marcus; las listas de venta por correo son su pasión actual.
Levanto la vista cuando ella estalla en una risa ronca.
—No te fastidia. ¿Quieres mirar esto? —Señala el catálogo abierto sobre su regazo.
Hollis, la operadora de color de Moog índigo, está sentada detrás de ella. Se inclina y alarga el cuello sobre el hombro de Jain.
—¿Qué?
—Eso. El VP.
—¿Qué es VP?
—Vídeo —dice Hollis.
—¡Eh, todos! —Jain levanta la voz, cortando estridentemente todas las conversaciones—. Fijaos. Por una módica cantidad, estos tipos me ponen un aparato de vídeo en la lápida. Tiene de todo, sonido estéreo y color. Lo único que tengo que hacer es ir y cortar la cinta antes de morir.
—¡Fantástico! —dice Hollis—. Puedes dejar un álbum de tus mejores éxitos. Ya sabes, para la posteridad. Conciertos gratis sobre la hierba todos los domingos.
—Eso es realmente morboso —dice Stella.
—Gratis, un cuerno —sonríe Jain—. El que quiera ver el espectáculo, que nieta un dólar en la ranura.
Stella mira por la ventana, asqueada y molesta.
—¿Quieres un chisme de ésos para tu cumpleaños? —pregunta Hollis.
—No —Jain sacude la cabeza—. No voy a necesitarlo.
—¿Nunca?
—Bueno… no en mucho tiempo.
Pero yo pienso que sus palabras son inseguras.
Luego solamente escucho a medias, mientras, miro los bancos de nubes desperdigados, y las Montañas Rocosas, que se alzan al Oeste. Mañana por la noche actuaremos en Denver.
—Es lo más cerca de casa que pienso ir —había dicho Jain en Nueva Orleans, cuando descubrimos que Denver estaba programado.
—¿Un qué? —la voz de Jain suena desconcertada.
—Un cenotafio —dice Hollis.
—Cállate —dice Stella—. Maldita sea.
V
Estamos en el Ruedo Central, el orgullo arquitectónico de Denver. Este es el lugar de reunión más grande de Montañas Rocosas, esa heterogénea y anacrónica ciudad-franja que se agarra a la cordillera frontal desde Billings hasta el Sur de El Paso.
La cúpula se extiende hasta más allá del alcance de las luces. Si fuera rígida, no podría haber un Ruedo Central de Montañas Rocosas. Pero está hecha de una variedad de plástico flexible, y unos ventiladores insuflan aire caliente para mantenerla hinchada. Estamos en la parte interior de un gigantesco globo. Cuando el ruedo está lleno, el calor humano del público mantiene la cúpula inflada, y el personal cierra los ventiladores.
Un rato antes maté el tiempo leyendo el panfleto de propaganda del lugar. Como dice el diseñador, la combinación del ruedo y los espectadores convierte a la cúpula en un organismo sustentador. Por error, primero leí «orgasmo».
Escucho conversaciones cruzadas a través de las clavijas insertadas en mis orejas, mientras la gente del montaje comprueba las luces, el sonido, el color y todos los demás sistemas. Finalmente un técnico anónimo entra en el circuito para examinar a fondo mi consola de estimulación.
—Vale, Rob, estoy en la cabina sobre el pasillo del Este. Dame un bajo.
Mis pezones estaban sensibilizados por la lengua de ella, que es áspera como la de un gato.
Estoy conectado a un aparato de pruebas tan potente como el vestido que Jain llevará luego… aunque no tan exótico. Deslizo el mando de una banda hasta que alcanza la posición cinco en una escala de cien.
—¿Cinco? —pregunta el técnico.
—Sí.
—Lectura correcta. Dame unas cuantas bandas más.
Obedezco. Sus labios y su lengua me besan, descendiendo por mi vientre.
—Un poco más alto, por favor.
Pongo las bandas en quince.
—Realmente estás de humor.
—¿Qué quieres que piense?
—Jesús —dice el técnico—. Deberías estar actuando. A la multitud le encantaría.
—Pagan por Jain. La estrella es ella.
Intenté ponerme encima; ella no me dejó. Un momento después, ya no me importaba.
—¿Acabas de poner la banda en treinta? —la voz del técnico suena rara.
—No. ¿Leíste eso?
—Negativo, pero por un momento me lo pareció. —Hace una pausa—. No permitirás que tu vida emotiva se interfiera en tu trabajo, ¿verdad?
—Vete a la mierda —contesto—. No es asunto tuyo.
—Nada de amenazas —dice el técnico—. Era una sugerencia solamente.
—Métetela por el…
—Vale, vale. Es una chica deliciosa, Rob. Y como tú dices, es la estrella.
—Ya.
—Bueno. Pásame otras cinco bandas, Rob; amplio espectro, esta vez.
Lo hago, y el técnico está satisfecho del resultado.
—Así está bien —dice—. Volveré contigo luego.
Corta el circuito. Todas las comprobaciones están hechas; ya no hay nada en los circuitos, salvo un ruido de fondo como de insectos trepando por periódicos viejos. Ella no me va a permitir estar exhausto durante mucho rato.
El público empieza a entrar ruidosamente.
Espero el concierto.
VI
Nunca ha existido una estrella de estimulación de la magnitud de Jain Snow. Y sin embargo, el concierto de esta noche es un fracaso. La química falla en algún punto. Las caras de la gente son como siempre, pero, por algún motivo, no están implicados. Participan, pero no lo suficiente.
No creo que el fallo esté en Jain. No detecto ninguna diferencia significativa respecto a otros conciertos. Su piel desnuda, sólo ocasionalmente velada por la malla de metal que transforma todo su cuerpo en una antena, sigue excitando al público. Yo he presenciado actuaciones suyas mucho mejores que ésta, pero también la he visto actuar peor y salir contenta del escenario, sin embargo.
Tampoco es Moog índigo; están respaldando a Jain con los juegos de luz y sonido tan expertamente como siempre.
Puede que sea yo, pero no creo que esté manipulando mal la consola de estimulación. Sí así fuera, el técnico anónimo se me hubiera echado encima inmediatamente por el circuito de comunicación.
Jain comienza el número final. No da resultado. El público está entusiasmado y quieren un bis, pero eso es todo; no deberían quererlo. Deberían necesitarlo.
Ella sale del escenario llorando. Le toco el brazo cuando pasa junto a mí. Jain se para, limpiándose los ojos, y me pide que vaya con ella al hotel.
VII
Es como la primera vez que estuve en la cama de Jain Snow. Jain deja la habitación a oscuras y no habla mientras pasamos por las distintas posturas. Su respiración se hace entrecortada; nada más. Y sin embargo, me desea más que nunca.
Al terminar, me abraza con fuerza. Su respiración se vuelve lenta y regular. Me pregunto si está dormida.
—Eh —digo.
—¿Qué? —arrastra la palabra, adormilada.
—Siento lo de esta noche.
—No fue culpa tuya.
—Te quiero mucho.
Da la vuelta para mirarme.
—¿Cómo?
—Te quiero.
—No, cielo. No digas eso.
—Es verdad —digo yo.
—No dará resultado.
—No importa —digo.
—No puede darlo.
Sé que no tengo derecho a ello, pero me siento humillado, así que me aparto de ella en la cama.
—Me da igual.
La primera vez: «Eres un maldito adolescente, Rob».
Después de un rato, ella dice:
—Robbie, tengo frío.
Así que me acerco a ella y la abrazo sin decir nada. Me doy cuenta, al rozar contra su cadera, de que la tengo dura otra vez; no se opone cuando vuelco dentro de ella toda la frustración que ella ha descargado antes en mí.
Ninguno de los dos duerme mucho el resto de la noche. Poco antes de la madrugada me adormilo brevemente y despierto de una pesadilla. Estoy desorientado y no recuerdo el sueño completo, pero recuerdo unos alambres duros y unos suaves flujos de electrones. Mi mirada se concentra de pronto y veo su cara junto a la mía. De algún modo sabe lo que estoy pensando.
—¿A quién le toca? —dice.
La antena.
VIII
Por lo menos mil chicos contratados están colocando las sillas en el ruedo esta mañana, pero, a pesar de eso, es difícil no sentirse solo. Tan grande es la cúpula. Aquí se pierden las voces. Hasta los pensamientos hacen eco.
—Va a ser un concierto fabuloso el de esta noche. Lo sé.
Jain había dicho eso y me había sonreído cuando vino por aquí sobre las diez. Pasó por el pasillo central con un revoloteo de plumas y relumbrantes tiras rojas, dejando a todo el personal atontado y trémulo.
Dios sabe por qué estaba levantada tan temprano; en los últimos ocho meses nunca la había visto levantarse antes de las doce en un día de concierto. Esa costumbre de dormir hasta tarde a mí me mataría. Yo estaba en pie antes de las ocho esta mañana, en parte porque tenía que modificar los controles antes del espectáculo, y en parte porque no quería encontrarme en la cama de la estrella cuando ésta se despertara.
—La entrada va a ser mucho más grande que anoche —había dicho Jain—. ¿Puedes manejarla?
—Sí. ¿Y tú?
Jain me lanzó otra luminosa sonrisa y se fue. Por lo tanto, aquí estoy, sustituyendo muescas del circuito.
Un par de chicos suben al escenario y sacan su desayuno de las mochilas.
—¿Has leído esto? —dice uno de ellos, sacando de su bolsillo un libro manoseado.
Su amigo niega con la cabeza.
—¿Y tú?
Vuelve el libro hacia mí; yo reconozco la cubierta.
Fue hace dos, quizá tres meses, en un estudio de Memphis, justo antes del ensayo. Jain estaba sentada leyendo. Lee mucho, aunque los de promoción lo ocultan; Alpertron, S. L., quiere explotar la imagen de la chica campesina.
—¿Qué es eso? —dice Stella.
—Un libro —Jain lo levanta para que ella lo vea.
—Lo conozco —Stella lee el título—. Receptáculo. ¿No es ése el que…?
—Sí —dice Jain.
Todo el mundo conoce Receptáculo, el libro más vendido del año. Es sobre un hecho real, sobre un tipo que fue a Praga para que le implantaran una docena de vaginas artificiales por todo el cuerpo. Injerto de nervios, desviación neurológica, todo completo. Yo le vi en la tele cuando le entrevistaron, y salía enfundado en un mono cerrado hasta el cuello.
—Es grotesco —dice Stella.
Jain coge el libro y se encoge de hombros.
—¿Tú intentarías algo así?
—Puede que yo haya ido mucho más lejos.
Un receptáculo funciona en un solo sentido.
Stella palidece y se traga lo que iba a decir.
—Oh, cielo, lo siento.
Jain sonríe y representa catorce años. Se levanta y le da un abrazo a Stella. Me mira y me guiña un ojo, y yo me pongo colorado. En un solo sentido.
Ahora, meses más tarde, al recordarlo, vuelvo a sentir calor en la cara.
—Largaos de aquí —digo a los chicos—. Estoy tratando de concentrarme.
Ellos parecen irritados, pero se marchan.
He terminado con las muescas del circuito. Ahora, el trabajo fácil. Observo perversamente los enchufes machos y hembras que estoy conectando. Jain…
El circuito de comunicación zumba perentoriamente y la voz de Jain dice:
—¿Robbie? ¿Puedes reunirte conmigo fuera?
Titubeo y luego digo:
—Desde luego, casi he acabado con el tablero.
—Tengo un coche; nos vamos.
—¿Qué?
—Sólo por la tarde.
—Escucha, Jain…
—Date prisa —dice, y corta.
Va a ser un concierto fabuloso.
IX
La muchedumbre de esta noche pone a prueba incluso la capacidad del Ruedo Central. La gente de la puerta dice que hay más de novecientas mil personas apretujadas en el espacio de la cúpula, donde flota el humo. No sólo cuesta creerlo; da miedo. Pero las computadoras no mienten.
Miro a la multitud y es como mirar al Pacífico después de oscurecer; las olas grises se extienden hacia el horizonte hasta que no puedes distinguir una de otra. Desde el escenario, incluso el murmullo de la gente suena como el del mar, igual que si estuviera en la playa intentando oír a través del ruido de la marejada. Doy gracias por llevar los auriculares, me tranquiliza oír las habituales listas de comprobaciones en el circuito interno de comunicación.
Noto que han cerrado los ventiladores antes de lo normal, pero, evidentemente, hay suficiente calor humano como para mantener la cúpula bien inflada. Imagino el Ruedo Central elevándose en el aire como esa ciudad flotante que quieren hacer en Venecia, California. Hay algo atractivo en la idea de esta cúpula flotando como un milano. Pero ahora los enormes aparatos de aire acondicionado empiezan a zumbar y la fantasía se desvanece.
Las luces disminuyen momentáneamente y el ruido del gentío aumenta varios decibelios. Me doy cuenta de que no puedo ver rasgos o caras, ni siquiera cuerpos separados. Simplemente hay demasiada gente para abarcarla. La multitud se ha fundido en una inmensa masa de carne.
—Rob, ¿estás listo? —dice la suave voz del técnico en mi auricular.
—Listo.
—Esta noche tenemos una gran entrada. ¿Puedes con ella?
¿Sesenta bandas y un tablero de comunicación entre Jain y puede que un millón de encallecidos y sudorosos espectadores?
—Seguro —digo—. Fácil.
Pero, por un momento, no estoy seguro y me doy cuenta de que estoy aferrando los bordes de la consola. Conscientemente, me obligo a aflojar los dedos.
—Vale —dice el técnico—. Pero si algo va mal, corta. ¿De acuerdo? Apágalo del todo.
—De acuerdo.
—Bien —dice él—. Espera un momento, la señorita Snow quiere saludarte.
—Hola, Robbie.
—Sí —digo—. Buena suerte.
Hay una interferencia y ella habla tan bajo que no oigo lo que dice.
—Repite, por favor —le digo.
—La piedra no se rompe. Por lo menos, no con facilidad.
Corta la comunicación.
Tengo diez segundos para contemplar la vasta muchedumbre. Me pregunto de dónde habrán sacado los logistas del ruedo casi un millón de receptores-emisores de cabeza. Sé que son alucinaciones, pero, por un instante, veo una red escarlata de difusión que va desde mi consola hasta ese millón de cráneos. No sé por qué; me descubro tendiendo la mano hacia el escudo que tapa el interruptor total de emergencia. Detengo la mano.
Se apagan las luces de la sala; la única iluminación es la de los mil pilotos de las salidas y las luces de equipo. Entonces Moog índigo entra en escena mientras la gente empieza a chillar de expectación. El grupo coge sus instrumentos en la familiar oscuridad. La multitud ya se está volviendo loca.
Hollis toca su tablero de color y lanza esferas concéntricas de colores básicos fuertes que se expanden por el ruedo: rojo, amarillo, azul.
El sintetizador de Nagami emite un volcánico torrente de notas como magma ardiente.
Y entonces, ahí está Jain. En el centro del escenario.
—Diantre —dice el técnico en mi oído—. El nivel está demasiado bajo. Súbelo por atrás.
Debía de estar en las nubes. Estoy actuando estúpidamente, como un aficionado. Despacio, subo dos unidades de estimulación.
—… os amo. A todos y cada uno de vosotros.
La multitud ruge. Comienza la transmisión. Conecto cuatro bandas más de bajo nivel.
—… lista. ¿Y vosotros?
Ellos están listos. Conecto otra docena de bandas, luego apago dos. Las cosas van un poco demasiado rápido. La fina malla que envuelve el cuerpo de Jain parece relucir por algo más que la luz que refleja. Su piel brilla de humedad.
—… empezaremos suave. Y luego llegaremos a la parte fuerte. ¿Sí?
—¡Sí! —contestan miles de gargantas simultáneamente.
Veo que ella se tambalea ligeramente. No creo que le esté dando demasiado y demasiado rápido, pero apago otro par de bandas, por si acaso. Moog índigo empieza a tocar. Hollis le da a la cúpula una palidez humeante, como de hojas que se queman lentamente. Entonces Jain Snow canta.
Y yo la lleno de ellos. Y se la devuelvo a ellos.
Espacio y tiempo medidos en mi corazón.
X
Por la tarde.
Jain hace un amplio gesto circular.
—Aquí es donde yo crecí.
Las montañas me impresionan.
—¿Aquí mismo?
Ella niega con la cabeza.
—Era muy parecido. Mi papá criaba ovejas. A unas cien millas al Norte.
—¿Pero en las montañas?
—Sí. Verdaderamente aislado. Mi papá se convenció a sí mismo de que era uno de los colonos primitivos. En realidad, era un ingeniero aeroespacial de Seattle.
El viento nos azota un momento; Jain sacude la cabeza para apartarse el pelo de los ojos. La cobijo entre mis brazos y envuelvo a ambos en mi abrigo.
—¿Quieres que volvamos al coche?
—Cuernos, no —dice—. A mí no puede asustarme un céfiro montañés.
Yo no estoy acostumbrado a tanto espacio abierto; me asusta un poco, aunque no voy a reconocerlo delante de Jain. Estamos más arriba del bosque y la ladera es demasiado pelada para mi gusto. De pronto, echo de menos las redondas y boscosas colinas de Pennsylvania. Jain contempla las rocosas extensiones erosionadas por el viento y la nieve, y yo tengo la fugaz sensación de que ella también tiene miedo.
—¿Te pasa algo?
—No. Son recuerdos.
—¿Cómo es la vida en un rancho?
—No está mal, si no te gusta la gente —dice lentamente, recordando detalles—. A mi papá no le gustaba la gente.
—¿No había vecinos?
—Ni uno en veinte millas.
—¿Hermanos? —digo—. ¿Hermanas?
—Sólo mi papá.
Supongo que debo poner cara de curiosidad, porque ella aparta la vista y añade:
—Mi madre murió del tétanos en seguida de nacer yo. Fue una cosa rara.
Intento cambiar de tema.
—Tu padre no vino al primer concierto, ¿verdad? ¿Vendrá esta noche?
—Ni hablar —dice—. No vino y no vendrá. No le gusta lo que hago.
No se me ocurre nada que decirle. Después de un rato, Jain me rescata.
—No es tu problema, y tampoco es el mío ya.
Algo perverso me impide abandonar el asunto.
—Así que creciste sola.
—Muy observador —dice en voz baja—. Tienes una gran habilidad para suavizar las cosas.
—Entonces no entiendo por qué sigues viniendo aquí. Debes odiar este lugar —insisto.
—¿Has visto alguna vez a alguien que padece claustrofobia meterse deliberadamente en un armario y cerrar la puerta? Si no lo combato de este modo… —Me clava los dedos en los brazos. Su expresión es fiera—. Esto ha de ser mejor que lo que hago en escena. —Se aparta de mí—. ¡Mierda! —dice—. Al infierno con todo.
Permanece de pie, inmóvil, mirando las montañas, durante varios minutos. Cuando se vuelve hacia mí, sus ojos son más dulces y hay un tono apagado en su voz.
—Si muero… —se ríe—. Cuando muera, quiero que mis cenizas queden aquí.
—¿Cenizas? —digo, inseguro de cuál debe ser mi respuesta. Síguele la corriente—. Por supuesto.
—Tú —dice, señalándome—. Aquí —indica la roca.
Son palabras sencillas para dar órdenes a un niño.
—Yo —digo con una débil sonrisa.
Ahora su risa es espontánea y relajada.
—Juegos de niños. ¿Jugaste a las cosas normales cuando eras pequeño, cielo?
—A la mayoría de ellas.
Casi nunca ganaba, pero me gustaba jugar, a los juegos con muchos riesgos.
—¿Martillo, roca y tijeras?
—Claro, cuando era muy pequeño. Las rocas rompen las tijeras, las tijeras cortan el papel, el papel cubre la roca —repito la cantinela nunca olvidada.
—Vale —dice—. Vamos a jugar.
Debo poner cara de duda.
—Rob —dice, en tono de advertencia.
—De acuerdo.
Extiendo la mano derecha.
—Uno, dos, tres —dice Jain.
Al decir «tres», cada uno levanta la mano derecha. La suya es un puño apretado: una piedra. Mis dos primeros dedos forman las hojas de una tijera.
—¡Gano! —cacarea, encantada.
—¿Qué ganas?
—A ti. Sólo por un rato.
Toma mis manos y las pone sobre su cuerpo.
—¿Aquí mismo, en la montaña? —digo.
—Yo pertenezco a una raza de pioneros. Pero tú… —Se encoge de hombros—. ¿Demasiado delicado?
Me río y la estrecho contra mí.
—Sólo que… —vacila—. No como las otras veces. No te tomes esto en serio, ¿vale?
En mi deseo olvido las otras ocasiones.
—Vale.
Cada uno de nosotros añade su placer al otro, y es mejor que las otras veces. Pero, incluso cuando llega, mira fijamente a través de mí, y yo me pregunto qué cara está viendo; no, ni siquiera eso: cuántas caras estará viendo. Ningún hombre puede llenarme como lo hacen ellos, cielo.
Y entonces yo también llego y, brevemente, nada importa.
Mi abrigo largo nos envuelve a los dos, y nos miramos a pocos centímetros.
—Tanta pasión, Rob… Parece aumentar.
Recuerdo la prohibición.
—Tú sabes por qué.
—¿De verdad te gusto tanto?
El personaje de la niñita.
—De verdad.
—¿Qué harías por mí, si yo te lo pidiera?
—Cualquier cosa.
—¿Matarías por mí?
—Seguro —digo.
—¿De verdad?
—Desde luego —sonrío—. Yo también sé jugar.
—Esto no es un juego.
Mi rostro debe de traicionar mi confusión. No sé cómo debo reaccionar.
Su expresión pasa de golpe a la tristeza.
—Tú eres tijeras, Robbie. Metal frío y brillante. ¿Cómo puedes esperar cortar la piedra?
¿Lo desearía yo?
XI
Las cosas empeoran.
¿Es, simplemente, que me estoy cociendo en mi propia salsa, o es que estamos explorando un punto no alcanzado en ninguna actuación? No tengo tiempo de preocuparme por ello; manejo la consola como si fuera el teclado del sintetizador de Nagami.
Tómalo
Cuando puedas conseguirlo
Donde puedas conseguirlo
Jain se balancea y la multitud se balancea, Jain se lanza y la multitud se lanza. Es un solo acto gigantesco. Es como si un temblor de tierra sacudiera la Cordillera Frontal.
Un chisporroteo en mi auricular.
—¿Qué diablos pasa, Rob? Estoy vigilando la estimulación. Estás oscilando del cero al infinito.
—Estoy tratando de equilibrarlo —digo, y desplazo algunas palancas—. ¿Algo mejor?
—Por lo menos no está peor —dice el técnico. Hace una pausa—. ¿Puedes lograr la culminación?
La culminación. La curva ascendente cuidadosamente calculada y precisa que conduce al clímax. El Gran Número. He mantenido las bandas de estimulación constantes durante los tres últimos números.
—Ahora viene —digo—. Hay tiempo.
—Vas a tener un lío gordo en Nueva York, si no lo hay —dice el técnico—. Quiero registrar una subida. Ya.
—Vale —digo.
Ámame
Cómeme
Toda entera.
—Eso está mejor —dice el técnico—. Pero sigue subiendo. Sólo registro un sesenta por ciento.
Claro, animal. No es tu cerebro el que se está abrasando por la transmisión de este millón de extraños. Me sorprende mi propia violencia. Pero elevo la estimulación a setenta. Entonces, Nagami entra en una exhibición de sintetizador, y Jain retrocede contra una fila vertical de amplificadores.
—¿Robbie? —la voz llega a mi oído izquierdo, por el circuito interno de comunicaciones reservado exclusivamente para el intérprete y yo.
—Aquí estoy, Jain.
—No lo estás intentando, cielo.
La miro a través del escenario y ella me devuelve la mirada. Sus ojos relampaguean como esmeraldas en la onda de color del generador de Hollis. Ella no vocaliza para que sus labios no se muevan.
—Lo digo en serio.
—Este es un nuevo campo —contesto—. Nunca hemos tenido un millón de personas.
Sé que ella piensa que es una excusa.
—Eso es —dice—. Esta es mi noche. ¿Me ayudarás?
Yo sabía que la cuestión surgiría, pero no sabía quién la plantearía, si ella o yo. Mi vacilación dura mucho más en mi cabeza que en el tiempo real. Tanta pasión, Rob… Parece aumentar. ¿Matarías por mí?
—Sí —digo.
—Entonces, te quiero —y corta, porque el solo termina y ella tiene que volver a entrar en foco.
De mala gana, toco los mandos y pongo la estimulación a setenta y cinco. Hay cincuenta bandas conectadas. Jain, ¿me querrás si no lo hago?
Una mirada amarga.
Ochenta. Meto cinco bandas más. Sólo quedan cinco. La multitud la está recibiendo casi entera. Y, por supuesto, lo mismo en sentido opuesto.
Una palabra halagadora.
Desde la primera vez que la oí en Washington, esta canción es la que más me gusta. Oprimo más botones. Ochenta y dos. Ochenta y cinco. Sé que el técnico debe de estar contento observando los medidores.
Un beso.
Ya están conectadas las últimas bandas. Bueno, ya estáis percibiendo la totalidad de ella, desde el alimento que hay en su intestino hasta sus temores infantiles, más profundamente enterrados, de una casa vacía llena de ecos.
Noventa.
Una espada.
Y la canción acaba, con un último acorde descendente, pero su cuerpo continúa moviéndose. Para ella sigue habiendo música.
En el circuito de comunicación el técnico aúlla:
—¡Idiota! Estoy leyendo noventa. Noventa, maldita sea. Todavía falta un número.
—Sí —digo—. Lo siento. Sólo intentaba ganar el tiempo perdido.
Él sigue gritando y yo no contesto. En el escenario, Nagami y Hollis se miran e intercambian gestos con el resto del grupo, luego Moog índigo inicia el último número casi sin pausa. Jain se vuelve hacia el lado donde yo estoy y me dedica una dulce sonrisa. Entonces, de cara al público, entra en la canción con la que siempre termina sus conciertos, el número que realmente la hizo famosa.
Lléname como las montañas.
Noventa y cinco. Sólo queda un pequeño recorrido en las muescas de la consola.
La voz del técnico suena espantada.
—¿Te has vuelto loco, Rob? Aquí dice noventa y cinco; la aguja está a punto de saltar. Baja a noventa.
—¿Cómo? —digo—. Hay interferencias. Repite, por favor.
—¡Digo que bajes! No lo queremos por encima de noventa.
Lléname como el mar.
Jain se remonta hacia el clímax. Yo avanzo las palancas a tope. La multitud está en pie; nunca he tenido tanto miedo en mi vida.
—¡Rob! Te juro que estás loco…
No sé cómo, también Stella está en la línea de comunicación.
—¡Cabrón! Le has hecho daño… Jain abre los brazos bruscamente. Su espalda se arquea de un modo imposible.
Toda entera.
Cien.
No puedo racionalizar electrónicamente lo que sucede. No puedo imaginar el afecto y el odio y la lujuria y el temor que entran en ella como un torrente y luego fluyen hacia fuera. Pero veo que la malla-antena que envuelve su cuerpo desnudo se pone incandescente hasta lanzar un destello actínico, y cierro los ojos.
Cuando los abro de nuevo, Jain es una cáscara ennegrecida que se tambalea hacia el frente del escenario. Su cuerpo cae por el borde, sobre la primera fila de espectadores.
La multitud sigue pensando que esto forma parte del montaje, y les encanta.