Capítulo V
Me despertó el estridente gorjeo de los gorriones. Sus inquietos cuerpecillos iban a dar contra las ventanas, y por una vez lamenté que en ellas hubiera cristales. Me hubiese gustado que entrasen en la sala, con su desafinado piar, para que compartieran conmigo la seguridad de aquellos muros. Eran seres diminutos que revoloteaban bajo los rayos del sol ruidosa y valientemente, pero que caían bajo las garras del águila y del halcón que descendían raudos del cielo. Y cuanto más piaban en señal de desafío, tanto más atraían a la muerte.
Pero había otros gorriones a los que podía auxiliar.
Me levanté y vestí sin ayuda alguna. No llamé a las hijas de Sara para que me peinasen, ni para que abrochasen las mangas de mi vestido en las muñecas, o adornasen mis dedos con anillos de jade y turmalina. No quise despertar a Ruth. Temía el momento de la confrontación.
Cubierta desde la punta de los pies hasta la cabeza con el ámbar y el verde de mi gorro, de mi túnica, mis guantes, medias y zapatos, me encaminé hacia el patio y tomé asiento sobre un banco, entre las hierbas aromáticas, entre la fragancia suave del espliego y el agudo olor del estragón, reflexionando en lo que debía preguntar a Ruth.
El sol ya estaba tan alto como la torre de un campanario, cuando unos ruidos que procedían de la sala me indicaron que los muchachos ya se habían despertado y estaban reunidos. Ruth y Esteban bromeaban con Juan y le empujaban, cuando entré en la estancia.
El muchacho sajón parecía estar a sus anchas, con sólo el taparrabo, y Ruth llevaba puesta la túnica verde que se puso para la cena de la noche anterior, aunque iba sin zapatos y sin capa. Estaban diciendo a Juan que debía seguir el ejemplo de ellos, y ponerse ropas ligeras para marchar al bosque.
—Estás blanco como una oveja, esta mañana —rezongó Esteban—. Necesitas tomar el sol.
Juan, ataviado con su jubón y su capa, parecía tener diez años, en lugar de doce. Sentí compasión por el muchacho. Tendría que aliarse conmigo, en contra de sus amigos. Me devolvió la sonrisa e hizo una ligera inclinación de cabeza, como diciendo: «Debe ser ahora mismo».
Habló Esteban con voz que reflejaba un profundo agradecimiento:
—Lady María —dijo—, tenemos que dejaros y emprender la marcha hacia Londres. Nos habéis proporcionado alimento y techo, y nunca os olvidaremos. En medio de un bosque tenebroso habéis sido nuestro faro. Vuestros regalos, los timbales y el rabel, nos ayudarán a ganarnos el pasaje hasta Tierra Santa.
—Caballeros y abades os arrojarán peniques —repuse—, pero los ladrones os los quitarán. Tardaréis mucho tiempo en ganar para vuestros pasajes.
—Es la única forma en que podemos ir. Y cuando regresemos por este camino, os traeremos un escudo sarraceno para que lo colguéis en la chimenea de vuestro salón.
Entonces besó mi mano con cierta ternura impulsiva y ruda. Un aroma a alcanfor le envolvía desde el baño que tomara el día anterior. Se había peinado el cabello con flequillo sobre la frente, como unos juncos que sobresalieran por encima de sus ojos intensamente azules. Pensé que el trabajo del peine pronto quedaría deslucido, y la aflicción mancharía aquel pelo rubio con sus telarañas, y tal vez con sangre.
—Creo que deberías conocer mejor a tus acompañantes —dije al fin.
Los ojos de Esteban se agrandaron, en gesto de interrogación. La inocencia que expresaban hacia mucho más difícil mi resolución.
—¿Juan? ¡Pero si es mi amigo! Si os referís a que es demasiado joven, tendríais que haberle visto luchar contra las mandrágoras.
—No; hablo de Ruth.
—Ruth es un ángel —declaró con la misma convicción con que uno dice: «Creo en Dios».
—Tú afirmas que es un ángel, ¿verdad, Esteban? Pero, ¿lo es? Pregúntaselo a ella misma.
El joven se volvió hacia la muchacha, en busca de una confirmación.
—Dijiste que habías venido del cielo, ¿no es eso?
—Sólo dije que no me acordaba —contestó ella, mirando a la alfombra persa atentamente, como si estuviera contando los polígonos o leyendo las extrañas letras que se veían en los bordes.
—Pero aseguraste que recordabas haber caído desde muy alto.
—Se puede caer desde otros lugares, además del cielo.
Juan intervino al fin.
—No obstante, aseguraste que recordabas algunas cosas —dijo con voz que parecía proceder de las hondas cuevas romanas—. Algo relacionado con el bosque; los sitios dónde hallar fresas, cómo tejer un canastillo de juncos, cómo escapar de las mandrágoras.
—Ruth —manifesté yo—; dinos quién eres. Cuéntalo todo. Queremos saberlo.
Ella comenzó a temblar.
—No lo sé, no lo sé… —murmuró.
Yo sentía ya compasión por ella, pero quise que nos revelara la verdad.
Me dirigí hacia el armario con paso lento, aunque resuelto. A pesar de mis suaves zapatillas, pisé el suelo como si estuviera aplastando unos gorgojos que amenazasen mis rosales. Abrí las puertas del mueble, me arrodillé y extraje un puñal sarraceno, cuya empuñadura de marfil estaba engastada con zafiros que adoptaban la forma de una gacela corriendo. La hoja era muy aguda, y en el acero había incrustaciones de plata.
También había acero en mi voz, cuando dije:
—No abandonarás mi casa hasta que nos digas quién eres. Te he aceptado como invitada y como amiga. Ahora tengo motivos para creer que eres peligrosa; para los muchachos, no para mí.
—¿Vais a herirme, lady María?
Y al decir esto se alejó de la luz de la ventana y se colocó en las sombras, junto a la chimenea.
Yo casi esperaba que se convirtiera de pronto en una araña, y huyese a esconderse entre las vigas del techo.
—Voy a pedirte que te sometas a una prueba.
—Entonces, creéis que soy una mandrágora…
—Creo que debes probarnos que no lo eres —respondí, y avancé hacia ella empuñando la daga—. Mi esposo dio muerte al sarraceno que poseía este puñal. Lucharon por él, y mi marido lo hundió en el corazón de su enemigo. Ya ves que su hoja está acostumbrada a la sangre. Sabrá bien lo que debe hacer.
—¡Lady María! —exclamó Esteban, y se interpuso entre nosotras dos como un jabalí iracundo, casi hasta clavarse la hoja en el propio pecho—. ¿Qué estáis diciendo, lady María?
—¡Pregúntaselo! —exclamé—. ¡Pregúntaselo! ¿Por qué tiene miedo del cuchillo? ¡Porque demostraría su culpabilidad!
Esteban me golpeó en la mano, y el puñal cayó al suelo. Me cogió por los hombros y me sacudió con violencia.
—¡Bruja! —exclamó—. ¡Has blasfemado contra un ángel!
La ira me había abandonado; sentía dudas. Me abandoné a sus manos punitivas. En ese momento sólo hubiera querido dormir profundamente.
Juan salió de su marasmo y golpeó a su amigo con los puños, desesperadamente.
—¡Es cierto, es cierto! ¡Tienes que hacer que se marche! —gritó.
Esteban replicó con un empujón tan violento como la sacudida de una ballesta. Olvidé la daga; olvidé a la muchacha. Lo único que vi fue a Juan, cuando golpeó con estruendo contra las puertas del armario, y luego se derrumbó al suelo, retorciéndose y gimiendo. Librándome de las manos de Esteban, corrí hacia el chiquillo y lo tomé en mis brazos.
—No estoy herido —dijo jadeando—; pero Ruth… el puñal…
Vi el destello de luz en la hoja que empuñaba Ruth. Esteban giró sobre sus pies, no ya como un jabalí iracundo, sino como un oso encadenado, hostigado por unos, engañado por otros. ¿Quiénes eran sus amigos, y quiénes sus enemigos? Con gesto salvaje miró al muchacho al que había golpeado y luego a la chica que había defendido. Ruth avanzó hacia mí silenciosamente, con mirada tan fría como los guijarros bajo la helada corriente. Bien hubiera podido estar muerta.
El puñal fulguró entre nosotras dos. Yo alcé las manos, en ademán de defensa, no sólo para protegerme, sino para resguardar a Juan. Ruth asestó el golpe… contra su propia mano, en la parte carnosa bajo el pulgar. Yo pude oír —sí, lo oí realmente— cómo se desgarraba la carne, y el metal raspaba contra el hueso. La hoja debió de atravesar todos los músculos de la palma, antes de llegar a los huesos. Luego ella retiró el cuchillo, sin un solo grito, con un rápido y violento tirón, como el pescador que arranca el anzuelo. Entonces extendió su mano, para enseñar la herida. La carne estaba separada, mostrando el hueso, y una sangre carmesí, sin el menor vestigio de resina, fluyó llenando el hueco de la herida.
Ruth me sonrió triunfante, pero sin malicia, igual que una niña que se hubiera justificado ante una persona mayor.
—¿Creíste que iba a herirle? —dijo casi en tono jovial; y entonces, viendo la sangre que caía de su mano, enrojeciendo la alfombra, se estremeció y dejó caer el puñal.
Esteban la sujetó y la colocó en el sillón junto al hogar, y luego le oprimió la palma de la mano para cortar la hemorragia.
—Sois una mujer diabólica —me dijo él, mirándome fieramente—. Vuestra belleza es sólo aparente, ya que oculta un corazón mísero.
—No es hora de lanzar denuestos —declaré—. Vuestros dos amigos están heridos.
Miró a Juan, que estaba en mis brazos, y se irguió como si fuera a dejar caer la mano de Ruth para acudir junto al muchacho.
—No, quédate con Ruth —dije, y levantando a Juan le ayudé a cruzar la habitación para depositarlo en el asiento del mirador, cuyos cristales de colores animaron sus pálidas mejillas; yo agregué—: Juan se recuperará pronto. Ruth es la que está peor. Déjame que la atienda, Esteban.
—¡No la toquéis!
Fue la misma Ruth, quien habló diciendo:
—El dolor es muy intenso. ¿Podréis aliviarlo, lady María?
Le apliqué en la herida una tintura de opio y de polvos de pétalos de rosa, y luego le vendé la mano. Juan se levantó de su asiento en la ventana y se colocó detrás de mí, en muda asistencia a Ruth. Al cabo de unos instantes, Esteban dijo a sus amigos, con tono vacilante:
—Perdonadme, los dos. Fue mía la idea de la cruzada, ¿os acordáis? Yo os he metido en esto.
El semblante de Ruth estaba tan blanco como el pergamino frotado con tiza que aguarda la pluma de ave del monje. Su sonrisa era radiante, cuando dijo:
—Sin embargo, Esteban, lady María tuvo razón, en cierto modo. Yo soy tan ángel como puedas serlo tú. O menos aún, quizá, pues tú eres un soñador, y yo os he mentido al comienzo, como lady María ha supuesto. Por eso no obraba abiertamente con ella, porque noté que sospechaba de mi. Mi nombre no es Ruth, sino Magdalena, y no vine del cielo, sino del castillo del Jabalí situado a una legua del vuestro. Mi padre era un noble de nacimiento, hermano de Felipe el Jabalí. Pero odiaba la vida del caballero: las cacerías, los festines, las justas, y también las cruzadas que se emprendían sin la bendición de Dios. Un día abandonó el castillo de su hermano para irse a Chichester, donde vivió dedicado al estudio en un cuarto que alquiló sobre el local de una carnicería. Se ganó la vida copiando manuscritos y leyendo el mensaje de las estrellas. Él fue quien me enseñó lenguas: inglés, normando, francés y latín, y también me enseñó, como si yo fuese un muchacho, a conocer el firmamento, el mar y los bosques. Igualmente me instruyó sobre el modo de comer en la mesa y otros aspectos de la educación, y cómo tañer el rabel. «Algún día —acostumbraba a decirme— te casarás con un caballero, con un noble cortés, si es que aún existen, y tendrás que hablarle sobre asuntos que interesan a los hombres, mientras le deleitas con algunas cosas propias de mujeres. Entonces quizá no se marche a una cruzada descabellada, como hacen muchos maridos, sólo porque sus esposas son unas necias». Me educó esmeradamente, y yo crecí más pobre que un galés. Cuando murió de la plaga, el año pasado, me dejó peniques, en lugar de libras y sin otro pariente que Felipe el Jabalí, mi tío, el cuál despreciaba a mi padre y sólo me acogió en su castillo porque me llevó hasta allí un abad de Chichester.
»Pero el Jabalí había enviudado hacía poco, y le gustaban demasiado las mujeres. No tardé en advertir que le agradaba. Debo de haber crecido bastante, en los últimos tiempos. Me llevó a cazar con los halcones y elogió mis conocimientos del bosque. Tomé asiento junto a él en los banquetes, bebí de su cerveza, me reí de sus chistes groseros y estuve a punto de olvidar el latín. Pero una vez, después de una fiesta, me siguió hasta la capilla y me hizo proposiciones inconfesables. ¡Mi propio tío! Le golpeé con un candelabro, y nadie me detuvo cuando abandoné el castillo. ¿Adónde podía ir? Me dirigí a Chichester; tal vez el abad quisiera darme refugio.
»Cuando pasaba ante el castillo de tu padre, Juan, oí a un jinete detrás de mi. Fui a esconderme tras los matorrales, cuando me precipité por unas escaleras hasta una lóbrega cueva. Como veis, tuve una caída, aunque no fue del Cielo. Exhausta y llena de miedo, me quedé dormida allí mismo, para despertarme cuando Esteban afirmaba que yo era un ángel, y hablaba de Londres y de la Tierra Santa. ¡Londres! ¿Acaso no era mejor que Chichester, para mi? Además, estaría más lejos de mi tío. Por eso os dejé creer que yo era un ángel, porque estaba cansada de los hombres y de sus mezquinos sentimientos. Había oído hablar de tu fama, con las muchachas, Esteban, pero después de haberte conocido, cambié de opinión. No eras el mozo que relataban las habladurías, sino un muchacho afectuoso y digno de confianza. Mas ya no podía decir que había mentido, pues hubiera perdido vuestro respeto.
»En cuanto al crucifijo que encontrasteis en mis manos, se lo quité a mi tío. Él me debía algo, pensé yo. Le oí decir que valía el rescate de un caballero. Proyecté venderlo y comprar una tienda de costura, para casarme luego con un hombre noble y cariñoso. Cuando lo cambié por vosotros a las mandrágoras, ocurrió tal como yo os había dicho. Mantuvieron su promesa en honor a su fe. Como veis, fueron mucho más honradas de lo que yo había sido.
Esteban se hallaba muy callado y quieto; le sabía parco en palabras, pero no en ademanes o en gestos. Quise interrumpir el silencio con frases amables y disculpas. Sin embargo, Ruth estaba mirando a Esteban; era ella quien debía hablar.
—Ahora soy para ti como cualquier otra moza de cocina —dijo con infinita tristeza—. Debí haberte dicho la verdad, para que obrases como creyeras conveniente. En cambio, ya no me queda nada.
El sajón pensó durante un buen rato, antes de hablar, y cuando lo hizo, sus palabras no reflejaban acusación alguna.
—Creo que en el fondo yo tampoco te consideraba un ángel —declaró—. No podía concebir que mereciese la ayuda de un guardián del cielo. Además, me inspirabas los sentimientos de una chica de carne y hueso. Sin embargo, quería tener un motivo para huir; una excusa y una esperanza. Me faltó valor. Para un siervo es algo muy grave el abandonar a su amo. El padre de Juan me hubiese matado, o cortado las manos o los pies. Por eso me mentí a mí mismo: ¡Había venido un ángel para guiarme! De modo que los dos hemos sido poco honrados, Ruth… es decir, Magdalena.
—Ruth, mejor. Es el nombre que me diste.
—Sí, Ruth; y aún podemos ir a Londres, sin que haya mentiras entre nosotros.
Volvía a expresarse con ademanes. Cogió a la muchacha por los hombros, con la deferencia de un hermano, y mirando a Juan primero, y luego a mí, agregó:
—No obstante, lady María, ha sido cruel que buscarais la verdad de ese modo.
—Nunca había pensado tocar a Ruth —intervino Juan—, sino tan sólo probarla. Lo que yo conté a lady María le hizo entrar en sospechas.
—Juan, Juan… —dijo Ruth, acercándose al muchacho y colocándole su mano vendada en el hombro—. Sé que nunca me has tenido simpatía. Algo sospechaste desde el principio, y pensabas que yo quería a tu amigo. Estabas en lo cierto, y no lo cambiaría por Robin Hood, aunque éste volviera a ser joven y reinase de nuevo en el bosque. Pero tampoco te he querido mal. Eras su hermano adoptivo. ¿Cómo hubiera podido amarle a él, sin amarte también a ti? Tuve deseos de decir: «No temas perder a Esteban por mi culpa. A ti te ha querido primero, y si yo consigo una parte de su corazón, no será la misma que a ti te pertenece. ¿No comprendes, Juan, que el corazón humano tiene tantos rincones como las catacumbas de los primeros cristianos?» Sin embargo, no dije nada, pues así habría demostrado ser una muchacha, en lugar de un ángel.
—¿Vienes con nosotros, Juan? —preguntó Esteban, con aire vacilante—. No pretendí hacerte daño. Fue como cuando te pegué por haber pisado uno de los cachorros. Pero entonces me perdonaste.
—Ahora ya no hay ninguna razón para que os marchéis —declaré yo.
—Y tampoco la hay para que permanezcamos aquí.
—¿Iréis a una cruzada sin un ángel guardián que os proteja?
—Nos iremos a Londres, y después, ¿quién sabe? Tal vez a Venecia, Bagdad, ¡incluso a Catay! Quizá sólo quería yo correr mundo, y no rescatar Jerusalén.
Entonces aprisionó los hombros de Juan con sus grandes manos y agregó:
—Vienes con nosotros, ¿verdad, hermano?
—No, Esteban —respondió Juan—. Lady María me necesita.
—También te necesita Esteban —terció Ruth.
—Pero Esteban es fuerte. De poco le ha servido Juan, si no fue para que le protegiese —declaré.
—Algún día, Juan —añadió Ruth—, comprenderás que el necesitar a una persona es el mejor regalo que se le puede hacer.
—Yo os necesito a todos vosotros —dije—. Quedaos aquí y ayudadme. Dejad también que os ayude. Londres causó la muerte de mi hijo. Es una ciudad dejada de la mano de Dios.
Esteban movió negativamente la cabeza y repuso:
—Tenemos que marcharnos; al menos Ruth y yo. El Jabalí podría saber que estamos aquí. Ella le hirió en su orgullo más que en la cabeza, y además le quitó el crucifijo.
—Yo me quedo aquí —dijo Juan.
Les preparé unas provisiones para el camino, procurando que no les faltase tocino ahumado ni cerveza; les entregué el puñal árabe para que lo utilizaran contra los ladrones, si se hacía necesario, o para que lo vendiesen en Londres, y luego colgué de sus hombros el rabel y los timbales.
—Debéis ganaros la vida en Londres —manifesté cuando Esteban quiso dejar los instrumentos a Juan.
Me dirigí con Esteban y Ruth hasta la puerta de la cerca y les di instrucciones para que encontrasen la carretera:
—Caminad una milla hacia el Este, hasta llegar al castaño que tiene en el tronco un agujero como un ventanal…
Pero Esteban miraba por encima del hombro, buscando a Juan.
—Se ha quedado en la sala —le dije—. Te quiere demasiado, para despedirse.
—No, demasiado poco. ¿Por qué se queda en realidad con vos, señora?
—El mundo es un lugar muy duro, Esteban. Más aún que el bosque, donde al menos se encuentran oasis como la Mansión de las Rosas.
¿Cómo iba a hacerle comprender que Dios me había enviado a Juan a cambio del hijo que yo había perdido?
—Yo sería su oasis —declaró Esteban, con el fuerte cuerpo estremecido de dolor.
—No te preocupes, volveremos a por él. Esteban —terció Ruth, y añadió dirigiéndose a mí—: Mi señora, os agradecemos de corazón vuestra hospitalidad.
Y a continuación hizo una reverencia y me besó la mano con insospechado afecto.
—Quiera el Señor que un ángel verdadero os proteja —contesté yo.
A continuación se encaminaron hacia el bosque, tan orgullosos y erguidos como vikingos, a pesar de su carga y sus heridas. No derramaron más lágrimas, ni echaron una sola mirada atrás. ¡Más allá de la espesura estaba Londres, Bagdad, Catay!
Entonces advertí entre el follaje, el extraño rostro, como una luna llena sobre el fondo obscuro de las enredaderas retorcidas.
—¡Ruth, Esteban! —grité—. ¡Os están vigilando!
Pero aquel ser no estaba mirando a los dos jóvenes. Ella me observaba a mí. La había visto varias veces en el bosque. Algo así como curiosidad, o más bien temor, la distinguía del resto gris y anónimo de la tribu. Quizá era ella quien había dejado aquellas efigies en los terrenos de mi propiedad, como amuletos para ahuyentar al diablo. Nunca hizo un gesto amenazador, y cuando en una ocasión avancé rápidamente hacia ella, se esfumó entre la hiedra como un velo de neblina bajo los rayos del sol. Ahora me detuve y la contemplé con una mezcla de vergüenza y timidez.
Volví a adelantarme hacia donde estaba, empujada por un impulso que era superior a mis temores.
—No voy a hacerte daño —le dije, llena de miedo, pensando que sus amigos podían salir de pronto de entre los árboles y apoderarse de mi antes de que pudiera gritar pidiendo auxilio—. No voy a hacerte daño; sólo quiero hablarte.
El fuerte olor a plantas que trascendía de ella inundó mis fosas nasales. Siempre había pensado que la rosa y la mandrágora representaban la antítesis del bosque: la gracia y la perversidad. Al mirarla de cerca por vez primera, me pareció como un árbol retorcido y maltratado por los temporales, como un ser natural totalmente ajeno al concepto humano de la belleza y la fealdad.
Extrayendo palabras arcaicas del recuerdo de mis lecturas de obras antiguas, le dije suavemente:
—Dime, ¿por qué observas mi mansión? ¿Hay algo en ella que es de tu agrado? ¿Las hierbas aromáticas, quizá?
—No…, las hierbas no —repuso ella, vacilante.
—¿El qué, entonces? Ya sé, las rosas, ¿verdad? Puedes coger las que quieras.
—No… un retoño.
—¿Un retoño? ¿En mi casa?
Ella se arrodilló, se apoderó de mis manos y las besó con inusitada ternura.
—Sí, este retoño… —musitó.
Me llevé las manos a los oídos como si hubiera escuchado el alarido de una mandrágora en la noche. Era yo quien había gritado. Después huí, huí enloquecida…
Tenía los ojos cerrados, y su cabeza descansaba sobre un cojín bordado. Se incorporó cuando me oyó entrar en la estancia.
—¿Ya se han marchado?
—¿Cómo? ¿Qué has dicho, Juan?
—¿Se han marchado ya Esteban y Ruth?
—Sí…
—Estáis pálida, lady María —dijo él, acercándose—. No os apenéis por mí; yo quise quedarme.
—Creo que debieras marcharte con tus amigos —declaré lentamente—. Me pidieron que te dijera eso.
—Pero si habíamos dicho que me quedaba para protegeros; para ser vuestro hijo —declaró él, con sorpresa—. Vos dijisteis…
—En realidad era a Esteban a quien quería. Tú eres demasiado pequeño. Esteban es ya un joven, y le hubiera enseñado a ser un señor y un buen caballero. Pero ahora se ha marchado, ¿y para qué necesito un débil chiquillo de doce años a mi lado?
—Yo no pido que me queráis como a Esteban…
Coloqué mis manos sobre sus hombros delgados, pero de duros músculos en los que ya bullía una fuerza varonil que desmentía mis palabras.
—¡Ve a reunirte con él! —exclamé—. ¡Hazlo ahora, o le perderás para siempre!
Su semblante estaba intensamente pálido, cuando susurró:
—Lady María, creo que os entiendo. Vos me queréis, ¿verdad? Por eso me dejáis marchar. Así que me queréis…
Dejé caer mis manos de sus hombros. No debía tocarle. No debía besarle.
—Así…, así… —murmuré.
Más allá del seto, se volvió hacia mí y agitó una mano, sonriendo. Luego echó a correr para alcanzar a sus amigos. Antes ya de que llegara al límite del bosque, Esteban salió de entre los árboles.
—¡Te esperaba! —exclamó Esteban—. ¡Sabía que vendrías!
Los muchachos se abrazaron con tanta algarabía de risas y estrépito de timbales que el ruido debió de llegar hasta la ciudad de Londres. Luego, cogidos del brazo con Ruth en medio, se internaron en la espesura.
Está llegando el verano,
Y canta vivaz el cuclillo…
También yo me dirigí hacia el bosque. Durante largo tiempo permanecí inmóvil, contemplando aquellos objetos, aquella especie de amuleto de piedra dejados por las mandrágoras, que eran como un baluarte entre los enormes y añosos robles, y parecían destinados a ahuyentar a cualquier ser maligno, fuera demonio, grifo, lobo u hombre, que pudiera amenazar mi casa.
Mis rodillas se hundieron entre el musgo y sentí dolor cuando descansaron en la piedra. Mis labios estaban resecos, con la plegaria. Seguí allí, aguardando…
No volví la cabeza cuando noté el intenso olor de plantas que ella exhalaba; me limité a decir:
—¿Te gustaría vivir conmigo, en la Mansión de las Rosas?
Su grito fue humano, como de angustia hija del éxtasis. Igual que el de un mártir cristiano al que hubieran dicho: ¿Quieres ver el Santo Cáliz?
—¿Para serviros? —preguntó.
—Para ayudarme, tú y tus amigos. Para que compartáis la casa conmigo.
Incliné la cabeza bajo los dedos tímidos y vacilantes que soltaron mis trenzas como se extiende el fino brocado para admirar su tejido y la delicadeza de sus dibujos.
—Retoño… —musitó—. Hermosa como una Virgen…
¿Qué había dicho Juan, poco tiempo antes?: «Me gusta vuestro cabello, cuando lo lleváis suelto. Es como una aureola que se extendiera hasta vuestros hombros…»
Las rosas y yo tenemos eso en común: se nos juzga demasiado benévolamente por la suavidad de nuestros pétalos.
—Y ahora debo irme —dije—. Los que están en la mansión tal vez no os acojan con agrado. Primero tengo que pedirles que se marchen. Es por el bien de ellos… y por el vuestro. Mañana me reuniré aquí con vosotros, y os llevaré a mi casa.
La tierra, madre de las rosas, tiene muchos retoños.
AGRADECIMIENTOS
Deseo expresar mi gratitud por el eficaz auxilio que me han brindado las obras A History of Everyday Things in England: 1066-1499, de Marjorie y C. H. B. Quennell, y The Crusades, de Henry Treece. Los cantares citados en mi narración son versiones modernizadas de poemas anónimos pertenecientes a la antigua lírica inglesa.